II EL VIAJE A ABISINIA

1

La embajada del Rey Sol hacia Abisinia partió un lunes por la mañana a las once. Hadji Ali iba delante, en un camello, con la cabeza envuelta en un turbante nuevo de muselina. Detrás iba Jean-Baptiste, cubierto con un gran sombrero adornado con una pluma blanca, en un caballo que piafaba sin cesar. Y el supuesto Joseph, falso criado y jesuita auténtico, oculto en la sombra de un sombrero de paja, les esperaba a las puertas de la ciudad, sentado de lado en un mulo. El equipaje era transportado por cinco animales de carga, camellos y mulas, al cuidado de unos cuantos esclavos nubios.

Para mayor discreción, no hubo más despedidas en el consulado que las de la víspera. Jean-Baptiste pasó por delante de las ventanas de la legación poco antes de las nueve, cuando iba a reunirse con los demás. El señor De Maillet y su esposa le hicieron señas desde el balcón e incluso se emocionaron al ver que aquel pobre muchacho, destinado sin duda a no volver vivo, los saludaba casi con ternura y lágrimas de gratitud en los ojos. Lo cierto es que a Jean-Baptiste le importaban un bledo aquellos dos fantoches, y su único anhelo era que Alix estuviera en alguno de los ventanales del primer piso.

Siguieron los largos y efusivos adioses a los turcos. El pacha, que había proporcionado todos los salvoconductos necesarios a la caravana, lloraba la partida de su médico, pero estaba acostumbrado a obedecerle en todo y a tomarse las cosas como venían. En esta ocasión también había aceptado complacerle, a pesar de que sus prescripciones eran amargas. El pacha, llamado Husscin, era un hombre de unos cincuenta años, gastado por una vida jalonada de grandes adversidades y de excesivos placeres, a partes iguales. Consideraba que Egipto erauna región poco agradable y la más difícil de gobernar. Estaba harto de las continuas intrigas de las milicias y los señores, de modo que alternaba la indiferencia -y en estos períodos los disturbios llegaban a los límites de la tolerancia- y la crueldad, cuando, cansado ya de las maniobras de sus adversarios, ordenaba decapitar unas cuantas decenas. Los sabios cuidados de Poncet habían espaciado estos radicales vaivenes, de manera que gracias al médico hubo menos revueltas y también menos condenados. Así las cosas, era de esperar que con su marcha se elevara de nuevo el número de víctimas. Pero todo esto estaba escrito, y el pacha no vio la necesidad de contradecir al destino.

Otros personajes adinerados, turcos y árabes, que también eran clientes de Jean-Baptiste, le regalaron bolsas repletas de piastras para desearle un pronto regreso. Pero el populacho de El Cairo fue quien más se conmovió por la partida del médico, que nunca había negado su auxilio a los humildes. Alertados por el rumor del viaje, una turba de lisiados, mendigos y gente humilde lo acompañó por las callejas. A su paso, los perros callejeros que dormían a la sombra salían de estampida, y las mujeres se subían el velo con rapidez para sacar la cabeza por debajo de las persianas. Jean-Baptiste prometió a todos regresar, y casi se tuvo que enfadar para que le soltaran las piernas y le dejaran avanzar.

Los viajeros, que llevaban algún retraso por tantas muestras de afecto, atravesaron la ciudad después de dar numerosos rodeos. El maestro Juremi, que fue en su caballo hasta las murallas, dio su último adiós a la caravana sin inmutarse. A los ojos de su Dios austero, no había motivo para lamentarse. Cada día, durante los preparativos, Jean-Baptiste le había preguntado a su amigo si había cambiado de opinión, y éste le había respondido siempre que no se preocupara más por él. Después de todo eran dos aventureros unidos circunstancialmente por los avatares de la vida, y al parecer había llegado el momento de reanudar cada uno su camino. Jean-Baptiste tenía muy claro lo que quería como para desviarse de su objetivo, y su compañero tenía sus propias razones para conducirse de otro modo. Había que resignarse. Disimulando la emoción, el maestro Juremi tomó la mano de Jean-Baptiste en su gran puño, la apretó con un poco más de fuerza que de costumbre y se fue sin pronunciar palabra.

La pequeña caravana salió de la ciudad por la puerta del Tapiz, donde les esperaba Joseph bajo un arco del acueducto de los Faraones. Eran cerca de las tres de la tarde y el sol hacía refulgir las piedras. Poco a poco, conforme se dirigían hacia el oeste, sus sombras se fueron alar-gando en el suelo, a sus espaldas. Atravesaron el Nilo en dos grandes barcazas manejadas por remeros con el torso desnudo. Los camellos, asustados, tiraban de su cabestro de cáñamo. En medio del río, cuyas aguas adquirían un tinte de anilina con las últimas horas del día, los viajeros contemplaban cómo se alejaban de la mole gris de El Cairo, ribeteada de minaretes otomanos en una orilla; en la otra, por encima de una cortina de palmeras, vislumbraron la mole escarpada de las pirámides. Ya de noche llegaron al pueblo de Gizeh y se internaron en un estrecho dédalo de casas de arcilla alumbradas con el resplandor amarillento de las lámparas de aceite.

Un primo de Hadji Ali los acogió en un patio decorado con azulejos en el que había una gran mimosa y los invitó a dormir en la azotea de su casa. El Cairo estaba ya lejos; la noche era muy negra, sin luna y fresca. Durmieron bien.

Al día siguiente prosiguieron su camino muy temprano. A lo largo del río se extendía una inmensa llanura, sedosa a la vista como una tela de paño verde, con algunos rectángulos negros a modo de remiendos. Millares de campesinos, solos o en pequeños grupos, ponían una nota de color en el paisaje. En los caminos, otros conducían bueyes y cargaban con un arado de madera a la espalda. La pequeña caravana acortó camino a través de esta franja de tierras fértiles y alcanzó el desierto a la altura de las pirámides. Pasaron lentamente a sus pies, en la tibieza silenciosa de la mañana. Jean-Baptiste había soñado a menudo con este lugar desde que vivía en El Cairo. Dos veces había esperado ya el alba en la cima de Keops. Al llegar cerca de la Esfinge, Poncet se alejó discretamente de la caravana y rodeó ¿1 coloso de arena. Cuando estuvo enfrente de estas piedras conocidas por los árabes por el nombre de Abou El Houl, el «padre del terror», por el miedo mortal que les inspira, el joven clavó la mirada en sus grandes ojos sombríos y dijo:

– Nos volveremos a ver, lo juro.

Luego, a galope, se reunió con la caravana.

La segunda noche durmieron al aire libre, envueltos en pieles, en la linde entre el desierto y las tierras cultivadas. Durante las dos semanas que tardaron en llegar a Manfalout se impuso el ritmo regular de los camelleros: levantarse con el sol, beber un té muy dulce calentado con fuego de leña, cargar las bestias, avanzar en silencio en estado casi hipnótico, buscar un campamento, descargar, cenar y dormir.

Manfalout, adonde llegaron al cabo de catorce días de marcha, era una gran aldea que apenas sobresalía del suelo; sus casas de piedra eran tan bajas que parecían el zócalo del desierto. No obstante, cuando se internaron en sus calles, encontraron todas las comodidades y pudieron alojarse en casa de un mercader judío que cedió a los viajeros el piso superior de su vivienda.

En aquella ciudad habrían de sumarse a la gran caravana que los conduciría hasta Nubia. Hadji Ali sabía con certeza que llegaría «pronto», pero según el reloj del desierto, «pronto» sólo quiere decir menos que una eternidad. Los días pasaban, y la espera se prolongó en el sopor de la aldea aplastada por el calor.

Jean-Baptiste estaba más preocupado por sus acompañantes que por los peligros que supuestamente le esperaban durante aquel largo viaje. Hadji Ali tenía más o menos la misma conversación que sus camellos. Se pasaba horas hurgando entre sus dientes negros con un palito puntiagudo; cuando conseguía extraer el menor resto de comida, lo aspiraba con un ruido horrible y daba las gracias al Profeta. Por lo demás, cada vez que Poncet le hacía una pregunta, respondía que ya vería «si Dios así lo deseaba». Se negó a proporcionarle información alguna a propósito del viaje, de Abisinia y del Emperador. Jean-Baptíste pronto se convenció de que el camellero, que había aceptado hacer el viaje presionado por el cónsul y pensando sólo en sus propios intereses, no confiaba en él como médico y esperaba alguna misteriosa ocasión para ponerlo a prueba.

Con el padre De Brévedent, la comunicación era un poco más alentadora. Ante Hadji Ali, Jean-Baptiste debía contentarse con dar a su supuesto servidor órdenes breves, que por otra parte no se atrevía a impartir sin bajar los ojos. Pero durante la estancia en Manfalout aprovechó para llevarse al cura al campo en busca de plantas. Durante sus salidas se acercaban al Nilo y al llano limoso, donde descubrieron especies desconocidas de caña y algas de agua en los canales. También se lo llevaba al desierto, donde recogieron plantas crasas y observaron luchas entre los escorpiones. Al poco tiempo se dio cuenta de que el padre De Brévedent poseía unos sólidos conocimientos en el campo de las ciencias. Jean-Baptiste había guardado en su equipaje un minúsculo sextante de cobre que le había regalado un paciente turco. El jesuíta le enseñó a usarlo, al tiempo que hacía sabios comentarios sobre astronomía, con tono muy modesto. Cuando se familiarizaron un poco el uno con el otro, Brévedent le hizo una confesión, con su característica modestia.

– A decir verdad, en mi juventud, y de eso hace ya un montón de años, concebí un artilugio, no se burle, que estaba en constante movimiento. La cosa no era sena, pero parece que divirtió a los físicos. Incluso me atreví a confeccionar el modelo en madera y en metal…

Jean-Baptiste estaba entusiasmado y pedía detalles.

– No recuerdo bien -dijo el cura-. Hace mucho tiempo de eso.

Luego añadió ruborizándose:

– El periódico de la Academia quiso honrarme con la publicación de mis planos.

Como compañero de viaje, hubiera preferido a otra persona antes que a aquel jesuita melancólico para quien la astronomía rayaba en la frivolidad. Pero, en fin, había que hacerse a todo, y Jean-Baptiste, que no podía vivir sin amistad, le ofreció la suya al padre De Brévedent de buen grado. Al anochecer se les veía regresar juntos como compadres, con la camisa pegada al cuerpo por el sudor, con cestos repletos de hallazgos naturales en los brazos y un odre de piel vacío en bandolera, del que habían bebido a lo largo del día. No obstante, a la vista de las puertas de la aldea, volvían a simular la comedia del señor y el criado.

Ahora que era consciente de las eminentes cualidades del cura, Jean-Baptiste se afligía cada día más al ver a Brévedent, aquel filántropo cultivado, de maneras delicadas y salud frágil, trotar jadeante bajo el peso de cubos de agua y doblar el espinazo ante Hadji Ali, que le trataba como a un ser despreciable. «¿Cómo puede aceptar una humillación semejante? -pensaba Jean-Baptiste-. Esta experiencia debe resultar mucho más cruel para un hombre que ha aprendido a razonar libremente.»

Sin embargo, no olvidaba el objetivo de su viaje y le desesperaba tener que permanecer allí. La gran caravana seguía sin llegar, y esto podía acarrear pésimas consecuencias.


Alix de Maillet se extrañó mucho de que le encomendaran una misión tan de improviso. Cuando su padre le expuso el asunto, le costó asimilarlo, pero enseguida se mostró llena de alegría. Se pasó la mañana canturreando en su habitación al son de un organillo. ¡Una misión! Era la primera vez en su vida que a alguien se le ocurría confiarle una responsabilidad. Todos sus deseos se habían colmado; por fin iba a poder salir de aquella casa que se había convertido en su prisión. Y por si eso fuera poco, tendría un lugar deshabitado para ella sola. La descripción que le hizo su padre, aquel dédalo de plantas y objetos despertó su curiosidad. No obstante, a esta curiosidad se sumaba cierto temor: ¿sería capaz de llevar a cabo su misión? ¿Se encontraría con objetos, y sobre todo con seres vivos -aunque fueran vegetales- hostiles e incomprensibles hasta el punto de no responder a sus cuidados y morir? El riesgo era lo suficientemente grande como para sentirse angustiada, pero en el fondo tenía confianza. Además, no estaría en un lugar completamente desconocido. Se trataba de la residencia de Jean-Baptiste Poncet. Iba a internarse en el lugar donde él había vivido y, pese a la decepción que le había causado su partida y su silencio, esperaba que aquella casa fuera el reflejo de los sentimientos que le había inspirado su dueño.

El padre Gaboriau, incorporado de mala gana a aquel quehacer, fue a buscar a Alix un día después de que la caravana se hubiera marchado, pues no había necesidad de que las plantas estuvieran mucho tiempo sin cuidados. El cónsul puso a su servicio un cabriolé, y a las ocho emprendieron su camino para un viaje de dos minutos. Desde aquella mañana, el señor De Maillet empezó a decir a todos los visitantes que su hija iba con el cura a cuidar las plantas de los antiguos droguistas. Consideraba que si la cosa era pública, también era natural. Así pues, el jesuíta mandó estacionar la calesa ante la casa de Poncet sin disimular que tenía la llave y entraron en la estancia que había sido el antro del maestro Juremi. Antes de partir, el protestante había puesto un poco de orden, es decir, había hecho desaparecer su lecho y había colocado la vajilla en su sitio. En la mesa, situada en medio de la habitación, había una carta a la atención del padre Gaboriau. Éste mandó a la joven que la leyera, arguyendo que aquella luz era insuficiente para sus ojos cansados. La carta decía que el jesuita, por su edad avanzada, podía dispensarse de subir al piso superior y que había para él un diván, que avistaron inmediatamente en un rincón, en la planta baja. Asimismo los boticarios habían tenido la delicadeza de elaborar un reconstituyente para aliviar los males que, según sabían, padecía el cura. En la misiva agregaban que bastaría con tomar diariamente un vaso de la gran garrafa de cristal provista de un grifo en su base. También especificaban que todas las indicaciones para cuidar las plantas estaban recogidas en dos grandes cuadernos que la señorita encontraría en el piso de arriba.

El padre probó el medicamento con una mueca de satisfacción.

– ¿Es amargo? -preguntó Alix.

– Niña mía, es un remedio, y hay que tomarlo como es.

Si el brebaje no hubiera sido una receta de los boticarios, el padre Gaboriau habría jurado que se trataba de aguardiente. Cuando terminó de beber su vaso, se echó en el diván y aconsejó a su pupila que fuera a hacer sus quehaceres al primer piso.

En cuanto estuvo arriba pudo ver -como su padre unos días atrás, aunque evidentemente con unos ojos completamente distintos- la extraordinaria exuberancia de aquella casa-invernáculo. Las plantas habían exhalado su aliento húmedo durante la noche. El aire confinado allí era tibio y húmedo con olor a tronco talado y a flores silvestres, y unos cuantos pajarillos piaban posados en el caballete de la techumbre.

La joven avanzó lentamente por el estrecho sendero que discurría entre los tiestos. Rozó las ramas con la punta de los dedos, llegó hasta la mesa y se sentó en un taburete. Realmente era un lugar extraordinario, a imagen de quien lo había creado, y su presencia aún parecía notarse. Se dejó llevar por una dulce ensoñación hasta que los dos grandes cuadernos dispuestos encima de la mesa le recordaron sus obligaciones. Abrió el primer tomo. Era un austero tratado en latín sobre el cuidado de las plantas, impreso en Holanda veinte años atrás. Se sintió angustiada. Necesitaría tanto tiempo para leer y traducirlo todo que para entonces las pobres plantas estarían todas muertas. Sin embargo, en cuanto empezó a hojear las primeras páginas, descubrió una nota que sobresalía ligeramente y donde alguien había escrito con pluma: «Ponga una cubeta de agua al día a las grandes, un vaso a las pequeñas y medio a la semana a las suculentas. Abra las ventanas cuando llegue y ciérrelas cuando se vaya. Por lo demás, haga lo que le dicte su corazón. Y sobre todo, hábleles como si me hablara a mí… Jean-Baptiste.»

Alix se echó a reír, pero enseguida se llevó la mano a la boca, inquieta ante la posibilidad de llamar la atención del cura. No obstante, desde abajo sólo llegaba la respiración regular de una persona dormida. Dobló la nota, la disimuló entre dos libros, en un estante, y se dispuso de buen humor a llevar a cabo el programa tan simple y agradable que le había propuesto.

2

Dos días después de que la caravana se hubiera marchado, el señor De Maillet recibió en el consulado la visita de un hombre singular que se presentó como el hermano Pasquale.

Tan pronto como fue introducido en su gabinete, el cónsul empezó a ponerse nervioso. Era un capuchino, vestido con el hábito de la orden, sujeto con el cordón de nudos, y la gran capucha puntiaguda caída sobre la espalda. Su amplia vestimenta impedía distinguir su silueta, pero sus hombros anchos, su considerable estatura y las manos callosas, le daban al hombre un aire de leñador convertido en religioso. Una gran cabeza cuadrada, enmarcada en una barba negra rizada y unos ojillos inmóviles y brillantes terminaban de conferirle un aspecto estremccedor. Tenía un fuerte acento italiano, pronunciaba con fuerza las erres y recortaba las palabras con la rudeza de un carnicero que despoja de grasa una pieza de buey…

– Sono el supenore de nostra comunidad -dijo después de saludar al cónsul.

