Capítulo Cuarto

Estaba ya muy avanzado el crepúsculo cuando el coordinador y el ingeniero salieron al exterior para respirar el aire fresco. Se sentaron sobre el montón de arena que habían sacado fuera y contemplaron el último limbo del disco solar, rojo como un rubí.

— Jamás lo hubiera creído — murmuró el ingeniero.

— Tampoco yo.

— No es mal trabajo el de la pila, ¿verdad?

— Un sólido trabajo terrestre.

— Parece imposible que haya aguantado.

Permanecieron silenciosos durante algunos minutos.

— Un buen comienzo — reanudó la charla el coordinador.

— Habrá que trabajar todavía muy duro — observó el ingeniero —. Esto es una carrera de fondo, ¿sabes? Dicho entre nosotros, hemos hecho aproximadamente una centésima parte de lo que tenemos que conseguir para…

— Lo sé. Por lo demás, tampoco es seguro que…

— ¿El regulador gravimétrico, no es eso?

— Sí, pero no sólo. Están las toberas de dirección y toda la cubierta inferior.

— Lo conseguiremos.

— Sí.

Los ojos del ingeniero vagaban, sin mirar, sobre los alrededores hasta que se quedaron fijos, más allá de la colina, en el no muy elevado terraplén. Allí era donde habían enterrado los restos de la criatura.

— Lo había olvidado por completo — dijo asombrado —. Parece como si hubiera pasado un año. ¿Y tú?

— Yo no. He estado pensando en ello sin parar, es decir, en ese animal. Y en particular en aquel objeto que el doctor encontró en sus pulmones.

— ¿Cómo? ¡Ah, sí! Dijo algo sobre eso. ¿De qué se trata?

— De una aguja.

— ¿Qué?

— Bueno, tal vez no sea una aguja. Puedes verlo tú mismo. Está en el frasco, en la biblioteca. Es un tubito delgado, truncado, con un extremo muy puntiagudo, cortado en bisel, como las agujas para inyecciones.

— Pero, ¿qué puede…?

— No sé más.

El ingeniero se puso en pie.

— Es extraño, pero ni yo mismo comprendo por qué me interesa tan poco. Absolutamente nada, para ser sincero. ¿Sabes? Me siento como antes de emprender un viaje. O como el pasajero de un avión que aterriza durante un par de minutos en un aeropuerto extranjero, se mezcla con la multitud de los nativos y es testigo de una escena extraña, incomprensible, pero que sabe bien que él no pertenece a aquel lugar, que dentro de muy poco reemprenderá el vuelo a otra parte. Y por eso, todo lo que le rodea le parece extraño e incomprensible, le parece que viene de una gran lejanía.

— No vamos a reemprender el vuelo dentro de un par de minutos.

— Lo sé, lo sé. Pero ésa es la sensación que tengo.

— Vamos con los otros. No podemos descansar hasta que no hayamos dejado listas las primeras reparaciones. Además, hay que afianzar los seguros como es debido. Entonces la pila podrá trabajar al mínimo.

— De acuerdo, vamos.

Pasaron la noche en el cohete, sin apagar las bombillas pequeñas. De vez en cuando se despertaba alguno de ellos, comprobada, con ojos ausentes, si las luces permanecían encendidas y volvía a dormirse tranquilamente. Se despertaron temprano, con energías renovadas. Su primera tarea consistió en reparar el más sencillo de los semiautómatas de limpieza, que se atascaba cada dos minutos, porque se detenía impotente ante los montones de escombros que obstaculizaban el paso en todas direcciones. El cibernético andaba constantemente detrás de él con una herramienta, le sacaba, como a un perro raposero de la madriguera, quitaba los cascotes demasiado grandes para la capacidad de la cuchara autoprensora y le ponía de nuevo en marcha. El semiautómata arañaba y escarbaba y avanzaba infatigablemente; se arrojó a la siguiente montaña de escombros y todo empezó de nuevo. Acabado el desayuno, el doctor probó su máquina de afeitar, con el resultado que sus amigos creyeron que se había puesto una máscara marrón. La frente, la piel en torno a los ojos y la mitad superior de la cara estaban atezadas por el sol, mientras que la mitad inferior aparecía completamente blanca. Los demás siguieron su ejemplo y sus prominentes mandíbulas les daban tal aspecto de seres consumidos por el hambre que apenas se reconocían unos a otros.

— Tenemos que alimentarnos mejor — el químico contemplaba estupefacto su rostro en el espejo.

— ¿Te apetece un asado de venado? — preguntó el cibernético.

El químico se estremeció.

— No, gracias. Y, por favor, no lo menciones. Ahora lo recuerdo. He estado soñando con ese…, ese…

— ¿Con el animal?

— Quién sabe si es un animal.

— Pues, ¿qué entonces?

— ¿Qué animal es capaz de poner en marcha un generador?

Los demás asistían en silencio a la conversación.

— Es un hecho comprobado que todos los seres, cuando llegan a una etapa superior de la evolución, inventan el vestido — dijo el ingeniero —. Ese doble ser, en cambio, estaba desnudo.

— ¿Desnudo dices? — preguntó el doctor pensativamente.

— ¿Es que lo dudas?

— De una vaca o de un mono tú no dirías que están desnudos.

— Porque tienen pelo.

— Un hipopótamo o un cocodrilo no tienen pelo y no por eso dices que están desnudos.

— ¿Y eso qué importa? Lo he dicho por decir.

— Pues eso.

Callaron durante un rato.

— Son las diez — dijo el coordinador —. Creo que hemos descansado lo suficiente y, en mi opinión, deberíamos emprender la exploración en una dirección distinta. El ingeniero debería preparar los electrolanzadores. ¿Cómo está ese asunto?

— Tenemos cinco, y los cinco están cargados.

— Bien. La vez anterior marchamos hacia el norte. Ahora iremos hacia el este. Y, desde luego, con armas, aunque está claro que debemos procurar no utilizarlas. Sobre todo si encontramos esas dobles criaturas, como las ha llamado el ingeniero.

— ¿Dobles? ¿Dobles? — repitió el doctor, descontento, como para ver qué tal sonaba el nombre —. Me parece poco afortunado, pero precisamente por eso se impondrá. Siempre ocurre.

— ¿Vamos ya? — preguntó el físico.

