Alix se debía por encima de todo a su pureza moral, a la integridad generosa de sus sentimientos y a su capacidad de amar total y fielmente. Por lo demás, tenía bastante orgullo para creer que la circunstancia de preservar esas virtudes sólo dependía de su voluntad y que el uso que hiciera de su cuerpo no las afectaba, pues su auténtica grandeza de virgen anidaba únicamente en su corazón intacto e indómito.
Para proteger tal virtud, no era en absoluto necesario hacerse esclava de esa virginidad material impuesta por una sociedad que tanto temía la libertad de los jóvenes. Era todo lo contrario, pensaba con indignación, porque si hasta entonces había tenido que constreñirse en vestidos de cola y corsés de hierro, si había tenido que bajar la mirada ante los extranjeros y correr en la noche como una pieza de caza, siempre había sido para proteger ese irrisorio santuario.
Ahora que en Gizeh había adquirido soltura, fuerza y destreza, sólo le restaba salir de sí misma y romper aquella última amarra. Habría deseado con todo su corazón franquear ese umbral con Jean-Baptiste, pero como era imposible, puesto que necesitaba disponer sin tardanza de toda su energía para reunirse con él y socorrerlo, se había propuesto utilizar a cualquier otro hombre. El caballero Du Roule creía haberla conquistado y poseído, pero no fue más que un lastimoso instrumento para lo que ella quería. A pesar de su experiencia, o más bien por esta causa, la noche que pasó con Alix, el libertino se asustó de su frialdad y determinación, hasta el extremo de que conservó la lucidez suficiente para medir las terribles consecuencias de aquel acontecimiento.
Primero adoró hasta la perdición a aquella joven tan bella e impúdica que cumplió con una mezcla inefablemente seductora de naturalidad y nobleza, de pasión y desapego. Pero después, cuando ya había creído que su victoria le daba ciertos derechos, y para empezar el de repetir esos jugueteos a su capricho, descubrió, muy a su pesar, que estaba a merced de su supuesta conquista. A partir de aquella noche, Alix le dio calabazas, lo cual le mortificó. Fue entonces cuando empezó a sentir miedo. Ignoraba la razón que había impulsado a aquella atrevida a actuar de ese modo. Se menospreció a sí mismo y creyó que estaba ante una persona impulsiva y sensual, capaz de todas las locuras, incluida la de revelar públicamente su relación. Du Roule se daba cuenta de que su afán por el placer le había llevado demasiado lejos. No obstante, Alix lo había impresionado tanto que no se arrepentía de nada, a pesar de todos sus temores. Y las noches siguientes fue él quien mendigó aquellos favores que tan fríamente le había negado. Se sintió solo en el rellano, implorante, loco de deseo y sin poder probar nunca más lo que Alix le había dado en una única vez, el efímero conocimiento y la eterna nostalgia.
La joven se lo confesó todo a Françoise, quien en su calidad de lavandera hizo desaparecer las huellas del episodio. De haberla consultado antes, su amiga la habría retenido, pero era demasiado tarde para lamentaciones. Alix le expuso sus planes. Françoise puso mil objeciones, pues se vislumbraban inumerables obstáculos en el camino por el que pretendía aventurarse. Sin embargo, después de mucho discutir, la sirvienta no pudo por menos que admirar la fuerza y el ímpetu de aquella niña que tomaba el noble partido de la libertad. Así que accedió y prometió ayudarla en todo.
La cuarta noche que fue a llamar a la puerta de la señorita De Maillet, con un miedo espantoso al escándalo y tan lastimosamente como un animal doméstico, Du Roule constató emocionado que en aquella ocasión la puerta de la habitación no estaba cerrada con cerrojo. Cuando entró, Alix se hallaba de pie. Llevaba su blusa de batista, calzas de terciopelo y botas, el atuendo con el que se vestía en Gizeh para galopar a caballo. Tenía un aire tan salvaje que el caballero no se atrevió a besarla, pese a que se moría de ganas.
– Cierre la puerta con llave, ¿quiere? -le dijo ella.
Así lo hizo. Ella le indicó una silla ante el pequeño escritorio de nogal donde había soñado tantas veces. Se sentó con cautela, pues las patas del asiento parecían finas y frágiles.
– Señor -empezó a decir-, no es muy apropiado que venga cada noche a mi puerta. No le abriré más, y se arriesga a que le descubran.
– Pero ¿qué he hecho yo? -preguntó él con bastante humildad-. ¿En qué la he disgustado?
– No se trata de usted. Doy fe de que ha cumplido honestamente la tarea que le había sido confiada.
– ¡Honestamente! ¡La tarea! ¿Es que se burla de mí? -dijo Du Roule, sinceramente apenado.
– En absoluto. Hay que ver las cosas tal como son, o mejor dicho, tal como han sido. Usted tenía un cometido y lo ha cumplido satisfactoriamente. Se lo agradezco.
– Señorita, me humilla.
Era la primera vez en una existencia rica, aunque con todo tipo de excesos, que Du Roule se sentía sometido hasta tal punto a una mujer, a la que inicialmente sólo pretendía poseer. De haber creído que serviría de algo, habría caído a sus pies suplicante, pero se limitó a no rebajarse más mientras ella le indicara con su actitud altanera que sólo exigía un poco de dignidad.
– Ante todo, señor -prosiguió-, piense que nuestros intereses son completamente opuestos. Usted quiere evitar el escándalo, mientras que yo busco provocarlo.
Du Roule adoptó una expresión horrorizada, convencido de que iba a informarle de una denuncia.
– No tema, estoy tan decidida a proteger su inapreciable reputación como a mancillar la mía.
No entendía nada. La única evidencia que se manifestaba en su mente era que toda su energía varonil lo había abandonado y que aquella mujer se había alimentado de ella.
– Hable con más claridad -dijo con un hilo de voz.
– La cuestión es la siguiente: vamos a entendernos, y estoy segura de que realizará cuanto espero de usted con tanto celo como lo ha hecho antes. Mañana pedirá mi mano a mi padre.
Du Roule dio un brinco en la silla y soltó un rugido que se ahogó muy deprisa.
– Señorita, no hay un deseo que anhele tanto.
Era verdad. Desde el punto de vista práctico, primero había considerado que ese matrimonio estaba reñido con sus intereses. Pero después de aquella noche fatídica, todo lo veía al revés. Habría estado dispuesto a pagar con tal de conseguir esa unión y volver a experimentar aquellos placeres. Estaba realmente ciego, y la libertad de Alix era el único alimento de su pasión. No obstante, en aquel instante era completamente víctima de sí mismo.
– No se equivoque -dijo ella con dureza-. Ni usted ni yo tenemos la menor intención de celebrar ese matrimonio.
– ¿Y por qué no? -gimió.
– Usted mismo me lo dijo en el momento en que mi padre le hacía entrega de mi persona. Si cree haber cambiado de opinión es porque sus sentidos reclaman repetir aquello que han probado. Mi negativa le irrita, pero ya tiene demasiada experiencia para confundir las pasiones con los apetitos.
– ¡No, no, créame! -exclamó Du Roule al borde de las lágrimas.
– No perdamos tiempo con eso. En fin, doy crédito a sus sentimientos, que me resultan indiferentes. Pero por lo que a mí respecta, no contemplo seriamente la cuestión del matrimonio. Sólo quiero que haga la petición. Y si insiste en negarse, lo contaré todo.
Du Roule se acomodó con torpeza en la silla, estupefacto por el golpe.
– ¿Entonces por qué quiere usted que haga semejante petición a su padre? No entiendo.
Alix fue hacia la puerta y descornó el cerrojo suavemente.
– Querido señor, no será la primera vez que usted haga algo sin comprender el motivo. ¿Está de acuerdo conmigo? Espero que se declare mañana mismo. De no ser así, tendré que hacerlo yo, con consecuencias bastante más enojosas.
– ¿De verdad me echa…? -imploró Du Roule.
Se sentía profundamente conmovido ante aquella mujer, a la vista de sus encantos y del recuerdo de los placeres que le había proporcionado.
Alix abrió la puerta de par en par.
Du Roule lanzó una mirada aterrada hacia el rellano oscuro. Se levantó con suavidad, salió a la escalera y en el umbral de la puerta se volvió de nuevo para recoger una mirada, un beso tal vez, algún último gesto de arrepentimiento y de abandono de esos que a veces manifiestan las mujeres después de haber sido extremadamente crueles. Pero Alix le cerró la puerta en las narices.
La tarde siguiente Alix fue a pasear ai jardín público que cerraba uno de los extremos de la calle del consulado. Hacía poco tiempo que tenía autorización para ello, aunque aún debía llevar una mantilla y no saludar a nadie. Françoise la acompañó. Al verlas cogidas del brazo, más de un mercader envidió al cónsul, como padre, y a Du Roule, que era el favorito, como futuro yerno.
El invierno no había sido frío. Pero a veces, como aquella tarde, soplaba viento del este que traía de los montes de la Arabia pétrea un fresco húmedo y ligeramente salado, procedente de la depresión de Suez.
– ¿Ha visto al maestro Juremi? -preguntó Alix por debajo de su velo.
– Sí, pero he tenido que ir dos veces -respondió Françoise-. Siempre está atendiendo a algún paciente. Mal que bien, se emplea a fondo en sustituir a su socio.
– ¿Está de acuerdo con respecto a lo que le pedimos?
Alix, dueña de sí misma, amenizaba esta conversación de conspiradores haciendo ademanes propios del paseo, señalando una flor o un pájaro.
– Estará a su servicio en todo aquello que le pida -respondió Françoise-. Y la idea de volver a ver a Jean-Baptiste…
– ¿No le ha ocultado nada? Los peligros…
– Nada; enseguida comprende ese tipo de cosas. Ese hombre está como imantado por el riesgo.
– ¿Ha hablado de lo… suyo? -preguntó Alix.
Franc.oise miró al infinito y sonrió silenciosamente, dejando al descubierto sus bellos dientes.
– ¿Qué quiere que me diga? Todo lo contrario, nos sentíamos muy felices de tener una conversación impuesta por las circunstancias que nos permitía hablar sin comprometernos. Todo está dicho, ¿sabe usted? A nuestra edad, afortunadamente, el tiempo ya no es motivo de sufrimiento. Nos esperamos, eso es todo.
– La comprendo -dijo Alix-, pero voy a reñirla un poco. Cuando se tiene la suerte de no estar separados…
La conversación introdujo demasiada melancolía en sus almas y las mujeres dieron unos pasos en silencio. Luego Alix volvió a los temas prácticos, y juntas puntualizaron todos los detalles.
Apenas regresaron al consulado, un guardia fue a comunicar a la señorita De Maillet que Su Excelencia el cónsul deseaba verla inmediatamente, así que entró en el gran salón de recepción de la planta baja. Su padre la esperaba vestido con una levita escarlata, con el reverso negro. También llevaba su peluca más pomposa en la cabeza y cintas en las medias. La muchacha pensó que parecía una gran muñeca perfumada, mientras se dirigía hacia ella con andares de pato a causa de los zapatos de tacón cuadrado. «A buen seguro que me cogerá de las manos -pensó-. Bueno, ya estamos.»
– Hija mía… -empezó a decir el cónsul con la voz temblorosa.
Y sin fuerza para acabar su frase, la abrazó. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó los ojos y prosiguió:
– Tengo que anunciarte una gran noticia. La más importante que pueda recibir nunca una mujer en toda su vida, creo yo.
– Le escucho, padre -dijo Alix.
– Pues bien, es ésta: el noble caballero que está ahí, acaba de pedir tu mano.
Du Roule se hallaba en la estancia, pero estaba algo retirado y precisamente delante de una colgadura del mismo color que su casaca, camuflado como un camaleón. Al principio Alix no lo vio y tuvo que volver la cabeza hacia él. Parecía el desgraciado san Dionisio, caminando después de su decapitación. Tenía la cabeza lívida del mártir y los ojos cerrados de quien prefiere oír los clamores del desastre antes de que éste caiga sobre él. La joven sintió una gran compasión por él.
– Padre -dijo sin inmutarse-, deseo hablar con usted a solas.
Pocas órdenes se habrán ejecutado con tanta rapidez como aquella, y Du Roule, que sólo esperaba una señal, se esfumó. Cuando estuvo con su hija, sin testigos, el señor De Maillet, que temía una última y caprichosa exigencia, le dijo:
– Estás emocionada. Yo también. Intentemos que todo sea lo más sencillo posible y que estos misterios nunca pierdan su belleza. Así pues, ¿qué querías decirme que no pueda oír tu futuro esposo?
– Padre, me pide que sea explícita. Pues bien, este hombre nunca será mi marido.
– ¡Diablos! -exclamó el señor De Maillet, agitándose sobresaltado-. ¿Y por qué?
– Porque no me casaré.
– ¡Vaya! -dijo el cónsul con un tono socarrón-. ¿Ya qué viene ese capricho?
– No es un capricho sino una imposibilidad.
– Y me dirás la razón…
– Si insiste, padre.
– ¡Cómo que si insisto! Me parece que tengo todo el derecho del mundo a conocer cuál es el impedimento.
Alix tomó aliento, como un atleta a punto de echar a correr.-No me casaré nunca porque estoy deshonrada.
– ¿Deshonrada? -exclamó el cónsul-. ¿Qué quieres decir?
– Lo que digo. No estoy en el estado en que me creó la naturaleza y como conviene presentarse ante un marido.
Si al señor De Maillet le hubiera caído en la cabeza una de las vigas del techo, no habría perdido el equilibrio tan visiblemente. Dio un paso atrás y apoyó la mano en una mesa.
– Estás bromeando, hija mía…
Pero Alix, implacable, contestó sin bajar la mirada:
– Estoy a su disposición para que un sacerdote, una partera, o quien usted quiera, se cerciore de ello y le dé cuenta oficialmente.
El señor De Maillet la hubiera abofeteado de buena gana, de no ser porque ella le sostenía la mirada sin flaquear. Así pues se contuvo y empezó a deambular por la estancia, golpeando pesadamente el suelo a cada paso. Cuando pasó ante el retrato del Rey, bajó los ojos. Luego, cogiendo una idea al vuelo, se volvió hacia ella.
– No irás a decirme… -aventuró mirándola con maldad- que esc boticario, ese charlatán… ¡Poncet!
– No padre, no fue él.
– Entonces, ¿quién? -preguntó, golpeando con la mano sobre la mesa de roble.
– Nadie que usted conozca -dijo con naturalidad.
– ¿Cómo es posible? No sales de aquí. Tengo constancia de todas las visitas del consulado. No, no, le proteges, sólo puede ser Poncet.
– Le doy mi palabra.
– O lo que queda de ella -gruñó el cónsul-. Entonces, ¿quién es?
– Un turco.
– ¡Dios santo! -exclamó el diplomático, aturdido por ese último golpe.
– ¿Qué puede cambiar eso? -argumentó Alix-. Sólo cuenta el hecho, el responsable importa poco, ¿no es así?
– Bueno, pero es que un turco…
El cónsul se arrancó nerviosamente la peluca y empezó a deambular con ella, como el cazador que lleva colgando una liebre muerta y desconyuntada.
– ¿Y dónde conociste a ese maldito?
– En Gizeh.
– ¡Estaba seguro! Pdr eso no quería que fueras allí. Y esa sirvienta era tu cómplice, tal vez incluso la alcahueta…-Fránçoise no sabe nada de esto. Ella había ido al pueblo a buscar huevos con Michel, el palafrenero. Aquel hombre llegó por el río. Era un pescador. Me tomó en la terraza.
– ¿Sin tu consentimiento? ¿Por la fuerza? En tal caso pediré al pachá que repare este agravio, se harán batidas, lo encontraremos.
– No, padre. Me presté con sumisión. Tal vez fuera el sol, la paz de aquel lugar que irradia voluptuosidad. Cuando apareció aquel muchacho, súbitamente tuve ganas de…
– ¡Ya basta! -la interrumpió el señor De Maillet-. Ya he oído suficiente. ¡Qué horror! Mi única hija, mi única esperanza, mi heredera…
El cónsul estaba sinceramente conmovido, no tanto por pensar en su hijita perdida como por recordar el sinfín de proyectos colmados de felicidad y prosperidad que durante años había forjado para ella.
– Pontchartrain… Un noble partido… Casi embajador…
El cónsul, sentado de lado en una silla, con la mejilla apoyada contra el alto respaldo, hablaba para sí mismo.
– ¿Y por qué no me lo has dicho antes, para evitar todas estas diligencias? -exclamó el cónsul.
– Las diligencias ya estaban hechas -dijo Alix-. Y además, padre, es verdad que he postergado el momento de la confesión. Deseaba pasar el mayor tiempo posible cerca de usted y de mi madre. Porque en cuanto supiera de mi estado…
– ¡Tu estado! Supongo que no estarás encinta…
– Afortunadamente, tengo la prueba formal de que no.
– Una preocupación menos.
– Me decía que cuando usted conociera mi situación, todo cambiaría y no podría por menos que someterme a sus órdenes y enterrarme de por vida en algún lúgubre convento de una provincia francesa.
– ¡Exactamente! Por desgracia, no hay otra alternativa.
– Lo sé bien, padre -dijo Alix, dejando caer unas lágrimas y embadurnándose el rostro con ellas-. Espero que sea lo más rápido posible. No soportaré mucho tiempo la vergüenza de presentarme ante usted. Me moriré.
– Y yo me moriré sólo con verte -dijo el cónsul impaciente.
A esas alturas ya estaba pensando en otra cosa, y debía avisar al caballero Du Roule.
– Componte. Voy a llamarle.
Alix recobró la compostura con rapidez. Du Roule entró con la cabeza encogida entre los hombros y mirando a todos lados como un corzo acorralado.
– Desgraciadamente, señor mío -dijo el cónsul con énfasis-, he consultado con mi hija. En este mundo, usted es sin duda el partido que ella habría aceptado con más alegría. Sólo hay un rival contra quien no puede luchar y ella ha hecho voto, que yo ignoraba hasta ahora mismo, de dedicarle su vida. Se trata del mismo Dios. Mi hija Alix da fe de una vocación religiosa a la que no puedo oponerme.
– ¡Ah! -exclamó Du Roule turbado y temeroso.
Lanzó a la joven una mirada enloquecida donde se entremezclaban los recuerdos carnales de aquella belleza fogosa y la imagen improbable de la devota que le acababan de presentar.
– ¡Pues sí! -dijo con melancolía el cónsul-. Dios dispone, y a veces llama a los mejores. Así es. Mientras termina con los preparativos de su embajada, mi hija tomará la ruta de Alejandría con destino a Francia y al convento, en el primer navio real.
Hay tierras que sólo llaman a la miseria, por hallarse cubiertas de brezos y maleza, y donde sin embargo, a fuerza de perseverancia, la actividad humana ha conseguido el milagro de hacer surgir la armonía e incluso la prosperidad. No obstante, aquellos campos eran exactamente el ejemplo contrario, puesto que la naturaleza le había dado un suelo aireado, muy negro, donde todo crecía por sí solo. Le había otorgado por techo un cielo clemente que el sol y la lluvia compartían con apacible cordialidad; y la había cubierto de montes por donde discurrían arroyos cristalinos con desniveles escarpados que sin embargo no perjudicaban los cultivos, e incluso los favorecían. Ahora bien, todo allí daba muestras de que los hombres no habían cesado de arruinar aquellos dones, matándose entre sí y desencadenado con su mala conducta la guerra fraticida y el hambre que diezma a los débiles. Las malas hierbas que invadían los caminos se habían adueñado de la tierra, y el caballero que se internaba por aquellos lares debía andar con ojo para no desorientarse pues incluso las grandes vías de tránsito, caídas en el abandono, acababan reducidas a senderos casi invisibles entre las breñas. Se avistaban dos casas, de las que al menos una estaba en ruinas. En el bosque había que tener cuidado con los perros montaraces, que atacaban a los hombres no tanto por instinto como por rencor.
El caballero ascendió hasta un pueblo que se recortaba en el cielo, en la cresta de una colina. De lejos daba la impresión de que era relativamente grande, y cabía esperar que fuese próspero.
Sin embargo bastaba acercarse para descubrir únicamente graneros hundidos, techumbres de caña quemadas y casas convertidas en esqueletos. Unas ancianas vestidas de gris, mortalmente demacradas, conducían a unas cabras espectrales entre las ruinas.
– Hola -dijo para llamar a un joven pastor-, estoy de paso por aquí.
El muchacho levantó su cara de carbonero hacia el hombre y echó a correr sobre las piedras, que resbalaban bajo sus pies desnudos. En ese momento el viajero vio a un anciano que estaba sentado a cierta distancia junto a un pozo, cuyo brocal había perdido el resalte labrado. Tras poner los pies en el suelo, el caballero ató las riendas al tronco de un avellano que crecía en una ruina. El polvo del camino cubría su tabardo; tenía los ojos hundidos, una barba de ocho días y los andares vacilantes del marino que ha perdido la noción de la tierra firme. Se acercó al anciano, que alzó los ojos hacia el forastero.
– Amigo, ¿éste es el pueblo de Soubeyran? -preguntó extenuado el caballero, que no podía ser nadie más que Jean-Baptiste.
– Ya no queda mucha gente aquí para dar un nombre a este lugar -contestó el anciano.
Tenía una voz clara y dulce, un poco velada, como la de un adolescente.
– Sí -añadió-, esto es cuanto queda de Soubeyran.
– ¿Adonde han ido todos los que vivían aquí? -preguntó Jean-Baptiste mirando a su alrededor.
Durante los últimos días había soplado una brisa del noreste, fría como la hoja de un cuchillo, que despejó las nubes. Sólo aquel cielo cerúleo dominaba sobre las llagas calcinadas del pueblo.
– Si sabe la respuesta y está intentando desconcertarme -dijo el viejo-, más vale que me lleve ahora, o que me mate aquí mismo, pues seguramente seré uno de los que está buscando. Pero si realmente no sabe nada, como dice, es que viene de lejos.
– Vengo de muy lejos.
– Y si ha hecho el camino hasta aquí, es porque tendrá algún interés, quizá conozca a alguien. En ese caso, no se desaliente si sólo le doy malas noticias.
– Busco a una mujer.
– Si buscara a un hombre no le habría dejado seguir, porque sólo quedan dos, en el caso de que me cuente a mí todavía entre los vivos. Pero mujeres, sí, todavía quedan algunas. ¿Cómo se llama?
– Marina.
El anciano se puso de pie.-¿Sabe usted el nombre del marido? -preguntó.
– Apenas estuvo casada algo más de ocho días. Su esposo huyó. Se llama Juremi.
– ¡Ah, Juremi! Claro. Un buen mozo. Era el segundo hijo de mi vecino más cercano, allí, detrás de los graneros. ¿Está vivo?
– Es mi socio y amigo. Vive en El Cairo.
– En el Cairo. En Egipto, la tierra de la Biblia. ¡Dios mío, qué alegría! No puede imaginarse cuánto significa una buena noticia a mi edad. Pensaré en eso constantemente cuando se haya ido. ¡No sabe usted qué feliz soy de que esté vivo!
