Capítulo Undécimo

Volvían por un terreno menos ondulado que a la ida. En ocasiones, el protector tenía que abrirse camino a través de espesos matorrales. Oían los latigazos de las ramas contra la curva del grueso cristal. De vez en cuando, sobre las rodillas del químico o del doctor caían unas uvas. El doctor se acercó un racimito a la nariz, y dijo admirado:

— Tienen un olor muy agradable.

Estaban de excelente humor. La bóveda del cielo se hizo más clara y más alta. La cola de la galaxia aparecía sobre ellos como una figura grumosa y resplandeciente. Rachas de viento peinaban el matorral en espaciados susurros. El protector rodaba suavemente con un melodioso rumor apenas perceptible.

— Es curioso que en Edén no existan brazos captores — observó el doctor —. En todos los libros que he leído siempre hay brazos que atrapan y estrangulan en los demás planetas.

— Y sus habitantes tienen seis dedos — agregó el químico —. Seis, casi siempre. ¿Sabes por qué?

— Seis es un número místico — contestó el doctor —. Es dos veces tres, y tres veces tienes que pensártelo antes de preguntar.

— Dejen de decir tonterías, que me desvío del rumbo — dijo el ingeniero, que estaba sentado un poco más arriba que ellos.

Todavía no era capaz de decidirse a dar las luces, aunque apenas veía. La noche era muy bella, y sabía que su hechizo desaparecería en cuanto encendiese los faros. Tampoco quería conducir con radar, pues para eso debía cerrar la torre. Casi no veía sus propias manos al volante. Sólo la aguja de rumbo y los demás instrumentos del cuadro de mando, situado delante de él, más abajo y detrás del vehículo, lucían en gris pálido y rosa, y los indicadores del reloj atómico temblaban débilmente como diminutas estrellas color naranja.

— ¿Puedes comunicarte con el cohete? — preguntó el doctor.

— No — respondió el ingeniero —. Aquí no existe la capa E, o, mejor dicho, existe, pero tiene más agujeros que un colador. Tampoco hay posibilidad de comunicación en onda corta y no hemos tenido tiempo para instalar otro emisor, como ya sabes.

Al poco tiempo, las cadenas de las orugas rechinaron con estrépito. El vehículo vaciló. El ingeniero encendió un momento los faros y advirtió que iban sobre rocas blancas pulimentadas. A considerable altura sobre el matorral brillaban a la luz formas fantásticas de agujas calcáreas. Marchaban por un áspero desfiladero.

Aquello no le gustó al ingeniero. No tenía la menor idea de a dónde conduciría ese camino. Ni siquiera el protector podría escalar aquellas paredes tan verticales. Siguieron adelante. Cada vez había más piedras. A la luz de los faros, los matorrales formaban manchones negros. El camino emprendió una subida que desembocó en una meseta casi plana. Por uno de los lados, las rocas fueron disminuyendo hasta desaparecer por completo. El protector llegó a una pradera ligeramente empinada. En su parte alta acababa en unos escalones calcáreos hendidos por pequeños canales de erosión. Entre las rocas, unos tallos largos y retorcidos, de brillo gris planteado a la luz de los faros, recorrían el suelo.

Hacía ya un cuarto de hora que viajaban con una considerable desviación al nordeste. Convenía rectificar el rumbo, pero el surco calcáreo en el que había caído el protector no le permitía maniobrar.

— Ha habido suerte — dijo el químico —. Hemos podido caer al mar o meternos contra las rocas, y dudo que hubiéramos podido salir.

— Es verdad… — el ingeniero se interrumpió.

— Un momento…

Un obstáculo les cerraba el camino. Parecía una red con largos flecos peludos. El protector avanzó lentamente hasta el obstáculo. Dio con el morro contra él. El ingeniero pulsó el acelerador con cuidado. Con la leve presión, la extraña red se rasgó y desapareció bajo las orugas, que la aplastaron contra el suelo. Las luces rescataron de la oscuridad unas formas negras, un bosque entero de ellas, como un ejército de piedra desplegado en orden de combate. Un afilado pedestal emergió ante el vehículo. Casi chocan contra él. Encendieron el gran faro central. Su luz trepó por la columna negra.

Era una escultura de enorme tamaño, en la que, con algún esfuerzo, podía distinguirse el torso de un doble, pero con el pequeño torso descomunalmente agrandado. Tenía las manos elevadas y entrelazadas, y una cara casi plana con cuatro huecos similares, de forma que su aspecto era diferente del que ya conocían. Y se inclinaba hacia un lado, como si desde lo alto mirase con las cuatro cuencas de sus ojos.