— Creo que sí. Pero tenemos que asegurar la escotilla, para evitar nuevas sorpresas.

— ¿No podríamos llevar el «todoterreno»? — propuso el cibernético.

— Difícilmente. Necesitaría como mínimo cinco horas para ponerlo en marcha — replicó el ingeniero —. A no ser que aplacemos la exploración hasta mañana.

Pero nadie deseaba renunciar a la expedición. Así entonces, a las once emprendieron la marcha, porque todavía les llevó algún tiempo preparar la impedimenta. Avanzaban por parejas, como si lo hubiesen concertado de antemano, a corta distancia unos de otros, aunque nadie había prefijado un plan. El doctor, que era el único que no portaba un arma, ocupaba el centro. Ya sea que el suelo ofrecía mejores condiciones para la marcha o que caminaban con más ánimo, lo cierto es que antes que hubiera transcurrido una hora, habían perdido de vista el cohete. El paisaje se iba transformando poco a poco. Surgían cada vez en mayor número los grises y esbeltos «cálices», que evitaban dando un rodeo. En la distancia, hacia el norte, se divisaba la silueta de las colinas, como cúpulas, que descendían sobre la llanura formando empinados surcos y fracturas, y estaban cubiertas, a la altura de su línea de marcha, de oscuras manchas de flora.

Bajo sus pies crujían líquenes secos, pardos, como cubiertos de ceniza, pero era su color natural. Sus brotes eran tubitos con estrías blancas, de los que surgían pequeñas vesículas en forma de perlas.

— ¿Quieren saber qué es lo que falta aquí? — dijo de pronto el físico —. Hierba, simple y pura hierba. Nunca hubiera creído que… — buscaba la expresión adecuada—, pudiera ser tan imprescindible.

El sol abrasaba. A medida que se acercaban a la colina, percibían un murmullo uniforme y distante.

— Es curioso; no hay ni una brizna de viento y allí parece oírse como un susurro — observó el químico.

— Viene de allí.

El coordinador, que caminaba detrás de él, señaló con la mano la colina.

— Al parecer, el viento sopla más arriba. ¡Pero eso son árboles terrestres, árboles auténticos y verdaderos!

— Tienen otro color y brillan como si…

— No, son de dos colores — intervino el doctor, que tenía una excelente vista.

— Van cambiando alternativamente de color, unas veces violeta y otras azul con tonalidades amarillentas.

La llanura quedaba a sus espaldas. Afortunadamente, dieron con la ancha garganta de un desfiladero de paredes arcillosas y desmoronadas. Las laderas se hallaban en penumbra, envueltas por una tenue neblina que, contemplada de cerca, tenía el aspecto de una madeja o de una telaraña. Las opiniones se dividían. A algunos, aquellas formaciones les recordaban madejas flojas de fibra de vidrio, sólo débilmente asentadas en las pendientes. Alzaron la mirada, porque pasaban justamente bajo el primer grupo de árboles que crecían en el borde de la fractura, a una docena de metros por encima de sus cabezas.

— ¡No son árboles! — exclamó desilusionado el cibernético.

Lo que habían tomado por árboles tenían gruesos troncos de fuerte brillo, como si hubieran sido frotados con grasa, y múltiples copas que se agitaban de forma uniforme: una vez más densos y oscuros; otra, más pálidos y transparentes. Estos cambios iban acompañados de un pesado rumor, como si alguien soplara repetidamente con los labios pegados a un material elástico «fsss-hhaaa-fsss-hhaaa». Cuando contemplaron uno de aquellos árboles más de cerca vieron vejigas del tamaño de plátanos que sobresalían de las retorcidas ramas, con protuberancias a modo de uvas que, al esponjarse, adquirían un color más oscuro y, al desinflarse, brillaban y palidecían.

— ¡Este árbol respira! — murmuró, asombrado, el ingeniero, escuchando atentamente el eco incansable que llenaba todo el desfiladero.

— Escuchen, cada uno tiene su propio ritmo — exclamó el doctor, como si el descubrimiento le hiciera feliz —. Cuanto más pequeños, más rápida es la respiración.

— ¡Adelante, vamos, adelante! — apremió el coordinador, que ya se había adelantado un buen trecho.

Le siguieron. El desfiladero, bastante espacioso al principio, se iba estrechando poco a poco. El suelo ascendía suavemente, hasta desembocar en una colina con forma de cúpula entre dos grupos de árboles situados más al fondo.

— Si cierras los ojos, te da la impresión de estar a orillas del mar. Pruébalo — dijo el físico al ingeniero.

— Prefiero mantener los ojos bien abiertos — replicó.

Llegaron al punto más elevado de la colina, para lo que tuvieron que modificar ligeramente la dirección de la marcha. Ante ellos se extendía un paisaje rizado y policromo: masas articuladas de árboles respirantes, que brillaban con tonos verde oliva y castaño tostado; laderas color miel en la arcillosa colina, y manchas terrosas cubiertas de musgo con reflejos plateados a la luz del sol y tonos verdosos y pardos cuando les daba la sombra. La región estaba cruzada por delgadas líneas en diversas direcciones. Cruzaban el fondo de aquel valle encajonado, evitando las laderas que se alzaban como dedos. Algunas de las líneas eran ocres, otras casi blancas, a modo de senderos cubiertos de arena, y otras parecían casi negras, como manchadas de carbonilla.

— ¡Son caminos! — exclamó el ingeniero, pero se corrigió inmediatamente —. No, son demasiado estrechos…, ¿qué puede ser?

— Detrás de los bosquecillos de arañas descubrimos algo parecido, aquel césped — dijo el químico, mirando con los prismáticos.

— No. Eran distintos — objetó el cibernético.

— ¡Miren, miren!

Todos se sobresaltaron ante la exclamación del doctor. A algunos cientos de metros de distancia algo transparente se deslizaba sobre una amarilla estría que se abría paso por un ancho puerto entre dos colinas. La forma brillaba suavemente bajo el sol, como una transparente rueda de radios que girara a gran velocidad. Cuando, durante un instante, estuvo contra el telón de fondo del cielo, casi no se la podía divisar; sólo luego, muy lejos, a los pies del talud, volvió a resplandecer, más brillante aún; como un vibrante ovillo, se precipitó con enorme rapidez hacia abajo directamente, pasó junto a un grupo de árboles respirantes, contra cuyo oscuro fondo volvió a resplandecer de nuevo, y desapareció en la entrada de un lejano desfiladero.