– ¿Y su mujer? -insistió Jean-Baptiste.
– ¡Oh, no lo atormente con eso! El pasado es el pasado. Que viva y sea feliz.
– Es que no me entiende -dijo Jean-Baptiste poniendo una rodilla en el suelo y acercando su rostro al viejo-. Me envía personalmente. Le ha sido fiel todo este tiempo, y si quiere que sea feliz, él debe saber la verdad.
– Sí -dijo el hombre, pensativo-. Es él. Sin duda es él. Todos los de su familia eran iguales. Tal vez todo el pueblo era como él. Por eso no nos perdonaron.
Volvió a alzar los ojos empañados por un velo blanquecino.
– Murió precisamente un día después de que se marchara.
En ese lugar mudo, el más leve silencio adquiría el peso del granito. Incluso el viento gesticulaba sin ruido por encima de las piedras.
– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Jean-Baptiste.
– Amigo mío -le contestó lentamente el anciano, mirando al vacío-, los supervivientes no somos tan numerosos como para que nuestra memoria sea útil. Este pequeño rincón de tierra fue elegido sin duda para que cayeran sobre él todos esos horrores y bajezas. ¿Para qué contar la crónica? ¿Para dar cuenta de la infamia a la posteridad? No, hemos enterrado el recuerdo de los verdugos en las mismas fosas que nuestros muertos. Hay que construir monumentos al amor, a la paz y a la alegría, porque son los únicos que no sobrevivirían sin nosotros.
– Pero aquella mujer, aquella jovencísima mujer que Juremi acababa de desposar…
– Bien, ella lo quería. Ni el tiempo ni los hombres pudieron corromper su pasión. Murió gritando su nombre.
El anciano agarró un largo bastón bruñido por el roce de sus dedos, se puso de pie con dificultad y arropó su cuerpo menudo con una hopalanda llena de agujeros.
– ¿Se quedará algún tiempo aquí? -preguntó.
– No, salgo enseguida. A decir verdad…
Jean-Baptiste dio el brazo al anciano, que hizo ademán de acompañarle.
– … si alguien le pregunta, usted no me ha visto.
– ¿Acaso es de los nuestros?
– No, pero tenemos los mismos enemigos.
– ¡Vaya con cuidado! -dijo el viejo mirando a aquel apuesto joven lleno de vigor, pensando en todos aquellos cuyas vidas habían sido segadas a su misma edad-. ¿De dónde viene? Su caballo parece que está reventado.
– Éste lo conseguí en Tournon, en el Ródano. Y me temo que no llegará muy lejos. He agotado otros seis desde París.
– ¡París! -exclamó el vie]o sorprendido-. ¿Y hasta dónde quiere ir?
– A Sete, esta noche.
– Todas las postas de los alrededores están vigiladas por los dragones -dijo el anciano.
Luego miró a todos lados, y llamó con una voz que resonó entre las ruinas:
– ¡Daniel!
El muchacho embadurnado de hollín que Jean-Baptiste había visto al llegar dejó ver sus greñas por encima de una tapia.
– Ven aquí-le dijo el hombre.
Luego, dirigiéndose al viajero, continuó:
– Llévese al muchacho en la grupa. Le guiará entre los matorrales hasta un pequeño campamento de los nuestros, si es que están allí, aunque creo que sí. Las montañas se agitan en este momento, y yo diría sin miedo a equivocarme que se está tramando algo grande. Cuando los haya encontrado, dígales que viene de Soubeyran, que le envía Jean. Soy yo.
Jean-Baptistc montó en el caballo y colocó al chico a sus espaldas.
– Tal vez pierda un poco de tiempo -dijo el viejo-, pero no se arrepentirá. Les darán un caballo de refresco y mañana por la mañana estará usted en Séte.
– Gracias -dijo Jean-Baptiste, y metió la mano en una de las fundas de su silla para sacar una bolsa.-¿Me permite una ayuda? -preguntó tímidamente.
El viejo vio su gesto y le detuvo.
– Usted lo necesitará más que yo -dijo-. Debajo de cada una de las casas escondemos escudos que los dragones no han encontrado. Si nos vieran con dinero, volverían.
– En ese caso, Jean, adiós. Saludaré a Juremi de su parte -dijo Jean-Baptiste, profundamente conmovido.
Espoleó su caballo, pero el animal tenía muy pocas ganas de despegarse de las matas de aristoloquias en las que se había hundido hasta el cuello. Al final se puso en movimiento y avanzó con paso cauteloso entre aquellas ruinas inmóviles que montaban la guardia de los muertos.
– Fíjese bien, más abajo -exclamó Jean mientras Jean-Baptiste y el niño se alejaban-. ¿Ha visto el monumento que han erigido? ¡Una cruz! En recuerdo de su victoria… ¿No le parece humillante?
Pero el caballero ya no le oía.
Siguiendo el camino que se prolongaba más allá de Soubeyran penetraron en una quebrada húmeda y umbría. Un sendero escarpado, a veces desdibujado por la hojarasca y el musgo, se perfilaba a lo largo del riachuelo. La tarde avanzaba; las primeras sombras del atardecer oscurecían la bóveda celeste, anunciando la noche. Durante el ascenso sólo oyeron el crujido de las ramas secas bajo los cascos de los caballos. De pronto se alzó ante ellos un último escalón rocoso, cubierto de liqúenes. El niño le indicó que debían bordearlo por la derecha. Como sólo se expresaba por gestos, Jean-Baptiste se sobresaltó al oír sus gritos. Le pareció la voz de un animal, sobre todo porque no pronunció una palabra inteligible sino un grito doble que repitió tres veces, como si imitara un aullido. Siguieron avanzando y luego pasaron por debajo del tronco enorme y hendido de un viejo castaño. De pronto se empezaron a mover las hojas y súbitamente aparecieron cinco hombres negros, encorvados, amenazantes como diablos, que habían salido de los peñascos o de los árboles, y que apuntaban al caballero con picas y arcabuces.
– Me envía Jean, de Soubeyran -dijo Jean-Baptiste sin inmutarse.
Todos ocultaban sus rostros bajo sombreros y barbas, así que no sabía muy bien a quicn de ellos dirigirse.
– ¡Es verdad! -dijo el niño.-¡Al suelo! -ordenó lentamente uno de los asaltantes.
Jean-Baptiste saltó de la silla, y después de bajar del caballo levantó las manos. El hombre que había hablado se acercó a la montura y miró en el maletín de grupa.
– Llevo una pistola en la funda de la izquierda, un puñal en el zurrón y la espada que está viendo. Pero soy un amigo y no tengo ninguna intención de hacer servir ningún arma.
El hombre soltó un gruñido, indicó a otro que agarrara la brida del caballo, se acercó a Jean-Baptiste y sacó del bolsillo un pedazo de tela con la que le taparon los ojos. Volvieron a ponerse en camino, el niño en la silla, agarrado con firmeza a la perilla, y Jean-Baptiste, ciego, con una mano en el hombro de uno de los bandoleros. Apenas llevaban una hora de marcha con la comitiva cuando le quitaron la venda y pudo descubrir un panorama oscuro de grutas y peñascos. Había caído la noche. El campamento al que los habían conducido estaba iluminado por siete o ocho pequeñas fogatas. Las sombras se agitaban alrededor de las marmitas negras suspendidas en trébedes de ramas. Un hombre sentado al otro lado del pequeño fogón próximo a Jean-Baptiste le invitó a sentarse frente a él.
– Así que usted viene de Soubeyran -dijo el hombre-. ¿Es de los nuestros?
Mientras hablaba, partía ramitas de castaño y las iba lanzando al fuego crepitante. Tenía un rostro alargado y huesudo y los ojos brillantes. El hambre, el cansancio, el terror sufrido en carne propia y ajena daba un mismo aire a todas las fisonomías de aquella región. Era como si la rudeza de su condición permitiera a aquellos hombres conservarse como especie pero no les dejara la tranquilidad de espíritu necesaria para ser además individuos.
Jean-Baptiste explicó el motivo que le había conducido hasta allí. Su historia fue muy larga aunque sólo les confió la parte más breve, la que concernía a Juremi y a su regreso a El Cairo.
– Mi nombre es Catinat -dijo el hombre-. Por lo menos así es como me llaman aquí. No conozco a ese tal Juremi, porque es mayor que yo, pero creo que oí hablar de él hace tiempo. Nos alegra que esté vivo pues nuestros padres, para seguir estándolo, no tenían otra salida que marcharse lejos. Sin embargo, nosotros decidimos luchar aquí. Los tiempos cambian. El Rey es viejo, el país se descompone y se queja. Ahora no es el momento de hacer alianzas con el exterior sino de luchar por nuestra libertad aquí mismo.Uno de los rebeldes, taciturno como la noche, se acercó a cada uno y les dio una escudilla de madera llena de gachas.
Mientras soplaban sobre la pitanza, hablaron de El Cairo y de Versalles. Catinat dijo que vivía en los bosques desde que tenía dos años. Estaba sediento de noticias de ese mundo contra el que combatía, y resultaba evidente que su deseo no era destruirlo sino conseguir un lugar para todos. Aquella vida de animal estaba al servicio de un ideal de hombre.
– Tengo que estar en Séte mañana por la mañana -dijo Jean-Baptiste pensando en su situación y nervioso por el largo rodeo.
– ¿Piensa embarcarse desde allí?
– Sí -contestó Jean-Baptiste-, tomaré una barcaza de pescadores para trasladarme a Genova.
– ¿Los correos del Rey no habrán alertado a las autoridades contra usted? Es posible que lo estén buscando.
– Dudo que los correos hayan podido ir más deprisa que yo. Y seguramente no habrán advertido mi huida tan rápido. Aún tengo veinticuatro horas.
– Es muy arriesgado. No hay barco todos los días. Suponga que las órdenes llegan mientras usted está allí, sobornando a los marinos. Lo denunciarían inmediatamente.
– Lo sé -dijo Jean-Baptiste con expresión seria-. Desde que escapé, he tenido todo el tiempo del mundo para pensar en ello. Pero no tengo elección.
Catinat acabó de tomarse su mejunje y limpió el fondo con los dedos.
– Le aconsejo que se tome unas horas de descanso. Anda falto de sueño y en ese estado no se hace nada bueno. Vaya a una de esas grutas, arrópese con una piel de cordero y duerma. A las cuatro de la mañana levantamos el campamento. Desde ahora hasta entonces, tal vez haya preparado algo para usted.
La sopa caliente y el reposo junto al fuego fue suficiente para que Jean-Baptiste advirtiera que su cuerpo estaba completamente entumecido. Desde su partida, sólo se había tomado unas horas de descanso que nunca fue completo pues se había visto obligado a estar alerta constantemente. Así que aceptó el consejo de Catinat. Apenas se hubo estirado cayó en un sueño profundo a pesar del olor insoportable de la piel desollada.
A las cuatro, Catinat fue a despertarle, como había dicho. Traía ropa y le dijo que se cambiara. Aturdido y sin tener plena conciencia de lo que hacía, Jean-Baptiste se desprendió de sus viejos harapos, se colocó un jubón de satén con puños bordados, que le iba ajustado, y se calzó unas botas finas ligeramente grandes. Completó su atuendo con una amplia capa de paño y un sombrero realzado en tricornio. Con esta elegante vestimenta, Jean-Baptiste se reunió con el grupo de hombres que formaba un círculo alrededor de la fogata más cercana, entre los que se hallaba Catinat. Con el sombrero en la mano, hicieron una breve plegaria, pero era evidente que ponían toda su alma en ella. Luego distribuyeron un tazón de la misma sopa que la noche anterior, más clara. Catinat pidió a Poncet que se sentara su lado.
– Hace tres días, los nuestros asaltaron en el camino de Uzés a un joven noble que cometió la imprudencia de subir hasta allí sin escolta. Hicieron su tarea limpiamente, y sus ropas no tienen ni un rastro de sangre. Éstos son sus papeles.
Tendió a Jean-Baptiste una pequeña bolsa roja en la que estaban inscritas las iniciales H-V en letras doradas.
– Era uno de esos jóvenes aventureros que vienen a ponerse al servicio de los ejércitos para reprimir nuestras fuerzas. No hay nada más abominable. Se amparan en la fe, pero su única aspiración es el pillaje para así dar fortuna a un nombre que no les ha dado ninguna. Ha tenido mucha suerte de que nadie le haya tomado por uno de ésos al acercarse hasta aquí, aunque la verdad es que usted parecía un pordiosero y que generalmente ellos cuidan mucho su apariencia. Se visten para asesinarnos; ése es el honor que nos hacen.
Jean-Baptiste había abierto la envoltura de cuero que contenía los papeles del muerto, que se llamaba Hugues de Vaudesorgues. Había pertenecido a la casa del príncipe de Conti, que le recomendaba al gobernador general de Nímes, y tenía la misma edad que Poncet, con sólo dos meses de diferencia.
– Quédese con su caballo -dijo Catinat-. Sólo tenemos animales de tiro, que no resultarían muy apropiadas para alguien de su posición. Pero con estos documentos nadie le importunará. Vaya hasta la primera posta al este de Uzés y cambie de montura con tanta naturalidad como si llegara de una corta etapa de viaje. Su doble no pasó por allí y no sospecharán nada. Después, siga hasta Marsella. El puerto es grande. A buen seguro encontrará un barco, y nadie se fijará en usted. Esos héroes de pacotilla a menudo se dan media vuelta en cuanto les disparamos la primera bala, y se van a probar suerte en las Escalas de Levante.
El día empezaba a clarear, deslizando sus tonalidades blanquecinas a través de las ramas desnudas. Los hombres pisoteaban las fogatas, cargaban sus morrales a los hombros y se agrupaban con las armas en la mano. Jean-Baptiste llevaba a su caballo sujeto por las riendas y caminó con ellos hasta una especie de mirador natural, un promontorio de roca plana desde donde se veía la espalda abovedada de grandes bosques negros, y al fondo la línea pastel del valle. Poncet y Catinat se dieron un gran abrazo y luego se separaron. Jean-Baptiste subió a su caballo antes de mirar por última vez, en el día azul, a aquella tropa ruda, miserable y temblorosa que era la viva imagen de la dignidad. Advirtió que la mayor parte de los partisanos se habían endosado encima de sus pobres ropas una amplia camisa de tela que seguramente les servía para reconocerse entre ellos. Jean-Baptiste se fue alejando, y ellos levantaron sus picas y sus espadas en señal de saludo. Mientras descendía, siguieron durante un buen rato con la mirada aquella silueta que el día anterior habían asaltado y que ahora acababan de resucitar.
El padre Pasquale y Bartolomeo, un joven novicio recién llegado de Italia, esperaban en el patio. No habría sido conveniente que fuesen más allá. El capuchino barbudo iba y venía alrededor de la palmera que crecía, sola y algo ridicula para su gusto, en pleno centro de aquel patio con azulejos y rodeado de altos muros almenados. Pensaba que realmente parecía que estuvieran en una prisión, sobre todo porque las ventanas se hallaban provistas de rejas de hierro forjado por el lado que daba a la iglesia copta. Al pasar ante el pórtico entreabierto, el capuchino podía distinguir unas voces graves que cantaban salmos, mientras el familiar olor a incienso se deslizaba hasta su gran nariz.
En el interior de la basílica, el ambiente era muy distinto. Gracias a los postigos de madera cerrados en todas las ventanas y a un complicado sistema de colgaduras, pantallas y mamparas, en El Santo de los Santos reinaba la más absoluta oscuridad. Sólo los resplandores escarlata de unas lámparas poco iluminadas alteraban la paz de los objetos y de los seres, escogían parsimoniosamente aquello que deseaban captar y mostraban una habilidad de ladrón para distinguir el oro, el marfil y las gemas en la penumbra. Ibrahim, el monje siriaco, asistía al patriarca y a unos pocos elegidos en la ardua tarea de bendecir los óleos de la coronación. Tras numerosos preámbulos e interminables oraciones, el patriarca sacó una ánfora de alabastro de un sagrario. En ese momento empezó la bendición propiamente dicha, que culminó con el trasiego del líquido en una vinajera de arcilla provista de un asa y cerrada con un tapón de corcho. La tarea se dio por terminada cuando el día empezaba a declinar. El patriarca, que llevaba la vinajera en la cabeza de la procesión, llegó al vestíbulo y esperó a que abriera el pórtico un anciano sacerdote copto que sacudía la cabeza sin cesar. Pese a que estaba muy enfadado por la larga espera, el padre Pasquale fue condescendiente con el obispo de los coptos y, con la expresión de la más humilde sumisión, tomó en sus manos el precioso recipiente, así como un pergamino enrollado y lacrado que autentificaba su procedencia. Hizo una genuflexión y dijo en árabe:
– Dentro de tres días a partir de hoy, monseñor, estas santas unciones estarán de camino hacia Abisinia.
El patriarca hizo un último signo de la cruz sobre la urna. Por su parte, Ibrahim cruzó una mirada de complicidad con el capuchino. Y el hermano Pasquale, seguido de Bartolomeo, saludó, atravesó lentamente el patio y por fin salió al tumulto de la ciudad.
El santuario copto daba a una calle estrecha que lindaba con casas elevadas. Prácticamente al pie de cada una de ellas, por no decir en todas, un pequeño negocio exponía su tenderete, iluminado por un quinqué. Aún había mucha gente y los viandantes que avanzaban en las sombras se topaban unos con otros, a veces con cierta brusquedad.
– Toma la vinajera -dijo el hermano Pasquale al novicio-. Tú ves mejor que yo.
El joven novicio se hizo cargo del preciado recipiente con una expresión de terror. Era un muchacho gordo y mofletudo que había llegado de Istria. Todavía no se podía dar fe de su vocación, pero su padre, a quien temía, quiso consagrar uno de sus hijos a Dios, y escogió a aquél entre los demás, porque era el más glotón y el que costaba más trabajo alimentar. Desde entonces, Bartolomeo servía al Señor con la lealtad de un soldado que lucha con ganas porque el rancho es copioso.
– ¡Has visto, muchacho, cómo presume ese patriarca bribón con su gran toga bordada en oro! -mascullaba el capuchino que iba delante, mientras se abría paso entre el gentío, aprovechando que tenía las manos libres-. Pero si yo no hubiera empezado por darle la mitad de los cequíes del cónsul a ese miserable…
Bartolomeo corría detrás, sin despegarse de los talones de su protector.
– Escúchame bien -continuó el hermano Pasquale-. Tú eres joven, Bartolomeo. Debes saber que esos coptos no son nada. Nada de nada. Si los juzgas por sus ropas y sus incensianos de corladura, podrías pensar que son algo. Pero no te equivoques. El pachá es el propietario de todo. Les deja usar todos los objetos, pero en realidad son más pobres que los mendigos.
– ¿No somos nosotros también pobres? -preguntó jadeante el joven capuchino, a quien le había impresionado sobremanera enterarse, cuando le destinaron con los monjes, que habían hecho voto de mendigar su comida.
– Nosotros tenemos al Papa, ¿comprendes? -respondió Pasquale-. Es verdad que somos pobres, pero ésa es precisamente nuestra arma y el lugar que nos corresponde. Míralo así, como si nosotros fuéramos los exploradores y a nuestras espaldas estuviera la caballería, los cañones y todo un ejército, mientras que esos coptos sólo tienen detrás el sable de los musulmanes, prestos para rebanarles el cuello. Y aun así se dan importancia y nos hacen esperar cuatro horas en fila hasta terminar su revoltijo de bendiciones.
Habían dado la vuelta a la esquina por un callejón más estrecho aún, sumido en la más absoluta oscuridad, y por el que no pasaba nadie. No obstante, por ese atajo podían evitar la ciudadela y llegar con mayor rapidez al convento.
– Espere, padre -dijo Bartolomeo-. No veo nada.
– Pon un pie después del otro, pedazo de alcornoque. ¿Qué te han enseñado en el seminario?
El hermano Bartolomeo hizo todo lo que pudo, pero de pronto se detuvo, lanzó un grito ahogado y luego fue soltando una angustiada letanía.
– ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Estoy perdido! Tenga piedad de mí. ¡Que el Señor me libre del castigo! ¡Oh, Dios mío, Dios mío…!
El hermano Pasquale volvió sobre sus pasos en la oscuridad.
– Bueno, ¿y ahora qué te pasa?
– ¡Piedad, piedad! -gritaba el novicio, arrodillado en la tierra desnivelada-. Se me ha resbalado la vinajera.
– ¿Se ha roto?
– Sí. Estoy perdido.
El hermano Pasquale profirió unos juramentos en su dialecto, y como no era el mismo que el del joven hermano, éste aún se sintió más aterrorizado al oírle.
– ¿Habrá alguien más torpe que tú? -preguntó con más sarcasmo que ira.
El muchacho seguía llorando de rodillas.
– ¡Será posible que aún estés perdiendo el tiempo en lamentaciones! Venga, venga, no es tan grave. Y soy lo bastante necio para perdonarte. Ahora bien, te aviso: mi cólera será terrible si además perdemos la comida por tu culpa.
– Pero-dijo Bartolomeo secándose las lágrimas y reanimado por la alusión a la sopa-, ¿cómo piensa arreglárselas para conseguir otra santa vinajera?
– Muy sencillo. Mañana por la mañana irás al tendero árabe que hay enfrente del monasterio y le comprarás dos cequíes de aceite de agave.
– Y lo llevaremos a bendecir a la residencia del patriarca.
– ¡Bendecir…! -exclamó el hermano Pasquale agarrándole de una oreja para retorcérsela-. ¿Cómo se puede ser tan estúpido? ¡Bendecir! ¿Acaso te has convertido en un idólatra?
– ¡No! ¡No! -gritó Bartolomeo.
– Dime, ¿de qué valen las bendiciones de los discípulos de Eutiquias? Sólo nos relacionamos con ellos para poder internarnos en ese país de Abisinia. Pero somos nosotros quienes debemos convertirlos a ellos. No al revés. ¿Comprendes? Nosotros tenemos el pergamino que autentifica los óleos, y por consiguiente los del tendero harán su servicio igualmente bien.
Una vez dicho esto, el hermano Pasquale removió la tierra con la sandalia para dispersar los fragmentos de la vinajera rota. Luego siguió su camino sin preocuparse más por Bartolomeo, que seguía gimoteando con una mano en la oreja.
Cualquiera que no hubiera sido Murad se habría muerto de aburrimiento cuando Jean-Baptiste se fue. Recluido en su casa, en la otra punta de la colonia franca, atendido mezquinamente por el consulado, sin sus esclavos abisinios, y vigilado tanto por los egipcios como por los mercaderes europeos, el pobre armenio recibía únicamente la visita del maestro Juremi, quien medió para que emplease a una sirvienta árabe. Se trataba de una mujer llamada Khadija, muy anciana, casi ciega, viuda y sin hijos, que tenía que trabajar para sobrevivir, obligada por la pobreza. El segundo día que servía en los aposentos de Murad, Khadija notó que una mano redonda se deslizaba por debajo de su amplio vestido de lino. Pasados los primeros instantes de extrañeza ante aquel rapto tan inverosímil, le propinó al intruso un par de sonoras bofetadas, aderezadas con un salivazo y una sarta de maldiciones. Inmediatamente después todo volvió al orden; la mujer continuó con su trabajo y nadie la importunó más. Pero a raíz de aquel episodio, Murad rehuía a la matrona y le tenía auténtico pánico. En cuanto a Khadija, seguramente debió de conservar del ultraje un íntimo reconocimiento hacia quien había visto en ella un objeto de deseo, pues a partir de entonces sirvió a Murad con una devoción conmovedora y ya no le abandonó nunca.