«Si este patán es el superior -pensó el señor De Maillet horrorizado-, cómo serán los otros…»

El monje fue al grano y le expuso que deseaba encontrar al hombre a quien el señor De Maillet había encomendado una embajada en la corte del Negus de Etiopía.

El cónsul hizo un gesto de extrañeza, fingiendo no entender nada. Ante esta reacción, el capuchino sacó un papel de su hábito y leyó el primer párrafo de la casta secreta que el cónsul había confiado a Poncet, precintada con los sellos oficiales del reino de Francia. El señor Macé, que también asistía a la entrevista, observó que el señor De Maillet se había quedado blanco como el papel y que parecía a punto de desplomarse. Luego se repuso y cobró fuerzas para preguntarle al monje cómo había caído en sus manos aquel documento.

– Ma, si nos lo ha enviado propiamente il signore cónsul -dijo el capuchino con una amplia sonrisa, que exhibía una dentadura espantosamente mellada.

– ¡Yo no le he enviado nada que se le parezca!

– II suo secretario, este que vedo aquí, creo, fue a verificare la traduzione con uno de nuestros hermanos, ¿no es así? Con el fratello François, ¿no lo conoce?

El cónsul se volvió hacia el señor Macé y lo fulminó con la mirada. Si hubiera podido pulverizarlo allí mismo, lo habría hecho sin vacilar. Había cometido una torpeza tan estúpida y tan imperdonable que se preguntaba si encontraría un castigo acorde para redimirla. El cónsul había encargado al señor Macé que revisara la traducción de su carta con un anciano monje maronita llamado Francois, que vivía en la ciudad, detrás de los mataderos para ser más exactos, y que era muy respetado por ser un erudito en el conocimiento de las lenguas. Pero he aquí que aquel inepto se había confundido de monje y en lugar de consultar con el inofensivo siriaco, se había dirigido a un capuchino…

El señor Macé acababa de descubrir, de la peor manera posible, la clave de un enigma diplomático que en un principio no había atinado a comprender. El hecho de que el cónsul mostrara la carta para el Negus precisamente a los capuchinos, que con tanto esfuerzo había apartado del viaje, le había parecido al infante de lenguas, que en el fondo no era más que un principiante, una artimaña sutil y muy propia que justificaba la reputación de maquiavélicos que se habían granjeado los cancilleres de Oriente. Pero ahora se revelaba la cruda verdad…

No obstante, el señor De Maillet recobró la serenidad. Ya habría tiempo de arreglar cuentas. Lo que ahora importaba era saber qué quena aquel monje patán con semejante baza en su poder.

Después de hacer memoria, el cónsul recordó con satisfacción que, en la carta del Rey al Negus, no se mencionaba a los jesuítas en ninguna parte.

– Esta embajada es una muy buona idea -continuó el hermano Pasquale-. Y he venido per proponer nostra ayuda. Tenemos algunos fratelli en la Alta Egipta y Nubia. Podemos ser muy útiles.

El monje empezó a explicarle entonces al señor De Maillet que asu orden le interesaba muy especialmente todo aquello que estuviera relacionado con Etiopía, pues el Papa en persona había encomendado a los capuchinos la santa misión de convertir el país. Por otra parte, hacía menos de quince días que el Santo Padre había nombrado oficialmente al superior de la orden de san Francisco legado pontificio a latere para Absinia. El cónsul reconoció en aquello la proverbial ambigüedad de Inocencio XII, pues a la misma hora en que bendecía la misión de los jesuítas, auspiciada por el Rey de Francia, el intrigante Papa nombraba legado para Etiopía al superior de sus directos adversarios. Es decir que lanzaba hacia el mismo objetivo a dos congregaciones que no se caracterizaban precisamente por su mutua indulgencia. ¡Y que gane el mejor!

Pero no era momento de titubeos. El cónsul se olió el peligro y reaccionó con extrema celeridad. En esos instantes se admiraba de sí mismo. ¡Ah, si Pontchartrain le hubiera visto en ese momento con el semblante distendido, fingiendo sorpresa y decepción!

– ¡Santo Dios, queridísimo hermano, qué enojoso despiste! En efecto, me he tomado la molestia de comunicarle nuestras intenciones a través de mi secretario. Pero dado que el hermano François no nos ha hecho comentario alguno, hemos pensado que sólo tomaría nota de esta embajada. Compréndanos, nada nos hacía suponer que deseaba unirse también. Hoy hace tres días que se marcharon, y no tenemos medio alguno para alcanzarlos.

– E lamentable, realmente lamentable -dijo el hermano Pasquale, sacudiendo la cabeza-. ¡Due occasioni perduti en apenas cuatro días! Due de nuestros hermanos debían partiré con un mercader arabo que iba a buscar un médico per el Negus. Ma el hombre ha desaparecido.

– ¡No es posible! -exclamó el cónsul, sudando a mares-. Comprendo que esté disgustado.

El diplomático agregó algunas frases de condolencia, pero el capuchino no era hombre pródigo en palabras vanas, y cuando comprendió que no le sacaría nada más, se despidió con brusquedad del cónsul y se fue.

La vida estaba llena de coincidencias. El hermano Pasquale lo sabía y conocía demasiado bien Oriente para intentar desenmarañar todas las incógnitas de la existencia. Aun así, le parecía que habían enviado la misión demasiado deprisa y que el cónsul estaba demasiado nervioso para ser honesto. Con estos pensamientos desapareció en la ciudad árabe para proseguir con su investigación.En cuanto el capuchino salió del consulado, el señor De Maillet se desprendió de la peluca bajo la que traspiraba horriblemente. Se volvió hacia el señor Macé y, antes de haber tenido tiempo para dar rienda suelta a su perorata, vio a su secretario caer de rodillas contra el entarimado con un ruido de nuez partida. Nunca se imploraba en vano el perdón, de manera que el señor De Maillet decidió ser benévolo y retenerle el sueldo durante dos meses como única sanción.

La gran caravana llegó por fin a Manfalout. Apareció con las primeras horas del alba, cuando la ciudad estaba todavía adormecida. La víspera por la noche, la gran plaza del mercado sólo era un descampado desierto de arena gris por donde merodeaban algunos perros flacos. Pero a la mañana siguiente ya estaba repleta de camellos arrodillados, fardos sujetos con cuerdas y telas extendidas sobre estacas de madera a modo de refugios. Una multitud de hombres avanzaba a gritos, todos ellos ataviados con túnicas azules y un turbante en la cabeza o suelto sobre los hombros como un chai. Las teteras de latón se calentaban en fuegos de leña. Una espesa humareda azulada que producía la carne de cordero puesta a asar sobre las ascuas se extendía por todo el campamento.

Hadji Ali conocía bien al jefe de la caravana, un tal Hassan El Bilbessi, y esta circunstancia le permitió hacer enseguida algunos negocios. Intercambió sus cinco mulas por dos camellos, primero porque eran más baratos que en El Cairo, y segundo porque con ellos sería más fácil internarse en los desiertos. Desgraciadamente, los dos animales que acababa de adquirir, a duras penas podían soportar la carga de las mulas. A resultas de esto, Hadji Ali anunció con una sonrisa malvada que Joseph no tendría montura y que debería caminar junto a las bestias, como los esclavos nubios, con la diferencia de que éstos estaban acostumbrados a caminar por la arena.

El padre De Brévedent acogió esta última humillación sin rechistar, e incluso convenció a su compañero para que no protestara, argumentando que no debían despertar sospechas.

Jean-Baptiste empezaba a pensar que el jesuita se complacía excesivamente en la sumisión. Por lo demás, ahora ya no simpatizaba tanto con él como días atrás. Era demasiado palpable que el religioso guardaba las formas por educación, simplemente. Brévedent se mostraba prudente en todo momento, y aunque parecía complacido cuando paseaba con Jcan-Baptiste, éste pronto se dio cuenta de que prefería eludir tales salidas. Su único deseo auténtico era esconderse detrás de un seto de chumberas para rezar y practicar los ejercicios espirituales que alimentaban su fe. Un breve diálogo fue suficiente para medir sus diferencias abismales.

Cuando Jean-Baptiste le preguntó acerca de su vocación, el supuesto Joseph respondió con un aplomo ingenuo:

– Es muy sencillo. Nací en el seno de una familia acomodada, de alcurnia. Y todo me ha resultado fácil; sólo he tenido que aprender aquello que me enseñaban. Asumí el proyecto de la creación sin esfuerzo, a través de ese lenguaje que se llama ciencia. Dios me ha colmado con las gracias de su Providencia. Él me ha dado todo, y yo sólo he querido devolvérselo.

– Pues mi caso es completamente diferente -dijo Jean-Baptiste-. Yo nací sin familia y muy pobre. A los seis años me pusieron al servicio de un boticario. Su hija, por capricho, me enseñó el alfabeto como quien enseña cabriolas a un perro, para reírse. Ésa es toda mí educación. El resto lo he aprendido por mi cuenta, como he podido. En el fondo, si sigo su razonamiento debería de decir que Dios no me ha dado nada y que yo he abandonado…

El jesuíta lo miró aterrorizado con la expresión del niño que, al descubrir la falta de un compañero de clase, teme sufrir el mismo castigo. Estaba claro que si no consideraba al médico como el diablo en persona, a buen seguro que lo imaginaba como uno de sus servidores. Probablemente siempre habría tenido este prejuicio, fundamentado sin duda en las piadosas advertencias del padre Versau y del cónsul. Aquel día, Jean-Baptiste comprendió por primera vez que estaba solo. De repente añoró vivamente la amistad del maestro Juremi, su pasión por la verdad, que lo alejaba de toda hiprocresía, su generosidad y su peculiar sentido del humor.

Al cabo de dos días la caravana abandonó nuevamente Manfalout. Estaba formada por unas ciento cincuenta bestias, y se alineaba en una larga y lenta procesión, en la que Hadji Ali, Poncet y Joseph ocupaban prácticamente el centro. Avanzaron dos leguas hacia Oriente y se detuvieron en la población de Alcántara. Por un puente de piedra cruzaron un estrecho curso de agua, que supusieron un ramal del Nilo. La noche siguiente acamparon en el desierto, cerca de unas ruinas monumentales que representaban las piernas y los pies de un faraón sentado, sin cabeza ni busto a consecuencia de la erosión.Gracias a la benevolencia del jefe de la caravana, Hadji Ali y Poncet pudieron acomodarse en dos de los mejores lugares, entre los dedos del pie del coloso, allí donde los inmensos bloques de piedra formaban una suerte de grutas que los protegerían del frío nocturno.

Joseph preparaba la cena para sus amos. Poncet, que había ido a hacerle compañía junto al fuego mientras el hombre removía la sopa, advirtió enseguida que estaba más nervioso que de costumbre.

– He estado con los camelleros hace un rato -dijo el jesuita- y he escuchado su conversación.

– Y bien, ¿qué decían?

– Que hay otro franco en la caravana.

– Nada más normal -respondió Poncet sin inmutarse-, los mercaderes van con regularidad al Alto Egipto y a Nubia…

La forma de ser del jesuita empezaba a sacarle de quicio. Le irritaba tanto aquella actitud de presunto testigo, su inquietud constante y su seriedad que en ocasiones tenía que controlarse para no propinarle un puntapié.

– Imagínese que está solo en medio de una caravana de esta envergadura -gimió el padre De Brévedent- y que usted supiera, porque todo el mundo lo sabe, que hay otros tres cristianos. ¿No iría a verlos lo antes posible?

– Entre los aventureros de Oriente hay quienes prefieren pasar desapercibidos ante sus semejantes -dijo Jean-Baptiste, a punto de perder la paciencia.

– Entonces vayamos en busca de ese hombre. Es el mejor medio de saber si huye de nosotros y lo que esconde.

Jean-Baptiste acabó cediendo por cansancio y porque la inquietud de aquel cura era contagiosa. Y aceptó ir a dar una vuelta por el campamento. Joseph confió la cuchara a un nubio, no sin antes recomendarle que tuviera cuidado de que no se derramara la sopa. Dado que pronto anochecería y que la caravana era muy larga decidieron separarse, de manera que el jesuita se fue por un lado del coloso de piedra y Poncet por el otro. El día declinaba rápidamente. El sol rojizo desaparecía por el horizonte del desierto, y la luz rasante que difractaba el polvo del terreno difuminaba las siluetas, en una bruma borrosa. Antes de que se hiciera de noche, los dos hombres, cada uno por su lado, habían inspeccionado todos los grupos que habían podido aunque sin descubrir a nadie que tuviera la apariencia de un franco, de modo que el jesuita no se quedó tranquilo. El padre Versau le había recomendado que tuviera cuidado con las intrigas de los capuchinos, y Brévedent veía su sombra detrás de este misterioso asunto del viajero inaprehensible.

Los días siguientes fueron muy duros pues recorrían un desierto pedregoso donde no había ni una gota de agua. Joseph daba pena de ver. Cada vez que hacían un alto, iba a pegar sus labios resecos al odre de piel de cabra que colgaba de la montura de Poncet. A los dos días estallaron sus sandalias de hebilla y se vio obligado a andar descalzo por el suelo abrasado por el sol. En una jornada, las plantas de sus pies se convirtieron en una sucesión interminable de ampollas sangrantes. Poncet abrió el cofre donde estaban dispuestos ordenadamente sus re-medios, y aplicó a aquel desgraciado un ungüento que secó las llagas de los pies y le alivió el dolor. Pero, al día siguiente, cuando llegó la hora de ponerse derecho, el jesuita palideció y estuvo a punto de desmayarse. Al verlo en aquel estado, Jean-Baptiste le propuso montar en su lugar toda la jornada, pero Joseph se negó en redondo y caminó todo el trayecto sin proferir una sola queja.

«A este hombre le apasiona obedecer -pensó Jean-Baptiste-. Seguramente no hay nada que le dé tanto miedo como la libertad.»

Afortunadamente, durante las horas siguientes aparecieron en el cielo algunas nubes; hacía menos calor y el suelo, en esta parte del desierto, estaba cubierto de un polvo fino que resultaba menos agresivo para los pies. Al atardecer, cuando hubieron acampado, Hadji Ali se presentó para anunciarles que sólo faltaba un día de marcha hasta el gran oasis donde se detendrían algunos días. Luego se marchó para compartir la "cena con el jefe de la caravana. Hassan El Bilbessi había mandado sacrificar a un camello herido, y en ese momento su carne fibrosa se estaba asando en un gran fuego.

La mañana siguiente fue también muy calurosa y Joseph aún siguió con sus padecimientos. Al caer la noche llegaron por fin al gran palmeral que los antiguos llamaban Oasis Parva y los árabes El Vah. Estaban en el punto más extremo de la ruta bajo la autoridad del pacha. Un pequeño archipiélago de palmeras comunicado por estrechos corredores vegetales sobresalía en una zona de pedruscos. El oasis era casi tan grande como una ciudad. Pequeños manantiales empapaban la tierra negra y alimentaban una hierba verde, alta y compacta. Algunas parcelas cultivadas estaban rodeadas por tapias de piedras planas. Aquí crecían plantas como la sena y la coloquíntida. Por los senderos del palmeral pasaban grupos de niños de tez oscura y silueta de polichinela que cargaban, entre risas, con calabazas deformes sobre la cabeza. Siguiendo con sus costumbres, Hadji Ali, que se alojaba en uno de los palmerales donde una indígena hospitalaria le contaba entre sus clientes más fieles, obtuvo para Poncet una cabaña de ramas de palmera trenzadas en la que había una cama. Los camellos abrevaron en un estanque; luego los ataron y los dejaron pastar. Jean-Baptiste cedió su cama a Joseph y tendió una hamaca entre las dos palmeras.

3

Dos días después de su llegada al palmeral, Hadji Ali fue a sentarse junto a Jean-Baptiste, y como prueba de amistad se ofreció a preparar el té. Después de una hora larga de hablar para no decir nada, el camellero pidió al médico que entrara un minuto con él en la choza de paja.

– Mira esto -dijo el mercader en cuanto estuvieron dentro.

El hombre se alzó una de las mangas de su amplia túnica y le mostró un brazo, un hombro y la parte superior de la espalda ulcerados a consecuencia de unas pústulas de un aspecto repugnante.

– ¿Cuánto tiempo hace que estás enfermo? -preguntó Poncet.

– Tres años más o menos. El mal aparece y desaparece de repente.

– ¿Te rascas?

– Constantemente, de día y de noche. Qué el Profeta me guarde, porque en cuanto retira los ojos de mí, me desollo vivo.

Poncet le indicó que se vistiera. Salieron de nuevo, y Hadji Ali volvió a plantarse junto a la tetera. El médico fue hacia los bultos que habían apilado a la entrada de la choza y trajo consigo un frasco con un tapón de corcho.

– Úntate esto en las zonas afectadas por la mañana y por la noche, y dentro de tres días ya hablaremos.

Hadji Ali le besó las manos, tomó el frasco con precaución y salió de allí con la idea de combinar lo útil con lo agradable y dejar que su almea le aplicara el ungüento.

Brevedent, que había presenciado de lejos la escena, se sentó junto a Jean-Baptiste. Al parecer, el jesuita se había repuesto de las penurias de los días anteriores, pero aun así seguía siendo tan desconfiado y temeroso como siempre.-¿Por qué habrá esperado tanto tiempo? Podría haberle mostrado su enfermedad antes de partir -dijo mirando de reojo al camellero, que se alejaba.

