IV LA OREJA DEL REY

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Hasta Alejandría no ocurrió nada digno de mención. El jesuita velaba por los tres abisinios y se adelantaba a sus menores deseos. Los desgraciados no decían una palabra pero parecían preguntarse por qué, de repente, aquel hombre se comportaba como su esclavo si ellos no se habían convertido en su señor. En cuanto al canciller Fléhaut, no despegó los labios durante toda una etapa y sufría lo indecible cuando las necesidades del viaje le obligaban a perderse la hora habitual de sus comidas.

Alejandría fue el escenario del primer incidente grave. Los dos coches llegaron al puerto al caer la noche y se dirigieron hacia un antiguo lazareto que un francés llamado Rigot había transformado en hotel. Era un hombre del señor De Maillet, e informaba al cónsul a cambio de protección. Éste acogió a los viajeros, les dio de cenar y los alojó en dos pabellones discretos donde les sirvió él mismo. Pero desgraciadamente el cochero de la calesa donde viajaban los abisinios, un viejo árabe de Alejandría, prefirió pasar la noche en su casa, y de camino se encontró con un primo suyo, que era uno de los muftís más violentos de aquel barrio popular. Le habló de los abisinios y de la escolta de francos, y el primo se metió esta interesante noticia en el bolsillo de su chilaba.

La mañana siguiente era el día del embarque en la galera real. En el puerto reinaba un ambiente muy bullicioso; la multitud de porteadores con bultos en la cabeza subía y bajaba por las pasarelas del barco. La gente se saludaba entre los puentes y el muelle, y desde la sombría planta de los remeros llegaban voces. El sol, en su cenit, hacía reverberar el enlucido blanco de las fachadas del puerto, las banastas de frutas y hasta las toscas telas de los sacos que izaba una grúa de madera. La carroza en la que viajaban Jean-Baptiste, el padre Plantain y Fléhaut se abrió paso lentamente entre aquel tumulto. Unos niños jugaban a agarrarse a las grandes ruedas de madera del carruaje. Cuando se detenía, uno u otro estaba cabeza abajo y se reía. Detrás iba el cabriolé, cuya capota adquiría al sol un color azul de ultramar. Paulatinamente, la multitud se interpuso entre los dos vehículos, que quedaron a varios metros de distancia entre sí, mientras el jesuíta, pegado a la ventanilla posterior de la primera carroza, lanzaba exclamaciones de contrariedad y de inquietud. El convoy estaba aún a cincuenta pasos del navio cuando se produjo un altercado tan violento y tan rápido que sorprendió a todos. Un egipcio alto, vestido con una amplia túnica ocre y tocado con un casquete ribeteado de encaje, se acercó al cabriolé, que estaba prácticamente parado, y retiró con brusquedad la capota azul. Los tres abisinios aparecieron a pleno sol, hechos un ovillo y aterrorizados. En ese mismo momento, otro individuo que apareció por el lado izquierdo del caballo se plantó al lado del cochero y le ordenó que se detuviera, exigencia que el viejo árabe acató de muy buen grado, sobre todo porque el hombre que estaba junto a él era su primo. Éste se puso a lanzar enérgicas exclamaciones de almuecín, y todos los musulmanes que se concentraban en el puerto levantaron la vista para escucharlo. Empezó a soltar una vehemente arenga señalando a los tres abisinios que estaban hechos un ovillo en sus sayos de muselina. Y de vez en cuando, el provocador levantaba el puño hacia la primera carroza.

– Voy para allá -dijo el padre Plantain, agarrando la manija de la portezuela.

Pero Jean-Baptiste se lo impidió.

– Si va será hombre muerto -dijo.

Luego sacó la cabeza por el hueco situado a espaldas del cochero y le ordenó que hiciera avanzar los caballos como fuera. El cochero, que era un alemán de la colonia, le entendió enseguida. Dio unos latigazos a los caballos, que se encabritaron y abrieron paso entre el gentío vociferante. Poco después el vehículo llegó junto al navio. Poncet corrió a bordo empujando al tembloroso Fléhaut, al tiempo que tiraba firmemente con la mano del jesuíta que pretendía socorrer a los abisinios. En el portalón se toparon con el capitán, que les esperaba con el cadí. Aquel viejo dignatario musulmán estaba dispuesto a ejecutar las órdenes del pachá, tal como ya se habían asegurado el día anterior, siempre y cuando se agregara una retribución sustanciosa para dar más valor a su palabra. Pero el cadí ya les había advertido de antemano que aunque el Gran Turco hubiera dado su autorización, estaba prohibido embarcar cristianos africanos. La operación podía ser delicada, pues independientemente de la posición que ocupara, cualquier musulmán tenía derecho a oponerse con toda legitimidad. No obstante, ahora que se había producido aquella circunstancia irreparable, el procer levantó los brazos al cielo y afirmó que no se podía hacer nada.

Ya no se veía el cabriolé, que fue asaltado por un grupo de hombres vocingleros. El padre Plantain se retorció las manos con una expresión de profundo dolor.

Jean-Baptiste, que no había perdido el tiempo, terminó de embarcar el equipaje con la ayuda de dos marinos. En el momento en que subían a bordo los últimos baúles, vieron que la multitud abandonaba el cabriolé y se alejaba empujando con ellos a los tres abisinios, de los que apenas se distinguía de vez en cuando un palmo de algodón blanco. El muftí que había capitaneado el asalto dirigió luego su perorata contra la carroza de los francos, y parte del populacho se aproximó. Poncet le indicó al alemán con una señal que podía partir; el postillón hizo restallar el látigo, los caballos se echaron al galope y la carroza desapareció en una confusión de gritos, sandías reventadas y polvo de harina. Sin embargo, el gentío, enfurecido ante esa partida, empezó a señalar el navio, y varios moros con el torso desnudo saltaron sobre las amarras para intentar trepar hasta cubierta.

El segundo de a bordo llevó a los tres francos hasta una sala oscura sobre el alcázar y atrancó la puerta. Entretanto, el capitán, con la ayuda del resto de la tripulación, intentaba mantener a raya al gentío. En el muelle, cientos de voces clamaban que la venganza del Profeta cayera sobre los ladrones de africanos.

Finalmente el gentío se dispersó y la galera pudo soltar amarras. En cuanto estuvieron en mar abierto, el capitán fue a liberar personalmente a los viajeros y a presentarles sus respetos.

– ¿Qué pasará con los abisinios? -preguntó el padre Plantain, más trastornado por la noticia que si hubiera perdido a sus propios hijos.

– A estas horas -dijo con cortesía el capitán- probablemente ya serán turcos. Mahoma tiene tres fieles más. Tal vez sea muy triste para ellos, pero alegrémonos porque el Rey de Francia ha estado a punto de tener tres subditos menos.

Tras decir esto con una sonrisa, agarró con familiaridad a Poncet y al jesuita del brazo y les invitó, conjuntamente con Flèchaut, a dirigirse hacia la cámara de oficiales. Pero ni siquiera el buen humor de aquel marino oriundo de Flandes, nacido en Dieppe, que se hacía llamar De Hooch, pudo impedir que ese incidente sumiera a los tres pasajeros en una pertinaz melancolía durante todo el viaje.

Era el mes de octubre. En el mar soplaba un vivificante viento de popa que favoreció el descanso de los condenados a galeras. Aparte de los remeros que no se veían, la tripulación era de militares que hablaban poco. La etapa más larga del viaje se prolongó hasta Agrigento. Cuando se perdió de vista la costa egipcia, Fléhaut se encerró en su camarote y se resistió con tanto ahínco a tomar alimento que estuvo en un tris de morir de inanición. Poncet mandó que le sirvieran unos remedios en las sopas, pero en realidad no agregaba nada. El canciller agradeció al médico los cuidados dispensados, sin sospechar que más bien debía darle las gracias al cocinero.

El jesuíta tampoco era mejor compañero. Rezaba horas enteras en la proa, y el grumete que fregaba el puente hacía un círculo a dos pasos de donde estaba el cura para no molestarle. Jean-Baptiste pensó que posiblemente pedía perdón a Dios por el asunto de los esclavos abisinios. Pero al cabo de dos días se dio cuenta de que el cura tenía más miedo que otra cosa, y que si invocaba al cielo era más bien a propósito del futuro que del pasado. Su único anhelo era no naufragar.

El capitán De Hooch, hijo de marino y leal soldado, fue la única persona con quien Jcan-Baptiste mantuvo conversaciones francas y placenteras. Aquel hombre había luchado valientemente en la guerra de Holanda. Había sido el segundo de a bordo en un barco que había tomado parte, bajo el fuego, en la victoria de Beachy Head, a las órdenes de Tourville. De Hooch profesaba al rey Luis XIV una auténtica devoción, aunque sólo había visto al soberano una vez y desde muy lejos. No obstante conocía muchas de sus gestas, anécdotas de su infancia -en los años de la Fronda- que habían conmovido a todo el país; crónicas de su gloria, de sus batallas, de su matrimonio y de sus alianzas; también aventuras amorosas, y el retrato popular que habían hecho de él sus amantes y sus bastardos. En los últimos cinco años de navegar por Oriente, De Hooch no había tenido acceso a los episodios más recientes, así que solía hablar del primer período de su reinado -que se había convertido en una leyenda- y de la única guerra donde había tomado parte personalmente. Si Poncet hubiera estado en Europa los años anteriores, habría comprendido que De Hooch no sabía nada que no supieran los franceses. Pero allí, en aquel paisaje de olas verdes y malvas, bajo aquellos claros de nubes iluminados por rayos oblicuos, la vida de Luis XIV, contada por un marinero, adquiría la grandeza de un canto griego. Gracias a los cientos de lances sentimentales o gloriosos de la vida del Rey que el capitán conocía con todo lujo de detalles, Jean-Baptiste creyó penetrar en la intimidad del semidiós, del mismo modo que un pastor de Ovidio imagina durante la siesta que tutea a Zeus. La fascinación que poco a poco había despertado la figura del Rey Sol entre sus compatriotas prendió de repente en Jean-Baptiste, como esos adultos que reciben el bautismo ante sus hijos. En definitiva, estaba volviendo a ser francés.

Hicieron una escala de cinco días en Agrigento. Una noche, el capitán, el padre Plantain y Poncet fueron a cenar a un mesón con terraza pues el tiempo era aún apacible para cenar al aire libre, aunque el emparrado se estremecía ya con las repentinas borrascas del otoño. Al regresar a bordo descubrieron con disgusto que les habían robado el tabaco destinado al Rey. Fléhaut, que dormía en el camarote vecino, no había oído nada, y seguramente sería verdad, a menos que su esposa no le hubiera aconsejado antes de partir que se cuidara bien de no acusar a nadie. El capitán interrogó a los hombres que estaban de guardia, y éstos aseguraron que habían visto deslizarse a unos niños por las amarras. Hubo sanciones, pero el tabaco de Luis XIV se fumó igual, probablemente en alguna parte de las montañas verdes y grises que dominaban el puerto.

Reemprendieron el viaje a las cinco de la mañana. Esta vez navegaban a contraviento y el barco avanzaba entre unas olas inquietas que escupían una espuma amarillenta. Como llovía no se pudieron izar las velas, y los remeros tuvieron que continuar su penoso trabajo durante horas. Poncet no sabía si era mejor ver a los condenados a galeras para hacerse una idea real de aquel inmenso infortunio, soportable a pesar de todo, o contentarse con imaginar esos cuerpos mecanizados y encadenados, que dos pisos más abajo le hacían sentir culpable de cada uno de sus descansos. Tras dos breves escalas, el tormento de los condenados a galeras tuvo su fin en Marsella, al menos por esa vez. Desde el castillo de proa Jean-Baptiste observaba cómo se aproximaban a los muelles del puerto viejo. Nada más atracar, se despidió del capitán y saltó a tierra.

Durante la travesía dudó de que los jesuítas le importunaran demasiado pues su presencia se reducía al discreto padre Plantain, anulado por el temor de alta mar. Pero en el puerto de Marsella se disiparon todas sus dudas: en el muelle les esperaban cinco de esos señores vestidos de negro, plantados ante tres carrozas del mismo color. Únicamente el enflaquecido y anoréxico Fléhaut, al que tuvieron que sacar de la cabina de popa en una camilla, habría podido justificar aquel cortejo fúnebre. Sin embargo, el padre Plantain, revivificado en cuanto puso el pie en tierra y congratulado por sus semejantes, tomó asiento también. Por su parte, Poncet, que se había puesto su casaca de terciopelo ro]a y que se sentía dichoso y libre, se vio obligado a encerrarse como los demás en uno de aquellos vehículos, entre las caras taciturnas de sus nuevos ángeles guardianes. Tomaron la dirección del Faro, donde los jesuítas tenían una casa. Junto a una iglesia con un frontón liso, construida según el célebre modelo del Gésu de Roma, la Compañía poseía un inmenso caserón de piedra blanca cubierto por un techo plano de tejas romanas. A Jean-Baptiste le asignaron una estrecha celda orientada a la Provenza, en el segundo piso. Por un lado alcanzaba a distinguir las primeras casas de Marsella, y por el otro veía una hermosa campiña labrada, con bosquecillos de pinos y castaños. Muy lejos, en el confín del horizonte, las crestas nevadas de las montañas alpinas más próximas formaban una línea blanca y sinuosa que separaba la tierra parda y plácida de un cielo de nubes plomizas atravesado por ráfagas de lluvia. En esta ocasión fue Poncet quien se encerró en su habitación, cediendo la conversación con los padres a sus acompañantes. Los viajeros volvieron a partir dos días más tarde en un carruaje negro idéntico a los que les habían esperado en el puerto. El vehículo estaba mal ajustado y era conducido por un cochero probablemente tan mal pagado que hacía sufrir a los pasajeros los sinsabores que no se atrevía a comunicar a sus patronos. Aquel patán parecía meterse a propósito en todos los baches a toda velocidad, y más de una vez se vieron en el apuro de encontrarse unos en las rodillas de los otros. Molidos, apesadumbrados por no haber visto nada durante el trayecto y completamente absortos en la tarea de agarrarse donde podían, los tres emisarios llegaron en plena noche al castillo de Simiane, donde los curas habían conseguido un alojamiento para ellos.

El marqués de Simiane, un hidalgo alto y cautivador que hablaba con el acento pintoresco de los provcnzales, les esperaba dos días más tarde. Completamente confuso por el malentendido, los recibió con una naturalidad conmovedora, vestido con traje de caza. Les presentó a su esposa y a sus dos hijos, que se parecían extraordinariamente a su madre; los tres tenían una nariz larga y puntiaguada, cabellos negros y rostro ovalado. Resultaba conmovedor ver a aquella mujer envejecida y enfermiza confortada por aquellos dos vigorosos mozos que parecían querer devolverle, mediante constantes atenciones, el don de la belleza y la juventud que su madre les había dado. La cena consistió en platos de caza servidos en vajilla de porcelana azul y amarilla de Moustiers.

– Mire -dijo con aire jubiloso el dueño de la casa-, esto es para que no los extrañe.

Y acto seguido señaló el fondo de los pesados platos redondos de loza decorado con motivos turcos, donde se veía a unos moros cazar un avestruz, leer el Corán junto a una fuente y desfilar a caballo.

– Puede sentirse afortunado -dijo el padre Plantain muy serio- de tenerlos sólo aquí, en el fondo del plato…

Al día siguiente, Poncet le pidió que le permitiera ir con él de caza y salieron los cuatro, con sus hijos. El bosque estaba atravesado por una bruma tibia que se deshacía en gotas de rocío sobre las hojas doradas; los cascos de los caballos se hundían suavemente en el tupido mantillo cubierto de erizos de castañas. El viento gélido que descendía de los Alpes hacía cosquillear en la nariz un aire húmedo y aromático, con fragancia a pino y enebro.

Volvieron por la noche, avergonzados de su poca caridad por haber dejado cenar sola a la marquesa de Simianc con dos invitados tan aburridos como Fléhaut y el padre Plantain. Pero se sentían satisfechos por la caza, completamente extenuados y unidos por la amistad que nace entre quienes han disfrutado juntos de grandes placeres, sin intercambiar ni tres palabras.

Los cazadores fueron a cambiarse y cenaron después de los otros, que por otra parte ya se habían retirado para acostarse. A Poncet le daba pánico sólo de pensar en que al día siguiente debería reemprender viaje en la jaula negra con aquellos cuervos, así que preguntó al marqués de Simiane si tendría la bondad de venderle un caballo y algo con que ensillarlo, para poder hacer el camino junto a la carroza, pero al aire libre.

– Le comprendo perfectamente -dijo el marqués-. Está usted otra vez en Francia; hay que sentirla, caminar al viento. Fíjese en mí, nunca he podido vivir encerrado y por eso no me ve en la corte. Querido amigo, necesita un caballo: mañana temprano tendrá uno. Guárdese su oro. Cuando vuelva, si Dios quiere, ya me devolverá la montura, u otra, o ninguna. Usted será siempre bienvenido.

Luego se sentaron los cuatro en grandes sillones, alrededor de la chimenea, y el marqués de Simiane pidió a Jean-Baptiste que les contara algo sobre Abisinia. Poncet juzgó oportuno referir cómo los abisinios cazan el elefante.

El relato fue muy bien acogido, y el marqués suplicó a Jean-Baptiste que le contara otro, de modo que al final el relato de su viaje a Abisinia los tuvo despiertos gran parte de la noche, y si no hubiera insistido el propio Poncet en ir a acostarse habrían escuchado sus recuerdos hasta el alba.

El médico interpretó como un buen presagio el éxito de sus historias. Era la primera vez que contaba algo de su viaje; le habían alentado a continuar y se sintió muy optimista al ver el interés que despertaban sus historias. «Si el Rey tuviera esta misma predisposición -se dijo- no me costaría ganármelo.»

Al día siguiente por la mañana, Jean-Baptiste abandonaba el castillo, montado en un alazán muy impetuoso. En el camino hacia Valence cabalgó a medio trote junto a la carroza, riéndose al ver los tumbos que daba el vehículo. El cielo tenía las mismas tonalidades azul brillante y gris que un plato de Moustiers, «salvo que aquí no hay turcos», pensó Jean-Baptiste.

2

Después de su último encuentro nocturno con Jean-Baptiste, Alix se quedó preocupada. Aquella misma mañana, Françoise fue a tranquilizarla. Por la tarde corrieron los rumores por toda la casa, y la joven se enteró del atentado del que había sido víctima «ese pobre Macé», como decía su madre. De pronto lo comprendió todo y se puso furiosa. Pero el motivo de su enojo no era «el pobre señor Macé», a quien despreciaba profundamente. ¡Cuan necesitada de compañía habría debido de estar en el pasado para dignarse prestar atención a alguien así! Ahora que se atrevía a enjuiciarlo con más lucidez, es decir, a la luz de la verdad desde que cometiera la terrible injusticia de compararlo con Jean-Baptiste, veía al secretario como un ser absolutamente servil y pusilánime, y lo cierto era que a pesar de todo no podía guardarle rencor por su abyecto modo de ser. No, en ese momento estaba enfadada con su padre, y mucho, porque no dudaba de que el señor Macé tenía instrucciones y que si la vigilaba era por orden del cónsul.

Como Alix no tenía un carácter moderado, como ella misma empezaba a darse cuenta, descargó todo su mal humor sobre su padre, con el que estaba sumamente resentida. Y para empezar le reprochó ser el causante de esta nueva separación. La primera vez, Jean-Baptiste se había enrolado en aquel viaje a Abisinia antes de que ella lo conociera. Evidentemente, nadie era culpable de eso. Pero esta vez su amante volvía a marcharse por culpa de su padre, que por intransigencia, por principios inamovibles, por indiferencia hacia la vida de los demás, y en concreto hacia la de su hija, ponía condiciones a su matrimonio. También le censuró que hubiera estropeado sus últimos minutos con Jean-Baptiste mandando que la siguieran. Una y otra vez rememoraba aquella humillante escena, y cada vez que recordaba la imagen volvía a sentirse humillada; ella y Françoise corriendo sobre sus escarpines demasiado estrechos, tropezando, con el corazón encogido para escapar del vil espía. Era una escena de caza. Efectivamente, su padre la había tratado como si tucra una pieza a la que se acecha y apunta. La relación de fuerzas era la siguiente: Jean-Baptiste y ella estaban tan indefensos como las liebres en un campo de maíz, y no tenían más opción que esconderse, huir y valerse de artimañas para librarse de los perros que lanzaban tras ellos.

A partir de esa escena, que le había partido el corazón, Alix repasó toda su infancia y todo cuanto había formado parte de su educación: el mejor ejemplo de todo cuanto se consentía en aquella época a las jovencitas. De niña había recibido los discretos cuidados de una gobernanta, que se preocupaba exclusivamente de que estuviera quieta las escasas ocasiones durante la semana que se la llevaba a su madre. Después partió hacia el convento, y valga decir que sus pensionistas no eran precisamente tan excepcionales como para que el sitio donde había crecido pudiera considerarse abierto al mundo. Había estado escondida en un agujero en el campo. La única esperanza que tenían aquellas niñas recluidas era supeditarse lo más rápidamente posible a otra dependencia, la de un marido impuesto. Y para prepararlas a ese destino al que las obligaba la sociedad, les enseñaban a llevar vestidos de gala provistos de miriñaques de crin y aros de hierro. En la soledad de la casa de El Cairo, sin contacto alguno con nadie con quien compararse para juzgar normales aquellas usanzas, Alix se había acostumbrado a respetarlas, pero esa costumbre se rompió, como sus tacones, en una bella noche de caza en que se le reveló su verdadera naturaleza, y con ella, por contraste, el yugo que suponía su condición.

Durante el primer viaje de su amante había disimulado, y de alguna forma había mentido a su padre, pues le había escondido celosamente su pasión. Pero lo hizo con pesar, y había conservado intacto el respeto que les debía a sus padres. Sin embargo, esta vez todo había cambiado. La certeza de que su padre había empleado medios desleales para con ella liberó dentro de sí la cuerda tirante de la rebelión. Su lucha no se regiría por los buenos principios, y para defenderse recurriría a todas las pobres armas que tenía, e incluso trataría de adquirir otras nuevas y más poderosas.

Alix esperó a que su padre la convocara.

Él la llamó a su gabinete dos días después de la partida de Poncet.

El cónsul no tenía ninguna sospecha de su hija. Su egoísmo era tal que era incapaz de imaginarse que su persona pudiera infundir sentimientos de hostilidad a los demás o que alguien pensara por sí mismo. Por otra parte, el señor De Maillet no tenía nada que ver con la emboscada de su secretario. De hecho, si el cónsul decidió hablar con su hija para que se pusiera en guardia fue por las insinuaciones de éste, y sobre todo por la conducta insolente de Poncet.

– ¿Te has fijado en ese boticario? -le dijo sin ninguna animosidad, pues siempre hablaba a su hija con dulzura, como si de ese modo se persuadiera personalmente de que la quería.