Ésta fue toda la compañía que tuvo el armenio durante aquellas largas semanas. Alguna vez le vieron vagabundear por las callejuelas de El Cairo a la búsqueda, casi siempre frustrada, de placeres al alcance de sus escasos medios, y cuando llegó el invierno se quedó encerrado, con la nariz en la ventana, estrujando un rosario de madera. A veces el maestro Juremi le llevaba unos dátiles, que el armenio chupaba horas enteras hasta ablandar el hueso, que por lo demás siempre terminaba tragándose con un suspiro de pena.
El era una de las pocas personas de El Cairo que esperaba noticias de Poncet.
Un día se quedó pasmado al ver regresar a los tres abisinios. Se había enterado de su desventura en el puerto de Alejandría y pensaba que no los volvería a ver jamás. Pero tras ser consagrados a Mahoma, aquellos infelices fueron abandonados a su suerte por la misma multitud que se había preocupado con tanta vehemencia de sus almas. Después de vagar y malvivir de la mendicidad durante unas cuantas jornadas, el esclavo más viejo convenció a los otros para que volvieran a El Cairo a buscar a Murad, el único que comprendía su lengua y que sabría tratarlos honestamente. Así pues se pusieron en camino en una procesión digna y silenciosa que nadie se atrevió a importunar pues rezaban ostensiblemente las cinco plegarias. Llegaron a El Cairo, a pie, haciendo breves etapas. El maestro Juremi se quedó muy sorprendido al verles en la casa de Murad, donde volvieron a ocupar sus respectivos puestos, conjuntamente con la sirvienta, que también insistió en quedarse.
– He oído decir que los han hecho turcos -le dijo a Murad.
– Así es.
– Los pobres deben de estar muy apenados.
– No tanto. En realidad es la segunda vez que son mahometanos.
– ¿Cómo es eso? -se extrañó el protestante.
– No olvide que eran prisioneros del Negus. Los capturó en el Sur, y allí las tribus son paganas. Aquella gente adora las vacas, los árboles y las montañas. Cuando los ejércitos invaden su territorio, seconvierten a la religión del más fuerte. Éstos fueron primero subditos de Senaar. Así que el rey de aquel estado los convenció de que rezaran a Alá. Luego, nuestro emperador los tomó cautivos y siguieron a Jesús. Y ahora están otra vez como al principio, aunque estoy seguro de que en el fondo continúan adorando las montañas o lo que sea.
El maestro Juremi miró a los tres abisinios. Se les veía felices por su regreso. Estaban arrodillados, junto a la puerta, inmóviles, graves e impenetrables. Constituían la prueba viviente de que la sumisión más perfecta es también la forma más imparable de rebelión.
Unos días más tarde el señor De Maillet recibió aviso de aquella desgracia y del juicio inminente de Poncet. Hizo saber a Murad que a partir de fin de mes no recibiría ninguna clase de subsidio. El señor Macé fue a notificar esta decisión al armenio, y además agregó unas palabras insolentes destinadas a hacerle comprender que, por su propio bien, debía volver a su país cuanto antes, siempre que -añadió- la expresión tuviera algún significado para alguien como él.
Murad enfiló hacia la casa del maestro Juremi, y dijo sollozando que estaba perdido. Primero se le ocurrió la idea de que alguno de los mercaderes de la colonia lo contratase de cocinero, argumentando que si había tenido ese oficio en Alepo, nada le impedía seguir teniéndolo también en El Cairo…
Pero el maestro Juremi le dijo que aquella sería una manera muy poco digna de honrar la misión que le había confiado el Emperador. Además, la única posibilidad de salvar a Jean-Baptiste era que su relato fuera lo más verosímil posible, es decir, que si aseguraba haber traído a un embajador, no debían encontrar al susodicho echando a perder las salsas.
A decir verdad, al maestro Juremi le resultaba bastante difícil dar sabios consejos a Murad, pues desconocía lo que habría podido ocurrir en Vcrsalles. A todo esto, Françoise le alertó sobre otro acontecimiento importante: el inminente viaje de la gran embajada oficial de Du Roule. Así que el pobre Juremi ya no sabía qué partido tomar. Defendía a Poncet, aunque tenía el convencimiento de que éste ya había perdido la partida; y por otro lado, también alentaba a Murad a seguir siendo el digno mensajero del Negus, aunque constataba que el consulado hacía caso omiso del armenio y enviaba su propia misión. Resumiendo, se hallaba sumido en la indecisión, y eso le hacía sufrir.
A pesar de todo, continuaba con su actividad de boticario y había seguido todas las instrucciones de Jean-Baptiste. Incluso se había convertido, aunque en secreto, en el droguista del nuevo pachá, el terrible Mehmet-Bey, que le recibía a espaldas de los muftís.
A todo esto cabe añadir la proximidad de Françoise, que servía de correo entre él y el consulado, y aunque cada vez sentía más ternura por ella, aún no sabía si podía expresarle sus sentimientos sinceramente.
Cuando Françoise le comunicó por fin que Alix tenía la intención de marchar a Francia, supuestamente para entrar en un convento, y le pidió su ayuda para liberar a la joven durante el camino y acompañarla a buscar y socorrer a Poncet, el maestro Juremi sintió como si saliera un sol radiante, pese a los previsibles peligros de la empresa.
Finalmente iba a poder luchar, moverse, saber. Nada era menos impropio de un hombre con su gallardía que aquella vida sedentaria, donde todo eran disimulos. Enceró las botas, limpió amorosamente la espada y las pistolas, y cantó de alegría.
Dado el giro que habían tomado los acontecimientos, el único que no encajaba en la nueva misión era Murad. Tras haberle recomendado paciencia, el protestante cambió de opinión bruscamente y le aconsejó que volviera a Abisinia. Incluso se ofreció a facilitarle los medios, es decir, a procurarle monturas y algún dinero.
En ésas estaban, pues Murad no acababa de decidirse aún, cuando dos desconocidos se presentaron una mañana ante su puerta.
Eran dos francos que nadie había visto jamás en la colonia pues según manifestaron habían llegado la víspera.
– ¿Es usted Su Excelencia el señor Murad, embajador de Etiopía? -preguntó el mayor de los dos visitantes, un hombre de unos cuarenta años, delgado, con el rostro tremendamente serio e inmóvil, incluso cuando hablaba.
– Por supuesto -respondió Murad incorporándose, pues hacía mucho tiempo que nadie le había dirigido la palabra con tanta cortesía y respeto-. ¿En qué puedo servirle?
– Hemos llegado de Palestina, de Jerusalén exactamente -continuó el hombrecillo impasible-. Me llamo Hubert de Monehaut, y mi colega Grégoire Riffault. Somos hombres de ciencia. Él es geógrafo y yo arquitecto.
El otro visitante, más joven, asentía a todo cuanto decía su compañero. Su único rasgo digno de atención eran unos ojos muy abiertos, como dos platillos de porcelana, con los que miraba fijamente a Murad.-Hemos oído hablar de un plenipotenciario de la corte de Abisinia que había fijado su residencia en El Cairo, así que hemos venido hasta aquí con la esperanza de obtener un favor de Su Excelencia.
– Haré todo cuanto esté en mi mano -dijo Murad, halagado en su vanidad, y para expresarlo adoptó la misma pose ligeramente rígida, con el cuello torcido, que había observado en el señor De Maillet durante las audiencias.
– Gracias de antemano, Excelencia, gracias -dijo el primer visitante, haciendo una profunda reverencia, que imitó con un leve desfase el hombre de los ojos de porcelana.
– Nosotros -continuó el portavoz- somos miembros de una expedición organizada bajo los auspicios de la Real Academia de las Ciencias de España. Otros cuatro sabios se reunirán con nosotros a finales de esta semana. Llegan de Europa y ya nos han comunicado su presencia en Alejandría. Los seis tenemos previsto personarnos en el país que usted representa aquí, Abisinia. Queríamos pedirle a Su Excelencia el favor de presentarnos ante el Emperador.
Murad apretó las cuentas de madera del rosario que llevaba en la mano izquierda. «Dios mío -pensó-, son mi salvación.»
– Señores, con mucho gusto les ayudaré en su misión -manifestó con gravedad-A condición no obstante de conocer el motivo. Tal vez ignoren que el Negus, mi señor, acoge con estrictas reservas la entrada de extranjeros en su reino.
– Lo sabemos, Excelencia. Pero nuestras intenciones no son otras que las de unos hombres ávidos de conocimiento. Para el geógrafo, el interés se centrará, por ejemplo, en el trazado de los cursos de agua; para el médico, puesto que también hay uno entre nosotros, en la descripción de las principales afecciones. En resumen, cada uno se propone satisfacer la curiosidad natural que suscita en mentes como las nuestras una tierra desconocida.
– Espero que no irán a buscar oro -dijo Murad con un tono severo.
– Para decirlo todo, Excelencia, este viaje nos costará más de lo que nos reportará, al menos en dinero contante y sonante. No, mire usted, oro tenemos.
«Esto me complace», pensó el armenio.
– Pues bien, señores, haré algo mejor que anunciarles ante el Negus.
– ¿Mejor, Excelencia…?
– Sí, yo mismo los llevaré hasta él.
– ¿Será eso posible? -exclamó Monehaut.
– Se da la feliz coincidencia de que me han abordado ustedes precisamente un día antes de mi partida. Sí, así es, porque mañana debo regresar junto a mi señor.
– ¡Mañana! No podremos estar preparados tan pronto.
– Por desgracia -dijo Murad con tono majestuoso-, me es imposible esperar.
– Necesitamos una semana para reunimos con nuestros colegas y comprar el material de la expedición.
– Señores, estaría dispuesto a retrasar el viaje, pero les repito que es imposible. Pueden creerme.
– ¿Me permitiría preguntarle la razón? Tal vez pudiéramos…
– Oh, señores, la razón es muy sencilla. Para cumplir mi misión, el Emperador me proporcionó una cierta cantidad de dinero, que hoy se ha agotado. Y no me parece adecuado aceptar ayuda de una potencia extranjera. El cónsul de Francia me ha ofrecido una, que he rechazado con toda la contundencia que exige mi honor de diplomático. Por lo tanto, debo partir.
– Comprendemos -dijo el visitante impasible-, pero en el caso de que Su Excelencia tuviera a bien esperar un poco, nosotros nos haríamos cargo de los gastos, en razón de haber prolongado su estancia. En cierto modo, sólo se trataría de aceptar que le reembolsáramos la deuda que contraemos con usted.
– En ese caso -dijo Murad-, no habría inconveniente.
El hombrecillo sacó de su levita una bolsa de cuero con increíble rapidez, discreción y tacto, y la depositó a los pies del embajador.
Acordaron que esa cantidad a cuenta iría seguida de otros pagos en el supuesto de que hubieran retrasos, pero los sabios se comprometieron a no demorarse más de ocho días.
– Un último detalle, Excelencia -dijo el señor de Monehaut-. Desearíamos que el cónsul estuviera al margen de nuestros preparativos y que ignorara nuestros proyectos. En estos momentos, España y Francia están hermanadas, pero mañana…
– Pierda cuidado -dijo Murad.
Los dos hombres le saludaron con mil y un agradecimientos. En cuanto hubieron salido, Murad se precipitó sobre la bolsa, contó doce escudos abuquires y saltó de alegría.
Aquella misma noche se gastó seis en un caravasar.
El caballero Le Noir du Roule se sintió profundamente afectado por los acontecimientos acaecidos en el consulado. Al principio el miedo a verse envuelto en el escándalo lo dejó paralizado. Pero luego, al ver que salía indemne, el terror se retiró como una marea y descubrió con extrañeza que seguía deseando a Alix con pasión, e incluso se atrevió a cometer la tremenda imprudencia de volver a llamar a la puerta de la futura religiosa, por la noche, para implorar sus favores. Ya no salía; la tenía en mente a todas horas y hasta intentaba hacerse el encontradizo, sin éxito alguno, todo sea dicho, dado que ella seguía enclaustrada en su habitación. En resumen, conociendo los síntomas de la pasión como los conocía por haberlos burlado muchas veces, tuvo que aceptar que estaba enamorado. Esa debilidad lo abrumó. Le parecía que todas las negligencias eran perdonables excepto ésa, que es motivo de la estúpida dependencia respecto a un ser que casi nunca nos merece, y cuya conquista, muy a menudo, ni siquiera sirve a nuestros intereses.
El cónsul se percató del decaimiento del pretendiente despechado. El señor De Maillet se atribuía a sí mismo gran parte de culpa de aquella decepción y empezó a prodigar al caballero pruebas de una desaforada amistad, pues el pobre desgraciado parecía haber perdido hasta las ganas de irse de embajada. El cónsul no aludió más al proyecto, pero continuó reuniendo los fondos de la caravana, a la vez que mandaba comprar presentes para los príncipes de los territorios que habría de atravesar. En definitiva, hacía todos los preparativos para el día en que Du Roule saliera de su melancolía. Entretanto le recibía mañana y tarde en su gabinete con palabras consoladoras.Nada en el mundo reafirma tanto en sus penas a uno como el hecho de compartirlas. A fuerza de oír hablar constantemente al cónsul de los malos tragos que envía la Providencia a los corazones sensibles para ponerlos a prueba, Du Roule se apiadó mucho más de sí mismo. Pero la aburrida retórica del señor De Maillet era muy anticuada. Así pues, su descalabrado yerno terminó por exasperarse de tanto oír las excelsas y piadosas referencias del amor caballeresco que evocaba el cónsul, y que según él sólo le tocaban en suerte a los nobles paladines. Para hacerle callar, a Du Roule le entraron ganas de decirle que, en lo referente a su hija, sólo deseaba dos cosas: poseerla otra vez toda una noche y ser él quien la abandonase después.
Se guardó mucho de expresar tales intenciones, pero al formularlas para sus adentros tomó conciencia de que quizá su estado de ánimo no era el de un enamorado como él creía, sino que más bien el de quien había sufrido un revés, en sus apetitos y en su amor propio. Al igual que un herido vuelve a tomar alimento después de hacer una lúcida constatación de sus lesiones y concluir que va a sobrevivir, también Du Roule volvió a sentir más estima por su persona cuando admitió que no había sucumbido al amor. Decidió entonces sobreponerse con coraje. Al día siguiente llevó la banca jugando al faraón en la casa de un mercader y perdió un buen pico. Comió y bebió en exceso y acabó la noche entre dos almeas en el lupanar de una dueña turca bien surtida de bellezas jóvenes. En una palabra, dejó de abandonarse.
Entonces Alix se le apareció de nuevo a la luz del sano juicio con el que debería haberla considerado siempre, es decir, como una lunática que estaría perfectamente en su sitio en un convento, puesto que allí tendría tiempo de rumiar durante toda su vida el recuerdo de los breves momentos de éxtasis que él había tenido la bondad de compartir con ella.
Por prudencia, Du Roule se guardó muy bien de que el señor De Maillet advirtiera este súbito cambio de comportamiento. Fingió recuperar la salud poco a poco, mientras el cónsul se esforzaba en fortalecerla manifestándole su afecto más que nunca. Desde Francia llegaron unos despachos alentadores que confirmaban el interés del ministro por la embajada de Abisinia, de modo que el señor De Maillet se creyó autorizado a sacar de la caja del consulado considerables cantidades de dinero y dárselas por adelantado a los viajeros para que no les faltase nada. A los ojos de todo el mundo, y en primer lugar de los etíopes, esta misión debía revelar, al primer golpe de vista, su caráctcr oficial. Así pues, todo la distinguiría de la comitiva harapienta que, en su día, había capitaneado Poncet y el supuesto criado Joseph.
La caravana de la embajada de Du Roule estaría formada por veintitrés camellos de la mejor raza, ricamente ensillados o albardados y que encabezaría un moro, llamado Belac, mandadero del rey de Senaar. El cónsul aceptó con pesar deshacerse de Frisetti, el primer dragomán, que también acompañaría a la comitiva. En cuanto estuvo repuesto por completo, Du Roule pidió permiso para elegir libremente al resto de los viajeros. Sin informar al cónsul, tomó como brazo derecho a un joven francés llegado a El Cairo el año anterior, cuya máxima distinción era el número y el arraigo de sus vicios. Du Roule había conocido a Rumilhac -ése era su nombre- gracias al juego, donde brillaba por desplumar a la sociedad bastante ingenua de los burgueses de El Cairo. El diplomático, a quien nadie podía dar lecciones de lo que era un fullero, desenmascaró fácilmente a aquel truhán. Pero en vez de denunciarle, decidió ir a medias con él, de modo que aún creció más la reputación de los caballeros, hasta que la pareja fue considerada invencible. Rumilhac era joven aún para tener la cintura grácil y bien prieta, pese a su gran afición a la bebida, pero una minúscula red de venillas malvas en sus pómulos, como si fuera una hez, constituía el primer poso de los excesos.
Du Roule escogió a otros dos individuos de la misma calaña, si bien sus defectos no eran tan brillantes: un anciano policía que había abandonado el servicio por oscuras razones y que vegetaba en El Cairo, y un joyero de Arles, probablemente encubridor y falsificador que había optado por retirarse. Todos eran afamados por no ser trigo limpio, pero además tenían en común su insolencia y la excesiva afectación en sus maneras. El señor De Maillet, a quien nadie se los había presentado antes, consideró a los elegidos con poco entusiasmo. No obstante, tuvo que reconocer que si bien las referencias dejaban que desear, al menos el grupo tenía una buena presencia. Como bien le dijo Du Roule para convencerle y terminar de darse postín:
– Es algo completamente fuera de lo común encontrar verdaderos caballeros para afrontar tantos peligros.
A este grupo bien definido, con mucho nombre y poco oficio, se unieron diez faquines reclutados entre las ovejas descarriadas de la colonia: desertores, lacayos, fugitivos y mercenarios de toda condición, con los que Du Roule pensaba formar su cuerpo de batalla.
La primera tarea de los dos jefes de esta tropa fue gastar las ayudas del consulado en comprar el cargamento de la caravana.La política de Du Roule era simple, y sus socios la entendieron a la primera: la embajada era el pretexto, y el objetivo el comercio. Se trataba de restringir en lo posible los presentes y abastecerse más bien de mercancías que pudieran venderse o cambiarse. De ese modo, durante el viaje harían fructificar los fondos y amasarían una fortuna que trocarían en Abisinia por una fortuna aún mayor. Eso a menos que allí las condiciones no les parecieran oportunas para hacer un uso más ambicioso de ella, como comprar un ejército, alianzas y, por qué no, el poder propiamente dicho. De entrada, empezó a gestarse una abierta amistad entre los futuros viajeros, y Du Roule se convirtió en el objeto común de sus lisonjas. A tenor de su inmensa intemperancia y de su intrépido cinismo, nadie dudaba de que era un príncipe, y de que ellos le acompañaban hacia su reino.
En lo tocante a los peligros que comportaba la empresa, éstos se habían hecho una idea bastante precisa de lo que les esperaba. Por su pasado de aventureros, cada uno de ellos estaba perfectamente convencido de haber salido airoso de peligros que no se podían comparar con nada. Para hacer frente al hambre y a la sed, bastaría con equiparse convenientemente. En cuanto a los indígenas, aquellos conocedores del Levante tenían al respecto una opinión muy clara, forjada en el trato con numerosos servidores nubios, sudaneses y otros cafres que pululaban por la colonia. Con ellos nunca había conflicto alguno que una buena somanta de palos no pudiera erradicar. También se equiparon con una buena cantidad de sables, pistolas y arcabuces, no tanto para protegerse como para vender a los salvajes, que sabían habituados a la inocente manía de exterminarse entre sí.
Por lo demás, en las relaciones con los indígenas, había que contar sobre todo con sus mujeres, que eran más audaces que los hombres y quienes llevaban la voz cantante. Para ellas compraron a un precio insignificante telas teñidas, matracas e incluso espejos deformantes, recién traídos por un mercader veneciano, como los que había en Europa, en las ferias.
Mientras se realizaban estos preparativos, Alix proseguía con los suyos, que eran más modestos, aunque no por ello menos minuciosos. A ese fin le pidió a su padre que le permitiera quedarse en su habitación. Éste le concedió el favor aliviado. Después de haberse atracado con los pensamientos más reconfortantes de Epicteto, que devoró durante aquellos últimos días, el señor De Maillet pensaba haber adquirido el desapego del estoico, que ignora con orgullo el dolor y la vergüenza. No obstante, estas predisposiciones de ánimo eran aún poco consistentes, pues bastaba con que el hombre se golpeara con una puerta para que descargara sobre ella toda su ira a bastonazos. Con todo, aquello no eran más que ligeras secuelas y, para él, su hija ya había dejado de existir. La señora De Maillet no tenía la misma voluntad. Su marido se lo reprochaba, si bien el cónsul la había dejado en la inopia del horrible crimen que Alix le había confesado, de modo que su madre sólo lloraba la vocación. ¿Qué habría pasado si hubiera tenido que lamentarse de semejante deshonor? Alix recibía a la pobre mujer una vez al día, a última hora de la tarde, y dejaba que inundara de lágrimas la silla cabriolet tapizada de seda rosa donde, tiempo atrás, se había sentado a leer. Durante el resto de la jornada sólo abría la puerta a Françoise. Furioso contra ella, y en absoluto convencido de su inocencia, el señor De Maillet había prohibido a la lavandera confidente que acompañase a su hija a Francia, si bien tenía autorización para hacerle compañía hasta que se fuera.
Juntas prepararon un extraño ajuar de novicia. Acordaron que el día de su partida Alix se vestiría con una túnica de tela beige oscuro, austera como el convento, para evitar cualquier sospecha. Pero ya se habría puesto unas enaguas de terciopelo, una blusa amplia y un cinturón de cuero, donde guardaría las pistolas. En su baúl, debajo de una primera capa de triste lencería, conforme a las exigencias de una vida dedicada al rezo, Alix había escondido un par de botas de cuero flexible que Françoise había encargado hacer, a la medida de su propio pie, que era exactamente igual al de la joven, en la ciudad árabe. A esto había que añadir espuelas de estrella y una daga con mango de marfil. Por último, Françoise, como siempre, le había llevado un florete que el maestro Juremi había afilado para la ocasión, oculto debajo de las faldas. Sólo faltaban las pistolas, la pólvora y las balas de plomo, que llegarían poco después en un cesto de ropa blanca.
