El Rey Sol estaba desfigurado. Una lepra que en los países de Oriente corrompe los óleos había traspasado el barniz y se expandía poco a poco sobre la tela. Luis XIV tenía en la mejilla izquierda, la que el pintor había encarado con majestuosidad hacia el espectador, un gran lunar negruzco cuyos filamentos de un marrón rojizo se prolongaban hasta la oreja como una estrella repugnante. Mirando atentamente, también se podían advertir algunas manchas en el cuerpo. Pero salvo las que mancillaban su media, las otras imperfecciones no eran tan desagradables.
Hacía tres años que el cuadro hermoseaba el consulado de Francia en El Cairo. El propio Hyacinthe Rigaud, autor del original, había supervisada la ejecución de la obra en su taller parisino, y más tarde fue expedida por barco. Para colmo de la desgracia, ni en El Cairo ni en ningún otro puerto de Levante razonablemente próximo se tenía constancia de que en ese momento hubiera un pintor habilidoso. El cónsul, el señor De Maillet, se enfrentaba con el siguiente dilema: o bien dejar a la vista de todos, en el gran salón del edificio diplomático, un retrato real que ofendía en grado sumo a la augusta persona del Rey, o bien confiarlo a unas manos inexpertas que podían arruinarlo definitivamente. Después de darle vueltas a aquel espinoso asunto durante tres meses, el diplomático decidió arriesgarse y mandó restaurarlo.
El señor De Maillet eligió para tal menester a un droguero establecido en la colonia franca que al decir de la gente tenía buena mano para restaurar las telas estropeadas por el clima. Se trataba de un tipo alto, ligeramente encorvado, con una barba entrecana que le cubría toda
cara, cabellos rizados como el astracán, que se desplazaba con brusquedad agitando sus largos brazos. No obstante, cuando se aplicaba, sus gestos podían ser muy minuciosos. Todos le llamaban maestro Juremi, y su peor defecto era ser protestante. La idea de confiar la imagen del Rey a un fanático, capaz de cometer un atentado, no convencía demasiado al diplomático, pero el hombre era conocido por su honestidad, una cualidad bastante apreciada en medio de aquella turbulenta población, y por otra parte el señor De Maillet no tenía otra elección.
Mientras examinaba el cuadro, el maestro Juremi anunció que el trabajo le tendría ocupado diez jornadas, y al día siguiente, con la ayuda de un joven esclavo nubio, ya estaba removiendo grandes cuencos de gres que olían a trementina y a aceite de adormidera, en un andamio de dos metros de altura. El cónsul había exigido estar presente siempre que hubiera que tocar la tela. Todas las mañanas, hacia las once, después de realizar las disoluciones pertinentes (pues había que aplicar estas sustancias enseguida ya que no se conservaban de un día para otro), los sirvientes iban a avisar al cónsul, y el maestro Juremi emprendía el trabajo de restauración en su presencia. En primer lugar se dedicó a las manchas que cubrían los pliegues de la túnica púrpura, allí donde éstos apenas se distinguían. Los primeros resultados fueron alentadores; los barnices de color no perdían su brillo, el tinte se mantenía intacto y las manchas desaparecían casi por completo. El señor De Maillet tenía sobradas razones para sentirse optimista. Con todo, en cuanto el maestro Juremi se acercaba a la tela real con sus pincelitos de piel de oreja de ternero, el cónsul se ponía a gritar como un paciente con la boca abierta que ve venir los alicates del dentista. Más de una vez se vieron obligados a interrumpir las sesiones que se vislumbraban excesivamente dolorosas.
Por fin se pudo llegar al cáncer que devoraba la mejilla real. El señor De Maillet, que llevaba puesta la peluca e iba ataviado con un ligero batín de tela india, se retorcía en la banqueta que había mandado colocar frente al cuadro mientras su mujer le tomaba una mano y la aprisionaba contra su corazón. La pareja miraba implorante al techo como una familia desconsolada al pie de la crucifixión de un pariente cercano. Aquella tarde de mayo el calor era aún más sofocante que de costumbre debido al viento cálido que había soplado desde el desierto nubio los últimos tres días. El maestro Juremi, con un casquete gris en la cabeza, sujetó el pincel fino que le tendió el joven esclavo y lo llevó hasta la mejilla regia. Pero el señor De Maillet se levantó gritando.-¡Espere!
El droguero se detuvo.
– ¿Está usted absolutamente seguro de que?…
– Sí, señor cónsul.
El maestro Juremi no sólo tenía una apariencia peculiar. A menudo se sentía tentado de enfurecerse con virulencia, pero se contenía a base de una concentración extrema que se reflejaba en su cara. Refunfuñaba, gruñía, silbaba como una caldera a punto de explotar, pero nunca estallaba, e incluso era capaz de expresarse con una dulzura sorprendente para un hombre con una carga interior tan terrible.
– Sólo es una capa de preparación -dijo-. Fíjese, Excelencia, apenas lo rozo…
Si de él hubiera dependido, el protestante habría embadurnado la regia nariz de rojo escarlata y le habría pintarrajeado unas orejas de perro en la peluca. Tanto él como su familia habían padecido grandes desgracias por culpa de ese Rey. Estaba harto de tantos miramientos. Una vez más, el maestro Juremi se prometió mandarlo todo al diablo ese mismo día si la sesión no conducía a ninguna parte.
El cónsul debió darse cuenta de la furia contenida que reflejaban los brillantes ojos del restaurador porque volvió a sentarse y al final dijo:
– Sea, si es necesario.
Se tapó la boca con las manos y cerró ligeramente los ojos.
En ese instante dos violentos golpes retumbaron en la puerta. El pintor se echó hacia atrás, el esclavo sudanés miró al cielo con sus grandes ojos en blanco y el señor De Maillet volvió a abrir los suyos, enrojecidos por la emoción. Un denso silencio se apoderó un instante de la estancia. Era como si el gran Rey en persona, crispado por el ultraje de que iba a ser objeto, estuviera lanzando a los cielos un aviso de su terrible poder.
Sonaron otros tres golpes, cada vez más fuertes, así que no quedó más remedio que rendirse a la evidencia. Pese a las órdenes expresas del cónsul de no ser molestado en ninguna circunstancia durante estas sesiones, alguien había tenido la osadía de llamar a la puerta de roble de doble hoja que daba al vestíbulo y a los gabinetes. Tras asegurarse el nudo del batín, el diplomático se dirigió a paso ligero hacia la puerta y la abrió con un golpe seco. El señor Macé apareció en el vano y, ante el semblante irritado del cónsul, se partió literalmente en dos en una suerte de reverencia que, desde el punto de vista de la geometría, resultaba una inclinación extremadamente audaz puesto que lo más lógico habría sido que se diera de bruces contra el suelo. Sin embargo no llegó a caer, tal vez debido a la prontitud con que volvió a enderezarse, y dijo con el tono modesto y firme que le había servido para granjearse el aprecio de su superior:
– El agá de los jenízaros acaba de enviar un mensaje para Su Excelencia. Ha mandado decir que se trata de un asunto muy urgente. Los turcos tienen una palabra muy precisa para designar las cosas que no se pueden aplazar. La imperiosa necesidad que me ha impulsado a transgredir sus órdenes formales es, a mi modo de ver, la mejor forma de traducirla.
El señor Macé había sido un «infante de lenguas», es decir, alumno de la Escuela de lenguas orientales. Aquellos que se habían diplomado, como él, eran enviados a una embajada antes de convertirse en diplomáticos o dragomanes. El cónsul tenía cierta consideración con aquel joven que «desempeñaba honorablemente sus funciones». Si bien no era un aristócrata, el señor Macé abordaba todas las tareas que se le encomendaban con un comedimiento que expresaba tanto sus limitaciones como la juiciosa conciencia que tenía de ellas.
– ¿Trae una carta?
– No, Excelencia. El enviado del agá, que ni siquiera ha querido bajarse del caballo, ha hecho saber que su señor le espera en su palacio, ahora.
– ¡Habráse visto! ¡Así que esos salvajes me convocan! -masculló el señor De Maillet entre dientes-. Espero que tengan buenas razones, pues de lo contrario llamaré personalmente al pacha…
El señor Macé se acercó al cónsul y luego giró sobre sí hasta colocarse a su lado, de espaldas a las demás personas presentes en la sala. Entonces el infante de lenguas empezó a hablar con esa vocecilla sigilosa que resulta tan conveniente para revelar en público un secreto de estado. El maestro Juremi se encogió de hombros al observar aquella grosería disfrazada de buenas maneras y que constituye la segunda naturaleza de los miembros de la carrera diplomática.
– El agá pone a disposición de Su Excelencia un prisionero francés que ayer fue detenido en El Cairo -susurró el señor Macé.
– ¿Acaso es ésa una razón suficiente para interrumpirnos? Cada semana apresan como mínimo a uno de esos desgraciados que vienen a probar suerte aquí. ¡Qué me importa a mí eso!
– Es que no es un prisionero corriente -musitó el señor Macé en un tono tan bajo que el cónsul casi se vio obligado a leer en los labioslas palabras del secretario-. Es el hombre que esperamos y trae un mensaje del Rey.
El señor De Maillet soltó una exclamación de extrañeza.
– En este caso -dijo en voz alta-, no hay un momento que perder. Señores -dijo dirigiéndose al maestro Juremi-, se interrumpe la sesión.
El cónsul salió de la sala con el semblante digno y contrariado, aunque en su fuero interno cualquier cosa le parecía preferible al suplicio que aquel incidente acababa de interrumpir.
Una vez solo, el maestro Juremi profirió un juramento y lanzó furioso el pincel en el bote, de tal manera que algunas gotitas del precioso ungüento rosáceo, destinado a la mejilla real, salpicaron la frente del joven esclavo negro.
En aquella época, un buen caminante podía dar la vuelta a El Cairo en tres horas. Por aquel entonces aún era una ciudad pequeña, y todos los extranjeros coincidían en considerarla fea, vetusta y sin encanto. De lejos, el entrelazado de sus estilizados minaretes con los penachos de las palmeras sobresaliendo por encima de los jardines le conferían un aire peculiar. Pero en cuanto uno se internaba por sus calles estrechas, la vista se detenía en las casas corrientes de varios pisos, ornamentadas únicamente con unas celosías de cedro que se inclinaban peligrosamente sobre los paseantes. El palacio de los beyes, la ciudadela donde vivía el pacha, que daba por un lado a la plaza de Roumeilleh, y las numerosas mezquitas, se difuminaban en aquel abigarrado conjunto. La ciudad, sin espacio ni perspectiva, privada de aire y de luz, confinaba la belleza, la felicidad y las pasiones detrás de sus murallas ciegas y sus verjas oscuras. Por lo general circulaba poca gente por las calles, salvo en los alrededores del bazar y en las cercanías de alguna de las puertas por donde entraban los mercaderes que llegaban del campo. Unas siluetas negras, envueltas en velos, avanzaban a buen paso, deseosas de despejar las callejuelas y devolvérselas a los mendigos y a los perros sarnosos, que habían hecho de ellas su morada.
Era muy poco frecuente que un extranjero se aventurase por la ciudad vieja de El Cairo. Desde el siglo XVI, y en virtud de las capitulaciones que el Jeir Eddin Barbarroja había firmado con Francia, los europeos gozaban de la protección del Gran Turco. Pero aunque podían comerciar libremente y disfrutar de ciertos derechos, los cristianos nunca estaban tranquilos. Las constantes reyertas dividían a los egipcios; era habitual que el pacha se sublevara contra las milicias, los jenízaros contra los beyes, los beyes contra los imanes y los imanes contra el pacha, si no era al revés. Cuando las facciones musulmanas se concedían una tregua y fingían una breve reconciliación, era porque todos se unían unánimemente contra los cristianos. Pero el asunto no iba nunca demasiado lejos; mandaban apalear a uno o dos, y de inmediato todo volvía al orden, es decir, a la discordia. Sin embargo, esto bastaba para que los francos, como se les llamaba entonces, juzgaran prudente salir lo menos posible del barrio que se les había asignado.
Por esta razón aún era más sorprendente ver a alguien de maneras tan desenvueltas como las del joven que caminaba aquella tarde por las callejuelas de la ciudad vieja de El Cairo. Había salido poco antes de una casa árabe, cerrando tras de sí una humilde puerta de madera y ahora se dirigía hacia el dédalo de la ciudad con la seguridad familiar de un autóctono, y aunque a todas luces era un franco, no hacía ningún esfuerzo por disimularlo. El jamsin había soplado toda la mañana su aire tórrido y saturado de arena, de forma que incluso en aquellas calles estrechas, al amparo de la sombra, el ambiente era sofocante y seco. El joven, ataviado con una simple camisa ligera de cuello abierto, calzas de tela y botas flexibles, iba con la cabeza al descubierto y llevaba un jubón de paño azul marino en el brazo. Frente a la mezquita de Hassan se cruzó con dos árabes ancianos; ambos le dirigieron un saludo amable al que respondió con una palabra en su idioma, sin detenerse. Todos sabían en la ciudad que se llamaba Jean-Baptiste Poncet y que desempeñaba un cargo importante en la corte del pacha, con carácter extraoficial, evidentemente, pues no era turco.
El joven musculoso, lleno de vigor, de hombros anchos y cuello poderoso, se había preguntado muchas veces por qué el destino no había querido servirse de él para las galeras, para las que parecía destinado. Sobre aquel cuerpo robusto de una inopinada finura se erguía una cabeza alargada y juvenil, poblada de cabellos negros que enmarcaban un rostro donde resaltaba el brillo glauco de su mirada. Sus rasgos carecían de simetría; el pómulo izquierdo era un poco más alto que el derecho, y la curiosa disposición de sus ojos acentuaba la intensidad de su mirada. No obstante, esta imperfección imprimía fuerza y misterio a su sencillez.
Jean-Baptiste Poncet había llegado a El Cairo tres años atrás, y con el tiempo se había convertido en el médico más afamado de la ciudad. Aquel mes de mayo de 1699 había cumplido veintiocho años.Al caminar balanceaba en la mano un maletín que contenía algunos de los remedios elaborados personalmente con ayuda de su socio. Los frascos chocaban unos con otros, produciendo un tintineo ahogado por el cuero. Jean-Baptiste se entretenía poniéndole ritmo a aquel cascabel cristalino que acompañaba sus pasos, y miraba al frente con una sonrisa apacible, a sabiendas de que era observado desde muchas persianas y celosías de madera. En todas las casas era bien recibido, ya fuera para ejercer su arte o para compartir con sus generosos vecinos un té o una cena como un invitado más. Conocía gran parte de los pequeños secretos de la ciudad -y hasta de una pequeña parte de los grandes-, y estaba acostumbrado a ser objeto de la curiosidad de todo el mundo, sobre todo de las mujeres en esos harenes oscuros donde se cuece el deseo y la intriga. El joven aceptaba la situación sin complacencia ni pasión y, aunque ya no le divertía tanto como al principio, no le importaba desempeñar el papel del animal acosado por miles de ojos que vigilan el menor de sus movimientos.
En su camino pasó cerca del bazar de perfumes y luego llegó a la orilla del Kalish. Remontó durante unos minutos el curso casi seco de ese riachuelo que, en otras estaciones, las tempestades inundaban repentinamente, y luego siguió caminando por el estrecho puente de casas que lo franqueaba. Allí siempre se congregaba algo de gente, pues era la única vía de acceso que unía la ciudad vieja de El Cairo con los barrios árabes. Pero aquel día había más agitación que de costumbre, de modo que Jean-Baptiste se abría camino con dificultad. Cuando estaba en medio del puente se dio cuenta de que pasaba algo raro y distinguió la espesa humareda que salía de una de aquellas viviendas. Según le dijeron, las ascuas de un hornillo habían prendido fuego a la casa de un comerciante de tejidos. Para sofocar las llamas, una multitud de egipcios vocingleros cargaban a todo correr con cubos de agua que extraían de un pozo vecino. El incendio pronto estaría controlado y no había catástrofe que temer. No obstante, en esta ciudad donde los acontecimientos eran tan escasos, el incidente estaba causando tal tumulto que casi se hacía imposible avanzar. Así pues, Jean-Baptiste continuó abriéndose paso a codazos. En la desembocadura del puente, en el extremo opuesto a aquel por donde el joven había llegado, el gentío inmovilizaba una carroza de caballos. Cuando estuvo a su altura, Jean-Baptiste vio el blasón del cónsul de Francia en el carruaje y empezó a empujar aún con más ímpetu a los mirones para escapar cuanto antes de aquel lugar.
Aunque oficialmente estaba registrado como farmacéutico, Poncet ejercía la medicina ilegalmente pues carecía de diploma. A los turcos no les importaba, pero sus compatriotas lo consideraban un individuo sospechoso, sobre todo cuando había médicos titulados, lo que afortunadamente no era el caso en ese momento. Las denuncias ya le habían obligado a abandonar dos ciudades, así que por prudencia solía mantenerse alejado del cónsul, que era el representante de la ley para todas las cuestiones concernientes a los francos.
Cuando estaba a punto de dejar atrás la carroza, con la cabeza encogida entre los hombros y la vista dirigida hacia otro sitio, oyó que alguien lo llamaba imperiosamente en francés:
– ¡Señor, se lo ruego! ¡Señor! ¿Podría decirnos qué pasa?
Jean-Baptiste temía al cónsul, pero al percatarse de que afortunadamente se trataba de una voz femenina se acercó. Una dama sacaba la cabeza por la portezuela, disponiéndose a bajar. Hacía un calor insoportable y la pobre mujer transpiraba a mares; se le había corrido el colorete y el albayalde que se había aplicado en la cara no era más que una nivea capa de grietas. Saltaba a la vista que aquellas estrategias artificiales, destinadas a retrasar el paso de los años, sólo conseguían acelerarlo más. Si el ruinoso maquillaje no le hubiera causado tantos estragos en el rostro, se habría podido contemplar una mujer de cincuenta años, sencilla y sonriente, que aún conservaba parte de su antigua belleza en su mirada azul, pero sobre todo un semblante tímido, tierno y bondadoso.
– ¿Podría decirnos a qué se debe tanto alboroto? ¿Cree usted que corremos algún peligro?
Jean-Baptiste reconoció a la esposa del cónsul, a quien había visto en alguna ocasión en el jardín de la legación.
– Se acaba de producir un incendio, señora, a eso se debe esta aglomeración, pero todo volverá enseguida a la normalidad.
La dama hizo un ademán de alivio, y después de agradecer amablemente sus atenciones al joven volvió a entrar en el carruaje, se acomodó en el asiento y empezó a sacudir de nuevo el abanico. En ese momento Jean-Baptiste advirtió que no estaba sola. Un rayo de luz oblicua se reflejaba en el Kalish, iluminando a la joven que se sentaba enfrente.
No es preciso decir que los defectos de una resaltaban las cualidades de la otra; es más, ambas eran completamente opuestas. El emplasto que abotargaba la piel de la esposa del cónsul contrastaba con la tersura natural de la joven. Y la angustia impaciente de la primera ensalzaba la serenidad inmóvil de la damisela. Jean-Baptiste no habría sabido describir a aquella muchacha que encarnaba la imagen de la belleza, y tal vez por eso sólo pudo captar una impresión general. Únicamente reparó en un detalle absurdo y adorable, unas cintas azules de seda que anudaban las trenzas de su tocado. Jean-Baptiste miró a la joven completamente extrañado y, aunque no le faltaba audacia, estaba tan sorprendido que no pudo hacerse una idea real de su cara. La carroza arrancó bruscamente con un latigazo del cochero, interrumpiendo la muda conversación de sus miradas. Jean-Baptiste se quedó allí plantado en medio del puente, desconcertado y feliz.
«Diablos, nunca había visto nada semejante en El Cairo», se dijo.
Y continuó a paso más lento hasta el barrio franco donde vivía.
El cónsul, el señor De Maillet, era un hombre de la pequeña nobleza; había nacido en el este de Francia, donde la estirpe de su exigua familia aún echaba algunas raíces. No se podía decir que los Maillet estuvieran arruinados pues nunca habían poseído gran cosa. Estos nobles de poca monta, rodeados de burgueses emprendedores y campesinos prósperos, se enorgullecían de no hacer nada y eran aún más soberbios porque no tenían nada. Lo único que les impedía hacer comparaciones, y por lo tanto sufrir, era su alcurnia mediocre que transfiguraba sus restantes mediocridades. Siempre habían sabido que la salvación llegaría de arriba. Estaban convencidos de que un día forzosamente ascendería algún miembro de su linaje y de que tal ascenso, aunque fuera de alguien muy lejano, encumbraría a toda la parentela. El milagro se hizo esperar pero se produjo al fin cuando Pontchartrain, emparentado con la madre del señor De Maillet por parte de una prima hermana, fue nombrado ministro y luego canciller del gran Rey, entonces en el cenit de su poder. Es evidente que nadie puede llegar tan alto solo, por muchos méritos propios que tenga. Hay que tener amigos, y muchos, para situarlos, conservarlos y, un día, presionarlos para que actúen. Pontchartrain sabía que los individuos que no son nada pueden resultar muy serviciales cuando se hace algo por ellos. Por eso no se olvidó en absoluto de utilizar a su familia.
En sus años de juventud, piadosos y despreocupados, el señor De Maillet había aprendido muy poco en los libros y menos aún sobre la vida. No obstante, su influyente tío lo sacó de esta especie de vacío y lo colocó en el consulado de El Cairo.
El protegido profesaba a su protector una gratitud febril pues eraconsciente de que no podría hacer nada para pagar una deuda semejante por sí solo. Llegaría sin duda un día fatal en que ese hombre puedelotodo -que incluso era capaz de hundirlo para siempre- le encomendaría una tarea de tal envergadura que no podría llevarla a cabo sin exponerse a algún peligro. Lo malo era que al señor De Maillet no le gustaba el peligro.