– Usted mismo me lo presentó, padre -dijo Alix sin turbarse.

«Si cree que la perdiz va a echar a volar con el primer paso del cazador se equivoca», pensó su hija.

– Ahora se ha ido y espero que no lo veamos más. Pero, respóndeme, te lo ruego, pues me gustaría tomar algunas medidas en el caso en que intentara volver por aquí: ¿Te ha importunado alguna vez?

Alix alisó con sus manos un pliegue de su vestido azul y negro, a la altura de la rodilla, como si quisiera liberarse de una molestia. «¡Hasta dónde quiere llegar! -pensó-. Querrá impedirle regresar. ¡Qué más da! Si el Rey le recompensa, también podrá salir de ésta…»

– ¿Dudas? -preguntó el cónsul.

– Busco en mis recuerdos. Pero no he reparado absolutamente en nada, padre. He visto muy poco a ese hombre y siempre se ha comportado de la forma más conveniente.

«No me cree -se dijo-. Lo sabe. Pero hay que negar, negar, negar siempre.»

– ¿Estás segura de no haber hecho algún gesto equívoco que haya podido confundir a un corazón vulgar, incitándole a perturbar tu pudor?

– ¿Yo, padre? -dijo abriendo desmesuradamente sus ojos azules.

Alix se conocía lo suficiente como para saber que sus pupilas podían ser agua de roca o un lago en cuyas profundidades se podía ver palpitar el engranaje de su corazón.

«Si no lo sabe -se dijo-, verá la pureza de una ingenua en el brillo de mis ojos, y si lo sabe, un cuchillo.»

El señor De Maillet se relajó, se acercó a Alix, tomó una mano entre las suyas y la acarició como hubiera hecho con un animalito.

– Ya sé que mis preguntas son demasiado duras -dijo-, pero intento protegerte. Temía que hubieran llegado a tus oídos las palabras de ese individuo.-¿Qué palabras, padre? -dijo ella retirando la mano.

– Nada. Despropósitos de borracho. Ese hombre es un miserable, como casi todos los aventureros que vienen a parar a esta colonia, desgraciadamente. Por eso te defiendo cuanto puedo de cualquier compañía.

– Se lo agradezco, padre -dijo Alix que, más tranquila después de ese primer asalto, optó por lanzarse al contraataque-. Gracias a usted, nadie ha perturbado nunca mi virtud. Pero el inconveniente es…

– Tú dirás.

– … que aquí me aburro enormemente.

– Lo sé -dijo el señor De Maillet, que se alejó unos pasos, dio media vuelta y volvió hacia su hija-. No pensaba comunicártelo tan pronto pero da igual -añadió-. La cuestión es que he emprendido algunas diligencias para que en muy poco tiempo, sí, en muy poco tiempo, no te aburras nunca más.

– ¿Qué diligencias?

– Te casarás.

Los amantes carecen de juicio, y por un instante creyó que su padre iba a anunciarle que Jean-Baptiste…

– La noticia te desconcierta, lo comprendo -dijo el cónsul-. Piensa sin embargo que ya es tiempo.

Alix hizo una prudente reverencia para demostrar que acataba la voluntad de su padre.

– ¿Y puedo saber a quién ha concedido mi mano? -preguntó con una voz humilde.

– A alguien a quien verás llegar muy pronto. No digo que venga de Francia únicamente con tal propósito, pero casi. Es un hombre de una excelente familia, y nuestro pariente Pontchartrain responde personalmente de sus méritos, lo que no es poco.

Alix hizo otra reverencia y no preguntó nada más, una actitud que el cónsul acogió con alivio a la vez que con sorpresa. No temía recibir una negativa, pues estaba seguro de su autoridad, pero siempre podían haber gimoteos, preguntas y un abanico de emociones que, sin ser un obstáculo, habrían supuesto una engorrosa complicación. «Uno se imagina siempre que el corazón de las jovencitas es más complicado de lo que es en realidad -pensó-. Pero si están bien educadas, todo es sencillo.» El señor De Maillet miró a Alix, aquel irreprochable producto del orden y de la familia, y se enterneció.

– Padre -dijo-, espero ver a ese hombre del que me habla y nodudo de que sabré reconocer sus cualidades, al parecer tan meritorias.

El señor De Maillet sonrió afectuosamente.

– No obstante -prosiguió la joven-, supongo que mi matrimonio no se celebrará de hoy a mañana, y hasta entonces me gustaría que me concediera un favor.

– Tú dirás, hija.

– Verá, el clima de El Cairo me extenúa, estoy desmejorada. Mire qué palidez. Y me parece que incluso para atraer la mirada de un pretendiente…

– ¿Qué dices? Yo te encuentro resplandeciente.

– Es porque me he puesto arrebol. Además, una no se entera todos los días de que va a casarse. Tal vez sea eso lo que ahora me da estos colores. Pero créame, padre, me siento muy débil.

– Aún nos quedaremos en El Cairo algunos años más. Tendrás que acostumbrarte -dijo el señor De Maillet con un tono perentorio-. Si te casas con el hombre que te digo, tal vez puedas irte a otra parte. Pero te prevengo que es un diplomático de Oriente y puede ser que un día tengas que sufrir aún más incomodidades. ¿Te imaginas recluida en una legación en Damasco o Bagdad? ¡No conoces esas ciudades! Al menos aquí está el aire del Nilo…

– Precisamente, padre. Eso es todo cuanto deseo. No echo de menos la sociedad de El Cairo. Sólo necesito un poco de naturaleza, de aire libre. Usted posee una residencia en el campo, a una legua de Gizeh. Permítame pasar allí unos días con mi madre y algunos criados.

– Esa casa no es salubre -dijo con prontitud el cónsul-. Hay mosquitos muy dañinos en el río y enfermarías de fiebres.

– En verano. Pero en el invierno es saludable. Me parece que su antecesor iba dos meses al año.

«En el fondo -se dijo el cónsul- lo esencial es que no ponga reparos en casarse. Así que habrá que darle alguna recompensa a cambio. No fomentemos la rebeldía allí donde, por el momento, todo son buenas disposiciones.»

– No quiero que tu madre se ausente de El Cairo. El consulado no puede estar mucho tiempo sin ella.

Era un curioso cumplido, aunque auténtico. Al decir «el consulado», el señor De Maillet se refería evidentemente a sí mismo.

– En ese caso, iré únicamente con los criados -dijo Alix.

– ¿Con quién? ¿Con esa lavandera que no se separa ni un instante de ti y de la que no me han hablado muy bien?«El odioso Macé se ha explayado a gusto», pensó Alix.

– ¿Qué tiene que reprocharle, padre? -dijo recurriendo de nuevo a sus grandes ojos, que mantuvo medio abiertos y completamente fijos en los del cónsul.

– En todo caso -dijo él desviando la mirada- dos mujeres no pueden quedarse solas en aquel lugar. Necesitarás dos guardias de los nuestros, y le pediré al agá unos jenízaros para que custodien la linde del parque.

– Así que acepta…

– Para que tengas un buen color -dijo su padre con el semblante huraño-. Y con la condición de que regreses en cuanto te lo pida, pues el hombre que esperamos no se demorarará mucho.

Alix aceptó las condiciones y desapareció, satisfecha por haber salido airosa de aquel trance.

El señor De Maillet dio las órdenes pertinentes y, satisfecho también de la entrevista, pasó el resto de la mañana escribiendo tres cartas, una al canciller Pontchartrain y las dos restantes a conocidos suyos para ponerles en guardia contra Poncet. Describió al hombre como un borracho, un cuentista de quien no se podía creer una sola palabra, un crápula sediento de ambición. El cónsul dejaba claro que tenía grandes dudas respecto a la veracidad del relato del viaje a Abisinia, e incluso sugería que aquel mitómano probablemente ni siquiera habría ido más allá de la frontera de Senaar. Los argumentos que el señor De Maillet esgrimió sobre este último punto eran bastante pobres, pero la Providencia quiso que reuniera algunos más los días siguientes.

Al igual que ocurrió después de la partida de la misión del padre De Brévedent, el superior de los capuchinos, aquel gigantón hirsuto que se hacía llamar don Pasquale, volvió a presentar de nuevo sus quejas al cónsul. Se había enterado de que el padre Plantain y los abisinios habían viajado a Versalles y protestaba contra lo que denominaba el «favoritismo de Francia hacia una congregación en particular». El señor De Maillet le respondió con toda amabilidad diciéndole que no tenía favoritismos con nadie y que estaba a su disposición para apoyar los esfuerzos de su orden, en cualquier otra circunstancia, si podía.

– Esto viene como anillo al dedo -dijo el cura italiano-. Pronto mandaré una missione hacia Abisinia.

– ¿Otra vez? -exclamó el cónsul.

– Por el momento nos quedamos en Senaar, y persona ha entrado piü lontano. -Y añadió con perfidia-: Ni siquiera vostro protegido.

– ¿Mi protegido?

– ¡Sí, el signore Poncet!

El cónsul parecía estar muy interesado y le hizo repetir al padre Pasquale sus palabras. Éste confirmó que, según las informaciones fidedignas de sus hermanos en Senaar, después de huir de la ciudad, Poncet sólo había estado a unas diez leguas de la frontera, en un pueblo abisinio que hacía las veces de aduana, que no le habían permitido ir más lejos, que había esperado allí varios meses, que incluso se había casado por los ritos de la región con una indígena, lo cual no era difícil, y que había regresado contando fantasías sobre un emperador que no había visto jamás.

El señor De Maillet, jubiloso al oír el relato, preguntó al capuchino por qué no había acudido antes a contarle aquello, y el hombre respondió con insolencia que si a los franceses les complacía ponerse en ridículo tratando de embajador a un viejo cocinero armenio, él no tenía por qué privarles de semejante placer. Pero añadió que había informado a Roma y que todos los capuchinos sabían la verdad, incluidos los de París.

– Lo que me está diciendo es de la máxima importancia -opinó seriamente el cónsul-. ¿Dispone usted del testimonio de los hermanos que están en Senaar? ¿Acaso han escrito?

– En el monasterio tengo una longa lettera del superior de Senaar.

– Se lo imploro -prosiguió prontamente el señor De Maillet-, déme una copia de esa carta. Aún puedo poner coto a este asunto.

El capuchino no decía nada, esperaba algo. Mientras tanto, el cónsul, que había picado en el anzuelo, intentaba saber más.

– Evidentemente -dijo-, tiene usted mi palabra de que me comprometo a poner todos los medios a mi alcance para secundar su misión.

– ¿Su palabra?

– La tiene.

– Bene. Usted tendrá la lettera hoy notte -dijo el padre Pasquale, que por fin tenía lo que había ido a buscar-. Volveré dentro de qualque giorni para splicarle il nostro piano y nostri bisogni.

Dichas estas palabras, el italiano se despidió del cónsul con tanta grosería como la que había mostrado al entrar. Pero al señor De Maillet empezaba a gustarle,esta franca rudeza que contrastaba tanto con la insidiosa cortesía de los jesuítas.

Fue preciso una semana para que un tropel de criados acondicionase la villa de Gizeh. Abrieron todas las ventanas y dejaron entrar el aire hasta que llegó a todos los rincones de las habitaciones más pequeñas. Después procedieron a las fumigaciones para evitar las fiebres. Por último equiparon todo con la loza y las sábanas limpias que habían llevado en dos carretas.

Alix llegó al día siguiente de que se terminaran estos preparativos, acompañada de Françoise, pues como era de esperar, su madre había preferido quedarse en El Cairo. Los tres servidores que las acompañaban se desvivían por las dos mujeres, que se habían visto en el apuro de escogerlos pues el cónsul tenía a todos los sirvientes en su contra; les repugnaba su avaricia y el desprecio que mostraba para con sus inferiores. En cuanto a la pequeña guarnición de turcos que el agá de los jenízaros había mandado, se mantenía a considerable distancia de la casa y sólo estaba autorizado a controlar los exteriores de la propiedad.

La señorita De Maillet, ataviada con un vestido de terciopelo negro y una simple cinta en el pelo, llegó en calesa a las tres de la tarde. Le habían hablado de la casa, pero no la conocía. La descubrió en el extremo de un largo dique elevado que el agua bañaba por ambos lados en la estación de las crecidas. La construcción era un palacio morisco rodeado de arcadas de madera que dibujaban arcos quebrados. Las ventanas estaban protegidas por postigos de cedro labrados como celosías. La casa estaba rematada por una torre octogonal con un tejado en forma de casco otomano. Sólo faltaba la media luna mahometana, en lo alto de su perfil ondulado. El emblema había existido en otro tiempo, pero el pachá que regaló esta residencia a un cónsul de Francia, unos cincuenta años antes, tuvo la delicadeza de mandarlo retirar.

La construcción se hallaba en una colina que daba sobre la orilla del río y que la ponía fuera del alcance de las inundaciones habituales. Por tres flancos, estaba rodeada de aluviones, que el cónsul tenía abandonados aunque eran fértiles. Allí crecía una hierba tupida que bordeaba la casa como una alfombra de un verde claro. En el otro flanco, situado en pendiente hacia el río, habían grandes árboles que cubrían la tierra con sus sombras e impedían que creciera cualquier otra planta. Un manto de hojas secas se extendía bajo este techo de vegetación hasta los cañizales de la orilla. Las velas blancas de las falúas pasaban a una distancia prudencial de la propiedad debido a una prohibición que no indicaba nada, pero que todos los barqueros debían repetirse de boca en boca. Un pontón de madera, con una barca fuera de uso amarrada, se adentraba unos veinte metros en las aguas.

Alix dio la vuelta a la casa y respiró profundamente la brisa del río, desde la terraza de madera del salón. Pero no se demoró contemplando la voluptuosidad del paisaje.

– Vamos -dijo a Françoise-, hay que empezar sin tardanza con nuestro programa.

3

En noviembre ya hacía frío. Jean-Baptiste, que se frotaba las manos en el cuello del caballo para calentarse, llegaba helado al final de cada etapa. Había conseguido la autorización de sus compañeros para galopar a su ritmo, y les daba cita a las puertas de las grandes ciudades. Por fin podía viajar con la ilusión de sentirse solo y libre; entraba en los pueblos, hablaba con los campesinos y escuchaba a los ancianos en las plazas. En Lyon, mientras se compraba una capa de postillón y un sombrero con una pluma roja, se enteró de la muerte del Rey de España.

Después de otras tres jornadas de viaje, la carroza y el caballero se reunieron en Fontainebleau. Cuando llegaron a la casa de los jesuítas era noche cerrada, y las ráfagas de viento apagaban constantemente los farolillos de cobre. Empezó a llover. Los árboles negros que delimitaban el camino se agitaban violentamente, a merced de la tempestad. Jean-Baptiste se reía y abría la boca para paladear la lluvia fría que tanto había echado de menos sin saberlo durante aquellos años en el trópico. Al día siguiente ya estaban en París. El vehículo dejó atrás el campo en la Porte d'Italie y se dirigieron hacia la Bièvre, entre unas sombras negras que se deslizaban buscando cobijo antes de que volviera a llover. Fueron alojados en una dependencia del colegio Luis el Grande. Fléhaut, que tenía familia en el pueblo de Auteuil, los dejó solos desde el primer día.

– Va a escribir el informe a Pontchartrain -dijo el padre Plantain con un aire malvado en cuanto el diplomático se hubo ido en una silla de manos.

La gran noticia del dia era que Luis XIV había aceptado el testamento del Rey de España, que al morir sin heredero legaba su corona al duque de Anjou. Así, cuando su nieto llegase a Madrid, el Rey de Francia reuniría los dos reinos y se convertirá en el hombre más poderoso de Europa, y por lo tanto del mundo. Los vientos de guerra eran inevitables. Los jesuítas comentaban con satisfacción estas grandes noticias. El padre Plantain consideró que el gran Rey cristiano no podía abandonar su papel de protector de las misiones, concretamente en Oriente y por tanto en Abisinia, y ahora menos que nunca. No había un acontecimiento que el cura no relacionase con el asunto más importante de su vida a partir de entonces: el regreso al seno de la Iglesia de un país que no conocía y que no le pedía nada.

Jean-Baptiste nunca había visto París, así que la primera noche descendió a orillas del Sena y dejó que su caballo abrevara en la ribera, entre barcas de remos y lavaderos. Al día siguiente dio una vuelta a pie. Primero estuvo en los grandes espacios abiertos donde se levantaban las nuevas obras en construcción. Pasó por los Inválidos, remontó a lo largo de la ribera hasta Pont-Neuf y dio un gran rodeo por los bulevares del norte hasta la Bastilla. También se percató de que la forma de vestir había cambiado mucho desde que abandonó el país. Los franceses de El Cairo estaban muy retrasados a ese respecto. Su casaca mas hermosa tenía un triste aspecto comparado con la indumentaria que se llevaba en la capital. Al día siguiente se compró un jubón de terciopelo verde con pasamanos plateados, un chaleco de seda, calzas negras y medias en la calle Saint-Jacques. Así vestido, se atrevió a entrar en la ciudad propiamente dicha, es decir, a pasar por las estrechas calles del centro donde era habitual oír comentarios insolentes de los viandantes o los tenderos. Tenía muy buena planta con su espada y con el ojo alerta, así que nadie murmuró.

Jean-Baptiste estaba decidido a alojarse a sus expensas en la ciudad. Los jesuitas le habían llevado hasta allí y ahora se ocupaban de la audiencia real; ya era suficiente. No quería depender de ellos más allá. Sin embargo no era rico, y los precios de la capital resultaban elevados.

«Será más juicioso que gaste la bolsa de oro en conseguir mi independencia que en dársela como presente al Rey -pensó Jean-Baptiste-. Hasta es posible que Su Majestad tomara como un insulto una suma tan modesta.»

Fue a ver a un cambista para convertir el oro que venía de tan lejos, aunque no por ello era más caro. El banquero le miró con cierto recelo, y al cabo de un buen rato le dio una bolsa de escudos que le pareció bastante ligera. «Mejor esto que nada -se dijo- y en todo caso es suficiente para alojarme en condiciones.»

Se fue en busca de una hostería. Primero callejeó por la íle de la Cité, luego pasó cerca del ayuntamiento y terminó por descubrir el lugar que necesitaba al lado de la iglesia de San Eustaquio. Era una taberna con un rótulo que le había llamado la atención y que consideró muy acorde con las circunstancias. En una chapa había pintada la figura de un africano alto, ataviado con un sayo de tela sujeto a la cintura y con una lanza en la mano. El establecimiento se llamaba Le Beau Noir. Jean-Baptiste entró. El hospedero, un hombre alto, flaco y de barba cana, parecía dar a sus clientes un trato mejor que a sí mismo pues desde la calle se oían risas y voces alegres procedentes de la amplia sala.

– Compré el negocio a un tintorero que había colocado ese curioso letrero -contó el hombre con una sonrisa franca-, y lo he conservado.

Jean-Baptiste preguntó si tenía una habitación libre y a qué precio. La que quedaba era más bien un cuartucho y muy cara, pero el hospedero le aseguró que le subiría tanta leña como quisiera quemar en la chimenea. El joven, que estaba aterido de frío de la mañana a la noche y que cada vez se complacía menos en el encanto nostálgico de esa sensación, aceptó y pagó cuatro días por adelantado. Regresó a buscar sus cosas y el cofre de los remedios a la casa de los jesuítas, y les informó de que se trasladaba; sólo les pidió que se ocuparan de su caballo. El padre Plantain intentó retenerlo, pero fue en vano. Poncet prometió pasar por el colegio cada mañana para tener noticias y ponerse a su disposición para la audiencia real, una vez que ésta se hubiera fijado. Volvió a Le Bcau Noir, cenó con buen apetito y bebió sin contenerse un vino de Borgoña que le hizo entrar un poco en calor. El posadero, que era curioso, fue a darle conversación, y Poncet le contó que había llegado de El Cairo y que sabía curar enfermedades con ayuda de las plantas.

– ¡Conque un médico! -exclamó el hospedero, haciendo un respetuoso saludo.

– Más o menos -dijo Poncet, que desconfiaba de los doctores con título.

– ¡Oh! Más, señor, ciertamente más. Conozco bien a esos tunantes de la facultad que nos asesinan y para colmo nos roban. Esas plantas misteriosas, sobre todo si provienen de Oriente, me inspiran más confianza.

Jean-Baptiste se abstuvo de añadir nada más, y menos aún de impedir al hombre que hablara. Así, mientras subía a su habitación, oyó al tabernero que iba de mesa en mesa para divulgar la noticia de su profesión, y el médico sintió a sus espaldas miradas llenas de respeto.

«Esperemos que lleguen los clientes -se dijo-, porque con la rapidez con que se va el dinero en esta ciudad, todo el polvo de oro se habrá evaporado muy pronto. Y quién sabe cuánto tiempo habrá que quedarse…»

Sin embargo, los jcsuitas no estaban de brazos cruzados. Los acontecimientos de España habían trastornado a la corte y tenían muy ocupado al Rey. Pero los curas supieron esperar un poco, y entretanto hicieron llegar el asunto de Etiopía a sus superiores. La Compañía contaba en sus filas con la mayor parte de los directores espirituales de la alta nobleza, empezando por el del Rey propiamente dicho. Por esa vía hicieron correr el rumor de la fabulosa misión en cien casas de abolengo, y anunciaron la presencia en la capital del protagonista de aquella expedición. Hubo algunas cenas de devotos, a las que Jean-Baptiste se negó a acudir alegando que reservaba la primicia de su relato al Rey en persona, actitud que le valió unos sutiles reproches del padre Plantain. No obstante, el cura se sentía muy honrado de presentarse solo en esas prestigiosas residencias y de ser escuchado por hombres ricos y con títulos, y por hermosas mujeres; en suma, de codearse con un círculo social que habría sido motivo de orgullo para sus ancestros chalanes. No hay duda de que los curas son particularmente habilidosos para hacer fructificar el misterio. De lo poco que sabía del viaje de Poncet y del desdichado Brévedent, el padre Plantain construyó un relato virtuoso, apasionante por sus propias lagunas y triunfante por su conclusión, pues se trataba ni más ni menos de que un noble pueblo volvía hacia la fe verdadera. Poncet, invisible, alcanzaba las dimensiones de un mito en los círculos aristocráticos.

Mientras tanto, Jean-Baptiste jugaba a las cartas con los comensales de Le Beau Noir, con los pies junto a la chimenea, iba a pasear a las horas de sol a los jardines de las Tullerías, y al regreso regaba las semillas de hibiscus que había plantado en una jardinera. Al día siguiente de su llegada vio al primer paciente, el hijo de una sirvienta que el señor Raoul, el hospedero, había llevado personalmente a su habitación. El niño estaba aquejado de unas fuertes anginas, y Jean-Baptiste le proporcionó unos remedios sin cobrar. A los dos días el enfermo se había curado, algo que la naturaleza había conseguido por sí misma pero que el médico tuvo la habilidad de anotarse en su favor. Se ganó una buena reputación muy deprisa, y aquello empezó a reportarle beneficios.