Habían tardado diez días en realizar todos estos preparativos, pues toda prudencia era poca. Alix estuvo lista por fin. Cuando tomaba sus comidas, que la cocinera le subía en una bandeja, miraba pensativa por la ventana. Se preguntaba cuándo llegaría por fin el barco. El año seguía su curso. Febrero se terminaba y un tibio calor caía suavemente sobre Egipto. La savia volvía a ascender a los abóles. Un día la zarza ardiente del jardín se colmó de puntitos rojos y floreció de repente, coloreando todo el césped. Y ella vio el presagio de que pronto estaría con Jean-Baptiste. Ya no le quedaban lágrimas para lamentarse y sufrir. Por mucho que ahondara en sus pensamientos, dentro de su ser sólo había una incontenible impaciencia.
De todos los viajeros que se movían por El Cairo, Murad fue el primero en marcharse. Pero antes quiso saludar al cónsul, que le recibió amablemente. Sus espías le habían comunicado la presencia de seis viajeros, y él dedujo que se trataba de los jesuítas que había anunciado Fléhaut. Las instrucciones del ministro eran guardar silencio sobre ese asunto, así que el señor De Maillet las cumplió escrupulosamente. Por otra parte, también él quería que su embajada quedara al margen de las iniciativas religiosas, costara lo que costase. De modo que le deseó buen viaje a Murad y le transmitió verbalmente los mejores deseos del Rey de Francia para el Emperador, si es que le veía…
– ¿Por dónde piensa dirigirse para volver a ese país?
– Excelencia, vamos hacia el sur hasta Djedda, luego a Massaua y desde allí seguiremos la ruta de Gondar.
– Así que optan por la vía marítima.
Aquélla era una buena noticia. Al menos no molestaría a Du Roule y, con un poco de suerte, llegarían más tarde que su protegido.
El maestro Juremi saludó calurosamente a Murad, pues ya no temía abandonarlo en una situación poco propicia. La Providencia lo había salvado in extremis. El protestante no conocía a esos sabios que acompañaban a Murad. Aunque una sombra de duda pasó un instante por su mente, el maestro Juremi no tuvo la debilidad de intentar averiguar la misteriosa identidad de aquellos hombres. Se sentía aliviado por la suerte del armenio, y ya tenía bastantes preocupaciones con la delicada misión que le había encomendado Alix para añadir más complicaciones donde tal vez no las hubiera. Una hermosa mañana soleada, Murad y sus comandatariüs partieron a caballo hacia Suez. Los tres abisinios iban detrás, nuevamente en una calesa.
Dos días más tarde, un incidente estuvo a punto de hacer peligrar el plan de Alix. Un correo de Versalles acababa de llegar al consulado, lo cual era señal de que poco antes había entrado un barco en Alejandría. El viaje era por tanto inminente.
Presa de una última duda, Alix quiso saber si las cartas recién llegadas contenían alguna información respecto a Jean-Baptiste, pues tenía el vago temor de que aquel alejamiento les hiciera tomar iniciativas contradictorias que, tal vez, complicaran más las cosas en lugar de resolverlas.
Como de costumbre, el señor Macé llevó las cartas al cónsul, y éste se encerró en su gabinete para leerlas. Salió de allí para el almuerzo, que quiso compartir con su secretario. Rápidamente, Alix y Françoise acordaron que esta última aprovecharía la hora siguiente, mientras el cónsul descansaba en el primer piso, para introducirse en su gabinete y echar una mirada al correo. Hizo su cometido con coraje y empezó a leer la primera carta. Pero la pobre mujer tenía poca habilidad para descifrar la escritura de los ministros. Leía con dificultad. No entendía bien las frases a la primera lectura. El tiempo pasaba y aún no había nada sobre Jean-Baptiste…
De pronto se oyeron unas voces en el vestíbulo, como si se anunciara un visitante. En el patio no se había oído el ruido de ningún acompañamiento. El visitante habría tenido que llegar forzosamente a pie. Así que Françoise dejó la carta y corrió hacia el salón de música. Al abrir la puerta vio que la señora De Maillet estaba sentada allí sola, por fortuna de espaldas, sollozando. Françoise volvió a cerrar la puerta. Inmediatamente después oyó la voz del señor Macé que se acercaba. Estaba perdida, de modo que se deslizó detrás de una colgadura. El secretario entró en compañía de un hombre que hablaba con acento extranjero.
– Espere aquí, padre, se lo ruego. El señor De Maillet no tardará.
El señor Macé dejó al visitante deambulando por la estancia, y Francoise oyó subir al secretario al piso de arriba. Poco después bajó el cónsul, entró y dijo con el tono de profundo disgusto del hombre que se ve privado de su reposo en el trópico:
– Bien, hermano Pasquale, ¿a qué viene esa urgencia para verme?
– Escusi, siñore console. Non sabía que dormía. La cuestione é que aviamo li óleo.
– ¿Los óleos?
– Ma sí, li óleo della coronación.
– Ah, los óleos -dijo el cónsul con tono socarrón-. ¿Y qué?
– Allora, lo patriarca ha estato muy goloso. Aviamo tenito que dare tutto lo que voi había reunito per noi.
– Eso es asunto suyo, hermano. Acordamos una suma. Y no le daré más.
– Ma se lo suplico, siñore console, i nostro fratteli van a partir domani, non tienen ni una mulé que li porti. ¡A piedi! ¿Van fino allí, fino Abisinia a piedi?
– No insista, hermano. Se lo repito, es asunto suyo.
El capuchino guardó un breve silencio. Frangoise no movía ni un dedo desde su escondite.-Cuando pensó en tutti i cammelli de la caravana de su ambasiatore…
– Eso no tiene nada que ver.
– ¡Disgraciadamente! Nostante, pasarano también por Senaar. E podrían portare a noi fratteli y li óleo.
– Ni hablar. Estos dos asuntos deben ir cada uno por su lado. Son propiamente las órdenes del Rey.
– Del Reí de Francia, quizá. Ma non dello de Senaar.
– ¿Qué quiere decir?
– ¡Niente! Conosiamo muy bene íl reí de Senaar. Eso es tutto.
No había nada raro en aquellas palabras. Sin embargo, al igual que en el agua clara, se podía ver allí un fondo turbio y negruzco por donde se colaban peligrosas amenazas con la facilidad de una morena. El señor De Maillet comprendió enseguida que no debía arriesgarse lo más mínimo. Aquellos monjes partirían de una u otra forma. No llevaban equipaje, así que irían deprisa. Había que evitar a toda costa que le armaran una trifulca a Du Roule antes de que llegara a Senaar.
– Está bien, ¿qué necesita?
Después de muchos rodeos, el capuchino le sacó un camello, dos mulas y un poco de oro. Y se fue dando las gracias por lo bajo.
– No perdemos tanto -dijo el cónsul al señor Macé para justificar su capitulación-. Al menos ahora estará en deuda conmigo.
Abandonaron el despacho con esas palabras. Françoise esperó a que el cónsul fuera a acostarse de nuevo y que el señor Macé regresara a su cuchitril, para salir de su escondite y subir a la habitación de Alix.
La caravana de la embajada emprendió viaje una semana después de la partida de Murad. El señor De Maillet dio a aquel acontecimiento una gran pompa. Para acompañar la misión de Du Roule estuvieron presentes todos los dignatarios que había en la colonia, y como muchos tenían la ambición de serlo sin título con el que aspirar a ello, el consulado hizo pagar caro ese honor y así recaudó parte de los gastos. El pachá puso trabas para dar las autorizaciones necesarias para el viaje, pero el cónsul entendía que no había razón de ser discreto por esa causa, y, con aquella ceremonia de prestigio, quiso demostrar la importancia que Francia otorgaba al asunto. «No siempre se puede bajar la cabeza ante los turcos -dijo-, aunque pretendan que están en su casa.»
El caballero Du Roule y su banda de altivos fulleros tenían muy buena pinta en sus camellos. Con los arneses con los que había adornado a las bestias, Belac, el hábil caravanero, supo dar postín a su noble raza, tal como evidenciaban los brazaletes con cascabeles de plata que les había sujetado a las pezuñas.
En vista de las dificultades que surgieron para que la caravana pudiera sumarse a la de Assiout -la misma que siguió Poncet-, se consideró que los viajeros formaban una comitiva lo suficientemente grande como para hacer la ruta solos, por un camino que Belac conocía bien y que los conduciría directamente a la tercera catarata.
Mientras el brillante cortejo se alejaba hacia el sur, acompañado un buen rato por las miradas conmovidas del cónsul y la élite de francos de El Cairo, otro convoy se ponía en movimiento en el consulado.
El señor De Maillet expresó el deseo de que su hija se fuera también en aquel mismo momento al objeto de atenuar la curiosidad y el escándalo. Así pues partió sola en una carroza negra sin escudo de armas, escoltada por dos guardias a caballo. Tras abrazar a la monja que acababa de ofrecer a Dios, la señora De Maillet sufrió un síncope en el vestíbulo, y como Françoise se vio en la obligación de llevarla a su habitación ni siquiera tuvo tiempo para seguir con la mirada la partida de su amiga.
El cónsul sólo había consentido la presencia de la lavandera, convertida en doncella de cámara, con la condición de que desapareciera de su vista el día en que Alix abandonara el consulado. Así pues, aquella misma noche recogió sus bártulos y volvió a su casa a pie.
Por la ventana distinguió al maestro Juremi en su terraza y fue a reunirse con él. Le contó que Alix se había marchado y se repitieron todo cuanto habrían de hacer los próximos días. Luego, el silencio y el malestar se adueñó de ambos.
Eran las seis de la tarde. Por encima de la terraza, el cuadrado azul del cielo cambiaba a ultramar. Aunque ya se veían brillar unas cuantas estrellas, los naranjos aún lucían todo su verdor. Era ese momento del día en que los resplandores de la noche y las tonalidades diurnas se entrecruzan y saludan. La selva seguía avanzando por la casa pues últimamente el maestro Juremi pensaba poco en su cuidado. Aquella profusión vegetal crecía con tal ímpetu que las hojas grandes se aplastaban contra los vidrios de la ventana.
– Ya no se ocupa de las plantas -dijo Franc,oise.
– ¿Para qué? Si mañana…
La idea de que iban a abandonar El Cairo en menos de dos días y que jamás podrían volver los sumió en la nostalgia. Partir, sí, y partir juntos, tomar la misma senda, correr los mismos riesgos… Hacía dos años que sólo hacían eso, y sin embargo nunca habían recorrido el mismo camino estando tan cerca el uno del otro. Françoise se dio cuenta de que ese pensamiento era un motivo de pesar para Juremi.
– Se lo suplico -dijo ella-, no me esquive. Las cosas son así, y vamos a estar juntos. Tenemos que sentirnos felices de estar así. Es lo único que le pido.
Estaban frente a frente, muy cerca uno del otro.
– Jean-Baptiste ha desaparecido y Alix acaba de dejarnos -le dijo-. Oh, Juremi, ¿será que sólo nos acerca aquello que echamos de menos?
El hombre levantó su gran cabeza barbuda y la miró con sus ojos bondadosos. Ella inclinó su rostro en el pecho del gigante y éste la rodeó con sus brazos. Cuando ya era completamente de noche entraron en la casa de Françoise, saltando por la ventana. Ella tenía una cama amplia, calzada en dos esquinas con ladrillos, que estuvo chirriando toda la noche, como una gran nave que surcara oleadas de placer, ternura y libertad.
Por la mañana, el maestro Juremi volvió a su casa y empezó a preparar el equipaje. Al menos ésa era su intención. Pero iba y venía de la planta baja al piso de arriba; miraba las plantas que le habían hecho compañía tanto tiempo, se sentaba, se volvía a levantar y no hacía más que dar vueltas. Ni siquiera tenía el recurso de rezar por que ignoraba cómo dirigirse a su Dios en tales circunstancias.
Françoise tuvo la delicadeza de dejarle tranquilo con su desazón. Sabía que al día siguiente, al alba, se marcharían los dos, y que él estaría a su lado tanto tiempo como pudiera desear.
A las cinco de la tarde empezó a oscurecer en la sombría madriguera de la planta baja. Contrariamente al durmiente que despierta con la luz, el soñador a menudo sólo sale de su ensimismamiento cuando cae la noche. El maestro Juremi encendió una lámpara de nafta y se alarmó por no haber hecho nada. Sacó un par de morrales viejos que criaban polvo debajo de un armario desde que había vuelto de Abisinia y se enfrascó en la tarca de guardar en ellos lo necesario.
A las siete, alguien llamó a la puerta de entrada. Enseguida creyó que era Françoise y se irritó. Volvieron a llamar. Aquella premura le pareció demasiado familiar, así que aminoró aún más el paso, se acercó refunfuñando y abrió la mirilla oxidada, aunque no solía utilizarla nunca.
– ¡Y bien…! -dijo con rudeza, mirando a través de las rejas.
La sombra de un hombre se recortaba en el fondo más claro de las arcadas.
– ¿Quién me llama? -preguntó el maestro Juremi, pensando que alguien le requería para una consulta.
– Abre -dijo el hombre.
– Despacio, amigo mío. Sepa para empezar que no hay nadie.
El intruso se acercó a la mirilla, hasta pegar la boca en los hierros, y dijo:
– No seas necio y ábreme.
El maestro Juremi se puso pálido como un muerto.
– ¿No serás… tú? -preguntó.
– Vamos, no me dejes aquí a la vista de todos.
El protestante descorrió rápidamente el cerrojo, abrió la puerta y dejó entrar a Jean-Baptiste. Los dos hombres se fundieron en un abrazo enmudecido por las lágrimas.
– Espera que te vea -dijo por fin el maestro Juremi alzando la lámpara al tiempo que daba un paso hacia atrás.
Su amigo estaba irreconocible. Ciertamente tenía los mismos ojos negros y brillantes de siempre y podía distinguirse vagamente la forma de su cara, siempre y cuando uno ya supiera la verdad. «Sí, seguramente debe de ser él.» Sin embargo estaba completamente cambiado. Tenía los cabellos cortos con algunos mechones canosos; un bigote puntiagudo alteraba la forma de su nariz, y una perilla, a la moda del reino del que venía, le daba un aire fiero e indignado al labio inferior. A eso había que añadir la elegancia propia de un hombre de linaje: llevaba un jubón gris topo bordado con perlas, puños de fino encaje, un chaleco de seda y, en la mano, un tricornio de plumas blancas.
– ¿Me has reconocido por fin? -preguntó Jean-Baptiste riendo.
– Ah, esa risa sí que es tuya -dijo el protestante mientras abrazaba de nuevo a su amigo.
– No perdamos tiempo -dijo Jean-Baptiste-. Mi caballo está amarrado frente a las arcadas. Ve a buscarlo y llévalo detrás, a la cuadra de Bennoch.
En la parte trasera de su casa, el comercio Bennoch estacionaba allí sus coches. Pero ya no era tan próspero como antaño; había mucho espacio, y los vecinos también tenían acceso. El maestro Juremi corrió a encerrar allí el caballo. Al cabo volvió con la pesada silla colgada de un brazo y el maletín de grupa en el hombro.
Jean-Baptiste estaba en el primer piso, saludando a todas sus plantas una por una, rozando sus hojas con tanta suavidad como si estuviera consolando a unos huérfanos.
– Han crecido a su aire -dijo al maestro Juremi sin reproche alguno en la voz, sino con la afable ironía de quien se dirige a un preceptor al que sus alumnos no obedecen como debieran.
– Bueno -dijo el maestro Juremi, que tenía las ideas más claras después de aquel paseo-, nos habían dicho que estabas en París, detenido y sometido a juicio. Casi te veíamos encarcelado.
– Y así era. Pero todo eso ya no me concierne a mí, sino a otro. Ahora tienes delante al caballero Hugues de Vaudesorgues, de la casa del príncipe de Conti.
Hizo un noble saludo y sonrió.-¿Cómo está Alix? -preguntó de pronto, cambiando la voz.
El mestro Juremi comprendió de repente la situación.
– También ella te imaginaba en París. Se fue ayer por la mañana.
– ¡Ayer! -exclamó Jean-Baptiste-. Pero ¿cómo es eso? Quién ha podido…
– Se marchó en una carroza custodiada por dos espadachines que la conducen hasta Alejandría para embarcar. Cuando llegue a Francia será conducida a un convento.
Jean-Baptiste dio un grito. El maestro Juremi le replicó con vehemencia, reprochándole que no hubiera dado noticias. Y cada uno por su parte empezó a hacerle preguntas al otro sin tomarse el tiempo necesario para responder.
Alertada por el alboroto, Françoise se asomó a la ventana. Al oír pasos en la terraza, los dos hombres guardaron silencio y Jean-Baptiste se acercó a la escalera, presto a huir.
– Espera, es Françoise -dijo el maestro Juremi, que enrojeció hasta las orejas.
– Fui a Soubeyran. Marine murió hace veinticinco años -le susurró rápidamente Jean-Baptiste, y enseguida recobró la compostura para abrazar a Françoise cuando ésta apareció.
La mujer dio rienda suelta a su emoción y su alegría, pero apenas un segundo después pudo más su lado práctico y le preguntó a Jean-Baptiste si había cenado. Precisamente él se estaba muriendo de hambre. Hicieron sitio en la mesa; el maestro Juremi bajó y subió de su antro con una botella; Françoise dio un salto hasta su casa en busca de col hervida, salchichas de pollino y la mitad de una hogaza de pan. El maestro Juremi habló primero, mientras Jean-Baptiste comía vorazmente.
Contó las circunstancias en que Alix se había marchado, aunque sólo conocía la parte oficial pues Françoise no había traicionado el secreto que su joven ama le había confiado. Posteriormente le describió el plan que se habían propuesto seguir y según el cual pensaban partir aquella misma mañana al alba. Jean-Baptiste aplaudió su decisión y bebieron por el éxito de la empresa a la que acababa de unirse un poderoso refuerzo. A continuación le tocó a Jean-Baptiste relatar su viaje a grandes rasgos, la audiencia del Rey, los sinsabores que siguieron, su evasión y el encuentro con los protestantes. Bebieron de nuevo alegremente.
– ¿Y Murad? -preguntó Jean-Baptiste.-Acaba de marcharse a Etiopía. Ha encontrado unos mecenas que lo mantienen. No le podía suceder nada mejor.
– ¿Son seis?
– Sí, ¿cómo sabes tú eso?
– Jesuítas -dijo Jean-Baptiste, hincando el diente en el pan-. Enviados por la corte de Francia. Después de la bochornosa audiencia, el Rey se dejó ablandar por su confesor, le ofreció el regalo de una nueva misión para recompensar la primera.
– O sea que no has podido transmitir el mensaje del Emperador… -atinó a decir el maestro Juremi.
– No tuve tiempo, ni tampoco creo que hubiera alguien dispuesto a escucharlo.
– Ah, Jean-Baptiste -dijo apesadumbrado el protestante-, estaba seguro de que esos jesuítas serían más fuertes. Quisiste hacer una alianza con ellos…
– Quería ir a Versalles y no tenía otra elección.
– ¿Y por qué te empeñabas tanto en ir? -preguntó el maestro Juremi con aquella mirada terrible que tenía cuando se peleaba con su Dios-. Sólo para defender tu propia causa y conseguir la mano de Alix…
– Sí, eso también -exclamó Jean-Baptiste-. Yo pensaba servir igualmente al Emperador, convencer al Rey…
– Calmaos -dijo Franc,oise, preocupada por lo elevado de sus voces-. Alguien puede oíros. No es el momento.
– Sea como sea -dijo el maestro Juremi más sereno-, el resultado está ahí. Después de nuestra misión, ahora dos caravanas van al asalto de Abisinia, y el Rey de Francia corre con los gastos de las dos. Juramos que no habría más jesuítas, y aquí tenemos a seis, pegados a los faldones de Murad. El Emperador deseaba que fueras embajador, y en vez de eso verá llegar a ese Du Roule, que según me han dicho es el sire más desgraciado que se pueda encontrar en esta región, donde, a decir verdad, no faltan.
Françoise se aventuró a intervenir y dijo tímidamente:
– Perdonadme, antes que nada quisiera tranquilizaros. Pero ya que habláis de Abisinia, es preciso que os cuente algo que he oído en el consulado.
La mujer les contó la entrevista entre el señor De Maillet y el hermano Pasquale.
– ¡Ya van tres misiones! -dijo el maestro Juremi-. Sólo faltaban esos capuchinos. ¡Y con los óleos de la coronación! Una muestra más de la generosidad del patriarca copto. ¡Me avergüenza lo que hemos hecho!
– A mí también, Juremi -dijo Jean-Baptiste bajando la mirada-. Si quieres acabar de hundirme, te diré sinceramente que he hecho cuanto he podido, que he fracasado, y que no he dejado de pensar en ello durante mi regreso.
El maestro Juremi refunfuñó, mirando el fondo del vaso.
– Al volver aquí -continuó Jean-Baptiste-, yo también me había trazado un plan. Evidentemente no tenía nada que ver con el viaje de Alix, puesto que lo ignoraba. Estoy loco por verla, por supuesto. Pero tengo otras cosas que hacer. Escuchad bien lo que voy a deciros.
Con aquel bigote y la perilla, Jean-Baptiste tenía un aire salvaje de espadachín del siglo pasado, un aire de refinado honor, como habría dicho Sangray, capaz de cualquier desafío y dispuesto a hacerlo valer con su vida.
– Vais a hacer todo cuanto habíais previsto -dijo- sin preocuparos en modo alguno por mí. Pero en vez de marcharos por mar, como pensabais, os dirigiréis hacia Suez, hacia el monte Sinaí. Juremi, ¿te acuerdas de aquel monasterio donde pasamos un mes, la primera vez que vinimos a Egipto?
– ¿Allí donde curaste al abad de unas fiebres?
– Exactamente. Os esconderéis allí. En aquel lugar nadie os encontrará, siempre que tengáis la precaución de que no os sigan. Yo me reuniré con vosotros cuando haya terminado con mis asuntos.
Al maestro Juremi le remordía la conciencia.
– Jean-Baptiste, ven con nosotros -le dijo-. Lo que he dicho forma parte del pasado. Las cosas son como son, y no hay que darle vueltas. Los abisinios se defenderán solos, como han hecho durante siglos.
– No, Juremi. El pasado sólo se cierra con la muerte. Aún tengo cosas que hacer aquí. Que no se diga que no hemos respetado nuestra palabra.
Françoise le puso en guardia, porque El Cairo estaba lleno de espías que podían reconocerle y denunciarle. El maestro Juremi no sabía cómo mitigar sus reproches, ahora que había descubierto cuáles serían las consecuencias según él. Jean-Baptiste acalló secamente sus objeciones. Durante más de una hora siguió preguntándoles qué había pasado en la colonia durante su ausencia, cómo iba su negocio de boticario,qué sabían de la caravana de Du Roule, y también pidió a Juremi que le diera la lista de los enfermos que había tratado.
Finalmente hicieron una pausa para descansar. A las seis de la mañana, cuando apuntaba el alba, el maestro Juremi y Françoise reunieron sus equipajes y cargaron los caballos en la cochera donde había pasado la noche el de Jean-Baptiste. Françoise iba vestida como un hombre: llevaba botas y un sombrero de ala ancha. FJ maestro Juremi tenía el mismo aspecto, aunque era más alto.