El doctor miró a sus compañeros. Estaba pálido y sus ojos resplandecían.

— ¿Interesante, no? — dijo, mostrando los dientes, como si riera, pero en sus ojos no asomaba la menor alegría.

— He olvidado mis prismáticos, déjame los tuyos — pidió el ingeniero al cibernético —. Gemelos de teatro — murmuró despectivamente al cabo de un rato, y se los devolvió.

El cibernético asió la cristalina culata del electrolanzador y pareció que calibraba su peso en la mano.

— Creo que estamos bastante mal armados — dijo vacilante.

— ¿Por qué piensas ahora en una lucha? — preguntó el químico.

Callaron durante algunos instantes, registrándolo todo con la mirada.

— ¿Seguimos?

El cibernético estaba ya impaciente.

— Por supuesto — respondió el coordinador —. ¡Ahí hay otra cosa! ¡Miren!

Un segundo fulgor aleteante. Avanzaba silbando, a mayor velocidad que el anterior, trazó un arco en S contra las colinas y un par de veces pareció volar sobre el suelo. Cuando se precipitó en dirección a ellos le perdieron completamente de vista. Sólo cuando volvió a trazar un arco vieron de nuevo el disco que giraba con gran rapidez y emitía un brillo nebuloso.

— Seguramente es un vehículo — murmuró el físico y tocó el brazo del ingeniero, sin apartar los ojos de aquella aparición, que se había perdido ya, cada vez más débil y más pequeña, en la ondulante espesura.

— He obtenido el título en la Tierra, en la Escuela Técnica Superior — dijo el ingeniero, que, por alguna razón, se había sentido súbitamente muy excitado —. En cualquier caso — añadió con alguna vacilación— en el centro debe haber algo, tal vez la espiga de un propulsor.

— Así es — confirmó el coordinador —. En el centro había algo que despedía un fuerte brillo. ¿Qué tamaño crees que puede tener ese objeto?

— Si los árboles que hay ahí abajo tienen la misma altura que los del desfiladero, por lo menos diez metros.

— ¿De diámetro? Eso creo yo también. Diez metros por lo menos.

— Los dos han desaparecido por allí — el doctor señalaba la última y más alta cadena de colinas, que les cerraba el horizonte —. Por tanto, seguiremos avanzando en aquella dirección, ¿les parece?

Y, balanceando los brazos, inició el descenso de la pendiente. Los demás le siguieron.

— Tenemos que estar preparados para el primer encuentro — dijo el cibernético. Se mordía los labios, al tiempo que los humedecía.

— No podemos prever lo que va a ocurrir. La única pauta a la que debemos atenernos es la calma, la inteligencia y el dominio de nosotros mismos — declaró el coordinador —. Tal vez sea mejor que modifiquemos el orden de la marcha. Un dispositivo de seguridad delante y otro detrás. Además, tenemos que alargar un poco la fila.

— ¿Debemos presentarnos abiertamente? Tal vez sea mejor tratar de observar todo cuanto nos sea posible, sin ser descubiertos — dijo el físico.

— Yo no aconsejaría que nos ocultáramos. Eso sólo despertaría recelos. Pero, naturalmente, cuanto más averigüemos, mayor provecho podremos sacar de ello…

Mientras discutían la táctica, descendieron al valle, y, al cabo de unos cientos de pasos, llegaron hasta la primera de aquellas misteriosas líneas.

Tenía un cierto parecido con el surco de un antiguo arado terrestre. El suelo aparecía ligeramente arañado, como desmigajado y echado a ambos lados del surco, que apenas tenía dos manos de anchura. Las franjas cubiertas de musgo, que ya habían encontrado en su primera expedición, tenían dimensiones parecidas, pero mostraban una diferencia verdaderamente esencial: allí, el terreno aledaño a los surcos era liso y pelado, mientras que el surco mismo estaba cubierto de musgo. Aquí, en cambio, ocurría al revés: una franja de terreno desmenuzado y desnudo avanzaba a través de una poblada capa de blancos líquenes.

— Curioso — murmuró el ingeniero, se levantó y se restregó en el traje los dedos manchados de arcilla.

— ¿Saben lo que pienso? — dijo el doctor —. Supongo que los del norte son muy antiguos, hace tiempo no se utilizaban y, por consiguiente, se han recubierto de ese musgo azulado.

— Es posible — replicó el físico —. Pero, ¿qué es esto? Por descontado que no es una rueda. Una rueda deja una huella diferente.

— ¿Tal vez algún tipo de máquina agrícola? — sugirió el cibernético.

— Pero entonces, ¿sólo cultivan el suelo en una anchura de diez centímetros?

Saltaron por encima de la línea y siguieron avanzando a campo traviesa, hasta las líneas siguientes. Cuando marchaban al borde de un matorral, cuyo pesado susurro les dificultaba incluso la conversación, percibieron a sus espaldas un penetrante y quejumbroso silbido. Instintivamente, saltaron tras los árboles. Desde su escondite percibieron sobre la llanura un torbellino vertical, relampagueante, que avanzaba en línea recta con la velocidad de un tren rápido. Sus bordes eran oscuros, mientras que el centro resplandecía con tonos naranja o violeta. Calcularon que el diámetro de este centro, abombado hacia los costados de forma lenticular, tendría de dos a tres metros.

Apenas el brillante vehículo los hubo sobrepasado y desaparecido, prosiguieron su marcha en la misma dirección. Habían dejado ya atrás todo el matorral, de modo que se veían obligados a avanzar por la llanura abierta y se sentían bastante inseguros. Miraban constantemente a su alrededor. Se hallaban ya cerca de las colinas, unidas entre sí por gargantas poco profundas, cuando volvieron a oír aquel penetrante y quejumbroso silbido. A falta de refugio, se arrojaron al suelo. A unos doscientos metros de ellos volaba un disco giratorio. Esta vez el abultamiento de su centro era de color azul celeste.

— ¡Éste tenía por lo menos veinte metros! — siseó excitado el ingeniero.