Así fue como Jean Baptiste cultivó su fama en dos ámbitos muy diferentes durante su primera semana en París. Por un lado la de embajador, en la residencia de los príncipes que no le conocían; y por el otro la de curandero, en el barrio pobre donde pasaba el día. Lo cierto es que incluso adquirió una más, que ignoraba y que no decía nada bueno en su favor. Debido a la demora de la audiencia real, la correspondencia del señor De Maillet y de los capuchinos de El Cairo dio alcance a los viajeros y empezó a consumar su labor de zapa. A partir de ese momento el conde de Pontchartrain tuvo en su poder argumentos consistentes contra ellos, y un grupo de clérigos, más vinculado a Roma que a los jesuitas, propaló el rumor de que ese asunto de la embajada era una invención, un cuento, y Poncet un impostor.

El padre Plantain consideró necesario acabar con aquella odiosa campaña de descrédito, por muy modesta que entonces fuera. Era imprudente esperar la audiencia del Rey, que podía retrasarse, pues Su Majestad preparaba el viaje de su nieto para España y debía proporcionarle a marchas forzadas algunas nociones sobre la tarea de gobernar. Así que el jesuíta llamó a Poncet al colegio Luis el Grande. Éste apareció una mañana, aprovechando el lapso entre dos visitas a enfermos, con las mejillas enrojecidas por el frío.

– Querido amigo -dijo el padre Plantain con fervor-, algunas mentes celosas (sabemos bien quiénes son, ya que nuestra orden está acostumbrada a sus críticas henchidas de odio), tienen el descaro de poner en duda su viaje a Abisinia. Así pues debemos dirigirles un desmentido formal y rápido. Habida cuenta de que ya estamos aquí, debería tener usted la amabilidad de entregarme la carta que le dio el Negus. La mandaré traducir inmediatamente, será autentificada y la publicaremos en las gacetas que, por una vez, servirán a la verdad y a nuestra causa.

El aire de París había distraído a Jean-Baptiste hasta el punto de que al caminar hacia la calle Saint-Jacques se había ensimismado tanto viendo pasar los rápidos cabriolés, las cuadrillas de los mosqueteros vestidos de gris y las calesas donde se distinguían damas en flor, que había olvidado completamente el asunto de los jesuitas y concretamente la carta que se había inventado. En realidad sólo se trataba de un trozo de papel que había garabateado él mismo y cuyo sello no era sino la marca que había dejado en la cera un viejo atizador.

– ¿La carta del Negus? -repitió con la mirada perdida.

Entonces se acordó.-¡Ah, sí, ya estoy en ello. Perdóneme, padre, pero es que el frío me entumece los sentidos. En fin, eso es imposible.

– ¿Y por qué?

– La he perdido.

La expresión de estupefacción que se dibujó en el rostro del padre Plantain no habría sido mayor si un rayo hubiera caído en la habitación, hundiendo el techo.

– ¡Y me lo dice así, con esa naturalidad! Perdida… ¿Pero se da cuenta de la situación?

Luego, recobrándose, el hombre de negro añadió con una voz poderosa:

– ¡Encuéntrela! Esto es increíble. Mire por todas partes. Vuelva a Marsella si es preciso y mire en el suelo.

– No -dijo Poncet, que quería acabar con aquella farsa ahora que la había soltado-. Se lo aseguro, no serviría de nada. La perdí en el barco.

– Enviaremos un correo a Marsella. Tal vez la galera esté aún allí. En caso contrario podría alcanzarla un crucero.

Jcan-Baptiste sacudió la cabeza.

– Le digo que es inútil.

Tomó una silla, se sentó de lado con un codo sobre el respaldo, con la naturalidad de un conversador de taberna y empezó con su relato:

– Habíamos rodeado la isla de Cerdeña. Recuerdo bien que usted estaba en el castillo de proa, como era su costumbre. Creo que rezaba, no, leía un misal, eso era. En la superficie del agua se veía el rastro blanco de unos peces de tres pies. Se diría que nos seguían. Yo fui a las cocinas a buscar unos mendrugos para lanzárselos y observar si desviaban su curso.

– ¿Y entonces? -dijo el jesuita completamente abatido.

– ¡Entonces, sí! Se desviaban, iban a atrapar el pan y luego…

– ¡Al diablo con los peces! -exclamó el padre Plantain-. ¿Y la carta?

– Se cayó de mi bolsillo.

– ¿En el puente?

– No, al agua.

El religioso se apoyó en la mesa de roble para no caerse.

– ¿Y me creerá si le digo -continuó Poncet con tono animado- que vi a tres de esos monstruos saltar sobre el papel y disputárselo?

El jesuita se llevó la mano al corazón. Apenas respiraba.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó Jean-Baptiste-. ¿Se encuentra mal?

Le indicó que se sentara en su lugar en la silla y llamó para que trajeran un vaso de ron.

El padre Plantain se recuperó rápidamente de su malestar, porque era un hombre fuerte. Pero el otro cura que había venido en su ayuda hizo comprender a Poncet que valía más que los dejara solos, pues su mera presencia arrancaba gritos de furor a aquel desgraciado.

Jean-Baptiste volvió a marcharse con el semblante circunspecto. Pero en cuanto dobló la esquina del hotel de Conti, estalló de risa en plena calle.


Hasta entonces había hecho sus clientes entre los malandrines que frecuentaban Le Beau Noir. Algunas habitaciones estaban ocupadas por modestos hombres de negocios y extranjeros cuyos asuntos se desconocían. La taberna atraía a cocheros, soldados y todo un mundillo de gente de los mercados vecinos a quienes el señor Raoul trataba con familiaridad. La noche en que Jean-Baptiste volvió de Luis el Grande, el tabernero le esperaba para llevarle a casa de un misterioso enfermo de quien le habló con una voz quebrada de respeto.

El hombre vivía en la misma calle, casi enfrente de la taberna. Pero la alta fachada de piedra de su morada contrastaba con el perfil de hierro de Le Beau Noir y las casuchas vecinas.

– Hace medio siglo -dijo el posadero-, cuando el Rey aún no había prohibido los duelos aquí, la casa a la que vamos era el centro de reunión de esgrima de todo París.

– Oh -exclamó Poncet-, tendría que haber traído una espada.

– Afortunadamente no tiene nada que temer -le dijo el señor Raoul, deteniéndose antes de llegar a la puerta del hotel para hacerle a Poncet ciertas revelaciones antes de entrar-. Un burgués muy honorable que fue durante mucho tiempo magistrado en el Parlamento compró la casa. Su mujer murió veinte años atrás durante una epidemia. Se dice que aquello fue el motivo de su ateísmo, pero a mí eso me tiene sin cuidado. Lo que sí es seguro es que educó muy bien a sus dos hijos, que ahora ya son mayores y que vienen muy de vez en cuando. La hija está casada con un extranjero y vive fuera del país; en cuanto a su hijo, sirve en un regimiento en la India. Vive solo y es un hombre más bien alegre que gustadle salir y recibir visitas. Pero hace seis meses que enferma con frecuencia. Sus crisis son tan fuertes que grita de dolor. A veces se le oye desde mi casa, y ahora duerme en la otra ala para no asustar a los viandantes cuando grita. Los médicos le han desangrado impunemente, no sólo el cuerpo sino también la bolsa. Si siguen así lo matarán, además de arruinarlo. No obstante podemos estar tranquilos de que harán las cosas en condiciones y que antes lo arruinarán. Se ocupa de él una sirvienta. Por fortuna es una santa mujer que sólo quiere su bien. Le he hablado de usted. Ayer tuvo otra crisis y esta mañana ha venido corriendo para decirme que su señor estaba dispuesto a ponerse bajo sus cuidados.

Dicho esto, el señor Raoul avanzó hasta el portal y tiró de una cadena de hierro. Una campanilla, muy lejana, sonó en los corredores vacíos. Un momento después apareció la sirvienta. Era una mujer con el rostro surcado de arrugas aunque conservaba la mirada bondadosa y brillante de la juventud. Llevaba un delantal anudado a la cintura y una simple cofia de batista.

– Para tu señor, Françoise -dijo el posadero.

Al oír el nombre, Jean-Baptiste se ensimismó un instante y el pensamiento de Alix le atravesó como una puñalada. Pero se recobró enseguida. La sirvienta los condujo por largos pasillos amueblados con baúles de roble, sombríos y abandonados ahora, aunque se podía imaginar que en el pasado había vivido una familia y se habían oído gritos de niños. Subieron una escalera que rechinaba y entraron en una habitación decorada con terciopelo carmín con motivos adamascados.

Acostado en sábanas de lino les esperaba un hombre de gran estatura, con el rostro redondo y el pelo canoso y cortísimo. Al verles esbozó con gran esfuerzo una tenue sonrisa en su máscara de dolor.

Poncet pidió al posadero y a la sirvienta que esperaran fuera. Examinó al enfermo, que le indicó con el índice dónde se localizaban las punzadas, apretando los labios en un intento desaforado para no gritar. Jean-Baptiste le hizo preguntas muy precisas, diciéndole que respondiera sí o no con la cabeza. Por fin, cuando tuvo una idea clara de la naturaleza del mal, se marchó no sin antes advertirle que volvería al día siguiente por la mañana.

Pasó buena parte de la noche preparando una poción, que le administró al día siguiente. Pero los dolores no cesaron. Trabajó nuevamente por la tarde y le llevó otro remedio que tampoco hizo efecto alguno. Aquella noche indagó por otra vía, a la vez que se lamentaba de que el maestro Juremi no estuviera allí para ayudarle, pues era un portento en ese tipo de preparados. Finalmente, a la mañana del segundo día, llevó al paciente un tercer específico a base de resina de jara, quesurtió efecto en menos de una hora. La disminución del dolor se reflejó a ojos vistas en el rostro del paciente, y se durmió aliviado. Por la noche llamó a Jean-Baptiste. Al llegar, éste encontró al enfermo sentado y vestido.

– Tome asiento -dijo el hombre amablemente-. Y permítame que me presente. Aunque probablemente no le dirá nada, mi nombre es Robert du Sangray.

4

Michel, un anciano copto de Luxor, agregado al consulado como palafrenero durante más de veinte años y maestro de equitación de las familias de los diplomáticos, formaba parte del destacamento de criados que acompañó a Alix a Gizeh. Éste tributaba a la joven la admiración temerosa que los egipcios manifiestan frecuentemente a su señor cuando ese señor es una mujer, y más aún con tantos encantos. Así que tardó en comprender lo que ésta pretendía. Cuando le pidió clases de equitación, el anciano consideró que sería suficiente con montarla a mujeriegas en una silla y hacerle dar vueltas al paso, mientras él sujetaba el ronzal en un cuadrado de hierba situado en un desnivel inferior de la villa que era apropiado para hacer una carrera. E! segundo día pensaba hacer lo mismo, pero Alix le dijo que deseaba hacer progresos más rápidos. Con un golpe de látigo, puso al animal a medio trote. Antes de la tercera sesión, cuando vio que el viejo palafrenero volvía a poner el ronzal, Alix fue hasta él, se plantó delante y le dijo con una firmeza poco común para una joven de su edad:

– Michel, tenemos poco tiempo. Mi padre puede pedirme que vuelva a El Cairo de un día para otro. Antes de que eso ocurra quiero aprender a montar. ¿Está claro? Dejemos las mujeriegas y el ronzal. Dame una silla de hombre y espuelas. Me he puesto unas enaguas de terciopelo que son resistentes. Enséñame todos los pasos, el salto y todo cuanto es preciso saber para ir deprisa y por todas partes.

El anciano ejecutó estas órdenes extrañado e inquieto, sobre todo porque nadie aprende equitación sin caerse. ¿Qué iban a decir si se rompía los huesos por su culpa? No le gustaba el cónsul, pero le temía. Alix disipó su última objeción diciendo que en caso de accidene asumiría todas las responsabilidades y aseguraría haber hurtado el caballo.

Miehcl se prestó al juego, más tranquilo. En una semana su miedo dejó paso a una gran confianza. La joven alumna había adquirido reflejos y un principio de equilibrio, y su gracia, unida a una intrepidez insospechada, le llevaba a dirigir su montura con armonía y suavidad, aunque también con mucha firmeza.

Muy pronto salió a dar un paseo. Nadie podía acompañarla pues sólo había brida y silla para un caballo. Además, el anciano, aunque instruía a los caballeros, no podía montar pues sufría reumatismo y estaba prácticamente tullido. Sólo dieron aviso a los jenízaros, que acampaban a la entrada de la propiedad. Éstos se acostumbraron a ver pasar cada mañana a un caballero que corría a través de los campos y cruzaba los canales por los pequeños diques de tierra rojiza que habían construido los campesinos. En ningún momento pensaron que podía tratarse de una mujer, puesto que Alix ocultaba su cabellera bajo un sombrero de ala ancha, y su amplia camisa ocultaba sus formas femeninas.

Estos ejercicios ecuestres habrían bastado para extenuarla; sin embargo la joven no se limitó a eso. A petición suya, al día siguiente de su llegada el maestro Juremi fue en barca a reunirse con ellas. Atracó en el pontón al anochecer y él mismo subió un largo cofre de madera que hacía un ruido metálico cuando daba contra el suelo. De allí sacó unos floretes con zapatillas, dos petos de cuero y caretas.

Aquella misma noche, Alix tomó su primera lección de esgrima en la terraza de madera que daba al Nilo. En esta ocasión no tuvo necesidad de decirle al maestro Juremi qué quería, pues éste había comprendido y la trató con el mismo rigor que a un hombre.

Luego le pidió que hiciera trabajar también a Françoise, para proseguir las dos con el entrenamiento, en el supuesto de que tuviera que marcharse. Alix se divirtió al observar con qué turbación se desarrollaba la segunda lección. Françoise exageraba su torpeza de principiante, y el maestro Juremi, que no tenía esa excusa, se dejó tocar dos veces por descuido.

Cuando acabó la lección, Alix acompañó con un candil en la mano al maestro de armas hasta la habitación que habían dispuesto para él en el piso de arriba. Aunque a Françoise le hubiera gustado confiarse a su amiga, la joven, muy fatigada, se metió en la cama y se durmió.

Los días pasaron al compás de estos ejercicios físicos. Incluso una vez, después de haber mandado alertar a los turcos de que los criados iban a intentar dar muerte a un perro que merodeaba por los alrededores, pasaron la tarde practicando tiro con la pistola. Alix aprendió a cargarla y disparó diez veces sin parpadear.

Las veladas eran más comprometidas. Cenaban los tres en la terraza, y como los otros dos se sentían tan embarazados de encontrarse cara a cara, la conversación se centraba casi por completo en Alix. Sólo las ranas que croaban a millares en los cañizales de la ribera poblaban los largos silencios de su compañía.

A la joven le divertía ver a aquel hombre y a aquella mujer con tanta experiencia, habitualmentc alegres, reducidos a tan poco por los tormentos del amor, y reflexionó largamente sobre este propósito.

Pero muy pronto el ambiente de las veladas empezó a resultar agobiante. Alix deseaba que pasara algo, aunque no se atrevía a confiárselo abiertamente a Françoise. Una noche, al regresar de un paseo en que se había dejado llevar a todo galope, la joven tuvo por fin la sensación de que la situación había cambiado. Después de la cena, que fue muy silenciosa, el maestro Juremi dijo con una voz grave que se hacía eco en la oscuridad:

– Le pido que me disculpe, señorita, pero he dejado a un vecino al cuidado de las plantas. Usted sabe mejor que nadie cuánto significan para nosotros y quisiera pedirle permiso para regresar a El Cairo mañana por la mañana.

– Pero las lecciones… -dijo Alix, al tiempo que se reprochaba inmediatamente su egoísmo.

– No hay que ir demasiado deprisa. Usted ha adquirido los rudimentos. A partir de ahora, sólo la práctica le procurará progresos. Dejaré aquí los floretes y los petos para que pueda practicar con Françoise. Ya no soy imprescindible, francamente.

Françoise miraba fijamente al maestro Juremi con aire ausente y labios temblorosos. Se levantó, tuvo el aplomo de llevar la bandeja de café a la cocina y desapareció. El maestro de armas abandonó la mesa, saludó respetuosamente a Alix y se alejó con el candil en la mano, en el sentido opuesto.

El maestro Juremi partió al día siguiente al amanecer. Las dos mujeres le acompañaron hasta el pontón. En cuanto soltó amarras, la barca enfiló el río. El sol, deformado por la bruma del desierto, se elevaba entre las palmeras de la ptra orilla. Una falúa sin vela, cargada de madera, deslizaba el mástil por encima del agua, manteniendo su fina botavara como la pértiga de un funambulista. Dos grandes zancudas in-móviles de color rosa apuntaban el pico hacia el sol, y de lejos se habría dicho que se apoderaban del disco solar y lo sacaban lentamente de las aguas. Françoise lloraba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Alix, tomándola por el brazo.

Frangoisc se secó los ojos, miró a Alix suspirando y se encogió de hombros.

– Perdóneme. Debo recobrar la serenidad, eso es todo. Bien, ya está. Ahora estoy más calmada. ¡Qué tonta soy! ¡A mis años!

– ¿Le ha hablado? -preguntó Alix mientras se sentaba en el malecón y atraía a su amiga a su lado.

– ¡Desde luego! Voy a contárselo, pero usted ya lo ha adivinado todo. Ya sabe que se pasaba los días enteros en este pontón, fingiendo pescar para no verme. Así que ayer por la tarde fui a ver a Michel; siempre tiene una garrafa de orujo para aliviar su reumatismo. Me tomé dos vasos y vine aquí. Juremi estaba sin hacer nada, pero al oírme cogió la caña e hizo el gesto de echar el anzuelo al agua. Cuando me senté a su lado refunfuñó. Tenía miedo, créame. Si hubiera sabido nadar, habría tenido más coraje para tirarme al agua. Pero habló él. Con su voz, ya sabe. Imagínese cómo me encontraba… Iba a abrir la boca cuando empezó a resonar ese gran tambor en mis oídos.

– ¿Qué le ha dicho?

Como el sol ya estaba bastante alto, la ribera se veía más clara y el río más negro; las zancudas echaron volar.

– «Françoise», me dijo, y al oír que pronunciaba mi nombre sentí una emoción que no puedo describir. «Françoise, ya sé qué viene a decirme. Pero es inútil hablar. Mire usted, en mi familia hemos soportado todo porque querían obligarnos a renegar de nuestra fe. Y eso es algo que ninguno de nosotros ha hecho nunca. No es una cuestión de religión. La verdad es que nunca hemos podido traicionar nuestra palabra. Pues bien, debe saber que yo di la mía.» Se detuvo un momento, dejó la caña a un lado y puso su mano sobre la mía, antes de proseguir: «Si la vida me ha liberado de mi juramento, cosa que tal vez sepa algún día, seré libre. Entonces le daré mi palabra a usted, si usted acepta. Y será para el resto de mi vida.»

Alix acogió en sus brazos a Françoise, que siguió llorando un buen rato, y luego volvieron a la casa.

«Es un motivo de felicidad para ella -pensó Alix-. ¡Pero hay que ver qué infelices son los enamorados!»

Se puso a pensar en silencio en los breves momentos que había pasado con Jean-Baptiste y le pareció que también ella debía de dar una imagen muy débil de sí misma, y muy aburrida.

«En Versalles -se dijo-, entre todas aquellas hermosas mujeres, ¿cómo va a acordarse de mí?» Pero ese pensamiento, que meses atrás la habría abatido, sólo infundió más ímpetu a su galope.


El consejero Pomot de Sangray era exactamente como le había descrito brevemente el posadero: muy alegre por naturaleza. Le gustaba la gente y volvió a sentir las ganas de vivir en cuanto los dolores empezaron a ceder. Gracias a Jean-Baptiste, por primera vez tenía un arma para combatirlos. Unas horas de sosiego habrían bastado para darle prueba de toda su gratitud. No obstante, como el tratamiento le proporcionó una paz prolongada, que se afianzó en los días siguientes, su agradecimiento ya no tuvo límites. Le dio al boticario una bolsa de treinta escudos de oro y le aseguró que cubriría todos sus gastos durante su estancia en París, que esperaba fuera muy larga.

La bondad a manos llenas a veces anula las deudas, y Jean-Baptiste consideró que la amistad del anciano era un salario elevado y suficiente. No se habría atrevido a pedir otro; así que tomó la bolsa y dijo que no aceptaría nada más.

Cada tarde iba a visitar a su paciente, que como ya tenía libertad para moverse corría por la ciudad y acudía por su propio pie a la hora a la que estaban previstas las visitas, aunque no se sabe muy bien quién iba a ver a quién. Más de una vez el médico y el paciente se habían tropezado en la puerta de entrada, procedente cada uno de un extremo de la calle. La conversación había traspasado el terreno de la enfermedad para convertirse en la charla de dos amigos que hablan libremente.

– ¿Y por qué no se instala usted en mi casa? -le preguntó el consejero apenas una semana después-. Le Beau Noir es una buena taberna, pero una hospedería horrorosa, por lo que dicen.

– Eso sería un acto de poca consideración hacia el posadero, a quien le debemos el habernos conocido.

– Ya me las arreglaré yo con él. Seguirá haciéndose cargo de sus comidas. Y como ya no necesito los hervidos insulsos de Françoise, le diré que me traiga a mí también el condumio. Seguiremos siendo buenos clientes. Además, con las ferias que hay en esta época del año, mañana mismo habrá alquilado su habitación.

Jean-Baptiste aceptó. Y el consejero mandó preparar para su huésped un alojamiento luminoso, amueblado con gusto, y cuyas dos ventanas delanteras daban a la calle bulliciosa y permitían observar cómo los fieles entraban y salían bajo el porche de San Eustaquio. Se puso en funcionamiento de nuevo una gran chimenea de mármol italiano, donde Jean-Baptiste avivó grandes fuegos para entrar por fin en calor. En la parte trasera disponía de una habitación, dos gabinetes y un guardarropa donde mandó llevar desde la posada de enfrente su ligero equipaje, el cofre de los remedios y la caja con las orejas del elefante.

– Cuando compré esta casa -le dijo Sangray, que llegaba entonces para ver cómo iban las mudanzas-, llevaba diez años cerrada. Los propietarios la odiaban a muerte.

– He oído decir que se combatía aquí.

– A principios de siglo era el punto de encuentro para quienes se hacían llamar los refinados del honor. Y nadie duda de que tuvieran honor. Pero su refinamiento consistía en establecer unas normas estrictas, que por lo demás fijaban ellos mismos para justificar las prácticas de descuartizadores. Imagínese, el conde Montmorency-Boutteville, que era el inquilino titular, tuvo veintidós duelos a la edad de veintisiete años. El último se celebró bajo las ventanas del hotel Richelieu, lo que le valió ser decapitado la víspera de San Juan.