Jean-Baptiste los saludó con emoción. Apenas se habían encontrado y ya se separaban de nuevo. Esperó un cuarto de hora, deambuló una vez más entre las plantas, recogió unos granos que se metió en el bolsillo del jubón, se puso en bandolera la pequeña bolsa de los remedios que el maestro Juremi le había dejado y se fue, al paso de su yegua alazana, hasta la ciudad árabe donde se había alojado la víspera, cuando llegó.
Al principio Alix y sus cómplices tenían la intención de deshacerse de la guardia poco antes de llegar a Alejandría, huir después hacia un puerto de Cirenaica y ganar Francia por mar. Françoise y el maestro Juremi debían reunirse con ella dos días después de su partida para organizar la emboscada contra la escolta.
Pero ahora que todo había cambiado y que debían dirigirse hacia el este para ganar Suez, el retraso suponía un grave inconveniente. Tendrían que volver a descender una parte del delta, cruzar hasta Mansourah y luego llegar a Ismailia. El maestro Juremi pensaba en el peligro que representaban las nuevas instrucciones mientras galopaba junto a Françoise. Pero cuando el sol se hubo alzado completamente y empezó a esparcir sus primeras caricias sobre la fría bruma de la llanura del Nilo, el corazón endurecido del protestante, tan acostumbrado a la soledad, se ablandó para saborear la felicidad de la cabalgada. Françoise lo miraba y le sonreía de vez en cuando. La mujer tenía las mejillas sonrosadas por el esfuerzo y por el aire acre de la ribera. Llevaba los cabellos recogidos bajo el sombrero; en la nuca apenas sobresalía una pelusa, cuya dulzura conocía ahora el maestro Juremi. Después de tantas pruebas, después de que el tiempo y los rigores de la vida los hubiera tratado sin contemplaciones, era maravilloso ver la inocencia, la ternura y la ilusión de aquellos dos seres que, al igual que los supervivientes de un saqueo, se saben a salvo y sacan la vajilla de oro de su escondite.
Conforme remontaban hacia la costa, eran más los pájaros marinos, grises y blancos, que veían deslizarse por encima de las aguas. En los pueblos se cruzaban con ancianos que llevaban el fez; los inmensos campos a cielo abierto, jalonados por canales de arcilla, estaban repletos de campesinos egipcios, los felás, vestidos con una humilde camisa gris que les miraban con ojos faraónicos. Unos bueyes gordos pacían en los bosques de palmeras despeinadas por el viento salado. Era como si la juventud que ambos habían rescatado se alimentara de la propia juventud del mundo que, a su alrededor, parecía haberse detenido en esas edades primeras en que todo es simple y familiar.
En una jornada recorrieron el camino que la pesada carroza de Alix había hecho en dos, y por la noche se alojaron en Damanhür. Sabían que Alix pasaría la noche en la casa de la piadosa viuda de un mercader francés que había servido al cónsul como confidente en esta pequeña ciudad hasta su reciente muerte. Françoise y el maestro Juremi se contentaron con una posta mugrienta regentada por un copto. Como no pudieron probar que estaban casados, sólo tuvieron derecho a dos jergones separados por una mampara de palma. Así se cubrían las apariencias; después de haberlos alimentado copiosamente con un capón y arroz amarillo, el viejo copto les deseó que pasaran una buena noche con una sonrisa desdentada y cómplice. Después de cenar, los amantes se cogieron por la cintura y dieron un paseo que les llevó hasta el centro del pueblo. De lejos distinguieron la carroza de Alix y los caballos de sus guardianes en el recinto de una de las pocas casas de piedra. Regresaron tranquilos, y el maestro Juremi pidió al posadero que les despertara antes del alba. Salieron con los primeros rayos del día y esperaron en el lugar acordado.
La comitiva de Alix se puso en marcha muy lentamente. Michel, el palafrenero del consulado, llevaba las riendas de la carroza. Aunque no estaba al corriente de todo, sabía que algo se estaba cociendo y también que no debía temer por él. Quería a Alix como a su propia hija y lamentaba profundamente llevarla camino del convento. En cuanto a los dos guardias, se tomaban su cometido muy a pecho y toda la noche estuvieron relevándose ante la puerta de la joven. Aquellos tipejos eran dos hombres del señor Macé. Uno de ellos, un francés liberado de las galeras tres años atrás, había vivido en Abukir sin papeles, pero los turcos lo capturaron y salvó el pellejo gracias al secretario del consulado, que lo tomó a su servicio. El otro era un mestizo de El Cairo, nacido del comercio ilegítimo entre un italiano y una copta, que trabajaba como mozo de cuerda en el desembarcadero del Nilo. Hacía mucho tiempo que el señor Macé le prometía naturalizarlo, y a cambio de esa vana esperanza lo empleaba a su capricho.
En el momento de salir surgió una complicación de última hora. La dueña de la casa donde Alix había pasado la noche, la viuda Beulorat, quiso sumarse al convoy y pensó aprovechar la carroza para ir a Alejandría a arreglar unos asuntos. La mujer se ganó a los dos guardias, probablemente ofreciéndoles unas piastras, y la embarcaron en la carroza. Alix sabía que sus amigos podían aparecer de un momento a otro e insistió en tener a sus pies la bolsa donde había escondido la daga y las pistolas. Así pues, en lugar de estar a sus anchas preparándose para el asalto, se veía obligada a seguir la conversación de aquella beata.
– Hija mía -decía la viuda Beulorat en tono empalagoso-, no mire así por la portezuela. Se va a hacer daño. Este paisaje hoy desaparece para usted. Pero piense en las imágenes celestes con las que podrá deleitarse a partir de ahora.
– No puede imaginar lo feliz que me siento, señora.
– Lo sé, y figúrese lo mucho que la envidio. Mi vida ha sido muy diferente, desde luego. Me consagré a un marido, a los hijos. Sin embargo, a veces me pregunto si no estaría hecha para Dios.
– Qué interesante -dijo Alix sin dejar de mirar al exterior.
– ¿Verdad que sí? Creo que en la vida religiosa habría encontrado una paz a la que aspiro con todo mi ser.
Con su manta de satén y un peinado de antes del Diluvio, aquella vieja más arrugada que una pasa ponía cara de virgen para contar que habría querido ser la amante de Dios.
– ¿Sabe que me dediqué tanto a Él que mi difunto marido llegó a ponerse celoso?
– ¿De verdad? -dijo Alix con cortesía.
Al cabo de media hora de aburrido diálogo y en el preciso momento en que la carroza aminoraba la marcha para tomar una curva cerrada del camino, sonaron dos disparos en el aire húmedo. Alix se precipitó sobre la portezuela pero no vio nada; luego se pegó contra el cristal trasero y advirtió que uno de los guardias había caído herido al suelo. Michel detuvo la carroza. El otro guardia espoleó el caballo, se colocó a la altura del cochero y le ordenó seguir. En aquel mismo instante, el maestro Juremi salió a caballo de detrás de una tapia y se abalanzó sobre el guardia con el sable desnudo. El otro desenvainó el suyo y empezaron a luchar.
La viuda Beulorat, sorprendida al darse cuenta de que el cielo acababa de enviarle otra nueva prueba, se puso a dar alaridos como.una bestia acorralada. Alix, que seguía apasionadamente el combate desde la portezuela, se volvió hacia ella y le dijo que se callara. Pero la mujer redobló sus gritos. Entonces contempló con soberana emoción cómo la joven se acercaba y le propinaba fríamente un par de bofetones.
– ¡Te quieres callar, vieja mojigata!
Con las manos en las mejillas aún ardientes por las dos guantadas, la viuda Beulorat asistió en silencio aunque jadeante de angustia a la continuación de aquella espantosa escena. Observó que la futura monja, tan devotamente sumisa unos minutos antes, se desprendía de su austero vestido de prometida de Cristo para dejar a la vista el atuendo de caballero que llevaba debajo. Después abrió la bolsa de cuero que estaba en el suelo, se quitó el calzado que llevaba y se puso unas altas botas marrones con espuelas. Afuera se oía cómo los combatientes entrechocaban aún los sables. El maestro Juremi dominaba la situación, pero el otro se resistía con las últimas fuerzas. De repente, un incidente estuvo a punto de echarlo todo a perder. Un jenízaro a caballo llegó al galope a la curva donde permanecía detenida la carroza; enseguida comprendió quién era el asaltante, así que golpeó al maestro Juremi con toda la fuerza de su sable curvado, y el protestante reculó. Francoise estaba detrás de la tapia. Alix reparó en que dudaba en disparar pues el combate era violento y confuso, y su amiga estaba lejos. Entonces se volvió hacia el interior de la carroza donde la devota seguía gimiendo, agarró una pistola que había cargado la noche anterior, montó el gatillo y ajustó el pedernal. Los combatientes se hallaban a tres pasos de ella, así que esperó a que el jenízaro estuviera solo en la mira y disparó. El moro tenía el brazo levantado; la bala entró limpiamente en su pecho, le atravesó de parte a parte y le derrumbó. El guardia del consulado se extrañó tanto al ver desaparecer tan brutalmente a su aliado que se quedó inmóvil. Un golpe de sable de Juremi le hendió la cara; otro le atravesó el corazón, y cayó de espaldas con un ruido seco.
Alix dio un grito de alegría, pero no había tiempo que perder. Françoise tiró de los cadáveres hasta el borde del camino y los escondió detrás de la tapia mientras Michel maniobraba la carroza para esconderla en la entrada del palmeral. El maestro Juremi inmovilizó al viejo cochero con unas ligaduras algo flojas que le servirían de coartada, y Alix se encargó de amordazar a la viuda Beulorat.
– Acuérdese bien de lo que ha visto -le dijo muy seria-. Me han secuestrado dos bandoleros turcos. Como diga cualquier otra cosa,mis amigos volverán para facilitarle el viaje al cielo. -Y luego añadió, riendo-: Sí aún le hace ilusión el convento, mi sitio queda libre.
La muchacha saltó a uno de los caballos de los guardias al que Françoise había ajustado los estribos, y los tres amigos se fueron al galope hacia el este.
Cuando estuvieron bastante lejos del lugar del secuestro se desviaron del camino, y el maestro Juremi los condujo hacia las ruinas que se veían en lo alto de un cerro. Saltaron a tierra para que los caballos recuperaran fuerzas, y el protestante dio cuenta a Alix de todo cuanto había sucedido en El Cairo.
– ¡Ha llegado Jean-Baptiste! -exclamó.
Les costó mucho convencerla de que no podían regresar a la ciudad. Para ella era un horrible suplicio saber que el hombre al que amaba estaba a menos de media jornada a caballo, y a pesar de todo tener que alejarse. Los amantes a quienes el destino envía una confirmación de su buena estrella irremediablemente se ven llevados a confirmarla con alguna osadía aún mayor. Por ese motivo, Alix decía que si había escapado de Versalles y del Rey, no supondría ningún peligro para él encontrarla en El Cairo. No obstante, el maestro Juremi y Françoise le aconsejaron que tuviera paciencia, le repitieron las instrucciones que les había dado Jean-Baptiste y terminaron convenciéndola. Finalmente se trazaron un plan para llegar al Sinaí.
– Dormiremos en este lugar retirado, y por la noche nos pondremos en camino -dijo el maestro Juremi.
Se acostaron, pero como no tenían sueño, descansaron con desasosiego. A las seis ensillaron los caballos y se marcharon, pues a esa hora podían galopar sin temor aprovechando la noche clara del delta, donde la luna difuminaba su luz en mil resplandores lechosos por la superficie del río y de los canales.
Por la mañana divisaron Ismailia y a las once atravesaban sus puertas. La ciudad se hallaba en silencio y aún parecía completamente dormida. Las persianas de madera estaban echadas ante las tiendas, las ventanas cerradas, y las puertas aún más si cabe. No había ni un alma en las calles. El maestro Juremi no estaba preocupado en modo alguno por su situación; era imposible que ya se hubiera corrido la noticia del secuestro, puesto que antes debía llegar a El Cairo. Pero al igual que a las dos mujeres, el espectáculo de aquella ciudad muerta, que no estaba ni devastada ni probablemente tampoco desierta, le producía una tenebrosa angustia.
Cuando llegaban al extremo de una calle ancha bordeada por la entrada monumental de dos mezquitas otomanas, oyeron abrirse súbitamente un postigo de madera en el segundo piso de una casa. Vieron entonces a una joven en la ventana con una mano a modo de visera sobre sus ojos entornados, como una ciega. En la casa de enfrente chirrió otra ventana, y un anciano inclinó hacia la calle su cabeza arrugada cubierta con un keffieh ladeado. Enseguida se abrieron otros postigos, y un negocio entreabrió sus puertas.
– ¿Por qué se levantan ustedes tan tarde? -preguntó el maestro Juremi en árabe al anciano que había aparecido por encima de sus cabezas.
El hombre buscó a la persona que le estaba hablando. También tenía los ojos prácticamente cerrados y no debía de ver nada.
– ¡Estoy aquí, en la calle! -exclamó el maestro Juremi.
– ¡ Ah, seguramente es usted extranjero! -contestó el viejo.
– He llegado esta misma mañana.
– Por eso no sabe que la peste nos ha golpeado.
De repente el protestante recordó que en El Cairo le hablaron de que se habían dado varios casos de peste en algunas ciudades, aunque la enfermedad no había franqueado el istmo de Suez. Y como en aquel entonces no tenía la intención de tomar aquella dirección, lo había olvidado.
– Hoy es el último día de la cuarentena -dijo el viejo egipcio-. ¿Ha visto muchos cadáveres en las calles?
– Por ahora ninguno -contestó el maestro Juremi-. Y todo el mundo parece estar sano.
En aquel instante empezaron a abrirse todas las ventanas, desde donde los vecinos se saludaban alegremente unos a otros. En las calles se escuchaban yuyús y gritos de alegría. También se habían descorrido los cerrojos de las puertas y una multitud de niños, mujeres y hombres más o menos jóvenes, aturdidos aún por la oscuridad y la reclusión, bailaban en la calle, tropezaban y chocaban entre sí con la torpeza de los ciegos, entre risas sonoras.
Los tres viajeros pasaron desapercibidos entre aquel tumulto. Encontraron forraje para los caballos y frutos secos para ellos. A la vista del mal momento que atravesaban los negocios, les vendieron muy contentos y a buen precio la mercancía.
Por precaución, el maestro Juremi repitió vanas veces al vendedor que se dirigían hacia Suez. Y en efecto, al salir de la ciudad tomaron la direción del golfo. Pero igual que el día anterior, también dejaron la carretera para detenerse en un palmeral que terminaba en la linde de una pequeña duna. Esta vez durmieron sin dificultad, y se marcharon de nuevo con el aire fresco de la noche. En lugar de continuar por el camino, volvieron hacia atrás, cortaron por el este hacia el desierto y siguieron el rastro árido del Sinaí.
La vegetación los abandonó casi al instante. A su alrededor no había más que la sombra azulada de las piedras del desierto que salían como estelas de su lecho de arena. En aquel terreno hubiera sido mucho más adecuado tener camellos, pero sus caballos se habían portado muy bien, a pesar de las piedras cortantes que tapizaban el suelo. Cruzaron un primer oasis en medio de la noche pero decidieron no detenerse.
Los tres seguían la senda de estrellas sembradas para ellos en el cielo. El maestro Juremi miraba a menudo a Françoise y, para no ofender a Alix, cuya tristeza respetaba, trataba de no sonreír demasiado a su amiga.
Por detrás de la ciudadela, residencia del pachá de El Cairo, una callejuela oscura se extendía a lo largo de las altas murallas del palacio. Estaba prohibido practicar la menor abertura de ese lado -ya fuera puerta o ventana-, pues aquello era una suerte de canal o de foso que serpenteaba entre dos muros lisos, correspondientes por un lado a la parte trasera del edificio, y por el otro a los muros tapiados de las casas de la ciudad. Una patrulla de guardia hacía la ronda por allí día y noche y, salvo ellos, nadie más habría osado aventurarse por aquellos parajes siniestros. Sin embargo, a media distancia del extremo de aquella calleja, es decir, en el punto más alejado de la misma, una pequeña poterna de madera tachonada de clavos y sin cerradura exterior daba acceso a los patios del palacio a través de la gruesa muralla. Con el correr de los tiempos, los pachás habían hecho de esta discreta entrada un uso particular que traicionaba el carácter de cada uno de ellos. Algunos, como Hussein, muerto al caerse del caballo poco después de que la primera misión partiera hacia Abisnia, sólo abrieron esta poterna para salir de incógnito a pasear por la ciudad, para oír hablar libremente a la gente y para urdir intrigas a la manera de Haroun Rachid. No obstante, otros la mantuvieron permanentemente cerrada y custodiada. Éste fue el caso de aquellos que temían por su vida, y las más de las veces fueron también los que terminaron asesinados pues Alá conoce los designios ocultos de los hombres y los atiende siempre. Había también quienes se servían de la poterna para introducir a ciertos individuos que no habrían sido recibidos oficialmente en el palacio. Este era el caso de Mehmet-Bcy, que se encomendaba con devoción, esperanza y consuelo a todos los muftís e imanes rigoristas que hubiera en Egipto, aunque enciertas ocasiones se mostraba menos intransigente y consentía algunas discretas visitas, que eran introducidas por la poterna.
Abastecido regularmente por cuatro mujeres musulmanas, a las que había dado doce hijos con no menos regularidad -contando sólo los supervivientes-, Mehmet-Bey no podía desprenderse por desgracia de otra necesidad, la de poseer extranjeras, costumbre que había contraído durante sus campañas guerreras en Europa. En aquella época bendita aunque ya lejana todo era fácil porque recibía bellas infieles como botín, y a nadie se le ocurría disgustarse por ello. Las había tenido de todos los tipos y de todas las edades, pero a decir verdad eso le importaba poco. Por encima de todo le complacía el hecho de montar a esas mujeres que adoraban a otro dios, independientemente de que fueran católicas, judías, ortodoxas o paganas. Hacía aquello sin renegar de su fe, pues nunca se sentía tan humildemente útil al Profeta como cuando esparcía su semilla de verdadero creyente en los surcos labrados antes por otros, a quienes privaba así de su cosecha. Los muftís estaban al corriente del ardor casi misionero del pachá, de modo que no se ofendían. No obstante, las conveniencias y el delicado equilibrio de las creencias en esta parte del Imperio exigía que cediera a esas inclinaciones con toda discreción. Y a tal objeto servía la poterna.
Pero hacía ya unos meses que el cuerpo de Mehmet-Bey, sometido a los rigores de toda una vida de guerrero, le hacía sufrir hasta el punto de no tener la energía y las ganas de mandar traer alguna infiel, por muy bella, joven y hereje que fuera. Hacía pues tres meses que sólo pasaban por la poterna los médicos, y el maestro Juremi era el más apreciado de todos.
Iba tres veces a la semana, en días fijos, cuando empezaba a anochecer. Los centinelas lo sabían, y en cuanto decía la contraseña, «Eléboro», le dejaban pasar. Aquella noche, como de costumbre, se presentó envuelto en un amplio tabardo y oculto bajo un sombrero de fieltro. Dijo la contraseña y pasó por la poterna. Un criado vestido de blanco y con los pies desnudos condujo al médico a través de unas gradas de mármol hasta un pequeño patio, y después de pasar debajo de una arcada ojival labrada con motivos moriscos lo introdujo en un pabellón octogonal cuyas paredes estaban decoradas con mosaicos azules.
Del armazón de cedro pendía, en el extremo de una larga cadena, un farol de cristales multicolores donde se quemaban cuatro velas. El pachá estaba sentado en una de las esquinas, en un banco, con los pies tendidos hacia una estufa de cobre amarillo provista de un minúsculo tubo con tres codos por donde el humo salía al extenor. El criado se retiró.
– Acérquese, señor doctor -dijo Mehmet-Bey en árabe.
En cuanto el visitante se sentó en un taburete de madera y marfil y se desprendió del tabardo, el turco se incorporó despavorido, cogiendo el puñal con la empuñadura llena de incrustaciones que llevaba siempre en la cintura antes de exclamar:
– ¿Quien es usted?
Ya se disponía a llamar a la guardia, pero Jean-Baptiste le detuvo.
– No tema, ilustre señor, me envía el maestro Juremi en persona. Soy su socio. ¿Nunca le ha hablado de mí?
– No será usted el que ha sanado al Negus de Etiopía…
– Yo mismo, ilustre señor.
Jean-Baptiste hizo una profunda reverencia.
– Por eso quise verle primero a usted -continuó el moro-. Pero su socio me dijo que estaba en Francia.
– Acabo de regresar.
– ¿Por que Juremi no ha venido con usted? Eso me habría ahorrado el susto.
– Señor, también él está enfermo y le presenta sus excusas.
El pachá había vuelto a acomodarse junto a la estufa.
– Me ha cuidado bien, pero siempre le he oído decir que lamentaba su ausencia y que no podía compararse con usted.
– Es un amigo. Quería ensalzarme. Lo cierto es que nos complementamos muy bien. Yo receto, pero nadie prepara las drogas con su habilidad.
– En ese caso, examíneme y juzgue qué hay que hacer -dijo el pachá con una expresión de enorme cansancio.
Durante un buen rato, Jean-Baptiste estuvo haciéndole preguntas al anciano sobre sus dolores, en qué circunstancias se presentaban y dónde se localizaban. Luego le hizo hablar de su vida, de lo que comía y bebía, de su forma de dormir y de sus gustos sobre las mujeres. De ese modo, Jean-Baptiste concebía la imagen interior del ser que tenía delante y, ahondando en sus raíces, buscaba las correspondencias secretas con otras raíces, con otros seres, follajes o frutos que pudieran devolverle la armonía.
– ¿Me da usted la esperanza de sanar? -preguntó el pachá.
– Todo depende de lo que entienda por sanar. Si con ello quiere decir volver a los veinte años, no, ilustre señor, no se curará. Pero si se trata de tener el vigor, la paz y la felicidad que aún le permite su edad, puedo asegurarle que muy pronto volverá a sentirse bien.
El turco estaba encantado.
– Tendré que regresar a mi taller para preparar los remedios que considero apropiados para usted -dijo Jean-Baptiste-. Se los traeré mañana.
– Sobre todo no se demore -dijo el pachá muy impaciente-. De hecho, Juremi ha debido decírselo ya, pero se lo repito solemnemente: ni una sola palabra de todo esto a nadie, y menos a los francos.
– Ilustre señor, soy yo quien le pide ese favor. Todos en la colonia ignoran mi regreso, empezando por el cónsul. Y no seré yo quien se lo diga. A decir verdad, no veré a mi socio hasta la noche. Durante el día no salgo de la pensión árabe de la ciudad vieja de El Cairo, donde he fijado mi domilicio por el momento.
– ¡Qué curioso! -exclamó el pachá-. Creía que había ido a ver a su Rey, y que le habían encomendado una misión.
– Es una historia muy dolorosa, ilustre señor -dijo Jean-Baptiste, con el semblante de quien no quiere importunar a su interlocutor con sus propios infortunios-. Es tan larga y está tan repleta de acontecimientos extraños que tal vez le cansaría escucharla.