El consulado de El Cairo era uno de los destinos más envidiados de todo el Levante porque estaba relativamente alejado de la embajada de Francia en Constantinopla, de quien dependía, y además porque la ciudad de El Cairo no era un puerto de paso, lo que también suponía menos complicaciones. Su función se reducía exclusivamente a gobernar un turbulento tropel de mercaderes y aventureros. Aquellos hombres, arrastrados hasta allí por un cúmulo de circunstancias generalmente fuera de lo común, tenían la osadía de considerar el valor como una virtud, el dinero como una fuerza poderosa, y los años de exilio como un título insigne. No obstante, el cónsul tenía a bien recordarles que el único poder era la ley -que por lo demás no los amparaba demasiado-, y que la única virtud era la ascendencia noble, que no alcanzarían jamás. Pero por encima de todo, y el señor De Pontchartrain había insistido mucho en ello, lo más importante era entenderse lo mejor posible con los turcos. A este respecto, la gran política de Francia -que favorecía, aunque en secreto, la alianza otomana contra el Imperio-, era tan importante como la seguridad cotidiana, y nada tranquilizaba tanto a la nación franca como saber en todo momento que, a una señal del cónsul, los turcos procederían a la expulsión inmediata de los aguafiestas.
A esto hay que añadir que el cónsul no pagaba alquiler, que recibía cuatro mil libras de renta anual, seis mil quinientas libras para el condumio y el personal, y que su posición le daba derecho a disfrutar de una franquicia que le permitía adquirir cien toneladas de vino anuales a dos piastras y media, lo cual le procuraba un beneficio considerable. En prueba de gratitud por estos favores que lo hacían rico, cada mes el señor De Maillet reiteraba los halagos a su protector en las cartas que partían en los barcos de la Compañía de las Indias con escala en Alejandría. El propósito fundamental de estas misivas era el elogio, evidentemente; no obstante, para evitar que tantos cumplidos terminaran cansando a su destinatario o le produjeran animadversión, el cónsul los disimulaba con otros asuntos sacados de la realidad local. De modo que, cuando su discurso estaba bien nutrido, podía adoptar la forma de breves memorias como aquella -su gran orgullo, aunque nunca estuvo seguro del efecto causado- que contemplaba la posibilidad de unir el Mediterráneo y el mar Rojo a través de un canal.
El señor De Pontchartrain respondía siempre a sus cartas. Las comentaba y en ocasiones agregaba algunas puntualizaciones políticas. En su último correo, fechado hacía más de un mes, el ministro, por primera vez, había hecho una alusión que podía interpretarse como una instrucción directa. Según sus palabras, el cónsul debía prepararse para recibir la visita de un jesuita que había estado en Versalles y que en aquellos momentos seguramente estaría camino de Roma. El ministro instaba expresamente al señor De Maillet a ejecutar los designios del clérigo, cuya voluntad debía acatar como si fuera la del Consejo y la del Rey en persona.
E,l señor De Maillet se había alarmado por la forma de obrar de su tío. Imaginaba que si se tomaban la molestia de mandar a un mensajero para evitar el riesgo de una correspondencia, sólo podría deberse a que las órdenes eran estrictamente confidenciales. Sin embargo, como el jesuita no aparecía, el cónsul se había tranquilizado pensando que la política de los soberanos es un quehacer misterioso que puede cambiar de rumbo constantemente. También era posible que otras intrigas hubieran puesto fin a ésta y se requiriese la presencia del jesuita en otros lugares. A menos que, sencilla y llanamente, se hubiese extraviado por el camino.
Pero he aquí que ese viajero incierto reaparecía ahora, medio desnudo y cautivo, en la residencia del agá de los jenízaros. El turco no había puesto traba alguna para devolver a su prisionero, entre otras cosas porque esperaba que el cónsul le diera una explicación. El asunto despertaba ya cierta curiosidad, y era evidente que ni el pacha ni el resto de las naciones extranjeras representadas en la ciudad cejarían en su empeño hasta dilucidar el misterio de aquel enviado del Rey Sol que había llegado cubierto de barro y que había cometido la imprudencia de proclamar que era portador de un mensaje político.
Estos angustiosos pensamientos rondaban por la cabeza del señor De Maillet mientras recorría sin cesar la amplia sala del consulado. Había mandado poner la mesa para su huésped, y poco después cenaría a solas con él. Su mujer y su hija acudirían a presentar sus respetos a aquel bendito y luego los dejarían conversar tranquilamente. En la escalera se oían los pasos diligentes de los servidores nubios que subían y bajaban con cubos de agua fresca para el baño del viajero. Ciertamente, el anciano cautivo se tomaba su tiempo. El señor De Maillet, impaciente, se puso de mal humor. Dejó de deambular y fue a sentarse en un taburete situado justo enfrente del cuadro que se estaba restaurando. Cuando vio que la cara del Rey estaba intacta se quedó atónito. La mancha había desaparecido y la encarnación original surgía en toda su pureza. El cónsul se acercó; si uno miraba con mucha atención, se podía observar que las zonas antes maculadas ahora poseían un tinte ligeramente más sonrojado que el resto de la cara. En la mejilla de un niño, una señal así se habría podido confundir por la marca de un bofetón, pero en el augusto Rey esa sombra, malva sólo podía ser un exceso de afeite, extendido para dar fe de la salud del monarca y transmitir optimismo a su pueblo.
Por un instante, el señor De Maillet creyó estar presenciando un milagro. La aparición del jesuita y la desaparición de la mancha parecían manifestar la presencia de una Providencia activa que sostenía toda la casa en su mano divina. Después se dio cuenta de lo ocurrido y corrió en busca del tirador para llamar.
– ¡Dígale al maestro Juremi que pase por aquí mañana a primera hora! -le gritó al lacayo.
Ese hereje insolente había tenido el atrevimiento de terminar la restauración en su ausencia… El resultado estaba bien, lo cual era una suerte, pero hubiera podido ocurrir una catástrofe… El trabajo terminado merecía el salario que el cónsul ya había negociado con anterioridad. No obstante, la desobediencia merecía un castigo. La autoridad tenía que hacerse valer frente a bribones como aquél, así que al día siguiente el droguero habría de elegir entre ocho días de arresto o una multa. El señor De Maillet no sólo se sentía satisfecho de que la restauración hubiera terminado con éxito sino que además barajaba la posibilidad de ahorrarse el importe. Dadas estas circunstancias, el cónsul estaba de un humor excelente cuando el padre Versau apareció por la puerta.
– ¡Amigo mío! ¡Amigo mío! -exclamó el jesuita apretando las manos del cónsul-. Su acogida me ha impresionado. Tengo la sensación de volver a la vida. Este baño, estos hábitos limpios, esta casa tranquila… no puede imaginarse cuánto he soñado con esto.
Los ojos del jesuita se llenaron de lágrimas de gratitud. Y si es verdad como afirma Maquiavelo que amamos a alguien por el bien que nos ha hecho, no cabe extrañarse de que el cónsul se granjeara todas las simpatías de un hombre con quien acababa de mostrarse tan generoso.-He saludado a la señora De Maillet en el vestíbulo -dijo el jesuita-, y me ha informado de que no cenará con nosotros. No es mi intención alterar el orden de esta casa…
– En absoluto, en absoluto. Pero debemos hablar a solas. Consideraremos esta cena como una sesión de trabajo, cuando menos en parte.
– Así es, en cierto modo. También me he cruzado con su hija, la señorita, y debo felicitarle por su gracia y discreción. ¿Cómo ha podido educarla con tanto acierto en una tierra extranjera donde imagino que apenas hay preceptores y menos aún establecimientos docentes?
– Estuvo en Francia hasta los catorce años. Sólo ha pasado con nosotros los últimos años.
Casi no se conocían, y sin embargo la conversación versaba ya sobre temas familiares. El jesuita admiró el retrato del Rey y «su excelente conservación, teniendo en cuenta semejante clima». Después le hizo aún dos o tres amables preguntas sobre su salud y las obligaciones del cargo, y por último se sentaron a la mesa para pasar a hablar de cosas más serias.
– Padre, estoy ansioso por conocer los detalles de su viaje. Me decía que un naufragio le había hecho caer en esta indigencia…
– Un naufragio, sí, y de los más terribles. A estas horas debería de estar muerto, pero la inmensa bondad de la Providencia me ha salvado.
Y sin más dilación, empezó a contar con toda suerte de detalles cómo se había embarcado en una galera griega después de abandonar Roma, ya que su intención era ganar Levante si necesidad de recurrir a un barco italiano. Sin embargo, una vez a bordo, descubrió aterrorizado la incompetencia del capitán y de la tripulación. Para colmo el barco encalló en un banco de arena frente a la costa de Chipre. Al darse cuenta de que el naufragio era inminente, el jesuita mandó echar un bote al agua y se embarcó con algunos marineros. La corriente lo arrastró hasta una costa escarpada batida por el oleaje, dio contra las rocas y se lo tragaron las olas. Durante un instante, el padre Versau tuvo el pesar de no tener una sepultura en tierra firme, una contingencia que, como todos saben, hace más incierta la resurrección entre los muertos el día del juicio final. Pero resolvió dejar el problema en manos de Dios, al igual que su vida y el destino de su orden, y pereció. Su último recuerdo fue su muerte en un agua fría, agitada por enormes olas negruzcas. Y el siguiente su despertar tendido en la arena de una pequeña cala, aferrado a un gran madero. Estaba tan solo, tan desnudo, tan asustado y tan muerto de frío como Adán el día de la Creación. Pero Dios no lo había abandonado. La orilla estaba poblada por pescadores que lo vistieron como pudieron, y dos días más tarde lo embarcaron con ellos hasta las costas de Egipto, donde iban a echar sus redes. Finalmente lo desembarcaron en una playa próxima a Alejandría, según su deseo. Como había entrado en territorio turco sin salvoconducto, el padre Versau prefirió evitar la gran ciudad y dio un rodeo por el desierto con el propósito de alcanzar el Nilo, adentrándose ligeramente en el interior. Además tuvo la audacia de negociar su pasaje hasta El Cairo con unos marineros, a sabiendas de que no tenía ni un céntimo.
– Lo demás ya lo sabe -dijo modestamente.
El señor De Maillet, que había lanzado mil exclamaciones de asombro y pavor durante el relato, miraba a aquel hombrecillo esmirriado al tiempo que se preguntaba cómo habría podido sobrevivir a tantas peripecias.
– Mis aventuras -continuó el jesuíta con un semblante más serio- sólo son dignas de interés para explicar mi presencia aquí y el estado en que me he presentado ante usted. Pero aún tenemos que llegar a lo esencial, que no es eso.
– ¡Ah, sí, el mensaje del Rey! -dijo el señor De Maillet.
El padre Versau se incorporó en la silla, entornó lentamente los ojos e infundió cierto aire solemne a la conversación. Por su parte el señor De Maillet lanzó una mirada al retrato, como si de repente descubriera la presencia física del soberano por encima de sus cabezas.
– A decir verdad -dijo el jesuíta-, yo no soy portador de ningún mensaje.
– Usted me había dicho…
El hombre de negro hizo un ademán con la mano. Necesitaba tiempo.
– Entiéndame, me refiero a que no soy portador de ninguna misiva. Nada que el Rey haya escrito ni siquiera dicho directamente. Coincidirá conmigo en que esta precaución es muy acertada. Teniendo en cuenta todas las desventuras que he padecido, lo más prudente era sin duda no llevar conmigo nada por el estilo.
– Estoy de acuerdo -dijo el señor De Maillet.
– Pero si no hay mensaje, seguramente el Rey habrá comentado sus propósitos con su guía espiritual.
– ¿Con su confesor, el padre De La Chaise?El jesuíta cerró los ojos, mientras el señor De Maillet le miraba boquiabierto, como un niño al que le ponen delante un cofre repleto de tesoros.
– Ese bendito -prosiguió el padre Versau-, que como usted sabe pertenece a nuestra Congregación, ha comunicado las intenciones del Rey a un grupo muy restringido de personas de su confianza: la señora De Maintenon, que defiende con tanto celo la causa de la fe en la corte de Versalles, el señor De Pontchartrain, el padre Fleuriau, superior de nuestra Congregación para todos los asuntos relacionados con las escalas de Levante, yo mismo, su adjunto y representante. Y ahora usted…
El señor De Maillet inclinó la cabeza para dar prueba de que estaba dispuesto a acatar la voluntad de los poderosos, y de paso para disimular las lágrimas de gratitud que asomaban a sus ojos.
– El asunto se puede resumir en pocas palabras. Usted conoce la lucha que la Cristiandad libra hoy contra sus enemigos. De momento ya hemos controlado a los turcos, pero la reconquista debe continuar. Y así se hará. Sin embargo, los mayores peligros se han gestado precisamente en el seno de aquellos que pretenden vivir en Cristo. La infame Reforma ha intentado minar desde dentro la propia obra de Dios. El Rey ha luchado contra ella en todas partes. En Francia, revocando los tratados de capitulación firmados en el pasado con los hugonotes; y en el resto de Europa, afrontando, a riesgo de su corona, la conjura de los príncipes protestantes enarbolada por Guillermo de Orange, un traidor. Pero esta lucha ya no es la de antaño, cuando el mundo se reducía al Mediterráneo y a su perímetro. Hoy todo el universo está involucrado en la contienda. Debemos llevar el mensaje de Cristo a las tierras conocidas y granjearnos a los infieles; pero también a las tierras desconocidas, a esos nuevos mundos que han emergido en el curso de los dos últimos siglos y que son, ante todo, nuevos escenarios de contienda para la Cristiandad: las Américas, las Indias, la China y el Extremo Oriente. Una y otra vez nos enfrentamos a los mismos desafíos. Por una parte, la resistencia de los pueblos que viven al margen de la verdadera fe, ajenos al vacío y al peligro mortal que supone esa carencia para la eternidad. Y por otra, la rivalidad de esta supuesta Reforma, que sólo es un intento diabólico para alejar del Evangelio verdadero a unos pobres ignorantes.
El señor De Maillet asentía de vez en cuando con la cabeza para indicar que seguía la conversación. A decir verdad, le fascinaba la elocuencia del hombrecillo, sobre todo porque se había desencadenado de repente, desde el momento en que el discurso empezó a derivar hacia las cuestiones políticas y religiosas.
– El Rey de Francia ha aprendido mucho durante su largo reinado -siguió diciendo el hombre de la Iglesia-. Sabe abstraer las contingencias que jalonan la Historia. Distingue claramente, su confesor está maravillado por ello, el sentido profundo de esta contienda y la justificación de su poder. La lucha universal entre las fuerzas de la fe verdadera y los que están sumergidos en las tinieblas le ocupa por completo y está firmemente decidido a capitanearla hasta el final. De estos innumerables combates, unos urgen más que otros. Con el imperio turco, ya le he dicho que todo es cuestión de tiempo. Estamos presentes, prestamos nuestra ayuda a los pocos cristianos que aquí mantienen encendida la llama de la devoción, de modo que cuando el edificio otomano se resquebraje, penetraremos por sus propias fisuras. Pero el momento aún no ha llegado. Por el contrario, cerca de aquí hay un país que nos llama, un gran país que la Historia y su sorprendente geografía montañosa han mantenido lejos de nosotros, un país que está en las sombras aunque me atrevería a decir que por muy poco tiempo pues sólo pide recibirnos. Es una tierra que la cristiandad ganó en su día, pero donde la fe, mal cultivada, ha crecido en una dirección equivocada…
– ¡Abisinia! -exclamó el señor De Maillet como hipnotizado. -Sí, Abisinia, esa tierra casi desconocida y casi convertida; esa tierra que ha engullido hasta la fecha a todos aquellos que han intentado internarse en ella, y que aun así nos llama.
El jesuita se echó hacia delante, mientras tendía la mano al señor De Maillet por encima de la mesa donde se dibujaban los relieves de la comida dispuesta en platos de estaño, para decirle:
– Es preciso que el Rey de Francia pueda añadir a su gloria la hazaña de llevar de nuevo esa tierra a la Iglesia. Su Majestad le encomienda a usted una embajada allí.
Jean-Baptiste Poncet y el maestro Juremi, asociados en el oficio de boticarios, compartían una casa que hacía las veces de laboratorio en el lugar más alejado de la colonia franca, en una callejuela apartada que resultaba idónea para hacer su trabajo con discreción.
– ¡Hola! -exclamó Jean-Baptiste, empujando la puerta de entrada de aquella residencia de solteros sumida en el más completo desorden-. ¿Estás ahí, viejo brujo?
Desde la parte alta de la casa llegó un gruñido. Lanzó sobre el respaldo de una silla el jubón que aún llevaba en la mano y subió a reunirse con su amigo.
En el piso de arriba había una terraza de cierta amplitud que daba a un patio cerrado. Las demás ventanas estaban con las persianas echadas y otras habían sido tapiadas. Poncet se encontró con el protestante de pie, acodado en la balaustrada, con la mirada perdida en el vacío y un florete en la mano.
– ¿Qué haces aquí con ese chisme?
– Acabo de matar al cónsul -dijo el maestro Juremi.
– ¿De veras?
Jean-Baptiste conocía demasiado a su compadre para dejarse impresionar.
– Ya lo creo. Lo he matado doce veces. ¿Quieres verlo? Mira.
El hombretón se puso en guardia e hizo como que se batía con un adversario que reculaba rápidamente. Cuando llegó a la pared, atacó con el arma y lanzó un gemido, como si le costara atravesar aquel cuerpo imaginario. La punta del florete se hundió en la pared, y al sacarla se desprendió una placa de yeso que dejó al descubierto las entrañas rojas de dos ladrillos.-¡Bravo! -dijo Jean-Baptiste, aplaudiendo-. Se lo merecía. ¿Te sientes mejor ahora?
– Bastante mejor.
– Bien, pues ahora que ya te has tranquilizado, cuéntame qué ha ocurrido.
Jean-Baptiste cogió una silla de hierro y se sentó. El maestro Juremi se quedó de pie y siguió deambulando por la habitación mientras golpeaba el florete contra su pierna una y otra vez.
– Estoy hasta la coronilla de ese dichoso cónsul. En cuanto lo veo me entran ganas de matarlo.
– Eso no es nada nuevo -replicó Jean-Baptiste sonriendo-. Además, ya te aconsejé que no aceptaras el trabajo.
– ¡Cómo no iba a aceptar! Me convocó…
– Si me convocara a mí, no iría -dijo Jean-Baptiste.
– ¡Muy listo! Debo recordarte que tú no eres protestante y que eso te concede ciertos privilegios aquí. Por ejemplo que el pacha te pida consulta y te honre como médico, mientras yo no soy más que un mediocre herborista… En fin, la cuestión es que De Maillet me llamó; yo fui, hice el trabajo y ahora todo ha terminado.
El maestro Juremi le contó a su socio que había aprovechado la ausencia del cónsul para quebrantar su prohibición y acabar de restaurar el cuadro.
– ¿Ha quedado bien? -preguntó Jean-Baptiste.
– Eso creo.
– Entonces, todo arreglado.
– Se nota que no lo conoces. Sus guardias van a venir a arrestarme en cualquier momento. Seguramente habrá estado demasiado ocupado hasta ahora y no se habrá dado cuenta de mis retoques.
– ¿Qué puede hacer? No es un crimen que alguien cumpla con su trabajo.
– ¡Por supuesto que no! Pero ese cónsul de pacotilla exige obediencia. Me acusará porque es la máxima autoridad, y en este caso juez y parte. Además, como es un ladrón, me obligará a pagar una multa y me descontará otro tanto de mi salario.
– Si es así, lo mejor es que pagues y que te olvides del asunto.
– ¡Jamás! Prefiero matarlo y huir.
En materia pecuniaria, el maestro Juremi tenía una idea tan elevada de la justicia como cualquier hugonote que se preciara de serlo. Nunca se hubiera apropiado de un cequí que no hubiera ganado honestamen-te, pero tampoco habría tolerado que no le pagaran todo lo que se le debía.
– Cálmate, Juremi. No puede obligarte a pagar una multa. Nuestro estatuto prevé que tenemos derecho a elegir entre una sanción económica o una pena de cárcel. Mortifica su codicia en lugar de agujerearle el pecho, eso también le hará daño. Declárate prisionero, quédate dos días en el calabozo y despídete para siempre de hacer tratos con él.
El maestro Juremi ya se había explayado a sus anchas con la idea de matar al cónsul, así que supo estimar la sabiduría y la malicia que encerraba el consejo de su amigo.
Se quedaron un momento en silencio. El viento abrasador que llegaba del desierto había dejado de soplar a media tarde, pero el polvillo que había arrastrado seguía formando una capa finísima sobre los hierros forjados y sobre las hojas de los naranjos plantados en macetas. Jean-Baptiste entró en la casa en busca de un cántaro de agua y dos vasos de estaño para refrescarse la garganta.
– Hace un rato hubo un conato de incendio en el puente de Kalish. Se ha producido tal tumulto -dijo- que incluso la mujer del cónsul ha quedado bloqueada en su carroza, en medio del gentío.
– ¡Vaya! -dijo el maestro Juremi sin mucho interés.
– De hecho -dijo Jean-Baptiste mientras vertía agua en su vaso-, tú que frecuentas el consulado…
El protestante se encogió de hombros.
– ¿Conoces a esa joven que acompañaba a la señora De Maillet?
– ¿Cómo es?
Jean-Baptiste no se atrevía a confesar que sólo se había fijado en las cintas que llevaba en el pelo.
– No la he visto bien…
– ¿No será rubia, con unos grandes ojos azules muy tristes?
– Me parece que sí -dijo entusiasmado el joven.
– Debe de ser la hija de esa sanguijuela.
– Parece mentira que la naturaleza le haya concedido semejante don -dijo pensativo Jean-Baptiste.
– Es muy extraño que la hayas visto. Por lo general no sale nunca. Hace dos años que vive aquí, y en todo ese tiempo casi nadie ha podido disfrutar de su presencia. Yo, sin ir más lejos, sólo la he visto una vez en un vestíbulo. Pero estoy pensando que hoy es Pascua de Pentecostés y seguramente habrán asistido a misa en el convento de las salesas. Sí, debe ser eso; salvo en los grandes acontecimientos, su padre la tiene confinada en casa como si fuera un tesoro.
– Tiene sus razones -dijo Jean-Baptiste-, porque sin duda es un tesoro.
– El cónsul es un monstruo -se limitó a decir el maestro Juremi.
Por el tono lúgubre de sus palabras se podía adivinar que volvía a dar rienda suelta a su rencor personal.
Jean-Baptiste estiró las piernas y las cruzó sobre la barandilla, mientras se estiraba en la silla. A aquella hora del atardecer, unos hilos de nubes rosáceas parecían estar tensados de una pared a otra sobre el rectángulo de cielo cárdeno que se elevaba por encima de las casas.