– ¡Gloriosos recuerdos! -dijo Poncet con emoción.

– ¿Usted cree?

– Sí, me parece que aquellos hombres vivían.

– Y sobre todo morían -dijo Sangray-. Y provocaban la muerte de otros. Conocí demasiado bien el horror de la Fronda, un período en que ya tenía mi conciencia de niño, para lamentar ese caótico reino de la fuerza. No, querido doctor, soy un hombre de leyes, de orden. Me siento más el carcelero de estos fantasmas que su conservador.

Jean-Baptiste confió inmediatamente en aquel hombre paciente y de maneras dulces, que analizaba todo con una mente tan abierta. Le contó con detalle su viaje a Abisinia y el relato los tuvo entretenidos unas cuantas noches, sentados en grandes sillones de patas curvadas y con las piernas estiradas hasta tocar prácticamente los morillos de bronce.

Aquellas charlas despertaron el deseo de realizar trabajos literarios. Sangray se prometió reemprender la obra que había empezado sobre la comparación de las leyes humanas y, con su consejo, Jean-Baptiste decidió recoger por escrito la crónica de su viaje. Ambos se pusieron a la tarea el día siguiente.Pero el consejero no era sólo un hombre de estudio. Conforme mejoraba, se sentía volver a la vida y no había momento de gozo que no aprovechara. En cuanto hubo un baile en el Palais-Royal, él, que era un asiduo de la residencia del duque de Chartres, se dio el placer de acudir y pidió a Jean-Baptiste que lo acompañara.

Eran de la misma estatura, aunque uno menos corpulento que el otro. El consejero prestó a su huésped un jubón de gala con ribetes de oro y ondas de fino encaje. El señor Raoul, el posadero, que también alquilaba carruajes, les proporcionó un cochero y un vehículo. Salieron a tiempo para cenar.

5

En aquel entonces, el Palais-Royal era el único vestigio parisino de una vida cortesana que se había trasladado por completo a Versalles, alrededor del Rey. Aunque desprendía lujo y fastuosidad, el Palais-Royal no contaba con la abrumadora presencia de un amo, pues el hijo del señor manifestaba a todos una suerte de afecto cómplice que incitaba a la libertad. En ese ambiente cálido y apacible, las flores más bellas lucían más abiertamente que en Versalles: un número increíblemente elevado de personajes, sobre todo mujeres, reunían belleza, juventud e inteligencia, atributos que ya de por sí resulta difícil encontrar por separado. Sangray presentó su amigo a la duquesa de Chartres, que estaba sola, porque esa noche su marido, el señor de aquellos lugares, fue requerido en Versalles, y cuando llegaron ya se había marchado.

Durante y después de la cena, cuando el exiguo tropel de invitados se dispersó por los salones, Poncef obró con cierta imprudencia. Un corrillo de bellas mujeres, cuyos nombres ignoraba, salvo el de una de edad muy avanzada a quien las demás llamaban la marquesa de…, le rodearon en un rincón. Su buena planta, su insólita procedencia y sobre todo el don que tienen las mujeres para vislumbrar el misterio allí donde se quiere encubrir, y para orientar su curiosidad por esa vía, fueron motivos suficientes para que se reunieran a su alrededor las damas más ávidas de novedades. Jean-Baptiste cayó en esa trampa muy fácilmente, puesto que hablar era el mejor recurso que tenía para frenar la emoción y la timidez que le inspiraba aquella deslumbrante corte. Se dejó llevar hacia el tema de Abisinia, y esto suscitó cientos de apasionadas preguntas. En el caos de aquella conversación mundana, Jean-Baptiste cometió el error de explayarse algo más de la cuenta con los aspectos pintorescos. Contó con todo lujo de detalles que, en los banquetes más fastuosos, los abisinios tenían la costumbre de yantar bueyes vivos a los que les arrancaban la carne aún palpitante, para luego meter los dedos en los cortes que practicaban a lo largo del espinazo de aquellos pobres animales.

Terminó su historia en medio de un silencio sepulcral. La vieja marquesa le lanzó una mirada de indignación, agitó febrilmente el abanico y levantó el vuelo hacia la veranda. Toda la tropa de jóvenes siguió su ejemplo, en un voluptuoso frufrú de tafetanes multicolores.

El joven se quedó solo en el sofá, respirando durante un rato las fragancias que habían emanado a su alrededor aquellas carnes arropadas en encajes, aquellas gargantas que exhalaban almizcle, pimienta y jazmín, y aquellos rostros empolvados con polvo de arroz y coloreados con palo de Pernambuco. Nunca había visto mujeres tan agraciadas; todas ellas, tanto las más jóvenes como las más viejas, eran tremendamente apetecibles. Todas poseían la quintaesencia de lo femenino hasta el punto de hacer con sus encantos una sustancia casi pura, como ocurre al destilar las plantas para extraer unas gotas, que curan o matan.

Sin embargo, algo le incomodaba. Tal vez fuera la índole estrictamente artificial de esas gracias. «Al fin y al cabo -se dijo- todo esto es muy propio de los palacios, bajo cientos de velas encendidas y durante las pocas horas en que las galas lucen intactas y aún no se han marchitado. Pero ¿en qué se convertirían estas mujeres si se sumergieran por un segundo en el otro mundo, o sea en el verdadero? Seguramente en momias, porque está claro que sólo saben respirar ese aire saturado de polvo de arroz. Por otro lado, para gustar aquí, los hombres se ven forzados a vivir a las mismas horas, en los mismos escenarios y con los mismos modales. De hecho, no hay más que mirarlos.»

Tratando de mostrarse lo menos insolente posible, Jean-Baptiste observaba a aquellos jóvenes petimetres de campo, a aquellos obispos caballerosos, a aquellos gentilhombres que se habrían espantado ante una espada desenvainada. «El corazón, la fe, la gloria de las armas, todo aquí está domeñado -se decía- y estas delicias sólo son un dulce cautiverio.» No obstante, seguía estremeciéndose cuando dos bellezas pasaban cerca y lo miraban.

Sangray lo encontró ensimismado en estos pensamientos y fue a sentarse a su lado.-¡Le felicito, amigo! He oído comentarios muy elogiosos sobre su persona y también he recibido muchos parabienes por haberle traído.

– Se burla de mí. Todo lo contrario, he sido muy torpe.

Jean-Baptiste le contó la funesta anécdota del buey y cómo su auditorio había desertado con el semblante indignado.

– No tiene ninguna importancia. No ha hecho más que dar a esas damas un pretexto fácil para lanzarse con elegancia sobre los pastelillos que acababan de servir. Créame, no sólo se han olvidado de todo sino que además lo encuentran encantador.

Y como para confirmar sus palabras, un corrillo en el que se hallaban algunas de las jóvenes acompañantes de la marquesa de… pasaron por delante y le dirigieron unas graciosas sonrisas.

– De hecho -continuó el consejero- tengo novedades con respecto a su asunto. El Rey de España abandonará Versalles mañana. Nuestro soberano habrá terminado entonces su tarea de preceptor, así que podrá reemprender sus audiencias, y la suya ya no debería demorarse mucho.

Los presentes, diseminados por todos los rincones de los salones, empezaron a reunirse alrededor de las mesas donde se jugaba al faraón o a las tablas reales. Jean-Baptiste y Sangray aprovecharon aquel pequeño tumulto para marcharse, después de haber saludado con discreción a la duquesa. Volvieron en calesa. Françoise había encendido unos buenos fuegos en las habitaciones. Jean-Baptiste se durmió con la muñeca derecha contra su rostro, la misma muñeca que la duquesa había apretado con familiaridad y que continuaba exhalando su perfume almizclado. Al día siguiente, el señor Raoul fue a llevar un mensaje a Jean-Baptiste. Se trataba de una carta del padre Plantain, que seguía enviando su correo a Le Beau Noir, pues el médico no había considerado prudente decirle al jesuíta que vivía en la residencia del consejero. La misiva decía:

Esté preparado. Saldremos para Versalles pasado mañana. El Rey nos recibirá en audiencia el miércoles a las cuatro de la tarde.


Padre G. Plantain SJ.


Después de almorzar, Jean-Baptiste fue hasta el colegio Luis el Grande para concretar los detalles de la audiencia.

A su regreso dio un rodeo a pie por el Louvre, donde se rumoreaba que la caballería del rey Felipe V hacía un primer ensayo del glorioso cortejo que al día siguiente se pondría en marcha. En el quai se cruzó con el primer y segundo caballerizo del Rey, tocados con magníficos sombreros de plumas y trajeados. Tras ellos iban veinticuatro pajes ataviados con jubón y calzas de satén con ribetes de plata y festones de encaje, que montaban en corceles engalanados con jaeces. Doce caballos españoles llevados de la brida exhibían crines adornadas con cintas, bocados, copas y estribos dorados, y gualdrapas de terciopelo rojo con bordados en oro y plata. Después, Jean-Baptiste apenas pudo ver mucho más pues una tropa de mosqueteros vestidos de gris empezó a alejar a los curiosos de los alrededores de palacio.

Al llegar a casa encontró al consejero en el salón, sentado junto al fuego, así que también él se acercó para tender las manos y entrar en calor. Eran las tres de la tarde y Franc,oise les sirvió la comida delante de la chimenea. Hablaron del cortejo real y luego de la audiencia.

– ¿Cómo piensa abordar la cuestión? -preguntó Sangray.

– Bueno, diré la verdad -respondió Jean-Baptiste.

– Oh, empieza usted mal. ¿Acaso ignora que para los reyes la verdad sólo es aquello que les complace oír?

– No sé lo que le complacerá oír al Rey, pero sí sé lo que algunos quieren decirle aunque sea falso.

– ¿De qué habla?

– De los jesuitas.

– ¿No son ellos quienes han conseguido para usted esta audiencia?

– Así es. Pero eso no significa que tengamos la misma opinión sobre lo que debemos decirle al Rey.

El consejero dejó el trozo de pava que se estaba comiendo con los dedos, bebió un trago de vino rutilante y miró extrañado a Jean-Baptiste.

– ¿Me está diciendo que piensa contradecir a los jesuitas ante el Rey? Amigo mío, me alegra comer con usted porque temo que ésta será la última vez. Pero ¿le importaría explicarme qué objetivo persigue exactamente?

– A decir verdad, tengo dos objetivos.

– Mal principio.

– Aunque en realidad se resumen en uno solo -añadió resueltamente-. La cuestión es la siguiente: primero quiero que el Rey vuelva a enviarme a Abisinia como su embajador de pleno derecho, y después que me asigne todos los privilegios del cargo, incluido el título de nobleza.-Tal como formula la idea, su proyecto es ambicioso pero no imposible.

– Ve usted…

– ¿Pero por qué tiene tanto empeño en regresar allí?

– No se trata de que me empeñe. Pero el favor del Rey me permitiría hacer honor, a la vez, a dos juramentos que he hecho.

– ¡Diablos! ¿Y a quién?

– El primero a una joven con quien no puedo igualarme porque es de buena cuna. Le di mi palabra de que nos casaríamos, pero sólo tendré alguna esperanza si el Rey me concede un título nobiliario.

– Comprendo. Esas cosas son propias de la edad. ¿Y el otro juramento?

– Al Emperador de Abisinia. Le juré que los jesuítas no regresarían y que, si solicitaba una embajada a Francia, yo estaría al mando.

– Así pues pretende que le envíen, y al mismo tiempo hacer saber al Rey que no quiere a los jesuítas… cuando son precisamente los jesuítas quienes le han traído aquí…

– No tenía elección. Sin ellos no habría podido abandonar El Cairo.

– Eso es precisamente lo que digo.

– Pero no conocen mis intenciones -dijo Jean-Baptistc.

– Me lo figuro. Eso significa que deberá contradecir su palabra en el último instante, en presencia del Rey. Pero ¿se da cuenta de lo que va a hacer? ¡Y para colmo se ríe!

– Me río porque pese a todo tengo plena confianza.

– La juventud le induce a ser temerario. Pero tenga cuidado. La corte es un nido de intrigas donde se burlan del coraje, porque no hay nada más fácil que hundir a los valientes. Basta con que coloquen a unos cuantos ocultos en las sombras y que luego le sorprendan por la espalda.

– No, señor consejero -dijo Jean-Baptiste con calma-, yo creo que no estoy loco. La confianza no es producto de la ceguera, y si tengo tal actitud es precisamente porque he abierto los ojos. ¿Quiere que le diga en qué momento? Pues cuando venía hasta aquí a caballo; cuando cruzaba este reino y hablaba con la gente en los campos y en las ciudades. Sabe qué me decía a mí mismo: «El hombre que reina sobre todo esto es un gran rey.»

– ¡Buen descubrimiento!

– No, espere. Es un gran rey porque aún recuerdo, cuando vivíaen este país, que los viejos hablaban de la Fronda, de guerras de religión, de grandes pestes y de grandes hambrunas. Pues bien, tras el reinado de su padre y de su abuelo, este rey ha acabado con todo eso. Ha amordazado a los poderosos y ha sometido a la nobleza. He tenido ocasión de ver en el campo los castillos que la corte ha abandonado y la humilde sumisión de quienes se han quedado. Y vea la iglesia: debido a la ayuda que el Rey le ha prestado para luchar contra los protestantes, se ha doblegado a su autoridad. Ha erigido una potencia militar, ha hecho retroceder a los enemigos del exterior y ha conquistado un poder sin parangón.

– Supongo que también sabrá con qué se ha pagado todo eso. Toda Europa se ha aliado contra nosotros, el pueblo vive oprimido por los impuestos. Los protestantes y los jansenistas viven acosados como animales porque no se permite tener opinión en política, a excepción de la del Rey. Treinta años en el Parlamento me dan cierta credibilidad.

– La cuestión no es ésa -dijo Jean-Baptiste, sacudiendo la mano para retomar el hilo de la conversación-. No estoy haciendo juicios sobre la Historia. Describo la obra de una personalidad que ha querido ser un gran rey y lo ha logrado. Y debo decir que el Rey de Abisinia también es así.

– Está comparando…

– Sí. Ambos poseen la misma voluntad, el mismo ímpetu para someter todo a su autoridad, el mismo poder sin igual. Yesu I ha culminado la misma obra. Si hay dos hombres que pueden entenderse, sin duda son estos dos.

– Y pretende hablarle así al Rey de Francia…

– Estoy seguro de que sabrá escucharme. Cuando los jesuitas le digan que los abisinios desean volver a acogerse a la fe de Roma, yo le diré: «Majestad, acepte la amistad de un gran rey de Oriente. Envíele una embajada, comercie, cómprele su oro, véndale los artículos de sus manufacturas, pero no quiera alterar el sistema de su nación intentando convertirla, porque usted mismo tampoco toleraría que se alterase la suya.»

– ¡Está usted loco, Jean-Baptiste! -exclamó Sangray, levantándose-. Le aprecio demasiado para dejarle caer en una trampa que usted mismo se habría tendido con sus propias manos.

Dio dos pasos por la sala, volvió hacia la chimenea y dijo:

– ¿Qué es Abisinia, Poncet?

– Un país.-No. No es nada. Es un rincón de África poblado de salvajes. Nada, ¿me oye bien? ¿Y qué es Francia? Todo.

– ¡Me dice eso usted, señor consejero! Usted, que ha escuchado mis relatos sobre Abisinia… Usted, que acerca a sus semejantes los usos y las costumbres, intenta decirme ahora que no hay que juzgarlos sin comprenderlos… Usted, que me ha sugerido escribir…

– Escribir sí, pero no hablar. Y menos aún hablar al Rey. Son muy pocos los que sienten y comprenden cuanto yo pienso. Por eso aboco mis pensamientos en ese gran río de las abstracciones escritas, donde tal vez haya otro hambriento como yo que abra mi botella y me oiga en alguna parte. Pero de momento, lo que hay es lo que todos piensan y todos piensan lo que piensa el Rey. Si ha buscado el poder, no ha sido con el ánimo de compararse con nadie. Y menos aún con hombres que según él viven en lugares donde la civilización no ha llegado nunca. Por mi amistad y la estima que usted me merece y que es la que se tiene por un hijo, debo advertirle, Poncet, que se ande con los ojos abiertos. Ante el Rey, cualquier comparación de su poder con la de un indígena -aunque sea un cristiano- será considerada como un insulto, y no sólo perderá de un plumazo la posibilidad de obtener cuanto usted desea, sino que incluso le podrían negar la autorización para salir libremente de este país.

Jean-Baptiste se estremeció ante una advertencia tan tajante y tan sincera.

– ¿Qué debo hacer entonces? -preguntó abatido.

– Escriba sus ideas. Yo le apoyo. Más tarde ya se verá cómo publicarlas y a qué mentes preparadas podremos dárselas a leer. Pero ante el Rey, no ponga obstáculo alguno a los jesuitas, por ahora. Exagere si gusta las dificultades del viaje y sus peligros, para que duden en emprenderlo, aunque vaya por delante que nada les detendrá. Pero si afirman que el Negus quiere convertirse, no los contradiga. Acate sus dictados. No puede esperar obtener un favor del Rey, a menos que se fije en usted. ¿Quiere convertirse en un noble? Es algo muy posible y puedo ayudarle a conseguirlo, pero primero debe complacerle. El Rey debe saber cuánto le admira. Dígale que ha propalado su grandeza por los confines de la tierra y que los reyes orientales, maravillados, le pidieron que le presentara sus más humildes respetos. Dígale que gracias a él progresa la fe, que llevó con usted a un jesuíta, desaparecido desgraciadamente durante el viaje, pero que confía en que le acompañen hasta allí muchos otros.-¿Que me acompañen otros? -exclamó Jean-Baptiste-. Pero si le prometí al Emperador que les impediría volver…

– No sea tan orgulloso, amigo mío. Usted no será el único parapeto contra la voluntad de una orden que tiene en su confesionario al rey cristiano más poderoso de la Tierra. Déjese de juramentos. Ya no estamos en la época de los refinados del honor. Algunos lo lamentan, pero no seré yo. Además, hay que ver las cosas como son. ¿Ha visto abajo los comederos y los toneles vacíos? Se lo suplico, no se equivoque de época.

Jean-Baptiste se volvió hacia el fuego y se cruzó de brazos.

– Ya veremos -murmuró entre dientes.

6

No obstante, en El Cairo, el señor Le Noir du Roule se hacía esperar. El cónsul volvía a temer un terrible naufragio. Veía a su futuro yerno en sueños, arrojado en una playa, como el pobre padre Versau, aferrándose con los brazos a un tronco de árbol. Sin embargo, la verdad era menos trágica; el diplomático llegaba sin prisas, sencillamente. Mandó que lo desembarcaran en Civitavecchia, se desplazó hasta Roma en coche de caballos, se tomó el tiempo necesario para visitar con calma la ciudad y hasta para urdir allí ciertas intrigas con las cortesanas. Luego se desplazó hacia el sur, hasta Bari, desde donde emprendió la travesía hasta Corinto. Se advirtió su presencia en Alejandría y por fin llegó a El Cairo.

El señor De Maillet había decidido alojar a Du Roule en el consulado, aunque se tratara de un subordinado. Pero se proponía honrar su noble alcurnia y sobre todo hacerle notar que ya era de la familia. Una vez tranquilo por lo que se refería al consentimiento de su hija, ahora el mayor motivo de inquietud del cónsul era saber qué pensaba el prometido. ¿Sería Alix de su agrado? El cónsul no era de esos padres cegados por el amor a su prole. No juzgaba a su hija por la apariencia sino por las conveniencias y, en cuanto a eso, tenía mucho que objetar. ¿Acaso la semana anterior no había vuelto de Gizeh, por orden suya, con la piel tostada por el sol de tanto pasear sin sombrero y hecha un marimacho? Un hombre de maneras delicadas y habituado a frecuentar los salones de la capital siempre podía negarse a contraer un compromiso con una mujer así.

El día que llegó Du Roule, Alix apareció en el vestíbulo en el momento en que la carroza del viajero entraba en el patio y cuando ya era demasiado tarde para que su padre la mandara ir a acicalarse. El señor De Maillet reparó estupefacto en que no se había puesto albayalde en las mejillas, que se había peinado como la más humilde de todas las sirvientas, con los cabellos estirados y partidos por una raya. Llevaba un vestido de su madre que además de resultar ridículo porque era demasiado ancho, para colmo estaba usado. El atuendo era de un color de heces de vino que no se veía desde hacía quince años, ni siquiera en El Cairo. Todo el personal del consulado se alineaba en el rellano de la escalinata, detrás de la familia De Maillet. Era difícil hacer una escena ante tantos testigos. Por otra parte, el recién llegado abría ya la portezuela de la carroza y un lacayo árabe le colocaba el estribo. El cónsul había decidido esperar en el rellano. El día anterior habló sobre ese punto del protocolo con el señor Macé y llegó a esa conclusión. Pero la emoción le hizo ceder a su impulso, así que bajó con paso apresurado hacia el viajero y lo saludó al pie del coche.

El señor Le Noir du Roule era un hombre de gran estatura, fuerte, de agradable estampa, estrecho de cintura y de finos tobillos. Por lo demás, a primera vista se advertía que sólo pensaba en el efecto de la pose. Esto es, no movía un brazo sin haber calibrado de antemano en qué agraciada posición lo colocaría después. Ponía todo su esmero en conservar -con toda naturalidad- el mentón alto, los pies ligeramente en escuadra y la espalda arqueada. De haber sido más flexible, se habría dicho que tenía la silueta de un bailarín, pero había demasiada fuerza contenida en aquellas maneras para que no tuviera más bien el aire de un felino o de un carnívoro, cuya suprema elegancia esconde una increíble crueldad. Cuando él se acercó, Alix pudo distinguir su rostro alargado como la hoja de un cuchillo. La nariz larga y fina prolongaba una frente plegada como las cubiertas de un libro abierto; a esto había que añadir unas mejillas hundidas, unos labios finos y un mentón prominente y puntiagudo. Mientras respondía a las palabras de cortesía del cónsul, Le Noir du Roule paseó la vista por los asistentes, con una ceja más alta que otra, en forma de acento circunflejo; debajo, los párpados, inmóviles como una chapa metálica, protegían unos ojos negros. La única que mereció su atención fue la joven a quien dirigió una mirada tan intensa y pertinaz que ésta comprendió enseguida que, a pesar de su aspecto descuidado, no podría disimular sus encantos a un hombre como aquél. El recién llegado saludó a las damas con un estilo cortesano que causó extrañeza, aunque todos lo admitieron como la forma de pleitesía más reciente. Luego entró con el cónsul y el señor Macé para reunirse en conciliábulo; después el viajero subió a su habitación y volvió a bajar para la cena, más elegante aún que a su llegada. Lucía una levita de fino terciopelo azul celeste con el reverso de ultramar y bordados en oro, y un chaleco rosa claro a juego con las calzas. Aunque en el comedor era el único de su especie, el hecho de llegar de Vcrsalles confería cierta normalidad a su apariencia. En cambio todos los demás daban de repente la impresión de haberse vestido con viejos harapos, empezando por el cónsul. Tras comprender que el otro vestido sólo había servido para incomodar a su padre, Alix, situada a su izquierda, se había ataviado con uno más favorecedor. Además sabía perfectamente que nada alejaría de ella la mirada de aquel hombre que había sabido captar su belleza, al igual que el leopardo repara en un antílope oculto entre los matorrales. Todo daba a entender, en la actitud de aquel Le Noir du Roule, que se sentía con derechos sobre la joven, pero no era como ella se lo había imaginado. Probablemente su padre y Pontchartrain le habrían notificado sus planes de matrimonio. Sin embargo, lo que no había previsto era encontrarse con alguien que hiciera alarde de aquella seguridad calmosa y casi salvaje, con alguien que tuviera aquel aire de libertino seguro de sí mismo, de sus encantos y de sus ardides, con alguien que la habría forzado pasara lo que pasara, aunque no se la hubieran entregado casi de antemano, y tal vez con más placer aún en el caso que hubiera sido así.