– Cuéntemela -dijo el pachá-, que al igual que el sultán Schahariar nada le gustaba tanto como un relato que le tuviese en vilo.
– Pues bien, la cuestión es -empezó Jean-Baptiste- que fui a Abisinia.
Refirió su viaje y el encuentro con el Emperador con tal lujo de detalles y tanta fluidez que el pachá dio visibles muestras de deleitarse mientras le escuchaba con los ojos entornados. Así que mandó traer té a la menta y pasteles para hacer aún más placentero el relato.
Jean-Bapttste le habló de que el Negus no deseaba en absoluto ver en su país a sacerdotes extranjeros y también del respeto que le tenía al pachá, que autorizaba a la Iglesia etíope a recibir a su máximo representante de Egipto.
– Quiere quedarse en paz en sus montañas -concluyó Poncet.
– ¡Y por Alá que tiene razón! Pensaba que era menos razonable y usted acaba de darme una buena noticia. Pero eso no explica -prosiguió Mehmct-Bey- por qué se esconde usted.
– ¡ Ahora voy con eso, ilustre señor! Es que después fui a Vcrsalles.
Jean-Baptiste se enfrascó en una exhaustiva descripción de la corte del Rey Sol, que el pachá siguió con deleite. Cuando estuvo guerreando en Europa, muchas veces había esperado que lo admitieran en una de aquellas espléndidas capitales. Pero por desgracia la mayor parte del tiempo había estado en los campamentos militares perdidos en el corazón de las montañas, y cuando por casualidad tuvo la suerte de tomar una ciudad, antes había tenido que destruirla. Jean-Baptiste se demoraba maliciosamente hablándole de las mujeres de Versalles, de sus peinados y perfumes, y el pobre hombre le escuchaba embelesado.
A esto siguió una halagadora evocación de la audiencia real, donde no se hizo alusión alguna a la oreja putrefacta sino tan sólo al gran interés que el Rey de Francia manifestaba por Oriente.
Ambos estuvieron de acuerdo en que era un gran rey. Por su parte, Mehmet-Bey lamentó que no fuera musulmán, aunque se atrevió a decir que tenía todas las cualidades para serlo.
– Pero aún no me ha dicho por qué se esconde.
La noche avanzaba, y el sirviente acudió dos veces a cargar la estufa. El pachá mandó encender su pipa de agua y la compartió con Jean-Baptiste. En aquellos momentos eran ya grandes amigos y el calor de su conversación no permitía distinguir las diferencias propias de sus condiciones.
– Por desgracia -prosiguió Jean-Baptiste- nuestro gran Rey sólo es un rey, y es bien poco comparado con Dios. El señor de los cielos tiene ojos en todas partes…
El musulmán, que vivía bajo esta constante vigilancia divina, alzó la mirada con sumisión.
– ¡No hay más Dios que Alá! -dijo en un acto reflejo.
– … sin embargo, los soberanos de la tierra no pueden verlo todo.
– Es lo justo.
– Incluso a veces ignoran lo que sucede a su alrededor -dijo Jean-Baptiste.
Dio dos caladas al canutillo de madera que le tendía el pachá y continuó:
– Seguro que si el rey Luis XIV estuviera al corriente de lo que ocurre, no toleraría la conspiración que he descubierto en su corte.
– ¡La conspiración…! -exclamó el pachá, cada vez más atento al relato del médico a pesar de la hora.
– No hay otra palabra. ¿No quería usted saber por qué me escondo? Pues bien, por no haber querido ponerme al servicio de los conspiradores, sencillamente.
– ¿Pero de qué se trata? -preguntó el pachá, lleno de curiosidad.-De usted, ilustre señor.
– ¿De mí?
– Sí, de usted, de Egipto, de Abisinia. En suma, se trata de todo lo que traman aquellos que usted ha acogido aquí y a quienes usted otorga protección diplomática.
– ¡Hable, por las barbas de Mahoma! -dijo el pachá, que casi se había puesto de pie mientras adoptaba un aire amenazante de pura curiosidad.
– Cálmese, ilustre señor, paso a contarle todo con detalle. Espero que no tratará usted con rigor a quien sólo es una víctima de todo esto.
– Vamos, vamos…
– La cuestión es que mi misión en Abisinia sólo tenía por objeto curar al Rey. A su vez, éste me envió a París para expresar su agradecimiento a otro rey, hacia quien él se consideraba en deuda.
– Ya me lo ha dicho.
– Sí, pero resulta que en Francia esta muestra de respeto del abisinio dio ciertas ideas a algunos.
– ¿A quiénes?
– Digamos que al entorno del Rey.
– ¿A los sacerdotes?
– Desde luego, y eso no debe extrañarle pues nunca renunciaron a penetrar en aquel país. Pero no son ellos solos; no son los únicos que promueven este asunto.
– Sus palabras me preocupan, porque para mí no hay nada peor que esa gente.
– Ilustre señor, eso es porque usted es demasiado íntegro. Pero hay mentes mucho más retorcidas que han concebido un plan mucho más pérfido, créame. ¿Podría tomar otro de esos excelentes lukums tan dulces?
– Deje los lukums por ahora y continúe.
– La idea que tienen es la siguiente: Abisinia es rica. Está repleta de oro, piedras preciosas y maderas extraordinarias. Abisinia es cristiana, aunque existan ciertos puntos doctrinales por los cuales el país se mantiene al margen del respeto que debería a Roma. Está situada al otro lado del territorio de los turcos, o sea de ustedes, ilustre señor.
– ¿Y bien?
– Pues que se impone controlar el país.
– ¡Con que es eso!
– Sí, pretenden hacerse los dueños, si usted prefiere. ¿Y cómo cree que van a ingeniárselas para conseguirlo? ¿Convirtiendo el país? No basta, y tal vez sería más lógico lo contrario: hacerse primero los dueños, y convertirlo después. Y ése es el plan por el que han optado.
– Pretende decirme que los francos quieren hacerse los dueños de Abisinia.
– No lo pretendo decir, lo afirmo. Todo cuanto he relatado sobre Etiopía, creyendo ingenuamente servir a la causa de su pacífico Rey, sólo ha servido para afianzar a los intrigantes en su idea, pues una pequeña caravana, bien armada, cargada de oro y presentes puede ser capaz de tomar posesión de un país tan atrasado. Hace aproximadamente un siglo los propios jesuítas casi se apoderaron de Abisinia, echando sus redes sobre el Rey. Pero les faltaban armas para convertir su victoria en una conquista. Así que esta vez las armas llegarán primero.
El pachá, hundido en los cojines del asiento, miraba a Jean-Baptiste con inquietud.
– Me está diciendo que la embajada que acaba de partir sería…
– … el instrumento con el que cuentan algunos para poner la mano sobre Abisinia.
– Pero si apenas son veinte… ¡Está bromeando…!
– Ilustre señor, yo he ido a ese país. Las rivalidades internas lo han asolado. Con dinero y mosquetes, veinte hombres sin Dios ni patria pueden levantar un ejército, propagar el caos y pagar para que coronen a cualquiera, incluso a uno de los suyos, como hicieron los españoles en el siglo pasado con los incas en América.
– ¡Hum! -masculló el pachá, esbozando una sonrisa indulgente-. ¿Ésa es su famosa conspiración?
– Eso es precisamente lo que me ha valido tantas amenazas, porque me he negado a participar en ella. Por eso me vi obligado a abandonar Francia a escondidas, y por esa misma razón no he revelado mi presencia aquí.
– Francamente amigo mío, no le creo. Es posible que allí haya tenido alguna desavenencia seria. Incluso es factible que se haya hablado ante usted de planes quiméricos. Pero de ahí a pensar que la caravana a la que yo mismo he facilitado un salvoconducto pretenda coronar emperador a su jefe hay un abismo.
– Ilustre señor, su sello era imprescindible. ¿Cómo cree que podían obtenerlo de otro rnodo que no fuera exponiéndole la situación de una forma tranquilizadora? Habría sido estúpido planteársela a las claras. ¿Acaso no ha oído hablar de una misión de hombres de ciencia?-En efecto, me han dicho que unos sabios se proponían ir a Suez para viajar hasta Arabta la Afortunada.
– Y después a Abisinia. Se han llevado con él al hombre que el Emperador había enviado conmigo en representación suya.
– Ese perro kurdo.
– Es armenio.
– ¡Da igual! -replicó furioso el pachá-. ¿Se han ido con él? No me han dicho nada de eso.
– ¡Y sus razones tenían! Como puede ver, no son veinte sino casi treinta. Unos tienen el oro y las armas, y otros el mensaje del Rey y toda la ciencia de Occidente.
El pachá estaba sumido en un estado de indecisión y perplejidad. Jean-Baptiste se apiadó de su persona y decidió sacarlo de la duda mediante una última confidencia.
– Hay más.
– ¿Más?
Jean-Baptiste miró al pachá directamente a los ojos.
– Sí, ilustre señor. ¿Se ha preguntado por qué unos capuchinos se han adelantado a la caravana para reunirse con ella en Senaar, y por qué llevan consigo los óleos de la coronación que les ha entregado el patriarca?
– ¡Los óleos de la coronación! -exclamó el pachá con tono socarrón-. ¿De qué me está hablando ahora?
– De los santos óleos, que según los coptos confieren la autoridad y el poder a un nuevo emperador.
– ¿El patriarca ha hecho eso?
– A estas horas, los capuchinos están en camino.
– ¿Sin decírmelo? ¡Por el sable de Alí!
El pachá, agotado por la noche en vela, se rendía completamente, víctima de esta revelación. Se levantó, deambuló por el pabellón, donde los primeros rayos de sol que entraban por las vidrieras azules hacían brillar los reflejos celestes de los mosaicos que ascendían hasta media altura de la pared. De repente se detuvo ante Jean-Baptiste y le dio las gracias aturdido. Le hizo prometer que volvería la noche siguiente con las drogas, luego le dio la espalda y se fue hacia un patio donde rielaba un estanque de agua clara. Jean-Baptiste se volvió a ir por la poterna. Mehmet-Bey ordenó a su guardia que sacaran al patriara copto de la cama y lo llevaran allí inmediatamente, en presencia de todos los imanes, que irían a buscar a sus respectivas casas.
Al día siguiente por la noche, a la misma hora, Jean-Baptiste franqueó de nuevo la poterna del palacio con un maletín en la mano. El pachá lo recibió en la misma sala, y nada más verle, le apremió para que le mostrara los remedios. Jean-Baptiste sacó unos frascos, una tabaquera llena de polvo y una bolsa con raíces secas. Tuvo que hacer acopio de toda su firmeza para que el pachá no se diera un atracón en aquel mismo momento. El maestro Juremi ya le había advertido que aquel turco era un devorador de medicamentos, aunque no creía que lo fuera hasta tal extremo.
– Tengo entendido que cuenta con un servidor para prepararle las drogas -dijo Jean-Baptiste-. Tal vez sería conveniente que le llamara para indicarle el modo de servirse de ellas y para que sea él quien las guarde.
El pachá dio unas palmadas mientras gritaba un nombre al criado que apareció. Un minuto más tarde, un viejo sirviente entró en la sala y saludó respetuosamente a los dos hombres. Era un hombre de baja estatura, escuchimizado, y tenía un rostro alargado y triste de galgo abandonado.
– Éstos son los remedios para mí -dijo el pachá-. Y escucha bien, Abdel Majid, cómo hay que administrarlos.
Jean-Baptiste dio largas explicaciones. Luego le tomó la lección al ayuda de cámara y le confió el maletín. El pachá insistió en tomar la primera dosis inmediatamente.
– Piense que aún tardará unas semanas en notar alivio -le previno Jean-Baptiste.
Pero el mero hecho de ingerir pociones surtía efecto por sí solo, asíque, saciado, con el regusto a quina en la boca, el pachá se estiró en los cojines con el talante de un joven recién casado. Pero poco después, cuando recobró los ánimos y con ellos también los recuerdos de aquella jornada, cayó de nuevo en la melancolía.
– Convoqué a ese perro de patriarca -empezó a decir-. Usted decía la verdad a propósito de los óleos. Lo ha confesado. Por otra parte, me he enterado por mis propios medios de la razón de todo esto. El muy imbécil sólo pensó en el oro. Evidentemente que se había preguntado por qué los capuchinos tenían tanto empeño en coronar a un emperador que reina desde hace quince años, pero no había profundizado en el asunto. El granuja no cesaba de excusarse, y todavía estaría pidiéndome disculpas si no fuera porque mi portero lo sacó de aquí a puntapiés en el trasero, a petición mía.
El pachá soltó un sonoro eructo, por el que dio gracias a Dios, y luego prosiguió:
– También he visto al cónsul de Francia. A ése no he tenido necesidad de convocarle. Ha venido a quejarse porque hace dos días que secuestraron a su hija, en la carretera de Alejandría.
Jean-Baptiste fingió sentirse extrañado.
– ¿La conocía? -preguntó el pachá.
– De haberla visto en el consulado. Era una joven muy bella.
Jean-Baptiste no podía evitar recordarla con emoción.
– Me lo han dicho -continuó el pachá-. Es muy lamentable, eso es todo cuanto he podido decirle. Habrán sido salteadores. La carretera está infestada. Otra mujer, que también iba en la carroza y a la que probablemente no se la llevaron porque no era tan joven, ha hecho una descripción de los asaltantes, aunque por desgracia es de poca ayuda. Dice que eran dos buenos mozos con turbantes y bigote negro que juraban por Alá. Al parecer montaron a la muchacha en la grupa y se dirigieron hacia el noroeste. Sin duda la llevarán en barco a Chipre, y desde allí irá a lucir su belleza en algún lupanar de los Balcanes o de cualquier otro sitio.
– Pobre muchacha -dijo Jean-Baptiste instintivamente.
– Sí, pero tenga en cuenta que aunque no le hubiera ocurrido nada, tampoco habría tenido una vida mejor.
– ¿Porqué?
– Su padre me dijo que se había marchado para entrar en un convento. Francamente, doctor, a usted lo aprecio, pero es cristiano y hay cosas en su mundo que no comprenderé jamás. ¿Por qué encerrar a todas esas mujeres para que sólo Dios haga uso de ellas? ¿Cree usted que Él exige cosas semejantes? ¿Acaso no creó el sexo para unir al hombre y a la mujer? Cuando el cónsul me contó el asunto, me quedé con ganas de decirle que al menos a partir de ahora su hija tal vez haría algún bien a su alrededor. Bueno, dejemos eso. En resumidas cuentas, diría que nuestro señor De Maillet estaba muy nervioso, tanto que casi se olvidó de su embajada. Digo «casi» porque en cuanto le pedí noticias, se lanzó a hablar sobre el tema. Desde que usted me abrió los ojos, comprendo mejor la pasión que pone al referirse al asunto.
Jean-Baptiste conservaba la discreción. El criado trajo los pasteles y el té.
– Créame si le digo -continuó el pachá- que me he echado a dormir al mediodía pero me ha sido imposible conciliar el sueño. Todos estos acontecimientos dan vueltas en mi pobre cabeza. Voy a confiarle algo, doctor: yo soy un soldado. Necesito que me muestren al enemigo y que me digan: «golpéale». Entonces doy lo mejor de mí mismo. Gracias a usted veo al enemigo. Y ya es algo. Pero ¿cómo puedo golpearle? No estamos en el campo de batalla. ¿Qué puedo hacer? Usted sabe cómo se las gasta la Puerta con los francos. Todo es negociar, intrigar, andar con tiento, tanto unos como los otros. Y mire adonde nos lleva todo esto.
Hablaba sin mirar a Jean-Baptiste, que esperaba su turno pacientemente.
– Si informara al Gran Visir, estoy seguro que me pediría pruebas. Las consideraría aún insuficientes y querría más. Mientras tanto pasan los días, y para entonces tal vez ya estarán vertiendo los malditos óleos en la frente de ese Du Roule para coronarlo.
Jean-Baptiste asentía con prudencia.
– Por otra parte, si yo actúo por mi cuenta contra los francos, el cónsul montará un escándalo de mil demonios, y quién sabe si me apoyarían en Constantinopla… No, he meditado mucho: los únicos contra quienes puedo hacer algo sin temor alguno son esos capuchinos. Esta noche seguiré meditando mi decisión, pero mañana temprano enviaré una tropa a Senaar para detenerlos y traer de vuelta los óleos y el certificado del patriarca. A ésos sí que puedo expulsarlos, y nadie podrá reprochármelo. Pero ¿qué hacer con la caravana de los francos? ¿Qué piensa, doctor, usted que es un hombre de tanta sabiduría?
Jean-Baptiste estaba esperando ese momento. Bebió dos sorbos de té, se tomó su tiempo para buscar la respuesta, o por lo menos paraque así lo creyera, puesto que había tenido tiempo suficiente para preparársela muy bien, y al fin le dijo con un prudente tono de pregunta:
– ¿Tal vez habría que procurar que actuara el Rey de Senaar…?
– Jamás se arriesgará con una embajada oficial de los francos.
– A menos que no sea su propio pueblo quien lo haga…
– ¿Qué quiere decir?
– Cuando pasé por Senaar, los capuchinos me amenazaron con poner el populacho en mi contra; les habría bastado con sostener que yo era hechicero. Parece ser que el pueblo de Senaar es muy temeroso de los sortilegios y se presta de buen grado a imaginar que los blancos pueden hacer maleficios. Eso podría explicar que una multitud asustada se enfureciera tanto contra viajeros desconocidos que nadie pudiera controlarla, ni siquiera el Rey…
El pachá siguió el hilo de esta idea, como el hombre arrastrado por un torrente que se acerca a la ribera con la ayuda de una liana. En cuanto estuvo a pie enjuto, se felicitó a sí mismo por haber dado su confianza a aquel franco.
A continuación, formuló una serie de preguntas prácticas a las que Jean-Baptiste respondió con claridad y sencillez.
– Se diría que tenía preparadas las respuestas -le dijo el pachá sin ninguna malicia, dando muestras simplemente de una gran admiración.
Mandó traer el narguile y dio las primeras caladas, completamente feliz. Jean-Baptiste esperaba la continuación. Ésta se presentó en forma de una violenta mueca que le hizo atragantarse al aspirar el humo. El pachá tuvo un arranque de tos y exclamó, colorado hasta las orejas:
– ¿Y los sabios, los que se fueron con el kurdo?
– Ésos déjemelos a mí, ilustre señor-dijo Jean-Baptiste-. Yo me encargo de ellos.
El pachá hizo una mueca de sorpresa.
– Déme una escolta hasta Djedda -continuó Jean-Baptiste-, vele por mi protección en Egipto, por si alguien me denunciara al cónsul. Oficialmente soy el caballero Vaudesorgues. Si usted responde por mí, podré moverme sin temor alguno. Encontraré a los seis hombres, y puede tener la seguridad de que nunca irán a Abisinia.
El turco se quedó un buen rato dudando.
– Ni hablar -dijo por fin.,
Jean-Baptiste, con los ojos fijos en el viejo guerrero, sintió un estremecimiento.-No puedo quedarme sin médico -manifestó el pachá.
Los leños de tamarindos crepitaban en la estufa, cuyo fondo estaba lleno de finas cenizas.
– Será un asunto de tres o cuatro semanas como mucho, ilustre señor. Le he dejado más medicación de la que sería necesaria para tres meses. Y si fuera preciso, el maestro Juremi puede volver, aunque en este momento esté indispuesto.
– Se rumorea que hay peste en el este. Ismailia ha estado en cuarentena. Puede usted caer enfermo.
– Aquí también. Dios dispone de nosotros donde quiere -dijo Jean-Baptiste con fervor.
– Es muy justo -suspiró el pachá. Luego, tras sopesar la ventaja que semejante misión tendría sobre cualquier otra solución (de hecho no se le ocurría ninguna otra), aceptó.
Todo estaba resuelto o en vías de estarlo. La dulce sensación del narguile, los mullidos cojines, y tal vez también cierto efecto beneficioso de los remedios se aunaban para hacer aflorar en el gran cuerpo del viejo turco la fatiga de aquellas dos jornadas tan intensas.
Jean-Baptiste se despidió muy pronto. Antes de irse a dormir, el pachá dio las órdenes para Senaar y pidió que se formara un destacamento para acompañar a su médico hasta Djedda.
El caballero de Vaudesorgues tenía un aire fiero cuando atravesó El Cairo, muy erguido en su caballo árabe de pelaje gris. Se había quitado el sombrero y alzaba la nariz hacia las ventanas más altas de las casas, por donde las comadres se asomaban para admirar a aquel noble franco y su escolta de jenízaros con turbante y el sable al costado. La primavera flotaba ya en el aire tibio y los pájaros revoloteaban en círculos por encima de la ciudad. La tropa pasó por los bazares, en medio de un gran revuelo de colores: las alfombras, los objetos de cobre, las telas salían de los tenderetes, invadían la calle, captando a la multitud de curiosos, vestidos con sus largas túnicas azules y negras, el fez y los velos.
La tropa recorrió la ruta hasta Suez sin mediar una palabra pues el jenízaro de mayor rango tenía al hombre que acompañaban por alguien muy distinguido y no se atrevía a romper su silencio. Jean-Baptiste no tenía mucho que decirle. Estaba completamente pendiente de lo que iba a hacer. En cuanto se tomaba un descanso en su reflexión pensaba en Alix, se preguntaba cómo se las habría ingeniado para salir de la delicada prueba de su huida a través del desierto. Jean-Baptiste tenía confianza en ella, en Juremi y en Françoise. Y por encima de todo, tenía confianza en su destino.
Pasaron frente a los lagos Amargos, vieron de lejos el Serapeo. Y por fin, al término del segundo día, apareció el pequeño puerto de Suez, completamente al extremo del golfo, estrecho como un lago italiano. La bahía estaba cuajada de velas blancas y grises, hinchadas por un viento cadencioso que soplaba del sureste.
A petición de los jenízaros, el capitán del puerto, un libanés barbudo y jovial, puso a su disposición una gran falúa de dos mástiles, una antigua embarcación civil que ahora se utilizaba con fines militares por estar equipada con dos cañones. La tripulación se componía de soldados turcos, lo cual era poco tranquilizador, dada la legendaria incompatibilidad de este pueblo con la navegación. Por fortuna, casi todos eran griegos aturcados, oriundos de Chio, entre ellos el contramaestre. Rezaban las cinco plegarias y creían en Mahoma, aunque seguían hablándose en la lengua de Aristófanes.
El barco se hizo mar adentro, sin calma chicha ni golpes de viento, y bordeó el Sinaí, cuyos contornos se adivinaban en la bruma.
El oleaje aumentó en la confluencia del golfo Pérsico. Durante el día, un sol enorme hacía destellar los listones mojados de la cubierta y la piel cobriza de los marineros. Las noches eran aún ventosas y frías. Sólo hiceron escala una vez y llegaron a Djedda al amanecer del quinto día.
El pachá de El Cairo les había dado un salvoconducto que debían entregar al jerife de La Meca. El caballero fue acogido con todos los honores y alojado en una posada que regentaba un sirio ortodoxo llamado Markos, y que estaba situada en la linde de las arenas del desierto, al abrigo de unas palmeras y a cierta distancia del resto de la ciudad. Era en esa zona donde se obligaba a residir a los cristianos.