Ese encuentro fugaz y fascinante con una joven que no era de su condición le recordaba Venecia, Parma o Lisboa. Pero allí todo era posible…
Jean-Baptiste había comprendido hacía mucho tiempo que el vagabundeo, al desvincular al viajero del orden de las castas que reina en todas partes, le confiere la dignidad del ser libre y la capacidad de hablar a todos por igual. Ahora sabía que, viniera de dónde viniera, un vagabundo medianamente ingenioso siempre podía ganarse la amistad de un príncipe o convertirse en el amante de una princesa, o cuando menos imaginárselo. Poncet, que no carecía de ingenio ni de imaginación, había tenido ocasión de comprobarlo más de una vez en las ciudades donde se había sentido realmente libre.
Pero en cuanto volvía a ocupar su lugar dentro de la jerarquía de su nación, como en esta colonia franca de El Cairo, sólo era el hijo de una sirvienta y de un desconocido, por mucho que se empeñara en esconder sus orígenes. Su condición plebeya era nuevamente un obstáculo abrumador y, frente a las apariciones como la de aquella mañana, se sentía incapaz de soñar con la posibilidad de alcanzar la felicidad. Desde que vivía en Egipto, este tipo de encuentros habían sido tan escasos que ni siquiera los echaba de menos, pues sólo acostumbraban a ser un motivo de tristeza.
– ¿No te parece que esta ciudad empieza a ser un poco aburrida? -preguntó Jean-Baptiste.
– ¡Bah! Con mucho gusto me pondría en tu sitio -respondió el maestro Juremi, que tras mucho cavilar había llegado casi a la misma conclusión-. Pero si uno se marcha de aquí, ¿adonde va a ir?
Los dos sabían que en todos los puertos de Levante se toparían con el mismo impedimento, con una traba que no surgía del desarraigo sino,muy al contrario, de la presencia demasiado familiar y demasiado agobiante de los representantes del Estado. La solución ideal habría sido volver a Europa, pero en el continente no tenían ninguna posibilidad de ejercer su arte sin diploma y se exponían a una permanente persecución.
– Deberíamos embarcarnos hacia el Nuevo Mundo -dijo Jean-Baptiste.
La idea les pareció excelente y, para hablar de aquello con calma, se dirigieron alegremente hasta la ciudad vieja y cenaron en una taberna árabe donde servían un cordero lechal como en ninguna otra parte.
El jesuíta pidió permiso para retirarse a sus aposentos a descansar, y el señor De Maillet, se quedó solo, aturdido, con los codos apoyados en la mesa. Después de que el religioso mencionara la cuestión de la embajada ya no oyó nada más. El impacto había sido tan violento que el cónsul a duras penas había podido controlarse, así que en cuanto se quedó solo dio rienda suelta a sus impulsos y lanzó un grito ahogado. Un sirviente acudió enseguida a su lado y le ayudó a llegar hasta una gran poltrona donde por fin se desplomó.
La mujer y la hija del diplomático, que regresaban en aquel momento de su peregrinación al convento de las salesas, se precipitaron a todo correr junto al pobre desgraciado.
La señora De Maillet salía muy de vez en cuando de su casa, donde disfrutaba del privilegio de tener una sala para ella sola; la dama había acondicionado un rincón como oratorio, y en los otros había dejado algunas labores de costura y tapices a los que se dedicaba alternativamente. Por lo demás, profesaba tal culto a su marido que alimentaba aún más su pesimismo, sobre todo porque la pobre mujer tomaba por horrendos peligros las insignificantes preocupaciones habituales de la vida consular. La culpa era del señor De Maillet, que al comunicárselas las exageraba hasta el extremo de aterrorizarla, así que la dama tenía el presentimiento de que todo aquello acabaría fulminándolo cualquier día. Hacía mucho tiempo que se preparaba para enfrentarse a esa contingencia, sin haber pensado nunca qué haría en tal situación, de modo que ahora no se le ocurría nada mejor que gimotear. Su hija manifestó un poco más de serenidad y desató con sus finos dedos la gorguera de encaje que estrangulaba el cuello de su padre.
El señor Macé se sumó al grupo y al ver en qué estado se hallaba el cónsul propuso llamar a un médico. Las dos mujeres aprobaron la idea.-Sí, pero ¿a quién? -preguntó tímidamente la señorita De Maillet.
– ¿Plaquet…? -se apresuró a proponer en voz baja el señor Macé.
El cónsul se negó en redondo.
– ¡Ni pensarlo!
Un instante después ya estaba sentado y aseguraba que se había repuesto.
El solo hecho de pronunciar aquel nombre tuvo un efecto casi milagroso. El doctor Plaquet era un viejo cirujano de la Marina que había ido a parar a El Cairo por su amor a una actriz. Y cuando la dama murió, el cirujano decidió quedarse allí a pesar de todo. Desde la desaparición, cuatro años atrás, del último médico digno de llevar tal nombre en la colonia franca de El Cairo, Plaquet era el único médico oficial. Pero las nociones que tenía del arte de la medicina eran tan antiguas y las ponía en práctica con tanta brutalidad, que nadie osaba ponerse en sus manos. Ante la aterradora amenaza de verlo aparecer, la colonia francesa había optado por contener sus enfermedades, como se contiene la respiración, confiando en no asfixiarse. Con el tiempo, los mercaderes y la gente sencilla habían recurrido gradualmente a otros individuos: charlatanes judíos y turcos, y otros droguistas, de los que Jean-Baptiste Poncet era el de más renombre. No obstante, el cónsul había prohibido expresamente pedir consulta a tales sujetos, porque trabajaban al margen de la ley. El diplomático estaba obligado a dar ejemplo y confiaba en evitar a los médicos durante los años que aún estuviera en Egipto. Por otro lado, en caso de necesidad, si el asunto era realmente grave, mandaría que lo llevaran a Constantinopla.
¡Pero Plaquet, jamás!
Todos los presentes se alegraron de la rapidez con que el cónsul se había reestablecido. El ambiente se fue distendiendo y la señora De Maillet mandó servir café.
Al poco rato, los cuatro se encontraban sentados en los sillones, formando un corrillo, con una taza en la mano.
– No es nada -dijo el cónsul-. El almuerzo… un poco pesado seguramente. Habrá sido el vino… con este clima.
¿Qué otra cosa podía decir? No podía desvelar a aquellas cotillas el enorme secreto que acababan de confiarle. Tal vez a Macé. Sí, Macé sería su confidente. Aquel asunto le exigiría una buena dosis de acción en los próximos días. Necesitaba la ayuda de alguien. El jesuíta lo comprendería. Además, Macé era un hombre de confianza, muy sumiso, aunque al cónsul no le gustaban demasiado los modales que exhibía para hablar con su hija. Un minuto antes, por ejemplo, se había percatado de que ambos se habían girado a la vez, uno hacia el otro, con la taza de café en la mano. La pobre criatura no veía nada malo en ello, pero él habría jurado que su secretario la miraba con más insistencia de lo que debiera. «Me gustaría que pusieran fin inmediatamente a tales frivolidades», se dijo el señor De Maillet para sus adentros.
El señor Macé era el único hombre joven que se admitía, si no en la intimidad, sí al menos cerca de la señorita De Maillet. Aunque era muy feo para su gusto y dejaba a su paso un indiscreto olor a suciedad, a la joven, dado el aislamiento en que vivía, le gustaba conversar con aquel ser diferente que la escuchaba con tanta gentileza. En cuanto al señor Macé, había elegido su carrera de una vez por todas y no concebía complicarse la existencia cortejando a la hija del hombre de quien dependía. Sin embargo, en las escasas ocasiones en que coincidía con la señorita De Maillet, el secretario siempre se sentía como extasiado ante tanta belleza, gracia y juventud. La miraba con tanta intensidad, a pesar suyo, que la joven parecía encantada, sin poder evitarlo por su parte. No obstante, a los ojos de su padre aquello era equiparable más o menos a la premonición de un crimen.
– Haced el favor de dejarme a solas con el señor Macé -exclamó el cónsul con semblante severo.
Cuando las dos mujeres se hubieron retirado, el cónsul empezó a deambular por la sala, mientras Macé aguardaba en silencio, sentado en la silla que su superior le había ofrecido.
– Macé, podría hacerle algún que otro comentario a propósito de su conducta -dijo el señor De Maillet con sorna-, pero ahora no es el momento. Es preciso (se lo digo bien claro, es preciso, lo cual no significa forzosamente que se lo merezca), es preciso repito que le haga partícipe de un secreto político de mucho peso. Espero que sea digno de oír mis palabras, porque de lo contrario no habrá lugar en el mundo donde pueda escapar de la venganza de aquel a quien haya traicionado.
Y diciendo esto, apuntó con el índice hacia el retrato del soberano. El joven, que estaba sentado, hizo tal reverencia en señal de sumisión que a punto estuvo de tocarse las rodillas con la nariz.
– El Rey -empezó solemnemente el señor De Maillet-, por razones que no me corresponde confiarle, desea enviar una embajada a Etiopía.
– Su Excelencia redactó un despacho a ese respecto el año pasado -dijo el señor Macé.
– Justamente. Mi pariente, el ministro, me consultó en su día acerca del modo de penetrar en aquel país, tal vez porque en Versalles ya debían de estar considerando el asunto. ¿Se acuerda usted de mis conclusiones?
– Perfectamente. Hay dos vías: una marítima, por Djedda y la costa, y la otra terrestre, por el reino musulmán de Senaar y las montañas.
– Su memoria es excelente, Macé. Recordará también lo que añadía a propósito de ambas vías. Por mar, el acceso al país está controlado por un bárbaro musulmán aliado de los turcos cuya única función es cerciorarse de que ningún cristiano blanco, y católico en particular, se interne en su territorio. Nadie ha conseguido franquear tal obstáculo desde hace cincuenta años. Como ya debe saber, los últimos sacerdotes que lo intentaron fueron ahorcados y sus coronillas enviadas en un paquete al emperador de Etiopía, que había ordenado su muerte.
El señor Macé hizo una mueca de aversión y sacó un pañuelito de encaje con el que se tapó un momento la nariz.
– Por tierra -continuó el cónsul- hacemos la misma lamentable constatación. Los pocos viajeros europeos que se han internado en el país para conocer al Negus han sido retenidos como prisioneros en su corte hasta su muerte, aunque lo más frecuente es que la multitud los lapide en cuanto se descubre que son católicos.-Todo eso es obra de los jesuítas -dijo el señor Macé con tristeza.
– ¡Cállese! -replicó el cónsul palideciendo.
Se acercó a la puerta y la entreabrió para ver si alguien se había apostado detrás.
– Usted sabe sin embargo que el hombre que ha visto aquí es uno de ellos. Y sin duda es alguien próximo al confesor del Rey.
– Pero vamos a ver -dijo el señor Macé en voz baja-, ¿acaso no saben cómo acabó todo?
– Eso ocurrió hace cincuenta años.
– Sí, pero aunque así sea… -continuó en un murmullo el secretario-. Cuánta habilidad y cuánta torpeza. Decir que han convertido al Negus y que casi subyugado el país para luego ser perseguidos, desterrados y comprobar que todos los católicos tienen prohibido entrar en Abisinia… No me diga, Excelencia, que ese cura es tan insensato que quiere volver.
– No, Macé, cálmese. La cuestión es que no quiere ir personalmente. Su plan es aún más extraordinario de lo que imagina.
El labio inferior del cónsul temblaba ligeramente. Temía marearse otra vez, así que tuvo la cautela de apoyar una mano en la mesa de roble.
– A mí, ahora quieren mandarme a mí.
– ¡A usted, Excelencia! -exclamó el señor Macé, levantándose de un salto-. ¡Pero eso es completamente imposible!
Permanecieron un momento así, de pie, cara a cara, inmóviles y pálidos. En medio de tanto silencio se deslizó cierto desasosiego. Era imposible, desde luego, sin duda alguna. Ahora bien, la pregunta era: ¿por qué? La única y verdadera razón era inconfesable, porque nadie proclama que tiene miedo. Pero ¿cómo justificar entonces esa negativa tan evidente? El señor Macé comprendió que el cónsul iba a encomendarle su primera misión importante. Y entonces se percató de que se le presentaba de forma inesperada una oportunidad para ser digno de los favores que creía haber perdido a consecuencia de su imprudente conducta con la señorita De Maillet.
– Su salud… -dijo el secretario, gesticulando con la mano como si quisiera aprehender una idea en el aire o atrapar una mariposa.
– Sí, sí… -dijo rápidamente el cónsul-, mi salud no lo soportaría. El clima. Además hay que atravesar desiertos…
Luego se le ensombreció el semblante.
– No me creerán. En Versalles no saben distinguir entre El Cairo y las arenas de Sudán…-No llegarán a esos extremos -dijo el señor Macé, que seguía inmerso en sus cavilaciones.
– ¡Los turcos! -dijo el cónsul-. Los turcos nunca me darán la autorización. Aquí está prohibido el proselitismo cristiano, y los turcos tienen interés en que Abisinia continúe rodeada de musulmanes. Su mayor temor es que una alianza católica los encuentre desprevenidos.
– Sí -dijo el señor Macé-, en caso de enviarse esta embajada, tiene que ser secreta. Y su portador un desconocido.
– Por supuesto -dijo el señor De Maillet sin miedo a contradecirse-, así no será tan cara. Con los turcos todo se compra, pero habría que pagar una buena suma para que el pacha autorizara el desplazamiento de un cónsul, que para ellos tiene el rango de bey.
– En cada etapa, los presentes serían más onerosos.
Los dos hombres sufrían un nerviosismo febril. El señor De Maillet condujo a su adjunto hacia un rincón de la estancia donde había un escritorio de persiana que se obstinaba en permanecer medio abierto porque el calor había dilatado los listones. El señor Macé tomó papel y pluma y escribió al dictado una breve nota, donde el cónsul mencionaba todos los argumentos que le impedían personarse en Abisinia. Luego lo releyeron con un tono resuelto. El señor De Maillet llenó hasta el borde dos vasitos de jerez (nombre que se daba en la casa al vino de Burdeos cuando se había remostado) y brindaron.
– No obstante -dijo el cónsul mientras dejaba el vaso con el semblante apesadumbrado como si el líquido lo hubiera atravesado de amargura-, desobedecer al Rey…
– ¡Usted no desobedece, Excelencia! El soberano quiere una embajada, y usted únicamente le explica que no puede dirigirla.
– En tal caso, debemos encontrar a otro.
De pronto, al pensar que el cónsul podía designarlo a él, el señor Macé se puso a temblar. No tenía ningunas ganas de partir hacia la muerte, y menos aún con el brillante y apacible porvenir que tenía por delante.
– Tenemos que buscar a alguien que realmente tenga posibilidades de llevarla a término -se apresuró a decir-. Yo creo que el Rey no desea sólo que su embajada se ponga en camino sino que también quiere que regrese. Un diplomático sería demasiado llamativo; ni siquiera pasaría la frontera de Egipto.
– ¡Justamente! -corroboró el cónsul-. Eso es lo que le decimos al ministro en nuestro despacho.Todavía estaban reflexionando en silencio cuando la campana de la capilla dio las dos de la tarde. El calor que pesaba sobre la ciudad había traspasado ya la cortina de verdor que rodeaba las casas, y el cónsul experimentó una sensación de disgusto al contemplar las manchas de sudor que impregnaban la chaqueta de algodón del señor Macé a la altura de las axilas. «Realmente, podría cambiarse de ropa de vez en cuando», se dijo.
Luego volvió a darle vueltas al asunto, pero sin duda ese instante de distracción lo llevó por nuevos derroteros.
– ¡Lo que en realidad necesitamos es un hombre útil! -exclamó.
Se quedó tan sorprendido de su propia idea que guardó silencio.
El señor Macé también se sorprendió gratamente ante aquella evidencia tan afortunada.
– Sí -continuó el secretario-, Su Excelencia tiene razón. Deberíamos encontrar a un hombre que ofreciera al Negus lo que necesita.
– ¡Un comerciante!
Al señor Macé se le iluminó el rostro de repente.
– El señor cónsul recordará -dijo con gran entusiasmo- que el mes pasado nos comentaron la llegada a El Cairo de una caravana procedente de Etiopía. Sin embargo, nadie la ha visto todavía. Probablemente se haya dispersado más al sur. Su jefe es un comerciante musulmán que ha viajado a Abisinia en varias ocasiones.
– ¿Usted lo conoce?
– Lo vi una vez en El Cairo. Es un hombre de aspecto muy humilde, casi parece un mendigo. Pero se dice que en su último viaje ha traído cinco mil escudos en polvo de oro, algalia y ámbar gris para cambiarlos por mercancías que el Negus le había pedido.
El señor De Maillet iba y venía, absolutamente entusiasmado.
– ¿Estará aquí?
– Lo ignoro. A decir verdad es poco probable, aunque quién sabe… Lleva todos sus asuntos con extrema discreción. Ni siquiera estoy seguro de que acepte hablar con nosotros, y menos aún de que nos proporcione algún detalle sobre Abisinia.
– Cada cosa a su tiempo -dijo el cónsul con tono perentorio-. Usted encuéntrelo. Ya lo convenceremos después.
La decisión estaba tomada, así que sin pensárselo más empujó al señor Macé hacia la puerta.
– Emprenda inmediatamente la búsqueda de ese hombre.
El secretario se sintió un poco desarmado ante tanta premura.-Tome mi caballo, un guardia, dinero, lo que necesite, y si está aquí, tráigamelo. Pero dígame, ¿cómo se llama?
– Los árabes le llaman Hadji Ali.
– En fin, le deseo buena suerte para encontrar a Hadji Ali, querido amigo.
El señor Macé se precipitó en dirección al patio del consulado, lleno de orgullo por el apelativo aunque desesperado por la misión que debía cumplir. Diez minutos más tarde, ya estaba en la ciudad.
El jesuíta, completamente repuesto, escuchó con serenidad al señor De Maillet mientras éste le exponía con la mayor naturalidad del mundo y de forma supuestamente improvisada el breve escrito que había redactado con el señor Macé.
Tras meditar unos instantes, el padre Versau se avino a las razones del cónsul y decidió, para gran alivio de éste, que no debía ser él quien acudiera en embajada a Abisima.
– A decir verdad -concluyó el bondadoso jesuíta-, nadie pensaba realmente que fuera usted personalmente.
Esta observación disgustó al cónsul. ¿Acaso sospechaban que en realidad era un cobarde? Se disponía a protestar cuando pensó que el auténtico coraje se demostraba aceptando las afrentas sin pestañear. Así que se contuvo valerosamente.
– ¿Qué más nos propone? -preguntó tranquilamente el jesuíta.
– Teniendo en cuenta -comenzó a decir el señor De Maillet- la diferencia de poder entre nuestro Rey Muy Cristiano y ese monarca, que después de todo no deja de ser un indígena coronado, sería conveniente para Su Majestad Luis XIV fingir que no solicita nada. Uno nunca está seguro con esa gente. Piense en la ofensa que supondría para Su Majestad si su embajada fuera apresada, como ocurrió el siglo pasado con la de los portugueses. Pedro de Covilham, el hombre que la encabezaba, estuvo retenido en aquellas tierras más de cuarenta años, y lo cierto es que murió allí. De manera que si bien la categoría de la persona que nos envíen es de la mayor importancia, la de nuestro mensajero no lo es tanto.
– Su razonamiento es muy acertado -dijo el jesuita-. Habíamos pensado que si nosotros enviábamos una auténtica embajada, alentaríamos al soberano abisinio a mandar otra desde su país. Pero si usted dispone de otros medios para llegar al mismo fin…Conversaban en un balcón minúsculo que realzaba la amplia estancia destinada al padre Versau en el primer piso. Desde allí se divisaba la calle principal, que era también el centro neurálgico de la colonia franca. Así pues, todos cuantos pasaban frente al consulado se descubrían respetuosamente al ver al señor De Maillet.
– Me parece -dijo con atrevimiento el cónsul- que la mejor manera de conseguir nuestro objetivo es sacar el mayor partido posible de las relaciones que Etiopía mantiene con nuestro país.
– ¿Cuál es la naturaleza de tales relaciones?
– Son de dos tipos. De vez en cuando el Emperador envía un mensajero al patriarca copto de Alejandría para pedirle que nombre a un abuna. Manda la tradición que el jefe de la Iglesia etíope, conocido como el abuna, sea un copto egipcio enviado a tal efecto. Pero no podemos depositar nuestras esperanzas en esta eventualidad, pues es demasiado imprevisible, además de poco probable.
– ¿Y la otra posibilidad?
– La otra posibilidad son los mercaderes. Algunos años llega aquí una caravana procedente de Abisinia para intercambiar sus productos en El Cairo y a lo largo de su trayecto.
– Creía que el Negus estaba en guerra con los musulmanes…
– Padre, también nosotros lo estamos con los turcos y sin embargo nos hallamos en este balcón, charlando tranquilamente. A veces no estaría de más que los individuos aprendieran de la prudencia de que hacen gala los estados para tratar los asuntos con sus vecinos. Hay lazos que no se rompen jamás.
El señor De Maillet dijo estas últimas frases con un ademán de cortesía para disimular la inmensa satisfacción que a veces le inspiraba su propia persona.
– Excelencia -dijo el jesuíta con una leve sonrisa para confirmarle que confiaba plenamente en él-, me encomiendo a vuestro consejo para encontrar una solución que sirva a la causa del Rey.
El cónsul inclinó la cabeza, henchido de una soberbia humildad.
El señor Macé regresó hacia las cinco e irrumpió en la residencia del cónsul tal cual estaba, empapado, con los cabellos aplastados por el sudor, con grumos de colorete en las mejillas, y sin molestarse apenas en esbozar una excusa.
– Ya lo decía yo -dijo fuera de sí.-¿El mercader?
– Hadji Ali en persona.
Poco a poco iba recuperando la respiración, con una mano en el pecho.
– He hecho indagaciones por toda la ciudad. Todos creían que se había ido, pero la suerte estaba de mi parte. Uno de mis confidentes lo vio ayer.
– ¿Dónde está? -preguntó el cónsul circunspecto.
– Espera en el rellano. Excelencia, permítame explicarle…
Conforme iba recuperando el aliento, volvía a obrar con la formalidad que exigen las conveniencias sociales, lo cual era mejor para todos. El señor De Maillet no aceptaba de buen grado la familiaridad, cualesquiera que fueran las razones.