La impresión fue tan fuerte que durante unos instantes nadie se atrevió a moverse o a decir algo. Después, la lengua de luz del faro abandonó la estatua, se deslizó en las tinieblas y fue a dar con otros pedestales. Unos eran altos y estrechos; otros, bajos. Sobre ellos se erguían torsos negros, manchados. Aquí y allá se veía también algunos blancos lechosos, que parecían esculpidos en hueso. Todas las caras tenían cuatro ojos, algunas extrañamente desfiguradas, como hinchadas, provistas de frentes elevadas. Más lejos aún, a unos doscientos metros de distancia, corría una pared de la que sobresalían manos extendidas, o entrelazadas, de tamaño superior al normal. Parecía que señalaban distintas sendas del estrellado cielo.

— Esto tiene que ser un cementerio — susurró el químico.

El doctor descendía ya por el casco del protector, y el químico tras él, cuando el ingeniero orientó el faro hacia el lado opuesto, donde antes se había alzado la barrera caliza. Ahora descubrió allí una delgada fila de figuras con facciones deformes, intrincadas mallas de formas donde la mirada se perdía sin remedio. Apenas creía percibir algo conocido cuando volvía a escapársele de la mente.

Mientras, el químico y el doctor caminaban con lentitud entre las estatuas. El ingeniero les iluminó desde el protector. Durante unos instantes creyó oír en la lejanía un quejido lloroso, pero como su atención estaba absorta en aquel extraño escenario, no se ocupó de las voces, tan débiles y oscuras que ni siquiera podía aventurar de dónde venían.

La luz del faro tembló sobre las cabezas de los dos hombres y arrancó de la oscuridad figuras nuevas. De pronto oyeron cerca un silbido venenoso. Entre la fila de estatuas avanzaban lentamente nubes grises. Un tropel de dobles corría entre ellas con largos gemidos, toses y lamentos. Sobre ellos ondeaban una especie de harapos, mientras, a ciegas, se empujaban y atropellaban unos a otros.

El ingeniero se dio la vuelta en su asiento, agarró la palanca e, instintivamente, quiso acercarse a sus compañeros. Unos cien metros delante de él, al final de la pequeña avenida, vio las pálidas caras del doctor y del químico, que observaban perplejos aquellas formas. Pero no podía acercarse, porque los fugitivos, sin advertir la presencia del vehículo, pasaban corriendo junto a él. Varios cuerpos grandes cayeron. El horrible silbido estaba muy cerca, parecía brotar de la tierra. Entre los siguientes pedestales que iluminaron los faros del protector, a unos centímetros del suelo, un tubo flexible, del que brotaba un chorro de espuma hirviendo que cubría la tierra y humeaba con tal intensidad que todo se cubrió de una niebla gris.

Cuando los primeros vapores cayeron sobre la torre, el ingeniero sintió como si miles de púas le rasgasen los pulmones. Saltaron lágrimas de sus ojos, lanzó un grito sordo. Entre ahogos y sollozando de dolor apretó violentamente el acelerador. El protector saltó hacia adelante, derribó la negra estatua y rodó con estrépito sobre las ruinas. El ingeniero apenas podía respirar, pero no cerraba la torre, pues antes tenían que subir sus compañeros. Siguió adelante. Las lágrimas no le dejaron ver cómo el protector derribaba también las demás estatuas. El aire estaba un poco más limpio. Oyó, antes de verles, al químico y al doctor, que salían corriendo de los matorrales y trepaban por el casco. Quiso gritar «¡adentro!», pero de su garganta abrasada sólo arrancó un graznido. Los dos saltaron adentro tosiendo. A ciegas, apretó la palanca. La cúpula metálica se cerró, pero la niebla que les ahogaba también llenaba el interior. El ingeniero exhaló un quejido y, con sus últimas fuerzas, abrió la válvula de una tubería de acero. Del reductor salió oxígeno a presión muy alta. Sintió su golpe en la cara. Estaba tan comprimido que fue como si le hubieran golpeado en el entrecejo.

Poco le importó. Aquel chorro vivificante ayudaba. Los otros dos jadeaban sobre sus hombros. Los filtros trabajaban. El oxígeno expulsaba la nube venenosa. Sintieron en el pecho un dolor punzante, como si a cada inspiración algo rozase una herida abierta en la tráquea. Pero pronto cedió. A los pocos segundos, el ingeniero pudo ver bien de nuevo. Conectó la pantalla.