La parte trasera del edificio daba a un jardín con adelfas y naranjos rodeado de muros decorados con mosaicos. A Jean-Baptiste no le había traicionado su intuición. Apenas entró en el jardín vio a Murad sentado en un cojín, fumando una pipa de agua. Al otro lado, formando un círculo silencioso, cada uno con un libro en la mano, los seis sabios celebraban capítulo.
Jean-Baptiste, más caballero que nunca, les dirigió de lejos un saludo altivo. Luego se sentó de espaldas a Murad y mandó que le sirvieran un café turco muy azucarado. Había despedido a los jenízaros puesto que ya habían llegado a su destino. Ellos podían alojarse en la ciudad, Djedda, centro de peregrinación y puerto activo que albergaba todo tipo de placeres bajo su austera apariencia. Jean-Baptiste le dio dos cequíes al primer jenízaro y uno a cada uno de los demás, una suma que equivalía a dos patacas, es decir, a cincuenta y seis barfs, por lo tanto a ciento doce diwanis, o sea, dos mil doscientos cuarenta kibeers, o seis mil setecientas veinte borjookas, esa pequeña moneda del mar Rojo que no es de metal sino de vistosas cuentas de cristal de Venccia. En suma, Jean-Baptiste los hizo ricos. Así que se dirigieron hacia la ciudad con dignidad pero también con diligencia a pedir a la vida recibo del favor que Dios acababa de enviarles a través del aquel franco despistado.
Por la noche, todos los huéspedes del establecimiento cenaron en silencio en un gran comedor con paredes enjalbegadas. El único decorado era una vieja espada de caballería cubierta de orín que pendía de dos clavos. Luego los huéspedes se retiraron con una vela en la mano, haciendo chirriar el entarimado del piso superior. Jean-Baptiste esperó a que Murad se quedara solo, pues según su buena costumbre siempre era el último en abandonar la mesa para así poder acabarse todos los restos, y se sentó frente al armenio.
– Señor -dijo Jean-Baptiste en árabe.
Murad entornó sus ojos de miope y saludó, dejando entrever una ligera inquietud.
– El embajador Murad, supongo -dijo Jean-Baptiste con tono de pregunta.
– ¿Cómo lo ha sabido?
El armenio levantó la palmatoria y la acercó al rostro de su interlocutor.
– Pero… Se diría… ¿Eres tú, Jean-Baptiste?
– ¡Chsss! Soy el caballero de Vaudesorgues.
– ¡Ah! bueno… -dijo Murad, un poco decepcionado-. Había creído que…
– Claro que soy yo, idiota, pero no es necesario que lo propagues a los cuatro vientos, y menos aún a tus nuevos amigos.
– No son mis amigos. Esos señores viajan en calidad de sabios eminentes. Desean conocer Abisinia. Y como no tenía noticias tuyas…
– Has hecho bien en marcharte, Murad -dijo Jean-Baptiste sonriendo.
Sacó un frasco plano de cobre estañado y escanció un líquido incoloro en la taza vacía de Murad y en la suya, que había llevado a su mesa.
– Aguardiente -dijo el armenio-. En Arabia la Afortunada, en la tierra del Profeta… ¿No tienes miedo?
Brindaron con cautela y apuraron sus vasos de un trago.
– Sí-dijo Jean-Baptiste-, tengo miedo. Por ti.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Vas camino de Massaoua?
– Dentro de dos o tres días, cuando el jerife de La Meca haya puesto el sello en los documentos de esos señores.
– ¿Hace mucho tiempo que no has visto al Nayb?
– ¿A ese bondadoso viejo?
– Ya no es él.
– Así que ya no es el terrible Mohammcd…
– No, Mohammcd ha muerto, tendrás que vértelas con su sobrino Hassan, que es más terrible aún. Su odio hacia los religiosos francos no tiene límites.
– Bah, eso no nos concierne. El Negus en persona me pidió que llevara sabios, si encontraba, a la hora de volver.
– Sabios sí, pero jesuítas…
– ¿Cómo…? -exclamó Murad-. ¿Cómo dices?
Jean-Baptiste agarró al armenio por el cuello de la túnica y le habló directamente a la cara.
– Estás llevando a Massaoua a seis jesuítas, ¿comprendes? Si tú eres tan tonto como para no darte cuenta, tal vez el Nayb no lo sea tanto. Y suponiendo que no sospeche nada, el Emperador te verá llegar con seis individuos que sólo tienen una idea en la cabeza: convertirle. Nos ha hecho jurar que no llevaríamos ninguno, y tú vuelves con media docena en tu equipaje.
Soltó a Murad, que volvió a caer en la silla tan aturdido como si le hubieran dado un mazazo.
– Estoy perdido -dijo el armenio, y se puso a sollozar en silencio como un niño.
– Deja de lloriquear -le dijo Jean-Baptiste, sirviéndole otro vaso de aguardiente.
Murad se lo bebió de un trago y pareció más triste aún.
– Habría hecho mejor colocándome de cocinero en El Cairo, como pensaba. Sólo conozco eso. Todas vuestras historias de religión y política me confunden.
– Escúchame, Murad. Haz lo que te digo y no tendrás nada que temer. El Emperador te dará una excelente acogida y podrás ser cocinero suyo si te apetece.
Murad, sin decir una palabra, soltó un resoplido y deslizó el vaso encima de la mesa. Jean-Baptistc lanzó una ojeada hacia los cojines y luego le sirvió de nuevo.
– Mañana temprano, antes del alba, partirás hacia el puerto -dijo el médico con suavidad-. Voy a dejarte una bolsa de oro para que puedas convencer al capitán de cualquier falúa. Cruza el mar Rojo y ve a ver al Nayb. Adviértele que seis jesuítas quieren entrar en su territorio y que afortunadamente has conseguido librarte de ellos. Luego, sigue hasta Gondar, presenta mis saludos al Emperador, dile que el Rey de los francos ha recibido su embajada y que le da su bendición. Tu misión se acaba ahí. Te encontrarás con tus primos y con tu tío, y espero que seas feliz el resto de tus días.
– ¿Y los jesuítas? -preguntó Murad, envalentonado por aquellas palabras y por los tres vasos de aguardiente.
– Ya me encargo yo de ellos.
– ¿Y tú?
– Yo, amigo mío, soy un hombre feliz. Y espero serlo aún más todavía.
– ¿Por tu prometida?
– Voy a reunirme con ella. Quién sabe, tal vez nos veas un día en Gondar…
Brindaron dos veces más todavía. Jean-Baptiste repitió sus instrucciones y solventó los últimos detalles. Se separaron hacia medianoche, después de despedirse con un caluroso abrazo.
Durante la jornada siguiente, Jean-Baptiste observó atentamente a los seis huéspedes de la posada que acompañaban a Murad. Estos no se percataron de la ausencia del armenio hasta el mediodía, puesto que les tenía acostumbrados a sus despertares tardíos. Uno de ellos subió a golpear la puerta de su habitación, pero bajó muy nervioso. Tal como había acordado la noche anterior con Jean-Baptiste, Murad había mandado decir al posadero que había ido a la ciudad a resolver un asunto. Dado que ningún extranjero podía acudir allí sin una autorización especial, los seis jesuitas se tomaron aquel contratiempo con paciencia. Se dispersaron por el jardín y a lo largo del camino polvoriento que conducía a la ensenada por la que se podía pasear con libertad unos quinientos metros.
Al llegar la noche volvieron a reunirse y luego cenaron en silencio. Aquella noche no había ningún otro cliente, aparte de Poncet. Hacia el final de la cena, que degustó tan tranquilamente como pudo, Jean-Baptiste acercó su silla a la mesa de los sabios. Les pidió permiso para invitarles a té a la menta y pasteles, argumentando que había oído indiscretamente, durante su parca conversación, que eran compatriotas suyos.
– Sea bienvenido -dijo con una expresión sombría uno de ellos.
– Pues bien -replicó Jean-Baptiste, levantando su vaso mientras fumaba-, ya que aquí no está permitido cuidar la salud de otra forma, alzo mi té, que bien mirado tiene el color del coñac. ¡Por la felicidad de todos!,
Brindaron sin entusiasmo, salvo Jean-Baptiste, que estaba jovial por los siete.-Les pido excusas por no haberme presentado: soy el caballero Hugues de Vaudesorgues, su servidor.
Una vez dicho esto, el supuesto caballero se levantó unos centímetros del asiento e hizo una pequeña reverencia ante el foro.
– Somos sabios -respondió de mala gana el huésped más viejo-. La Real Sociedad de Ciencias de España nos envía en viaje de estudio.
– ¿Y adonde les lleva su viaje? -preguntó Jean-Baptiste con fingida inocencia.
Los seis hombres se miraron con inquietud.
– A Abisinia -dijo finalmente su portavoz.
El caballero se mostró admirado.
– ¡Un territorio desconocido! Señores, realmente, me maravilla su intrepidez.
En aquel momento, nada parecía menos intrépido que aquellos desgraciados viajeros, huérfanos de su guía y absolutamente recelosos de aquel charlatán que les había abordado.
– ¿Puedo hacerles una pregunta indiscreta, señores? -dijo Jean-Baptiste en voz baja.
– Si lo desea.
– Bien, pero no se sientan obligados a responderme. ¿Están ustedes casados?
Los huéspedes se sintieron incómodos. Dudaron unos instantes, y finalmente el mismo portavoz respondió:
– No, señor caballero, no lo estamos.
– Excelente -exclamó Jean-Baptiste en voz alta-. Realmente excelente.
– ¿Y se puede saber por qué? -preguntó molesto uno de Jos viajeros, que desde la izquierda de la mesa, había observado al intruso con más sangre fría que los demás.
– Pues porque en tal caso no me cabe la menor duda de que van a convertir ese país.
Seis exclamaciones se alzaron al mismo tiempo y luego todas las miradas se dirigieron temerosamente hacia la antecocina, donde por fortuna nadie parecía haber oído las imprudentes palabras de Jean-Baptiste.
– Expliqúese -dijo a media voz el viajero más locuaz.
– Pero si es muy sencillo. Les contaré una anécdota y enseguida comprenderán. Me la refirió un misionero capuchino que vivió en Senaar y que se internó un poco en
la selva, en dirección a Abisinia. Peroantes, un momento. ¡Eh, posadero! Tráenos velas. No economices el sebo, que bastante caro se paga en tu casa.
Markos llegó cojeando, totalmente entregado a sus huéspedes a condición de que éstos le pidieran las cosas con claridad y bien fuerte, pues se estaba quedando sordo. Tenían tres candelabros en la mesa. Cuando el posadero se fue, el caballero prosiguió:
– Así que esc misionero llega un día a un pueblo de la sabana con unas casas, hierbas altas y, bajo un baobab, unas sillas bajas donde parlamentan los viejos. El hombre se presenta, habla en árabe, lengua que entienden un poco los oriundos. Su jefe le toma simpatía. Es adoptado y he aquí que al cabo de dos días, empieza a hablar de su religión… Bueno, supongo que de la nuestra.
Los viajeros asienten, aunque no demasiado relajados.
– El jefe parece muy interesado por ese Jesús y por los milagros que le relata su interlocutor. Le cae bien el capuchino y le da a entender que no tendría inconveniente en saber más. Todo parece haber empezado bien. Pero desgraciadamente llega la noche y, a la hora de acostarse, el misionero encuentra a la hija del jefe en su propia choza. Sin embargo no dice nada y duerme al pie de la cama, sin tocarla. Al día siguiente, la desventurada le cuenta todo a su padre. «¡Cómo tienes el atrevimiento de rechazar a mi hija!», le dice al capuchino. Entonces el sacerdote le explica, muy apurado, que su religión le prohibe fornicar.
Los seis jesuítas le escuchaban cada vez más nerviosos. Jean-Baptiste se tomó su tiempo, mandó que volvieran a servir té y continuó:
– El jefe se enfurece y es presa de una cólera terrible: «¿Quién es ese Dios de quien nos hablas que ordena algo semejante? Si quiere el bien de los hombres, no puede forzar a aquellos que dicen amarle a no tocar a una mujer en su yida. Tu dios es criminal, eso es todo. Insulta a la naturaleza y no puede haberla creado.» Por la noche, el jefe manda encerrar otra vez al capuchino con su hija. Esta vez todos los hombres del pueblo están alrededor de la choza y avisan al monje de que no saldrá vivo, a menos que haya dado prueba de haber copulado con la bella virgen.
– Esta historia es horrible, señor caballero -dijo el jefe de los viajeros con un hilo de voz-. ¡No siga, se lo ruego!
Pero el jesuíta no se mostró muy enérgico, pues lo cierto es que todos estaban impacientes por conocer el desenlace.
– Casi he terminado -dijo Jean-Baptiste-. Mi amigo no era un santo, o tal vez de ese modo lo haya sido. Así que puso manos a la obra. Por la mañana, el jefe mandó que se procediera a realizar las másvergonzantes constataciones y, radiante, avanzó hacia el capuchino. «Enhorabuena, amigo -le dijo-. Estoy orgulloso de ti, y dispuesto nuevamente a oír hablar de tu Jesús. Ahora podrás convertir al país entero, es decir, poner tú mismo la semilla de tantos pequeños cristianos como te permitan tus fuerzas. El mejor medio de propagar la religión propia -concluyó el jefe- es hacer muchos hijos y no robar los de los otros, pues no está bien.»
Jean-Baptiste terminó en medio de un profundo silencio, y sin dar muestra alguna de nerviosismo sopló en su té aún caliente y sorbió ruidosamente.
– Es decir -intervino al fin el jesuíta que estaba más atento y que también era el más audaz-, que usted supone que nosotros seis tenemos la intención de inseminar Abisinia…
Una vez pronunciadas estas palabras, posó una penetrante mirada sobre el caballero, que parecía escrutar su rostro con el ánimo de extraer un objeto confuso y lejano en su memoria. A Jean-Baptiste aquel rostro tampoco le resultaba desconocido. Esta vez no le respondió en tono bromista, y ese cambio aún dejó más helados a los presentes.
– Abisinia no es la sabana de Senaar. Es un orgulloso y viejo país cristiano al que no se le debe hacer el insulto de asociarle también pensamientos primitivos.
Luego, mirando en derredor suyo a todos los demás, dijo:
– No, mis queridos padres, no creo que tengan esa intención. No es necesario. Sólo sé de muy buena fuente quiénes son ustedes y qué piensan hacer.
Su tono de voz era tan tranquilo que ya no tuvieron ninguna duda, y tras los primeros momentos de estupor atacaron por otro frente.
– Bueno, puesto que ya nos conoce, díganos en qué aspecto nuestros proyectos pueden despertar en usted alguna objeción -pidió el primer portavoz-. ¿Tiene usted algo en contra de la propagación del Evangelio?
– ¿Es usted tal vez el padre De Monehaut? -preguntó Jean-Baptiste, que había llegado a esa deducción por el retrato que Murad le había hecho de sus comanditarios.
– En efecto.
– Bien, padre, tengo objeciones, y muchas. Aquel país no necesita Evangelio pues lo conoce desde hace tanto tiempo, como nosotros. Sé bien que la doctrina que profesan no le parece conforme al dogma riguroso, pero la verdadera cuestión no es ésa.-¿Cuál es entonces? -preguntó suavemente el padre De Monehaut.
Tras una pequeña vacilación, Jean-Baptiste contestó a la pregunta:
– Mire usted, ha pasado el tiempo y yo he cambiado mucho. El año pasado por las mismas fechas me habría lanzado a un elocuente discurso para convencerles con numerosos argumentos históricos, humanos y religiosos de no alterar la paz de ese país. Incluso fui hasta Versalles con el ánimo de sostener ese discurso.
– ¡Poncet! -exclamó el jesuíta que le había observado con tanta curiosidad.
Jean-Baptiste reconoció entonces a uno de los curas de la casa de Marsella donde había sido recibido en compañía del padre Plantain.
– Sí, padre, el año pasado, cuando usted me vio, yo ardía en deseos de que me entendieran, y ahora soy yo quien ha comprendido.
– Bien, explíquenos al menos qué ha comprendido -dijo el padre De Monehaut pacientemente, como quien intenta tranquilizar a un loco.
– Que ustedes son una fuerza, nada más.
Unas sonrisas de desdén aparecieron durante un instante en sus labios.
– Una fuerza al servicio de la fuerza -continuó Jean-Baptiste- y que toma a Jesucristo por una bandera, una bandera que vale otra cuando se trata de esconder el asunto primordial, que es el poder.
– ¿Y bien? -dijo el mismo sacerdote, acostumbrado ya a las críticas.
– Pues que sólo la fuerza puede detenerles. Durante mucho tiempo he sido tan ingenuo que creía en la posibilidad de convencerles.
Hubo un momento de silencio. Casi se olvidaba de que aquella estancia, donde brillaban candelabros, era un lugar perdido en el extremo del desierto, en la punta de Arabia. De repente Jean-Baptiste llevó aquel decorado a su lugar, y entonces surgió la evidencia de que podía tratarse de una prisión.
– No busquen más a Murad -dijo con una expresión malvada-. Se ha marchado, y confío en que a estas horas ya haya llegado a su destino. El Nayb de Massaoua ha sido alertado, y ya sabe quiénes son ustedes. Su abuelo se hizo célebre por enviar las tonsuras de sus antecesores al Emperador de Etiopía para probarle que había custodiado bien sus puertas. El nieto ha heredado todas las cualidades del abuelo. No es turco. Sólo obedece de lejos a la Sublime Puerta. No le conmoverá ninguna intriga, ninguna mentira, ninguna súplica, y si se arriesgan a cruzar el mar, será sin la esperanza de llegar nunca a Abisinia.Los seis jesuítas miraron con espanto a aquel hombre joven y elegante, con su jubón color fuego y sus encajes, que les daba un aviso tan serio.
– ¿Qué debemos hacer? -preguntó el padre De Monehaut con dignidad.
– No vayan a El Cairo, donde serían muy mal recibidos. No intenten tampoco llegar a Abisinia por vía terrestre, pues todos los príncipes indígenas están alertados contra ustedes. Sólo hay una solución: tomen una falúa y vuelvan a Suez, luego a Tierra Santa, a Francia, adonde quieran. Hay bastantes naciones donde ustedes se encuentran en su casa.
Jean-Baptiste se levantó, mirándolos a todos, y añadió con una expresión de desagrado, como de arrepentimiento:
– Respeto a cada uno de ustedes, créanme. Si hubiera tenido que entregarles, no habría obrado así. Contra lo que pueda parecer, les estoy salvando la vida. Pero ante todo soy fiel a la palabra que le di a un rey.
Los seis jesuitas parecían contentos de su suerte. En realidad Poncet estaba más afectado que ellos. «Soy yo quien es libre de sus actos -pensó-. Y responsable. Ellos no tienen voluntad: obedecen…»
Saludó cortésmente y se dirigió hacia la puerta, pero antes de alcanzarla se volvió para decir unas últimas palabras:
– Desde luego sería inútil dar aviso al jerife de La Meca. De momento no sabe nada de sus intereses, y si se enterase tendrían más razones que yo para lamentar que descubrieran su verdadera identidad. Ya está todo dicho; vayan a descansar, se hace tarde. Buenas noches, queridos padres.
Poncet subió a su habitación.
A las cinco de la mañana, sin una brizna de viento, la pequeña falúa que había alquilado llevaba a Jean-Baptiste a través de un mar de aceite donde ya se reflejaba el alba. Ocho remeros surcaban las aguas, rumbo al noroeste, siguiendo a Casiopea.
Aquella misma semana, una tropa de caballeros turcos que había enviado el pachá detenía a dos capuchinos a la altura de la tercera catarata. En el zurrón de uno de ellos se descubrió un documento destinado al abuna de Abisinia y un frasco de aceite. Los capuchinos fueron conducidos de nuevo a El Cairo y llevados ante el patriarca copto, que autentificó la carta pero declaró formalmente que no reconocía ni los aceites ni el frasco. El padre Pasquale se negó obstinadamente a confesar dónde se habían escondido las unciones verdaderas. Esta mala voluntad, destacada por el pachá en su correspondencia con Constantinopla, dio lugar a la expulsión con destino a Italia de más de la mitad de la congregación. Se malogró la misión de esta orden a Abisinia, y nunca más volvió a recuperarse.
Du Roule sólo tenía una preocupación: imponer la disciplina en su tropa. Había escogido a hombretones tan valientes, tan ávidos de conquistas y de riquezas que tenía que moderar su ardor constantemente. Aquellos valerosos truhanes nunca hacían mejor alarde de su arrojo que cuando se despachában con algún inocente. No obstante, mientras estuvieran en tierras musulmanas había que contenerlos. En Abisinia sería diferente. En realidad les gustaba imaginar que allí los perseguidos serían ellos, en razón de todas las fábulas que habían oído sobre la lascivia de las mujeres de ese pueblo.
La caravana, bien armada y pertrechada, llegó a Dongola sin el menor tropiezo, y el Rey de esa ciudad se esmeró en darles la mejor acogida que pudo.
Sin embargo, ante aquella pompa un poco miserable y mugrienta, Du Roule y Rumilhac a duras penas pudieron contener la risa durante la cena de gala que les ofreció aquel príncipe.
– Es una gran cosa ser salvajes, o casi -decía Du Roule-, pero que al menos saquen de ello ventajas como la libertad y la naturalidad. Pues no, son más sibaritas con la etiqueta que los viejos duques franceses.
Entre ellos se compadecían mucho de Frisetti, el dragomán, que trataba de tomarse todo aquello en serio y parecía reprobar su comportamiento. Era el colmo, pues había que ir a la tierra de unos negros para que un hombre sin linaje pretendiera enseñarles cómo comportarse a unos gentilhombres como ellos.
En vista de que en aquella ciudad no había nada que les interesase cambiar, dos días después continuaron viaje hacia Senaar.
Llegaron a los dos primeros oasis con facilidad. Pero en el tercero, Belac, el jefe de la caravana fue a ver a Du Roule y le expresó sus inquietudes. Tres camelleros le expusieron que no querían seguir, aunque no había conseguido que le dijeran el motivo. La población del oasis, aunque era escasa, mostraba una inexplicable desconfianza hacia aquellos blancos, pese a que aquella gente estaba acostumbrada a ver europeos y no les temían. Fue una contrariedad que uno de los esbirros de la tropa, un alto mocetón de Dalmacia, acariciase con demasiada intimidad a una niña de doce años, una mocosa con los pies descalzos, cuyo honor defendieron los indígenas de una forma a todas luces exagerada. Du Roule salió de aquel embrollo con un collar de cuentas de cristal de Venecia para la supuesta víctima y unos viejos zapatos para el padre, pero aun así aquellos salvajes no se dieron por satisfechos. El asunto era decididamente desagradable y ponía en evidencia, al menos esa era la opinión de Rumilhac, la mala voluntad de aquella tribu con respecto a unos extranjeros tan generosos.