– Es un tramoyista -continuó el señor Macé-. Un bribón. No quería saber nada de Abisinia. He tenido que prometerle…
– Qué, diga…
– Cien escudos.
El cónsul hizo un aspaviento.
– ¡Cómo ha podido!…
– Por esa suma, hablará.
– ¿Y qué es eso tan importante que vale cien escudos?
– Excelencia, le pido por Dios que honre mi compromiso. Si no soy hombre muerto.
– Está bien, pagaré. Pero ¿qué ha dicho?
– Todavía nada.
– ¡Se burla de mí! -exclamó el señor De Maillet, que parecía dispuesto a dejarle plantado.
– Excelencia, permítame. Hablará. Va a decirle lo que necesita el Negus.
El señor De Maillet titubeó un momento antes de tomar una decisión.
– Y bien -dijo al fin con brusquedad-, ¿a qué espera para hacerlo pasar?
Hadji Ali era uno de esos hombres de los que resulta imposible precisar su origen. Era extremadamente delgado, a juzgar por las manos huesudas y las mejillas hundidas. Tenía rasgos finos, nariz aguileña, párpados abultados y una tez cobriza que le otorgaba el privilegio de parecer yemenita en Yemen, árabe en Egipto, abisinio en Etiopía e indio en la India. Incluso se le podía confundir con un europeo curtido por el trópico. No obstante, en esta ocasión vestía la túnica azul de los árabes, calzaba babuchas verdes y lucía un aro en la oreja derecha. Tomó la mano del cónsul entre las suyas, hizo primero una suerte de triple reverencia, luego se llevó la mano derecha al corazón y, para acabar, se besó los dedos.
Con el tiempo, el señor De Maillet se había acostumbrado a condescender con estos formalismos recargados, pese a considerarlos lamentables zalamerías. Una vez concluido aquel interminable saludo, indicó a su invitado una banqueta baja en la que éste se sentó, cruzando las piernas.
La conversación se inició lentamente, y el señor Macé empezó a traducir. Hadji Ali elogió la decoración del consulado, la apostura del Rey a la vista del retrato, el sabor refrescante del jarabe de flores de hibiscus que le habían servido, y para terminar comentó con melancolía que el sedentario, por muchas riquezas que tenga, nunca sabrá lo que es gozar de la compañía conmovedora de las estrellas, en las alturas, mientras duerme. El señor De Maillet se avino cortésmente a esta opinión, y eso fue todo.
El señor Macé hizo una señal al cónsul. Éste fue hacia el escritorio en busca de una bolsa de cuero con la suma que le había prometido y se la entregó al caravanero, quien la hizo desaparecer casi como por arte de magia. Acto seguido, Hadji Ali empezó a hablar del Negus. Le dijo que el Emperador se llamaba Yesu, que era el primero con ese nombre, y que tenía unos cuarenta años. Añadió que se trataba de un gran guerrero, y que si bien en la actualidad su reino vivía en paz, había librado numerosos combates.
– Los etíopes no necesitan nada -dijo Hadji Ali, adelantándose a una pregunta que el señor Macé había pensado hacer-. Aquel país abastece a sus habitantes de todo cuanto necesitan.
– No obstante, según he podido saber -dijo el cónsul con delicadeza-, el Emperador le ha encargado ciertas cosas de Egipto…
Hadji Ah fue parco en su respuesta.
– «Nada de cosas» -tradujo literalmente el señor Macé, que consideró oportuno intervenir.
– ¿Cómo que «nada de cosas»? Entonces, ¿qué? -replicó el cónsul.
– Yo no sé nada, Excelencia. Tal vez animales.
– Pregúnteselo.
El señor Macé tradujo la pregunta, y el mercader se echó a reír a mandíbula batiente. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes rotos y negros empastados de oro, lo cual resultaba bastante repugnante. El cónsul estaba impaciente. Poco a poco, Hadji Ali fue serenándose y se secó los ojos.
– ¿Puede explicarnos a que se debe tanto regocijo?
– Al parecer se debe a su pregunta -contestó el señor Macé.
– Yo estoy diciendo «No quiere cosas», y a usted se le ocurre decir «Animales». ¡Es muy divertido! -dijo entre hipidos Hadji Ali, sin dejar de reírse.
– Querido amigo -dijo el señor De Maillet irritado-, a mí también me parece divertido. Ahora bien, si no son cosas ni tampoco son animales, me gustaría saber, ya que usted se ha comprometido a decírnoslo, qué le ha pedido.
Hadji Ali volvió a adoptar un semblante seno.
– Busco a un hombre.
El señor De Maillet y el señor Macé cruzaron una mirada fugaz.
– Un hombre. Bueno, ¿y se puede saber a quién?
– Es un secreto de estado que no puedo revelar a nadie -dijo el mercader con un tono que no admitía réplica.
Se produjo un largo silencio en la estancia. Luego, el señor Macé hizo señas al cónsul para que volviera al escritorio y sacara otra bolsa. El señor De Maillet se resistía con toda suerte de ademanes aunque sin decir palabra, en tanto que Hadji Ali, con los ojos entornados, fingía no darse cuenta de nada. Al final, de puro cansancio y presintiendo que su objetivo estaba cerca, el cónsul terminó por acceder, y una segunda bolsa desapareció bajo la túnica del mercader.
– El año pasado -empezó a decir Hadji Ali cuando tuvo la bolsa a buen recaudo- estuve enfermo.
El cónsul se horrorizó ante semejante comienzo.
– La cosa es…, la cosa es…
El señor Macé consideró más prudente no traducir estas palabras y esperar hasta que el camellero arrancara de una vez.
– La cuestión es que estuve enfermo -continuó- y he venido a El Cairo a tratarme pues los médicos árabes no encontraban remedio alguno para mi mal. Y además me merecen poca confianza. Siempre he creído que los médicos francos son más hábiles, así que me acerqué hasta la colonia, donde alguien me dio el nombre de un religioso, y fui a verle. Iba vestido como nosotros pero su hábito era marrón, con un cordel anudado a la cintura.
– Un capuchino -dijo el señor De Maillet con impaciencia.-Probablemente. Hay bastantes por aquí. Era un anciano casi ciego. Cuando le pregunté si sus poderes también hacían efecto sobre los creyentes en Mahoma me dijo que sí. Y lo cierto es que me sanó.
– Bien, me alegra saber todo eso -dijo el cónsul al intérprete-. No obstante, tendría que comprender que su salud nos interesa muy poco. Pregúntele en qué nos afectan esos asuntos a nosotros.
– Regresé a Abisinia en la caravana de septiembre -continuó el mercader-. El Emperador me hizo llamar en cuanto llegué y, para mi grata sorpresa, quiso que habláramos a solas. Fue entonces cuando me desveló su enfermedad, que es muy parecida a la que ese franco me había curado a mí.
– ¡De modo que ha venido a buscar un médico! -dijo el señor De Maillet con el rostro encendido por la emoción.
Hadji Ah se inclinó respetuosamente en señal de asentimiento.
– ¿Podríamos saber si… lo ha encontrado? -preguntó el cónsul.
– Por desgracia -dijo Hadji Ali con el semblante tremendamente abatido- el viejo franco que me curó el año pasado ha muerto durante la estación seca. Tenía una edad muy avanzada, y probablemente el corazón…
– ¿Qué piensa hacer? -preguntó el cónsul.
– Esperar. Alá lo puede todo, si uno tiene confianza.
– Es una hermosa lección de piedad -dijo el señor De Maillet con cierta impaciencia-, pero ¿cómo se presenta el asunto… en la tierra?
– Otros religiosos francos de la misma orden que mi difunto curandero han prometido proporcionarme a alguien muy pronto. Para uno de estos días esperan la llegada de uno de los suyos, que tiene fama en cuestiones de medicina. Viene de Jerusalén, y a estas horas ya debe estar aproximándose a Alejandría. Es cuestión de unas diez lunas, como mucho.
– En buena hora -dijo el señor De Maillet.
– Yo también me alegro de que llegue ese hombre -añadió el comerciante-, porque he agotado los remedios que me recetó el anterior y debo procurarme otros nuevos.
– ¿Se puede saber qué enfermedad es ésa? -preguntó el cónsul al señor Macé con cautela. Éste se extendió en la traducción, que aderezó con numerosos circunloquios.
– Mi enfermedad no es un secreto, pero dado que es también la del Negus, me resulta imposible revelarla sin cometer un acto de traición. Sepa que no es mortal pero que causa muchos sinsabores y agria el carácter, una circunstancia siempre molesta para un soberano.A partir de ese momento la conversación tomó un sesgo cortés e insustancial, y hacia las seis el señor Macé despidió al mercader, tras acordar una nueva cita para el día siguiente.
El señor De Maillet había satisfecho con creces sus expectativas y gratificó a su secretario con un sinfín de felicitaciones, que éste recibió con una exagerada reverencia. De pronto, y en una sola jornada, habían conseguido rectificar el proyecto de la embajada sin desnaturalizarlo y sin arriesgar la vida del señor De Maillet. Por si eso fuera poco, habían descubierto el punto débil del Negus y el medio de introducir un mensajero en su corte. Y como colofón, ese mensajero iba a ser un religioso, una circunstancia que seguramente colmaría los deseos de Luis XIV. Tanto el uno como el otro se consideraron tremendamente hábiles y decidieron anunciar tan excelentes nuevas al jesuíta para consagrar definitivamente su triunfo.
– A propósito -dijo el señor De Maillet-, ¿de qué enfermedad cree usted que se trata?
– En mi opinión, Hadji Ali sufre una afección en la piel. Probablemente haya notado que no cesaba de rascarse en el costado derecho. Hace un rato, cuando adelantó el brazo para coger la taza de té, me pareció ver a lo largo del codo una especie de erupción pustulosa, como los líquenes que se ven sobre la corteza de los árboles en nuestros bosques.
– ¡Bah! -dijo el cónsul-. Da igual que sea la piel o cualquier otra parte del cuerpo.
Éstas fueron sus últimas palabras antes de subir a la habitación del padre Versau: El jesuita acogió cortésmente su relato mientras permanecía sentado, con los dedos entrelazados sobre el abdomen. Pero cuando el señor De Maillet llegó al asunto del médico franco, el hombrecillo vestido de negro se enfureció tanto que se quedaron asustados y atónitos, pues nunca habrían imaginado que alguien aparentemente tan enclenque pudiera expresarse con tanta virulencia. Todavía estaban intentando comprender qué error habían podido cometer para que desencadenara semejante furor en el jesuita cuando el señor De Maillet cayó en la cuenta de que todo había empezado al pronunciar la palabra «capuchino».
Los capuchinos, que se distinguen por un hábito peculiar con una larga capucha puntiaguda, son monjes de una orden reformada de San Francisco. En los diez últimos años, en Egipto, los capuchinos habían mermado en número y habían perdido influencia a consecuencia de un grave desacuerdo respecto a la custodia de Tierra Santa, de la que dependían. El señor De Maillet sabía cómo estaban las cosas, y también sabía que los capuchinos habían tenido que recurrir a una treta para evitar su total desaparición en el país. Éste fue el motivo que los llevó a ir hasta Roma para pedir la intercesión del Papa, a quien persuadieron de que los millares de católicos que los jesuítas habían convertido cincuenta años atrás en Abisinia, habían salido con vida de las persecuciones que ordenó el Negus en el momento de expulsar a la Compañía. Los capuchinos sostenían que aquellas víctimas desdichadas de los fervientes discípulos de San Ignacio y, de la crueldad de los herejes de Etiopía tenía muchas dificultades para sobrevivir, dispersos como estaban en una región inhóspita situada en alguna parte al sur de Egipto, entre el país de Senaar y la frontera de Abisinia. Mediante esta estratagema, los capuchinos se proclamaron protectores de estos católicos perdidos que nadie había visto nunca pero cuya existencia se empeñaban en asegurar, y le pidieron al Papa que les confiara oficialmente la misión de velar por ellos. Inocencio XII, que trataba con benevolencia a esta orden de religiosos humildes y generalmente poco instruidos, no pasaba por alto el hecho de que muchos fueran italianos. Así pues les concedió el favor que pedían. Hacía dos años que los capuchinos, confortados por el apoyo pontificio, habían regresado a Egipto con la idea de emigrar al sur para abrir un hospicio en el Alto Egipto, y aunque un día estuvieron muy cerca de desaparecer del país, ahora su presencia tenía más fuerza que nunca.
El señor De Maillet también se hallaba al corriente de este asunto, pero no contaba con que los capuchinos pretendían llegar mucho más lejos. Su objetivo real no era únicamente socorrer a los católicos abisinios en el exilio sino convertir a Abisinia. El Papa alentaba esta pretensión, y por eso había creado un fondo permanente destinado a amparar a los misioneros capuchinos enviados a Abisinia. Este ambicioso anhelo los llevaba a desafiar directamente a los jesuítas, que nunca habían aceptado su fracaso y consideraban legítimo regresar un día a ese país.
Había tan pocos jesuítas en Egipto, eran tan pacíficos y al parecer vivían en tan buena armonía con todos que el cónsul ignoraba la rivalidad cerril que, en niveles jerárquicos superiores, les enfrentaba con las demás órdenes. El hecho de que el padre Versau perdiera los estribos al oír la palabra «capuchino» bastó para recordar al señor De Maillet su craso error.
– Es imposible que un mensaje del Rey de Francia sea transmitido por los italianos -explicó el jesuita con vehemencia-. Además, esta misión incumbe única y exclusivamente a nuestra orden. El Rey ha dado instrucciones formales sobre ello. Y dado que me veo en la obligación de confiarles ciertos acontecimientos que hubiera preferido callar para no comprometer mi modestia, les diré que antes de presentarme ante usted, a mi paso por Roma, me entrevisté con Su Santidad el Papa en persona.
A los ojos del señor De Maillet, el prestigio del jesuita creció sensiblemente, cosa que en un principio parecía imposible. Por si no fuera bastante con haber recibido órdenes de boca del confesor del Rey, el hombre que el cónsul tenía delante había estado con el Sumo Pontífice y le había hablado. En aquel instante, su admiración creció en proporción a la vergüenza que sentía por haber cometido aquel error y se dispuso a escuchar el resto de su discurso con obediencia y sumisión absolutas.
– El Papa, a quien he expuesto las intenciones del Rey de Francia, comulga completamente con estos deseos y bendice cualquier cometido que emprenda la Compañía para erradicar de Abisinia la herejía en que por desgracia se halla inmersa.
La noche cae deprisa en el trópico y muy pronto la estancia quedó sumida en una penumbra azulada, donde las palabras del jesuita resonaban aún con mavor solemnidad.-Para que la culminación de una empresa tan gloriosa como la reconquista espiritual de ese inmenso pueblo se convierta en una obra de fe verdadera -prosiguió con devoción-, ésta debe de provenir de un poder universal e incuestionable que esté muy por encima de toda ambición terrestre. Sólo el Rey de Francia, el soberano católico más excelso, posee tal poder y puede llevar adelante, desinteresadamente, un proyecto de semejante envergadura. Todo emana de este gran designio: el Papa reconoce como sagrada esta misión, y nuestra orden la ejecuta humildemente.
Hizo una pausa y luego añadió con ligera irritación:
– En cambio, una empresa conducida desde abajo, por curas casi siempre ignorantes y procedentes de una nación sin influencia, correría el riesgo de estar patrocinada por intereses excesivamente humanos…
El clérigo terminó la frase con un suspiro, y el señor De Maillet agobiado, se quedó en silencio.
– El asunto que se trae entre manos está muy bien pensado -continuó el jesuíta con voz firme aunque amable-. La idea de que un médico sea el portador de nuestra embajada y que éste haga el camino con el mercader es excelente. Lo único que hace falta es que el galeno sea francés y que vaya acompañado por un religioso de nuestra orden.
Los sirvientes entraron con candelabros, rompiendo la magia de la conversación, y ya no se habló más.
La cena transcurrió en un ambiente distendido. El jesuíta contó mil anécdotas de sus viajes, y las damas se interesaron por Versalles y Roma. Estuvo brillante, sobre todo cuando se dirigía a la señorita De Maillet. Ante tan solícita actitud, su padre no pudo por menos que reconocer la natural propensión de los curas de esa ilustre compañía a guiar las almas jóvenes.
El padre Versau manifestó su deseo de hablar con los dos jesuitas que tenían que llegar a El Cairo al día siguiente, y el señor Macé se comprometió a avisarlos personalmente. Todos se retiraron muy pronto, pero el cónsul aún se quedó un rato en su gabinete, meditando sobre una aterradora evidencia a la que le costaba dar crédito: los jesuitas no sólo eran tan temerarios como para enviar una embajada a Abisinia sino que además pretendían acudir en persona a un país donde los aborrecían. No obstante, la mayor preocupación del señor De Maillet en aquellos momentos era eecontrar como fuera un médico franco en una colonia que no tenía ninguno.A las siete de la mañana, el aire fresco de la noche desaparecía a retazos en un baño de luz tibia. Los pájaros que anidaban en los inmensos árboles del barrio franco piaban desde las zonas en sombra. El polvo aún estaba adherido al suelo, pero al paso de los primeros viandantes se quedaba flotando en el aire y ya no volvía a caer.
El maestro Juremi caminaba por el paseo de arena, pasando de la protección de los plátanos a la luz blanquecina de las zonas soleadas. Estaba tan contento como un delfín que atraviesa a saltos el aire caliente y el agua fresca. Llevaba un diminuto hatillo de tela al hombro e iba silbando. Tal como había imaginado, los esbirros del consulado habían pasado la noche anterior por su domicilio para entregarle una citación.
El maestro Juremi había acabado por rendirse a los sabios consejos de Jean-Baptiste. Había preparado una bolsa con unos cuantos enseres de aseo, una camisa limpia, una Biblia pequeña, y ahora se dirigía hacia el calabozo tan alegre como quien se pone en camino para pasar una tarde de pesca.
Un criado le recibió muy cortésmente a la puerta del consulado y lo condujo hasta el primer piso. Atravesaron una portezuela situada en el vestíbulo superior, y luego entraron en una pequeña estancia en la que había un agradable ambiente de frescor, procedente sin duda de la gran morera que se hallaba frente a la ventana abierta. En medio de la sala había una gran mesa dispuesta para el desayuno. La luz rebotaba sobre el mantel blanco bordado con el escudo de armas de los Maillet, acariciaba los vasos de cristal e iluminaba una jarra con zumo de naranja, dos tazas de porcelana y pan fresco. El lacayo acercó una silla al maestro Juremi y lo invitó a sentarse, pero el droguista se negó, pensando que todo aquello debía de ser un malentendido que no tardaría mucho en esclarecerse. Al maestro Juremi le entraron ganas de decirle al lacayo que se trataba de un error, que sólo había venido para ir al calabozo. Pero el criado desapareció y lo dejó allí plantado, con su hatillo, sopesando los sinsabores que esta equivocación iba a costarle dentro de poco.
Al cabo de unos minutos entró el cónsul con un aspecto espantoso. Tenía los ojos enrojecidos y era evidente que había abusado de afeites. El maestro Juremi se asombró ante su inopinada amabilidad.
– ¡Maestro Juremi! ¡Cuánto me alegro de verle! Pero ¿cómo es que no le han ofrecido sentarse? Tome asiento, por favor.
Tras un nuevo estremecimiento de desconfianza, dejó caer su enorme cuerpo en aquella silla enana. El cónsul mandó servir té y le agasajó con mil atenciones, ofreciéndole leche y azúcar, e incluso vertió el zumo de naranja en los dos vasos. El maestro Juremi empezaba a arrepentirse de haber descartado la idea del florete, porque de un golpe bien dado habría terminado con tanta comedia.
– Ha hecho usted un buen trabajo… -dijo el señor De Maillet, que no pudo evitar añadir, arqueando una ceja-: en mi ausencia.
El maestro Juremi no supo qué responder. Para conservar el aplomo, se metió en la boca un cuerno de un cruasán, y con esta mordaza esperó la continuación. Si en circunstancias normales era un hombre poco elocuente, no cabía esperar que en tales circunstancias se mostrara muy locuaz.
– Su trabajo tiene sin duda mucho mérito -prosiguió el cónsul-. Mezcla plantas para conseguir pastas, barnices, esmaltes, ¿no es eso?
El maestro Juremi movió la cabeza de un lado a otro, se encogió de hombros y siguió masticando.
El cónsul se llevaba algo entre manos, de eso no cabía duda. Pero ¿qué? El diplomático se bebió una gran taza de café de un trago, y el droguista barruntó que el asunto no iba a hacerse esperar mucho.
– Esas mezclas pueden servir para todo, ¿no es así? He oído decir que incluso hace remedios…
«Ya estamos», se dijo el maestro Juremi.
Y empezó a respirar más deprisa, como un antílope que advierte la presencia del peligro detrás de los matorrales.
– No tiene nada que temer -dijo el cónsul mientras sacaba un pañuelito, que amarilleaba debido a los incalculables lavados, para limpiarse la boca-. En el pasado, mis antecesores se mostraron muy estrictos con algunos colegas suyos, que ejercían la farmacia o la medicina sin los diplomas pertinentes. Incluso yo manifesté en su día cierta prudencia al respecto, aunque sin duda comprensible. Hay tantos charlatanes por estas tierras… ¿Qué piensa usted?
El maestro Juremi alzó las cejas un par de veces, y el señor De Maillet interpretó este gesto como una señal de aprobación.
– Pero a partir de ahora -prosiguió el cónsul- tengo una opinión formada y bien formada. Lo he visto trabajar, sobre un cuadro, claro está, pero algo es algo. Y las referencias sobre usted son excelentes. Si me dice que prepara remedios, créame, esté seguro de que le brindaré todo mi apoyo. Soy un hombre de palabra, ¿sabe usted?
– Sí, Excelencia -consiguió articular el maestro Juremi.
– Bien, pues en tal caso hábleme sin rodeos. ¿Entiende usted…, cómo se dice…, de farmacopea?
– Me parece que sí -contestó el droguista.
– ¡Cómo que le parece! ¡Pero qué modestia la suya! He oído decir que usted hace mucho más de lo que aparenta, que toda la colonia va a verle, y que incluso el pacha en persona le pide consulta.
El maestro Juremi bajó los ojos.