Se levantaron. Entre ellos y las colinas se abría un pequeño valle encajonado, curiosamente dividido en dos mitades por una franja policroma. Cuando se acercaron, comprobaron que se trataba de un arroyo, cuyo claro fondo arenoso brillaba a través del agua. Sus dos orillas resplandecían con toda clase de colores. Un cinturón de verde azulado enmarcaba el curso del agua, seguido hacia el exterior por una banda de rosa pálido; algo más lejos fulgían con brillo plateado plantas esbeltas, densamente cubiertas de bolas lanosas, del tamaño de cabezas humanas. Sobre cada bola se elevaba, blanco como la nieve, el cáliz trifoliado de una gigantesca flor. Asombrados ante aquel extraordinario arco iris retardaron la marcha. Cuando se aproximaron a las lanosas bolas, las «flores» comenzaron a temblar y se elevaron lentamente hacia la altura. Durante algún tiempo permanecieron suspendidas por encima de sus cabezas, como un enjambre de mariposas, emitiendo un suave tintineo, mientras el blanco de sus vibrantes «cálices» refulgía bajo el sol; luego se posaron al otro lado del arroyo, sobre la espesura de las brillantes bolas. En el punto en el que el surco desembocaba en el arroyo, un arco de una sustancia cristalina, que a distancias regulares mostraba aberturas redondas, unía ambas orillas. El ingeniero comprobó con el pie la resistencia del puente y luego caminó lentamente por encima. Pero apenas llegado al otro lado, volvieron a estremecerse ante él los grupos de blancas «flores» y se arremolinaron como una asustada bandada de palomas.

Se detuvieron junto al arroyo, para llenar de agua una cantimplora. Evidentemente, no era agua potable, y como no podían hacer allí mismo un análisis, necesitaban tan sólo una muestra para pruebas posteriores. El doctor arrancó una de las plantas más pequeñas, las que formaban la franja rosa, y se la colocó, como una flor, en el ojal. El tallo estaba enteramente cubierto, de principio a fin, de pequeñas bolas de traslúcido color carne, cuyo perfume calificó el doctor de delicioso. Aunque nadie lo dijo, todos se sintieron apenados por tener que alejarse de aquel hermoso paraje.

La ladera por la que iniciaron el ascenso estaba cubierta de musgo crujiente.

— ¡En la cima hay algo! — exclamó de pronto el coordinador.

Sobre el fondo del cielo se movía, en un punto, una forma borrosa, que cada dos segundos les cegaba los ojos con un deslumbrante fulgor. A varios cientos de pasos de distancia de la cima, descubrieron que se trataba de una cúpula pequeña y baja, que giraba en torno a un eje. Estaba revestida de sectores especulares, en los que se reflejaban los rayos del sol o secciones del paisaje.

Arriba, en la cumbre, dejaron resbalar la mirada sobre la curva del horizonte. Observaron entonces una segunda forma, parecida a la primera. También esta vez adivinaron su presencia por sus brillos y centelleos regulares. Descubrieron otros muchos puntos brillantes en todas las colinas, hasta perderse en el horizonte.

Desde el pequeño paso bajo la cumbre de la colina pudieron abarcar en toda su profundidad el terreno hasta entonces oculto a sus miradas. La pendiente descendía hacia campos ligeramente ondulados, sobre los que se alzaban largas filas de agudos mástiles. Desaparecían en la distancia, a los pies de una blanca construcción que centelleaba con un suave resplandor. Sobre los mástiles más cercanos temblaba el aire en pequeñas columnas verticales claramente perceptibles, como si estuviera muy recalentado. Entre las filas de los mástiles se abrían docenas de surcos que se juntaban, bifurcaban o entrecruzaban, y todos ellos marcaban la misma dirección: la línea oriental del horizonte. Allí se perfilaba un gran número de edificios, fundidos, debido a la gran distancia, en una masa de azulado brillo, un pálido mosaico de estrías y elevaciones irregulares, de puntiagudas agujas doradas y plateadas. En aquella dirección, el cielo parecía algo más oscuro. En algunos lugares se elevaban franjas de vapor lechoso que se abrían, como setas, para formar una ligera capa de niebla o de nubes en las que, mirando atentamente, aparecían y desaparecían pequeños puntitos negros.

— Una ciudad… — susurró el ingeniero.

— Es la que había visto — dijo el coordinador, también en voz baja.

Emprendieron el descenso. La primera línea de mástiles se cruzaba en su camino, al final de la ladera.

Su base, negra como el carbón, se elevaba de forma circular sobre el suelo. A unos tres metros de altura sobre la tierra, se alzaba, sobre esta base un mástil transparente, con un traslúcido núcleo metálico. El aire, por encima, se agitaba fuertemente y percibieron un zumbido pesado y regular.

— ¿Es un propulsor? — preguntó el físico.

Tocaron cautelosamente la parte esférica principal. No se percibía ni el más mínimo movimiento.

— No, aquí no gira nada — dijo el ingeniero —. No se siente ninguna corriente de aire. Debe ser un emisor o algo así…

Avanzaron sobre una llanura de suaves pliegues. Habían perdido de vista la ciudad, pero ahora ya no podían extraviarse. Les marcaban la dirección no sólo los mástiles, sino también los numerosos surcos que cruzaban los campos. De vez en cuando pasaba veloz y luminoso un vibrante ovillo, ya por un lado, ya por otro, pero siempre a tal distancia que ni siquiera intentaban esconderse.

Pronto surgió ante ellos la mancha verde amarillenta de una espesura. Al principio se propusieron evitarla, tal como hacía la línea de los mástiles, pero se extendía demasiado por ambos lados, lo que les habría forzado a dar un gran rodeo. Decidieron, entonces, cruzar por medio de la maleza.

Árboles respirantes les rodearon. Hojas secas, como vejigas, que crujían desagradablemente a cada paso bajo las suelas de los zapatos, cubrían el suelo, en el que crecían pequeñas plantas como tubitos y musgo blanco. Aquí y allá aparecían, entre espesas raíces, las hojitas de carnosas flores pálidas, de cuyo centro surgían espinas a modo de finos punzones. Sobre la gruesa corteza de los troncos corrían gotas de resina. El ingeniero, que marchaba a la cabeza frenó el paso, y dijo de mal humor:

— ¡Mierda! No deberíamos haber venido por aquí.