Abandonaron aquel oasis con todas sus esperanzas puestas en el siguiente. Pero fue peor hasta Senaar, donde su llegada provocó una aglomeración muda y hostil. Por fortuna el rey compensó la frialdad de su pueblo con una acogida ejemplar e invitó a cenar a los viajeros. A pesar de que aborrecían las comidas grasas y picantes, Du Roule, Rumilhac y los otros dos supuestos dignatarios honraron su mesa. Frisetti fingió estar enfermo y se quedó en el campamento para supervisar el asentamiento. Según la costumbre de los francos, que todos conocían y toleraban, los cuatro invitados sacaron unos frasquitos de sus bolsillos y dieron consistencia a los brebajes. Así que terminaron de cenar completamente borrachos, con la ilusión de que el Rey ignoraba la causa de su semblante regocijado, lo cual equivalía a considerar que estaba ciego, cuando en realidad no lo estaba. El soberano tuvo la bondad de aparentar que no se percataba de nada, incluso cuando el viejo policía deslizó la mano por debajo de la túnica de uno de los servidores, olvidándose completamente de lo que cubren las ropas en aquel país. Después volvieron a la caravana y encontraron el campamento completamente montado, junto a una de las puertas de la ciudad, y durmieron como benditos, soñando con gloria y riqueza.
Al día siguiente la hostilidad circundante se acentuó más todavía. Dos hombres recibieron pedradas cuando paseaban por la ciudad, y tampoco les aceptaron las transacciones que quisieron hacer en el mercado, como si todo cuanto viniera de ellos trajera mala suerte.
Du Roule decidió favorecer a quienes quisieran tratarles con un poco de consideración, es decir, al Rey y su corte. Además de los presentes que había entregado al soberano la noche anterior, hizo saber que le honraría recibir a la Reina y a las damas de alto rango para divertirlas con una atracción que había traído de Europa. Al día siguiente, diez mujeres de la corte fueron al campamento en calidad de exploradoras, pero la Reina prefirió no presentarse el primer día.
Rumilhac se moría de risa con el espectáculo de aquellas gordas nubias envueltas en vistosos velos que descubrían libremente su rostro y caminaban contoneándose.
– ¡Serán zorras! -le decía en francés a Du Roule mientras sonreían al público-. Entren, señoras. Vaya, mira, ahí tienes a madame La Valliere.
Señaló a una mujer enorme que llevaba dos cortas trenzas sujetas a la parte superior de la cabeza y que andaba cojeando.
– Y allí, mira, nuestra querida Francoise d'Aubigné. Entre, señora marquesa.
Era una mujer vieja con el ceño fruncido. Después de haberlas colocado a todas en la gran tienda que habían montado en el centro del campamento para las recepciones, Du Roule desveló su atracción: los espejos deformantes venecianos.
Las mujeres se hallaban en el centro de la tienda, y los espejos estaban colgados en su derredor. Cuando retiraron las telas que los cubrían, siguieron agrupadas e inmóviles, y ellos creyeron que no se habían visto reflejadas en los espejos. Du Roule y Rumilhac, cogieron una por una a todas las damas y bromeando siempre en francés, quisieron acercarlas al fenómeno.
– Ésta nunca se habrá visto tan delgada. ¡Mira, preciosa! Con eso pareces un camellopardo, toda piernas y con una cabeza de cabra.
– Acércate y mira qué seria está tu amiga. Más ancha que larga, como les gustan a los señores de estos lares.
Pero Frisetti, el dragomán, que comprendía los murmullos de las damas, no se reía. Había observado que estaban calladas y presas de estupor ante aquellas imágenes. Se veían a sí mismas, pero horriblemente deformadas, como si estuvieran dentro de un cuerpo de demonio. En aquellas tierras donde el islam abarca y asimila la magia, la apariencia es algo demasiado serio para ser únicamente una ilusión. Así pues, lo que se revelaba ante ellas, entre la risa socarrona de Du Roule, era su propio destino, como si el infierno hubiera entreabierto por un instante sus puertas para desvelar los eternos tormentos a los que se veían condenadas.
La primera en gritar incitó a las otras, y todas salieron de la tienda sujetándose los velos para correr mejor. Jadeantes y desorientadas, ascendieron hasta el palacio vociferando por callejuelas encajonadas en cuyos muros resonaba el eco de sus gritos.
Du Roule comprendió por fin. Dio órdenes de tomar las armas y reagruparse. Al cabo de diez minutos vieron desembocar por tres lugares distintos una apretada multitud que levantaba el polvo a su paso. Volaron las piedras. Cada uno de los francos disparó y mató a su contrincante, pero había tantos detrás que era inútil concebir esperanzas. En pocos minutos toda la caravana estaba en manos de los asaltantes. Los nubios consideran una maldición matar a un hechicero con las manos, de modo que también la agonía de los prisioneros se prolongó un poco más que si hubieran podido estrangularlos simplemente.
La caballería del Rey sólo intervino cuando todo hubo acabado. Se apoderó de los camellos, así como de todos los bienes que transportaba la caravana, y fue a entregárselos al soberano. Este le escribió aquel mismo día al pachá. Se lamentaba de que que tan negros rumores, sin duda propalados por los capuchinos, hubieran precedido a los viajeros. Y si bien les había tratado con tanto civismo como había podido, al final la multitud se había ocupado de ellos. ¿Y qué son los reyes -preguntaba humildemente- cuando la multitud quiere matar?
En la bifurcación de los dos golfos se levantó un viento fresco que alcanzó a la falúa por el flanco, permitiéndole izar la vela y enfilar a buen ritmo hacia el Sinaí. En aquel cielo azul celeste de abril se veía recortarse la cumbre ocre de la montaña. Jean-Baptiste tenía el gusto picante del mar en la cara y en las manos; el sol secaba las gotas en su piel, dejando un rastro de sal.
Todo iba a acabar y empezar otra vez. En aquel momento, las tres misiones hacia Abisinia habían sido quebrantadas. En lo más profundo de aquella montaña que crecía a ojos vistas, Alix le esperaba. Sin duda había aún bastantes incertidumbres como para que Jean-Baptiste pudiera seguir proyectándose atolondradamente en el porvenir más inmediato. Pero en el fondo no esperaba grandes sorpresas. En esa paz que propician, en su punto de contacto, las tormentas del viento y la ondulación de las aguas marinas, esa superficie misteriosa que representa con tanto acierto el destino y el lugar de los hombres, Jean-Baptiste, sereno y fascinado, como si estuviera al borde de un precipicio, veía acercase la hora en que por fin se reuniría con la mujer que amaba.
A su alrededor, los marinos árabes estaban de pie descalzos, sobre las bordas descoloridas por la sal. Sus túnicas ondeaban al viento. Se sentían felices de tener calor y estaban contentos de volver con su barca a salvo. Miraban la montaña como algo grande y simple que los dominaba.
«Hay que intentar ser como ellos -se dijo Jean-Baptiste-. Se trata de sentir solamente lo que llega y de no predisponer en absoluto la mente contra la felicidad.»
Atracaron en Thor a primera hora de la tarde. Jean-Baptiste ibavestido como un árabe y guardaba su jubón europeo en una bolsa de tela. Aún le quedaba un poco de oro del duque de Chartres, apenas unos diez cequíes, con los que compró una mula equipada con una silla llena de agujeros por donde salían mechones de paja gris. Con un bastón en una mano para azuzar al perezoso animal en las costillas, y la brida en la otra para orientarlo en lo posible, se puso en marcha hacia el interior de la península.
En aquel lugar de la costa, el Sinaí se aplana formando una llanura por la que se puede ascender lentamente hacia el centro del macizo. El desierto está ahí, en cuanto se dejan atrás las últimas casas del puerto. Pero no es un desierto de arena, donde todo parece estar disgregado. Muy al contrario, el paisaje de piedras erguidas y desnudas sobre un zócalo rocoso se parece a una inmensa extensión de ruinas gigantescas, minerales, incorruptibles, que condena cualquier otra vida que no sea la de la roca eterna. Una fina capa de polvo blanco, traída por los torbellinos del viento desde las profundidades de la Arabia pétrea, cubre este escenario para darle el aire desolado de un palacio abandonado por sus servidores y donde el tiempo, incapaz de cometer cualquier otro ultraje, se contenta con derramar la arena fina de la clepsidra celeste.
Jean-Baptiste no encontró ni un alma en dos horas. Pronto caería la noche, así que intentó sin suerte arrear la mula para que apresurara el paso. Pero desgraciadamente el animal sólo sabía parar, o bien llevar aquella marcha lánguida. El camino se elevó en un recodo más empinado y franqueó un gran picacho ya en sombras. Jean-Baptiste llegó a lo alto cuando el cielo había adquirido una tonalidad de tinta, a cuya luz los peñascos parecían contornos negros de gigantes. En la embocadura de dos altos valles que hendían las cumbres del Sinaí, descubrió una piedra tallada entre todas aquellas toscas rocas: era la masa rectangular de las murallas del monasterio.
Doce torres redondeadas y abombadas sobresalían por encima de los altos muros grises. Se habría dicho que era un ksar, una fortaleza del desierto, pero se trataba de dos aguilones de la basílica. Aquella mula torturaba a Jean-Baptiste, porque pese a estar tan cerca del final aún tardó más de una hora en llegar al pie de la puerta monumental que horadaba la fortificación. Los propios monjes se ocupaban de la vigilancia: dos de ellos, fornidos como luchadores, con una ancha faja alrededor de la túnica y sosteniendo una espada en la mano, detuvieron al viajero y fueron a dar su nombre al abad. No le dejaron pasar antes de recibir la orden pertinente.En el interior de sus murallas, el monasterio de Santa Catalina era una auténtica ciudad. La basílica ocupaba el centro, pero a su alrededor se habían erigido tantos edificios, galerías, terrazas y capillas que el espacio que constreñían las murallas estaba saturado de muros, callejones, pasajes yuxtapuestos, apiñados y enmarañados como en cualquier ciudad de Oriente.
Un monje muy joven y rubio como un cruzado condujo a Jean-Baptiste hasta la residencia del abad. Éste se encargó de su bolsa y le aconsejó que dejara la mula a cargo de los monjes de la entrada.
El monasterio de Santa Catalina, construido en el siglo VI por el emperador Justiniano, siempre había estado resguardado, tal vez por sus murallas y probablemente también por la proximidad protectora de la montaña sagrada que pesa sobre todas las conciencias de la descendencia de Moisés.
Los monjes ortodoxos que residían en aquel santuario estaban vinculados formalmente al patriarca de Jerusalén. Pero más que los instrumentos de una religión en particular, ellos eran en realidad un poder autónomo, los guardianes de un lugar misterioso y terrible. Los fugitivos que se refugiaban en aquel monasterio estaban a salvo, fuera cual fuera su origen y la naturaleza de sus crímenes. Algunos permanecían allí por poco tiempo, pero muchos otros se quedaban para siempre, engrosaban la comunidad y hasta podían esperar, al término de un largo retorno espiritual, convertirse en el superior.
En la residencia abacial reinaba un ambiente extraño, muy diferente al que Jean-Baptiste había conocido cuando estuvo allí la primera vez. Los monjes hablaban en voz baja y los olores de alcanfor y de mirra flotaban en los pasillos decorados con mosaicos.
– Nuestro abad está muy enfermo -dijo el prior a Jean-Baptiste-. Hace tres semanas se desmayó en pleno oficio. Lo levantamos inconsciente. Luego volvió en sí, pero habla con dificultad. Sufre por las noches; a veces se le oye gemir y gritar. Su socio le ha preparado un remedio que le alivia y le tranquiliza, pero estamos muy preocupados.
Jean-Baptiste decidió visitar al abad, pero antes no pudo evitar una pregunta que le quemaba en los labios.
– ¿Dónde están mis amigos, el maestro Juremi y las dos damas?
– Tranquilícese -contestó el prior-. Llegaron hace dos semanas. Le están esperando. Tan s6lo hay un contratiempo, aunque no es muy grave. Debido a que se aburrían, y a que aquí no hay mucho que hacer, ayer decidieron ir a ver el amanecer desde una pequeña capilla que construyeron nuestros hermanos un poco más arriba, en la soledad de la montaña. De hecho la idea fue mía, y ahora lo lamento. Volverán mañana por la mañana.
Al principio esta noticia dejó decepcionado a Jean-Baptiste, pero luego decidió aprovechar la noche para descansar. Al día siguiente se cambiaría e iría a su encuentro, completamente recuperado de cuerpo y mente.
El prior le introdujo en la habitación del abad. Era una amplia estancia iluminada por un alto ventanal que daba a un balcón con laureles y fucsias. De uno de los muros colgaba un tapiz que representaba la torre de Babel. El abad era un anciano arquitecto que había vivido mucho tiempo en Damas. Tras la repentina muerte de su mujer y de sus dos hijos, se fue de la ciudad, vagó sin cesar y encontró el camino del Sinaí. Desde entonces nunca había abandonado Santa Catalina, y había llegado a superior en menos de diez años. La primera vez que pasó por allí, Jean-Baptiste le había visto manejar el compás, la escuadra y la regla, pues él mismo se ocupaba de hacer los planos de todas las ampliaciones del monasterio. En una mesa situada en un rincón de su habitación se apilaban grandes rollos de papel que probablemente reflejaban la obra aún por terminar.
El pobre hombre estaba irreconocible, delgado y macilento, y tenía la boca torcida.
– Me alegra mucho verle antes del final -consiguió articular con dificultad.
Jean-Baptiste le apretó la mano huesuda, pues la emoción le impedía responder. Después el viejo se adormiló. El médico salió y le dijo al prior que como mucho podría mitigar su dolor, pero no evitar su muerte.
– Lo más extraordinario -dijo el prior- es que no teme ni lo uno ni lo otro. Los más afectados somos nosotros.
– Creo que antes de dos días…
El prior se persignó, escondió sus lágrimas y acompañó a Jean-Baptiste hasta el aposento que le habían asignado.
A las siete de la mañana, mientras volvían a descender a pie del tabernáculo desde donde habían contemplado la aurora, Françoise y el maestro Juremi se encontraron con Jean-Baptiste, que subía desde el monasterio. Le abrazaron emocionados, y le pidieron que les contara el viaje y su llegada, pero él estaba preocupado por Alix.-Se ha quedado un poco rezagada -dijo Françoise-. Estos días su ánimo le pide estar sola. La encontrarás enseguida, en el gran promontorio situado frente a la capilla.
Jean-Baptiste se excusó por dejarles y continuó camino arriba. El calor empezaba a apretar, así que se quitó el jubón y se lo echó al hombro. El minúsculo santuario apareció en el último momento, al doblar un recodo del sendero. Era una humilde construcción de piedra cubierta de tejas irregulares. Los monjes ni siquiera habían colocado una cruz por respeto a las diversas creencias de quienes pudieran sentirse conmovidos en aquel lugar. Una pequeña explanada se extendía entre la ermita y un promontorio de roca, donde se erguían peñascos como siluetas drapeadas. Desde aquel cerro se divisaba el amanecer. La vista dominaba tres flancos. Jean-Baptiste reconoció a Alix entre aquellas formas. En realidad más bien la adivinó; ella tuvo la misma intuición y se levantó. El se acercó corriendo, y a diez pasos de ella empezó a andar más despacio para terminar muy lentamente. ¡Cómo había cambiado! Su rostro, su cuerpo y su compostura habían madurado, y su belleza resplandecía aún con más intensidad que antes. Vestida de amazona, estaba libre de las trabas de los vestidos y de los corsés y llevaba el cabello suelto. «Todo esto -se dijo- no es nada en comparación con ese aire de majestad y de insumisión.» Y él, cuya imagen ella había lustrado con la ausencia, volvía a adquirir aquel vigor en los rasgos, aquel brillo en los ojos, aquella gracia y aquella fuerza que se reflejaban en el más insignificante de sus gestos.
Ya habían vencido todos los obstáculos. Entre ellos no había más que diez pasos sobre un suelo pedregoso. De ahora en adelante las diferencias de cuna, la voluntad de un padre, la indiferencia de un rey y la maldad de tantos hombres ya no supondría mayor impedimento en su camino que los guijarros de lava apagada que cubrían el suelo.
Cuando casi estaban a punto de tocarse, continuaron mirándose gravemente. Después de todo, hasta entonces no habían hecho nada más que hacer realidad un primer encuentro cabal y verdadero. Ya no se trataba de la comedia de los ojos bajos o las miradas de soslayo. Eran libres y primero tenían que verse, verse impúdicamente hasta el fondo de sus almas, tal como eran ahora, más ellos mismos que nunca. Alix alzó suavemente la mano y la acercó a los labios de Jean-Baptiste, que besó la punta de sus dedos. Eran libres y ya no tenían que eludir los placeres ni escatimarlos por la premura, aunque quisieran más.
El cielo estaba cubierto de grandes nubes blancas, algodonosas yserenas. Jean-Baptiste dejó caer el jubón sobre un peñasco y atrajo a Alix hacia él. Eran libres y ya no tenían que negarse al deseo, con tal de que estuviesen de acuerdo, y poco es decir que lo estaban. Se abrazaron, fundieron sus bocas, sus caricias, y no hay nada que decir que no puedan imaginar quienes hayan sido plenamente felices en algún momento de su vida.
Se quedaron en la montaña toda la mañana, caminando muy juntos, uno al lado del otro, deteniéndose para retomar el curso suspendido de sus besos. Las inmensas losas de basalto estaban inclinadas unas sobre otras, como las hojas de un libro gigantesco. Las que se encontraban más lejos se revelaban a la vista en planos sucesivos, con diferentes tonalidades de azul y hasta el malva más lejano, que era el mar Rojo. Ningún lugar está más atormentado que estas alturas del Sinaí, porque parecen emerger de las entrañas de lava de la tierra para ser lanzadas al seno tempestuoso de un cielo velado de agua y desatado de borrascas. Caminaban bajo aquel viento cálido que hacía volar sus cabellos, entrelazándolos.
– ¡Qué magia irradia este lugar! -dijo Jean-Baptiste-, se diría que en cualquier momento puede aparecer Dios entre las nubes…
– ¿Y qué harías si cayera aquí, ante nosotros? -le preguntó Alix riendo.
– Pues le diría que se sentara aquí, en esta piedra, porque supongo que debe ser muy anciano y que estará cansado.
– ¿Y luego? -prosiguió Alix, apartando un mechón de cabellos de la frente de su amado.
– Pues luego le diría que nos bendijera. Y hablaríamos de su vida y de la nuestra.
– ¿Y si te diera sus mandamientos?
– Le diría que ya están inscritos en sus criaturas y que no debe confiárselos a nadie en concreto, so pena de inventar sacerdotes, reyes, curas y desgracias.
– Serías bastante insolente si respondieras eso y podría enviarte el rayo de su cólera.
– ¿Por qué? -contestó con seriedad Jean-Baptiste-. Si hay un Dios, debe de amar a los hombres felices.
Así pasaron aquellas horas de perfecta felicidad, entre cortos diálogos colmados de risas y largas caricias.
Cuando emprendieron el camino del monasterio empezaron a hablar más detenidamente sobre los días de su separación, un tema deconversación que no agotarían en mucho tiempo. Alix le reveló que se había entregado a otro hombre, pues aquel secreto era un peso para ella. Le dijo quién y brevemente por qué.
– ¿Le amas? -preguntó Jean-Baptiste.
– Sólo he pensado en ti y nunca he dejado de amarte, ni un solo instante.
– ¡Entonces qué importa! No soy tu dueño y no hay condiciones en una unión como la nuestra.
En su fuero interno, Jean-Baptiste sonrió al pensar que ya estaba vengado, sin pretenderlo.
En el monasterio almorzaron en compañía de Françoise y el maestro Juremi. El protestante acogió su felicidad con buen humor. Había vuelto a hacer gala de su facundia y de su sonrisa. La gran pregunta era adonde ir, pues, aunque Santa Catalina les daba su protección, aún estaban en las tierras del Gran Señor, donde seguramente los seguirían buscando.
– Françoise y yo nos vamos a Francia -dijo el maestro Juremi.
– ¡Francia! ¿Pero es que has olvidado que eres protestante?
– Si me olvido de eso, ellos me lo recordarán -dijo el maestro Juremi entre risas-. Seamos serios: ¿qué es mejor, seguir siendo parias en Oriente o serlo en la patria chica? Ya tenemos una edad en que errar es un dolor más grande que cualquier otro, así que nos adaptaremos a la acogida que nos den.
Habían tomado su decisión y no cabía esperar que cambiaran de parecer. Se quedarían un mes en el monasterio, el tiempo necesario para que se calmara el asunto del secuestro en Constantinopla, donde el señor De Maillet lo habría dado a conocer. Después remontarían hacia Palestina, embarcarían en Junieh para dirigirse a Chipre, y desde allí a Grecia, Venecia y Francia.
Al verlos tan fuertes, tranquilos, curtidos por sus experiencias y unidos por una ternura tan profunda, nada parecía que pudiera interponerse en su común voluntad.
Alix había soñado mucho con Abisinia. Jean-Baptiste le habló de aquel país durante horas, y su curiosidad creció más aún. Por un momento se propusieron ir allí, pero durante su estancia en el monasterio se dio la circunstancia de que los marinos de Thor les llevaron una carta de Murad, que había conseguido llegar a Massaoua. Este había realizado su misión y daba noticias de Etiopía. El emperador Yesu había muerto unos meses atrás, probablemente a causa de la enfermedad que Jean-Baptiste conocía. Su hijo, educado bajo la férula de los sacerdotes, veía con muy malos ojos a los extranjeros, hasta el punto de que el propio Murad renunciaba a darle cuenta de su misión y prefería regresar a Alepo o a Jerusalén, donde sabría hacer valer su estancia entre los francos de El Cairo, como cocinero.
Estas nuevas disuadieron a Jean-Baptiste de llevar a cabo su viaje, motivado en parte por la amistad del Emperador que les habría protegido. Nadie se había empeñado con tanto ardor en impedir que los extranjeros alteraran aquel país, ni lamentaba tanto ver cómo seguía su propia historia, en la que Occidente no tenía parte y donde tampoco había un lugar para los occidentales.
En consecuencia decidieron cabalgar hacia el norte y acompañar a Francoise y al maestro juremi hasta San Juan de Acre. Luego se dejarían llevar por su instinto.
El abad murió al cabo de una semana de extrema debilidad. Fue enterrado con el fervor de todos. Su sucesor fue elegido por los monjes. Alix y Jean-Baptiste se acostumbraron a hacer grandes paseos por la montaña, pero también por el dédalo oscuro de las callejuelas del monasterio, que acabó por resultarles familiar. Su lugar preferido, a la caída de la tarde, cuando el calor aflojaba un poco, era un pequeño patio situado junto al ábside de la basílica. En aquel espacio milagrosamente vacío crecía un arbusto anodino que no era objeto de cuidado alguno. Sin embargo era la razón de ser del monasterio, el enclave sagrado alrededor del que giraba el edificio. Aunque no era de la misma especie que la planta frente a la que los dos amantes se habían hallado, y que Jean-Baptiste había encontrado en El Vah -lo cual en parte les había decepcionado-; por lo que les dijeron se trataba la auténtica ardiente de Moisés.