– Mejor que no. Imagínese por un instante que mi ciencia se hubiera revelado inoperante antes de abandonar El Cairo. El viaje se habría anulado, simple y llanamente, porque habrían deducido que tampoco podría curar al Negus. Ahora le hemos pagado a Hadji Ali, así que estamos en sus manos. Y si tiene que deshacerse de nosotros, se las ingeniará para sacar el mayor provecho posible.

Se quedaron en silencio y Jean-Baptiste adivinó que el pobre jesuíta estaba más sumido que nunca en sombríos pensamientos.

La verdad es que el padre De Brévedent tenía poca confianza en las facultades médicas de Jean-Baptiste, sobre todo porque había tenido ocasión de comprobar sus frágiles conocimientos de farmacopea en el transcurso de sus salidas científicas. En varias ocasiones incluso había demostrado que sabía más que Jean-Baptiste, pero éste había aceptado sus comentarios sin inmutarse. «La botánica no es la medicina -había dicho-. Lo esencial es esa especie de entusiasmo e intuición que ayuda al buen entendimiento entre los seres y que permite encontrar la absoluta concordancia entre un hombre que sufre y la planta que le puede aliviar.»

Para Brévedent, aquel galimatías no era nada más que magia. Y tenía grandes dudas a propósito del efecto que producirían tales quimeras en el cuerpo de Hadji Ah hoy, y en el del Negus mañana. Pero era demasiado tarde para volver atrás; para bien o para mal, la suerte del jesuita estaba ligada a tan curioso herborista.

Para cambiar de tema y distender los ánimos, Jean-Baptiste llamó la atención sobre el nombre del oasis, El Vah.

– Creo que es una deformación de El Haweh, «aire». Habrán escogido ese nombre por el ambiente fresco que reina aquí y por ese vientecillo que agita las palmeras constantemente.

Brcvedent, por su parte se decantaba más bien por Halaoué, «dulzura». Como no se ponían de acuerdo, resolvieron que un nativo zanjara la discusión filológica. El primero que se cruzó con ellos fue un anciano que arreaba dos borricos cargados de dátiles, azuzándolos con una vara.

Los árabes aman su lengua, de manera que nadie se negaba a platicar sobre una palabra. El anciano, que tenía el rostro más arrugado que una momia, escuchó los razonamientos de los dos viajeros entre risas, y cuando hubieron expuesto sumariamente sus hipótesis, le pinchó en el pecho a Brevedent con su vara de madera, como si se tratara de un florete y sentenció: -¡No!

Y con Poncet hizo lo propio.

– El Vah -dijo, pronunciando la palabra correctamente mientras los animaba a seguirle.

Atravesaron un claro, bordearon un campo de coloquíntidas, con el anciano delante, Jean-Baptiste detrás, luego Brevedent, y finalmente los dos asnos. Por fin llegaron a un sotobosque poblado de zarzas de un verde oscuro. El viejo las señaló con la vara, y repitió tres veces:

– ¡El Vah!

La planta era una especie de acebo, con hojas brillantes, poco espinosas y de un color verde oscuro.

– La zarza de Moisés -dijo el viejo-. ¡El Vah!

Y señaló la planta.

– El bastón de Kahled lbn El Waalid es El Vah.

– ¿Quién es Kahled lbn El Waalid? -preguntó Brevedent con humildad.

El viejo frunció el ceño ante una pregunta que evidenciaba tamaña ignorancia.

– ¡El gran general -dijo-, el exterminador de los cristianos!

– ¿Es verdad eso? -preguntó el jesuíta aturdido.

– Antes el agua de aquí era amarga. Khaled lbn El Waalid golpeó los manantiales con su bastón, y desde entonces el agua se volvió pura. ¡El Vah!

Los dos hombres agradecieron al viejo sus explicaciones y regresaron en silencio.

– Y dígame -preguntó el padre De Brédevent, que veía a su compañero ensimismado en sus pensamientos-, ¿qué prodigiosas analogías le sugiere esta planta?

Jean-Baptiste hizo un gesto vago, y al llegar al campamento continuó paseando solo por el oasis.

Había reparado en que aquella zarza era igual a la que crecía alejada y solitaria en el jardín del consulado, y se acordó de que se disponía a cortar un vastago cuando apareció Alix. Y este recuerdo le sumió en una dulce ensoñación,


Hacía ya dos semanas que Alix iba cada día a casa de los boticarios, y aquello se había convertido en una agradable costumbre. El padre Gaboriau se dormía en el diván después de tomar su brebaje, mientras la muchacha subía a hablar con los pájaros y las plantas. Como había presentido Jean-Baptiste, Alix había descubierto por instinto qué necesitaba cada una, alentaba a las más pequeñas, y de vez en cuando frenaba a golpe de tijera de podar el ímpetu de conquista de las más grandes. También tenía tiempo para hojear los libros, y tocar temerosamente las empuñaduras de los floretes que colgaban de la pared. Incluso tuvo la audacia de estirarse en la hamaca. Todo aquel decorado rezumaba ausencia. Según fuera su estado de ánimo, veía a Jean-Baptiste en todos los lugares donde había dejado su impronta, o faltaba en todas partes, como una cabeza separada del cuerpo que lo ha dejado sin vida.

Tuvieron que pasar dos semanas para que, una vez familiarizada con la casa, osara avcnturarse a la terraza que daba al patio interior. Aunque todas las persianas estaban cerradas, siempre podía haber alguien que observara detrás de una de las ventanas y temía que las habladurías llegasen hasta su padre.

Las primeras veces sólo salió unos minutos. Detrás de las ventanas por donde podría ser vista no había rastro de vida, así que se armó de valor, llevó una silla y terminó pasando al aire libre la mitad de las mañanas.

Quince días después de la partida de la caravana, Alix oyó un ruidito detrás de un postigo. La muchacha se estremeció y se quedó paralizada. No obstante consideró que lo más conveniente era aparentar que no estaba asustada y no salir huyendo, como si estuviera haciendo algo malo. Al final volvieron a oírse unos arañazos procedentes de la ventana más próxima, situada a menos de un metro de la terraza. De repente se abrieron los dos postigos de golpe y apareció la silueta de una mujer en la ventana. Se llevó un dedo a los labios para que Alix no gritara, pues era evidente que la muchacha se había llevado un buen susto y que en cualquier momento se podía poner a pedir auxilio. Alix se tranquilizó, y las dos mujeres se miraron en silencio. La persona que acababa de abrir la ventana tenía la apariencia de una mujer madura; al verla, la joven se imaginó que habría acariciado ciertos ribazos de la vida que a su edad parecían imposibles de alcanzar. Todo esto para decir, simplemente, que tenía más de cuarenta años. Sus bellos rasgos de campesina resaltaban en un rostro redondo, iluminado por unos ojos sonrientes y cómplices que miraban siempre de frente para expresar a los amigos la sinceridad, y a los otros el coraje y el orgullo de los pobres. Llevaba un vestido sencillo de sirvienta, de tela marrón, del que rebosaban, como frutos de un cesto demasiado lleno, sus brazos redondeados, sus hombros fuertes y una garganta firme que terminaba escindiéndose en un surco profundo.

– ¡Amiga! ¡Amiga! -musitaba agitando una mano, y con la otra todavía en los labios.

Cuando vio que Alix se había tranquilizado, le dijo en voz baja:

– Mire a ver si el cura sigue durmiendo.

La joven asintió.

«¿Cómo sabe que hay un cura?», pensó mientras bajaba con cuidado la escalera.

El padre Gaboriau roncaba plácidamente, así que volvió a la terraza y le hizo una señal afirmativa.

– Voy a bajar -dijo la mujer con segundad.

La joven no se atrevió a contradecirla. Entonces vio que aquella robusta mujer pasaba ágilmente una pierna por el alféizar antes de saltar por la ventana con una gracia felina. Pese a sus sandalias planas era más alta que Alix. Se alisó el vestido dando dos golpes secos con la palma de la mano y se acercó a la joven. Le sujetó las manos con amistosa firmeza y alzó ligeramente los brazos.

– Realmente es usted muy bella -dijo la mujer.

Alix se puso colorada.

– Más bella aún de lo que él había dicho -agregó la mujer.

Su rostro desprendía una ternura inexplicable y reconfortante, que probablemente emanaba de su buen humor, de su sonrisa, y de las arrugas que se advertían alrededor de los ojos y de la boca; las huellas de lágrimas y de sufrimientos añadían, a la simple alegría, la seriedad de quien es capaz de asumir grandes empresas.

– ¿Quien es ése? -preguntó Alix.

– Juremi, por supuesto -dijo la mujer riendo.

La señorita De Maillet no pudo reprimir un ademán de pesar.

– Porque me lo ha dicho él -añadió la desconocida con una mirada enigmática.

La mujer tomó a Alix de la mano y la condujo hasta la silla para que se sentara, mientras ella se apoyaba en la baranda.

– Hace quince días que la observo. Sé todo de usted, su nombre, y también quién es el hombre de sus sueños. Esto es demasiado injusto. Yo también debo decirle algo. Me llamo Françoise y vivo en esa casa de donde acabo de salir. Cuando los droguistas estaban aún aquí, venía cada día a prepararles la comida. Eso es todo. ¿Está más tranquila ahora?

– Sí… no… no sé -dijo Alix turbada.

– Por supuesto, esto es un poco cruel -dijo Françoise-. Habría podido dirigirme a usted hace mucho tiempo. ¿Cree que me complacía ver cómo daba vueltas por aquí sola, a dos pasos de mí?

Un mechón espeso de cabello se desprendió de su moño de azabache, le cayó sobre la sien, y Françoise lo volvió a colocar en su sitio. Alix observó sus manos enrojecidas por el trabajo y sus uñas rotas y cortas; sin embargo eran las manos de una mujer, se veía en la calidad de su piel que tornaba invisible el relieve de las venas para darle la gracia de un objeto liso.

– Pero compréndame -prosiguió Françoise-. Tenía órdenes. Y más órdenes. Evidentemente, siempre se puede desobedecer. Pero sobre todo es que había hecho una promesa.

– ¿Una promesa? Pero ¿qué ha prometido y a quién? -preguntó Alix.

– A Juremi. Me hizo jurar que esperaría a que usted se hubiera instalado, que vigilaría si el cura duerme bien cada día… Por cierto, ¿cómo va el brebaje que le prepararon? ¿Queda suficiente?

– La mitad de la garrafa.

– Recuérdeme que agregue más cuando se acabe.

– ¿Tiene usted más? -preguntó Alix, que ya había empezado a preocuparse ante la perspectiva de que se agotara el reconstituyente.

– Tanto como desee. ¡Es el aguardiente que nos vende su señor padre a veinte piastras!

Françoise se echó a reír, con la boca abierta. Tenía una dentadura perfecta, los dientes con un esmalte como de perlas. Luego continuó hablando en un tono más seno.

– Le he prometido todo esto a Juremi. Y ahora sólo me resta darle la carta.

– ¡La carta! -exclamó Alix.

La joven no entendía nada: Juremi, una carta… De repente todo aquello empezaba a asustarla.

Françoise hizo un gesto para que guardara silencio y aguzó el oído para comprobar que el cura no se había despertado. Al ver que no pasaba nada y que la muchacha estaba en ascuas, metió la mano en su vestido y sacó un sobre.

– Esto es lo que tenía que darle. Ha esperado quince días, y ahora dos minutos le parecen demasiado. Tenga.

Alix cogió el sobre y leyó: «Para la señorita De Maillet.» Era la misma letra de la nota que leía y releía desde el primer día, la letra de Jean-Baptiste.

4

La gran caravana se reagrupó lentamente al cabo de tres días. Un intenso calor abrasaba las regiones que iban a atravesar, situadas cada vez más al sur. La luna iluminaba el desierto conforme ascendía en el cielo, así que decidieron continuar la marcha durante la noche. Partirían siempre por la tarde, a la caída del sol. Los pozos empezarían a escasear paulatinamente, y más aún las provisiones. Tuvieron que abastecerse de alimentos para ocho días, y en el último momento foseph se vio obligado a llevar un bulto a la espalda, porque las monturas iban cargadas a más no poder.

Con su semblante impenetrable habitual, Hadji Ali iba y venía, comprobaba la carga de la caravana, daba órdenes a gritos y hacía restallar el látigo. Pasó por delante de Poncet varias veces sin hacer ninguna alusión a los efectos de su tratamiento, y el médico se abstuvo de preguntarle nada antes de que hubieran transcurrido los tres días.

Emprendieron la marcha y avanzaron lentamente en la placidez de la noche. La luna lanzaba una luz blanca como la harina, que moldeaba el relieve de las cosas y esculpía las sombras. El suave balanceo de los camellos, el silencio quedo de los hombres y el ruido amortiguado de cientos de pasos sobre la arena sumía a todo el mundo en un sosiego y un sopor casi implacable. Había que hacer verdaderos esfuerzos para no dormirse.

Al despuntar el alba, cuando el cielo empezaba a teñirse a su izquierda de un resplandor cárdeno, llegaron al primer hontanar de agua y montaron el campamento. No era ni mucho menos un oasis, sólo había unos árboles y un pozo saturado de alumbre. El agua tenía un color repugnante y un gusto espantoso. Los hombres se refrescaron el rostro y se humedecieron el pelo, pero se abstuvieron de beber; era preferible aguantarse la sed, y esperar a morir de otra cosa.

Aquella noche se cumplía el tercer día del tratamiento. Cuando hubieron acampado, Hadji Ali se dirigió hacia Poncet, pasó por delante de él con cara de pocos amigos y fue a reunirse con los camelleros que se hallaban congregados alrededor del pozo, a pocos metros de allí, para asearse antes de hacer sus plegarias. Hadji Ali, con lentitud, hizo lo propio. Se quitó toda la ropa menos los amplios bombachos de tela y se descalzó. Se lavó con agua, escupió y, tras recoger la túnica y el turbante con una mano y las botas con la otra, se acercó a Poncet. Éste observó que en toda la superficie de la piel sólo le quedaba una excrecencia imperceptible que pronto iba a desaparecer. Había erradicado el mal. Hadji Ali saludó respetuosamente a Jean-Baptiste, volvió a enfundarse en su túnica y continuó su camino, hacia un lugar retirado donde desenrolló su esterilla para rezar.

Joseph, que había presenciado la escena, se santiguó con disimulo y dijo:

– ¡Dios mío, es un milagro!

Jean-Baptiste se sintió un poco ofendido, pues interpretó su observación como una forma de menospreciar sus méritos.

– ¿Sabe usted lo que ha escrito el cabalista? -inquirió-. Pues que quien cree en milagros es un imbécil.

El padre De Brévedent bajó la vista.

– Y quien no cree un ateo. Medite sobre ello esta noche, cuando nos pongamos en camino.

Los días y las noches siguientes fueron idénticos a los anteriores. La caravana del desierto había retomado su ritmo para surcar la senda de la más absoluta soledad. En varias ocasiones durmieron en medio de aquella inmensidad, sin más sombra que las pieles extendidas a modo de tiendas; el interior parecía una sauna. Al contrario que los primeros días, los ratos de descanso eran aún más penosos que la marcha, que ahora se hacía con el ambiente fresco de la oscuridad. Llegaron a otro pozo, esta vez con agua dulce donde llenar los odres.

Después de comprobar por sí mismo las aptitudes del médico, Hadji Ali se mostró más respetuoso con Jean-Baptiste. Aunque no era un hombre locuaz, por lo menos aceptaba responder a sus preguntas y a veces, por propia iniciativa, le informaba de cosas que le parecían útiles. Aquel día, antes de salir, Hadji Ali fue en busca de Poncet y le dijo:-Hasta el oasis de El Vah viajaba otro franco en la caravana, ¿lo sabía?

– Me lo habían dicho, pero no lo hemos visto. ¿Quién es?

– Lo ignoro. Va delante de nosotros, a dos días.

– ¿Quién lo acompaña?

– Va en un camello y lleva otro detrás con la carga. Pero el hombre está solo.

En cuanto el camellero se hubo ido, Joseph se le acercó para pedirle encarecidamente noticias. Pero Jean-Baptiste le dijo que todo iba bien, en parte porque se compadecía del jesuíta, y en parte para no agudizar más aún su exasperante consternación.

Se sucedieron aún unas cuantas jornadas de aplastante reposo y otras tantas noches de marcha bajo la luz blanquecina y cegadora de la luna llena. Por fin empezaron a ascender hasta llegar a una meseta desértica, que tardaron una jornada entera en atravesar. Al amanecer descubrieron a sus pies el inmenso valle del Nilo, nimbado por la bruma que los campos habían exhalado durante la noche. Una gran ciudad señoreaba el recodo del río. De la mole plana de casas de adobe emergían el verdor rectangular de los jardines y los minaretes macizos como torreones, muy diferentes de las agujas otomanas del Bajo Egipto. Habían llegado a Dongola, la primera ciudad del reino de Senaar. La caravana se detuvo al pie de sus murallas. Hadji Ah y Poncet, seguido de su criado, que iba tres pasos por detrás, entraron en la ciudad hacia el mediodía y fueron a presentar sus cartas de recomendación y sus presentes al príncipe que gobernaba la ciudad en nombre el Rey de Senaar.