Entre los árboles se abría una profunda zanja, cuyas arcillosas paredes estaban cubiertas de guirnaldas de largos líquenes serpentiformes. Pero habían avanzado ya tanto que no podían regresar. Se deslizaron por la pared, cubierta de flexibles lianas, hasta el fondo de la zanja, en la que culebreaba un pequeño curso de agua. La ladera del otro lado era demasiado empinada, de modo que avanzaron a lo largo de la zanja, mientras buscaban un punto desde el cual poder escalar la vertiente. Caminaron así cerca de un centenar de pasos. La zanja se ensanchaba y sus orillas se iban allanando. Al mismo tiempo se fue haciendo un poco más de claridad.

— ¿Qué es eso? — gritó de pronto el ingeniero, y se calló, con no menor rapidez.

El viento traía un débil y dulce aroma. Se detuvieron. Los cubrió un chaparrón de reflejos del sol y luego aumentó la oscuridad. Muy arriba, susurraba con apagado aliento la bóveda de los árboles.

— Tiene que ser algo — murmuró el ingeniero.

Desde donde estaban habrían podido alcanzar el otro borde de la zanja, pues el talud era bajo y poco escarpado, pero se mantenían muy juntos y caminaban, ligeramente inclinados, a lo largo de la pared del matorral, a través del cual brillaba de vez en cuando, al abrir el viento una brecha, una masa alargada y oscura. El suelo se tornó pantanoso. Los pies chapoteaban. Cuando separaron las ramas cubiertas de protuberancias en forma de uvas, vieron un calvero bañado por el sol. Los árboles habían retrocedido a derecha e izquierda y sólo mucho más adelante volvían a formar grupos, separados únicamente por una delgada hendidura, desde la que un surco conducía al calvero. El surco finalizaba en una fosa rectangular, rodeada por un muro de arcilla. Permanecieron como clavados al borde de la espesura. Tallos que serpenteaban indolentemente rozaban sus trajes, tocaban perezosamente, con los brotes en forma de uva, su calzado y luego parecían apartarse de mala gana. Los hombres permanecieron inmóviles y miraban a su alrededor. La encerada pared, al borde de la fosa, les dio, en un primer momento, la impresión de un sillar de piedra regularmente extendido. Un terrible hedor les cortó el aliento. Sólo a duras penas consiguieron distinguir las formas concretas. Algunas yacían con la joroba hacia arriba y otras de costado. Entre los aplastados músculos pectorales sobresalían pálidos torsos raquíticos, incrustados entre los otros, con las caras vueltas. Los grandes troncos, oprimidos, aplastados, mezclados con delgadas y pequeñas manos y nudosos deditos, estaban cruzados por amarillos arroyuelos. Las manos del doctor se clavaron dolorosamente en los brazos de los hombres que estaban junto a él. Hombro contra hombro avanzaron lentamente. Sus ojos se quedaron fijos en la masa que llenaba la fosa. Una fosa profunda.

Espesas gotas de un líquido acuoso se deslizaban sobre las enceradas jorobas y sobre los flancos, y se juntaban en los rostros macilentos y sin ojos. Casi se creería oír el sonido de las gotas al resbalar.

Les sobresaltó un silbido que se acercaba rápidamente. En un segundo se precipitaron en la espesura y se arrojaron al suelo. Las manos asieron automáticamente las culatas de los electrolanzadores. Las ramas se apartaron ante ellos cuando un disco, que giraba verticalmente sobre los árboles, al otro lado, brilló suavemente y se balanceó sobre el calvero.

A una docena de pasos de la fosa, el vehículo redujo la marcha, pero su silbido fue en aumento. El aire zumbó, sacudido por la rasante velocidad. El disco rodeó la fosa, se acercó a ella y súbitamente la arcilla saltó vibrando hacia arriba. Una herrumbrosa nube cubrió hasta casi la mitad el deslizante vehículo. Innumerables terroncillos cayeron como una granizada sobre la vegetación y los hombres, que se aplastaron contra el suelo. Se oía un sonido horrible y apagado, como cuando un poderoso espolón desgarra lienzo mojado. El disco girante se hallaba ya en el otro extremo del calvero, se acercó de nuevo y permaneció inmóvil un instante. Su temblorosa sonda se dirigió, como a propósito, ora a la derecha ora a la izquierda. De pronto, el disco aumentó la velocidad y el otro lado de la fosa se cubrió de una nube de arcilla ruidosamente removida. El disco zumbó, tembló y pareció hincharse. Distinguieron cúpulas especulares a ambos lados. Árboles y matorrales empequeñecidos se reflejaban en ellas. Algo se movía en su interior, como la sombra de un oso. El sonido agudo y vibrante descendió de nuevo y el disco se deslizó rápidamente a lo largo del mismo surco por donde había venido.

En el calvero se alzaba ahora una pared de arcilla fresca, rodeada por un surco de casi un metro de profundidad.

El doctor miró a los demás. Se pusieron lentamente en pie y sacudieron con gestos mecánicos los restos de plantas y los hilos de telarañas de sus trajes. Luego, como si se hubieran puesto de acuerdo, emprendieron el camino de regreso. Ya habían dejado a sus espaldas la garganta, los árboles y las filas de mástiles, y habían ascendido hasta la mitad de la colina de las centelleantes cúpulas especulares, cuando el ingeniero rompió el silencio.

— ¿Y si son sólo animales?

— ¿Qué somos nosotros? — preguntó el doctor, con un tono igual, como si fuera un eco.

— No. Quiero decir…

— ¿Han podido ver quién se sentaba en el disco vibrante?

— Yo no he visto a nadie — dijo el físico.

— Yo sí. En el centro, naturalmente. Como en una góndola. La superficie está pulimentada, pero deja pasar algo de luz. ¿Lo has visto tú? — preguntó el coordinador al doctor.

— Lo he visto, pero no estoy seguro, quiero decir…

— Quieres decir que prefieres no estar seguro.

— Sí.

Siguieron caminando. Cruzaron en silencio la cadena de las colinas más elevadas. En el otro lado, junto al arroyo, se arrojaron de nuevo al suelo a la vista de un disco brillante que surgía de la espesura próxima.

— Los trajes tienen el color perfecto — dijo el químico, cuando se levantaron y reemprendieron la marcha.

— Con todo, resulta extraño que no nos hayan descubierto aún — dijo el ingeniero.

El coordinador, que había guardado silencio hasta entonces, se paró de pronto.

— El conducto inferior Ra no ha sufrido averías, ¿no es así, Henryk?