– ¡No lo lamente! -insistió el señor De Maillet-. Está bien. Está muy bien. Nunca hubiera imaginado que tuviera tales aptitudes. Es usted muy modesto, maestro Juremi. Mi esposa me confesó, la noche que estuve ligeramente indispuesto, que ella, ella misma, mi propia mujer, le mandó llamar hace seis meses sin que yo lo supiera, y que usted la había curado.
Al ver el pavor reflejado en la cara de su huésped, el cónsul adoptó un tono aún más amable.
– Se lo digo de verdad, no tiene nada que temer. No sé cómo ganarme su confianza. Le felicito sinceramente. Es más, le animo a que prosiga con su trabajo.
El señor De Maillet se levantó, dio un paso hacia la ventana, se volvió y dijo al droguista, mirándole a los ojos:
– ¿Sabría usted, por ejemplo, curar enfermedades de la piel? Me refiero a esa suerte de lepra que padecen a menudo los negros de por aquí.
– Bueno, Excelencia -consiguió farfullar el maestro Juremi-, somos dos.
– ¿Qué quiere decir?
– Que tengo un socio.
– Me parece muy bien, aunque eso ya lo sabía. No obstante, responda a mi pregunta.
– Lo que trato de decirle es que él se ocupa fundamentalmente de la medicina. Mi socio prescribe y yo preparo. En el caso de la señora, su esposa, por ejemplo, le comenté los síntomas a él para saber qué debía poner, luego mezclé el ungüento y se lo entregué. Ese es únicamente mi papel.
El cónsul volvió a la mesa y se sentó.
– Ya veo -dijo-. Así pues, sería más conveniente que me dirigiera a su socio.
– Eso es lo que intentaba decirle Excelencia.
A partir de ese mismo instante, el señor De Maillet se mostró mucho menos caluroso.
– Y ¿cómo se llama?-Poncet, Excelencia. Jean-Baptiste Poncet.
– ¿ Y dónde se le puede encontrar?
– Compartimos la misma casa. Duerme en el primer piso y yo en la planta baja.
– ¿Y su laboratorio?
– Oh, Excelencia, creo que en nuestra casa no se puede distinguir realmente entre el espacio que sirve para vivir y el que sirve para nuestro trabajo. Me resultaría bastante difícil describírselo.
El cónsul se quedó pensativo.
– ¿Cree usted -dijo por fin- que su amigo estaría dispuesto a hacer un largo viaje?
– Tendría que preguntárselo, Excelencia. Es un muchacho, cómo diría yo, muy peculiar. Si no estuviera asociado con él, aseguraría que es… genial.
– ¡Genial! ¡Ahí es nada!
«Realmente estos aventureros son increíbles», pensó el señor De Maillet.
– ¿Me lo podría presentar?
– Claro, como usted mande. Somos subditos del Rey, y usted es su representante.
Incluso viniendo de un hombre sin abolengo, una profesión de fe como aquélla satisfacía siempre al señor De Maillet, que no sabía negar su gratitud a quien fuera capaz de manifestarle una lealtad tan sincera. «Ése es el secreto -pensó-. La armonía del régimen monárquico propiamente dicho radica en una autoridad justa que gobierne sobre subditos agradecidos.»
El maestro Juremi sonrió para sus adentros. Era muy consciente de que no conocía término medio entre la rebeldía impulsiva y violenta y la obsequiosidad sumisa. Ésta era su máscara de protestante. Sin duda, el señor De Maillet se habría sorprendido sobremanera si le hubiera dicho que tenía ante él a uno de los emigrantes enardecidos de los que Guillermo de Orange se había valido para cavar casi con las manos desnudas la línea de defensa de los Stuart en la costa de Irlanda. La herida de su abdomen era una prueba contundente de aquello, y el maestro Juremi tenía que hacer auténticos esfuerzos para no subirse la camisa y plantarle al cónsul ante las narices sus cicatrices de sable.
– En ese caso -prosiguió el señor De Maillet-, dígale a su socio que le espero aquí a las once.
– Como desee, Excelencia. Sin embargo…El maestro Juremi tenía ciertos escrúpulos, ya que el cónsul no parecía malintencionado. De entrada, no creía arriesgado confesarle la profesión de su socio. Pero teniendo en cuenta las palabras que había pronunciado la noche anterior, se podía esperar cualquier cosa de un hombre con su carácter: «Si me convocara a mí, no iría.»
– Sin embargo, que… -se impacientó el señor De Maillet.
– Sin embargo, como conozco bien a mi amigo Poncet, permítame hacerle otra propuesta.
– Usted dirá…
– Estoy seguro de que si su Excelencia se tomara la molestia de acudir hasta su casa, es decir, a nuestra casa, mi socio le estaría infinitamente agradecido y no podría negarle nada.
– ¡Acudir a su casa…! ¿Acaso ese señor concede audiencias?
El protestante guardó un prudente silencio.
Era extraño, absurdo, incluso indignante, pensaba el cónsul. Pero, en fin, ya que había prisa, ya que en cierto modo aquel truhán estaba en una posición de fuerza y por unas circunstancias muy concretas, era preferible dejar el desprecio para más adelante.
– ¿Estará él allí dentro de una hora? -preguntó el señor De Maillet, apretando los puños.
La carroza esperaba en el patio del consulado pavimentado con rodajas de madera. Aquel carruaje espectacular se había construido en Montereau, y había llegado a su punto de destino desde Francia en dos navios (las ruedas en uno, y la caja y el timón en el otro). Una vez agotada la hora que se había dado para deliberar, el señor De Maillet decidió ir a casa del médico con la carroza, quizá porque se había dado cuenta de que los turcos lo respetaban más desde que había empezado a utilizarla para sus desplazamientos oficiales por la ciudad. El médico vivía muy cerca y habría sido fácil, e incluso normal, acudir a pie. La visita habría resultado más discreta, aunque también era posible que hubiese despertado más sospechas. Pero no, la mejor manera de no llamar demasiado la atención era ir en la carroza, parar delante del hotel de un prestigioso mercader, a quien el cónsul había honrado con su visita algunas veces, y dar un rodeo por el otro lado de la calle, es decir, por la casa de los boticarios, haciendo ver que se detenía por mera curiosidad. El señor De Maillet pidió su opinión al señor Macé, que estuvo de acuerdo, y los dos se pusieron en marcha hacia las diez de la mañana.
Para que todo pareciera aún más espontáneo, el cónsul ordenó al cochero que saliera de la colonia y diera un paseo por la ciudad antes de detenerse «delante el hotel del señor B».
– Y bien, Macé -dijo el cónsul ligeramente irritado-, ¿qué ha descubierto usted en nuestros ficheros sobre el gran personaje que vamos a visitar?
– Poca cosa, Excelencia. Este tipo no habla mucho de sí mismo. A decir verdad, ni siquiera sabemos si Poncet es su verdadero nombre.Llegó aquí hace tres años. Sabemos que primero residió seis meses en Alejandría, donde llegó huyendo de Venecia, y que ha alardeado en varias ocasiones de haber ejercido su arte en Marsella, en Beaucaire y en Italia. También tenemos buenas razones para creer que sus papeles son falsos. Su partida de nacimiento está sellada en Grenoble, precisamente en la ciudad en que el año pasado detuvieron a aquel fraile renegado que tan buena maña se daba como falsificador. No obstante, Vuestra Excelencia, al corriente en su momento de estos hechos, fue benevolente y tuvo a bien brindar su protección al señor Poncet, a pesar de las dudas que tenemos a propósito del lugar, la fecha y las circunstancias de su nacimiento.
– ¡Qué nos importa su nacimiento! -farfulló el cónsul.
El señor De Maillet estaba convencido de que sólo un gentilhombre nacía en alguna parte, en un lugar que llevaba su nombre y donde la tierra y los hombres le pertenecían. Los otros nacían donde podían; lo de menos era el sitio, que sólo tenía un mero valor anecdótico.
– ¿Hay algo que explique por qué ha deambulado tanto? -prosiguió-. Ese Poncet no será un protestante como su socio…
– Al parecer las denuncias le han obligado a poner los pies en polvorosa. Ejerce la medicina y la farmacia sin diploma alguno. Pero en cuanto a su religión, estamos seguros de que es un católico romano bautizado.
– Sin embargo, no le he visto nunca en la capilla.
Ése era el nombre que se daba a la minúscula iglesia lindante con el consulado, en la que los domingos se congregaban los feligreses de la colonia.
– Desgraciadamente, más de una cuarta parte de los miembros de nuestra nación hacen lo mismo.
– Lo sé, y un día u otro habrá que poner orden en ese asunto.
– El cura afirma que lo vio alguna vez en horas en que no se celebraban oficios, al poco de llegar a la colonia, y que en una ocasión incluso llevó flores a la iglesia.
– ¿Se ha confesado?
– Nunca.
El cónsul se encogió de hombros y miró por la portezuela con impaciencia.
El señor Macé empezó a hojear los papeles amarillentos que tenía sobre las rodillas mientras el aire tibio de la ciudad árabe, con su olor a guindillas secas y a café, se colaba por las ventanillas abiertas de la carroza. Había tanta gente pululando en aquellas callejuelas estrechas que los viandantes prácticamente tocaban el carruaje. Los niños soltaban chirigotas en su lengua y salían disparados. Las mujeres, en cambio, siempre juntas y envueltas en ropas de algodón, lanzaban miradas indiscretas hacia el interior de la carroza.
– Pocas condenas -continuó el secretario-. Escándalo nocturno; él y su socio habían bebido para festejar no sé qué, y alguien les denunció por duelo, aunque en realidad sólo se batieron para divertirse. Poncet tiene buenas relaciones con los turcos, asiste al pacha, a varios beyes, al kayia de los azabs y al de los jenízaros, así como a numerosos mercaderes…
Ése era precisamente el aspecto más delicado del asunto a los ojos del cónsul. Los favores que las autoridades turcas dispensaban al boticario le daban a éste una gran independencia. El cónsul sabía por experiencia que siempre era peligroso buscar las cosquillas a los hombres capaces de incitar el mal humor de los indígenas hasta el punto de provocar serios incidentes diplomáticos. Ese Poncet debía de saberlo muy bien, y temía que pudiera ser demasiado insolente.
– No puedo ser muy explícito en mis felicitaciones, a la vista de un expediente tan insustancial -dijo el cónsul con arrogancia, precisamente él, que manifestaba tan poco interés por los asuntos de su nación.
Al término de su periplo, el carruaje se detuvo ante la casa que el cónsul indicó.
El rico mercader, que además era el propietario, salió a su encuentro con exclamaciones de sorpresa y alegría. No obstante, el diplomático tuvo la descortesía de explicar a aquel patán que también él se alegraba mucho de verlo, pero que a decir verdad había un asunto insignificante que atraía su curiosidad, y que le esperaba enfrente. Dicho esto, empujó al señor Macé y atravesó dignamente la calle.
La casa que compartían Poncet y el maestro Juremi era mucho menos distinguida que la que estaba enfrente. De hecho se trataba de una hilera de construcciones de un piso, adosadas unas a otras. La fachada que daba a la calle hubiera podido presentar un muro liso como la de delante, pero lo cierto es que quedaba oculta por un auténtico entramado de madera. Aquellos andamiajes formaban una suerte de galerías con arcadas por donde se podía caminar a la sombra, y un balcón en la parte superior que hacía de parasol y conservaba frescas las habitaciones. La morada de los droguistas sólo era un cubículo más de aqueledificio sin gracia, idéntico por fuera a sus vecinos. En medio de una gran promiscuidad y sin apenas higiene, el barrio alojaba a los desposeídos de la colonia: los recién llegados, los comerciantes fracasados, las viudas, así como los hijos naturales mestizos que a veces el cónsul tenía la bondad de aceptar en la nación.
La puerta de los droguistas estaba abierta. Para no ser vistos allí en la calle demasiado tiempo, los diplomáticos entraron sin esperar a nadie. El maestro Juremi acudió con premura y los condujo desde el estrecho vestíbulo por donde habían entrado hasta una estancia amplia y sombría que ocupaba toda la planta baja de la casa. En aquel lugar reinaba un desorden tan indescriptible que el ojo humano tenía dificultad en captar todo aquello. A primera vista se distinguían los morteros de cobre que brillaban con reflejos dorados. Unos alambiques dispuestos sobre ascuas ardientes emanaban humaredas que intentaban elevarse inútilmente, reptando en línea horizontal por las paredes, debido a un lastre de sustancias misteriosas y demasiado pesadas que las impedían ascender. En un rincón, una sábana raída perfilaba las líneas de un jergón. Del techo bajo y ennegrecido por el hollín colgaban cestas de mimbre, cien o doscientas tal vez, todas ellas repletas de plantas secas, frutos arrugados y mendrugos de pan arrebatados a las ratas.
– Excelencia, es un gran honor recibirle en nuestro laboratorio -dijo el maestro Juremi, cuya alta silueta casi rozaba las vigas.
– ¿Su socio está aquí?
– Arriba.
En la penumbra se vislumbraba una luz procedente del piso superior, y por la abertura una escalera de molinero. El cónsul empezó a subir, seguido del señor Macé.
La estancia a la que ascendieron tenía tanta claridad como sombras la de abajo. Estaba iluminada por cuatro grandes ventanales que daban al balcón por un lado, y a una terraza por el otro. El techo había sido retirado, si es que alguna vez había existido, y se podía ver el esqueleto del tejado con su viga maestra, los cabrios y el fondo ligeramente grisáceo de las tejas arqueadas.
Todo el espacio estaba repleto de plantas. En unas espaciosas cubas de madera crecían auténticos árboles gracias a la luz y al calor húmedo. Un euforbio gigante rozaba casi el remate del tejado; un bello ficus, árboles de tronco velloso y otros cubiertos de espinas entreveraban su ramaje. Las zonas que no estaban ocupadas por los especímenes más grandes se hallaban invadidas por muchas plantas pequeñas,de tal manera que el suelo quedaba prácticamente tapizado de tiestos. Sólo se podía pasar por unos senderos estrechos que daban acceso a la puerta de la terraza, a la del balcón de la fachada, a la mesa sobre la que se apilaban libros y a un armarito situado en el único rincón en sombra. A una altura intermedia, decenas de plantas de todas clases, suculentas, umbelíferas, líquenes y orquídeas, prosperaban apaciblemente colgadas de la pared en jardineras de cobre o estaño, o bien suspendidas en el extremo de las cuerdas atadas a la viga maestra.
El cónsul y su secretario estaban desconcertados. En el inconcebible desbarajuste de aquel invernadero se oía aletear y piar algunos pajarillos. El maestro Juremi se había quedado abajo, y los visitantes no podían distinguir ninguna otra criatura humana en aquel paraíso terrestre.
– Pasen, pasen, señores -dijo sin embargo una voz procedente de las alturas.
Los dos diplomáticos avanzaron a pasos cortos, haciendo chirriar los tablones de madera del suelo, muy húmedo todavía a causa del agua del riego. A la altura de un hombre, hacia el fondo de la estancia, una hamaca vacía se balanceaba entre dos ganchos.
– Termino con este esqueje delicado y estoy con ustedes -dijo la voz-. Tomen asiento mientras tanto. Hay dos taburetes junto a la mesa.
El señor Macé, que tenía buena vista, le hizo una señal al cónsul para indicarle una escalera que estaba apoyada en el árbol más alto. En los últimos peldaños se veían dos piernas calzadas con botas de cuero flexible.
– ¡Está bien, está bien! -dijo el cónsul con una voz fuerte que no dejaba adivinar fácilmente su estado de humor-. ¡Tómese su tiempo!
El cónsul hizo una señal al señor Macé. Luego sortearon los tiestos a grandes zancadas, se engancharon las medias con una planta espinosa e inoportuna, alcanzaron la mesa y por fin tomaron asiento, como se les había pedido que hicieran.
– Estos esquejes sólo se pueden injertar en una época muy determinada -volvió a decir la voz desde lo alto de la escalera-. Los híbridos son las plantas de mayor interés en nuestro trabajo. La planta salvaje sólo es una materia prima. ¡Ay, este alambre se me acaba de romper otra vez! Perdónenme.
– No se preocupe -dijo el señor Macé, que temía que al cónsul se le acabaran los recursos para disimular su irritación.
– Como les iba diciendo, es una materia prima. Hay que cruzar las plantas, tomar una para que sirva de soporte a la otra. En resumidas cuentas, para nosotros, la naturaleza sólo es el principio base. Tenemos los ingredientes, pero hay que explorar el mundo de las combinaciones.
En la mesa había un montón de libros diversos que el cónsul hojeó con impaciencia: un tratado de botánica, las odas de Horacio y algunos en cuarto en lengua árabe.
Dos floretes pendían de una vigorosa rama, y en el suelo se amontonaban petos de cuero, caretas, guantes, todo el equipo necesario para la esgrima.
– Puede empezar a exponerme el asunto -prosiguió la voz-. Soy Jean-Baptiste Poncet y me parece que quiere decirme algo.
– Señor -dijo el cónsul, levantándose- el asunto del que tengo que hablarle es muy urgente, en efecto. En cualquier otra circunstancia, sepa que no me habría desplazado hasta aquí. Para ser sincero, me gustaría hablar cara a cara, aunque tal vez sea suficiente con que podamos oírnos.
– Realmente -dijo Jean-Baptiste con franqueza y en un tono afectuoso- le agradezco que me permita terminar esta tarea, pues de lo contrario el trabajo que me he tomado hasta ahora no serviría de nada…
– Señor Poncet -le interrumpió el cónsul, que seguía de pie y con la cabeza erguida hacia la techumbre-, ¿es verdad que ejerce usted la medicina?
– ¡Ah, Excelencia! Siempre pensé que llegaría este momento. Así que no vamos a fingir por más tiempo. Figúrese que incluso he lamentado no poder hablar antes con usted. Sepa que no resulta agradable tener que esconderse para ejercer un arte que en el fondo sólo hace el bien. Pero sabía que era usted muy reacio. No obstante, ya que está aquí, enseguida le enseñaré algunos especímenes…
– Oiga, Poncet, mi pregunta es muy simple. No se la formulo con segundas intenciones, ni tampoco voy a imponerle ninguna sanción, todo lo contrario. Se la voy a hacer de nuevo, y espero que me responda con claridad: ¿ejerce usted la medicina?
– Sí.
– En ese caso, ¿sería usted capaz de curar, digamos, por ejemplo, esas enfermedades de la piel que padecen los indígenas, esa suerte de lepra, de liquen?
– Nada más fácil. Aunque no hay ninguna receta milagrosa y cada caso exige un tratamiento particular.
– Eso es lo que quería saber -le interrumpió el cónsul-, no entremos en detalles. Ahora pasemos a otra cosa. He venido a proponerle solemnemente una misión de extraordinaria importancia.
– Este alambre, este alambre. ¡Juremi! -gritó el hombre desde la escalera.
– ¿Me oye? -preguntó el cónsul.
– Sí, sí, continúe.
– ¿Aceptaría usted ser el mensajero del Rey de Francia?
– ¿Qué ocurre? -inquirió el maestro Juremi, saliendo de su madriguera.
– Es este alambre de cobre. ¿Quieres traerme otra bobina? El que tengo se rompe cada dos por tres.
– Señor Poncet -dijo el cónsul, que a duras penas podía controlarse-, le estoy hablando de cosas verdaderamente importantes. ¿No puede concederme dos minutos y bajar de ese árbol?
– Casi he terminado. Sólo tengo que hacer unos cuantos nudos más. Si lo dejo ahora, no servirá de nada. Pero no se preocupe. Oigo todo lo que dice. Una misión para el Rey…
– Una misión que lo convertiría en uno de los artífices más gloriosos de la Cristiandad, y hasta del mismo Papa.
– Ya se lo he dicho -respondió Poncet con un tono que no sugería el menor entusiasmo-, haré todo lo que sea para complacerlo, señor cónsul, aunque los asuntos oficiales no me atraen demasiado.
– Veamos el asunto de otra manera: se trata de curar a un soberano.
– ¿A Luis XIV?
– No, no. -Se rió con sarcasmo el cónsul, que estaba a punto de perder la paciencia con tantas necedades-. El Rey de Francia lo enviaría a la corte de otro soberano, ¿comprende usted? ¿No es una circunstancia gloriosa tratar el cuerpo de un gran rey?
– Para nosotros, los médicos, se trata de un cuerpo, no de un rey.
El señor Macé miraba al cónsul y se daba cuenta de que tanto él como su superior estaban al límite del desaliento, y que todo aquello podía terminar en invectivas o en lágrimas en cualquier momento.
– Bueno, ya se lo he dicho, señor cónsul, estoy impresionado por su presencia aquí. Se trate o no de un rey, si usted me pide que cure a alguien, lo haré. Sólo espero que no sea demasiado lejos. Tengo mucho trabajo y me resultaría casi imposible ausentarme mucho tiempo.-En ese caso -exclamó el cónsul dejándose caer de nuevo en la silla-, me temo que todo esto va a ser inútil.
– ¿Por qué…?
– Este asunto del que le estoy hablando -dijo el cónsul con ironía- exige un largo desplazamiento. Estimo que necesitaría más de seis meses para acudir junto a su paciente.
– ¡Seis meses! Pero ¿de qué diantres se trata?
– De ir a curar al Negus de Abisinia en su residencia -respondió el cónsul.
Tras un largo silencio, los visitantes vieron temblar la escalera, y después unos pies que descendían los peldaños.
Un instante después, Jean-Baptiste estaba abajo. Se sacudió unas hojitas que se le habían prendido en la camisa y el cabello y se dirigió lentamente hacia los diplomáticos.
Era mucho más joven de lo que el señor De Maillet se había imaginado, probablemente porque la gente siempre prefiere que los médicos sean ancianos venerables.
Una vez hecha esta observación, al cónsul le faltó tiempo para examinar con detenimiento el físico del individuo que tenía delante. Se fijó particularmente en sus maneras y éstas le desagradaron. No se esforzaba en absoluto por hacer el menor gesto que demostrara un mínimo de cortesía, ni un indicio de respeto, y menos aún de sumisión. Era la naturalidad en persona, no había ningún ademán estudiado en su semblante. Enfrente de él, los dos visitantes con el rostro empolvado, sudando, tocados con peluca, se afanaban en presentar un aire autoritario, mientras que su interlocutor posaba sobre ellos, como sobre cualquier otro ser de este mundo, una mirada intensa, llena de curiosidad, de candor y de simpatía, que les pareció el colmo de la insolencia. Frente a tal personaje, el señor De Maillet decidió ser más cauteloso que al principio, y el señor Macé experimentó un odio inmenso.