Era un hombrecillo enclenque que parecía abismado en una especie de trono cubierto con telas de colores intensos. Recibió a los viajeros con muchos miramientos y pidió a Poncet que se dignara curar a su hija menor, una niña de once años que se estaba quedando ciega. Mandaron llamar a la pequeña princesa, que sólo podía caminar del brazo de una sirvienta porque tenía los párpados pegados con unos humores amarillentos. El gobernador explicó que algunas noches había que atarle las manos a la espalda, pues en cuanto se tocaba sus párpados, se intensificaba la inflamación. Jean Baptiste le pidió a Joseph que le acercara el cofre de los remedios. Sacó un polvo rojo y recomendó que lo disolvieran en un agua muy pura. Luego prescribió que le lavaran los ojos con esta solución tres veces al día, y que por la noche le aplicaran en los párpados un aposito de algodón empapado con la misma sustancia.

Al día siguiente la niña tenía los ojos secos. Tres días después ya los podía abrir con normalidad, y poco después recuperó la vista sin que quedaran secuelas. El gobernador, loco de contento, le preguntó a Poncet en qué podía complacerle, pero el médico respondió que sólo deseaba su protección. Durante la semana que se prolongó su estancia en Dongola, recibieron un trato honorífico y durmieron en el palacio; les sirvieron jarrete de antílope y filete de oso hormiguero, aunque se perdieron la mejilla de hipopótamo, con gran pesar del gobernador, pues no era la estación. Entre los grandes señores y sus familias había muchos enfermos, por lo que estaba bastante ocupado. El gobernador puso a su disposición un caballo y un asno para su servidor, de modo que también tuvieron la oportunidad de pasear por los alrededores de la ciudad y admirar el valle extraordinariamente fértil. En aquel lugar, el ribazo del río se elevaba dos o tres metros sobre el nivel de las aguas. La tierra no se regaba naturalmente, por crecidas, como en Egipto; gracias a un inmenso y constante trabajo, aquellos hombres habían creado ingeniosos mecanismos provistos de norias, troncos huecos y pequeñas esclusas que facilitaban el riego de los cultivos. De regreso, Poncet felicitó al gobernador por la laboriosidad de su pueblo, y le manifestó también su admiración. El hombrecillo le respondió con entusiasmo:

– Esta ciudad es la suya, si así lo desea. Quédese a mi lado como médico y a partir de mañana dispondrá de veinte fanegas en el valle y treinta familias para cultivarlas. Tendrá una casa en la ciudad y una cuadra con camellos y caballos árabes. Le aseguro que será usted feliz aquí.

Por una vez, Hadji Ali fue útil. Le recordó con cortesía al gobernador que el viajero tranco debía acudir junto al Negus y que su ofrecimiento, por muy generoso que fuera, sólo podría llevarse a efecto cuando estuvieran de vuelta. Todos los pueblos del Nilo consideraban a los abisinios como los «señores de las aguas», porque eran los dueños del nacimiento del río y podían desviar o desecar su curso a su antojo. Nadie se habría arriesgado a provocar al rey del país de las aguas, de modo que el gobernador se resignó.

Entretanto, los enfermos que Poncet había tratado volvían con excelentes noticias. Cada día se oía el relato de una curación espectacular. El padre De Brévedent, sin explicarse la razón, no podía por menos que rendirse a la evidencia y reconocer que el muchacho tenía un auténtico don. Sabía ganarse la simpatía de las personas que vivían horas amargas y consolarlas en su dolor, pero también sabía granjearse su amistad en los momentos más corrientes de sus vidas. Le bastaba mirar a un niño para que este le dirigiera una sonrisa. Incluso las bestias se calmaban en su presencia. Los perros callejeros, indolentes y temerosos, que desconfiaban de los humanos, le seguían instintivamente por la calle, aun cuando no les diera nada. Esta sintonía con todas las criaturas de Dios se acercaba más a las necedades de san Francisco y sus seguidores que a la austeridad de san Ignacio. El jesuita consideraba aquello como simples chiquilladas. Ahora bien, al igual que los idiomas, las creencias locales, en suma, al igual que todo lo que no servía para nada, también los dones de Poncet se podían poner solapadamente al servicio de la fe verdadera. Era un buen pasaporte para Abisinia, y había que sacar provecho de ello, simplemente.

Al fin estaba todo preparado para la partida. Pasarían la última velada en el palacio para cumplimentar la invitación que habían recibido, y por la mañana empezaría a moverse la caravana. Las regiones que debían atravesar eran peligrosas, de modo que decidieron viajar de día.

Poncet estaba descansando un poco en su habitación cuando alguien llamó a su puerta. Estaba casi seguro de que se trataba de un mensajero que venía a implorar su presencia para curar a algún enfermo en la ciudad. Fue a abrir y en la puerta se encontró con un mocoso de tez oscura, con la cabeza rapada y medio desnudo, que le tendía una nota. Poncet la desdobló. Estaba escrita en francés: «Siga al niño y venga a verme.»

Las letras estaban en mayúsculas, para que la escritura pareciera anónima, y el mensaje no estaba firmado.

Poncet decidió despertar al padre De Brévedent, que dormía en una habitación de la planta baja, y le pidió que le acompañara. Luego volvió a abrir el cofre ya preparado, de donde sacó una espada que se sujetó en el cinto, y confió al pobre jesuita, espantado, un puñal de dimensiones considerables. Cuando estuvieron listos, el niño los condujo por unas callejuelas bañadas en las sombras del crepúsculo. El corazón de la ciudad era un hervidero. A aquella hora en que cede el calor y los murciélagos empiezan a zigzaguear, los habitantes salían de sus casas ciegas y frescas como cavernas para saludarse de una puerta a otra.

Jean-Baptiste intentó retener en la memoria el camino que seguían, pero se desorientó rápidamente. Al final fueron a parar a una pequeña plaza en la que convergían tres callejones. En uno de los ángulos, donde se distinguían dos ventanas cerradas con una celosía forjada, había una casa de té como las que se encuentran en cualquier lugar de Oriente. Entraron. La sala estaba casi vacía; el suelo y los bancos de obra en derredor de las paredes estaban cubiertos con alfombras raídas, rojas y azules. Las minúsculas lámparas de aceite dispuestas en bandejas de cobre cincelado despedían una luz cálida. Un hombre sentado en la penumbra del fondo se levantó cuando ellos entraron, y Poncet llevó la mano a la empuñadura de su espada.

– Amigo -dijo el hombre.

Poncet se quedó paralizado mientras la inmensa silueta se enderezaba en la oscuridad.

– Esa voz…

El desconocido avanzó unos pocos pasos hacia la luz de las mesas, luego se quitó el sombrero de fieltro y se dejó ver.

– ¡Maestro Juremi! -exclamó el jesuita.

Jean-Baptiste, que había reconocido a su amigo en cuanto pronunció la primera palabra, se abalanzó sobre el para darle un caluroso abrazo entre gritos de alegría. Para Poncet, el hecho de encontrarse nuevamente con su compañero era un motivo de felicidad por partida doble pues aquel encuentro significaba también el final de su larga soledad teniendo en cuenta que Joseph le hacía poca compañía. El maestro Juremi pidió cafés, vació las tazas por la ventana, y vertió dentro el líquido transparente de un frasquito que llevaba en el bolsillo. Y brindaron por el reencuentro.

– Así que el caballero franco eras tú -dijo Jean-Baptiste.

– No podía aparecer hasta que abandonáramos Egipto. Y puedo asegurarte que no ha sido por falta de ganas.

Ahora que se habían acostumbrado a la luz tenue de la lámpara, Poncet distinguía mejor los estragos que el viaje había infligido a su compañero.

Tenía el rostro enflaquecido y los ojos hundidos.

– Y aquí he preferido esperar a que solventarais vuestros asuntos con el gobernador y no aparecer hasta la víspera de la partida. ¿Qué piensas de todo esto? ¿Será difícil unirme a vosotros?

– Tú déjame hacer a mí -dijo Poncet-. Nos hemos encontrado y no vamos a separarnos más.

Ambos continuaron con sus efusiones jubilosas. El maestro Juremi volvió a llenar los vasos, que apuraron de un trago, y empezaron a reír y hacer bromas.

– Tendrás que contarme tu viaje -dijo Jean-Baptiste-. ¿Cuándo decidiste unirte a nosotros? ¿Cómo te las has arreglado para pasar desapercibido en Manfalout?

Sin dejar de beber, el maestro Juremi agitó la mano para indicar que iba a responder. Pero de repente se oyó la voz afilada y falsa del jesuita, que se había mantenido al margen de las manifestaciones de entusiasmo.

– Discúlpenme -dijo-, pero me parece que la presencia de este hombre no entra dentro de los acuerdos que habíamos pactado.

Súbitamente había adoptado un tono autoritario; ya no era el criado obediente que simulaba ser. No parecía que el maestro Juremi hubiera advertido hasta entonces que el jesuíta estaba allí.

– ¿Y éste qué quiere ahora? -dijo mirando sin contemplaciones al padre De Brevedent.

– Estamos aquí -continuó el jesuíta- por orden del Rey y bajo las instrucciones de Su Santidad el Papa. Esta misión nos incumbe a nosotros solos, y sólo a nosotros. El cónsul dijo claramente antes de partir: ni hablar de que se mezcle en nuestra embajada un… alguien que…

En el rostro del maestro Juremi apareció una mueca tan espantosa que el jesuíta no se atrevió a continuar, y dejó la frase inacabada.

– ¡Qué se calle si no quiere recibir! -estalló el maestro Juremi, golpeando la mesa de cobre con el puño. Un ruido de címbalos ensordeció la estancia, y el dueño del café apareció rápidamente.

El jesuíta optó por dirigirse a Jean-Baptiste, que parecía más tranquilo, y que para bien o para mal era el dueño de la situación.

– Señor Poncet, usted ha adquirido unos compromisos. Por muy lejos como vayamos, volveremos, al menos así lo espero. Y tendremos que justificarnos. Por lo demás, si llevamos con nosotros a este hombre, nadie se va a creer que haya venido aquí sin su consentimiento. Dirán que ha habido una premeditación, que estaban confabulados.

El maestro Juremi lanzó un auténtico rugido y sacó su espada.

– ¡Le voy a hacer trizas! -gritó, abalanzándose sobre el jesuíta.

Poncet se interpuso, pero siguieron los gritos. Un montón de curiosos se arracimaron en las ventanas y en el quicio de la puerta para observar aquel extraordinario acontecimiento: una pelea entre francos. Jean-Baptiste consiguió por fin desarmar a su amigo. Le empujó hacia el fondo del local y luego se volvió hacia el padre De Brevedent.

– Yo no he adquirido el compromiso de abandonar en medio del desierto a un amigo que necesite ayuda -dijo-. Sepa que no he intervenido en absoluto en esto, pero asumo todas las responsabilidades para que se quede con nosotros.

Luego, mientras tiraba de la manga al maestro Juremi y empujaba a Joseph delante de él, Jean-Baptiste añadió:-Vamos todos ahora mismo a la residencia del gobernador para arreglar los papeles.

Se alejaron de aquel hormiguero y volvieron a internarse en las callejas oscuras, siguiendo al pequeño mensajero que les había guiado a la ida.

Como el gobernador tenía una deuda pendiente con Poncet por haber curado a su hija, no pudo negarle el favor que éste le pedía, de modo que escribió para el maestro Juremi una carta de recomendación dirigida al Rey de Senaar y al Negus de Etiopía. Hadji Ali, decepcionado por el apoyo que recibían los dos francos, acabó por comprender que sería un error llevarles la contraria. El padre De Brévedent volvió a ser Joseph, y en lo sucesivo se abstuvo de expresar sus opiniones. Torció el gesto y en la parte inferior de sil rostro se dibujó de nuevo aquel mohín de abatimiento que solía darle un aire tan alicaído. Se volvió aún más taciturno, y aunque hasta entonces el jesuíta le había dado muestras de una escasa simpatía, Jean-Baptiste se preguntó si no estaría celoso de ver juntos a los dos amigos.

Sea como fuere, el supuesto Joseph salió ganando pues al día siguiente, gracias a los dos camellos que acarreaba el protestante y después de dejar sus presentes al gobernador, el servidor dispuso de una montura.

El jesuíta estaba totalmente convencido de que la aparición del maestro Juremi había sido una treta preparada de antemano con Poncet. Pero se equivocaba de medio a medio. Ambos tuvieron tiempo de explayarse hablando de ello durante las largas horas de marcha en la caravana. La verdad era que el protestante, reconcomido de remordimientos por haber dejado solo a su amigo frente a tantos y tan grandes riesgos, decidió de la noche a la mañana emprender el viaje. Pero para evitar complicaciones con el cónsul y no forzar tampoco a Jean-Baptiste a mentir, práctica que horrorizaba al maestro Juremi, prefirió no decir nada y reunirse con él en secreto fuera de Egipto.

Jean-Baptiste tuvo un presentimiento respecto a la identidad del misterioso franco que se escondía tan cerca de ellos, pero hasta el final no lo supo con certeza.

También hablaron de El Cairo, donde el maestro Juremi se había quedado una noche más que su amigo. Había abandonado la casa en el preciso momento en que la carroza que conducía a Alix y al padre Gaboriau doblaba la esquina de la calle.

– ¿Estás seguro de que le han dado mi carta? -preguntó Jean-Baptiste con emoción.

5

Ahora que Alix conocía la naturaleza del brebaje que le habían prescrito al padre Gaboriau, ya no dudaba en recomendarle que aumentara la dosis. Aquel día, apenas llegaron a la casa de los boticarios, le animó a beber un enorme vaso de un solo trago, y en menos de cinco minutos se quedó dormido. Apenas oyó el primer ronquido, Alix corrió a la terraza y llamó a su amiga, mirando hacia la ventana con los postigos cerrados.

– ¡Françoise, ya puede venir!

Las persianas se abrieron en cuanto se oyó la voz, y Françoise fue a reunirse con la joven en la terraza. Las mujeres acercaron dos sillas y se sentaron en un rincón, una al lado de la otra.

– ¿Se siente feliz por la carta que le entregué ayer? -preguntó Françoise.

Alix se ruborizó. A pesar de que la conocía muy poco, la joven confiaba intuitivamente en aquella mujer que la miraba con tanta bondad. Durante las primeras horas interminables de aquella mañana, Alix había esperado con impaciencia el momento de confiarse a aquella desconocida que le ofrecía su comprensión.

– Tenga -dijo al tiempo que le tendía la carta a su amiga-. Lea usted misma.

Françoise tomó en sus manos los dos pliegos escritos con la letra apretada de Jean-Baptiste y leyó:


Querida Alix:


Le escribo a toda prisa, sentado en un baúl, en medio del desorden de todo lo que llevo conmigo, y con la mente más revuelta aún por las tribulaciones fútiles de estos preparativos. Ya sé que noes el mejor momento para expresar sentimientos. Sin embargo, los míos se me aparecen hoy tan claros como los proyectos que me inspiran, y por eso no temo turbarme por concebirlos. Mi único temor es comunicárselos tan de repente y en un momento en que usted no esté preparada para escucharlos. Por este motivo he tomado la precaución de hacerle llegar esta carta con una cierta tardanza que usted perdonará, espero. Si lee estas líneas es porque ha ido a mi casa y porque se ha acostumbrado a ella; porque la rodean mis queridas plantas, que son propiamente una parte de mí; y también porque ha conocido a Françoise y ha sabido ganarse su digna confianza. En estas condiciones, Alix, es más fácil hablarle. Compartimos el mismo espacio, aunque no estamos juntos, y tenemos amigos que nos unen. Nunca hemos estado tan cerca, ahora que la distancia nos libra de lo que nos separaba, cuando estábamos tan cerca uno de otro.

Al amparo de esta lejanía, tengo menos reparos en confiarle con toda franqueza lo que siento. Durante estos últimos días no me he atrevido, y de haberlo hecho, todo habría impedido esta confidencia. Sin embargo, por mi parte, sólo la veía a usted, sólo le hablaba a usted, y aun cuando fingiera dirigirne a los demás, sólo usted era el centro de todos mis pensamientos.

Nuestro encuentro es demasiado reciente como para no retener cada fase en la memoria. Desde el momento en que la vi, en el puente del Kalish, me turbó su belleza y la gracia de todo su ser. En cuanto me acerqué, en cuanto la observé y cruzamos nuestras miradas, aquella primera impresión fue calando cada vez más hondo en mí. Como no estoy acostumbrado a experimentar sentimientos tan vehementes, al principio me angustié, e incluso me sentí incómodo, pero luego no pude por menos que abandonarme a ellos con felicidad. Me gustaría tener tiempo suficiente para contarle con detalle todos los encantos que veo en usted, pero estas páginas no son suficientes. En vista de que no dispongo del sosiego necesario para ello, prefiero no decir nada que, tomado al azar, pudiera hacerle pensar que he olvidado alguna de sus virtudes. Querida Alix, adoro todo lo que conozco de usted, e incluso amo apasionadamente la fuerza que usted disimula aún y que no va a tardar en revelarse.