— Está en perfectas condiciones. ¿Qué estás pensando?

— La pila atómica tiene una reserva. Se podría sacar una parte.

— Unos veinte litros.

Por el rostro del ingeniero cruzó una torcida sonrisa.

— No comprendo — dijo el doctor.

— Pretenden sacar una porción de uranio enriquecido para cargar las armas — explicó el físico.

— ¿Uranio?

El rostro del doctor tenía un color pálido.

— ¿No estarán pensando…?

— No estamos pensando nada — le cortó el coordinador —. Después de ver lo que he visto, ya no pienso. Pensaremos después. Ahora…

— ¡Atención! — gritó el químico.

Todos se arrojaron al suelo.

Un disco centelleante les sobrevolaba y se hacía cada vez más pequeño. En un determinado momento redujo la velocidad, describió un gran arco y se acercó de nuevo. Cinco tubos se alzaban sobre el suelo, diminutos como los cañones de una pistola de juguete comparados con aquella cosa enorme, que llenaba con su centelleo la mitad del firmamento. De pronto se detuvo, el estrépito aumentó y luego disminuyó. Del disco se deslizó un cuadrilátero, una forma recamada, que se inclinó de costado, como si fuera a desplomarse, pero fue sujetada y sostenida por dos brazos que surgieron rápidamente en sentido diagonal. De la góndola central, que mientras tanto había perdido su brillo especular, surgió un pequeño ser peludo. Movía con la velocidad del relámpago sus patas, cubiertas con una rugosa piel. Se deslizó por los apoyos diagonales, saltó a tierra y, como arrastrándose sobre el vientre, se dirigió hacia los hombres.

Casi al mismo tiempo se abrió la góndola en todas las direcciones, como el cáliz de una flor, y un torso mayor y resplandeciente flotó en torno a un objeto que al principio era oval y espeso, luego se diluyó rápidamente y desapareció.

Abajo, la gran criatura se enderezaba lentamente en toda su estatura. Entonces la reconocieron, aunque se había transformado de una manera singular y aparecía recubierta de una sustancia de brillo plateado, que la envolvía enteramente, en forma espiral: arriba, en una cavidad encuadrada en color negro, aparecía un pequeño rostro plano.

El animal peludo que había saltado del disco en primer lugar se arrastraba rápidamente en dirección a ellos, sin apartarse del suelo. Sólo entonces descubrieron que arrastraba algo tras de sí, semejante a una gran cola en forma de pala.

— ¡Voy a disparar! — dijo el ingeniero, echándose la culata a la cara.

— ¡No! — gritó el doctor.

— ¡Espera! — intentó decir el coordinador.

Pero ya el ingeniero había disparado toda una ráfaga. Había apuntado a la cosa reptante, pero falló. No podía seguirse con la mirada el trayecto de la descarga eléctrica, sólo percibían un débil siseo. El ingeniero aflojó el gatillo, pero sin retirar el dedo. La criatura de brillo plateado no se movió de su sitio. De pronto realizó un movimiento y silbó o, en todo caso, creyeron oír algo parecido.

El ser reptante se elevó inmediatamente del suelo y retrocedió de un solo salto al menos cinco metros. Mientras saltaba se enrolló sobre sí mismo, formando una bola, se erizó, se hinchó y desplegó la cola en forma de pala. En su cóncava superficie en forma de concha algo brilló débilmente y flotó, como arrastrado por el viento, hacia ellos.

— ¡Fuego! — gritó el coordinador.

Una esfera, apenas mayor que una nuez, se movió en el aire, oscilando de un lado a otro, pero cada vez más cerca. Oyeron su siseo, parecido al de una gota de agua saltando sobre una plancha incandescente. Todos dispararon a la vez.

El pequeño animal, alcanzado por varios disparos, cayó y se dobló: su cola, parecida a un abanico, le cubrió enteramente y, al mismo tiempo, la llameante nuez fue arrastrada por el viento, como si hubiera disminuido de pronto su capacidad de dirección, y voló, alejándose de ellos a una distancia de una docena de metros, hasta que se perdió de vista.

El gigante plateado se enderezó, un delgado objeto apareció sobre él y comenzó a subir hacia la abierta góndola. Todos oyeron el estallido de las descargas que le alcanzaban. Se encogió y se precipitó pesadamente al suelo. Entonces se pusieron en pie y corrieron hacia él.

— ¡Atención! — gritó el químico.

Del bosque surgieron dos discos brillantes que se dirigían a la cadena de colinas. Los hombres se aplastaron en una hondonada del terreno, dispuestos a todo. Pero, extrañamente, los discos pasaron de largo, sin reducir la velocidad, y desaparecieron tras las elevaciones de las colinas.

Segundos después se produjo un sordo estruendo. Se volvieron. El estruendo procedía de la espesura de los árboles respirantes. Muy cerca se desplomó un árbol, hendido por la mitad. Nubes de humo se agitaban sobre él.

— ¡Rápido, rápido! — gritó el coordinador, y corrió hacia el peludo y pequeño animal, cuyas diminutas patas sobresalían bajo la carnosa y desnuda cola.

Dirigió hacia allí el cañón de su arma e hizo fuego durante un puñado de segundos, hasta reducirlo a cenizas. El ingeniero y el físico se acercaron a la masa que fulgía con brillo plateado bajo el transparente cuadrilátero. El ingeniero tocó la joroba, que se había hinchado y daba la impresión que aumentaba poco a poco de tamaño.

— No podemos dejarlo así — exclamó el coordinador, que llegó a su lado. Estaba muy pálido.

— No puedes reducir a cenizas una masa de este tamaño — murmuró el ingeniero.

— Ya lo veremos — masculló entre dientes el coordinador, y disparó a dos pasos de distancia.

El aire tembló en torno al cañón. El plateado torso se cubrió inmediatamente de manchas negras. En el aire flotaba un humo negruzco, se expandió un espantoso olor a carne quemada y hubo un cloqueo. El químico lo estuvo contemplando durante un lapso con el semblante pálido, luego se volvió y se alejó corriendo, seguido por el cibernético. Cuando el coordinador vació totalmente su arma, extendió la mano hacia el electrolanzador del ingeniero.