El cónsul y su secretario aborrecían la libertad, cada uno a su manera; el primero la despreciaba porque no podía someterla, y el otro porque lamentaba no haber tenido la osadía de abandonarse a su influjo. Y muy a pesar de ellos, Jean-Baptiste era la viva imagen de la libertad. Tras un instante de silencio, éste dio un paso más y dijo con una sonrisa:
– ¡El Negus de Abisinia! Creo que tenemos que conversar sobre ello, señores.
La señora De Maillet esperaba a su marido en el rellano de la escalinata, mientras agitaba con aire inquieto un gran abanico de papel de China con rosas pintadas. La carroza regresó a las once, y en el preciso momento en que el cónsul descendía con su secretario, la señora De Maillet se abalanzó sobre su esposo.
– Querido -dijo-, te lo suplico. Tómate un poco de descanso, no paras un momento. Este clima te puede dar un disgusto. Tu corazón…
– No te preocupes por mí -replicó el cónsul-, preocúpate más bien por los asuntos de Estado que son difíciles de tratar. Dime dónde está ahora el padre Versau.
– Lleva más de una hora reunido en conciliábulo en sus aposentos con los dos padres jesuítas que han venido a visitarlo esta mañana.
El cónsul se dirigió hacia el primer piso y, con un ademán, le indicó al señor Macé que le acompañara.
La amplia sala donde se alojaba el jesuíta poseía, en la parte trasera, un minúsculo gabinete de trabajo con el techo bajo y las paredes revestidas de madera que el cura había convertido en su estancia favorita. El señor De Maillet llamó a la puerta y, tras ser autorizado, entró seguido del señor Macé y ambos se sentaron a la mesa, alrededor de la que se perfilaban las siluetas oscuras de los tres curas.
– Permítame que les presente al padre Gaboriau, que usted ya conocía, y al padre De Brévedent, que según creo no ha visto nunca -dijo el padre Versau.
Los diplomáticos saludaron a los dos clérigos. El padre Gaboriau, que llevaba más de quince años en la colonia, daba clase a los niños dela nación franca; era un hombre entrado en carnes, con la cara y las manos cuadradas y rojizas. Varias generaciones de pequeños alumnos habían intentando entender, fascinados, cómo la línea caótica de sus dientes superiores, rotos y orientados hacia las más diversas direcciones, podía ocluirse sobre una mandíbula inferior no menos accidentada. Sin embargo, cada vez que el cura dejaba de hablar acontecía de nuevo el milagro y su boca de saurio volvía a cerrarse como si tal cosa. La única consecuencia de esta anomalía dental era, al parecer, la clara predilección que el cura manifestaba por los líquidos. El cónsul, que monopolizaba casi por completo el comercio del vino, tenía la generosidad de suministrar a las congregaciones el preciado líquido a precio de coste. Había comprobado que la diferencia no suponía una pérdida demasiado cuantiosa, siempre que aquellos benditos hombres no abusaran. Valga decir que el padre Gabonau era el único que se excedía hasta el abuso. Por tal motivo, aunque la piedad del señor De Maillet no le permitía tratar al cura como a un borrachín, nada le impedía mirarlo casi como un ladrón.
El otro jesuíta era completamente distinto, alto, algo flaco y de piel cetrina; llevaba unas diminutas gafas de cobre que le resbalaban constantemente por la nariz roma. Como la protuberancia nasal destacaba tan poco del centro de su cara, la frente abombada, que se extendía hacia sus cabellos cortados al rape, y sobre todo la boca y el prominente mentón, parecían mucho más grandes de lo que en realidad eran. No obstante, este abultamiento parecía más de carne que de huesos, ya que sus grandes labios apenas se cerraban y la piel del cuello le empezaba a colgar. Al verlo así encorvado, con aquella frente, aquellos anteojos y aquellas manos huesudas acostumbradas a pasar páginas amarillentas, uno se percataba inmediatamente de que estaba delante de un hombre culto y estudioso.
– No, en efecto -dijo el cónsul, inclinándose-, no conocía al padre De Brévedent.
– Hace dos días que ha llegado, y ya sabe que los turcos nos ponen muchas dificultades. Oficialmente sólo puede haber un jesuíta en régimen permanente. Los otros son simples visitantes. Así pues, de cara a las autoridades, no se trata más que de un viajero ordinario.
De Brévedent esbozó una sonrisa tímida, mirando al cónsul con el rabillo del ojo y sin mover la cabeza.
– Entonces -continuó el padre Versau-, ¿ha encontrado ya a un posible mensajero?-Sí, padre -dijo el cónsul-, he dado con uno, y créame que no ha sido fácil. Francés, católico, médico, de complexión robusta, y aventurero por naturaleza.
– Sin duda debe ser un personaje muy poco común -dijo el jesuíta, solicitando con la mirada la aprobación de los presentes-. ¿Ha aceptado solemnemente?
– Bueno… Estará aquí después del almuerzo. Todavía no ha comunicado su decisión. Pero he pensado que es mejor no precipitarse y esperar a que usted mismo le exponga los detalles de la misión. Lo recibiremos todos juntos, si les parece. De esta manera su compromiso tendrá más peso.
Acto seguido, el señor De Maillet pasó a describir con todo lujo de detalles al sujeto en cuestión. Eligió cuidadosamente sus palabras para lograr un equilibrio entre los atributos del individuo y sus extravagancias. También consideró prudente alertar favorablemente al padre Versau respecto a la edad que aparentaba el visitante.
– Tiene un aire jovial, pero según las informaciones de la policía, no es tan joven como parece a primera vista. -El cónsul añadió riendo-: Debe de ser por el efecto de algún reconstituyente que ha elaborado con sus plantas y que se toma con carácter experimental.
– ¿Una panacea para conservar la juventud? -preguntó el padre Gaboriau, que había recurrido toda su vida a jugos vegetales con un éxito modesto.
– Supongo. ¿Qué otra cosa si no puede explicar que se conserve así?
Siguieron hablando un rato más sobre esa suerte de elixires hasta que apareció un sirviente enviado por la señora, para anunciarles que el almuerzo estaba servido.
La señorita De Maillet también estuvo presente en la comida. Para llamar la atención, el padre Versau evocó minuciosamente la misión de Etiopía que había encomendado el Rey. En cambio el cónsul consideró aquella confidencia inútil y peligrosa y se hizo la promesa de hablar aquella misma noche con su hija para aclararle que el tema debía tratarse con suma discreción. El almuerzo estuvo muy animado. El padre Versau comentó las informaciones que se tenían sobre los emperadores abisinios, según los testimonios de los jesuitas que habían convertido a uno de ellos a comienzos de siglo. Reconstruyó el relato de la injusta expulsión de aquellos misioneros y de las grandes persecuciones que siguieron. Las damas estaban indignadas. A continuación recordó lospeligros de la misión que pronto iba a emprender viaje y habló de la crueldad del clima y de los hombres. La comida concluyó con una especie de estupor voluptuoso. El cónsul tuvo que reconocer que en muy pocas ocasiones la casa había conocido tanta animación y alegría, pese a la seriedad del asunto. Sólo se juzgó con cierto rigor a los dos jesuitas que estaban de visita. Al primero, De Brévedent, porque estuvo taciturno durante toda la comida, y al otro, más colorado que nunca, porque se había adormilado al tercer vaso.
Mientras retiraban la mesa, el lacayo anunció al señor Poncet. Las damas se retiraron y los hombres acordaron recibirlo en la sala de audiencia del consulado, bajo el retrato del Rey, con el café.
Poncet no se había tomado la molestia de cambiarse de ropa, y por encima de la camisa lucía una levita azul oscuro, demasiado corta y sin abotonar. Ni sombrero, ni puños de encaje, ni bastón; llevaba el pelo suelto, y sus rizos negros se agitaban al mover la cabeza; sus manos finas, con las puntas de los dedos verdosas, se paseaban por el aire en cuanto hablaba con un poco de entusiasmo. Saludó cortésmente al cónsul y a los tres curas, mirándolos a los ojos uno por uno. El padre Versau, sentado en un sillón situado prácticamente debajo del retrato del Rey, habló con gran majestad.
– Señor Jean-Baptiste Poncet -empezó a decir solemnemente-, ¿se halla en condiciones de anunciarnos oficialmente que está de acuerdo en personarse en la corte del Rey de Abisinia con el fin de llevarle un mensaje de Su Majestad Luis XIV?
El rostro de Poncet se iluminó con una gran sonrisa.
– ¡Señores míos, parece que tienen prisa! -dijo riendo-. Tengan en cuenta que estoy de pie, que he trabajado toda la mañana y que he venido andando por unas calles prácticamente solitarias, porque nadie osaría aventurarse a salir con este calor. Por lo demás, aquí veo café y galletas…
– Tiene usted razón -exclamó el cónsul, un poco aturdido con tanta premura-. Tome asiento. ¿Qué podemos servirle? Macé, por favor, una taza de café con azúcar para el señor Poncet.
Al cabo de un momento, el joven estuvo surtido de todo. Se bebió el café lentamente, desvió la conversación por otros derroteros para comentar el retrato del Rey y su restauración, y habló de los árboles que había visto al entrar en el jardín del consulado. Cuando sus interlocutores se hubieron apaciguado por completo y la charla se tornó más espontánea, retomó el asunto.-Así que desean enviarme a curar al Rey de Reyes… La idea es buena, excelente incluso. Cuanto más lo pienso, mayor es mi convencimiento de que realmente sólo un médico podría introducirse en ese país sin que le dieran muerte al instante. Pero… ¿por qué piensan que el Emperador necesita mis servicios?
– Lo sabemos de muy buena fuente -contestó el cónsul-. Él mismo ha mandado a una persona en busca del auxilio de un médico. El mensajero encargado de esa misión está en la ciudad y es el hombre que viajará con usted.
– ¡Esperemos que el Rey no haya muerto antes de mi llegada! En fin, ya veremos.
– En cualquier caso, hay que intentarlo -añadió el cónsul.
– Al asunto de salud -intervino el padre Versau, que adoptó un tono más familiar-, hay que añadir el mensaje que deberá llevarle de nuestra parte.
– ¿De qué se trata exactamente? -preguntó Jean-Baptiste.
– Ahí vamos -dijo el padre Versau, complacido por fin de ir al grano-. En primer lugar deberá ganarse la confianza del Emperador abisinio mediante los cuidados que vaya a prodigarle. Y después, incluso antes, tendrá que anunciarle solemnemente que usted es un mensajero de Su Alteza Luis XIV. Le dará a conocer que el Rey de Francia muestra un gran interés por el reino cristiano de Abisinia. Por otra parte, contamos con que le describirá detalladamente la grandeza sin par, el inmenso poder y la santidad del soberano francés. Se trata simplemente de estimular al Negus para que comprenda que la mayoría de los príncipes de Occidente han aceptado rendir homenaje al Rey de Francia y que, como Rey de Etiopía, también debe tratar de ser iluminado por esa gran luz y volverse hacia ella.
– Confío en alcanzar tan hermosas aspiraciones -dijo Poncet-. Pero ¿qué efecto práctico espera sacar de todo esto?
– Queremos que el Negus envíe, a cambio, una embajada a Versalles -respondió el padre Versau-. Tendrá que ser una embajada fastuosa. Nuestra idea es que la presida un hombre de confianza del Emperador y que lo acompañen varios representantes de las familias nobles y de su entorno. Por último, y esto es muy importante, sería muy conveniente que algunos abisinios jóvenes fueran a estudiar a París, al colegio Luis el Grande. Así manifestarían el reconocimiento que el mundo entero expresa a nuestra gloriosa lengua, nuestra cultura y nuestras ciencias.-¿Me dará una carta a este propósito? -preguntó Poncet.
– Una carta oficial y provista, como debe ser, de todos los sellos oportunos -intervino el cónsul.
– Pero es preciso que la guarde con sumo cuidado -puntualizó el padre Versau-, pues sólo deberá entregar el mensaje al Negus en persona.
– Me parece que he entendido bien -dijo Jean-Baptiste-. Ahora, si ustedes tienen a bien considerar las cosas desde mi punto de vista, diremos que esta misión es secundaria.
– ¿Secundaria? -exclamó el cónsul sorprendido.
– Sí, secundaria, pues estará de acuerdo conmigo en que mi trabajo es más importante que la diplomacia. Voy allí para curar al Emperador. Y eso es lo que debemos discutir.
– ¿Qué tenemos que discutir? -preguntó el cónsul-. Usted sólo tiene que decirnos sí o no, y eso es todo.
– Perdón, Excelencia -dijo Jean-Baptiste-, pero a mí me parece que hay muchos detalles pendientes. Y el primero de todos, ¿a cuánto ascenderán mis honorarios?
– ¡Sus honorarios! -protestó el padre Versau-. Pero señor, se trata de cumplir una voluntad del Rey. El honor…
– Cada uno busca aquello que no tiene -le interrumpió Poncet, tosiendo-. Y lo que a mí me falta es dinero.
El cónsul miró con estupefacción al padre Versau.
– ¿Cómo quiere que cure a los pobres -continuó Jean-Baptiste, que no parecía inmutarse por el largo silencio- si los ricos no me pagan?
– Señor -dijo al fin el padre Versau-, el Emperador quiere un médico, y él le pagará los honorarios. Nosotros sólo nos haremos cargo de los gastos del viaje.
– Me parece razonable -dijo Poncet, mordisqueando una galleta con sabor a canela-. Ya me las arreglaré con el Emperador respecto a los honorarios. Pero puntualicemos un poco más la cuestión de los gastos.
Durante la ardua conversación que tuvo lugar, el médico le arrancó al cónsul la promesa -de la que quedaría constancia por escrito- de pagar su equipamiento para el viaje, así como una indemnización por el trabajo que no podría llevar a cabo como consecuencia de su larga ausencia. Consiguió que le pagaran por adelantado el instrumental de medicina que se llevaría, con el pretexto de que podría sufrir daños o extraviarse, y además exigió ropas de abrigo y armas. A esto se añadió los aparejos de montar para la expedición, así como una determinada cantidad de dinero para contentar a todos los reyezuelos de las tierras por las que tendría que pasar.
El cónsul dio su consentimiento a todo, aunque estaba horrorizado por semejante dispendio, y decidió escribir aquel mismo día a su pariente, el señor De Pontchartrain, para endosarle los gastos.
– Bien, acepto -dijo finalmente Jean-Baptiste-. Iré a Abisima cuando ustedes quieran.
Todos los presentes experimentaron una reacción de alivio.
– Sólo un detalle -dijo el padre Versau, que se afanaba en que todo quedara atado y bien atado. Y señalando con el dedo a su colega, añadió-: El padre De Brévedent será su acompañante.
– ¡Un jesuíta en Abisinia! -exclamó Poncet-. Pero si hace cincuenta años que los emperadores los declararon sus enemigos… Padre, es un riesgo que nadie querría asumir.
– No es usted quien lo asume -dijo el padre Versau con firmeza-. Se trata de las órdenes del Rey. Y como bien dice usted, aquello ocurrió hace cincuenta años. Puede que las cosas hayan cambiado. De todas formas, tranquilícese, no estamos hablando de que el padre De Brédevent viaje como jesuita. Aquí, nadie conoce a este padre, es un simple viajero, y allí sólo será, digamos, su criado.
Poncet cruzó una breve mirada con el padre De Brevedent, que parecía como que le hubieran dado un mazazo.
– Vale por lo de criado, si él está de acuerdo -dijo Poncet.
Luego, volviéndose hacia el jesuita, agregó:
– Lo llamaremos… ¿Joseph? ¿Qué dice usted, padre?
De Brevedent miró al suelo.
– Ya que estamos organizando la expedición -dijo Jean-Baptis-te-, tengo un socio que me resulta indispensable. Si pudiera acompañarnos…
– ¡Un hugonote! -exclamo con virulencia el cónsul.
Al oír estas palabras, el padre Versau se levantó de su asiento.
– Señor, me parece que hemos satisfecho todas sus exigencias. No vaya más lejos. No podemos implicar a un emigrante en un asunto relacionado tan estrechamente con el Rey y nuestra Iglesia. Me parece que es bastante fácil de comprender. Así que no se hable más.
Poncet, que ni siquiera había informado al maestro Juremi sobre esta cuestión, no consideró provechoso librar esta batalla, perdida de antemano, y las cosas quedaron así.Antes de que el cónsul acompañara a Poncet hasta el vestíbulo, los compromisos se reiteraron con toda solemnidad. A su regreso se hizo palpable que todos estaban visiblemente satisfechos. El diplomático se unió a aquel concierto de acciones de gracia. Macé, siempre tan realista, hizo la siguiente observación con aire sombrío:
– Ahora sólo hay que convencer a Hadji Ali de que renuncie a viajar con los capuchinos.
Desde lo alto de la escalinata del consulado, Jean-Baptiste respiró profundamente las fragancias de pino que transportaba el aire caliente desde el gran jardín de Esbequieh situado muy cerca de allí. Pero más allá del perfume del oasis, más allá del olor del desierto, le pareció distinguir, en esos vientos llegados de la altiplanicie que jalonaba el río, el aroma a especias e incienso del país de Pount, de aquella costa repleta de hierbas aromáticas que le enviaban a descubrir. Abisinia… Esa tierra que había poblado sus sueños en Venecia, cuando su amigo Barbarigo le contaba las aventuras de João Bermundez, compañero de Cristóbal de Gama, el hijo del gran Vasco, que había corrido en auxilio de los etíopes y salvado a su reino de la invasión musulmana, un siglo atrás. Entonces sólo era un sueño y Jean-Baptiste nunca habría osado hacerlo realidad. Y de repente su buena suerte, en la que creía con tanta firmeza, le proporcionaba el medio para llegar hasta allí. Soñaba con un nuevo mundo. Pero ¿qué mundo podía ser más nuevo que aquel país inaccesible y legendario, no ignorado ni vacío sino muy a! contrario, codiciado y rico por su oro y por su historia?
A Jean-Baptiste, nacido en una época de miserias, en la Francia de la Fronda, sin fortuna y sin estado, no le habían faltado ocasiones para sentir la desgracia y la desesperanza en su propia piel. Sin embargo había decidido de una vez por todas y desde hacía mucho tiempo no ceder jamás ante el infortunio. Tal vez por eso no había imaginado una existencia más alegre ni más apartada de la rutina y las obligaciones que la suya. Pero en el momento en que empezaba a aburrirse en una ciudad que le resultaba demasiado familiar, el destino lo llevaba al país de sus sueños como en un cuento oriental.
Jean-Baptiste descendió lentamente los peldaños de la escalinata, con la cabeza ausente en su nube de sueños. Había pasado muchas veces por delante del jardincito del consulado pero nunca había tenido tiempo suficiente para entrar. Así que se demoró un instante. A la derecha de la corta alameda de gravilla había un parterre de césped con una fuente de piedra en el medio. Se acercó. Observó que detrás del estanque había un arbusto que no conocía. Jean-Baptiste tenía ojos de botánico, incluso cuando estaba absorto en sus pensamientos. Se arrodilló junto al arbusto, examinó su follaje y, arrastrado por el impulso de buscar el nombre en sus libros, y por el de guardar un recuerdo de ese día, sacó de su bolsillo una navaja con mango de madera y empezó a cortar una rama de la planta, no sin antes echar una ojeada a su alrededor para cerciorarse de que nadie lo veía. De pronto su mirada se encontró en el primer piso del consulado con la de la señorita De Maillet. Estaba acodada en el alféizar de la ventana y se quedó tan sorprendida como el joven, pues no imaginó que él levantara la vista hacia ella.
Su buen humor le hizo pensar a Jean-Baptiste que un segundo encuentro en dos días era un buen augurio. Le sonrió. La muchacha aún conservaba las cintas azules, y esa señal familiar le permitió percibir algo más: los rasgos tan delicados de la joven, su nariz regular, pequeña y muy recta, y sobre todo su mirada dulce, límpida, que respondió a su sonrisa sin muestra alguna de seriedad. Sin embargo, tan pronto como dejó al descubierto su dentadura blanca y se encendió su mirada, la joven se retiró de la ventana. Jean-Baptiste se quedó un momento con una rodilla en la hierba, y luego, una vez de pie, esperó a que reapareciera. Pero la ventana seguía vacía, así que volvió poco a poco a la alameda, salió a la calle y regresó a su casa sin darse prisa.
El maravilloso viaje que le habían propuesto se apoderaba otra vez de sus sueños. La aparición de la señorita De Maillet, que el día anterior había sido un motivo de tanta tristeza, ahora le colmaba de alegría. De nuevo todo era posible, pronto volvería a ser un viajero libre y sin ataduras, como en Venecia, Parma o Lisboa. El mero hecho de concebir tal pensamiento le producía placer. No pedía nada más.
Alix de Maillet había sido una niña muy fea hasta los catorce años. La criatura, educada en un convento cercano a Chinon desde que sus padres abandonaron Francia, se había acostumbrado a oír desde niña los crueles calificativos que hacían referencia a sus mejillas gordas y coloradas. La habían llamado tapón, retaco mofletudo y otras cosas que había preferido olvidar. Para su consuelo, estos ingratos epítetos contrastaban con un trato indulgente. Era completamente inofensiva y no despertaba celos, de modo que atesoraba cariño a costa de la aversión que despertaba su aspecto. Las primeras etapas de su adolescencia confirmaron aún más esta evidencia, y parecía que su cuerpo se transformaba sin atenuar en absoluto sus desmesuradas proporciones. A los seis años, cuando llegó al colegio era fea. A los catorce, cuando marchó a Egipto, seguía tan fea como siempre. Pero de repente, de forma inexplicable y bastante tarde, la belleza prendió en ella como la erupción que estalla en un rostro inflamado por la fiebre. Las grasas tan poco agraciadas que había acumulado se convirtieron en flujo vital y se estiró. Sus mejillas se volvieron más pálidas; y tanto blanco se mezcló con el tono sonrosado de su piel que su rostro adquirió una tez luminosa y un tacto de satén. Soltó su espeso cabello rubio al que la opacidad de los moños y las trenzas había infundido los reflejos sombreados de la madera de roble. Pero la desgracia quiso que la belleza surgiera cuando la muchacha estaba sola, sin nadie que pudiera apreciarla. Por otra parte, la mirada de sus padres tampoco servía; no tenía ninguna amiga en quien reflejar su imagen, y el espejo por sí solo no decía nada. Sentía que algo estaba cambiando, y poco a poco veía confirmarse su presentimiento. Con todo, dudaba de que aquello no fuera simplemente producto de la terrible soledad en la que estaba inmersa, pues en aquella hermosa casa de El Cairo no veía a nadie; es más, nadie la veía a ella.