Me pregunto por qué le digo todo esto ahora que voy a partir; por qué la abandono ahora, si realmente mis sentimientos son tan profundos, y también me pregunto de qué sirve expresarlos puestoque me marcho. Estos últimos días he pensado en todo esto con la exasperación de alguien que toda su vida se ha negado a darle cabida a la menor brizna de melancolía. A fuerza de darle vueltas a este asunto en la cabeza, he terminado por verlo de una manera diferente que hace dichosa mi partida. Sí, Alix, quiero convencerla de que este viaje es una oportunidad, la nuestra. Si me hubiera quedado en El Cairo, nada de esto habría podido ser. En cambio, todo será posible cuando haya salido victorioso de la prueba que el destino me ha impuesto. Este triunfo me alzará hasta usted y, si usted quiere, seremos iguales y por lo tanto libres.

Desde que hice el juramento de cumplir esta misión por usted, y sólo por usted, no hay peligro que no me sienta con fuerzas de afrontar con este propósito. Cada paso que me aleja de usted me acerca más. No tengo ninguna duda del éxito de mi empresa. Volveré. Y mi única esperanza es que tenga la paciencia suficiente para esperar mi regreso. Aunque no pueda reunirse conmigo en el lugar donde me encuentre cuando lea mi carta, sepa, Alix, que tampoco me puede abandonar. La sensación de que usted me acompaña es un constante motivo de placer. Y ahí, en los caminos del desierto, libre de toda suerte de ataduras, me siento con la audacia de abrazarla.


– Y todo este embrollo -dijo Françoise cuando terminó de leer- para decirle que se ha enamorado de usted.

– Pero si apenas nos hemos visto -dijo impulsivamente la joven con la mirada ausente-. Ni siquiera hemos hablado…

– Según usted, ¿cómo se enamora uno? ¿Viendo cada día a alguien que no le gusta, durante un período de tiempo prudencial?

– No, desde luego, pero ¿cómo puedo saber que es sincero?

Alix revelaba con visible aplicación el fruto de las cavilaciones de la noche anterior.

– Un hombre que emprende un viaje semejante no tiene razón alguna para mentir -dijo Françoise.

– Puede ser un desafío, un deseo nostálgico o una fanfarronada. Después de todo, no tiene nada que perder pidiéndome que le espere…

– ¿De verdad está segura de lo que está diciendo? -le preguntó Francoise. La joven bajó la mirada, como si reflexionara un instante. Una lágrima rodó por su mejilla.-Por supuesto que no -confesó al fin-. Estoy tratando de convencerme de lo contrario, porque todo mi ser me dice que me ama… como yo lo amo.

– ¿Y tan grave sería aceptar las cosas simplemente como son?

– Si así fuera -continuó la joven, que seguía su propio razonamiento-, seré desgraciada pase lo que pase.

– ¿Se puede saber por qué? -preguntó Françoise.

– Juzgue la situación usted misma -respondió Alix, mirando a su amiga con los ojos llenos de lágrimas-. Si no vuelve de ese viaje, habré muerto para siempre. Y si vuelve…

– Todo será posible, él se lo ha dicho.

– ¡Usted no conoce a mi padre!

«Qué niña», pensó Françoise con ternura antes de añadir dulcemente:

– Va demasiado lejos. Espere sólo a que vuelva. En cuanto a lo demás, tenga confianza en él. Sería inaudito que un hombre que habrá forzado la puerta de reinos ignotos, persuadido a príncipes indígenas y ejecutado las voluntades del Rey de Francia y del Papa, no pudiera doblegar al padre más obcecado.

Alix le sostuvo la mirada con el semblante de tierno recelo que se adopta cuando un amigo le dice a uno dignamente las palabras que desea oír.

– Venga aquí todas las mañanas y charlaremos. El tiempo pasará más deprisa -dijo Françoise.

Luego abrazó a la joven, acarició sus cabellos y la dejó llorar.


Todo fue bien hasta llegar a Senaar. La gran caravana llegó a la ciudad al cabo de unos diez de días de marcha por el desierto de Bahiouda. Conforme avanzaban hacia el sur, la vegetación iba reapareciendo poco a poco. Entraron en el país que los árabes habían llamado Rahemmet Ullah, «la misericordia de Dios». Esta misericordia consistía en que ya no era necesario tomarse el trabajo de regar la tierra, como en Dongola, pues las lluvias del trópico se encargaban de hacerlo de una forma natural. Por todas partes se veían pastos verdes, arbustos de gran altura e incluso grupos de árboles. Gracias a estos favores del cielo, los campesinos estaban descansados y se contentaban con pasear a sus asnos cantando.

Senaar, la capital, estaba situada a orillas del Nilo azul que desciende de las montañas de Abisinia transportando lodo de esquisto. Erauna gran ciudad agrícola y comercial dotada de ricos bazares, bellas mezquitas y un palacio residencial donde el Rey y su corte vivían permanentemente. Todas las construcciones eran de piedra y una argamasa de arcilla roja.

Durante esta última etapa del desierto, el viaje transcurrió sin incidentes. Tras la alegría del reencuentro, el maestro Juremi se había vuelto tan silencioso como de costumbre y hacía gala de su mal humor habitual. Entre el jesuíta y el protestante había una relación de tregua armada. Se evitaban y sólo se dirigían la palabra a través de Poncet, que se veía obligado a su pesar a actuar de mediador entre los dos hombres. Pero Joseph se sentía más fastidiado aún pues mientras su enemigo viajaba como un señor, él se humillaba como criado, tenía que cargar y descargar las bestias, preparar la sopa en cada alto y llenar los odres en los pozos. Aunque Poncet le sugería que hiciera oídos sordos, Hadji Ali le daba cada vez más órdenes directamente. Pero ahora estaban en tierra extranjera y el camellero ya no les temía, así que lo mejor era ser prudentes. El supuesto respeto que dispensaba a Jean-Baptiste no era óbice para que el caravanero no desperdiciara ninguna ocasión para exigirle el pago de exiguos tributos que siempre terminaban siendo grandes sumas. En pleno desierto de Bahiouda, Hadji Ali aprovechó un alto para intentar un nuevo chantaje. Llegó a la tienda de los francos acompañado del impenetrable Hassan El Bilbessi, envuelto en un turbante que sólo dejaba a la vista sus ojos enrojecidos por la arena.

– Dentro de dos días llegaremos a Guern -dijo Hadji Ali-. Es un puesto de guardia para controlar las viruelas.

Explicó que en las fronteras del reino de Senaar, el Rey, a quien aterrorizaba esta enfermedad, había mandado establecer puestos de guardia para someter a cuarentena a los viajeros sospechosos.

– Hassan dice que conoce bien al jefe -prosiguió Hadji Ali-. A los árabes los dejará pasar. Pero no se fiará de usted, así que nos veremos obligados a dejarle allí y continuar solos. A menos que…

– ¿A menos que qué?

– A menos que le dé algún dinero para convencer al funcionario.

Hadji Ali mencionó una suma exorbitante. Luego siguió la consiguiente comedia con Hassan El Bilbessi, con el que hablaba en dialecto, mientras este último sacudía la cabeza como un campesino testarudo que no quiere saber nada. Al final bajó el precio, pero tuvieron que pagar. Dos días después llegaron al puesto de guardia y encontraron los edificios abandonados. Probablemente habría pasado el peligro de epidemia, y las medidas de cuarentena se habían suprimido. Pero ni Hadji Ali ni Hassan quisieron devolverles el dinero que sin duda ya se habrían repartido.

En Senaar todo empezó a las mil maravillas. Se presentaron en el palacio para darle al Rey sus cartas y sus presentes. Como en Dongola, el soberano, al saber que Poncet era médico, le pidió que curara a uno de sus parientes. A partir de ese momento las cosas dieron un giro.

En una estancia contigua al salón del trono, el Rey había convocado a Poncet y al maestro Juremi, pues en la carta de presentación rezaba que este último era un boticario titular. El soberano era un hombre enjuto, con la piel negra y mate como el carbón; sus ojos pequeños reflejaban la inquietante crueldad de quien ha ordenado muchos actos espantosos y teme ser objeto de venganzas aún más abominables en el momento más inesperado. Hadji Ali no fue convidado al examen pues el Rey en persona iba a explicar el asunto en árabe, lengua que Poncet y el maestro Juremi comprendían perfectamente. Un guardia hizo entrar a un muchacho de unos catorce años, que pese a su edad era más alto que los dos franceses. Por mandato del Rey, el joven paciente se desprendió de la túnica negra con bordados en oro y enseguida se hizo patente toda su delgadez.

Debajo de su fina piel se percibía cada uno de sus músculos, como si se tratara del engranaje de un mecanismo. Tenía el vientre liso y el ombligo hacia fuera, como el cuello de un ave. Lo más extraordinario era que el adolescente parecía estar bien, a no ser por su extremada delgadez.

– Es el hijo de mi tercera mujer -dijo el Rey-. No sabemos qué le ocurre. Tal come, tal hace. Si come mijo, hace mijo; si come sorgo hace sorgo, si come carne hace carne.

Se volvió hacia los médicos a la espera de su opinión.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Poncet a su amigo.

Después de la bronca que había tenido con Joseph de buena mañana, Juremi estaba de un humor corrosivo.

– Es muy fácil -dijo con tono desdeñoso-. Está claro que come mierda.

A Jean-Baptiste le sorprendió tanto la respuesta de su amigo que soltó una carcajada. Se controló inmediatamente, pero el mal ya estaba hecho. El Rey creyó que se estaban burlando del paciente, o peor aún, de su persona, y le pidió a Poncet que tradujera lo que había dicho el boticario. Jean-Baptiste dijo que no valía la pena e improvisó unas palabras, que no complacieron al soberano.Todo fue en vano. Poncet prodigó sus cuidados más atentos al muchacho, le administró drogas, que a partir del día siguiente le ayudaron a retener mejor lo que comía. La confianza del Rey, como un plato resquebrajado a punto de romperse, había sufrido tal ataque que ya era casi imposible de recuperar.

Por si esto fuera poco, sobrevino un incidente que no habría tenido nada de particular en circunstancias normales, pero que tal como estaban las cosas contribuyó a agrandar aún más la grieta que terminaría en ruptura. El padre De Brévedent fue el artífice de la catástrofe.

En cuanto supo quién era el franco que iba por delante de la caravana, el jesuíta aceptó la compañía del protestante, porque al menos estaba seguro de que no era un capuchino. Por otro lado, con el paso de los días, se había convencido de que el peligro se había desvanecido, y que había adquirido ventaja sobre sus competidores al haber salido tan precipitadamente de El Cairo.

Brévedent estaba tan confiado que se le ocurrió la idea de pedirle a Poncet que le acompañara a visitar -siempre al amparo de su falsa identidad de doméstico- la casa de los capuchinos que había en Senaar y que albergaba una pequeña comunidad de monjes. De este modo podrían conocer algún nuevo detalle sobre la región, y tal vez enterarse de si los capuchinos tramaban algo con respecto a Abisinia. Poncet aceptó. Dejaron al maestio Juremi en la ciudad, en la casa que Hadji Ali había alquilado para ellos, y salieron a pie hacia el convento.

Aunque puede parecer curioso que el Rey de este estado musulmán aceptara la instalación de un hospicio católico en la capital, lo cierto es que había una explicación. En la corte, los capuchinos habían empleado unos argumentos totalmente contrarios a los que habían esgrimido con el Papa para recibir el visto bueno de su misión. En Roma habían afirmado que iban en auxilio de los católicos perseguidos que se habían refugiado en Senaar tras la expulsión de los jesuítas. Pero todos sabían en el reino, y el Rey el primero, que esos católicos refugiados no existían. Para empezar, porque los jesuítas no habían convertido a nadie en Abisinia, salvo al Negus, y por poco tiempo. Así que habían tenido que irse como habían llegado, solos. En aquellas tierras, los asuntos de la autoridad estaban concebidos de tal manera que si hubiera habido católicos en Senaar, el Rey nunca habría permitido la entrada en el país a los sacerdotes romanos por miedo a una rebelión en su contra. Pero en vista de que no había ninguno y de que los religiosos se comprometían a no intentar convertir a los musulmanes, sopena de exponerse a sufrir los castigos más aterradores, el soberano no había tenido inconveniente en hacer un hueco a aquel puñado de extranjeros pacíficos que daban clases a los niños, cuidaban algunos enfermos y sacaban a Senaar del aislamiento, vinculando a su Rey con Europa, ya que gozaban del favor del Papa.

Poncet, seguido de Joseph, franqueó el portalón de madera del convento y entró en un patio espacioso. En el suelo de polvo rojo había grandes vasijas de porcelana en las que se habían plantado naranjos. El capuchino recibió a los visitantes con gran naturalidad, como si los estuviera esperando. Los condujo a una estancia sin ventanas que daba al patio, como todas las demás, y les ofreció asiento en taburetes bajos tensados con correas de piel trenzada. Unos minutos más tarde, otros cuatro hermanos se reunieron con ellos. Sus hábitos, que eran como los de san Francisco, ni más ni menos, parecían ropas árabes en aquel decorado. Curtidos como estaban, con sus barbas negras y su aspecto de campesinos de los Abruzos, podían pasar perfectamente por campesinos autóctonos de este reino de Nubia, a no ser por la pequeña cruz que llevaban alrededor del cuello.

Uno de los hermanos, que se hacía llamar Raimundo, dijo que era el superior. Presentó a sus compañeros, que tenían tan mal aspecto como él, señaló a los otros dos monjes que estaban un poco rezagados y que miraban a Poncet con un aire sospechoso y dijo:

– Estos dos hermanos han venido a visitarnos. Llegaron de El Cairo ayer por la mañana.

– ¡Ayer por la mañana! -exclamó Poncet-. ¿Por dónde han pasado? Tendríamos que haberlos visto en Dongola.

– Aquí llegan unas cuantas caravanas -dijo el hermano Raimundo-. Han descendido por el valle del Nilo hasta la segunda catarata, y luego han atravesado el desierto de arena que está al norte.

– Es un camino mucho más largo -dijo Poncet.

– Depende de la estación. Cuando el Nilo no está en crecida, se puede galopar a caballo por el valle y se avanza deprisa.

Jean-Baptiste les preguntó la fecha de su partida y calculó que habían abandonado El Cairo diez días más tarde que él.

6

Cuando regresaban del convento a través de callejuelas oscuras, el supuesto Joseph estaba más aterrorizado que nunca. Las sombrías advertencias del padre Versau, que le había sermoneado antes de partir a propósito de las dudosas maniobras de los capuchinos, se veían ahora justificadas y de la forma más inesperada. Un sinfín de presencias y amenazas parecían bullir en la calidez de la noche. El jesuíta pensaba en los días y días de viaje que habían necesitado para llegar hasta aquella región, y en ese momento le pesaban como si fueran losas de granito que le separaban de la luz. Podían gritar o morir, pero nadie acudiría a socorrerlos. Estos siniestros pensamientos alimentaban los ruidosos bufidos que el cura soltaba como si fuera una ballena. Jean-Baptiste, crispado, había apresurado el paso y le llevaba unos cuantos metros de delantera para no oírlo. Bastante injustamente, descargó sobre el pobre infeliz, que sólo había cometido el error de haberlos lanzado a la boca del lobo, toda la furia que llevaba dentro, sólo de pensar en el chantaje de los capuchinos. En este estado, desafiante uno y desesperado el otro, entraron en la casa donde les esperaba el maestro Juremi.

Éste estaba sentado tranquilamente en el patio sobre unas cajas de mimbre y leía a la luz de un fanal de latón. Poncet y Joseph se sentaron cada uno en un baúl, frente a él.

– Los capuchinos lo saben todo -dijo Jean-Baptiste.

El padre De Brévedent mantenía la cabeza baja y el semblante lúgubre.

– Quieres decir que*…

El maestro Juremi hizo un ademán con el mentón, señalando al jesuíta, sin desviar la mirada.-No. Afortunadamente, no creo que sepan eso.

– Entonces, qué…

– Pues lo más importante, que vamos en embajada en nombre de Francia.

– Hay que decirles que se callen -dijo el maestro Juremi, levantándose anquilosado de su asiento improvisado.

Las paredes de adobe que rodeaban el patio no rebasaban la altura de un hombre. Detrás de esa barrera frágil se oían los ruidos de la noche: conversaciones lejanas y gritos de niños, murmullos cercanos, aullidos de perros y el ruido de pezuñas. Por encima de ellos, en la profundidad celeste de una noche sin luna, abrumadora y colmada de estrellas, una gran ráfaga de viento soplaba en las alturas.

– Pero ¿qué quieren exactamente? -dijo el maestro Juremi, inmóvil.

– Que llevemos con nosotros a dos de los suyos. Poco después de nuestra partida fueron a ver al cónsul, en El Cairo, y todavía no se resignan a haber perdido la oportunidad que para ellos supone la misión de Hadji Ali.

– ¿Y si nos negamos?

– Se lo dirán todo al Rey de Senaar. ¿Sabes qué significa eso? Pues verás, el príncipe es musulmán y le parece bien dejar pasar a un médico para el Negus, pero nunca autorizará la embajada de un rey cristiano.

– ¿Y entonces?

– Para empezar, supongo que nos harán prisioneros. Y como esos señores capuchinos nos han dado a entender, no se contentarán con eso. El populacho los respeta, y no les costará nada infundirles una mala opinión de los extranjeros. Todos dirán que somos hechiceros, y mi cofre lleno de frascos será una prueba estupenda. Pedirán nuestras cabezas al Rey. Y se las concederá con mucho gusto…

– ¿Qué les habéis respondido? -preguntó el maestro Juremi.