En la avenida lateral, donde no había entrado, entre los pedestales de las estatuas triangulares se estremecían aún algunos cuerpos. La mayor parte ya no se movía. Pequeñas manos, pequeños torsos, cabezas, todo revuelto, aparecían y desaparecían al paso de las nubes grises. El ingeniero conectó el audífono de exterior. A su oído llegaron lejanas toses y sollozos que se iban debilitando. De nuevo se levantó un coro de ruidos entrecortados procedentes de las figuras blancas entrelazadas, pero no se veía nada, aparte de la ola de niebla gris. El ingeniero se aseguró del hecho que la torre estaba herméticamente cerrada; luego, con los dientes apretados, pulsó unas palancas. El protector giró poco a poco, las cadenas chirriaron contra los escombros de piedra. Los tres haces de faros intentaban traspasar la nube. Pasó junto a las estatuas destrozadas en busca del tubo silbante, que suponía escondido a unos diez metros, donde el barro saltaba a lo alto. La oscilante onda de vapor llegaba ya hasta las manos en alto de la figura próxima.

— ¡No! — gritó el doctor —. ¡No dispares! ¡Puede haber alguien con vida!

Demasiado tarde. La pantalla se oscureció durante una fracción de segundo. El protector, como alcanzado por un enorme puño, saltó y cayó con pavoroso estrépito. Apenas se disparó el rayo de ondas por el extremo del generador que iba oculto en el morro, cuando llegó a su destino, es decir, al punto que expulsaba la hirviente espuma. La carga de antiprotones se había unido a la cantidad de materia equivalente. Cuando la pantalla volvió a iluminarse, entre los escombros de los pedestales, ahora muy lejos unos de otros, se abría un cráter de fuego.

El ingeniero no lo miró. Trataba de averiguar qué había pasado con el resto de la tubería, por dónde había desaparecido. Volvió a girar el protector noventa grados y avanzó lentamente a lo largo de la fila de estatuas derribadas. La niebla gris se iba disolviendo. Pasaron junto a tres o cuatro cuerpos cubiertos de harapos. El ingeniero debió maniobrar para no aplastarlos. Más lejos, al frente, se distinguía una figura grande inmóvil. Allí se abría un calvero largo, al fondo del cual unas formas plateadas brillaban a la luz de los faros. Huían a los matorrales. En lugar de pequeños torsos blancos llevaban corazas o yelmos extraordinariamente largos, planos por los lados y que arriba terminaban en punta. Algo chocó, con un golpe sordo, contra la proa del vehículo. La pantalla se oscureció y al instante volvió a iluminarse. El faro izquierdo se había apagado.

El ingeniero dirigió el faro móvil central al oscuro borde de la plantación y, como por encanto, extrajo de la oscuridad, entre las ramas, varias manchas de brillo argentino, detrás de las cuales algo comenzó a agitarse con ritmo creciente. En todas direcciones volaban ramas, trozos de arbustos arrancados; una gran masa se agitaba en el aire a la luz del faro. El ingeniero dirigió el morro hacia el lugar de mayor actividad y apretó el pedal. Un poderoso golpe seco sacudió la torre. Cuando la pantalla volvió a iluminarse, el ingeniero hizo girar la torre.

Fue como si hubiera salido el sol. El protector estaba aproximadamente en la mitad del claro. Más abajo, donde antes se hallaba la plantación, el horizonte se había convertido en un blanco mar de fuego. Las estrellas habían desaparecido, el aire temblaba. Delante de esa sucia pared de humo rodaba hacia el protector una hinchada bola brillante de fuego. El ingeniero oyó solamente el rugido del fuego. El protector parecía un enano agachado, ante las monstruosas dimensiones de la bola, que se tornaba en un remolino de la altura de una casa subdividido en el medio por una línea negra zigzagueante. Ya tenía el ingeniero la bola en el retículo cuando descubrió, a unos cientos de pasos más lejos, pálidas formas que huían.

— ¡Sujétense! — gritó.

Sintió como si se le clavaran agujas en la garganta.