El ennegrecido cuerpo se encogió, disminuyó de tamaño, el humo ascendió, negros copos se agitaron en el aire y el hervor se transformó en un chisporreteo, como leños de madera consumidos por el fuego. El coordinador, mientras tanto, seguía oprimiendo el gatillo con un dedo que ya se tornaba rígido, hasta que los restos del cuerpo se descompusieron en un informe montón de cenizas. Luego alzó el electrolanzador, golpeó con los pies los montones y empezó a esparcirlos.

— ¡Ayúdame! — gritó con voz ronca.

— No puedo — farfulló el químico con los ojos cerrados.

El sudor le perlaba la frente. Se agarró con ambas manos la garganta, como si quisiera estrangularse. El doctor apretó los dientes hasta hacerlos crujir y saltó a la caliente ceniza, siguiendo el ejemplo del coordinador. Éste gritó:

— ¿Es que crees que a mí me resultaba fácil?

El doctor no miraba a sus pies. Se limitaba a dar patadas. «Tiene que resultar cómico vernos danzar de este modo», pensaba. Dispersaron a puntapiés por el suelo los trozos pequeños no enteramente consumidos por el fuego, aplastaron la ceniza contra la arena y amontonaron luego tierra encima con las culatas, hasta que desaparecieron los últimos vestigios.

— ¿En qué somos mejores que ellos? — preguntó el doctor, cuando se detuvieron, tosiendo y chorreando sudor.

— Él nos ha atacado — refunfuñó el ingeniero, y quitó, furioso y asqueado, las huellas de hollín de la culata de su electrolanzador.

— Pueden venir, ya ha pasado todo — gritó el coordinador.

Los demás se acercaron lentamente. En el aire flotaba un penetrante olor a quemado. Las musgosas manchas se habían carbonizado en un amplio círculo.

— ¿Y qué pasa con eso? — preguntó el cibernético, señalando la transparente construcción que se levantaba a su lado, de una altura equivalente a un edificio de cuatro pisos.

— Vamos a intentar ponerlo en marcha.

El ingeniero abrió los ojos.

— ¿Crees que resultará?

— ¡Cuidado! — gritó el doctor.

Tres vibrantes discos surgieron, uno tras otro, desde el fondo de la espesura. Los hombres retrocedieron unos pasos y se arrojaron al suelo. Los discos pasaron de largo y prosiguieron su vuelo.

— ¿Vienes?

El coordinador señalaba con un movimiento de cabeza la góndola, que pendía, a seis metros del suelo, sobre sus cabezas.

Sin decir una sola palabra, el ingeniero corrió hacia el vehículo, puso las manos sobre el asidero colocado junto a uno de los dos soportes, y comenzó a subir. El coordinador le siguió. El ingeniero, que fue el primero en llegar a la góndola, empujó una palanca. Se oyó el chirrido de metal contra metal. Acto seguido se izó y desapareció en el interior. Tendió la mano al coordinador y le ayudó a entrar. Durante algún tiempo no sucedió nada. Luego se cerraron lentamente, y sin el menor ruido, los cinco paneles abiertos de la góndola. Los hombres que habían quedado abajo se sobresaltaron involuntariamente y retrocedieron.

— ¿Qué clase de bola de fuego era? — preguntó el doctor al físico.

Ambos miraban hacia arriba. En la góndola se movían, como a través de la niebla, sombras confusas, como si se hubieran fusionado por mitades.

— Parecía como un relámpago esférico — dijo el físico.

— Sí, pero la lanzó el animal.

— Cierto, yo también lo vi… Tal vez haya aquí algún tipo de fenómenos eléctricos que…

Súbitamente, el rectángulo transparente se agitó, chirrió y, al mismo tiempo, giró sobre su eje vertical. Estuvo a punto de volcar, porque las patas que le mantenían diagonalmente se deslizaron sin resistencia. En el último instante, cuando ya el vehículo se inclinaba peligrosamente, algo chirrió de nuevo, esta vez con un tono agudo. Toda la construcción desapareció en un chispeante remolino, y un débil hálito de aire llegó hasta el rostro de los observadores. El disco giraba, unas veces más rápido, otras más lento, pero sin desplazarse de su sitio. Atronaba como el motor de un gran avión. Los trajes de los que se hallaban más cerca se agitaron bajo la irregular corriente de aire. Los hombres retrocedieron un buen trecho. Se elevó una de las patas de apoyo, a continuación se elevó también la otra y ambas desaparecieron en el brillante remolino. Súbitamente, el gran disco se lanzó como catapultado a lo largo del surco, se elevó, frenó de pronto, excavó y lanzó al aire la tierra con un terrible mugido, aunque avanzaba lentamente. Apenas estuvo de nuevo sobre el surco, se alejó a una increíble velocidad, y en el espacio de pocos segundos se convirtió en una temblorosa lucecilla sobre la pendiente del bosque.

A su regreso se salió de nuevo del surco y se arrastró penosamente como con un gran esfuerzo, lanzando a lo alto remolinos de arena y tierra.

Se produjo un estrépito, la construcción surgió de la resplandeciente tempestad de viento, se abrió la góndola, el coordinador se inclinó y gritó:

— ¡Suban!

— ¿Cómo?

El químico parecía estupefacto, pero el doctor había comprendido.

— Vamos a hacer un viaje con ellos.

— ¿Hay sitio para todos? — preguntó el cibernético, y se agarró al apoyo de metal. El doctor ya estaba ascendido.

— De alguna manera habrá sitio para todos. Suban.

Dos discos se deslizaban rápidamente sobre la espesura, pero no parecían haberlos descubierto. Estaban muy apretujados; cuatro de ellos podían mantenerse de pie, pero no había espacio para los seis. Dos tuvieron que echarse al suelo. El amargo olor que ya conocían les picaba desagradablemente en la nariz. De pronto, todos se dieron cuenta de lo que había ocurrido y desapareció su animación. El doctor y el físico se tendieron sobre el piso. Tenían bajo ellos largas planchas, unidas como las de un bote; sobre sus cabezas retumbaba un penetrante sonido y sintieron que el vehículo se desplazaba. Desde el lugar que ocupaban no podían ver nada. Pero casi al mismo tiempo las planchas sobre las que estaban echados se hicieron totalmente transparentes y pudieron contemplar la llanura desde una altura equivalente a un edificio de dos pisos, como si la sobrevolaran en globo. Había ruido a su alrededor. El coordinador se comunicaba febrilmente con el ingeniero. Ambos tuvieron que adoptar una postura violenta, muy penosa, en la elevación que, a modo de aleta, tenía la parte anterior de la góndola, para poder pilotar el disco. Se relevaban cada dos minutos. Y ello en aquella angostura. El químico y el cibernético tenían que colocarse casi encima de los que estaban tendidos en el suelo.