– Que teníamos que organizamos con Hadji Ali, que haríamos lo que pudiéramos. Resumiendo, que necesitábamos dos días.

– Estupendo -dijo el maestro Juremi-. ¿Y qué vamos a hacer durante esos dos días?

Poncet frunció el ceño para indicar que ignoraba la respuesta. Se quedaron pensativos. Jean-Baptiste mantenía la calma, aunque la situación era extremadamente crítica. En ese instante en que todo parecía definitivamente perdido, le irritaba aquel contratiempo, pero notenía ninguna duda sobre el feliz desenlace de su viaje. Seguramente Alix era la fuente de esa confianza.

– Yo creo que deberíamos llevar a un capuchino con nosotros -dijo el maestro Juremi con la mayor seriedad del mundo- y hacerle trizas en cuanto estemos lejos de aquí.

El padre De Brévedent se sobresaltó. Como de costumbre, antes que dirigirse al protestante, tuvo que hacer su puntualizacion particular a Poncet.

– En primer lugar -dijo-, asociar a los franciscanos reformados a nuestra empresa va totalmente en contra de nuestra misión. Y en segundo lugar, sólo una mente irreligiosa puede concebir la idea de matar curas.

– Bueno, pues a ver si se le ocurre algo mejor -dijo Juremi con maldad.

Poncet se levantó y dio unos pasos por el patio hasta el límite de la oscuridad, antes de volver junto a sus compañeros.

– Tenemos que irnos esta noche -dijo.

– ¡Irnos! -exclamaron los otros dos, por una vez al unísono.

– Sí, irnos. Tenemos dos días y dos noches por delante. Hay que pensar en algo para engañar a los espías de los capuchinos y hacerles creer que seguimos en la ciudad. Y entretanto, les tomaremos tanta ventaja como podamos.

– No conocemos la región -dijo el padre De Brévedent.

– Y la caravana no sale hasta dentro de una semana -añadió el maestro Juremi.

– No esperaremos a la caravana. Hadji Ali nos servirá de guía.

Poncet descubría sus propias respuestas a medida que las enunciaba, como los candidatos a los que la emoción no deja reflexionar y que sin saber cómo y casi a su pesar se oyen pronunciar ante un tribunal las palabras esperadas.

– Quedaros aquí-dijo-; preparad vuestro equipaje, lo mínimo. Yo voy a buscar a Hadji Ali.

Antes de que tuvieran tiempo de asimilar la noticia, él ya se había ido. No se veía casi nada fuera. Jean-Baptiste se deslizaba entre las sombras y tropezó con las piedras que pavimentaban el callejón. Afortunadamente bastaba caminar en línea recta para llegar a la gran explanada de arena que habitualmente ocupaban las caravanas que hacían un alto en la ciudad. Se escurrió entre las tiendas y llegó a la de Hassan El Bilbessi. Como había supuesto, Hadji Ali estaba sentado en unas esterillas dispuestas sobre el suelo de arena, platicando con el jefe de la caravana y otros mercaderes. Tras saludar a todo el mundo y beber también un vaso de té hirviendo, Poncet pidió permiso para hablar un momento a solas con Hadji Ali sobre un asunto urgente. Al final consiguió arrancar de mala gana al camellero y lo arrastró a su casa. Le ofreció asiento en el patio, en el mismo sitio donde unos minutos antes habían conversado los tres.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué está tan inquieto? -preguntó Hadji Ali con expresión sombría.

– Tenemos que marcharnos esta noche -dijo Poncet.

– ¿Esta noche? -repitió Hadji Ali, sonriendo con ironía y dejando al descubierto su dentadura mellada.

– No estoy bromeando.

– Es una pena -dijo Hadji Ali con un tono guasón-. ¿Van a irse solos?

– No, contigo.

– ¡Me parece una idea genial! Sin duda el Profeta ha tenido el acierto de prohibir las bebidas fermentadas, que le hacen concebir ideas peregrinas.

– No he bebido ninguna bebida fermentada -se quejó Jean-Baptiste-, y te aconsejo que escuches lo que voy a decirte si no quieres que mañana te azoten y te metan en prisión.

– ¿Y quién me va a meter en prisión?

– El Rey.

Hadji Ali empezó a ponerse serio.

– El asunto es el siguiente. ¿Te acuerdas de que el cónsul de Francia se opuso en El Cairo a que te marcharas con los capuchinos?

– Lo recuerdo muy bien.

– Pues tenía razón, y lo que te dijo sobre ellos era verdad. Pero es gente tenaz. Han enviado a dos de los suyos en tu busca para vengarse y te han encontrado.

– ¿Aquí?

– Sí, aquí. Esos curas tienen una casa en esta ciudad, y el Rey de Senaar les tiene en tanta consideración que los protege.

Hadji Ali empezó a asustarse. Se le notaba abatido y con una expresión que inspiraba lástima.

– Pero ¿cómo pueden estar furiosos conmigo? -preguntó.

– Están furiosos con todos nosotros. Se han propuesto impedir a toda costa esta misión. Mañana irán a decirle al Rey que no somos médicos sino simples charlatanes, y el Rey los creerá. Y lo que es peor, dirán que hemos sido enviados por Luis XIV, y nos meterán en prisión.

– ¡Ay de mí! -gimió Hadji Ali, que en su fuero interno calculaba qué parte de esos infortunios podrían recaer sobre él.

Y a ti que has mentido al soberano, a ti que nos has presentado como médicos francos, a ti te meterán en prisión y te azotarán.

– Yo diré que no sabía nada -protestó el camellero.

– Los capuchinos han visto al cónsul en El Cairo y saben lo que sabes. -Luego, mirándole a los ojos, añadió-: Y si no lo dicen ellos, nosotros lo demostraremos.

Aunque Jean-Baptiste pronunció esta última frase con el semblante más imperturbable que pudo, no resultó muy convincente. Hadji Ali conocía bien a sus semejantes y sabía por instinto que Poncet no haría nunca tal cosa, ni siquiera contra su peor enemigo. No obstante, la frase dio resultado a través de un extraño rodeo, pues habida cuenta de que había conseguido despertar la suspicacia del mercader, todo lo demás parecía auténtico. Hadji Ali no dudaba de que los tres francos fueran un peligro real y sopesó sus propios intereses. Le bastó una breve reflexión para estimar que no ganaría nada con su muerte. A lo sumo, si los liquidaban en pleno desierto, podría encargarse de su traslado. Pero lo primero que haría el Rey de Senaar, si los encarcelaba, sería apropiarse de sus bienes.

Hadji Ali pensó que lo mejor para él sería llevarlos hasta el Negus y recibir de él una gratificación real, pues el soberano abisinio seguramente quedaría complacido por los servicios de Poncet. De paso se ganaría el reconocimiento de los francos de El Cairo. Sí, era evidente que le interesaba más salvar a los viajeros. Además, si partían de Senaar a todo correr se verían obligados a abandonar parte de su cargamento, y Hadji Ali podía convertirse en su beneficiario. La decisión por lo tanto estaba tomada. No obstante debía exponerla como si se tratara de un penoso sacrificio, para sacarle a Poncet una buena tajada.

Hadji Ali empezó a gimotear y se enjugó el sudor que le había caído por la frente cuando el franco mencionó el látigo y la prisión. Habló de dinero, y un cuarto de hora más tarde el acuerdo se cerraba solemnemente. Partirían los cuatro, los tres francos y Hadji Ali, con cinco camellos y un mínimo de bultos. Cada viajero llevaría en su montura sus efectos personales y sus armas. El camello de carga transportaría principalmente los regale* destinados al Negus y el cofre de los remedios. Todo lo demás -tenían otros muchos instrumentos científicos, presentes para las autoridades que encontraran ocasionalmente y mudas de recambio- lo dejarían a buen recaudo aquella misma noche en casa de una viuda que acostumbraba consolar al camellero siempre que pasaba por Senaar. La mujer escondería todo hasta su próximo viaje. Hadji Ali exigió finalmente que a partir de ese día los camellos pasaran a ser de su propiedad y que los francos le abonaran en concepto de alquiler una suma previamente estipulada.

A cambio de estas ventajas, Hadji Ali aceptó la escapada, e incluso buscó la complicidad de Hassan El Bilbessi para encubrir la huida. A partir de la mañana siguiente, a cualquiera que le preguntase por los francos, éste respondería que habían ido en busca de plantas al río y que Hadji Ali se había encerrado en el hammam, aquejado de una migraña. Después ya se vería.

Descansaron un poco, aunque no pudieron dormir. A las dos de la madrugada, Hadji Ali, que había ido a hablar con Hassan El Bilbessi, volvió a la casa con un camello que cargaron con dos baúles. Luego, los tres se deslizaron por el callejón a pie detrás del camellero, con sus mantas de grupa y sus sillas. Colocaron los arneses a los camellos que estaban atados lejos de la caravana y se pusieron en camino. La noche era absolutamente cerrada, pero afortunadamente para todos, Hadji Ali conocía bien la región. Nada es tan reconfortante como huir. Ya no tenían miedo. Durante varias horas avanzaron con prudencia, a buen ritmo. La ciudad estaba lejos, y ya no se oían los perros. A su izquierda, la oscuridad exhalaba un aliento húmedo que debía provenir del río. Al rayar el alba, después de haber remontado la orilla del Nilo azul, descubrieron ante ellos unas cabañas de barro seco que emergían de un tapiz de cañas. Unos bueyes sorprendidos, al borde de la ribera, resoplaban como si quisieran alejar más deprisa los últimos retazos de la noche fría. Un puente de troncos franqueaba el Nilo; empujaron a sus bestias y, cuando lo hubieron cruzado, partieron al galope hacia la luz malva de Oriente.


La tranquilidad de Alix y Françoise, que habían adquirido la costumbre de encontrarse todas las mañanas en la terraza de los droguistas, se vio amenazada de repente por la persona aparentemente más inofensiva. El padre Gaboriau, tan apacible, tan dócil a su tratamiento y que tan poco les incomodaba, sufrió un ataque. Un día, a la hora de despertarlo, Alix encontró al pobre hombre en el diván con una mano colgando, un ojo desmesuradamente abierto y la boca torcida.

El viejo sobrevivió, aunque se quedó paralítico y mudo. Su defección estuvo a punto de tener consecuencias fatales para las dos amigas, pues el cónsul se aferró a este pretexto para terminar con aquellas salidas que únicamente había autorizado bajo la coacción más execrable. Su hija apeló al compromiso moral de cara a los «propietarios del laboratorio», pero el diplomático se encogió de hombros. Bonitas palabras para calificar a aquel par de truhanes, pensó. Llegaron casi a los gritos pues Alix dio muestras de una resistencia impropia de ella hasta entonces. Al final obtuvo el permiso para reemprender sus funciones, a partir de entonces en compañía de la señora De Maillet. Entretanto, Françoise permaneció escondida. Desde la primera visita, Alix obligó a su madre a escuchar fastidiosas explicaciones sobre una botánica que iba inventando sobre la marcha, salpicada de innumerables palabras latinas creadas para la ocasión, e interminables paradas frente a las plantas crasas más modestas, que la muchacha elevaba al rango de especímenes únicos en el mundo. La pobre mujer se aburrió tanto que al regresar tenía migraña y dolor de piernas. Aún sacó fuerzas para volver una segunda vez, pero eso fue todo. El aire de aquel invernadero, declaró, era deletéreo para su salud; no obstante, reconoció que resultaba muy beneficioso para su hija. La señora De Maillet persuadió a su marido de que el entretenimiento de las plantas era una pasión inofensiva para Alix y que sería peor contrariarla que complacerla. El cónsul cedió, primero porque no había oído ningún comentario adverso en la colonia a propósito de aquellas visitas, y segundo porque incluso había recibido las felicitaciones de un mercader cuyo hijo tenía un invernadero. Alix, que temió por un momento no poder continuar con sus visitas o ser vigilada más de cerca, obtuvo la benévola autorización de su padre para acudir sola, de modo que a partir de entonces pudo ver a Françoise sin que la vigilaran.

Fue una etapa muy feliz. La joven no era ajena a la completa transformación que se estaba operando en ella. La firmeza que había demostrado frente a su padre en aquel asunto había sido la primera señal.

Al principio hubo cambios muy fútiles. Privada de la amistad a la edad en que es más necesaria, Alix necesitaba tomar la medida de su belleza, de aquel cuerpo que aún miraba con temor, como un caballo de raza del que todavía se ignoran sus aptitudes.

Fue la etapa de probar peinados nuevos, que había que deshacer a toda prisa, al mediodía, «ntes de volver a marcharse. Alix sacaba a menudo del consulado, escondidos en una bolsa, algunos vestidos que sustraía a su madre, y se divertía probándoselos. Ella desfilaba ante su amiga riendo, en aquella terraza sombreada donde crecían los naranjos. Más allá de las nociones generales y vagas sobre la belleza, Françoise enseñó a la joven a discernir y a valorar cada detalle. Alix estaba radiante.

Con el paso del tiempo, le manifestó su gratitud a Françoise por haberse mostrado tan paciente y alegre durante aquel largo período en que se había descubierto con tanta ingenuidad.

Sin darse cuenta, había pasado esta primera página. Alix conocía sus cualidades, ya no dudaba de ellas y sabía hasta dónde llegaban. Surgió entonces una seguridad en sí misma, nueva e intensa, que disimuló conservando la modestia de sus formas y sus propósitos. Su madre no vio nada, como de costumbre. Alix se dio cuenta de que la pobre mujer, a quien lamentablemente apenas conocía, tenía poco que enseñarle. ¡Qué diferencia con Françoise, que había tenido una vida de auténtica novela! Había nacido cerca de Grenoble en el seno de una familia acomodada; su padre era mercader de grano. Françoise se había vengado del poco caso que aquella buena gente había prestado a su hija, abandonándolos para seguir a un hombre treinta años mayor que ella. No tenía oficio pero los había ejercido todos, gastaba mucho sin ser rico, y todo a cuenta del padre de Françoise. Aquel apuesto amante hablaba bien, había estado en Oriente e Italia y se la llevó con él. Éste fue el principio de un sinfín de aventuras interminables que ella refería a retazos, como en Las mil y una noches. Fuga, fortuna, viaje, miseria, y amor. Exilio, mentira, juego, y más miseria. Cuando llegaron a El Cairo ya no se entendían. Todo resultó cada vez más triste hasta que el hombre murió, de forma vergonzosa, lejos de ella, en la ciudad árabe. De este período errante Françoise recordaba imágenes, anécdotas y algunas pautas de conducta. Aludía a los preceptos como si nunca más tuviera que aplicárselos a sí misma, como si la edad y la indiferencia la hubieran vuelto imperturbable. No obstante, Alix reparó en que siempre se emocionaba al mencionar al maestro Juremi cuando ésta hablaba de su trabajo en casa de los droguistas.

– ¿Le ama? -le preguntó al fin la joven.

– No puedo hablarle con menos franqueza de la que exijo de usted -respondió Françoise-. Es un hombre emprendedor, bueno, y sí, creo que le amo.

– ¿Se lo ha dicho?

– Se nota que no lo conoce usted. Es taciturno y gruñón. Veinte veces se me ha ocurrido la idea de hablar de ello. En ocasiones he pasado toda la noche pensando en cómo se lo iba a decir, pero cuando a la mañana siguiente me mira con sus ojos negros, me quedo sin fuerzas. ¿Se da cuenta? Me las doy de mujer experimentada, pero usted me lleva la delantera.

Esta simple confesión tan sincera daba aún más valor a todos sus relatos. Françoise era dueña de sus audacias y de sus flaquezas, de la pasión a la que había obedecido hasta el final y de la que todavía no se había atrevido a despertar.

Alix la admiraba. Su padre se habría escandalizado sobremanera ante tales sentimientos para con una sirvienta. Pero Alix la veía de otra forma. Era una mujer libre, que había pagado muy cara su libertad y que no lamentaba nada.

Hasta entonces, Alix no había pensado nunca que una mujer pudiera hacer otra cosa que someterse. Pero Françoise le mostraba un ejemplo distinto y su influencia alentaba nuevos sueños, que seguían caminos inciertos y caóticos. Cada vez que Alix se imaginaba libre, se hacía la ilusión de estar con Jean-Baptiste. Al principio lo achacó a que no tenía a nadie más en quien pensar. Sin embargo, Françoise la desengañó.

– Un hombre que se ha apropiado de sus sueños hasta ese punto no saldrá de ellos tan fácilmente -dijo sacudiendo la cabeza.

7

Avanzaron durante veintiún días. Al principio se obsesionaron tanto con la idea de que el Rey de Senaar y sus tropas iban tras ellos que creían ver la manifestación de su fuerza por todas partes. Le temían hasta tal extremo que le atribuían un poder muy superior al que en realidad tenía. Por fin, al cabo de una semana se convencieron de que nadie los seguía, y que tampoco les llevaban la delantera los temibles espías del Rey, a menos que tuvieran alas. Lo único cierto era que se habían perdido en aquel inmenso reino de arena y que su enemigo real no era el monarca invisible ni los pérfidos capuchinos sino los parajes sin agua y sin alimento que recorrían sin detenerse a descansar.

