Capítulo Duodécimo

Llevaban ya una hora marchando a toda velocidad por la llanura. Era una noche despejada. Cada vez más espaciadamente, algunos matorrales cortaban veloces el rítmico rugido de la máquina, hasta que también los últimos se quedaron atrás. Ya no había nada, salvo las largas y suaves convexidades del terreno, que cobraban vida a la luz del faro y parecían ondularse. El protector las tomaba con saltos, como si tratase de elevarse en el aire. Los asientos amortiguaban los saltos con suavidad. El monótono chirrido de las cadenas de las orugas recordaba el penetrante soniquete de un taladro en el metal. Luces rosas, verdes y rojo-anaranjadas en el cuadro de mandos. El ingeniero buscaba en la pantalla el piloto señalizador del cohete.

El haberse marchado sin comunicación por radio, cosa que antes habían aceptado maquinalmente, ahora le parecía una locura. Tenían tanta prisa, que no pudieron esperar ni las dos horas que habría costado la instalación de una emisora. Temía haber perdido el cohete en aquella oscuridad, y haberse alejado excesivamente al norte. Pero no, al fin lo descubrió. Parecía una burbuja de luz. Redujo la velocidad. Siempre era una visión extraña, cuando el piloto del cohete se iluminaba y aparecía el casco con los distintos niveles que dividían la luz en innumerables arcos iris resplandecientes. El reflejo iluminaba la arena.

Como el ingeniero no quería disparar otra vez, dirigió la roma nariz del protector hacia el sitio donde había horadado antes el muro de cristal. Pero la abertura se había vuelto a cerrar por ambas partes. La única huella de la primera brecha era un resto de arena escorificada.

Con toda su masa de dieciséis toneladas, el protector chocó contra el muro. La pared aguantó.

El ingeniero retrocedió unos doscientos metros, apuntó y disparó. Justo en ese momento, una campana de luz emergió de la oscuridad. Arrancó sin dar tiempo a que se enfriasen los hirvientes bordes del boquete. La parte alta de la torre chocó contra el material reblandecido, que cedió. El protector, tuerto, penetró en el círculo diáfano. Su zumbido fue languideciendo mientras se acercaba al cohete.

Sólo les saludó el Negro, que desapareció inmediatamente. Limpiaron la capa radiactiva de la superficie exterior del protector y examinaron la intensidad de la radiación del entorno antes de abandonar la angostura de la máquina.

Se iluminó la lámpara. El coordinador fue el primero en salir del túnel. De una ojeada advirtió las manchas negras del morro del protector, el faro destrozado y las caras pálidas y hundidas de los expedicionarios. Y dijo:

— Han luchado.

— Sí — respondió el doctor.

— Pueden bajar. Sólo son 0,9 Röntgen por minuto. El autómata negro se quedará aquí.

Los demás callaron. Bajaron por el túnel hasta el cohete. El ingeniero advirtió la presencia de un segundo autómata, pequeño, que reparaba tuberías en el pasillo que daba a la sala de máquinas, pero no se detuvo. Había luz en la biblioteca. La pequeña mesa estaba preparada: platos de aluminio, cubiertos, una botella de vino. El coordinador dijo:

— Pensábamos en una modesta celebración. Los autómatas han supervisado el regulador gravimétrico. Está bien… La pila principal funciona. Si somos capaces de enderezar el cohete, podemos partir. Ahora hablen ustedes.

Se quedaron en silencio durante unos instantes. El doctor miró al ingeniero, comprendió, y dijo:

— Tenías razón. Hacia el oeste se extiende un desierto. Hemos viajado casi doscientos kilómetros, haciendo un gran arco en dirección al sur.

Contó cómo llegaron a la llanura habitada junto al mar, que habían filmado, y cómo a la vuelta fueron a dar con la colección de estatuas… Aquí se detuvo.

— Realmente, parecía un cementerio o un lugar de culto. No se puede describir con facilidad lo que ocurrió luego. Ni puedo explicar con certeza su significado, aunque el tema les sonará. Una multitud de dobles huía despavorida. Era como si hubieran estado ocultos y una batida los hubiese ahuyentado para cazarlos entre las estatuas. Digo que parecía eso; pero no sabría decir. Unos cientos de metros más abajo, pues todo esto ocurría en un terreno en declive, había una pequeña plantación. Allí estaban escondidos otros dobles, de los plateados, como el que matamos. Detrás de ellos, probablemente camuflado, había uno de los grandes trompos. Pero nosotros no habíamos advertido su presencia…, ni sabíamos que los dobles que estaban escondidos en la plantación habían extendido por el suelo una tubería flexible, una especie de tobera por la que salía a presión una sustancia venenosa, una espuma que se transformaba en emulsión o en gas. Puede analizarse, pues habrá quedado depositada en los filtros, ¿verdad?

Se volvió hacia el ingeniero, quien asintió con la cabeza.

— Yo bajé con el químico, porque queríamos ver las estatuas, y la torre se quedó abierta. Casi nos asfixiamos. Quien peor lo pasó fue Henryk, porque la primera oleada de gas alcanzó al protector. Una vez que entramos, después de ventilar con oxígeno el interior, Henryk disparó contra la tubería, o mejor dicho, contra el sitio donde la habíamos visto, pues nos hallábamos en medio de una nube espesa.

— ¿Con antimateria? — preguntó el coordinador.

— Sí.

— ¿No podías haber usado el lanzador pequeño?

— Podía, pero no lo hice.

— Todos estábamos… — el doctor se detuvo un instante a buscar una palabra adecuada—, estábamos exasperados. Veíamos a los que caían. Esos dobles no iban desnudos. Llevaban harapos. Me dio la impresión que eran desgarrones producidos por la lucha, pero no estoy seguro de ello. Todos, o casi todos, sucumbieron ante nuestros ojos. Poco faltó para que también nosotros fuéramos envenenados. Así fue. Luego, Henryk intentó encontrar el resto de la tubería, si recuerdo bien, ¿no es cierto?