— Pero, ¿cómo funciona esto? — preguntó el químico al ingeniero, que había puesto las dos manos en las profundas aberturas de la protuberancia a modo de aleta y mantenía al vehículo en línea recta.

Avanzaban rápidamente a lo largo del surco. Desde la góndola no se percibía en absoluto la rotación. Habría podido creerse que flotaban en el aire.

— No tengo ni la menor idea — farfulló el ingeniero —. Tengo un calambre; te toca a ti.

Hizo sitio, lo mejor que pudo, al coordinador.

El gigantesco y retumbante disco osciló, se elevó por encima del surco, frenó poderosamente y trazó una cerrada curva. El coordinador introdujo las manos por las aberturas del dispositivo de dirección. Al cabo de algún tiempo consiguió hacer regresar el enorme trompo zumbante, trazando una curva, al surco. Al instante, aumentó la velocidad.

— ¿Por qué va esta cosa tan lentamente cuando está fuera del surco? — preguntó el químico, que, para conservar el equilibrio, se apoyaba en la espalda del ingeniero; bajo sus piernas abiertas yacía el doctor.

— Ya te he dicho que no tengo ni la más remota idea.

El ingeniero se daba masajes en los antebrazos, en los que aparecían marcas sanguinolentas en los puntos en los que había presionado con las muñecas sobre la máquina.

— Mantiene el equilibrio según el principio de un giróscopo, pero respecto de los demás no se me ocurre absolutamente nada.

Se hallaban ya detrás de la segunda cadena de colinas. Contemplado desde el aire, el paisaje parecía transparente. Por lo demás, ya lo conocían en parte, por su anterior exploración. Sobre sus cabezas y a sus pies silbaba casi imperceptiblemente el disco. El surco cambió súbitamente de dirección. Tenían que dejarle, si querían regresar al cohete. La velocidad disminuyó al instante. No avanzaban ni a veinte kilómetros por hora.

— Fuera de los surcos, estas cosas son realmente inútiles. Conviene no olvidarlo — gritó el ingeniero sobre los silbidos y zumbidos.

— ¡Relevo, relevo! — pidió el coordinador.

Esta vez, la maniobra se desarrolló con cierta facilidad. Ascendieron por una empinada ladera, casi a un buen paso de marcha. El ingeniero descubrió a lo lejos el ya conocido desfiladero que llevaba a la llanura. Avanzaban en línea recta bajo los árboles que coronaban la arcillosa pendiente, cuando el ingeniero sufrió un calambre.

— ¡Tómalo tú! — gritó mientras apartaba las manos de las aberturas.

El coordinador acudió al instante, pero el enorme disco ya se inclinaba de costado, acercándose peligrosamente a la herrumbrosa pendiente. Algo chirrió de pronto y se oyó un formidable crujido. El borde de la silbante aspa de molino chocó con la copa de un árbol. Ramas astilladas volaron por el aire. La góndola saltó hacia arriba y se derrumbó de costado, con un fragor infernal. El árbol, arrancado de raíz, azotaba con su copa el cielo. La segunda paleta, que todavía seguía girando, lo partió. Miles de hojas vesiculares estallaron burbujeando. Sobre el árbol abatido, cuyo tronco había formado un socavón en la pendiente, flotó, como si brotara de un hongo, una nube de semillas blancas. Y luego se hizo un silencio total. La góndola descansaba sobre la ladera por el lado aplastado.

— ¿La tripulación? — preguntó mecánicamente el coordinador, y sacudió la cabeza.

Le parecía tener los oídos rellenos de algodón. Contempló asombrado las nubes de blancas motitas de polvo que volaban en torno a su nariz.

— Uno — farfulló el ingeniero, y se puso en pie.

— Dos — llegó desde abajo la voz del físico.

— Tres.

El químico apenas podía hablar. Tenía la mano delante de la boca y le resbalaba sangre por la barbilla.

— Cuatro — dijo el cibernético.

Había caído de espaldas, pero no estaba herido.

— Cin…co — estornudó el doctor.

Yacía sobre el suelo de la góndola, sepultado bajo los demás.

Súbitamente, todos estallaron en una estrepitosa carcajada.

Estaban amontonados los unos sobre los otros, cubiertos por una espesa capa de picantes y plumosas semillas, que caían sobre ellos por la fisura superior de la góndola. El ingeniero intentó abrir la barquilla con vigorosos golpes. Todos le ayudaron como mejor pudieron, y en lo que el angosto espacio les permitía, con hombros, manos y espaldas. La cubierta exterior se movió, se oyó un débil crujido, pero no consiguieron abrir la góndola.

— ¿Una vez más? — preguntó tranquilamente el doctor.

Seguía echado sobre el suelo, sin poder moverse.

— Por si les interesa, empiezo a cansarme. ¡Eh! ¿quién es? ¡Quítame los pies de encima ahora mismo!

Entre todos arrancaron el armazón anterior en forma de caballete y comenzaron a golpear rítmicamente con él, como si fuera un martinete, contra el techo. Se abolló, se curvó, se dobló, pero no cedió.

— Ya estoy harto — farfulló agriamente el doctor, y comenzó a levantarse lentamente.

En ese preciso instante, algo crujió en la parte inferior y todos cayeron el suelo, como peras maduras. Rodaron los cinco metros de altura de la pendiente, hasta la base del desfiladero.

— ¿Le ha ocurrido algo a alguien? — preguntó el coordinador.

Estaba manchado de barro y fue el primero en ponerse en pie.

— No. ¡Pero tú estás cubierto de sangre! — exclamó el doctor.

Efectivamente, el coordinador tenía un corte profundo en la cabeza. La herida alcanzaba hasta la mitad de la frente. El doctor le vendó lo mejor que pudo. Los demás habían salido bien librados, con unos cuantos moretones. El químico escupía sangre, porque se había mordido los labios. Se pusieron en marcha en dirección al cohete. Ni una sola vez volvieron la vista atrás para contemplar el destruido aparato.

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