Un crujido infernal. El protector pareció partirse en dos. Habían chocado con algo. Por un instante creyó que la torre se rompía. El protector gimió, los amortiguadores de choque chirriaron, el casco retumbó como una campana. La pantalla se oscureció durante unos segundos; luego volvió a iluminarse. El estruendo no cedía. Era como si cien martillos endiablados golpeasen frenéticamente contra la cubierta acorazada. Luego fue amainando ese ruido ensordecedor. Los golpes se sucedían cada vez a intervalos mayores. Algunas veces cortaba el aire, silbante, un brazo anguloso. De pronto, una masa de hierro se desplomó con un ruido sordo a lo largo del protector, y algunas figuras con forma de brazos, que contraían y extendían sus miembros de arácnidos, cayeron delante del protector. Una de ellas dio unos redobles rítmicos contra el casco, como si quisiera acariciarle. Pero también este movimiento se fue debilitando y, al poco tiempo, dejó de oírse por completo. El ingeniero intentó arrancar, pero las cadenas sólo obedecían a medias a los movimientos del volante y chirriaban agarrotadas. Metió la marcha atrás. Ahora sí respondió. El vehículo retrocedía como un cangrejo para salir de los escombros, arrastrándose trabajosamente. De repente cedió la presión, se oyó un ruido metálico y la máquina saltó libre hacia atrás.

A la luz de la pared de fuego de la plantación incendiada, aquel derrelicto se parecía a una araña aplastada de treinta metros de alto. El muñón de uno de los brazos hurgaba aún el suelo febrilmente. Entre las largas y afiladas piernas se advertía una cúpula angulosa, de donde saltaban formas con resplandores plateados. El ingeniero comprobó instintivamente si estaba libre la línea de tiro y apretó el pedal.

Otra vez un sol tronante desgarró el claro. Los restos de aquella estructura volaron silbantes en todas las direcciones. En el centro brotaba hacia lo alto una columna de barro y arena en ebullición, y surcaban los aires grandes copos de hollín. Al ingeniero le asaltó repentinamente una sensación de debilidad. Notó que estaba a punto de retorcerse en convulsiones. Un sudor frío le corría por la nuca. Apenas había acercado su temblorosa mano a la palanca, cuando oyó gritar al doctor:

— ¡Da la vuelta! ¡¿Oyes?! ¡Da la vuelta!

Humo rojo luminiscente subía del hoyo ardiendo, como si allí donde antes se alzaba la plantación, se hubiera abierto un volcán. Escorias en ebullición corrían por la pendiente e incendiaban los restos del aplastado matorral.

— Ya está — dijo el ingeniero —. Ahora vuelvo.

Pero no se movía. Gotas de sudor le corrían por la cara.

— ¿Qué te pasa?

Oía la voz del doctor como si llegara de muy lejos. Luego distinguió su cara sobre él. Sacudió la cabeza y abrió los ojos bruscamente.

— ¿Cómo? No, nada — balbució.

El doctor se echó de nuevo hacia atrás.

El ingeniero puso el motor en marcha. El protector se estremeció. Giró en el sitio. No oían nada. El fragor del gigantesco incendio ocultaba los demás ruidos. Volvieron por el mismo camino por donde habían llegado.

La luz del único faro — los centrales se habían perdido en el choque— se deslizaba con rapidez por cadáveres y escombros de estatuas. Todo estaba cubierto de un sedimento gris metálico. Pasaron entre los fragmentos de un par de figuras blancas y torcieron hacia el norte. El protector cortaba la maleza como un barco que se desliza por el agua. Algunas formas blancas huían despavoridas del haz de luz. El protector bramaba al aumentar la velocidad y sacudía con fuerza a sus ocupantes. El ingeniero respiraba con dificultad. Apretaba la mandíbula para no flaquear. Tenía aún la visión de los agitados copos de hollín — eso era todo lo que había quedado de las emergentes formas de plateado resplandor —. Abrió los ojos. La luz descubría ahora un fango amarillo, una pendiente pronunciada y escarpada.

El protector alzó el morro y atacó la cuesta. Las ramas azotaban el casco. Las cadenas rodaban chirriando sobre un piso inseguro. El protector corría con velocidad creciente. Unas veces subía, otras bajaba. Aquí y allá atravesaban la tierra pequeños declives. Se hundían en retorcidas gargantas y abatían el matorral arbóreo. El vehículo rugió como un ariete contra una plantación de árboles arácnidos. Sus erizados cuerpos de insectos bombardearon el casco con golpes flojos, sin fuerza. Los crujidos y silbidos de los tallos y ramas aplastados hacían un ruido espantoso. En la pantalla trasera brillaba todavía el fuego. Poco a poco fue empañándose. Por último, reinó en torno suyo una oscuridad absoluta.

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