El ingeniero asintió.

— Después bajamos a la plantación y allí descubrimos a los plateados. Llevaban máscaras. Supongo que para filtrar el aire. Nos dispararon, no sé con qué. Perdimos un faro. Entonces se puso en marcha el gran trompo. Trató de atacarnos por un lado. Salió de los matorrales. Entonces, Henryk disparó una serie completa.

— ¿En la plantación?

— Sí.

— ¿Contra los plateados?

— Sí.

— ¿Y contra la peonza?

— No. Se lanzó hacia nosotros y se estrelló contra el protector. Naturalmente, se produjo un incendio. Los matorrales se secaron con la onda térmica de la explosión y ardieron como papel.

— ¿No intentaron contraatacar?

— No.

— ¿Les persiguieron?

— No lo sé. No es probable. Los discos vibrantes podían habernos alcanzado, sin duda.

— No en ese campo. Hay ahí muchas gargantas y desfiladeros, como en nuestros montes Jura, piedras, escalones, aglomeraciones de rocalla — aclaró el ingeniero.

— ¿Y luego volvieron aquí directamente?

— No del todo; nos desviamos hacia el este.

Permanecieron en silencio unos segundos. El coordinador alzó la cabeza.

— ¿Han matado a muchos?

El doctor miró al ingeniero. Al darse cuenta que éste vacilaba en responder, dijo:

— Estaba oscuro. Y se escondían en la maleza. Creo que, por lo menos, he contado hasta veinte reflejos de una vez. Pero más al fondo del matorral brillaba también algo. Pudieran ser más.

— Los que les dispararon, ¿eran dobles, con seguridad, o eran otros?

— Ya he dicho que se cubrían con máscaras que parecían yelmos. Pero a juzgar por su forma, sus dimensiones y su modo de moverse, eran dobles.

— ¿Con qué les dispararon?

El doctor calló.

— Probablemente eran proyectiles no metálicos — dijo el ingeniero —. Claro que sólo puedo juzgar por la impresión. No he investigado los impactos ni los he visto siquiera. Me pareció que su fuerza de penetración era pequeña.

— Sí, muy pequeña.

El físico apoyó esta opinión.

— He observado los faros por encima. Hay huellas de impactos, pero no los han perforado.

— Uno de los faros se rompió en el choque contra el trompo — aclaró el químico.

— Y ahora, las estatuas. ¿Cómo eran?

El doctor las describió lo mejor que pudo. Cuando llegó a las figuras blancas, se detuvo. Tras una pausa, añadió con una tibia sonrisa:

— Por desgracia, esto sólo se puede contar con gestos…

— ¿Cuatro ojos? ¿Frentes altas? — repetía lentamente el coordinador.

— Sí.

— ¿Eran esculturas? ¿De piedra? ¿Metal? ¿Fundición?

— No puedo asegurarlo. Fundición no, seguramente. Por si te interesa, las dimensiones eran mayores de las naturales. Y también se apreciaba una cierta deformación, una modificación de las proporciones.

Titubeó.

— ¿Qué?

— Como un empeño en magnificar — dijo el doctor sin convencimiento —. Pero sólo es una impresión. Es que tampoco tuvimos tiempo para verlas con calma, pues en seguida vino todo lo demás… Naturalmente, esto se presta de nuevo a muchas analogías elementales. El cementerio. Los pobres perseguidos. Una batida de la policía. Una bomba con gas tóxico. La policía con máscaras de gas. Empleo estas imágenes a propósito, que bien pudieran ser realidad, pero no lo sabemos. Ante nuestra mirada, los unos mataban a los otros. Esa es una realidad incuestionable. Pero quién a quién, y si eran de la misma especie o de otra diferente, eso no lo sé.

— Y en caso que fuesen diferentes, ¿estaría ya todo explicado? — preguntó el cibernético.

— No, claro. Pero también he contemplado esa posibilidad. Reconozco que no deja de ser algo macabro, desde nuestro punto de vista. Como es sabido, el hombre condena el canibalismo con la máxima severidad. Pero, en opinión de nuestros moralistas, comerse un mono asado no pasa, en general, de ser algo de mal gusto. ¿Qué pasaría si aquí la evolución biológica hubiese discurrido de tal modo que las diferencias entre las especies inteligentes, como la humana, y las que no han rebasado la escala animal fuesen mucho menores que las que separan a los hombres de los primates? Si así fuese, quizá lo que hemos presenciado ha sido una cacería.

— ¿Y las tumbas ante la ciudad? — objetó el ingeniero —. ¿Eran también trofeos de caza? Me maravillan tus subterfugios, doctor; son más propios de un picapleitos.

— Mientras no tengamos la certeza…

— Aún nos queda la película — le interrumpió el químico —. No sé por qué razón, hasta ahora no hemos conseguido observar la vida ordinaria en este planeta. Estas tomas muestran lo común, lo cotidiano. Ésa es mi impresión, al menos…

— ¿Es que no vieron nada? — preguntó el físico extrañado.

— No. Tuvimos que darnos prisa para aprovechar la última claridad. La distancia era relativamente grande, unos ochocientos metros, o, tal vez, más, pero hemos rodado dos rollos con el teleobjetivo. ¿Qué hora es? Aún no son las doce. Podemos revelarlos ahora mismo.

— Dáselos al Negro — dijo el coordinador —. Ya saben, al segundo autómata. Doctor, Henryk, veo que están abatidos por este asunto. Maldita sea, es cierto que estamos metidos hasta el cuello en esto…

— ¿Es que tiene que acabar siempre así la comunicación entre dos civilizaciones desarrolladas? — dijo el doctor —. Me gustaría encontrar respuesta a esta pregunta…

El coordinador sacudió la cabeza, se incorporó y tomó la botella que estaba sobre la mesa.