El señor Le Noir du Roule animó a los comensales con su brillante conversación. Le gustaban las artes y describió los monumentos de Egipto que todavía no había visto con la sabiduría del lector bien informado. Mientras hablaba, su cara cambiaba de expresión por impulsos, como un autómata. Era imposible apreciar algún punto de transición entre sus gestos, que en ocasiones se sucedían con tanta rapidez como la mano derecha que, en la guitarra, salta imperceptiblemente de un acorde a otro. Lo único que no movía era el párpado. En digna recompensa, miró directamente a Alix.

– ¿Y usted, señorita -preguntó-, ha visto ya la Esfinge?

– No -respondió ella resueltamente.

El padre de la joven iba a protestar, para decir que precisamente acababa de regresar de Gizeh, cuando oyó una exclamación. Alix se había levantado y, tras dar un paso, cayó al suelo desmayada. Alertadas por la señora De Maillet, Françoise y la cocinera subieron a la joven a su habitación. Sus padres iban detrás, llenos de un gran nerviosismo.

– Ves -le decía el cónsul a su mujer en la escalera-, estaba seguro de que enfermaría de fiebres en aquella casa.-No está acalorada -respondió la señora De Maillet.

– Eso da igual. Sin duda se habrá pasado todo el día sentada, alentando la imaginación con novelas. Era inevitable que todo esto terminara en vahídos.

Entretanto, en el salón principal, el señor Macé intentaba distraer al diplomático, mientras le rogaba disculpase el incidente.

– Supongo que no será contagioso -comentó Le Noir du Roule, llevándose un pañuelo de encaje a la nariz.


Versalles, en diciembre y después de todo aquel trastorno de fiestas relacionadas con el viaje del futuro Rey, parecía un gran cuerpo abatido, desesperado y lánguido. Los jardines cubiertos de hojas amarillentas y envueltos en brumas eran como un abanico de sangrías abiertas en los bosques negros. Sólo se veían sombras transidas de frío y algunos jardineros atareados junto a un tocón o barriendo los parterres con sus siluetas de labradores. El Palais, bajo los tejados de pizarra gris, entregaba a los vientos húmedos sus lúgubres fachadas donde se veía resplandecer la tenue luz de los candelabros que permanecían encendidos todo el día a través de los ventanales. Ni una sola carroza cruzaba el patio de honor sin que el horrible gemido de los ejes sobre los adoquines de asperón no hiciera creer que se trataba de un carro con condenados. Y en todas partes, detrás de las empalizadas de madera, resonaban, lejanos pero multiplicados por el eco, los golpes de mazo que daban unos obreros invisibles perdidos en las alturas de andamios de estacas.

Jean-Baptiste, el padre Plantain y el padre Fleuriau llegaron la noche previa a la audiencia y se alojaron en un hotel que la Compañía había mandado construir en la ciudad, en el Cours de la Reine. Al final, Fléhaut no se reunió con ellos en París pero les hizo saber que se encontraría con ellos en la audiencia.

– Eso significa que tiene órdenes y que Pontchartrain quiere tenerlo de su lado -observó el padre Plantain.

La cena se zanjó con una conversación trivial sobre capones asados y empanadas, especialidades a las que Jean-Baptiste se había acostumbrado en Le Beau Noir, aunque tuvo que contentarse con un caldo insulso, col rallada y un trozo de queso. Fleuriau, demacrado y con la tez amarillenta, se empeñaba en masticar tenazmente aquellas miserias, y al terminar lanzó las exclamaciones de saciedad propias de un hombre que acaba de entregarse a un festín. En la chimenea, una lumbre tísica se debatía entre la vida y la muerte. Poncet había cenado envuelto en su capa de paño, pero a pesar de todo tiritaba, así que pidió permiso para ir a cobijarse en su cama, no sin antes haber tomado la precaución de mandar que la calentaran. Estaba tan ocupado tiritando que sólo podía pensar en las partículas de calor que podría ahorrar en una u otra posición. El sueño paralizó su cuerpo, como un animal que hubiera caído en el agua helada.

A las ocho de la mañana, un lacayo descorrió las cortinas, encendió el fuego y le indicó que los curas le esperaban para desayunar. Valga decir que la comida fue tan desesperante como la cena. A Poncet, que no le gustaba el caldo de gallina a esas horas, le contrarió saber que la casa no compraba ni té, ni café, ni chocolate, de modo que pidió un gran vaso de malvasía y se lo bebió de un trago.

El padre Plantain, con el semblante luctuoso, le comunicó que el padre Fleuriau no se encontraba bien, que debía guardar cama y que por lo tanto no podría acompañarles. Seguramente no habría soportado los excesos del copioso ágape de la víspera…

A las diez, una carroza de la Compañía que había enviado el padre De La Chaise fue a recogerlos frente al hotel. El día aún estaba más encapotado que los anteriores. Un gran nubarrón plomizo con reflejos amarillentos anunciaba nieve y debilitaba la luz. En la verja del castillo, los guardias suizos se arropaban en los tabardos. Los visitantes no se cruzaron con nadie en los patios. Todas las chimeneas humeaban.

Estas intemperancias del clima reconfortaban a Jean-Baptiste. Con buen tiempo, el fulgor de los dorados y de los oropeles, las líneas armónicas de los jardines y la elegancia de los edificios habrían impuesto su pretencioso triunfo. Sin embargo, había algo que denotaba una extrema humildad incluso en la madriguera de aquel rey, que por muy grande que pretendiera ser estaba sometido a la fuerza de las estaciones y, tanto él como su prole, debían protegerse del caprichoso rigor del frío y de la lluvia. Bajo aquella capa de escarcha, Versalles ya no era un empíreo de lujo y poder sino un simple refugio de piedras y de pizarras, donde una tribu tiritaba con el espinazo doblado alrededor de los fuegos cálidos, a la espera de que terminasen aquellos placeres invernales.

Empezaron a subir por la gran escalera de mármol, donde corrían unos lacayos de librea ligera que tenían las manos moradas por el frío. El inmenso tramo de escalones estaba bañado en una humedad glaciar que olía a cera y a sarcófago. Del piso superior llegaba un rumor de voces apagadas. Los visitantes subieron con la vista al frente, apretados unos contra otros, y nadie se atrevió a agarrarse a la barandilla de hierro con rosetones dorados. En el descansillo se toparon con unos lacayos nerviosos que murmuraban, pero el motivo de su agitación no era precisamente su llegada, que por lo demás nadie había advertido. Una vez rebasado el último peldaño, miraron maquinalmente al infinito, buscando la continuación de la escalera, pues les sorprendía haber llegado ya, habida cuenta del espacio que mediaba bajo los techos. En ese preciso momento, el padre De La Chaise apareció detrás de una colgadura en la que ni siquiera habían reparado y se reunió con ellos. El hombre, rigurosamente ataviado con sotana y un casquete de tafetán negro en la cabeza, sonreía sin cesar, pero ese gesto inmóvil, que al principio les había tranquilizado, muy pronto se convirtió en un motivo de inquietud. Por su comportamiento y por la forma que tenía de susurrar las palabras, se advertía que estaba familiarizado con las normas protocolarias más puntillosas de la realeza, mientras paseaba su cuerpo endeble, testigo de su intrínseca fragilidad, por aquellos decorados hercúleos. Miró a Poncet por el rabillo del ojo, algo nervioso. Como el padre Plantain le indicó que había que hacerse cargo de una caja que aún estaba abajo, en la carroza, el padre De La Chaise requirió a dos lacayos, a quienes hizo una señal con la mano de un modo tan imperioso y tajante que dio sobradas pruebas de los grandes abismos helados que se ocultaban bajo su aparente carácter apacible. Luego llevó al padre Plantain a un aparte y, con el rostro orientado hacia una enorme moldura dorada, le susurró unas palabras en voz baja. Siguieron al confesor y entraron en la primera sala, que era la de los guardias. El padre De La Chaise dio aviso al centinela que deambulaba con el mosquete a la espalda de que tenían que llegar dos hombres con una caja, que de hecho apareció en aquel mismo momento.

Se internaron en la primera antecámara, una amplia estancia donde el Rey acostumbraba a cenar y donde permanecían encendidos unos apliques de bronce para que se pudiera ver. El ventanal sólo reflejaba en los vidrios un cielo anaranjado gradualmente más oscuro. Nyert, el primer ayuda de cámara del Rey, un hombre de escasa estatura con una peluca corta, esperaba a los visitantes en la puerta. Después atravesaron otra sala que no estaba iluminada y que envolvía todo en una penumbra gris. En el extremo opuesto, una puerta entreabierta de dos hojas dejaba pasar la intensa luz de la estancia siguiente, donde centelleaba una araña de treinta velas. El chambelán reagrupó a los visitantes, abrió la puerta de par en par y los presentó al Rey.

7

El salón del Rey era una estancia sin personalidad, de ahí sin duda que Luis XIV deseara reformarla, pues era demasiado reducida para ser una sala de gala -sobre todo en comparación con la galería de los Espejos, a la que se accedía por tres puertas-, y al mismo tiempo un poco grande para ser únicamente un gabinete particular. Desde el punto de vista de la grandiosidad era modesta, y desde el de la modestia podía parecer pretenciosa. Así pues, el resultado era una mediocridad que derrochaba majestad. El Rey, situado a una distancia prudencial, no se veía ni ensalzado por las amplias perspectivas ni tampoco imponente, como podría estarlo cualquier personalidad ilustre que devorase con su presencia un espacio exiguo. Estaba allí, simplemente, y su aspecto no era más impresionante que el de un burgués en el centro de un corrillo. No obstante, si en algo se distinguía era porque tenía la cabeza cubierta con un gran sombrero de tres alas adornado con plumas blancas, cuando los demás sólo llevaban peluca.

La silla en la que se sentaba el soberano terminaba de darle un aire familiar. Se trataba de una especie de sillón tapizado de cuero negro con clavos dorados que se elevaba sobre una plataforma de tres ruedas. Las más grandes, situadas detrás, servían para propulsar el artilugio, que era empujado por dos servidores; la ruedecilla de delante le permitía conducirse con la ayuda de un largo timón de hierro que terminaba en una empuñadura. Nada podía traicionar más el servilismo del cuerpo que aquel instrumento que era su penoso auxiliar. Cualquiera que hubiera querido abismarse en la ilusión de que se hallaba en presencia de un semidiós, de una entidad a quien el poder había hecho sobrenatural, inmediatamente recibía aquel desmentido con tres ruedas que resultaba tan sorprendente a la vista. A pesar de todas aquellas simples evidencias, el Rey se empecinaba tanto por parecer grave, impasible y majestuoso, que más bien parecía gruñón, descontento e irritado. Ésa fue, cuando menos, la primera impresión que retuvo Jean-Baptiste al entrar en medio de su exigua comitiva de curas. El Rey sólo se parecía vagamente a los retratos oficiales, en particular al que hermoseaba el consulado de El Cairo. Acercando ambos en un ejercicio de memoria, a Jean-Baptiste le causó el efecto de que el pintor no había captado la imagen del soberano, sino su reflejo en el mundo sublime de las ideas, olvidando de paso las cicatrices de la viruela, su nariz colorada y las hinchazones del cuello. En pocas palabras, el señor De Maillet había cometido un gran error cuando mandó restaurar el lienzo, pues las máculas propias de la naturaleza habían conseguido un mayor parecido con la realidad que el mismo pintor. Entre el séquito que rodeaba al Rey, Jean-Baptiste distinguió a Fléhaut, que estaba un poco alejado, y al lado de éste, aunque más cerca del soberano, a un hombre con una alta peluca rizada, con la nariz larga y puntiaguda que debía de ser el canciller De Pontchartrain. Todos aquellos individuos, hasta el servidor más insignificante de los que empujaban la silla, adquirían, a semejanza del monarca, una expresión de importancia y de indignación ante aquellos indeseables y fatuos intrusos.

Los jesuítas hicieron un humilde y discreto saludo, propio de la gente a quien se debía conceder el privilegio de no someterse completamente a nadie, excepto a Dios. Jean-Baptiste, guiado por las reminiscencias del pasado, por un instante estuvo a punto de estirarse cuan largo era en el suelo, pero acabó por inclinarse con una profunda reverencia, que no estaba precisamente en boga. No obstante era sincera y mostraba que no tenía reparo alguno en someterse a la soberanía.

Una vez concluidos los saludos, hubo un momento de vacilación general. Jean-Baptiste se percató de que en toda la estancia, concretamente en esa frontera de poco más de un metro que separaba los dos grupos, se respiraba una cierta tensión, una crispación que casi resultaba perceptible al oído, como cuando se aproxima el aparato eléctrico de una tormenta de verano.

– Majestad -dijo el padre De La Chaise, el único que se atrevió a avanzar bajo la imprecisa amenaza de ese rayo-, ya conocéis al padre Fleuriau, que tiene a su cargo nuestras misiones de Oriente. Muy a pesar suyo, hoy está indispuesto y no ha podido comparecer ante vos. No obstante, tengo el gran honor de presentaros al padre Plantain, que tiene el difícil cometido de representar a nuestra orden en uno de los territorios del Turco, en Egipto, para ser más exactos.

El padre Plantain inclinó de nuevo su enorme frente.

– De allí -continuó el confesor del Rey- partió la misión hacia Abisinia, que Vuestra Majestad tuvo la gran virtud de concebir y auspiciar, y que ha intentado volver a afirmarse en ese malhalado país cristiano sumido en la herejía, donde algunos de nuestros hermanos desgraciadamente fueron masacrados a principios de este siglo. Vos sabéis cuántos esfuerzos despliega nuestra orden para sacar del error o de la ignorancia a tantos pueblos condenados para toda la eternidad por su inocencia. Si os parece oportuno, el padre Plantain os dará cuenta de la misión que vos queríais ver cumplida.

El Rey tosió ligeramente en el hueco de la mano, a la vez que retiraba la manga de su jubón verde. Aunque el gesto fue rápido, casi imperceptible, Jean-Baptiste observó que el soberano había aprovechado aquel movimiento aparentemente natural para limpiarse en el encaje del puño una gota de saliva que le corría por la comisura derecha de los labios, más baja que la otra y con mala oclusión.

– Hable, padre -dijo el Rey-. Nos interesa mucho ese asunto.

– Majestad -dijo el padre Plantain, que había enrojecido hasta el cogote-, desgraciadamente primero debo comunicaros que el corajudo misionero que llevó la esperanza de nuestra orden a aquellas regiones ya no vive en este mundo. Dios lo reclamó en su seno en el transcurso de su duro viaje. No obstante, su sacrificio no ha sido en vano. El Emperador de los Abisinios recibió con los brazos abiertos al resto de la misión. Ha mostrado su buena disposición con respecto a la fe católica, a la que espera adherirse sinceramente. Además ha expresado su humilde sumisión con respecto a Vuestra Majestad, a quien reconoce como el soberano cristiano más poderoso del mundo. Con el ánimo de rendiros pleitesía, mandó a El Cairo un emisario que se puede calificar de embajador, si bien esos pueblos no están familiarizados aún con esc tipo de usanzas.

– ¿Por qué no está aquí ese hombre? -preguntó Luis XIV.

Sire, nosotros así lo deseábamos con vehemencia. Sin embargo Vuestra Majestad sabe hasta qué punto los turcos ponen obstáculos al paso hacia Europa de todos los foráneos. Pero, por fortuna, el embajador no vino solo. Le acqmpañaba el señor Poncet, que sí está aquí.

El padre Plantain se volvió hacia Jean-Baptiste. La tensión del ambiente que se había disipado un poco durante ese diálogo volvió a crecer con toda intensidad, y Jean-Baptiste comprendió de repente que la causa sólo podía ser él.

– El señor Poncet ejerce el oficio de farmacéutico en las Escalas de Levante. Actualmente tiene su domicilio en El Cairo. Nuestro misionero, el difunto padre De Brévedent, de quien ya os he hablado, viajó hasta Abisinia con él aprovechando la circunstancia de que el Emperador había enfermado y requería los cuidados de un europeo. Así pues, gracias al señor Poncet pudo llegar la misión hasta el Negus, que es como se llama a aquel soberano. Y también con él vino su emisario.

Dicho esto, el padre Plantain guardó silencio y se volvió hacia Jean-Baptiste. Luis XIV clavó entonces su mirada en el médico, y todo el entorno del Rey hizo lo propio. Había llegado el momento.

Jean-Baptiste se adelantó un poco, realizó otro breve saludo y empezó:

Sire, en ausencia del embajador que envió el Emperador de los abisinios ante Vuestra Majestad, me corresponde a mí transmitir el mensaje que aquel soberano deseaba hacer oír en esta corte. Debo añadir que el Emperador tenía la vivida esperanza de que Vuestra Majestad querría hacerle llegar una respuesta, y estoy a vuestra entera disposición para llevársela, aunque sea de nuevo a riesgo de mi vida.

– ¿Cuál es, pues, el mensaje que le ha encomendado? -preguntó el Rey.

– Os responderé enseguida, Majestad. No obstante, espero que antes os dignéis escuchar lo siguiente: El Rey de los abisinios no me ha enviado con las manos vacías. Su reino es rico: el suelo de aquella tierra está repleto de metales y gemas, los bosques se hallan poblados de animales que no sabría concebir la más viva imaginación. El Negus puso su empeño en que el Rey de Francia recibiera como testimonio de su amistad…

Los asistentes acogieron sus palabras con un murmullo general. El Rey mantenía impasible la mirada.

– … y de su admiración -añadió con vehemencia Jean-Baptiste- las pruebas más bellas de aquellas riquezas.

– ¿Y bien, dónde están tales presentes? -preguntó Luis XIV, mirando hacia la caja que había junto a los dos lacayos.

– Ah, Sire. El Emperador nos entregó bolsas de oro en polvo que se cargaron en cinco mulas, además de algalia e incienso en otras cuatro muías. Luego había ámbar gris y diez sacos del mejor café del mundo. Ése era el primer cargamento. Detrás seguían cinco yeguas de pura raza, animales con tal brío que sin duda hubieran impresionado a Vuestra Majestad, porque se trataba de animales resistentes en cualquier terreno. El Emperador quiso que fueran ensillados y embridados con los cueros más exquisitos. Entre los hombres más vigorosos de la guardia del Negus, acostumbrados a soportar los rigores climáticos del altiplano, se escogieron a ocho soldados abisinios para que caminasen junto a ellas.

Los jesuítas se habían alejado imperceptiblemente de Jean-Baptiste para verle hablar. Estaba muy erguido y tan pronto volvía los ojos hacia el soberano como a su alrededor, envolviendo con su mirada a la concurrencia. Hablaba con voz penetrante, y el murmullo cesó por unos instantes. Las mulas cargadas de oro, las yeguas ricamente ensilladas y el cortejo de jóvenes abisinios parecían cruzar por la sala, desfilando a paso lento de un extremo al otro del salón para desaparecer por la galería de los Espejos.

– Detrás -continuó Jean-Baptiste-, cerrando la comitiva y sirviéndonos de retaguardia, había dos ejemplares de esas bestias gigantescas que se conocen como elefantes, trabados con cadenas y grilletes de plata. En cada uno de sus colmillos de marfil se habría podido tallar la estatua de un hombre a tamaño natural…

Pontchartrain se inclinó hacia el soberano, le susurró algo al oído y ese movimiento bastó para sacar a los asistentes de su hechizo, rompiendo el encanto.

– Resumiendo -interrumpió el Rey-, ¿todo eso es lo que hay en esa caja?

La pregunta cargada de ironía levantó un murmullo de voces entre los cortesanos, y en sus rostros se dibujaron unas sonrisas malvadas.

– Desgraciadamente, sire, así es en cierto modo.

El rumor se desbordó, como un líquido puesto al fuego, en algunas risas ahogadas.

– Sí-continuó Jean-Baptiste mientras levantaba sus grandes ojos llenos de sinceridad hacia Luis XIV-, durante el viaje tuvimos que hacer frente a muchos percances. Las inclemencias del clima mataron a las yeguas; los turcos confiscaron a los abisinios y nos robaron el oro, el ámbar y el incienso.

Dio un paso hacia la caja.

– Podríais dudar de lo que digo, Majestad, pero esta caja es una prueba de la veracidad de mi relato y os dará una idea de la ostentación con que el soberano de Abisinia pensaba honraros.Los lacayos tenían un sacaclavos que les habían entregado para realizar su cometido. Con un gesto, Jean-Baptiste les dio la orden de abrir la caja. El Rey indicó a los sirvientes que hicieran avanzar su silla unos pasos y, ayudándose del timón, se colocó al través para tener bien a la vista, por el flanco izquierdo, todo cuanto allí iba a aparecer. Mientras, los dos lacayos realizaban su trabajo con un silencio expectante. En el salón sólo se oía el crepitar de un leño enorme que ardía en la chimenea, y de vez en cuando el chirrido de las herramientas al desprender los clavos de la madera de la caja. La tapa cedió por fin. Jean-Baptiste apartó a los lacayos y dejó la tapa a un lado. Lo único que se veía era un lienzo de lino húmedo y parduzco que recubría un contenido de formas redondeadas. Jean-Baptiste lo retiró, y todo lo demás ocurrió muy depnsa.