La región era completamente plana; las vastas llanuras áridas sembradas de pedruscos abrasados por el sol alternaban con una especie de valles quese prolongaban a lo largo de ríos de arena. Sólo llovía una vez al año con gran intensidad, y elsuelo absorbía la tromba sin darle tiempo a sumarse al curso de otras aguas. La densa vegetación de los valles se componía de bambúes, juncos y chumberas, que florecían en aquella estación, además de aloes y acacias. Unos tupidos mantos de espinos e impenetrables zarzales de cardos hacían poco agradable el lugar, y más de una vez fue imposible atravesar toda aquella maleza.

Como habían reducido su equipaje al mínimo, los fugitivos no tenían nada con qué protegerse; ni tienda ni hamaca ni manta, así que dormían en el suelo. En los parajes desérticos les intimidaban las arañas, los escorpiones y el veneno de los áspides. Cuando podían abrirse camino por aquellos valles umbríos quedaban expuestos a los mosquitos, las grandes serpientes constrictor y todos los bichos que el Creador había imaginado para alejar al hombre de aquellas soledades y mandarlo nuevamente al lado de sus semejantes, a pesar del temor que éstos pudieran inspirarle. Pocos días después de la fuga, el padre De Brévedent sufrió la picadura de una araña gigante en el tobillo. Poncet le administró un remedio que le alivió el dolor, pero la inflamación se le extendió por toda la pierna y tuvo fiebre, de modo que el viaje le resultó extremadamente penoso. Después el mal fue remitiendo y el cura empezó a sentirse mejor, aunque continuó estando muy débil.

Mientras creyeron que los perseguían evitaron los pueblos, que por otra parte no eran más de cuatro chozas donde vivían los pastores, y sólo se acercaban a los pozos al caer la noche para llenar sus odres. Pero cuando hubieron agotado el saco de habas que habían llevado consigo desde Senaar, capturaron un ternero que pastaba solo en un campo. Hadji Ali le dio muerte de acuerdo con sus ritos y luego mandó a Joseph que lo descuartizara. Muerto por un musulmán, guisado por un católico y degustado por un protestante; resultaba difícil imaginar un ternero más ecuménico, a menos que un rabino hubiera roído los huesos. Aún estaban cargando los cuartos restantes en las monturas cuando, para su desgracia, una partida de negros armados con azagayas y cortas espadas de bronce se abalanzó sobre ellos, tras ser alertados por un labriego que les había estado observando. Al ver la cantidad de asaltantes, Poncet pensó en escapar de allí cuanto antes, pero el maestro Juremi ya había echado mano a su espada y gritaba:

– ¡A mí, señores!

De modo que Jean-Baptiste cogió otra arma y acudió en ayuda de su amigo para luchar contra los dos primeros indígenas que encontraron. Ambos manejaban las espadas con tanta rapidez que parecían invisibles, y esto sorprendió tanto a los dos guerreros desnudos que fueron atravesados de parte a parte, mientras miraban a los blancos con grandes ojos incrédulos. Un instante después, los dos negros fueron relevados por otros dos, visiblemente divertidos por tan curiosa y sorprendente refriega. Era evidente que el sonido metálico de las armas les excitaba. Los restantes indígenas, colocados en un gran círculo, presenciaban los peculiares combates como si se tratara de un festejo. Los dos extranjeros se movían con agilidad al abrigo de aquellas largas cuchillas de hierro que revoloteaban en el aire como las alas de una libélula, mientras sus adversarios paraban los golpes con la ayuda de pesadas lanzas, aunque algunos se protegían también con un minúsculo escudo de cuero. Y cuando eran alcanzados, continuaba el relevo. Aquello era probablemente el final, pues más de doscientos negros pateaban el suelo haciendo tintinear los anchos brazaletes que todos lucían en los tobillos. Poco a poco el círculo se fue cerrando alrededor de Poncet y su compañero, y éstos empezaban a pensar que en cuanto el cansancio los abatiera, sus asaltantes sólo tendrían que ir a recoger sus cuerpos desarmados y sin aliento. De repente, al darse la vuelta en pleno duelo, Poncet reparó en que Joseph se hallaba fuera del cerco, junto a los camellos; estaba con los brazos caídos, sin saber qué hacer.

– ¡Las pistolas! -le gritó Poncet. El jesuíta contemplaba la escena pasmado-. En mi montura. Empuñe las pistolas cargadas y dispare.

El círculo se cerraba lentamente. Unos minutos después Poncet sólo atinaba a ver el polvo del suelo y un sinfín de piernas desnudas y delgadas que seguían el ritmo con los pies.

De repente resonaron dos disparos. Los negros no se movieron. Tras treinta largos segundos de silencio emprendieron la huida a toda prisa, dejando atrás los heridos y las armas.

El padre De Brévedent tenía aún las pistolas en las manos y las veía humear con una expresión de espanto.

– Bien -dijo el maestro Juremi acercándose al supuesto Joseph-, esto sí que es un triunfo. Con dos pistolas, uno es aquí rey. Insistiendo un poco, estoy seguro de que hasta se harían católicos.

El jesuíta se encogió de hombros.

Encontraron también a Hadji Ali, que en su afán por observar todo aquello desde lejos se había abalanzado sobre un zarzal. Hadji Ali suplicó a Poncet que aliviara sus múltiples y profundos rasguños y se sometió a la cura con el estoicismo de un mártir. De los cuatro, el único que resultó herido en aquella breve y victoriosa campaña fue él.

Tras considerar que ya se habían librado de la sombra vengativa del Rey, Jean-Baptiste creyó oportuno dejar de esconderse. Y efectivamente fue lo mejor, pues los indígenas se habían mostrado más recelosos con ellos al verlos merodear por los alrededores de sus villorios que si se hubieran comportado como viajeros corrientes. Desde que se dejaron ver, la vida les resultó algo más fácil pues las tribus los acogieron con una curiosidad condescendiente. Cuando veían venir de lejos a aquellos seres blancos, los indígenas se acercaban temerosos a tocarlos, y aunque los miraban con perplejidad eran muy hospitalarios. Los negros que los habían atacado lo habían hecho porque se habían apoderado de uno de sus bienes a escondidas. Sin embargo, bastaba con hacer cualquier petición en un tono amistoso para que les facilitaran todo cuanto tenían. Prueba de ello es que proporcionaron a los viajeros chozas donde cobijarse, galletas de mijo y grandes cuencos de leche mezclada con sangre fresca de buey, plato que aquellos negros consideraban como un manjar de dioses. Fueron tan obsequiosos que incluso llegaron a poner a su disposición las más bellas doncellas de su parentela. Pero después de cabalgar horas y más horas, Poncet y el maestro Juremi caían rendidos en cuanto se acostaban, y no tenían más deseo que el de abandonarse al sueño; le hacían un sitio a la cortesana con la que habían sido honrados para pasar la noche y roncaban con ardor. Con todo, antes de dormir nunca se olvidaban de mostrar brevemente su anatomía a sus acompañantes, pues éstas les habían explicado que uno de sus cometidos más importantes consistía en informar a la comunidad, al día siguiente, de qué color tenían los viajeros sus atributos íntimos. Dado que hasta entonces habían carecido de testimonio directo, los indígenas se resistían a admitir que sus intimidades fueran también de aquel extraño color blanco.

El padre De Brévedent, a quien sus compañeros le habían aconsejado obrar como ellos, y sobre todo que no se le ocurriera rechazar aquellos honores, se pasaba la noche dando gracias a Dios por miedo a sufrir el asalto de aquella criatura en el momento más inesperado. Mal repuesto de su inflamación, y debilitado por tantos avatares, el jesuíta acabó de quebrantar su salud con aquellas veladas febriles. El maestro Juremi le hizo notar con ironía que para defender su castidad no era preciso seguir al pie de la letra la máxima ignaciana «Perinde ac cadaver». Pero fue en vano.

En cuanto a Hadji Ali, que no habría sido tan remilgado, las espinas le habían dejado tantas cicatrices que respondía con gritos al más mínimo roce, y se limitaba a ironizar sobre las costumbres de aquellos salvajes, mientras lamentaba hipócritamente que el islam no las hubiera enmendado todavía.

Avanzaron cinco días más, de villorio en villorio, hasta llegar a Grefim, un pueblo anegado en la sombra de las palmeras, cuajado de flores y frutos como guayabas, granadas, aguacates y naranjas. Los loros y otros pájaros de vivos colores poblaban el arbolado en vez de los horribles buitres que habían sido la única compañía de los viajeros durante todo el viaje.

Aún tuvieron que hacer dos breves etapas por el desierto antes de llegar al fértil valle de Semonée, que conducía a Serké, un gran asentamiento comercial rodeado de colinas blanquecinas debido a sus plantaciones de algodón. En el centro de la ciudad había un bullicioso mercado en el que se apilaban los productos hortícolas traídos de los alrededores, muy colorista además debido a la vistosidad de las telas de algodón teñidas con pigmentos crudos, carmín, índigo o azafrán que se tejían en la ciudad. El mercado desprendía un olor a especias, y los puestos exhibían las abundantes plantas aromáticas de Etiopía. La ciudad estaba bordeada por un estrecho curso de agua franqueado por un puente. Al otro lado se hallaba Abisinia, una tierra cuyos altos relieves parecían difuminarse en una bruma polvorienta.


Cruzaron el puente a las seis de la tarde. Aunque nada había cambiado a su alrededor, en cuanto pusieron el pie en la otra orilla no pudieron contener su entusiasmo y empezaron a dar gritos de alegría. Poncet abrió el cofre de los remedios y sacó un frasco que había reservado para aquel gran día. Se sentaron al pie de una ceiba cuyas monstruosas raíces, triangulares como las aletas de un escualo, podían servir de espaldar e incluso de reclinatorio. Jean-Baptiste destapó el frasco, brindó por la llegada a Abisinia y echó un gran trago antes de pasarle el frasco al maestro Juremi, que hizo lo propio. Estaban degustando el mismo remedio que había apaciguado tan deleitosamente al padre Gaboriau en su diván. Hadji Ali, que nada más pisar las tierras cristianas del patriarca ya parecía menos musulmán, ingirió una dosis doble. Joseph no quería beber, así que le animaron. Diez minutos después tuvo un vómito de sangre. Como estaban muy preocupados por esta súbita indisposición del cura, Poncet le preguntó al camellero si sabía a qué distancia se hallaban del pueblo abisinio más próximo donde poder detenerse el tiempo necesario para cuidar del enfermo a la sombra de una ceiba, o en una casa si es que encontraban alguna.

Hadji Ali dijo que no había ningún pueblo cerca y que sería más provechoso seguir la ruta pues la capital no estaba muy lejos. Saltaba a la vista que el mercader quería llegar cuanto antes y que, a sus ojos, la vida de un servidor no era un motivo suficiente para perder ni un minuto.

El jesuíta fue del mismo parecer y restó importancia a la gravedad de sus males.

– Enseguida empezaremos a ascender hacia las montañas -dijo-. El aire fresco de las alturas seguramente me sentará mejor que un alto en este asfixiante desierto.

Rápidamente se pusieron en marcha. Una hora después llegaron a una llanura y empezaron a internarse en un ancho valle poblado de cañizales y ébanos. Conforme empezaron a remontar un angosto sendero, la vegetación fue tornándose más frondosa, así que aprovecharon un claro al borde del camino para pernoctar. En medio de la noche fueron despertados por un espantoso rugido y unos gritos agudos, pero puesto que había desaparecido la luna inundándolo todo de oscuridad, juzgaron que lo más prudente sería quedarse todos juntos y esperar a que se hiciera de día. Al alba comprobaron que faltaban dos camellos. También vieron un enorme charco de sangre en una hondonada. Sin duda, un león había atacado a una de las bestias y la había devorado. Doscientos metros más abajo encontraron a la otra, que había roto su cabestro llevada por el pánico.

Reemprendieron su camino a través de la espesa vegetación, conscientes de que la vida salvaje que imperaba allí era más amenazadora aún que la del desierto.

Habían perdido una montura, de modo que alguien tenía que ir andando. Como era de esperar, el jesuíta fue el primero en ofrecerse, a pesar de que se había quedado muy delgado, tenía fiebre y se le empezaban a hinchar las piernas. Poncet se negó en redondo.

– Déjeme -dijo el padre De Brevedent-. No sea tan considerado. Sólo soy un servidor, no lo olvide. Si me trata de otra manera, despertará sospechas.

Pero esta vez no lo escucharon. El maestro Juremi lo empujó hacia la silla con cierto desdén, y en esta ocasión fue él quien caminó junto a la caravana.

Tardaron algún tiempo en recorrer aquel valle cada vez más exuberante, donde de vez en cuando aparecían sicómoros de diez pies de diámetro. Por la noche se turnaban para hacer guardia junto al fuego, con una pistola en la mano y con los camellos junto a ellos. Al llegar al final del valle advirtieron de pronto que se encontraban en otro más ancho aún que parecía abarcar el primero y hasta prolongarlo. El aire de la mañana era fresco y agradable debido a la altitud, y las noches frías y húmedas. Al franquear el minúsculo desfiladero que separaba un valle del otro descubrieron un panorama suntuoso a sus espaldas: una larga y serpenteante cicatriz jalonaba las verdes ondulaciones de la montaña perfilando el camino que los había conducido hasta allí. Como una lengua de mar que va a morir a una ribera arenosa, la mole de rocas y árboles se ondulaba, avanzaba y se precipitaba como una cascada sobre la llanura gris del desierto que ahora se veía desde lo alto. Desde lejos, una maraña de palmeras y la mancha blanquecina de unos campos de cultivo sugería un manto de espuma que aquella ola vegetal hubiera dejado atrás con la resaca.

En la ladera del valle en que ahora se encontraban, unas nabeas y unos olivos silvestres conformaban casi toda la vegetación. Oyeron el canto de una alondra y vieron un buen número de arrendajos y picamaderos en los árboles. El sendero ascendía con sinuosidades abruptas; en ocasiones se torcía y se retorcía dos o tres veces por encima de sus cabezas. Desde que pisaron tierra abisinia no habían encontrado ninguna choza ni se habían cruzado con nadie, salvo con unas pobres gentes medio desnudas y horrorosamente rudas que caminaban encorvadas por el peso de grandes sacos de yute repletos de carbón vegetal.

De noche continuaron haciendo guardia por turnos, a pesar de que la naturaleza parecía más benévola. Y durante el día no vieron a ninguna fiera, aparte de unas manadas de monos muy negros y flacos con los brazos tan largos como las piernas, y tan hábiles con unas extremidades como con las otras.

Por fin dejaron atrás el bosque y llegaron a una pradera que se extendía como una alfombra de flores amarillas en la que crecían algunos árboles dispersos; los alrededores también estaban poblados por coniferas y baobabs enanos. Hacia lo alto se veía una pendiente muy escarpada, y más allá una muralla que recortaba limpiamente las cimas, festoneando el altiplano. Conforme se acercaban, vieron erigirse por encima de ellos una especie de empalizada negruzca que discurría por las crestas como si fuera una fortificación. A sus pies, grandes bloques de basalto desprendidos por culpa de alguna gigantesca fractura habían rodado hacia la pendiente para luego quedar suspendidos allí. Bajo el manto de aquella mullida pradera brotaban aquí y allá manantiales de agua fresca. En este anfiteatro de verdor, desde donde se avistaba el ribete de basalto de la meseta, tan cercana ya, todos se abandonaron a un placentero descanso. Se tendieron sobre la hierba esponjosa, bebieron agua clara, se caldearon al sol, dejándose acariciar por una dulce brisa, y se quedaron así prácticamente una jornada entera, silenciosos, somnolientos y con la mirada ausente. Ellos, que hasta entonces sólo habían pensado en sobrevivir en aquellas tierras hostiles, admiraban ahora el cielo completamente sobrecogidos.

Jean-Baptiste tenía la sensación de que todos rezaban. Hadji Ali lo hacía ostensiblemente, arrodillado hacia La Meca. El padre De Brèvedent tenía los ojos entornados, como quien escucha desde profundidades insondables el canto de las trompetas sagradas alabando el poder yla gloria del Altísimo. Lejos de su iglesia y de sus pompas, el jesuíta tenía más dificultades que nadie para soportar aquellas soledades.

El maestro Juremi, ligeramente apartado de los demás, sacudía la cabeza, movía los labios y de vez en cuando miraba al cielo con semblante adusto, sentado en un peñasco. Poncet conocía muy bien a su amigo y sabía que ésa era su manera de rezar. La mirada atenta de su Dios le seguía siempre a todas partes, así que la plegaria sólo reflejaba el momento en que su Dios y él tenían algo concreto que decirse. El maestro Juremi no se andaba con rodeos; estimaba que el Creador tiene tantos deberes hacia sus criaturas como al revés, y acaso más, porque como decía el hombre, «después de todo, fue él quien comenzó». Por esta razón, cuando una injusticia le soliviantaba, el protestante no vacilaba en pleitear directamente con Dios; se empeñaba en llevarle la contraria, e incluso le exigía explicaciones imperiosamente.

Jean-Baptiste, por su parte, daba gracias a las fuerzas invisibles del Cielo y de la Tierra, aunque para él no tuvieran ni nombre ni rostro. Durante un buen rato pensó en Alix con la deliciosa sensación de que por aquel camino se acercaba cada vez más a ella.