Al principio había mantenido correspondencia con algunas amigas de la escuela, pero las cartas no llegaban, o se demoraban tanto que no las esperaba, y al final dejó de escribirlas. Recibió lecciones de piano, pero su vieja profesora se desplomó un día en la calle después de la clase; estuvo otros diez días sin conocimiento y finalmente murió. El padre Gaboriau intentó enseñarle latín, materia que ella conocía mejor que su progenitor pues había sido buena alumna en el convento de las monjas. También intentó enseñarle matemáticas, pero los números no le interesaban, y suplicó a su padre que la dispensara de aquello. A partir de entonces la lectura fue su único refugio. Y afortunadamente la biblioteca del consulado estaba bastante bien surtida. Le gustaban las ciencias naturales, además de las tragedias. Como era de esperar le dieron Telémaco, y las Fábulas de La Fontaine. No obstante descubrió por sí misma novelas que su padre reprobaba, pese a no haberlas leído, así como otras que no escondía demasiado. La princesa de Cléves le abrió las puertas a un mundo que ya no abandonaría jamás. Aunque durante toda su infancia se había empeñado en poner en práctica la experiencia contraria, ahora sabía que no es preciso ser bella para soñar. El angustioso pensamiento que una vez la había llevado a barajar la posibilidad de merecer la felicidad en la vida real sólo le había causado incertidumbre y sufrimiento, así que optó por aferrarse con todas sus fuerzas al mundo de su imaginación, donde siempre había sido la más bella y donde todo enaltecía su persona.
Después de almorzar en compañía de los jesuítas, Alix se asomó a la ventana de su habitación que daba al jardín del consulado para contemplar el verdor de los tilos. Pensaba en Abisinia, el país del que acababan de hablarle, en esos mundos tan cercanos e inaccesibles donde sin duda había jóvenes soñadoras como ella, y donde también ella habría podido nacer. Se imaginaba con la piel negra y, mientras observaba cómo destacaba el brazalete de oro sobre la tez lechosa de la muñeca, se preguntaba qué efecto haría el fulgor dorado sobre un fondo oscuro. Saltando de un pensamiento a otro, la muchacha se evadió por completo de las cosas que la rodeaban, y con los codos apoyados en la ventana entró en ese estado de ensimismamiento tan propio de ella y en el que las horas pasaban de forma imperceptible.
De pronto un ruido en la escalinata, justo debajo de ella, la devolvió a la realidad. Su padre despedía a un individuo, que bajó solo las escaleras. El hombre estaba de espaldas; era delgado, no llevaba sombrero, tenía una pelambrera rizada y calzaba unas botas flexibles. Observó cómo se paraba ante la alameda. Lo vio abandonar el camino, pisar la hierba y arrodillarse junto al extraño arbusto que ya había advertido antes porque no se parecía a ningún otro.
Ahora contemplaba al visitante de perfil. Se trataba del joven que la había mirado de aquella forma tan rara en el puente de Kalish el día anterior. Sus gestos eran de una singular elegancia y sencillez. Ahx reparó en su agilidad al arrodillarse, observó cómo había sacado una navaja del bolsillo, cómo cogía la rama… En el consulado, los pocos individuos que se cruzaban con ella pertenecían a mundos aparentemente incompatibles. Por un lado los aristócratas, instruidos, educados, pretenciosos, tiesos, afectados e incapaces de hacer un ademán espontáneo, sobre todo si era útil. Y por el otro la gente del pueblo llano, que hacía todo aunque no era nada: cocineros, cocheros, guardias, personas tan rudas que era preferible que estuvieran calladas y que vivieran como sombras. El joven que tenía ante sus ojos aunaba los rasgos de las dos castas de un modo casi turbador: tenía la silueta de un señor y la desenvoltura de un criado.
Mientras lo estuvo mirando, ni por un instante sintió el temor de ser vista. Alix creía estar aún en los confines de sus sueños, en un lugar inaccesible donde el durmiente se hallaba al abrigo de sus quimeras. Sin embargo, para su sorpresa, el joven volvió los ojos hacia ella. ¿Cuánto tiempo hacía que no había experimentado esa sensación tan natural entre la gente que vive en sociedad, de ser mirada a la cara por un desconocido? De hecho, ¿la había sentido alguna vez desde que abandonó la infancia? Quizá con algunos de esos viejos curas que su padre le permitía ver a la hora de la cena… Pero esta súbita irrupción de aquel hombre entregado con entusiasmo a la observación, que le mostraba su silueta y su rostro rendido a la extrañeza, no la había experimentado antes, sin duda alguna. Estaba aturdida y respondió sonriendo a su sonrisa. Enseguida, movida por un impulso de pavor que se reprochó inmediatamente, se alejó tres pasos de la ventana. Presa de una violenta conmoción y sin apenas aliento, se quedó un momento de pie con las manos cruzadas a la espalda, tocando la puerta de su habitación. Y desde ese preciso instante añoró la calidez de su mirada. Había reaccionado como una niña a la que el temor de un peligro hace huir en el momento en que está probando una golosina.
«¿Por qué he entrado? -se dijo-. Ese joven no me da miedo. No,no. No tengo miedo. Además, parece muy educado y honesto, de lo contrario mi padre no lo recibiría. ¿Qué hay de malo en asomarme a la ventana? ¿Y por qué debo avergonzarme de ver salir a un visitante del consulado?»
Estuvo pensando sobre la cuestión un buen rato hasta que al final de esta breve lucha consigo misma, uno de los platillos de la balanza hizo ceder laboriosamente al otro. Entonces corrió de nuevo hacia la ventana, pero el desconocido había desaparecido.
La muchacha esperó, pero al ver que no volvía, entró en su habitación. El calor se había condensado en el interior de la casa y se echaba en falta el alivio que deparaba desde fuera el estremecimiento de los árboles en el viento tibio. Miró su cama con la colcha de moaré verde, la almohada con sus iniciales bordadas, la mesita, el tapete, la silla, el cabriolet, los libros y varias muñecas de porcelana. Pero apenas había bastado una mirada para desenmascarar estos objetos de compañía que habían mitigado tantas jornadas y que, en el fondo, sólo eran los carceleros de su soledad. Aun así, le habría gustado tanto abandonarse a ellos para que la consolaran que empezó a sollozar, con el rostro entre las manos.
– ¡Verde! -dijo el cónsul con tono categórico-. Me ha oído bien. Y al cabo de dos días de dolores terribles, cayó al suelo como una fruta podrida…
– Déme tiempo para traducir, Excelencia -dijo el señor Macé, agitando la mano.
Hadji Ali, echado hacia atrás, hizo una mueca horrible.
– Pregunta si murió el paciente -tradujo el secretario, mirando al cónsul.
– No -respondió doctamente el señor De Maillet-. Al menos, añada, no inmediatamente. Primero padeció y suplicó que alguien tuviera la bondad de rematarlo. Pero nosotros, los cristianos, no somos quienes para separar el alma del cuerpo.
– Yo lo habría hecho -exclamó Hadji Ali blandiendo un diminuto puñal que había sacado de su extraña túnica.
– Dígale que se calme -dijo el cónsul retrocediendo-, y sobre todo que guarde ese chisme.
Hajdi Ali se enjugó la frente con la manga y prosiguió más sosegado, con los ojos clavados en el diplomático.
– ¿Está usted seguro de lo que dice? -preguntó.-¿Cómo que si estoy seguro? Claro que sí, como que es mi apreciado colega de Jerusalén quien le ha contado esto por escrito a nuestro embajador de Constantinopla, el señor De Ferriol, el cual a su vez acaba de hacérmelo saber a través de un correo expreso. Ha llegado esta mañana; puede ver el caballo aún sudoroso en mis cuadras.
Macé tradujo.
– Un capuchino -prosiguió el señor De Maillet, balbuceando como si repitiera machaconamente una lección- se hizo pasar por médico y abandonó Jerusalén en un barco con destino a Alejandría y El Cairo. ¿No es prácticamente lo mismo?
– Sin duda -dijo Hadji Ali.
– Pues bien, después de su partida, trajeron al consulado a tres pacientes a los que supuestamente había tratado de una especie de lepra. Mi colega vio a uno de ellos vivo y a los otros muertos. Todos tenían los miembros verdes y uno de ellos casi los había perdido.
– ¡Ya es suficiente! -gntó Hadjí AL, con una mano en la boca y sacudido por la náusea-. No siga.
– Sigo porque se empeña en no escucharme y porque sigue dudando.
– Puede ser que otros capuchinos hayan podido…
– No hablemos más -dijo el señor De Maillet, incorporándose-. Ya le he avisado. Si quiere correr el riesgo de llevar un charlatán a la corte del Negus, allá se las apañe con las consecuencias. Después de todo, no es mi cabeza la que rodará…
– Pero si no me llevo a ese capuchino, ¿qué otra cosa puedo hacer?
El cónsul volvió a sentarse. El asunto progresaba lentamente.
– En la colonia tenemos un médico franco muy competente.
– Lo ignoraba -dijo Hadji Ali con mucho interés-. ¿Quién es?
– Un droguista. Atiende al pacha en persona.
– Ah, sí, algo de eso he oído -dijo el mercader-. Pero de todas maneras no deja de ser curioso que un franco tenga referencias de los turcos, ¿no le parece?
– ¡Cómo que referencias de los turcos! ¡Y más, qué se cree usted! Yo le recomiendo formalmente a este hombre. Hasta mi mujer se ha curado gracias a sus cuidados.
Hajdi Ali se mostraba dubitativo.
– Los capuchinos me han disuadido de ello -dijo.
– ¿Y se puede saber por qué motivo se han permitido semejante calumnia?-Porque es un impío.
– ¿Conque un impío, eh? -exclamó el señor De Maillet a punto de perder la paciencia-. Para empezar, eso es inexacto. Va a la iglesia. Y además, dígame qué tiene que ver la piedad con todo esto. Si es un buen médico, ¿qué importa lo demás?
– No hay nada que pueda hacerse sin la ayuda de Dios, y menos aún en esta materia -dijo el comerciante, sacudiendo la cabeza.
– ¡Qué ideas tan extrañas! Usted es mahometano, el médico es católico y el Negus vive en la herejía. ¿Cómo pretende usted encontrar a un Dios que eche cuentas de todo eso?
– Dios es Dios -dijo Hadji Ali mientras se besaba los dedos y miraba hacia arriba.
– Bueno, pues llévese al patriarca copto de Alejandría y pídale que haga un milagro -gruñó el cónsul.
El señor De Maillet se daba cuenta perfectamente de que el camellero pretendía llevar la conversación hacia un terreno absurdo, y que si seguía así, al final se vería forzado a defender el ateísmo más repugnante con el único propósito de hacer valer a su candidato. De modo que guardó silencio, y el comerciante se sumió en sus reflexiones un buen rato.
Hajdi Ali no sabía si dar crédito a la historia del correo de Jerusalén. Era un hombre del desierto, y según su cultura, las cosas extraordinarias no son menos verdad, de manera que se cuidaba mucho de provocar todo aquello que de cerca o de lejos pudiera parecerse a cualquier suceso sobrenatural.
En cambio, sí sabía a ciencia cierta que, por una misteriosa razón, el cónsul se empeñaba en convencerle de que dejara a los capuchinos y se llevara al médico franco. Sopesó sus intereses y vio claramente que no estaba del lado de los religiosos pues éstos no le habían prometido nada, es más, hasta parecía que le estuvieran haciendo un favor a él. Por otra parte, su presencia era comprometedora y podía suscitar la desconfianza de los turcos y de los indígenas poderosos que encontraran en su camino. En cambio, con ese médico franco había menos riesgo de que los persiguieran, y si tanto interés tenía su gobierno en que fuera, pondría un precio.
Hadji Ali empezó a gimotear y a lamentarse.
– ¿Se puede saber a qué viene todo eso? -preguntó irritado el cónsul al señor Macé.
– Dice que está pensando en todo el dispendio que le va a suponer cambiar de planes y llevar a otro médico.-Pues sí que estamos bien -suspiró el cónsul.
La discusión duró aún media hora más y el señor De Maillet fue tres veces hacia el cajón del escritorio. Tuvo que pagar por los camellos que habría que cambiar, por los mensajeros que habría que enviar y por los rezos que habría que encomendar. Pero el asunto acabó por resolverse con honestidad y todo el mundo quedó satisfecho.
En cuanto el padre Versau estuvo al corriente del feliz desenlace, anunció que se iría al día siguiente pues debía proseguir su viaje hacia Damas, donde le esperaban otros asuntos. La cena fue rápida y silenciosa. El padre De Brévedent volvió por la noche para recibir las últimas instrucciones de su superior, y los dos jesuítas se reunieron en conciliábulo en el primer piso.
El señor De Maillet se retiró temprano, completamente molido.
No lejos de allí, en uno de los callejones más apartados de la colonia, Jean-Baptiste y el maestro Juremi habían cenado alegremente y vaciado una botella de su mejor vino. A las diez salieron a la terraza. El viento arenoso eclipsaba las estrellas y mantenía un ambiente tibio. En la ciudad árabe resonaban por doquier los tamboriles y los «yuyús», dado que era el final de la estación de las bodas, y los perros contestaban con aullidos.
– No, no -prosiguió el maestro Juremi-, ni hablar de mezclarme en semejante asunto…
– Pero el cónsul no tiene por qué saber nada de esto. No le digo nada, mi criado y yo abandonamos la ciudad y te unes a nosotros más tarde.
El protestante, que sostenía con una mano su vaso de estaño, levantó la otra con autoridad.
– ¡No insistas! ¡Te digo que no!
– ¿Eso quiere decir que vamos a separarnos?
Se habían conocido en Venecia, cinco años atrás. Jean-Baptiste buscaba un maestro de esgrima cuando se topó con aquel granuja gruñón de pelo negro que vivía con identidad falsa desde que había emigrado a Francia. Sus alumnos lo llamaban maestro Juremi.
– Probablemente -dijo el protestante con aire taciturno y volviendo la cabeza hacia otro lado, pues aunque se emocionaba con facilidad, no le gustaba demostrarlo.
Antes de convertirse en maestro de esgrima había desempeñadotodos los oficios y recordaba con nostalgia el poco tiempo en que había trabajado como ayudante de un boticario. No obstante, cuando Jean-Baptiste le enseñó a usar el pesillo y el alambique, optó por renunciar a ganarse el pan con los embates del florete. Se hicieron socios, y juntos huyeron a Levante.
– ¡Es una barbaridad! -exclamó de pronto el protestante, levantándose de su asiento-. ¡Cómo si todo esto fuera culpa mía!
Dio dos zancadas por la terraza y luego se volvió hacia su socio.
– No nos separamos porque me niegue a ir contigo -continuó- sino porque has tomado la decisión tú solo, y creo que un poco precipitadamente.
– ¿No eras tú quien ayer proponía marcharse de El Cairo y partir hacia el Nuevo Mundo? -se defendió Jean-Baptiste.
– Hacia el Nuevo Mundo tal vez, pero no a las órdenes del cónsul. Créeme, si un día fuera hacia las tierras vírgenes, no sería para llevar allí a unos jesuítas.
– Oh, los jesuítas… -exclamó Jean-Baptiste-, un pretexto como otro cualquiera. ¿Crees que me interesa esta misión? Me río de su embajada y de los servicios al Rey. Pero si son tan necios como para proporcionar monturas, pertrechos y armas, ¿debería ser yo más necio aún y rechazar todo lo que me ofrecen?
– No importa, ya te han atrapado.
– ¿Atrapado? Bromeas. No tengo por qué hacer lo que esperan que haga. Si me gusta un sitio, me quedo y basta; pero si me place ir a otro lugar, no me lo pensaré dos veces. Pueden irse al diablo con su embajada. Tengo curiosidad por ver Abisinia, y ése es mi único objetivo. Por lo demás, si me siento bien allí, hasta podría quedarme.
Tras un largo silencio, el maestro Juremi entró en la casa donde ardía una vela, descolgó dos floretes y tomó los petos de cuero sin pronunciar palabra. Desde que se dedicaban a la farmacia, la esgrima se había convertido en una distracción para pasar las noches de verano. Se pusieron en guardia.
– Bueno -dijo Jean-Baptiste antes de blandir el arma-, te conozco, vas a venir.
– No me harás cambiar de opinión -replicó el maestro Juremi-, pero te deseo buen viaje.
En cuanto empezaron a sonar los floretes la tristeza que los atenazaba desapareció conio por ensalmo.
Había que preparar minuciosamente la caravana que iba a emprender viaje a Abisinia con Hadji Ali al frente, acompañado de Poncet y su criado Joseph. Para que todo pareciera absolutamente natural y los turcos no sospecharan nada, era imprescindible que el consulado se mantuviera al margen y que Jean-Baptiste fingiera no estar demasiado interesado en el asunto. Así pues, Hadji Ali asumió la responsabilidad de comprar él solo los camellos y las mulas, además de sillas, bridas y arneses para los animales de carga. Se había acordado que el señor De Maillet pagaría los gastos iniciales que el mercader tuviera a bien calcular, lo cual suponía otro pretexto para obtener más beneficios. Con estas ganancias, Hadji Ali compró mercancías, que cargó sobre las bestias con la idea de cambiarlas en Abisinia por oro y algalia, y de este modo doblar sus haberes al regreso.
El cónsul redactó una carta para el Negus y ordenó al señor Macé que la tradujera al árabe. Para mayor precaución, le encomendó a éste que un erudito monje siriaco, el hermano François que residía en la ciudad árabe, comprobara su traducción. Por último se estamparon los sellos de Francia y remitieron la misiva a Poncet. También fue necesario conseguir los presentes destinados a los príncipes cuyas tierras iban a atravesar, de acuerdo con la tarifa rigurosa e inmutable que estipulaba la tradición.
Jean-Baptiste, por su parte, reunió un arsenal de remedios para todos los imprevistos imaginables en un cofre que el señor De Maillet le había proporcionado para tal fin. También se ocupó de las armas y acomodó un gran mosquete en la montura de Joseph. Jean-Baptiste se ocupó de guardar la pólvora y los cebos. Aparte de los dos sables,mandó preparar para uso propio dos pistolas, y las deslizó en las fundas de su silla.
Mientras se llevaban a cabo los preparativos, el consulado se convirtió en el cuartel general donde los miembros de la caravana se reunían discretamente cada noche antes de la cena para informar sobre la marcha de las operaciones. El supuesto Joseph se había quitado ya sus hábitos de jesuita para pasar desapercibido, aunque aún no se vestía de criado, para no resultar sospechoso a los ojos de los domésticos y por miedo a que hubiera algún espía entre ellos. Hadji Ali, Poncet y hasta el maestro Juremi, que también ayudaba en los preparativos a pesar de que no era uno de los viajeros, iban y venían por el consulado como si tal cosa. El señor De Maillet toleraba de buen grado esta situación porque sabía que todo aquello acabaría muy pronto. Estas visitas bulliciosas que tanto fatigaban a la señora De Maillet entusiasmaban a su hija Alix, pues le brindaban la ocasión de ver un poco de gente sin salir de casa. Además tuvo la oportunidad de cruzarse varias veces y muy de cerca con el joven que había visto en el jardín y enterarse de quién era. Jean-Baptiste hacía alarde de una sabia cautela y procuraba no comprometer a la muchacha dirigiéndose a ella directamente. Alix tuvo la agradable impresión, desde el primer momento, de comunicarse con él como si estuvieran a solas. La primera vez que experimentó esta deliciosa sensación fue el día en que tuvo lugar una larga discusión a propósito de los bultos que cargarían las mulas y los dromedarios. En contra de la opinión generalizada, Jean-Baptiste insistía en que estos últimos soportaban menos peso que los équidos. Discutía esta cuestión con Hadji Ali, aunque el cónsul, el señor Macé y el padre De Brevedent también metían baza de vez en cuando. Aprovechando las nuevas costumbres del consulado, donde ya no se cerraban las puertas, Alix entró en la sala donde se celebraba la reunión. Se sentó en un taburete a cierta distancia y simuló bordar mientras observaba a los visitantes. De pronto le pareció que el joven sólo hablaba para ella. Era una impresión extraña. El discurso de Jean-Baptiste rebotaba sobre la masa opaca de hombres situados enfrente de él, y que la muchacha sólo veía de espaldas, a contraluz. Las palabras de aquel joven llegaban a sus oídos redondeadas como peladillas, pues el sonido de las sílabas las atenuaban hasta despojarlas de sentido. Era como una música destinada a ella, con el único objeto de embelesarla, cosa que lograba a las mil maravillas. Si hubieran tenido una verdadera conversación, la muchacha habría estado pendiente del sentido de las palabras, pero este diálogo silencioso era pura emoción.De vez en cuando el joven miraba en su dirección. Sus ojos parecían llevarle lejos, hacia un punto remoto, mucho más allá de la ventana; seguramente los demás sólo percibían en su actitud la inspiración imprecisa que persigue el orador en algunos momentos. Pero ella, con una certeza que le parecía infalible, sentía que aquella mirada se posaba en la suya y que la luz, que reflejaba su rostro y sus largos cabellos rubios, aspiraba su imagen y su persona a través de la pupila negra de aquel ojo y más allá, hasta el corazón recóndito del hombre. Pero aunque los juegos de miradas inflamen la imaginación, no mitigan el sentimiento. Lejos de apaciguar sus deseos de aproximarse al joven, Alix era consciente de que aquellas señales turbadoras aumentaban de día en día. Lamentablemente, Jean-Baptiste no hacía nada para acortar la distancia que los separaba, y ella tampoco podía debido a la dignidad de su posición y al pudor de su sexo.
Sin embargo, una tarde, amparándose en su madre como parapeto moral, Alix casi tuvo el atrevimiento de abordar al joven cuando entraba en el consulado y ella deambulaba por el jardín con su madre. Cuando el médico pasaba a su altura por la alameda, ella miró el arbusto junto al que Jean-Baptiste se había arrodillado hacía poco, y dijo con una voz clara para que él la oyera:
– ¿Por qué no le pregunta a ese señor, que conoce tan bien las plantas, el nombre de ese arbusto que vimos ayer y cuyo origen ignoramos?