Poncet se quedó quieto un instante antes de agarrar con las dos manos algo que tenía la anchura de la caja. Luego se incorporó, mientras un magma espeso se escurría por el efecto de su propio peso. Era verdoso, deshilachado y nauseabundo. La oreja del elefante, irreconocible, había formado una masa compacta debido al moho y liberó un fino polvo azulado como una harina corrompida, que se elevó en una nube espesa y pestilente. Agitados por esa súbita fractura, unos insectos de aspecto absolutamente repugnante empezaron a saltar por todas partes, con patas, alas, antenas, mientras sus espantosas colonias se desparramaban por el suelo. Jean-Baptiste estaba tan estupefacto al ver la oreja corrupta que se quedó sin habla y, mirando a su alrededor con una expresión de desespero, continuó agitando estúpidamente aquel trapo ligero y escamoso que enrarecía el ambiente con aquella basura.

Al cabo de unos momentos de estupor, los presentes sufrieron una violenta agitación.

– ¡Al Rey! ¡Al Rey! -exclamó una voz, que probablemente era la de Pontchartrain-. ¡Que no respire esto!

Los servidores hicieron girar el sillón y se lo llevaron por una puerta que daba a la galería y que se abrió prontamente.

– ¡Guardia, guardia! ¡Llamad a la guardia! -gritó otra voz.

– ¡Un médico!

Los allí presentes, lejos de Jean-Baptiste, que se quedó solo en el centro del salón, se apiñaban en cuatro corrillos, uno en cada esquina.

Alguien pronunció súbitamente «veneno», una palabra de tan funesta memoria en la corte que todo el mundo escondió la nariz en pañuelos o en los puños de encaje. Ante la llamada de socorro, los guardias hicieron su entrada por la puerta del salón. Media docena dehombres vigorosos se abalanzaron sobre Jean-Baptiste, le golpearon en las manos con la culata del mosquete para que soltara el apestoso instrumento con el que había cometido el atentado, arrancaron una colgadura para envolver la caja, y una vez cubierta, la lanzaron al fuego. Luego, los que habían detenido a Jcan-Baptiste lo condujeron afuera sin contemplaciones y lo dejaron en un rincón de la sala de guardias. Entretanto, el salón fue ventilado, y con prudencia, los asistentes se reunieron en la galería de los Espejos, donde los jesuitas recibieron la autorización para entrar después de un buen rato.

El padre De La Chaise, que quería ver al Rey a toda costa, fue conducido finalmente a la sala del consejo, donde habían instalado a Su Majestad a buen recaudo. El médico Fagon, que lo había examinado, no detectó ninguna seña! de envenenamiento a consecuencia de las sustancias volátiles. No obstante, como medida preventiva, le mandó tomar un cuenco de leche caliente de burra. Pontchartrain ya no estaba con el Rey cuando entró el jesuíta, que se lanzó a los pies del soberano pidiéndole perdón.

– Vamos, padre -dijo Luis XIV-, levántese, no ha sido nada. Mis sirvientes han tenido más miedo que yo. Pero habida cuenta de que en esta silla soy su prisionero…

Sire, créame que lo lamento infinitamente.

– Cerciórese antes de los presentes que me ofrece -dijo el Rey con un tono afable y una pizca de ironía.

– Tendríamos que haber…

– No le demos más vueltas al incidente -cortó el Rey-. Sepa que yo tenía un presentimiento. Ese hombre me parece poco digno de confianza. Son muchos los que sospechan de su persona y, para decirlo todo, muchos temían que se tratara de un impostor. No obstante, he escuchado sus palabras y he aceptado recibirle…

Sire, su conducta es reprobable, estoy de acuerdo, pero nunca hemos tenido la menor duda de la sinceridad de sus palabras.

– Usted es un hombre santo, padre. Pero me temo que tiene más habilidad para desenmascarar al demonio oculto en las almas que el fariseísmo en carne y hueso ante sus propios ojos.

Con la mirada que le lanzó al pronunciar estas palabras, el padre De La Chaise comprendió de repente que el soberano había recordado que hablaba con su confesor, y una imperceptible sombra de temor veló la mirada del monarca.

– Usted me apena muchísimo -dijo el jesuíta con humildad.

– No hay por qué. Sigo confiando en usted. Sepa que admiro la obra de la Compañía y que la secundo más que nunca. Prueba de ello es la China, pues acabo de dar la orden de apoyar plenamente su misión en Pekín.

– Es una buena acción -replicó el jesuíta, inclinando la cabeza.

– Y en cuanto a Abisinia, había solicitado mi ayuda para mandar allí a seis de los suyos, ¿no es así?

– Sí, sire.

– Se la concedo. Pero no se vanaglorie mucho de ello públicamente.

– Gracias, Majestad.

– Por lo que se refiere a ese supuesto viajero -agregó el Rey-, he ordenado que se lleven a cabo ciertas diligencias, que deberíamos haber hecho al principio. Unos hombres de ciencia se ocuparán de averiguar si dice la verdad. Si tenemos la certeza de que no se trata de un impostor, escucharemos lo que al parecer tiene que decirnos.

– Es una medida razonable, sire, pero estoy completamente seguro de que demostrará la autenticidad de su viaje.

– Veremos -dijo el Rey.

– Así pues, ¿nuestros sacerdotes pueden partir sin demora hacia Abisinia?

– Mañana mismo, si usted quiere -respondió el Rey, al tiempo que cogía una carpeta de cuero que había sobre el escritorio. La señal bastó para indicar al jesuíta que podía retirarse.

El padre De La Chaise entró por la galería. Las arañas de cristal de roca adquirían reflejos negros bajo un súbito resurgimiento de la luz, pues al aproximarse la caída de la tarde el viento se llevó consigo las nubes.

«En el fondo -pensaba el hombre de negro caminando rápidamente-, Pontchartrain se ha creído muy hábil saboteando esta audiencia. Ha puesto al Rey en nuestra contra, y ha alertado a todos frente a un incidente sin importancia. Pero a la postre él ha salido perdiendo, pues para ganarse el perdón por habernos decepcionado, Su Majestad nos concede todo cuanto le habíamos pedido.» Mientras se acercaba a la puerta de la sala de guardia, seguía pensando: «Ese Poncet nos habrá hecho un buen servicio, aunque se haya portado como un imbécil. Y tendremos que defenderlo, pues es parte de nuestra reputación. Pero al menos ya no dependemos de él.»

8

Las carrozas se detuvieron delante de San Eustaquio poco después de la última campanada de las once. La calle estaba completamente oscura, salvo frente a Le Beau Noir, donde la tenue luz de los candiles se colaba a través de los vidrios sucios.

Jean-Baptiste bajó, cerró la portezuela y, en vez de dirigirse hacia la taberna, rodeó el carruaje y llamó a la puerta del consejero.

– Pero, como… -susurró el padre Plantain al tiempo que entreabría la portezuela de la carroza-. ¿Ya no se aloja usted en el albergue?

– Ya lo ve -dijo Jean-Baptiste-, que dio dos golpes más con la aldaba.

Por fin se abrió la puerta y apareció el consejero en persona con un candelabro en la mano. Horrorizado por esta visión, el padre Plantain se escondió en la oscuridad de la carroza y mandó azotar a los caballos. Dos guardias envueltos en capas de paño y con un mosquete en la mano bajaron a su vez de la segunda carroza.

– Entre deprisa -musitó Sangray, que no había reparado en aquella escolta.

– No estoy solo -comunicó Jean-Baptiste-, y señaló a los dos soldados que se acercaban.

– Ordenes del Rey -dijo uno de ellos al consejero-. No debemos perder de vista a este señor. ¿Reside en su casa?

– Eso creo -dijo Sangray.

– En tal caso tendrá que hacernos sitio.

El consejero dejó pasar a Jean-Baptiste, seguido de los guardias, antes de cerrar la puerta con el cerrojo. Los corredores estaban helados, pero Sangray no tuvo mucha consideración con los militares y los invitó a instalar su campamento allí para pasar la noche. Luego entró en el salón, donde le esperaba Jean-Baptiste, junto a la gran chimenea donde crepitaban dos grandes leños.

– Había calculado que estaría de regreso hacia las siete -dijo el consejero en voz baja-. A decir verdad, ya no tenía muchas esperanzas de volver a verle. Hace un momento pensaba que mañana tendría que ir al Palais-Royal o a Saint-Cloud en busca de noticias suyas.

Jean-Baptiste se había dejado caer en un sillón, con los pies y las manos tendidas hacia el fuego y la mirada perdida. Sangray nunca le había visto con el semblante tan afligido. Con aquel aire ausente, y a ruegos de su amigo, el joven le refirió la audiencia del Rey hasta el incidente final y continuó explicándole lo que había pasado mientras se hallaba en detención preventiva. Los mosqueteros creyeron que era un envenenador, sobre todo porque de entrada se había presentado como farmacéutico. Y de hecho faltó poco para que lo golpearan con el fin de hacerlo confesar. «Manden examinar el presente que le he traído al Rey -les había dicho Jean-Baptiste- y verán que no es nada de lo que se imaginan.»

Al decir aquellas palabras, el capitán de los guardias se percató de que al lanzar la caja al fuego había destruido la prueba del delito, y rápidamente mandó sacar los restos que se estaban acabando de quemar en la chimenea. La madera de la caja se había consumido, pero consiguieron encontrar algunos trozos de oreja prácticamente intactos bajo las cenizas. Llevaron un dogo para que la probara y el perro devoró con glotonería aquella carne cocida. Incluso pareció que pedía más, lo cual corroboró que se trataba de un manjar anodino para la salud pero muy gustoso al paladar, cuando está bien condimentado, tal como había asegurado Murad.

Por último, los jesuítas volvieron acompañados de un secretario. Éstos notificaron a los mosqueteros que podían liberar al sospechoso pero que debían vigilarle hasta que fuera juzgado por un jurado de hombres de ciencia. Hubo además muchas otras formalidades y tuvieron que esperar a que los centinelas designados estuvieran preparados. Finalmente, las dos carrozas hicieron la ruta desde Versalles en la noche negra y fría.

– Ah -dijo Sangray, riendo después de oír el relato-. ¡Sólo ha sido eso!

Jean-Baptiste se encogió de hombros.

– Me parece que es suficiente.-Sí, usted lo ha dicho, suficiente. Pero el perjuicio no ha sido tan grande. Cuénteme eso otra vez, usted de pie con una oreja de elefante enmohecida en la mano…

Se echó a reír. Primero fue una risa prudente, contenida por el deseo de no herir a su amigo. Pero después de la inquietud de las últimas horas todos sus músculos se relajaron. Perdió la compostura y empezó a reírse con unas carcajadas tan fuertes y sonoras que se le sacudía todo el cuerpo. Los guardias asomaron la cabeza por el quicio de la puerta y la alegría que le contagió al propio Jean-Baptiste pasó a convertirse en franca hilaridad. Tardaron un buen ralo en calmarse, después de reírse con las lágrimas saltándoles de los ojos.

– No obstante -dijo Jean-Baptiste con el semblante serio de nuevo-, lo he perdido todo.

– No lo creo -replicó Sangray mientras se desabrochaba el chaleco para respirar-; es más bien lo contrario. La oreja de elefante le ha salvado la vida. Yo ya le veía con la carta de encarcelamiento o destierro, y tal vez de camino de galeras.

– Pero -dijo Jean-Baptiste, a quien el consejero veía caer nuevamente en la melancolía- he fracasado en todo lo que me había propuesto hacer.

– Querido amigo, mañana será otro día. No estoy en condiciones de oír sus quejas, que por lo demás creo que son muy exageradas. Si me permite un consejo, después de estos sobresaltos, esta noche no quiera ir más allá de la franca y atolondrada risa que acaba de regocijarnos tanto. Vaya a acostarse y piense solamente que está con vida, lo cual debería ser para todos nosotros un motivo de extrañeza y de satisfacción al final de cada jornada, y más aún cuando son las más penosas.

Dichas estas palabras, abrazó a Jean-Baptiste como un padre, cogió un candelabro y condujo a su cortejo hasta las habitaciones, no sin antes dar las buenas noches a su huésped.

Los días siguientes trajeron malas noticias, una detrás de otra. Para empezar, el incidente de la audiencia se propaló por toda la corte, y los correveidiles de la ciudad se regodearon con el episodio. Como nadie sabía cuál era exactamente la naturaleza del objeto apestoso que Poncet había tenido la audacia de esgrimir ante el Rey, la anécdota no parecía ridicula sino escandalosa, y daba la sensación de que realmente se había querido cometer un atentado. Se divulgaron los rumores más ruines sobre Jean-Baptiste, quien fue acusado desvergonzadamente de impostor. El asunto estaba alimentado furtivamente por los enemigos de los jesuítas, hasta el punto de que no se cuestionaba tanto al joven viajero como a quienes parecían sus aliados. Pero dado que aquéllos eran intocables, era éste quien estaba en boca de todos.

La fecha del juicio, que Jean-Baptiste esperaba que fuese próxima, se pospuso varias semanas, en razón de que era preciso reunir un jurado competente que hubiera estudiado los documentos del informe. Los primeros interrogatorios posiblemente no se celebrarían hasta después de la Epifanía.

Finalmente -y toda la gravedad de esta última noticia derivaba de la anterior-, los jesuitas hicieron saber a Jean-Baptiste que el Rey había accedido a su petición. Así pues, una misión integrada por seis sacerdotes, entre ellos un médico, un astrónomo y un arquitecto, emprenderían viaje la semana siguiente. Tres de estos misioneros procedían de las casas de la Provenza, otros dos de Palestina y el último de Asturias. La Compañía los pondría en ruta desde donde estaban y los enviaría directamente hacia Alejandría. Así pues no pasarían por París, lo que era de lamentar a los ojos de los jesuitas, pues no podrían recibir los estimables consejos de Poncet. Pese a todo pensaban que el inconveniente no era demasiado grave, porque una vez llegados a El Cairo se encontrarían con Murad, y éste podría llevarles hasta Abisinia.

Jean -Baptiste quiso protestar, decir que no podían disponer del armenio sin su previo consentimiento, pero pronto comprendió que no tenía forma de oponerse a ello.

Diciembre pasaba muy deprisa. Era el solsticio de invierno, esos días tan cortos y tan oscuros que apenas separan las noches; las velas se quemaban sin cesar; los parisinos vivían encadenados a la chimenea. Jean-Baptiste estaba consternado por lo que le pasaba. Veía su situación muy negra. Había querido honrar la palabra que le había dado al Negus y de pronto era el artífice de la mayor misión de jesuítas hacia Abisinia en medio siglo. Había sembrado el amor y la esperanza en el corazón de Alix y no tenía ninguna posibilidad de salir de su condición. Se sentiría decepcionada y la haría sufrir. Incluso se podía decir que ahora había caído un poco más bajo que antes, pues tenía la odiosa reputación de ser un impostor y un pobre hechicero.

Sangray intentó distraerlo contándole que el duque de Chartres, a quien había visto en el Palais-Royal, se había hecho cargo de su defensa con vehemencia. La conversación había versado sobre el supuesto atentado del que habría sido culpable por esgrimir ante el Rey un objeto desconocido que expandía vapores mefíticos. «Mi tío se habrá asustado por nada, como siempre -había dicho el duque riendo-. ¿Qué podía esperar de Abisinia? ¿Acaso un cronómetro suizo?» Después de oír aquella ocurrencia, el consejero se había llevado al príncipe aparte para hacerle saber que Poncet estaba en su casa y que éste se había mostrado muy interesado en tener un encuentro con él. Era demasiado pronto para decir para qué podía servir en el futuro un aliado así, pero en fin, era una luz de esperanza.

Esto sirvió de poco consuelo a Jean-Baptiste, que continuaba aburriéndose delante de la chimenea.

– ¡Pues escriba! -le dijo al fin Sangray con cierto fastidio-. Sí, escriba, como cuando se camina de un lado a otro sin ir a ninguna parte, simplemente para no morirse de frío. Si ordena todos sus recuerdos, si narra todo cuanto usted ha visto y llevado a cabo, consolidará sus respuestas frente a aquellos que van a juzgarle.

Jean-Baptiste siguió su consejo, al principio sin entusiasmo, pero luego se ensimismó en la redacción de sus memorias. En lugar de anegarse en los negros pensamientos del invierno urbano, su mente no abandonó los luminosos días en el altiplano de Abisinia, las cabalgadas a la caza de los antílopes, la guardia del Negus en marcha con sus escudos dorados y las estolas de leopardo. Estaba en Gondar, en el mercado de las especias, y olía el cinamomo y el pimentón rojo. En la tibieza de la noche, oía el aullido de las hienas cada vez más fuerte. Y las mujeres pasaban por delante, paseando una mirada austera con aquellos ojos tan blancos y tan negros.

Escribía de la mañana a la noche junto al fuego, en su aposento. Los guardias se relevaban en su puerta y a veces no le veían en todo el día. Sacó de su exiguo equipaje un traje de algodón blanco como el que llevan los abisimos, con un pantalón estrecho y un velo de muselina bordado con una franja estrecha y vistosa que se colocaba como una toga alrededor de los hombros. Había traído ese atuendo de Etiopía sin saber muy bien por qué, y al principio pensó ofrecérselo a alguien, pero al final se dio el gusto de vestirse con aquellas prendas en su habitación. Se anudó alrededor de la cintura el cinto destinado al Rey de Francia, pues los jesuítas le habían aconsejado no dárselo. Y así, ataviado como un abisinio, Jean-Baptiste se sentía mucho más inmerso en el tema. Para completar la vestimenta, agregó la cadena de oro y el colgante que le había dado el Negus Yesu en el momento de la partida. Era muy emotivo tener en las manos aquel objeto que había tocado aquel lejano e hipotético monarca, que daba prueba de su amistad e incluso de su existencia cuando todo conspiraba para ponerla en duda. La reflexión de Jean-Baptiste, que transcribía en su relato, adquiría cuerpo con él, bajo aquella apariencia de algodón blanco. Sangray se acostumbró a ver a su huésped con aquel atuendo cuando ambos se reunían para comer.

Un día el señor Raoul llamó a Poncet urgentemente para socorrer a un apoplé)ico que acababa de sufrir un ataque en su albergue. La detención del canciller no prohibía al médico salir, siempre que lo acompañase la guardia y que no se acercara para nada a la familia real. En el comedor de la taberna, los comensales se levantaron todos a una al ver aparecer a aquel joven vestido de blanco, con el cinto dorado y dos mosqueteros a sus espaldas. Los presentes se quedaron pasmados, creyendo que se trataba de algún príncipe llegado intempestivamente de Oriente, tal vez incluso con una alfombra mágica y a quien el Rey honraba con una vigilante escolta. Los hombres de negocios que cenaban en la taberna se sintieron más extrañados aún cuando vieron desaparecer aquella brillante comitiva por la vetusta escalera para ir a visitar a uno de los suyos. Por lo demás, Jean-Baptiste no pudo hacer nada pues cuando entró en la habitación del mercader, el hombre exhalaba sus últimos estertores. El médico volvió a marcharse y poco después bajaron el cadáver. Entretanto, la concurrencia hizo sus conjeturas en voz baja. La mayor parte compartía la opinión de un anciano viñatero de Chablis que afirmaba que su compañero mercader seguramente se habría convertido a una religión desconocida de algún país lejano, y que por eso una especie de cura vestido completamente de blanco había ido a llevarle el último sacramento.

Después de esta primera salida, Jean-Baptiste no vio inconveniente en hacer otras, vestido de igual modo. El señor Raoul siempre veía afluir las peticiones de consulta y se alegraba de poder servirles otra vez. Jean-Baptiste sólo aceptaba ir a casa de los humildes, y no cobraba. Poco a poco el barrio se hizo eco de la verdad por cuenta propia, y ya nadie se extrañó de ver pasar -siempre a primera hora de la tarde, es decir, cuando daba por terminada la escritura- su larga figura envuelta en una toga blanca, buscando en las callejuelas las direcciones de los cuchitriles más sórdidos donde había niños enfermos, y escoltado por dos soldados del Rey.

En el amplio perímetro donde era requerido para estas visitas, los parisinos le apodaban el Abisinio, y se acostumbraron a saludarle amistosamente por las calles.-

9

Según usted, ¿a qué se parece esto, a los santos óleos?

El señor De Maillet, sentado en un gran sillón frente al señor Macé, hablaba casi en voz baja.

– Excelencia, a mí me parece… en fin, no sé, imagino… que es el óleo.

– Muy bien -dijo el cónsul, ligeramente nervioso-, ¿pero de qué naturaleza, en qué cantidad, en qué tipo de frasco?

– Oh, no hará falta mucho. Un poco en la frente… en las manos también.

– Resumiendo, Macé, a usted le ocurre lo mismo que a mí -dijo el señor De Maillet poniéndose derecho-, no tiene ni idea.

– Me informaré -exclamó el secretario, picado.

– De todas maneras, eso no cambia nada. Ya lo pensarán los capuchinos. Y dígame otra cosa, ¿quién se lo proporcionará?

– Un monje siriaco, el hermanó Ibrahim, que conoce al patriarca copto y afirma poder recibir de él los óleos de la coronación.

– ¿Cuándo?

– En cuanto los capuchinos estén preparados.

El señor De Maillet se levantó y se cubrió con una capa de tela. Diciembre en El Cairo puede ser frío. El desierto no está lejos. Y aquellas endemoniadas casas no estaban preparadas para afrontar otra cosa que no fuera el bochorno. El cónsul ya no se separaba de su peluca, cuya larga melena atusaba tembloroso sobre su pecho.

– Así pues, el plan de los capuchinos es éste: llevar al Emperador de Abisinia los santos óleos para su coronación, que sin embargo ya se celebró hace más de quince años, si no me equivoco…-El padre Pasquale dice que eso no tiene importancia. Los abisinios, que están aislados del mundo, tienen la costumbre de ingeniárselas solos. Pero lo hacen con pesar. Si alguien les llevara los óleos, se mostrarían muy agradecidos, incluso al cabo de quince años, y volverían a hacer una ceremonia de coronación con el mismo entusiasmo.

Después de aquel discurso, el señor Macé tosió ruidosamente.

– Admitamos eso -dijo el cónsul-. En fin, ¿qué le ha dicho al padre Pasquale para justificar que no lo reciba?

– He sostenido, tal como el señor cónsul me había aconsejado, que Vuestra Excelencia estaba enfermo.

– ¿Le ha creído?

– Lo dudo. En todo caso volverá mañana, y si Vuestra Excelencia me permite el pronóstico, no lo dejará tranquilo, pues dice que usted le ha prometido una colaboración financiera.

– Es algo muy engorroso -le replicó el cónsul molesto-. Tengo que escribir a Versalles. ¡No dispongo de fondos para los viajes de esos capuchinos y sus entregas de aceites sagrados!

Se encogió de hombros.

– Realmente todo esto me incomoda. Esas congregaciones deberían quedarse donde están. Amenazan con hacer sombra a nuestra propia embajada, la de Le Noir du Roule, que a mi parecer es la única que cuenta.

– Tal vez podríamos reagruparlas y unir su expedición a la nuestra… -aventuró el señor Macé.

– ¡Lo que faltaba! ¡Usted no está en su sano juicio! -exclamó el cónsul.