— La guardaremos para otra ocasión.

El ingeniero y el físico salieron a examinar el protector. El químico quería, a toda costa, estar presente en el revelado de la película. Una vez que se quedaron solos, el coordinador tomó al doctor del brazo, se acercó con él a la inclinada estantería, y dijo en voz baja:

— Escucha, ¿no es posible que esa huida aterrorizada fuese inducida por vuestra inesperada aparición y que, en realidad, intentaron atacarles a ustedes, no a los que huían?

El doctor le miró con ojos de sorpresa.

— Eso no se me había ocurrido.

Se quedó pensativo unos instantes.

— No lo sé — dijo finalmente —. No parece… A lo sumo, que se tratase de un ataque frustrado que se volviera contra algunos de ellos… Naturalmente — añadió mientras se levantaba—, todo tendría una interpretación bien distinta. Sí, ahora lo veo claro. Suponte que fuéramos a parar a una zona vigilada. Pongamos que los que huyeron eran un grupo de peregrinos, o algo así. El guardia que vigilaba ese lugar dirigió el arma (la consabida tubería) hacia las estatuas en el momento en que el protector se detuvo. Sí, pero la primera oleada de gas les alcanzó a ellos, no a nosotros… Bueno, supongamos que, desde su punto de vista, fue un accidente. Entonces sí pudo ocurrir de ese modo.

— Entonces, ¿no puedes descartar esa posibilidad?

— No, no puedo. ¿Y sabes que cuanto más pienso en ello, más justificada encuentro esa interpretación? Es muy posible que al difundirse la noticia de nuestra presencia montasen diversos puestos de vigilancia en la región. Cuando estuvimos en el valle aún no sabían nada, y por eso no encontramos allí gente armada… Aquella tarde aparecieron por primera vez junto al cohete los discos vibrantes.

— Es una pena que hasta ahora no hayamos topado con ningún rastro de sus redes de información — exclamó el cibernético desde el salón —. Telégrafo, radio, escritos, documentos, objetos de esta índole… Toda civilización crea esos medios para dejar constancia de su historia y de su experiencia. Seguramente, ésta también. ¡Si pudiésemos entrar en la ciudad!

— Con el protector entraríamos — respondió el coordinador —. Pero entonces se produciría un choque, cuyo desarrollo y resultado no podemos prever. Eso ya lo sabes.

— Si lográsemos comunicarnos con uno de sus expertos, con un técnico…

— ¿Y cómo íbamos a conseguirlo? ¿Saliendo de caza?

— ¡Si yo supiera el modo! ¡Podría resultar tan sencillo! Llegas al planeta con un montón de intercomunicadores y cerebros electrónicos traductores, dibujas el triángulo de Pitágoras en la arena, intercambias regalos…

— ¡Vamos, deja de contar cuentos!

El ingeniero apareció en el dintel.

— Vengan, la película ya está revelada.

Decidieron proyectarla inmediatamente en el mismo laboratorio. Cuando llegaron, la película estaba secándose en el tambor. El coordinador se colocó detrás del aparato para detenerlo en cualquier momento o retroceder cuando hiciera falta. Todos tomaron asiento. El autómata apagó la luz.

Los primeros metros estaban totalmente negros. Luego, centellearon varias veces fragmentos del mar. Apareció la orilla. Estaba fortificada. En algunos lugares caían hacia el agua largas diagonales, sobre las que se alzaban torres muy separadas unidas con cintas transparentes. La imagen apareció borrosa durante unos segundos. Cuando se recuperó la nitidez, vieron que las torres tenían en el vértice dos hélices de cinco palas que giraban en sentidos opuestos. Se movían muy lentamente, porque la toma estaba rodada a una velocidad excesiva. En las diagonales que caían al mar se movían objetos que aparentemente terminaban por hundirse en el agua. No podía distinguirse su contorno. Además, todo transcurría con una lentitud exagerada. El coordinador rebobinó una docena de metros de cinta y dio más velocidad al proyector. Los objetos que descendían tanto por cintas estrechas y apenas visibles como por cuerdas gruesas y vibrantes, ahora se deslizaban con rapidez y se precipitaban al agua. Formaban círculos en la superficie. En la orilla estaba un doble, con la espalda hacia los espectadores. La parte superior de su gran torso sobresalía por encima de un dispositivo en forma de tonel, sobre el que se elevaba un delgado látigo terminado en una mancha borrosa.

La orilla desapareció. Ahora corrían por la pantalla formas planas, como cajas, que eran colocadas en postes transparentes. Encima había numerosas formas parecidas al tonel en que estaba metido el doble. Todos estaban vacíos, algunos se movían perezosamente en parejas o tríos en la misma dirección, se paraban y volvían hacia atrás.

La imagen siguió avanzando. Con frecuencia, la cruzaban destellos que aparecían como manchas negras. La película tenía una exposición excesiva. Por añadidura, las manchas estaban rodeadas de anillos oscuros. Detrás de estos círculos nebulosos titilaban diminutas formas vistas desde arriba, empequeñecidas, por tanto.

Se veían dobles que marchaban de dos en dos en distintas direcciones. Sus pequeños torsos estaban cubiertos de algo como sayal. Sólo asomaban las cabecitas. La imagen no era tan clara como para reconocer los rasgos de las caras.