Jean-Baptiste se detuvo, saludó con un ademán espontáneo y contestó con aplomo:
– Yo también lo he visto. Se trata de una especie desconocida; ni siquiera Linneo la recoge en su clasificación botánica. Parece que esta especie es más propia de las regiones.del sur. La planta nunca rebasa este tamaño y sólo da flores una vez en su vida, unas flores de color rojo intenso, y durante unos instantes únicamente. Algunos asocian este arbusto con el pasaje de la Biblia que alude a la famosa zarza ardiente.
Al decir estas últimas palabras miró a la joven directamente a los ojos, y fue entonces ella la que ardió de rubor. Luego la saludó con premura y se fue.
La señora De Maillet, que no había notado la turbación de su hija, estuvo comentando un buen rato esta explicación del Evangelio que tanto la había entusiasmado. Sólo una semana después, al confiarle la anécdota a su confesor* se enteró de que tales explicaciones simbólicas o científicas de las Sagradas Escrituras eran meras patrañas inventadas por cabalistas o filósofos impíos.Cuando llegó la víspera de la partida, Alix se percató de repente de que aquellos días de alboroto y de alegría iban a terminar y que nunca le había dicho una palabra en privado a aquel joven, que quizá se dejara la vida en un viaje tan peligroso. Por un instante se preguntó si sería posible un acercamiento. Como de costumbre, en el momento de franquear la puerta que la ayudaría a salir del mundo de sus sueños se quedó dudando. Aquella reacción tan propia de ella le hizo pensar en su escaso talento para la vida real y trató de convencerse de que todos los sentimientos, todas las miradas, todos los pensamientos que había dedicado a aquel hombre sólo habían sido producto de su imaginación. A fin de cuentas, él nunca había intentado hablarle ni tan siquiera hacerle llegar una nota. En el momento en que hubiera dado el primer paso, se habría llevado un desengaño. ¿Quién se creía que era? ¿Qué podía pretender un retaco mofletudo como ella? En el fondo, era lo mejor que podía pasar. No la reconfortaba ninguna certeza aunque tampoco había sido rechazada, de modo que conservaba intactas las ilusiones y fantasías que había devanado en aquellas jornadas tan dichosas. ¿Qué más podía esperar?
Jean-Baptiste, por su parte, estaba sumido en una gran perplejidad. Iba a emprender un viaje que anhelaba con todas sus fuerzas, por el mero afán de descubrir y aventurarse por otros mundos, y se preparaba para ello con entusiasmo. Pero el encuentro con Alix lo había sumido en una tremenda inquietud.
La melancolía de su primer encuentro, en el puente de Kalish, dejó paso a la fútil ensoñación del segundo, en la ventana del consulado, y luego a las frecuentes visitas y entrevistas cotidianas. Jean-Baptiste había tenido tiempo suficiente para apreciar con claridad los sentimientos que al principio sólo había podido intuir, y para observar minuciosamente a la joven cuyo nombre ya no olvidaría jamás. La proximidad, lejos de disipar la primera impresión de gracia y de misterio, la había fortalecido, y ahora ya era tan intensa que se había apoderado de sus sueños hasta el punto de añorar a Alix cuando no la veía.
Al margen de la condición social que los separaba y que había tratado de ignorar también, se levantaba ante ellos una barrera insufrible, que no obstante sus ojos franqueaban sin cesar. Jean-Baptiste estaba desamparado.
Este período de preparativos y encuentros cotidianos apenas duró una corta semana, poco propicia para indagar en los sentimientos debido a la confusa excitación originada por el viaje. Por otra parte, ¿aquién iba a confiar sus sentimientos? Al maestro Juremi le repelían las cuestiones amorosas y nunca había sabido dónde acababa la rectitud estrictamente protestante y dónde empezaba la desvergüenza de los hombres de armas. Y aparte de él, Jean-Baptiste, que era el confesor de toda la ciudad, no conocía a nadie capaz de invertir los papeles y escucharle. De repente se sintió el más solo y desgraciado de los hombres; ese pensamiento extraño que lo invadía ahora cuando estaba a punto de emprender un viaje tan vertiginoso, le permitió conocer por primera vez en su vida la paradójica dulzura de compadecerse a sí mismo. La víspera de la partida, a última hora de la tarde, echó a andar hacia la ciudad árabe, dejó atrás dos cortejos nupciales que abandonaban la mezquita de Al Azar y se internó en el jardín de Roda.
Un hombre que se proponía meditar antes de abandonar a sus semejantes no podía encontrar en todo El Cairo un lugar más adecuado como jardín de los Olivos que aquel lugar poblado de sagús ventrudos, grandes mangos de troncos torturados y sobrias acacias. Sin embargo, tan pronto como hubo llegado a aquel paraje solitario, Jean-Baptiste se percató de lo poco predispuesto que estaba para entregarse a la desesperación. Las plantas crasas del jardín emanaban sus perfumes oleosos al aire cálido que ascendía del suelo. Unos viejos jardineros descalzos regaban las plantas jóvenes con aire pensativo y el agua, al correr por la tierra seca, runruneaba lenta y deliciosamente. Los días seguían siendo largos, de modo que todavía podría disfrutar un rato de aquel atardecer bañado en sombras cárdenas. Al final, Jean-Baptiste se sentó en un banco, se rió para sus adentros por haber sido tan estúpido como para consentir que la tristeza lo atormentara y se juró que no volvería a ocurrir.
Entonces intentó considerar la situación con la mayor frialdad posible. Primero sopesó su falta de experiencia, pues aunque hacía mucho tiempo que las mujeres le brindaban gustosamente sus favores, nunca se había sentido afectado por los amores que inspiraba su persona1. Estas pasiones no compartidas no le habían enseñado gran cosa, salvo a eludir los sinsabores que en ocasiones pudieran causar los celos desaforados de ciertos maridos, como uno furioso que le obligó a salir corriendo de Venecia. Por lo demás, desde que vivía en El Cairo, había sido lo bastante sensato como para salir airoso de las trampas que le había tendido alguna que otra otomana bella y fogosa. Un bey que le tenía aprecio, incluso le había propuesto casarse con su hija mayor, con la condición, evidentemente, de que se hiciera turco para la boda,pero Jean-Baptiste había alegado esta obligación para librarse de un asunto que a su modo de ver no guardaba ninguna relación con los sentimientos.
Afortunadamente era bastante lúcido como para no confundir esos juegos y placeres con el amor, y admitía sin reparos que nunca lo había encontrado. Pero ni se afligía ni se arrepentía de ello; era así, simplemente. Ninguna mujer le había despertado jamás esa turbación perdurable, esa captura del pensamiento, o esa esclavitud del corazón y de los sentidos que debía de ser el amor. Se había acostumbrado a ver únicamente el lado bueno de las cosas que le ocurrían, y más bien se alegraba de que la pasión nunca hubiera puesto trabas a su libertad. Tal vez por eso le disgustaba en cierto modo la idea de no poder librarse de la imagen tierna y turbadora de la señorita De Maillet en el momento en que iba a emprender un viaje de tal envergadura.
Un pobre anciano, sentado en la grupa de su borrico, pasó lentamente por el camino. En la quietud silenciosa de la noche, el viejo chascaba la lengua al ritmo quedo de los cascos del animal. El asno llevaba atado al petral una cesta repleta de higos chumbos. Cuando estuvo cerca, Jean-Baptiste le hizo una señal al campesino, le tendió una piastra y obtuvo cuatro higos a cambio. Empezó a pelarlos con una navaja, mientras meditaba sentado en el banco.
Ahora ya no lamentaba haber caído en las redes del amor, pues estaba seguro de que esta vez no podía ser otra cosa. No obstante, la cuestión era qué hacer, pero no se le ocurrían buenas soluciones. Si se quedaba en El Cairo, se expondría a la animosidad del cónsul, que no dudaría en perseguirle u obligarle a exiliarse de nuevo. En ese caso era absurdo imaginar cualquier relación con su hija. Trató de pensar que aquella pobre niña estaba más contenta simplemente porque veía a más gente. Por otra parte ella era hija de un aristócrata y eso no se podía cambiar. Jean-Baptiste estaba convencido de que un hombre como él no tenía ninguna posibilidad, y menos aún si prescindía de la posición efímera que su misión le había conferido. Por otra parte, si se marchaba, quizá no la volviera a ver nunca más. Probablemente fuera la mejor solución. Todo pasa, y las impresiones nuevas del viaje le ayudarían a olvidar los buenos y los malos recuerdos.
Algo le decía sin embargo que podía aunar lo irreconciliable, esto es, no renunciar ni al deseo de conocer Abisinia e ilustrarse ni a la tentación de conquistar a la inaccesible Alix de Maillet, una muchacha que parecía haber sido creada para encontrarle y hacerle feliz.El higo chumbo era jugoso y dulce. Le gustaba el delicioso contraste de las pepitas duras y la carne tierna del fruto, así que tomó otro, pero se pinchó. «Pincha porque es dulce», pensó.
Era una de esas frases sin sentido aparente que a veces surgen en el curso de otra reflexión. Sin duda pretendía decir que el cactus tiene pinchos porque protege su fruto de los animales que pudieran codiciar su dulzura. Pero su mente, dislocada de tanto cavilar sobre el problema que le obsesionaba, captó esa paradoja y la transpuso. Se quedó deslumhrado, como presa de una iluminación. «Eso es -pensó, dejando a un lado los higos chumbos-, eso es exactamente. Entre ella y yo hay tremendos obstáculos que sólo pueden ser superados en circunstancias muy especiales. Si no tuviera que marcharme de El Cairo, nunca la habría visto, nunca me habría acercado a ella y nada habría sido posible. Pero la misión que me han confiado, que sin duda me enfrentará a grandes peligros, puede asegurarme un gran triunfo a cambio. Voy a Abisinia, sano al Negus, vuelvo con la embajada que me piden y la acompaño a Versalles. Luis XIV me otorga un título de nobleza y el cónsul no podrá negarme a su hija. Eso es. Hoy, los higos pinchan, pero mañana, gracias a ellos, saborearé la dulzura.»
El joven se puso de pie y, sin cesar de murmurar, llegó a la salida del jardín a grandes zancadas. En cuanto dio con la clave del asunto, lo demás llegó sin darse cuenta. Así que elaboró espontáneamente un plan de conducta, lo consideró excelente y se prometió llevarlo a cabo.
A partir de ese momento lo vio todo con otros ojos, y muy particularmente la misión que le habían confiado. De entrada se había imaginado, sin entusiasmo, que sólo serviría a los designios del Rey de Francia y del Papa. Pero ahora estaba convencido de que también podía ser el artífice de su felicidad. La cuestión adquiría otro cariz.
Cuando el señor Macé preguntó a unos barqueros en Boulac, un puerto fluvial próximo a El Cairo, éstos le indicaron que dos capuchinos remontaban el delta en un viejo falucho. Todavía estaban a tres jornadas de la ciudad, pero la noticia de su llegada precipitó los preparativos, y la partida se fijó para dos días después, un lunes. La víspera, el padre De Brévedent, a quien el señor De Maillet no acababa de ver como criado, le había pedido permiso al cónsul para oficiar personalmente la misa en el consulado. Era imprudente utilizar la capilla principal, donde el servicio dominical reunía a todo bicho viviente de la colonia, así que la misa se celebró en la sala de audiencias, bajo el retrato del Rey. Además de la familia De Maillet al completo, entre los asistentes se encontraban el padre Gaboriau, el señor Macé, el dragomán señor Frisetti y Jean-Baptiste. Como de costumbre, éste no intentó acercarse a Alix, pero cruzó con la muchacha una última mirada en la que ella mostró su alegría.
El cónsul sólo supo apreciar en el comportamiento del médico una total ignorancia de la liturgia más elemental. Este detalle confirmaba, por si fuera necesario, la escandalosa falta de fe del diplomático.
Al término de la ceremonia se sirvió un pequeño refrigerio en el salón contiguo. Después de las congratulaciones, Jean-Baptiste pidió al cónsul una última audiencia en privado.
– Bueno -le espetó el cónsul malhumorado en cuanto estuvieron solos-, y ahora qué pasa…
– Debo informarle -empezó Poncet- que mi socio no puede quedarse en El Cairo en mi ausencia. Él prepara las recetas, según mis instrucciones, y solo no puede hacer nada. De manera que va a marcharse a Alejandría, donde hay un boticario que le reclama desde hace mucho tiempo.
– Muy bien -dijo el señor De Maillet-, pero eso, si no es mucho preguntar, ¿en qué me afecta a mí?
– A eso voy. El arreglo es provisional. Cuando regrese de Abi-sinia…
El cónsul bajó la mirada.
– En fin -prosiguió Jean-Baptiste con voz firme-, el maestro Juremi volverá cuando yo regrese de Abisinia y entonces continuaremos con nuestros asuntos aquí.
– Es una idea excelente.
– Y bien…
– ¿Cómo que y bien?
– Dejamos nuestra casa como está.
– No veo ningún inconveniente. No se mortifique por el alquiler -dijo el cónsul con resignación, que se imaginaba adonde quería ir a parar el médico.
– No se trata de eso. He agregado un año de renta en los gastos.
– ¡Entonces no hay más que hablar!
– Se equivoca -dijo Poncet, que después de haber dado dos vueltas, paso a paso, por la exigua estancia, se topó literalmente con el cónsul y se quedó plantado delante de él, rebasándole con creces-. La casa no tiene importancia, pero su contenido es infinitamente precioso. Allí está todo nuestro material, aunque aún no es gran cosa. Nuestro mayor trabajo ha sido incrementar el número de plantas valiosas, plantas que hemos cruzado con mucha paciencia estos últimos años y que no deben desaparecer.
– Daré órdenes a alguno de mis criados para que las rieguen…
– ¡Para que las rieguen! ¡Sus criados! ¡ Ah, señor qué poco sabe usted de esas cosas! -exclamó Poncet, alzando los ojos al cielo-. ¿Piensa realmente que basta con que una persona cualquiera vierta unas gotas de agua en cualquier momento para mantener con vida un tesoro?
– Sin duda -farfulló el cónsul-, eso creo.
– ¡Pues se equivoca! -sentenció Poncet-. No es así. La gente nos paga precisamente por todo lo que debemos saber sobre ese mundo extraño o infinitamente más complejo que las mayores intrigas humanas. No puede imaginarse cuánta paciencia, intuición y memoria se requiere para cuidar con inteligencia a todos esos seres vegetales, furiosamente hostiles entre sí.Jean-Baptiste, como siempre que hablaba con pasión, hacía grandes gestos con los brazos.
– Una determinada especie, por ejemplo, puede morir si la temperatura aumenta unos grados más de la cuenta. Usted lo sabe, y cree que basta con abrir una ventana. Craso error, porque puede producirse una corriente de aire y al día siguiente a lo mejor está muerta.
Explicaba la cuestión como si se tratara de un genocidio, y el señor De Maillet lo miraba espantado, con los ojos muy abiertos.
– Y otra -continuó Jean-Baptiste con tono de voz que sobresaltó al cónsul- absorbe toda el agua que usted le ponga. Entonces se satura, las hojas se hinchan, se ponen turgentes, hasta el punto de que parece una planta distinta, pero usted sigue echándole una cubeta de agua cada mañana. De pronto entra en un ciclo seco. No hay indicios del cambio, en apariencia, a no ser unas pequeñas señales casi imperceptibles que los botánicos han tardado casi un siglo en descubrir. Y ahí, de un día para otro, un solo vaso sobre las raíces es suficiente para que se pudra por completo. También hay algunas que no pueden estar junto a determinadas especies porque se devoran, se estrangulan, luchan a muerte con toda la fuerza de sus ramas. Se cree…
– Me parece que he comprendido -le interrumpió el cónsul, impaciente por reunirse con los demás-. Así pues, ¿qué necesita para mantener vivas a sus huéspedes?
– Necesito una persona instruida que sepa leer bien, pues lo hemos dejado todo escrito. En nuestra casa tenemos cuadernos con la descripción de cada especie, su emplazamiento, su origen, sus enfermedades, su.alimentación, el riego, cómo respiran… Pero eso no es todo. Hay sabios que no pueden tocar una planta sin ponerla en peligro. Gracias al esfuerzo que nos ha supuesto conocer al vegetal, hoy éste nos conoce por instinto y en cuanto nos ve. Pongamos por caso que Macé se encarga de cuidar nuestra casa. Pues dentro de una semana la habría convertido en una tumba.
– Entonces, ¿quién? -preguntó el cónsul, consternado al darse cuenta de que había descartado a su candidato antes de proponerlo siquiera.
– Ya se lo he dicho, la presencia de algunos humanos favorece el crecimiento de las plantas. Nosotros, los botánicos, acabamos sabiendo quién tendrá sus favores, inexplicablemente. Aquí sólo hay una persona que puede tener ese don de la naturaleza.
– Gracias a Dios que por lo menos hay una -dijo el cónsul, ímpaciente por poner fin a la conversación-. Déme su nombre para ponerla inmediatamente sobre aviso.
– Es la señorita, su hija.
Después de soltar la bomba, Poncet retrocedió dos pasos y esperó. El cónsul estaba desconcertado.
– Mi hija es una persona de abolengo -dijo al fin, con expresión de ofendida dignidad-, y está completamente por encima de semejantes quehaceres.
– Sin embargo, la naturaleza la ha hecho digna de ellos.
– Poco importan aquí los designios de la naturaleza, si la sociedad no lo admite. Quítese esa idea de la cabeza y busque a otro candidato, se lo ruego.
– No lo hay.
– Pues en tal caso ya le daremos una indemnización por sus plantas.
– No es cuestión de dinero -replicó Jean-Baptiste poniéndose muy serio.
Luego se acercó al cónsul y le habló con un tono sosegado.
– Piense que no le pido nada del otro mundo. Mañana mi socio y yo nos habremos ido y la casa quedará vacía. La señorita, su hija, encontrará dos o tres cuadernos escritos en latín en una repisa. Estoy seguro de que posee la gracia necesaria para cuidar las plantas y que tiene la intuición precisa para darles lo que necesitan.
– Veo que sigue insistiendo, pero ya le he dicho que no voy a satisfacer ese capricho. Mi hija no irá.
– En tal caso -exclamó Jean-Baptiste-, yo tampoco iré. Ya encontrará a otro que vaya a husmear las costras del Negus.
– Un poco de respeto, señor. Se trata de un rey.
– Se trata de un rey y de sus costras. Las dejo en sus manos.
Jean-Baptiste se despidió con una reverencia y abrió la puerta.
– ¡Ya vale, Poncet! -gritó el cónsul-. Su chantaje no tiene límites. Escúcheme, pero antes cierre esa puerta.
El médico se quedó en el vano.
– Hace ocho días que hace usted lo que quiere con nosotros, pero ya basta. Se lo digo solemnemente: arrégleselas como mejor le parezca con su casa, pero eso que me propone es intolerable. Y márchese a Abisinia, porque si no…
– Si no, ¿qué?
– Si no haré que lo arresten inmediatamente. Tengo autoridad sobre cada uno de los habitantes de esta ciudad, y no tendré reparos en ejercerla contra usted.
– En tal caso, ya me puede arrestar.
– ¡No me provoque! -gritó el cónsul.
Poncet tendió las manos para que le pusieran las esposas.
– Bueno, ¿a qué espera?
Atraídos por las voces, el señor Macé y el padre De Brévedent entraron en la sala y calmaron a los dos hombres. Poco después Poncet volvió a su casa, no sin antes decirle al cónsul que no cambiaría de parecer y que tenía la noche por delante para reflexionar. El señor De Maillet se sentía tan abrumado por este último incidente que se negó a dar explicación alguna a su secretario y al jesuita, y se retiró inmediatamente a sus aposentos para descansar. Su mujer fue a reunirse con él, muy preocupada al verle tan alterado. Se lo encontró estirado en la cama, con la cabeza recostada en dos almohadones, y él sintió gran alivio al poder confiar a su esposa la proposición indecente del joven.
No se puede decir que la señora De Maillet fuera una persona sin honor, pues al igual que su marido tenía un gran concepto de su rango. Pero a menudo las mujeres saben distinguir mejor lo esencial de lo accesorio. Con dulzura y mucho tacto le insinuó a su marido que ciertamente sería menos perjudicial ceder a esta última exigencia de Poncet que resistirse. Argumentó que si el boticario no emprendía el viaje continuaría acosando al cónsul un día tras otro y le ocasionaría tantos quebraderos de cabeza que su salud acabaría por resentirse irremediablemente. En cambio, si el señor De Maillet aceptaba, los inconvenientes serían de escasa importancia, insignificantes.
– La casa quedará vacía. Todos saben que está llena de plantas y de libros de ciencia. Mandaremos a Alix con el padre Gaboriau para cuidarlas; nadie verá nada malo en ello. Y respecto a nuestra hija, le hará bien salir y moverse un poco.
– Pero ¿cómo ha podido poner sus ojos en ella? -dijo el cónsul, incorporándose-. ¿Habrán tenido alguna relación secreta en nuestra casa?
– Cálmate, querido, yo doy fe de que nuestra hija es extremadamente pudorosa. El sólo le ha hablado una vez, y en mi presencia.
Tras decirle esto le contó en pocas palabras la escena en el jardín.
– Por eso -añadió ella- tendrá la intuición de que tiene cualidades para el cuidado de las plantas. Y puedo asegurarte que tiene razón. Cuando alguna de mis plantitas se mustia por el calor o por la sequedad, se la confío a Alix. Ella la lleva a su habitación, y unos días más tarde me la devuelve lozana.
La señora De Maillet estuvo tan acertada que su marido se rindió a sus razonamientos. Además, algo le decía que Poncet no tenía ninguna posibilidad de volver del viaje. Así pues, aunque sus palabras escondieran algún propósito deshonesto, nunca tendría ocasión de ponerlo en práctica. Aliviado por haber vencido este último obstáculo, que en parte había originado él mismo, el cónsul mandó a su joven esclavo nubio a casa de Jean-Baptiste con el encargo de hacerle llegar la siguiente nota: «Mi hija irá a su casa cada día con el padre Gaboriau para cuidar las plantas. Ahora, vayase.»