Cuando se disponía a dar rienda suelta a su indignación, alguien llamó discretamente a la puerta del despacho. El secretario se acercó presuroso, entreabrió la puerta, cogió un paquetito y le dijo al cónsul:

– El correo de Alejandría, Excelencia.

El señor De Maillet cogió las cartas de manos del señor Macé, rompió nerviosamente el cordón sellado que las envolvía y pasó revista al contenido: nada de Pontchartrain, pero había una breve misiva de Fléhaut.

El cónsul la abrió con impaciencia y la leyó, soltando frecuentes exclamaciones.

Fléhaut refería la audiencia de Poncet y sus consecuencias, mencionaba su próximo juicio y comunicaba, en el más estricto secreto, la llegada de seis jesuítas.-¡Qué desgracia! -exclamó el cónsul-. ¿Cómo es posible? Nosotros que pensábamos habernos librados de ellos, y ya tenemos seis más aquí…

Pero le gustó tanto lo que seguía a continuación en la carta que no pudo resistir volver a leerla en voz alta para el señor Macé.

– Escuche esto: «… Pero el ministro ha conseguido que la misión de los jesuitas sea totalmente ajena a la del consulado. Además, el señor De Pontchartrain, que no escatima elogios para con la persona de Su Excelencia, ha conseguido persuadir al Rey de que es útil enviar por separado nuestra propia embajada con fines políticos y comerciales…» ¡Qué gran hombre mi querido primo! «El señor Le Noir du Roule parecía convenir al ministro para esta misión, que por lo tanto puede marcharse sin demora. La próxima caja consular aportará los fondos necesarios para que esta misión pueda ponerse en ruta. Firmado: Fléhaut.»

Envuelto en la capa, con la peluca torcida, el cónsul se hundió en una silla.

– El asunto se encamina por fin tal como había previsto, Macé. Una embajada… Vaya a buscar a Le Noir du Roule.

– No creo que esté aquí -dijo el señor Macé.

– Búsquelo.

No era muy difícil. Todas las tardes, el diplomático, a quien le perdía el juego, echaba unas partidas de faraón en la casa de un hombre de negocios viudo, relativamente acaudalado antes de conocerle. El señor Macé arrancó con dificultad a Du Roule de esta ocupación y se lo llevó al cónsul.

– Querido amigo -dijo alegremente el señor De Maillet-, tengo una excelente noticia para usted.

«Muy buena tendrá que ser -pensó Du Roule- para que le perdone no haberme dejado terminar una partida con la que iba a ganar mil libras.» Hizo una educada reverencia.

– Siéntese, porque se trata realmente de una excelente noticia. La cuestión es que el ministro le nombra nuestro embajador en Abisinia.

En el rostro del joven diplomático se dibujaron cuatro o cinco muecas sucesivas, siempre movidas por resortes interiores, aunque resultaba imposible saber en qué estaría pensando, como de costumbre.

– En verdad -dijo animadamente-, la sorpresa me ha dejado pasmado.

Pero nadie hubiera dicho que aquel hombre elegante con medias impecables, a pesar de que acababa de cruzar una calle llena de barro, se hallara pasmado.

– ¿Cuándo partiré? -preguntó.

– ¡Ah, que fogosidad, qué impaciencia! -exclamó el cónsul ofuscado-. Un momento se lo ruego. El dinero llega en la próxima caja, y entretanto debemos preparar todo con esmero.

– ¿Dentro de unos días?

– Más. Unas semanas. Si todo va bien, digamos dentro de diez semanas. Tal vez ocho.

– ¡Perfecto! -dijo Du Roule.

– No se trata de que vaya a la buena de Dios. Confiamos en usted, señor. La improvisación favorecía a los aventureros que abrieron la vía. Para una verdadera embajada, serán necesarios medios más considerables, ricos presentes, una guardia…

Detallaron en cierta medida la expedición. Era prácticamente la hora de cenar, que en el consulado se servía pronto. El señor De Maillet rogó al secretario que les dejara a solas un momento.

– ¿No hay ninguna disposición personal que quisiera tomar antes de su viaje? -preguntó el cónsul cuando estuvo a solas con Du Roule.

Esperaba que en tales circunstancias el diplomático le comunicara sus intenciones con respecto a su hija. El cónsul había aprovechado todas las ocasiones que se le habían presentado para hacerle múltiples y reiteradas alusiones. Pero ya fuera porque el hombre se viera excesivamente intimidado por la educación, o porque la joven le hubiera disgustado a fuerza-de no hacer ningún esfuerzo para ser amable, como temía su padre, el caso es que no sucedía nada.

– No, Excelencia, no se me ocurre -dijo tranquilamente Du Roule con expresión de extrañeza.


El caballero Héctor le Noir du Roule era el tercer hijo de una familia que practicaba escrupulosamente el derecho de progenitura, sobre todo desde que no tenían nada que repartir, y de eso hacía ya mucho tiempo. Fue educado descuidadamente en el castillo familiar, cerca de Senlis. Todo allí eran referencias a los antepasados que miraban con maldad a los vivos, colgados en las paredes. Las armas, las artes, la nobleza, todo cuanto era célebre en aquel castillo se presentaba al niño con su desmentido, puesto que aquellas cualidades, cultivadas con esmero durante muchos años, sólo habían conducido a la ruina.

El jovenDu Roule se acostumbró a ver cada obra de arte, cada ornamento -ya fuera una tela de un artista, un aplique de bronce, un tapiz o una espada de caballería- únicamente como un objeto de utilidad que, dispuesta contra una pared o encima de un mueble, escondía una grieta, el agujero de un roedor o una mancha de moho. Como la familia no tenía títulos suficientes para los otros hijos, salvo para el primogénito, el caballero, pues así era como le llamaban los campesinos, siempre le dejaron correr libremente por los cotos con los lugareños. De ese modo, el joven noble descubrió muy deprisa que aquellos pillos a menudo comían más que él, y rápidamente adquirió la habilidad de saber acomodarse a los dos mundos. Puertas afuera, se convirtió en una persona astuta y brutal, e hizo de su maldad un arma y casi un medio de sustento. En el castillo en cambio rivalizaba en elegancia y educación para agenciarse a las mujeres de la familia, y así ganarse algo más que su derecho en materia de alimentación y de indumentaria, además de caricias, pues muy pronto sintió una clara necesidad sensual de curvas y perfumes.

Copiando de las lecciones de su hermano mayor, el único que tuvo un preceptor, aprendió lo bastante para ser secretario en la residencia del duque de Vendóme, a quien le recomendó un primo de su padre. Entró en el mundo por esta puerta pequeña, y de cara afuera continuó desmintiendo el encanto con el que se le distinguía al momento en sociedad gracias al juego y a todo tipo de orgías. Más vale ignorar cuál sería la cadena de seducción y de bajeza, de aplicación en el trabajo y de perseverancia en el vicio con la que llegó a obtener un puesto en los despachos de Asuntos Exteriores del ministro Torcy. Durante mucho tiempo, Du,Roule ambicionó entrar en la diplomacia por considerar que era una carrera donde su refinamiento obraría en su favor y donde la distancia le permitiría dar rienda suelta a su violenta pasión por el lucro. Le propusieron el consulado de Rosetta. De todas las Escalas del Levante, era la que se retribuía con un sueldo más mediocre. Pero en Rosetta se traficaba, puesto que era un puerto, y pensó que fácilmente podría completar sus ingresos. Así pues se marchó. Y he aquí que cuando apenas acababa de llegar ya le estaban proponiendo una mujer y una embajada gracias a su excelente reputación. Un par de gangas, a! parecer, aunque convenía reflexionar para no equivocarse. La señorita De Maillet era un partido que le convenía, y además sin duda podría negociar la dote, pero Du Roule no tenía ninguna prisa por atarse. Abisinia le interesaba más. No sabía gran cosa de aquel país, salvo que se hablaba de oro, gemas y especias. El señor De Maillet le había expuesto vagos proyectos de expansión de la Compañía de las Indias. El pobre cónsul posiblemente imaginaba que Du Roule iba a trabajar para otros… El caballero se reía de buena gana de aquello, pues lo único que él buscaba con ahínco era su propia fortuna, y estaba decidido a adquirirla sin que le detuviera escrúpulo alguno. Reconocía su cinismo y estaba orgulloso de poseerlo. No obstante, a su manera -y se hubiera sorprendido mucho que se lo hubieran dicho-, era un soñador. La fortuna a la que aspiraba no era en absoluto verosímil, pues lo que se proponía adquirir era un reino, tal como se lo habían imaginado los españoles en América o el francés Pronis en las Mascareñas. Ya se veía convertido en un rey de cualquier sitio y a la cabeza de una cuantiosa fortuna. No obstante también temía que, dada esa eventualidad, la señorita De Maillet ya no le bastara. Soñaba con princesas y con reinas. Rápidamente hizo su elección: primero el viaje; y luego, sólo si aún resultaba conveniente, la boda.

Pero no había contado con que la señorita De Maillet excitaría violentamente sus sentidos. Al cabo de una semana ya pensaba: «Me preocupa poco la boda, desde luego, pero daría lo que fuera para someter a mi antojo a esa niña arisca.» Sin embargo ya no estaba en el campo, ni en los cotos, y la hija del cónsul no era una joven campesina con quien darse un revolcón. Primero tendría que casarse, y él no quería. Con todo, valiéndose de rodeos para eludir las proposiciones mudas del padre, Du Roule no renunció a encontrar un medio para pasar algunos voluptuosos momentos con la joven antes de marchar, y sin prometer nada. El caballero la observó, y poco a poco se hizo su idea. De modo que cuando el señor De Maillet le confirmó la embajada, Du Roule tenía ya la certeza de que la damisela escondía una pasión y que el matrimonio era tan poco deseable para ella como para él. El libertino se cercioró al respecto y se dijo que ese amor que iba destinado a otro -el señor Macé, a quien había convertido en un aliado, pronto le dijo a quién- podía incitarla a ceder a unos deseos que creía irrefrenables y que, un hombre con experiencia como él, sabría ingeniárselas para orientarlos hacia su persona.

Después de unos días de reclusión que siguieron a su desmayo, Alix reapareció de nuevo, y Du Roule se contentó con acosarla con la mirada. El señor De Maillet, encantado por su interés, hizo como si no notara nada, y por otra parte no cesó de reprender a su hija por su frialdad y su falta de atenciones hacia el recién llegado. ¿Se dejaría engañar Alix por esos reproches, o sabía hasta qué punto su belleza natural, sus cabellos ondulados apenas sujetos, su sencillo atuendo, la salud que irradiaba su cuerpo a pesar de todas sus pretensiones de enfermedad, excitaban los sentidos del galán? ¿Sabía hasta qué punto su comedimiento y su temor traicionaban una emoción que Du Roule ardía por llevar a su fuente, es decir, por convertir en deseo y en voluptuosidad?

Al salir del gabinete del cónsul, el caballero recién investido de su embajada, vio a Alix bajar la escalera y la siguió hasta el salón de música, mientras ella hacía el ademán de coger apresuradamente una partitura de la espineta.

Du Roule ni siquiera se tomó la molestia de considerar aquella ocupación, y se acercó a la joven y se plantó delante.

– Tengo que darle una buena noticia -le dijo acercando tanto su boca que ella sintió su aliento en la frente-. Me marcho.

– Vaya… qué contrariedad.

Nunca se habían dicho dos palabras cara a cara.

– ¿De verdad lo lamenta?

Alix no respondió, y durante ese instante de silencio sintió que se producía en ella una rápida y profunda transformación. Aquel hombre cerca de ella, en aquel salón con la puerta tan lejos, la debilidad de su respiración, su rubor… Alix volvió a verse de repente acosada, en la noche, perseguida, con el tacón roto, entre ladridos de perros. Luego, también súbitamente, volvió a sus horas de libertad, a Gizeh, y sintió la soltura del florete, el poder del caballo y el sonido de las pistolas. Entonces se enderezó y le plantó cara.

– ¿Qué quiere usted? -dijo mirándole con sus ojos azules.

– Alguien quiere por mí-dijo Du Roule-. Y yo no quiero. Igual que usted. No nos casaremos.

– A usted parece que le gusta decidir eso.

Él se acercó más. Ella no se echó hacia atrás, aunque su cercana presencia la aturdía, pero no por temor.

– Yo no decido -dijo-, lo sé.

– ¿Qué sabe?

– Que yo deseo estar libre y que usted no lo es.

– ¿Y bien?

– Bueno, pues olvidémonos del matrimonio. Siga amando y conservemos…

Ella no bajaba los ojos.

– … el placer -dijo tomando su boca, que ella no retiró tan rápidamente como hubiera podido hacer.

Alguien llegaba por el vestíbulo. Alix, muy dueña de sí misma, tomó asiento al teclado con mucha naturalidad, y Du Roule se sentó en el extremo opuesto del saloncito. Al entrar la señora De Maillet se mostró encantada de encontrar juntos a los dos prometidos, pues la buena mujer compartía completamente la opinión de su marido, y les rogó que la acompañaran a la mesa.

Durante la cena, el cónsul amenizó la conversación con un resumen de las habladurías.

– En cuanto a Poncet -dijo dirigiéndose a su mujer-, seguramente recordarás a aquel boticario…

Los señores Macé y Du Roule miraron a Alix por encima de sus cucharas.

– … el muy pretencioso quiso ir a ver al Rey. Pues bien, lo ha visto. Pero Su Majestad es demasiado perspicaz para dejar que abusen de él. El insolente ha sido detenido y espera un juicio.

No hubo ningún movimiento, ni un suspiro, ni una palabra que traicionara la situación. Alix estaba en la orilla del río, en Gizeh, y se ponía en guardia en la linde de los cañizales. Sabía disimular la fuerza que había adquirido en aquellos pocos días. Tras su regreso, las cosas habían ocurrido exactamente igual que si ella no hubiera vivido esas horas de libertad. Había huido de Du Roule, se había humillado en ese papel de muchacha enfermiza primero y asustadiza después, porque esperaba a Jean-Baptiste y porque le había jurado que no se arriesgaría. Y de pronto se enteraba de que estaba prisionero. Así pues, le tocaba a ella actuar primero para transformar su libertad en transgresión, su voluntad en poder para no temer nada, ni a ella misma ni a los demás, y salvar todos los obstáculos.

Era un poco más de medianoche cuando se deslizó en la habitación del caballero Du Roule, que la estaba esperando.

10

El jurado de sabios que debía juzgar a Jean-Baptiste se formó poco antes del día de Año Nuevo, antes de lo que Sangray había previsto. Esto obedecía a que la prolongada presencia de aquel extranjero prisionero que suscitaba las historias más fantasiosas ya estaba resultando enojosa en Versalles. El asunto se había abordado en el Consejo, y el Rey había pedido personalmente que se agilizara. Si Poncet era un impostor, razón de más para aplicar rápidamente las sanciones, y si era el emisario del Negus, más valía poner fin a un episodio que podría considerarse vejatorio.

Los jueces eran cuatro: dos procedían de la universidad y los otros dos del clero. Los cuatro tenían fama de ser eruditos en materias arqueológicas y filosóficas, tan áridas que nadie se atrevía a poner en duda su saber. Así que en cierto modo todos se veían obligados a creer simplemente en su palabra. Era conveniente por tanto que esta palabra fuera notable, grave y que dejase caer unas gotas de hiel sobre todas aquellas opiniones no autorizadas, es decir, diferentes a las suyas.

Decir que este jurado era hostil a Poncet no sería hacer honor a la verdad. En realidad la cuestión no era ésa, pues el jurado ponía todo su empeño en complacer al Rey, y lo cierto era que Poncet le había disgustado. Además, los rumores que se habían difundido contra el supuesto viajero habían predispuesto en su contra a aquellas mentes distinguidas, que no por eso eran menos influenciables.

Jean-Baptiste se presentó nervioso a la primera sesión. Sangray le había aconsejado que no llevara su traje de algodón blanco, para que no fuera considerado como una provocación. Así pues acudió ataviado con una levita de paño corriente, sin nada en particular que le distinguiera. La confrontación se celebraba en una gran sala de la Sorbona, completamente dorada y revestida de madera. El jurado se hallaba en un estrado, los profesores llevaban toga y los curas sotana. El sospechoso estaba sentado a un nivel inferior, frente a ellos. Los guardias lo vigilaban, uno a cada lado. Entre el escaso público que se dispersaba dos hileras más atrás, Jean-Baptiste reconoció a Fléhaut, que no lo saludó, y al padre Plantain, acompañado de otros tres jesuítas, además de unos cuantos desconocidos. Como era invierno, hacía frío en la sala y los asistentes señalaban su presencia a golpes de tos.


El malestar de todo el mundo obedecía a que aquel asunto tenía la apariencia de un juicio sin serlo, pues ante todo se trataba de un experimento científico. La cuestión no era saber si Jean-Baptiste había cometido un crimen, sino si había culminado el viaje del que pretendía haber vuelto. Al mismo tiempo, aquello que habría podido ser únicamente una investigación apasionada y gratuita de la verdad, adquiría otro cariz, pues todos sabían que en el caso de ser declarado mentiroso, Jean-Baptiste sería acusado y entregado inmediatamente a la Justicia propiamente dicha, que posee otros métodos para hacer confesar a los culpables.

De modo que todo empezó bajo el sello de esta ambigüedad. El jurado rogó al «subdito» que diera su nombre, su filiación y su oficio, «si tenía la bondad», aunque por el tono del presidente resultaba inconcebible que se negara a facilitar la información.

– Me llamo Jean-Baptiste Poncet. Desconozco quiénes son mis padres. Nací en Grenoble, el 17 de junio de 1672. Hace más de tres años que me establecí en El Cairo, donde ejerzo el oficio de herborista.

El presidente miraba las hojas de papel que tenía delante, mientras un escribano hacía crujir la pluma en una esquina del estrado.

– Así que usted tiene la pretensión de haber ido hasta Abisinia…

– No es ninguna pretensión, señor presidente. Lo afirmo.

– Usted sabe que muy pocos cristianos pueden jactarse hoy de haber regresado de semejante viaje.

– Lo sé -dijo Jean-Baptiste-. Y no me jacto de ello.

– Sin embargo, usted ha llegado a sostener ese discurso ante el Rey -dijo el otro profesor, muy anciano, con la tez macilenta, que hablaba con la voz rota de una vieja maritornes.

– El Emperador de Etiopía en persona me encargó esta misión.

– Lo sabemos, lo sabemos -le interrumpió el presidente con el tono que se emplea para dar la razón a un perturbado en su delirio-,pero no vayamos a quedarnos en esas vagas intenciones. Le ruego que responda a las cuestiones precisas que vamos a formularle. Creo que el padre Juillet desea empezar.

– Señor -dijo el clérigo, un hombre bastante joven con el rostro huesudo y un pliegue profundo a cada lado de la boca-, ¿cómo se llama la ciudad donde reside el Emperador de Etiopía?

– Gondar, padre.

– ¿Cómo se escribe eso?

Poncet deletreó el nombre. A petición del cura, hizo una descripción bastante extensa de la ciudad, que los cuatro hombres escucharon mirándose de vez en cuando y con un aire socarrón.

– ¿Conoce usted a don Alvarez?

– No -contestó Jean-Baptiste tras reflexionar unos instantes-. ¿Dónde lo hubiera podido encontrar?

– Don Alvarez está muerto -dijo el presidente con una sonrisa desdeñosa-. Fue un ilustre jesuíta, un sabio eminente y auténtico que nos dejó una crónica sobre la vida de los abisinios, a su regreso de una estancia de diez años.

– Me alegraría mucho leerla -dijo Poncet.

– En efecto, haría bien -replicó el universitario de tez macilenta-. Así aprendería que la capital de Etiopía se llama Axum y no… Gondar, como usted ha dicho.

– Y sabría también -añadió el joven clérigo- que no hay otra ciudad de ese país donde sus habitantes vivan en el campo y cultiven la tierra y donde el soberano en persona se desplace de un campo a otro.

– Disculpen, pero esa crónica debe ser antigua. El país está lleno de poblaciones e incluso de ciudades. Gondar se fundó después de que se marcharan los jesuítas, pues el Emperador quería tener una corte estable y desconfiaba de la gente de Axum. En el fondo no ha hecho nada más que seguir la misma corriente que nuestros reyes de Francia. Desde los tiempos de Francisco I, la corte ha cambiado siempre de residencia, se estableció en París y después en Versalles. Un mensajero que hubiera regresado de Francia diez años atrás, nunca le hubiera hablado de esta última ciudad.

– Sus explicaciones son interesantes -dijo el universitario-. Todo se entiende mejor ahora pues se ha apoyado en la historia de nuestro país para construir la imagen ideal de aquel donde presume haber estado.

Jean-Baptiste hizo un amago de protesta, pero el presidente zanjó el desacuerdo y lanzó al aire otra cuestión. Por este breve diálogo podemos hacernos una idea del tono y las intenciones de la vista. Es inútil dar más detalles, sobre todo porque el interrogatorio se prolongó más de dos horas.

Al caer la noche, el sospechoso volvió a casa con sus dos guardias. Sangray le esperaba impaciente con un capón procedente de Le Beau Noir humeando en la mesa.

– ¿Y bien? -preguntó el consejero.

– No se creen una palabra de lo que les digo. Toda su ciencia es la de los jesuitas que abandonaron el país hace sesenta años. Con el pretexto de que escribieron que nada ha cambiado en Etiopía desde los tiempos de la Reina de Saba, esos necios piensan que medio siglo no es nada y toda noción que no esté en sus libros les parece una fábula.

Jcan-Baptiste hizo a su amigo un resumen de la sesión.

– También me preguntaron si conocía la religión de los abisinios. Les dije que allí no oí nada al respecto. Uno de ellos me preguntó: «Según los sacerdotes de aquel pueblo, ¿cuántas naturalezas hay en Cristo?» Yo le dije que allí me habían planteado la cuestión exactamente en los mismos términos. «Si eso es exacto y si respondió conforme a nuestra religión, me objetó el presidente, le habrían tenido que dar muerte.» «No, repliqué, no di una respuesta concreta por una razón muy sencilla: porque no conocía la respuesta. Confesé mi flaqueza en teología y pedí que me excusaran. Mi ignorancia, allí, me salvó. Y sería muy extraño que aquí me condenaran por lo mismo.»

– ¡Muy bien, excelente! Ha peleado usted como un león -dijo Sangray.

– Como un león en el fondo de un foso al que le lanzan picas envenenadas desde cualquier parte. ¿Sabe que dudan también de la sinceridad de Murad… arguyendo que su nombre no es abisinio sino turco? ¡Desde luego que es armenio! «Así que es armenio y que el Negus lo emplea en calidad de diplomático -me objetó aquel cura mentecato-. ¿Desde cuando se escogen a los embajadores en las naciones enemigas?» Yo intenté explicárselo, pero no quiso oír ninguno de mis argumentos.