Ahora inundó la imagen una gran masa que ascendía y descendía regularmente, y, como un jarabe espumoso, fluyó hacia el borde inferior de la pantalla. Docenas de dobles marchaban dando vueltas sobre bases elípticas. Se diría que llevaban algo en las manos, tocaban la masa y la aplanaban o recogían un poco. De cuando en cuando se apilaban formando una elevación piramidal. De ella brotaba algo grisáceo que asemejaba la forma de un cáliz. La imagen avanzó, pero aquella masa llenaba todavía la pantalla. Ahora se apreciaban los detalles con claridad. En el centro se formaba una aglomeración de cálices delgados, como si creciese con mirarla. Delante de cada uno había dos o tres dobles que se inclinaban sobre ellos. Permanecían unos instantes en esa posición y luego echaban sus caras hacia atrás. Esto se repitió varias veces. El coordinador rebobinó la cinta y la volvió a proyectar a mayor velocidad. Ahora daba la impresión que los dobles besaban el interior de los cálices. Otros, que se mantenían en segundo plano y que antes habían pasado inadvertidos, permanecían de pie con el pequeño torso medio recogido y parecía que observaban la acción.

La imagen avanzó. Ahora se veía el borde de la masa, ribeteada por una línea oscura. Al lado pasaron discos vibrantes. Eran mucho más pequeños que los que ya conocían. Giraban lentamente y como a tropezones. Se podía distinguir la oscilación de las alas transparentes. Era un efecto de la filmación que disociaba la rotación en movimientos separados.

La pantalla se fue llenando de una agitación creciente, pero al reducir la velocidad de la proyección, se resolvió en un ambiente muy denso, sin aire. Ahora aparecían los arrabales, que los tres exploradores habían confundido con el centro de la ciudad. Era una espesa red de pequeñas zanjas, en las que se desplazaban en varias direcciones unas formas, semejantes a toneles, cortadas en bisel por un lado y redondeadas por el otro. En ellas se advertían figuras de dobles muy juntas entre sí, en número de dos a cinco. En la mayoría viajaban tres. Parecía como si sus torsos pequeños estuvieran atados con algo. Pero tal vez pudiera ser el reflejo. Las sombras que dibujaba el sol poniente eran muy largas y resultaba difícil separar los elementos individuales de la imagen. Sobre las arterias excavadas se tendían ligeros puentecillos de graciosas formas. En algunos de estos puentes había grandes trompos que giraban sin desplazarse del sitio, y también ese giro se descomponía en la pantalla en series de complicados movimientos de rotación y apoyo como si sus apéndices, semejantes a extremidades corporales, agarrasen del aire algo invisible. Un trompo se detuvo, y descendieron unas formas que estaban cubiertas de una sustancia muy brillante. Como era una película en blanco y negro, no pudieron asegurar que el brillo fuera plateado. Cuando descendió el tercer doble, que arrastraba tras de sí algo borroso, la imagen corrió. Una cuerda gruesa atravesaba el centro de la pantalla. Se encontraba mucho más cerca del objetivo que lo que aparecía en el fondo. La cuerda (¿o quizá era un conducto?) se mecía; de ella colgaba un cigarro que desprendía algo centelleante, como una nube de hojas. Los pequeños objetos seguramente eran más pesados que hojas, pues no volaban en el descenso, sino que caían grávidos en vertical. Allí había varias líneas de dobles en una superficie cóncava. De sus manitos centelleaban incesantemente finos rayos hacia el suelo. La imagen era absolutamente incomprensible, pues la nube de objetos que caía desapareció sin alcanzar a los que estaban debajo. Lentamente, el objetivo se deslizó hacia adelante. Justo al borde había dos dobles tendidos, inmóviles. Un tercero se acercó a ellos. Entonces los dos primeros se incorporaron lentamente. Uno de éstos comenzó a tambalearse. Con el pequeño torso oculto parecía un pilón de azúcar. El coordinador hizo retroceder la película y repitió la proyección. Detuvo la imagen cuando aparecieron los cuerpos tendidos. Quería observar con mayor detalle. Se acercó a la pantalla con una lupa, pero no pudo ver más que grandes manchas descompuestas.

Oscurecía. La primera película terminó. El comienzo de la segunda mostraba la misma imagen, un poco desenfocada y algo más oscura. Parecía evidente que la luz se había debilitado de tal modo que no se pudo compensar con la apertura máxima del objetivo. Los dos dobles se alejaban uno del otro lentamente, el tercero permanecía medio tumbado. En la pantalla apareció un revuelo de rayas. El objetivo se desplazaba tan rápido que no se podía ver nada. Al poco rato apareció una gran red con mallas pentagonales. En cada malla había un doble; en algunas, dos. Bajo esa red se percibía confusamente la vibración de otra. Tardaron un rato en advertir que la primera era real y la segunda su sombra. El suelo era liso, como cubierto de una sustancia semejante al hormigón. Las formas que colgaban de las mallas de la red llevaban vestidos oscuros y holgados, que las hacían más gruesas y anchas. Casi todas ejecutaban los mismos movimientos. Sus torsos pequeños, cubiertos de un tejido transparente, se inclinaban lentamente hacia un lado. Esta curiosa gimnasia se realizaba con una extraordinaria parsimonia. La imagen vibraba. Estaba desenfocada. Durante unos instantes apenas pudieron reconocer nada. Además, se oscurecía por momentos. Apareció el borde de la red, sostenida en tensión por unas cuerdas. Una de éstas terminaba en un gran disco en posición diagonal. Más atrás se representaba la misma escena de «tráfico callejero» que ya habían visto antes. Formas que recordaban a un tonel, llenas de dobles, circulaban en varias direcciones.

La cámara se detuvo de nuevo en la red, esta vez desde el otro lado. Estaba estirada. Surgieron peatones, filmados desde arriba con fuerte reducción. Andaban en parejas, contoneándose como patos. Luego apareció una multitud, dividida por una calle larga y estrecha. Por el centro de la calle corría una cuerda sobre ruedecillas apenas perceptibles, hasta rebasar el marco de la imagen. Tiraba de un objeto alargado que despedía rayos muy penetrantes. Parecía un cristal largo de aristas vivas o un tronco cubierto de espejos. Oscilaba de un lado a otro y arrojaba sobre la multitud un resplandor oscilante. De pronto se detuvo un instante y se volvió transparente. En su interior había una figura tendida. Alguien ahogó un grito. El coordinador rebobinó la cinta y detuvo la imagen en el momento en que aquel objeto alargado, tras las oscilaciones, mostraba su contenido. Todos se acercaron a la pantalla. Entre una fila de dobles, allí, en mitad de la calle, yacía un hombre.

Se hizo un silencio sepulcral.

— Creo que vamos a perder la razón — comentó alguien en la oscuridad.

— Acabemos de ver la película.

El coordinador volvió a su asiento. Los demás le siguieron. La cinta zumbó, tembló la imagen y cobró vida. Entre la gente desfilaban paralelepípedos con forma de ataúd. Iban cubiertos de un tejido claro, tan largo que arrastraba por el suelo. La imagen volvió a avanzar. Se mostraba ahora un páramo ribeteado por un muro oblicuo con algunos matorrales a su pie. Un solitario doble corría por un surco que atravesaba todo el campo de la imagen. De repente saltó al margen horrorizado y voló por los aires en una arremetida violenta. Un trompo se deslizó por el surco. Algo brilló con intensidad. Parecía que la imagen se había cubierto de niebla. Cuando se desvaneció, el doble apareció tendido a un lado, con el cuerpo negro. Entretanto, la escena se había sumido en la penumbra. Parecía que el doble se había movido y comenzaba a arrastrarse. La pantalla se pintó de franjas oscuras y luego se iluminó de un blanco estridente. La película había concluido. Cuando dieron la luz, el químico tomó el carrete y fue con él a la cámara oscura para preparar ampliaciones de las escenas escogidas. Los demás permanecieron en el laboratorio.

— Ahora — dijo el doctor—, la penuria de las interpretaciones. Yo tengo preparadas ya dos o tres diferentes.

— ¿Es que quieres desesperarnos a toda costa? — gritó enfadado el ingeniero —. Si hubieras estudiado a fondo la psicología del doble, sobre todo la psicología sensorial, ahora sabríamos muchas más cosas.

— ¿Cuándo he tenido ocasión de hacerlo? — preguntó el doctor.

— ¡Colegas!

El coordinador elevó la voz:

— Esto comienza igual que una sesión del Instituto Cosmológico. Es obvio que nos ha impresionado a todos esa figura humana. Sin duda, era una imagen, una reproducción rígida, fundida en algún material. Es muy probable que hayan enviado nuestro retrato a todas las colonias del planeta a través de su red de información y que, basándose en estas descripciones, hayan fabricado muñecos de forma humana.

— ¿Cómo han logrado nuestro retrato? — preguntó el doctor.

— Desde hace dos días no dejan de dar vueltas en torno al cohete, así que han podido observarnos al detalle.

— ¿Y para qué necesitarán esa reproducción?

— Para fines científicos o religiosos. No lo vamos a saber por más vueltas que le demos. No obstante, es un fenómeno que tiene cierta explicación. Hemos visto un pequeño centro donde se realizaban trabajos creativos. Tal vez también hemos observado sus juegos y pasatiempos y hemos visto cómo funciona su «arte». O quizá un tráfico callejero normal. Además, trabajos en un embarcadero con esas cosas tan extrañas que caían…

— Una definición excelente — dijo con sorna el doctor.

— También podían ser «escenas de la vida militar». Posiblemente, esos de ropajes plateados son militares. Aunque no se comprende bien el final. Claro que puede ser el castigo de un individuo que se haya opuesto al orden imperante al circular por una vía destinada al trompo.

— ¿No te parece que la ejecución inmediata por ocupar un surco prohibido es un castigo demasiado severo? — inquirió el doctor.

— ¿Por qué intentas ridiculizarlo todo?

— Porque pienso que no hemos visto más de lo que hubiese visto un ciego.

— ¿Quién tiene algo que añadir? — preguntó el coordinador —. ¿Algo que no sea una confesión de agnosticismo?

— Yo — dijo el físico —. Parece que los dobles sólo se desplazan a pie en casos excepcionales. Ello explicaría la desproporción entre el tamaño de las extremidades y del cuerpo. Creo que sería muy fructífero que intentásemos trazar en lo posible la línea evolutiva por la que se ha podido llegar a ese tipo de seres. ¿Se han fijado en la viveza de su gesticulación? Pero nadie ha usado las manos para levantar un peso o para transportar o arrastrar algún objeto, cosa que, en la Tierra, en cualquier ciudad, puede observarse de ordinario. Puede que a ellos las manos les sirvan para otros menesteres.

— ¿Para cuáles? — preguntó con curiosidad el doctor.

— No lo sé. Ese es tu campo. De todos modos, en esto nos falta mucho por hacer. Puede ser que hubiésemos avanzado más si, en vez de querer comprender directamente el edificio de su sociedad, hubiésemos investigado antes las piedras que lo componen.

— Me parece correcto — dijo el doctor —. Las manos…, cierto, es un problema importante, con toda seguridad. Y la evolución también. Ni siquiera sabemos si son mamíferos. Podría encargarme de encontrar respuesta a esas cuestiones en pocos días, pero me temo que no hallaría ninguna para lo que más me ha impresionado de la proyección.

— ¿Y qué es?

— No he visto a ningún peatón que fuese solo. Ninguno. ¿No les ha llamado la atención?

— Pero no, hubo uno, ya al final — dijo el físico.

— Sí, claro.

Todos callaron unos instantes.

— Tenemos que ver la película otra vez — dijo el coordinador, malhumorado —. Creo que el doctor tiene razón. No aparecían peatones solos; iban, al menos, en pareja. Aunque al comienzo había uno… El que estaba en el puerto.

— Ése estaba sentado en un aparato de forma cónica — replicó el doctor —. También en los discos había algunos solos. Yo hablo de peatones. Sólo de peatones.