– No debe desesperarse -dijo Sangray-, con esa gente hay que resistir. Lo importante es que obtenga un tallo moderado, aunque sea desfavorable. En la retaguardia estamos trabajando para usted. A pesar de todo, tengo una buena noticia que darle: el duque de Chartres se ha prestado de buen grado a leer el manuscrito de los recuerdos que me confió hace tres días. A principios de la próxima semana tendré noticias al respecto. Tiene poca influencia sobre el Rey, pero es un hombre que posee el don de encender grandes incendios por una causa.

– Me parece que la hoguera arde ya con un hermoso fuego -dijo Jean-Baptiste con un tono lleno de amargura.

El día siguiente era un domingo. El interrogatorio debía retomarse el miércoles, y Sangray fue a ver a Jean-Baptiste a las diez.

– Ya sabe qué poco me gusta influir en las conciencias -dijo en voz baja-. Pero seguramente sus dos ángeles de la guardia hacen un informe sobre usted que tendrá su peso. Su presencia en mi casa es contraproducente. Y si además no va usted a la iglesia…

Jean-Baptiste se aplicó el consejo y llevó a sus vigilantes al oficio de las once en San Eustaquio. Conocía muy poco la liturgia para oír algo más que no fuera el dulce murmullo, realzado por los cánticos y por la belleza de las bóvedas malvas bañadas en la tenue luz de diciembre. Aquel ambiente lo sumió en un ensueño que le devolvió a la infancia. Pensó en su madre, a quien aseguraba no haber conocido, aunque en realidad era una sirvienta pobre a quienes sus señores no habían permitido criar a su bastardo. Nunca supo de quién era bastardo. Pero el niño que ignora su filiación vuelve siempre su mirada hacia el castillo; se imagina descender de un rey o de un duque antes que de un miserable; y en el caso de que fuera un desgraciado, habría de ser el más terrible de todos, el príncipe de los matones, el más generoso, el más invencible de los bandidos de honor. Jean-Baptiste no sabía realmente qué debía ver detrás de esas palabras que empezaban por «Padre nuestro que estás en los cielos…». Le proponían pensar en un Ser único a él, que había imaginado tantos personajes y que los había cambiado tan a menudo, a capricho de su imaginación. Pero para los niños sin padre, los cielos están vacíos, o demasiado llenos, que viene a ser lo mismo.

Hasta los doce años recibió los dulces cuidados de su abuela, que vivía en el campo y se ganaba el pan trenzando cestas de juncos. Todas las imágenes femeninas de la Iglesia irradiaban su luz a partir de aquella fuente común. Si le hubieran propuesto adorar a una diosa en vez de a un dios, habría tenido la energía para convertirse en papa. «¿Quién habría salido ganando con el trueque?», pensó sonriendo para sus adentros.

De acuerdo con el curso de la ceremonia que discurría a su alrededor, Jean-Baptiste se sentaba, se levantaba o se arrodillaba. Las patas de las sillas crujían sobre las frías baldosas cada vez que se producía un cambio de posición. En el momento de la comunión, el joven que servía al sacerdote hizo sonar la campanilla. El sonido agudo resonó en el aire trío como un tañido fúnebre. Jean-Baptiste vio salir vaho de su boca mientras estaba de rodillas. Inclinó la cabeza y de repente se quedó sorprendido ante una de esas evidencias que se presienten antes incluso de formularlas y que de repente nos llevan a convertirnos en otra persona.

«Estoy de rodillas -pensó con los ojos desorbitados como quien contempla un gran descubrimiento-. Sí, desde que emprendí la misión de Etiopía estoy de rodillas. O tal vez desde que vi a Alix por primera vez. De todas formas, volvemos a lo mismo. Yo era un hombre libre. Nunca había permitido que me sometiera ninguna autoridad. La primera vez que vi al cónsul, fue él quien vino hasta mí; yo estaba encaramado en el árbol y también era yo quien le hacía el favor de escucharle. Y ahora estoy de rodillas…»

Entretanto, el sacerdote hizo una señal y los feligreses se levantaron. Jean-Baptise oyó a sus espaldas el ruido de los mosqueteros que volvieron a ponerse de pie. Así que él hizo lo propio.

«Y ahora estoy de pie, pero es porque me lo han ordenado. Aunque esté sentado o de pie, siempre me encuentro de rodillas, o sea sometido. Espero que el cónsul quiera concederme a su hija; espero que el Rey me dé un título nobiliario; y espero que esos profesores me juzguen. Y como van a condenarme, como el Rey no hará nada bueno por mí, como el cónsul me negará a su hija, estoy de rodillas, y no ante la gente que me quiere sino ante la autoridad más malintencionada. Lo peor es que no me creo nada. No creo que sea un honor ser nombrado noble por un rey que dispone de ese favor para someter a sus semejantes. No creo que esta religión valga ni más ni menos que otra, y aunque reconozco que todo el mundo tiene derecho a creer en ella, si así lo desea, niego a la Iglesia toda autoridad para forzar las conciencias, empezando por la mía. Y a pesar de todo, estoy de rodillas.»

El sacerdote había dado su bendición a los fieles, que se dispersaban a paso apresurado con las manos metidas en los pliegues de sus abrigos. Estos miraban al pasar a aquel joven alto y ausente, que los dos mosqueteros parecían estar esperando.

«Y todo esto tiene su raíz -continuó diciéndose Jean-Baptiste- en que primero me puse de rodillas ante el cónsul. Ésa es la razón de todo, está clarísimo. Ése fue mi primer error, ése fue el momento concreto en que abjuré de mi libertad. Me he comportado como si fuera legítimo que un padre poseyera la voluntad de su hija. He pretendido amar a alguien y. en el mismo momento he negado su existencia y me he mofado de su libertad. Nuevamente he puesto la vida de Alix y la mía en las manos de ese padre despreciable. ¡Estoy de rodillas!»

– No -dijo tímidamente uno de los mosqueteros.

Jean-Baptiste se dio cuenta de que había pronunciado esta última frase en voz alta y enrojeció.

– Vamos, señores -dijo recobrándose-, siempre hay que inclinarse ante la voluntad de Dios.

Luego los condujo fuera, detrás de él.

Este episodio, por muy anodino que pueda parecer, ejerció una profunda influencia sobre Jean-Baptiste, pues unas horas más tarde ese germen iba a propiciar su conducta futura.

– La libertad no se pide, se toma -dijo esa noche a Sangray.

A partir del día siguiente, se propuso llevar a la práctica aquella aseveración.

Un acontecimiento que se había producido tres días antes adquirió un valor inestimable a la luz de aquel nuevo día. Jean-Baptiste proseguía sus consultas, que ni siquiera había interrumpido la proximidad del proceso; sus paseos se limitaban a eso. Los guardias subían con él hasta el umbral de las habitaciones, donde atendía a los enfermos, pero no entraban. El señor Raoul era como una especie de secretario para él pues todos informaban al hospedero de los casos, y era él quien calibraba la urgencia y la gravedad de cada uno. Aquel día, el tercero antes de la audiencia, el señor Raoul le dio una dirección a Jean-Baptiste, a la vez que le aconsejó ser extremadamente cauteloso. Valga decir que había mostrado un semblante extraño para hablar de aquel asunto.

En el cuartucho sórdido y oscuro donde el médico se había presentado vivían cuatro personas: una mujer sin edad, vestida miserablemente, dos niños huraños, agazapados en un rincón, y el enfermo. El hombre, que se llamaba Mortier, se empeñó en asegurar al principio que le había atropellado un carro. Pero a Jean-Baptiste no le resultó difícil hacerle confesar que una flecha había causado la herida con dos orificios que le deformaba la pantorrilla. Entraba por la puerta de Meaux con grano cuando le sorprendieron los arqueros que hacían la ronda. Jean-Baptiste tranquilizó al contrabandista prometiéndole que guardaría el más completo silencio. Luego le aplicó unas fuertes tinturas en la herida, hizo un aposito y le administró al paciente unas buenas dosis de ipecacuana. El hueso no estaba afectado, simplemente había que vencer la calentura. Al día siguiente el enfermo sudó mucho, y al segundo día pudo comer de nuevo.

11

El segundo enfrentamiento de Jean-Baptiste con el jurado se inició con un estado de ánimo radicalmente opuesto al primero. Aunque los hombres de ciencia estimaban por unanimidad que el supuesto viajero había respondido mal, percibían la fuerza de su argumentación y la inconsistencia de las pruebas sobre las que podían basar una recusación, toda vez que habían sacado provecho del paréntesis de aquellos días para sumirse en sus estudios y poner a punto un cuestionario más atinado. Por el contrario, Jean-Baptiste llegó a la audiencia muy sonriente debido a la alegría que le había proporcionado su reciente resolución. El pequeño paseo le animó; había estado en compañía de sus guardianes, dos buenos mozos oriundos de la Picardía, más o menos primos entre sí, a quienes su jefe les permitía hacer el servicio siempre juntos.

El interrogatorio se abrió con una pregunta del sacerdote, que no había abierto la boca la sesión anterior. Era un hombre gordo muy miope que sujetaba la hoja contra la nariz para leer el texto que había preparado antes de levantar sus grandes ojos nublados hacia la sala. Deseaba que se precisara la alimentación de los abisinios. Dejando aparte la complicación de la frase, su pregunta era bastante sencilla e incluso necia. Y Jean-Baptiste respondió con educada desenvoltura. Siguieron varias preguntas que apuntaban al detalle y que mostraban con qué esmero los eruditos habían estudiado las escasas crónicas disponibles relativas a Abisinia. La sesión se tornaba aburrida, pero de pronto se animó con una pregunta sobre las leyes orgánicas del reino.

– La regla, como aquí -dijo Jean-Baptiste-, es la primogenitura. Los hermanos, primos y sobrinos del Rey, que podrían ser el instrumento de una rebelión, son neutralizados. Mientras que en otros lugares se prefiere hacerlos caer en los excesos, allí son encarcelados en lo alto de una montaña.

– ¿Y haría usted el favor de decirnos dónde se hace caer a los hermanos del Rey en los excesos? -preguntó el presidente.

La alusión al pobre duque de Orleans era demasiado clara para hacer más puntualizaciones. Jean-Baptistc sonrió.

– Pues… no sé. Será cosa de los aztecas, supongo.

Los miembros del jurado se miraron perplejos. Aquellas groseras provocaciones eran indignantes, y al mismo tiempo una ocasión sin igual. Si volvieran a repetirse, les permitirían apartarse del terreno inconsistente de la ciencia y de la filosofía para encontrarse con el del ultraje y por lo tanto, acto seguido, con la policía, simple y llanamente. Había que insistir…

– Háblenos más del Rey de los abisinios, se lo ruego -solicitó uno de los profesores con una leve sonrisa.

– Ya les he dicho mucho. Realmente me falla la memoria.

– Intente recordar. ¿Cómo vive? ¿Qué hay de notable en su corte?

– Me parece que ya les he descrito todo eso. El trono, el palacio… ¡Ah, tal vez pueda contarles una anécdota que acabo de recordar! La cuestión es que, en el palacio, las ventanas del Rey dan a dos patios, y en uno de ellos están los leones.

– Ya nos lo ha dicho.

– Sí, pero lo que ustedes no saben todavía es que constantemente se oyen llegar lamentos del segundo patio. Es un murmullo que no cesa jamás, a veces se intensifica y se distinguen sollozos y gritos. Un día pregunté si eran los condenados, los prisioneros de guerra, quienes gemían así. Me respondieron que quienes se lamentaban de aquella forma eran unos servidores bien amados del Rey y bien retribuidos, cuyo trabajo consiste únicamente en producir lo que los abisinios consideran la música más necesaria para un soberano y que siempre debe resonar en sus oídos: el murmullo del pueblo doliente que pide su auxilio.

– ¿Y qué conclusión saca de todo esto? -preguntó el presidente.

– Saque las conclusiones usted mismo -dijo Jean-Baptiste-. No soy yo quien debe saber si algunos reyes juzgarían más o menos oportuno permitir que llegara hasta ellos la queja de sus subditos.

– ¡Eh! ¡Eh! -dijo el presidente mientras miraba alegremente a sus colegas-. ¿El escribano ha anotado todo? ¡Perfecto!Nada regocija más el corazón de los cortesanos que el espectáculo de un hombre que desafía por orgullo aquello a lo que los demás se someten. Así tienen la oportunidad de ver cómo el poder se torna despiadado y pueden justificar su propia cobardía con la excusa de que es una batalla perdida de antemano.

– ¡Ah -dijo Jean-Baptiste, participando del regocijo-, como la vida del Negus les interesa tanto, recuerdo otra anécdota. Figúrense que un hombre de la nobleza duerme por la noche en el umbral de su puerta. Y es él quien por la mañana despierta al Rey con unos golpes de látigo en el suelo. Se preguntarán por qué con latigazos. Esa costumbre proviene de la época en que los negus iban con su campamento a cuestas por el monte y cambiaban de sitio prácticamente cada día. A veces sucedía que en la oscuridad de la noche, las fieras carnívoras, casi siempre hienas, se deslizaban entre las tiendas y en ocasiones hasta la entrada de la del soberano. Así que los latigazos tenían por objeto alejar a las bestias feroces que pretendían acercarse a su persona. Cuando los reyes construyeron palacios y se acostumbraron a dormir allí, conservaron esta tradición, como si aún siguieran en la selva, rodeados de una fauna peligrosa y salvaje. Francamente, señores, ¿no creen ustedes que esto constituye un perfecto y bello ejemplo en el que inspirarnos para ponerlo en práctica en otra parte?

– Conque perseguir a las hienas por el palacio, ¿eh? Azotar a los cortesanos, por ejemplo, cuando el Rey se levante, ¿no es eso? -exclamó el presidente-. Desde luego. Anote, escribano. Sus historias son realmente excelentes. ¿Por qué no nos habrá amenizado antes con estas joyas?

Todos los miembros del jurado se mostraban distendidos y con una amplia sonrisa, mientras el público estaba inmerso en un hermético silencio.

– ¿Algún detalle más? -preguntó el presidente con avidez.

– Uno más -contestó Poncet sonriente-. Allí asistí a numerosas ejecuciones. Hay un castigo que me gustaría describirles. Se coge al condenado y se le envuelve por completo en una especie de paño de muselina blanca. A continuación se vierte sobre él cera tibia y líquida, que impregna la tela, solidificándose y transformando al hombre en una gran vela viviente. Luego se enciende, y arde como una antorcha. El crepitar del fuego hace tanto ruido que apenas se le oye gritar.

Los miembros del jurado, sobrecogidos, miraron a Jean-Baptiste aterrorizados, mientras la pluma del escribano flotaba en el aire.-Cuando todo ha terminado, sólo queda la forma negra del cuerpo calcinado. Entonces hay que estar bien atentos. Hay que mirar bien y voltear el cadáver por todos lados. Con un poco de suerte aún se pueden descubrir los ojos intactos del condenado, que han sido protegidos por sus lágrimas, bajo una corteza de tela todavía blanca.

Jean-Baptiste se levantó.

– Ya saben bastante -dijo-. Esta vez, no creo que pueda contarles nada más. Júzguenme como consideren oportuno. Sólo tengo un deseo: me gustaría que dictaminaran para mí una ejecución de esta naturaleza, que me aniquile el cuerpo, pero que me deje intactos los dos ojos, de los cuales he hecho tan buen uso hasta ahora. Adiós, señores, y gracias por haber querido escuchar la crónica de mis viajes.

En el aire silencioso y helado resonaron entonces las botas de Jean-Baptiste, seguido de los dos picardos. Atravesaron toda la sala, subieron los peldaños de madera hasta el gran portón y salieron majestuosamente.

– Amigo mío, ha cometido un error -le dijo el consejero Du Sangray-. Tal vez lo hubiéramos arreglado todo. Figúrese que sus recuerdos han conquistado al duque de Chartres. Para demostrarle cuánto le ha cautivado esta lectura, se ha empeñado en encontrarse con usted. Le ofrece estas diez mil libras y le pide el favor de que le permita publicar su relato. Así que se ha equivocado de medio a medio al provocar a los jueces.

El consejero estaba de pie frente a Jean-Baptiste. Como de costumbre, el anciano no llevaba peluca y su cabeza se enmarcaba en una corta pelusa gris. Tendió los brazos hacia el médico y le dio un abrazo.

– Ha cometido un error, y ha estado muy acertado. No puede imaginar lo bien que le entiendo. Tenga, le ruego que al oro del duque agregue éste, que es de mi parte.

Depositó una gran bolsa de terciopelo en la mano de Jean-Baptiste.

– Ahora no pierda tiempo. En fin, se ha empeñado en dar un escándalo. Yo no le habría aconsejado que lo hiciera pues aquí todo va muy deprisa. La Reynie ya no está, pero su policía es más eficiente que nunca. Antes incluso de que el jurado haya redactado el informe, el Rey lo sabrá todo.

– Tengo la intención de actuar esta misma noche.

– En fin, dígame tan sólo qué puedo hacer por usted.Jean-Baptiste le dio las indicaciones pertinentes.

– ¡Es lamentable! -exclamó el consejero-. El duque de Chartres se sentirá muy apenado por no conocerle. Tenía muchas preguntas que hacerle.

Luego Sangray abrazó a su joven amigo con lágrimas en los ojos.

– Y yo -dijo- pierdo a un hijo.

– No lo pierde, lo salva.

– Eso me consuela, pero debo confesarle que esta sentencia me resulta muy dura, aunque escape de los jueces.

Aquel adiós conmovió profundamente al joven. El señor Raoul, que apareció con un faisán, fue a buscar una botella de borgoña y dejó a los dos hombres comulgar por última vez con aquellas divinas especies.

A las nueve de la noche, Jean-Baptiste entraba en su aposento. Los dos guardias picardos le saludaron respetuosamente. Media hora después, toda la casa dormía.


La parte trasera de la casa donde vivía el consejero Du Sangray daba a un patio adoquinado de reducidas dimensiones. Un pozo con brocal y dos cuadras ocupaban el fondo, que lindaba con un muro de dos metros de altura. La habitación de Jean-Baptiste daba a ese patio trasero a través de un ajimez. La suerte quiso que el techo de las cuadras estuviera acoplado con el edificio principal mediante una lima ancha situada inmediatamente por debajo de la ventana. En el momento en que en San Eustaquio daban las diez, Jean-Baptiste, vestido con su casaca más cálida y envuelto en un gran tabardo, pasó una pierna al otro lado de la ventana y se deslizó sobre el tejado de la cuadra. Llevaba un bulto a la espalda. Pasó con cautela a lo largo del borde de pizarra, alcanzó el muro de un salto y luego se deslizó hasta el patio vecino, donde cayó con los dos pies sobre un montón de tierra blanda, sin hacer ruido alguno.

Estaba oscuro, hacía mucho frío y las estrellas rutilaban en un cielo negro y helado.

Jean-Baptiste dio dos pasos con mucha precaución, y de pronto una mano le agarró del hombro.

– ¿Mortier? -dijo sobresaltado?

– ¡Chsss! Sígame.

El contrabandista no estaba curado del todo, pero ya no tenía fiebre; su herida cicatrizaba al abrigo de un buen vendaje. Seguía cojeando, ciertamente, pero había visto cosas peores y de todas formas habría vuelto a las andadas. Nadie conocía París mejor que él. Secreto por secreto, Poncet le había revelado el suyo, y el hombre se alegraba sobremanera de poder ayudar a quien le había prestado auxilio.

Ambos se escabulleron por un dédalo de callejuelas y de patios. El viento invernal había apagado casi todas las luces. Mortier sabía dónde estaban los perros, qué puertas de los jardines quedaban abiertas y podían servir de atajo. Conocía el trayecto de la patrulla y, salvo que tuvieran la mala suerte de que alguien los denunciara -circunstancia a la que achacaba la causa de su accidente-, no tenía miedo de nada. Miraba las calles igual que un navegante otea los peligros de la marejada y de las corrientes. En media hora llegaron al bulevar Du Temple, iluminado por grandes farolas de cobre colgadas de unos postes.

– Cuidado -susurró Mortier-. Hay un puesto de guardia a cincuenta pasos de aquí. Vaya por la linde de las sombras, y eche a correr si oye gritos.

Mortier fue el primero en cruzar cojeando el vasto espacio iluminado del bulevar. Cuando hubo desaparecido en la oscuridad de enfrente, Jean-Baptiste se reunió con él en unas pocas zancadas, sin sobresalto alguno. Del otro lado se extendían unos jardines con grandes árboles, donde se habían construido algunas casas. Había que ser cautelosos con los perros guardianes agazapados a veces detrás de los setos. Pronto abandonarían estos cercados y se internarían en la pendiente de la Charonne, en el campo completamente desierto y puro. Surcaron caminos intrincados, atravesaron bosquecillos por los senderos y saltaron pequeños arroyos cuyas riberas estaban cubiertas de hojas muertas.

El cielo no ofrecía ningún atisbo de luz pues aún no había luna. Llegaron a un camino ancho. De vez en cuando, al acercarse a una de las puertas de la ciudad, oyeron en la sombra el sobresalto cansino de un buey sorprendido en su descanso. Poco antes de llegar al pueblo de Charonne acortaron por la derecha. Por la humedad y el rumor de las hojas, Jcan-Baptiste se percató de que estaban en un bosque. En un claro oyeron resoplar un caballo. Mortier hizo la señal convenida, a la que respondió un silbido.

– ¿Eres tú, bribón?

– Yo mismo, granuja.

Una voz de hombre un poco temblorosa, probablemente de anciano, salía de la noche, muy próxima a ellos.-¿Tienes el animal?

– Animal tú, ¿es que no tienes orejas? Dame la mano, aquí, toca. ¿Acaso es una perdiz?

– Pásame la brida, viejo zorro. Tenga doctor, aquí está su caballo, con silla y todo.

A tientas, Jean-Baptiste puso el pie en los estribos y saltó sobre la silla. Mortier le recordó en qué posta debía cambiar su montura. No quiso aceptar dinero. Jean-Baptiste no insistió, pero deslizó una bolsa sin que se diera cuenta en el tabardo de! contrabandista.

Se dieron la mano en silencio y cada uno dio las gracias al otro muy sinceramente. Poncet espoleó al caballo y alcanzó el camino principal. En el primer cruce, giró hacia el sur y ya no se desvió. Al principio la oscuridad le obligó a cabalgar al trote. Luego ascendió un cuarto de luna, lo suficiente para vislumbrar los relieves. El caballo tenía un buen galope, regular y ligero. Nunca había estado tan cerca Jean-Baptiste de encontrarse en un aprieto semejante: iban en su busca, le perseguirían por desobedecer al más grande de todos los reyes. La noche era helada, le fustigaban las ramas y tenía los ojos rutilantes de lágrimas. Sin embargo, nunca se había sentido tan libre y confiado.

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