— Pero no eran tantos…

— Varios cientos con seguridad. Imagínate la calle de una ciudad de la Tierra a vista de pájaro. El porcentaje de peatones que van solos tiene que ser grande. A determinadas horas, incluso la mayoría. Y aquí no aparecen.

— ¿Qué puede significar? — preguntó el ingeniero.

— Por desgracia, no lo sé.

El doctor sacudió la cabeza.

— También me lo pregunto yo.

— Pero uno aislado vino con vosotros — dijo el ingeniero.

— Sí, pero, ¿conoces las circunstancias que le empujaron a ello?

El ingeniero no respondió.

— Escuchen — comenzó el coordinador —. Estas polémicas desembocan fácilmente en una discusión inútil. No hemos realizado una investigación sistemática, porque no somos una expedición investigadora. Tenemos otras preocupaciones, como la de luchar por la supervivencia. Ahora debemos determinar los pasos siguientes. Mañana estará lista la excavadora. Así que tendremos dos autómatas, dos semiautómatas, una excavadora y el protector, que tomando las debidas precauciones también puede ayudar a levantar el cohete. No sé si ustedes conocen el plan que he preparado con el ingeniero. La primera idea fue colocar el casco en posición horizontal y luego ir elevándolo poco a poco mediante un terraplén. Un método que ya emplearon los constructores de las pirámides. Ahora vamos a cortar nuestro muro de cristal en piezas de la dimensión adecuada y haremos un andamiaje con ellas. Tendremos suficiente material. Sabemos que esa sustancia se funde a elevadas temperaturas y se puede soldar. Utilizando este material que los habitantes de Edén nos han proporcionado con tanto derroche, estamos en condiciones de acortar radicalmente el proceso. Podríamos despegar en tres días… ¡Un momento! — levantó una mano cuando vio el movimiento entre los presentes —. También quería preguntarles si están ustedes de acuerdo con que nos marchemos.

— Sí — dijo el físico.

— No — voceó el químico casi a la vez.

— Todavía no — replicó el cibernético.

Se hizo una pausa. El ingeniero y el doctor no se habían pronunciado aún.

— Creo que debemos partir — dijo al fin el ingeniero.

Todos le miraron con asombro.

Como aquel silencio se mantenía — todos esperaban de él una explicación—, dijo:

— Antes opinaba de otro modo. Pero se trata del precio. Del precio, sencillamente. No hay duda en que podríamos conocer muchas cosas, pero tal vez a un precio excesivo. Para las dos partes. Después de todo lo sucedido, creo que no son realistas los intentos pacíficos de lograr un entendimiento y establecer contactos. Aparte de lo que aquí hayamos dicho, cada uno de nosotros tiene, lo quiera o no, una idea formada de este mundo. También yo tenía una. Me parecía que aquí ocurrían cosas monstruosas y que, por tanto, debíamos actuar. Mientras éramos Robinsones y teníamos que mover la tierra con las manos, no he dicho nada. Quería aguardar a conocer más y a disponer de nuestros medios técnicos. Ahora debo reconocer que no encuentro ningún motivo convincente para modificar mis opiniones sobre Edén. Pero toda intervención en favor de lo que nos parezca justo y bueno, todo intento de esta clase terminaría, muy probablemente, lo mismo que ha acabado nuestra expedición de hoy: con el empleo del aniquilador. Claro que siempre encontraremos la justificación de su necesidad y demás, pero, en lugar de ayuda, llevaremos destrucción. Eso es todo.

— ¡Si al menos tuviésemos una visión más clara de lo que aquí sucede en realidad!

El ingeniero sacudió la cabeza:

— En ese caso comprenderíamos que cada parte tenía «sus razones»…

— ¿Qué importa que los asesinos tengan «sus razones»? — replicó el químico —. No nos van a interesar sus razones, sino nuestra salvación.

— Pero, ¿qué les podemos ofrecer aparte del aniquilador del protector? Supongamos que reducimos a cenizas medio planeta, para reprimir esas acciones de exterminio, esa incomprensible «producción», esas cacerías y envenenamientos… Y luego, ¿qué?

— Podríamos responder a esta pregunta si tuviésemos más conocimientos — insistió el químico.

— Eso no es tan sencillo — repuso el coordinador.

— Todo lo que aquí sucede es un eslabón de la cadena de un dilatado proceso histórico. La idea de ayudar obedece a la suposición que la sociedad se divide en «buenos» y «malos».

— ¡Espera! — gritó el químico —. Di mejor: en perseguidos y perseguidores. No es lo mismo.

— De acuerdo… Imagínate la época de las guerras religiosas, hace varios siglos, y que una raza altamente desarrollada llega a la Tierra y quiere intervenir en el conflicto poniéndose al lado de los débiles. Valiéndose de su poder, prohíben la quema de herejes, la persecución de los que profesan otra fe, etc. ¿Crees que hubieran podido extender por la Tierra su racionalismo? Entonces casi toda la humanidad era creyente, y no les hubiese quedado más remedio que ir aniquilando uno tras otro a todos los hombres, para quedarse solos con sus ideas racionales.

— Pero, ¿tú crees realmente que no hay ninguna forma posible de ayuda? — preguntó.

El coordinador le miró largamente antes de responder:

— ¡Ayuda, Dios mío! ¿Qué significa ayuda? Lo que aquí pasa, lo que aquí vemos, es el resultado de una determinada estructura social. Habría que destruirla para levantar otra nueva y mejor. ¿Cómo podríamos hacerlo? Son seres con otra fisiología, otra psicología, otra historia, distintas de las nuestras. No puedes aplicar aquí el modelo de nuestra civilización. Tendrías que concebir un plan que funcionase incluso después de nuestra marcha. Hace ya tiempo que he supuesto, naturalmente, que a alguno de ustedes le preocupaban pensamientos parecidos a los que han expresado el ingeniero y el químico. Creo que también el doctor compartía esa opinión y por ello ha echado agua sobre el fuego de las diversas analogías extraídas de la Tierra. ¿No es así?

— Así es — dijo el doctor —. Temía que en un ataque de espíritu redentor tratasen de imponer «orden», lo que en la práctica hubiese significado «terror».

— Tal vez los perseguidos saben cómo quieren vivir, sólo que son demasiado débiles para conseguirlo — dijo el químico.

— Con que salvásemos la vida a un grupo de condenados, ya sería mucho…

— Ya hemos salvado la de uno — intervino el coordinador —. ¿Acaso sabes tú qué podemos hacer con él ahora?

No obtuvo respuesta.

— Si no me equivoco, el doctor se inclina por la partida — dijo el coordinador —. Bien. Como yo también opto por ello, hay mayoría…

Enmudeció. Sus ojos, clavados en la puerta, se agrandaron…

Sólo rompía el silencio un chapoteo de agua procedente de algún lugar indeterminado en la oscuridad…

Todos se volvieron.

En la puerta abierta había un doble.

— ¿Cómo ha llegado…?

Las palabras del físico murieron antes de llegar a sus labios. Reconoció su error. No era su doble. Éste estaba encerrado en la enfermería. En el umbral había un individuo grande, de piel morena, con un pequeño torso muy doblado y que casi llegaba al marco de la puerta con la cabeza. Estaba cubierto por un tejido de color terroso, que caía liso desde arriba y rodeaba el pequeño torso como formando un cuello. Este cuello estaba cubierto por una malla de alambre. A través de una hendidura en el costado del capote se veía un ancho cinturón de brillo metálico que se ceñía firmemente al cuerpo. El doble permanecía inmóvil. Un velo transparente en forma de embudo envolvía la cara plana y arrugaba, con dos grandes ojos azules. Del velo colgaban delgadas tiras de color gris que rodeaban varias veces al pequeño torso. Estaban entrelazadas por delante y formaban una especie de nido, donde se movían las manos, también entrelazadas. Sólo salían fuera los nudosos dedos, que se tocaban entre sí con las puntas. Los hombres se quedaron completamente sorprendidos de la escena: El doble se inclinó aún más, carraspeó largamente y comenzó a avanzar con lentitud.

— ¿Cómo ha entrado…? El Negro está en el túnel…. — masculló el químico.

El doble dio media vuelta, salió, permaneció un instante en la penumbra del pasillo y luego volvió a entrar de nuevo. Más exactamente, sólo asomó la cabeza por la puerta.

— Pregunta si puede pasar… — musitó el ingeniero, y exclamó:

— ¡Por favor, entre usted, pase, pase!

El ingeniero se levantó y se situó junto a la pared. Los demás siguieron su ejemplo. El doble miró inexpresivo el centro vacío de la cámara. Entró y comenzó a mirar a su alrededor.

El coordinador fue hacia la pantalla, tiró de la barra para enrollarla, y mientras la tela se recogía y aparecía debajo la pizarra, dijo:

— Siéntese, por favor.

Tomó un trozo de tiza, dibujó una elipse y en su mitad derecha un círculo pequeño y tres más alejados. Luego se acercó al gigante, que se había situado en el medio y le puso la tiza entre los nudosos dedos.

El doble le miró, miró a la pizarra y se dirigió lentamente hacia ella. Debió inclinarse con el pequeño torso, que emergía oblicuo del cuello, para poder llegar a la pizarra con la mano atada. Todos le observaban sin pestañear. Escogió el tercer círculo de la elipse, visto desde el centro, golpeó en él varias veces con torpeza y luego le emborronó, de modo que casi quedó completamente cubierto de tiza.

El coordinador asintió con la cabeza. Todos respiraron.

— Edén — dijo, señalando el círculo de tiza.

— Edén — repitió.

El doble contemplaba su boca con manifiesto interés. Tosió.

— No habla — dijo el coordinador a sus compañeros —. No hay duda.

Se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. El doble hizo un movimiento y soltó la tiza, que cayó al suelo. Se oyó un chasquido, como si se abriese una cerradura. El tejido de color terroso se abrió como una cremallera y descubrió el ancho cinturón de brillo dorado que rodeaba su cuerpo. El extremo del cinturón se desenrolló, crujiendo como una hoja de metal. El pequeño torso se inclinó aún más, como si quisiera saltar del cuerpo, se dobló por el centro, y con los pequeños dedos agarró el final de la hoja. Ésta se abrió en un largo arco que, al parecer, el doble tendía a los hombres. El coordinador y el ingeniero alargaron la mano a la vez. Los dos se sobresaltaron. El ingeniero incluso lanzó un grito ahogado. El doble pareció sorprendido, tosió repetidamente. Se ahuecó el velo que llevaba delante de la cara.

— Una descarga eléctrica, aunque débil — dijo el coordinador, mientras tocaba por segunda vez el borde de la hoja.

El doble la soltó. Observaron con atención la brillante superficie dorada. Era plana y estaba vacía. El coordinador volvió a tocar al azar con el dedo en un punto y sintió de nuevo una pequeña descarga eléctrica.

— ¿Qué es esto?

El físico se acercó y pasó la mano con prudencia sobre la hoja. Recibía en los dedos descargas eléctricas, que producían contracciones en los tendones.

— ¡El polvo de grafito! — gritó —. Está en el armario.

Extendió la hoja sobre la mesa, sin dar importancia al molesto temblor de los músculos de sus manos. Cubrió el arco cuidadosamente con el polvo que le dio el cibernético y sopló lo que sobraba.

En la brillante superficie dorada permanecían diminutos puntitos, aparentemente sin un orden reconocible.

— ¡Lacerta! — gritó de pronto el coordinador.

— ¡Alfa Cygni!

— ¡La Lira!

— ¡Cefeo!

Se volvieron hacia el doble, que les observaba tranquilamente. En sus ojos asomaba un brillo de triunfo.

— ¡Un mapa astral! — constató el ingeniero.

— ¡Naturalmente!

— Entonces sería como andar por casa.

El coordinador esbozó una sonrisa amplia.

El doble tosió.

— Tienen una escritura eléctrica.

— Eso parece.

— ¿Cómo se fijarán las cargas?

— No tengo la menor idea. Tal vez sea electrin.

— Tienen que tener un sentido eléctrico.

— Puede ser.

— Un poco de calma, compañeros. Debemos proceder sistemáticamente — dijo el coordinador.

— ¿Por dónde empezamos?

— Muéstrale de dónde venimos.

— Muy bien.

El coordinador borró la pizarra. Dibujó la constelación de Centauro, con algún titubeo, pues tenía que pintar de memoria la proyección desde Edén de esa parte de la Vía Láctea. Un punto más grueso quería indicar Sirius. Añadió una docena de pequeñas estrellas y en la zona de la Osa Mayor pintó una cruz, que significaba el Sol. Luego tocó sucesivamente su pecho y el de sus compañeros, señaló con la mano la habitación y golpeó con la tiza en la cruz.

El doble tosió. Tomó la tiza, acercó el torso con esfuerzo hasta la pizarra y completó el dibujo del coordinador con una proyección de la estrella Alfa de la constelación del Águila y del doble sistema del Procyon.

— ¡Un astrónomo! — gritó el físico.

Y añadió en tono más moderado:

— Un colega…

— Muy posible — opinó el coordinador —. Ahora prosigamos.

Comenzó un amplio relato gráfico. El planeta Edén y la órbita de la nave espacial. La entrada en la cola de gas. El choque no quedó claro si el dibujo expresaba con claridad la catástrofe, pero no fueron capaces de hacerlo mejor. El aterrizaje representaba una sección de la colina con el cohete clavado en ella. Aquí se detuvieron, pues ya era complicado continuar con la historia gráfica.

El doble observó los dibujos y tosió. Volvió a estirar el torso hasta el encerado y luego lo recogió. A continuación, se acercó a la mesa, agarró un alambre delgado y flexible de la malla del cuello, se inclinó y con prodigiosa agilidad empezó a accionar sobre la hoja de brillo dorado. Aquello duró un buen rato. Una vez concluido, se retiró de la mesa. Cubrieron la hoja con grafito. Apareció una imagen muy rara. Según iban soplando el polvo surgían, cada vez más claros, los contornos del dibujo. En primer lugar, distinguieron una gran semiesfera con una columna oblicua. Luego apareció una pequeña mancha junto a la semiesfera, que iba agrandándose. Reconocieron la silueta del protector, esquemática y aproximada. Se abrió un boquete en la superficie de la semiesfera. Por esa abertura penetró el protector. Se borró la imagen. De nuevo cubrieron la hoja con polvo de grafito. Dibujada con largos trazos, apareció la figura de un doble. A sus espaldas tosió el visitante.

— Debe ser él mismo — dijo el coordinador.

Desapareció el mapa. Permaneció el doble solamente. Luego también desapareció su silueta y el mapa volvió a surgir. Esto se repitió cuatro veces. El polvo de grafito, como impulsado por un soplo invisible, se ordenó de nuevo para formar el croquis de la semiesfera con el orificio. La pequeña figura del doble se acercó a rastras a esa abertura y penetró por ella. La semiesfera se esfumó. La columna inclinada — el cohete— creció de tamaño. Delante, bajo el fuselaje, se advertía una protuberancia. El doble se incorporó desde abajo, subió por el orificio que allí había y entró en el cohete. El polvo de grafito se dispersó en caóticos montoncitos. Era el punto final de la información.

— Así que ha conseguido llegar hasta nosotros por la escotilla de carga.

El ingeniero sacudió la cabeza:

— ¡Es que somos tontos! ¡Mira que dejarla abierta!

— Estaba pensando — comentó el doctor— que quizá con esa pared no tratan de encerrarnos, sino de impedir a sus científicos que vengan a vernos.

— Bien puede ser.

Se acercaron al doble. Éste tosió.

— Bueno, ya es suficiente — dijo el coordinador —. Es muy agradable esta reunión social, pero nos preocupan cosas más importantes. ¡Se acabó ya la improvisación! Debemos abordar esta cuestión sistemáticamente. Comencemos con las matemáticas. El físico se ocupará de ello. Luego, la teoría de la materia, atómica, energética. Después, teoría de la información, redes de información. Métodos de transmisión y fijación. Sin olvidar los factores constructivos del lenguaje, las funciones sintácticas. El esqueleto gramatical, la semántica. La ordenación de los conceptos. Las clases de lógica aplicada. Lenguaje. Vocabulario. Todo ello pertenece a tu campo — miró al cibernético—, y cuando hayamos tendido estos puentes seguirá lo demás: el metabolismo, la alimentación, la producción, las formas de relación entre grupos, las reacciones, las costumbres, la jerarquización social, los grupos conflictivos, etc. Con eso no hace falta que nos apresuremos. De momento — se volvió hacia el cibernético y el físico—, empiecen. Habrá que preparar también el calculador. Naturalmente, tienen las películas y la biblioteca como instrumentos de apoyo. Tomen todo lo que les pueda servir.

— Para empezar, podíamos enseñarle la nave — dijo el ingeniero —. ¿Qué te parece? Puede sugerirle muchas cosas; además, verá que no le escondemos nada.

El coordinador aprobó la idea.

— Sobre todo, es importante por el segundo motivo. Pero si no logramos hacernos entender por él, no le lleven a la enfermería. Podría dar lugar a un malentendido. Bien, vamos ya. ¿Qué hora es?

Eran las tres de la mañana.

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