8

Antes de emprender la última subida que conducía al altiplano se desprendieron de su indumentaria europea (unos calzones harapientos y sucios y una camisa empapada cien veces en pozos, lagunas y torrentes de montaña que se había endurecido a consecuencia del polvo incrustado indefectiblemente en la tela). Los tres se vistieron con ropas moras, es decir, con una larga túnica azul y un turbante. A sabiendas de que los abisinios estaban acostumbrados a ver pasar caravanas por su territorio, Hadji Ali tenía en mente presentar a los francos como humildes camelleros para evitar que se mostraran hostiles con los viajeros.

Al cabo de dos horas llegaron al pie de la muralla de basalto; la bordearon hasta encontrar un punto de fisura entre aquellas columnatas de basalto parduzco que se erigían derechas como las estacas de una empalizada. En el extremo del sendero escarpado que serpenteaba a través de los bloques de piedra había un pueblo suspendido en el borde de la meseta.

Apenas dejaron atrás unas breñas, vieron una iglesia octogonal con un tejado puntiagudo y una cruz en el remate. Cuando pasaron por allí estaban celebrando un oficio, y en la quietud de aquel aire lleno de pureza se distinguía el eco lejano de unas voces agudas y salmódicas.

La ciudad era simplemente un gran poblado en el que vivían esclavos y labradores. Todos iban con la cabeza descubierta, llevaban una piel de cabra en los hombros y un paño de algodón blanco alrededor de los ríñones. Estos hombres tenían la tez más clara que los negros con quienes se habían topado hasta entonces.

En los tiempos lejanos en que el reino de Senaar era cristiano, el pueblo había sido un puesto fronterizo en una ruta de gran actividad comercial. Eso explicaba las murallas en ruinas que habían franqueado antes de adentrarse en la población. Hadji Ali condujo con paso decidido a los francos hasta la casa de un conocido suyo que era mercader y que los acogió con aire de conspirador. A la luz del crepúsculo, nadie se extrañó de verlos pasar, sobre todo porque Hadji Ali, que era asiduo del lugar, había tenido la precaución de descubrirse el rostro para que todos pudieran reconocerle.

Al día siguiente, el mercader que les había alojado compró sus camellos y les proporcionó unas mulas a cambio, pues las etapas del desierto habían concluido por fin. Evidentemente hubo que agregar un poco de dinero. Ya fuera por la hermosa noche que había pasado al aire libre, en una cama de sisal trenzado dispuesta en el patio del mercader, ya fuera por el efecto reconfortante de la cruz que había visto en lo alto de la iglesia, lo cierto es que el padre De Brévedent se sintió bastante mejor por la mañana. Hadji Ali fue a pagar el awide, el tributo que cobraban dos funcionarios del Emperador en la ciudad, y volvieron a emprender viaje a primera hora de la tarde.

Durante el camino atravesaron una landa con suaves ondulaciones poblada de brezos en flor, avena silvestre y juncos. Después pasaron por un bosque de cedros muy ventilado que parecía una nave; los troncos lisos hacían las veces de pilares, y estaba cubierto por una inmensa bóveda de ramas entrelazadas. Las mulas avanzaban con un trote ligero y regular sin necesidad de azuzarlas; después del oscilante vaivén de los camellos aún apreciaron más aquellas monturas tan agradables. Al sol, el aire era cálido pero tan puro que en comparación con la polvareda del desierto parecía fresco y vivificante. El menor atisbo de una sombra, ya fuera la de un árbol o la de una nubécula, producía una sensación de frescor inesperado que recordaba curiosamente a Europa. Sin embargo, el vigor que emanaban allí los elementos fue poco beneficioso para los viajeros. La sequía y los miasmas del trópico habían inflingido a sus cuerpos muchos tormentos, y la salud les ajustaba las cuentas ahora que tenían la paz necesaria para que sus cuerpos revelaran todas sus carencias. La primera noche, cuando pararon para dormir en una aldehuela con unas cuantas chozas, el maestro Juremi llamó a Poncet y le mostró su pierna. Por encima del tobillo apuntaba la cabeza de un gusano de faraón a modo de un lacito blanco a través de un cráter de carne roja. Jean-Baptiste pidió una pluma de ave; enrolló con suavidad el primer segmento del parásito en la pluma y lo inmovilizó bajo una venda.Jean-Baptiste estaba también en un estado penoso. Padecía temblores y le dolían la espalda y las articulaciones. Se durmió tiritando. Al día siguiente advirtieron que el jesuíta había empeorado más aún a consecuencia del mal que le aquejaba. Tenía los labios resecos, sufría accesos de tos y la frente rezumaba un sudor helado. Incluso Hadji Ali, tan acostumbrado a los rigores de los viajes, solicitó a Poncet un remedio para aliviar una indisposición intestinal.

De todos modos no era el momento de demorarse en aldeas como aquélla. Estaban convencidos de que recuperarían la salud en la capital, Gondar, que sólo estaba a cinco días de marcha. Hicieron el recorrido medio inconscientes y trastornados por la fiebre, de tal manera que aquel estado de aturdimiento no hizo sino acentuar aún más el impacto del fabuloso espectáculo que habría de coronar la última parte del viaje. Las lagunas de sus recuerdos, una percepción difusa, y el eco de las emociones que la enfermedad hacía resonar en sus cuerpos se confundían abigarradamente a la vista de aquellos paisajes que les causaron una impresión tan fuerte como turbadora.

El altiplano levemente ondulado por donde pasaban se les antojó el zócalo natural de la tierra que se erigía como una cuenca de creta a orillas de un mar. Cuando bordearon el punto más extremo de la meseta y miraron hacia abajo, no pensaron en la altura; sólo repararon en los abismos monstruosos de aquel valle profundo y difuminado en una bruma de polvo y vapor que revelaba las entrañas humeantes de la tierra. Al cabo de un instante, tan pronto como el sendero se alejó del precipicio, vieron emerger de la superficie de la meseta una montaña esculpida, poblada de vegetación, y con la cima pelada, estéril y glacial, conforme ascendía hacia el cielo. En ciertos lugares, estos picos sugerían gigantescos colosos de piedra gris que a veces se descoyuntaban por bloques.

En ocasiones ambos efectos eran simultáneos, de tal manera que el sendero bordeaba el abismo por un lado, mientras por el otro se imponía la soledad altiva de una montaña de pórfido.

Salvo los campesinos que vivían en las pequeñas aldeas donde hicieron alto noche tras noche, no encontraron en su camino a nadie más. Una pareja de águilas estuvo planeando toda la jornada por encima de sus cabezas. Vieron excrementos de elefantes, pero en ningún momento se toparon con ellos. Un día descubrieron una manada de agazares, las cabras montesas que los abisinios consideran un auténtico manjar. Hadji Ali animó a Poncet a que matara una con la pistola, pero éste tenía demasiadas náuseas para pensar en cazar.Por fin llegaron a la ciudad de Bartcho, a medio día de viaje de Gondar. Hadji Ali se enteró allí de que el Emperador no estaba en la capital pues se había ido a sofocar una rebelión en una provincia.

– Es inútil presentarse ahora en Gondar-dijo Hadji Ali-. Será mejor que esperen aquí hasta que regrese el Rey. Tengo un amigo que los esconderá en su casa. Entretanto yo iré a la ciudad y volveré a buscarles en el momento oportuno.

Poncet confiaba muy poco en las palabras del camellero. No le perdonaba que les hubiera robado todo cuanto tenían. En aquel momento sus pertenencias se reducían a los presentes destinados al Rey de Reyes. Todo lo demás había pasado a manos del mercader, quien incluso tuvo la desfachatez de recordarles que las túnicas moras que llevaban eran suyas. También les dijo que contaba con que se las devolvieran en cuanto el Emperador les hubiera gratificado con la primera bolsa de oro. Jean-Baptiste vio partir a Hadji Ali, con el corazón encogido por miedo a que pudiera abandonarlos a su suerte. Afortunadamente ya empezaban a encontrarse mejor. Cada día, el maestro Juremi se prestaba a que le extrajeran un poco más el gusano de faraón, y pronto estaría curado. En cambio, la salud de jesuita era gradualmente más preocupante. La casa donde Hadji Ali los había alojado estaba construida sobre estructuras cuadradas de madera provistas de barro, paja y excrementos de vaca como material de relleno, y el suelo era de tierra batida. No era el lugar más idóneo para cuidar a un enfermo, pero no había otro. Tendido en su camastro, el pobre Joseph parecía hundirse en la tierra un poco más cada día. El infeliz no había sabido medir sus fuerzas. La misión, fruto de tantos desvelos, le había inducido a creer que un hombre estudioso como él, habituado a la apacible quietud de las bibliotecas, podía convertirse en un esclavo capaz de resistir todas las penurias que hicieran falta. Sin embargo, su paulatina flojera le preparaba para la enfermedad, de la misma manera que la sequía abandona la pineda al incendio. A decir verdad, el jesuita daba lástima. No había más que ver aquel cuerpo enjuto y retorcido como un sarmiento. Respiraba con la boca abierta; tenía los labios requemados por el viento y exhalaba un hálito febril. Jean-Baptiste y el maestro Juremi se turnaban para estar a su cabecera. Pero a pesar del trato bondadoso que el protestante brindó al paciente, éste dio pruebas más que suficientes, mientras estuvo consciente, de la aversión que le inspiraba aquel hereje. En tanto creyó que podía recuperar la salud, Brèvedent se aferró a una idea fija: cumplir su misión. Y durante horas, una voz taciturna que a veces parecía emerger de un insondable delirio, evocaba la gran obra de llegar a convertir Abisinia.

– Es preciso -decía- profundizar en las tradiciones, en los usos y las costumbres, y en la lengua. Sí, sobre todo en la lengua. En cuanto lleguemos, lo primero que haré será estudiar su idioma. He adquirido ciertas nociones en Francia, aunque lo cierto es que nadie lo habla. La lengua es el medio de persuasión más efectivo. Después me aplicaré en las creencias para conocerlas a la perfección… Ahí radica el secreto. En Europa, la Iglesia ha sabido trocar algunas ceremonias de cultos paganos en actos solemnes de fe verdadera… aunque conservando los mismos lugares, las mismas fechas y las mismas imágenes.

A veces se agarraba con fuerza a quien lo velaba, e incluso llegó a dirigirse al maestro Juremi, creyendo que era Poncet.

– No vamos a repetir los errores de nuestros antecesores, ¿verdad? Antes de convertir al Rey tenemos que granjearnos la simpatía del clero y del pueblo…

En esta agonía, el jesuita sacó a relucir la parte más recóndita de su alma y reveló hasta qué punto su modestia y su resignada humillación no eran sino la cara oculta de su desaforada soberbia. Muy pronto fue evidente que la obediencia estricta que practicaba para con su orden y la renuncia a sus deseos personales, sólo tenían por objeto servir a unos designios incommensurables y a una ambición de poder ejercida desde una colectividad. No cabía engañarse; si había aceptado hacer de sirviente era porque pensaba que desde ese rango le resultaría más fácil manipular al Rey primero y a su imperio después. Pese a los ánimos y los cuidados de Jean-Baptiste, la enfermedad siguió su curso y en cuanto el jesuíta se convenció de que todo era en vano, dio rienda suelta a su pasión por la obediencia. Sin embargo, como ya no le ataban las cadenas de su misión, se sometió a los designios de la Providencia, se abandonó a la enfermedad que ésta le enviaba y ya fue inútil intentar nada más. Dos días después expiró, respondiendo con tanta docilidad a la llamada de la muerte como a las órdenes de Hadji Ali.

Poncet y el maestro Juremi quisieron enterrarle en el patio, bajo la acacia que le había dado sombra. Pero el mercader, su casero, se negó, arguyendo que su abuelo, que había construido la casa, había sido amortajado allí tras una muerte violenta, y que era inconcebible profanar su sepultura endosándole para la eternidad un acompañante tan ingrato como aquél.Así pues, al caer la noche, echaron a andar por las calles, fueron hasta un campo de zanahorias y allí, justo en el límite de la landa, cavaron una fosa profunda y metieron dentro al jesuíta. Descansó con su túnica morisca; Hadji Ali ya se la reclamaría si la necesitaba. El maestro Juremi celebró un breve oficio con la ayuda de su Biblia. Poncet, el único católico presente, ignoraba el ritual y no sabía qué hacer con sus manos. Así pues echó la tierra antes de que Juremi concluyera su salmo, emocionado al ver desaparecer en semejante agujero a aquel hombre con quien había compartido tantas peripecias durante largas semanas, a aquel hombre a quien le había ofrecido su amistad sin saber a ciencia cierta si la había aceptado o no.

– Nadie ha huido nunca tan lejos por miedo a la libertad -dijo el maestro Juremi cuando cerró su Biblia.

Ése fue el epitafio del pobre jesuita.

De regreso a la casa, los dos amigos emprendieron un silencioso viaje con el pensamiento abocado en el piélago misterioso de la infancia, las esperanzas efímeras y el pasado que ya se fue. Cuando volvieron a hablar fue para asegurar, cada uno por su lado, que la vida del jesuíta había sido más triste aún que su muerte, y que no lamentaban haberle llorado sinceramente.

Al día siguiente cambió la atmósfera. Ambos sentían una inusitada alegría y se hicieron el propósito de que no decayera. Hadji Ali volvió al cabo de tres días de ausencia. Estaba irreconocible; iba vestido a la usanza abisima, con una túnica blanca de algodón bordada con una vistosa franja. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y se había perfumado. Al conocer la noticia de la muerte de Joseph reaccionó como que si hubiera perdido a una mula. No hizo ningún comentario y fue al grano.

– El Rey de Reyes regresa hoy a Gondar -empezó a decir-, así que ya podemos solicitar una audiencia.

– ¿A qué hora? -preguntó Poncet, contento de saber que pronto iba a salir de aquella casa donde no hacía más que dar vueltas.

– No es cuestión de horas sino de días.

– ¡De días! ¿Es que el Rey no tiene prisa por curarse?

– Ciertamente, sí. Pero antes de revelar a la corte que ha hecho llamar a médicos francos, debe preparar el terreno y poner de manifiesto que todos cuantos han intentado sanarle hasta ahora han fracasado.

– A mí me parece que durante las semanas que ha durado nuestro viaje han tenido tiempo más que sobrado para curarlo y matarlo diez veces-dijo Jean-Baptiste.-Ciertamente -respondió Hadji Ali con un tono muy acorde con su nuevo traje-. Sin embargo, como me han visto de nuevo aquí y sospechan la misión que me ha sido encomendada, todos los que pululan alrededor de la Reina y que además odian a los francos han decidido hacer un último intento. Los sacerdotes y los adivinos que integran ese bando quieren tomarse la revancha, porque el Rey los ha humillado. Cuando iba a emprender la última campaña militar, un cometa muy brillante acompañado de una larga cola surcó el cielo. Al verlo, los adivinos predijeron que el Rey perdería la batalla y no regresaría. Sin embargo ha vencido en la contienda, y aquí está de nuevo. Por esa razón ahora se ven obligados a intentar ganarse otra vez su confianza.

– ¿Y qué medios piensan emplear esta vez?

– La semana pasada mandaron venir a un hombre santo, en procesión desde Lalibella. Se trata de un monje que no ha comido ni bebido nada desde hace veinte años.

– ¡Veinte años! -exclamaron Jean-Baptiste y el maestro Juremi con sorna.

– No se burlen. Es un hecho auténtico. Cualquiera puede ver al santo; está tendido bajo un palio y cuatro monjes transportan su camilla. Delante, agrupados en torno al patriarca, van otros diez cantando, con una gran cruz de oro en la mano. Y detrás les siguen treinta jóvenes guerreros descalzos.

– ¿No les seguirán también diez mulas con toneles de aguamiel? -preguntó el maestro Juremi con una risa socarrona.

– El monje no ha dejado de rezar desde su llegada -continuó Hadji Ali, que no tenía ganas de discutir-. Esta mañana ha visto al Negus y ha alzado frente a él un gran icono de la Virgen. Mañana piensa volver para hacerle beber la palabra divina.

– ¡Beber! Pero ¿cómo es posible? -preguntó Jean-Baptiste, con el semblante serio.

– El asunto es muy misterioso. La cuestión es que pronuncia un discurso ininteligible; probablemente el secreto reside ahí, pues sus ademanes no tienen nada de particular y son muy corrientes. Dos oficiales que supervisan el bebedizo del Rey han observado el ritual y luego me lo han contado todo. El asunto es el siguiente: ese hombre santo escribe una palabra misteriosa sobre un amuleto de estaño. A continución sumerge la placa en el agua bendecida, la tinta se disuelve y da de beber esa agua al soberano.-¿Cuántas veces tiene que repetir la operación? -preguntó Jean-Baptiste con una ligera expresión de abatimiento.

– Sólo dos veces.

– ¿Y cuántos días serán necesarios para juzgar si surte efecto?

– El Rey me ha hecho saber que si dentro de una semana no ha mejorado, recurra a sus servicios.

– ¿Y si se cura merced a alguna razón extraordinaria? -preguntó Poncet.

– ¡Cómo que merced a alguna razón extraordinaria! -exclamó el maestro Juremi-. No hay nada más probable. Si al principio el tratamiento no resulta eficaz, bastará con aumentar las dosis y empapar una Biblia entera en medio litro de aguardiente.

– Si se curara -dijo Hadji Ali-, nos iríamos.

– ¿Sin verle?

– Deben comprender que si les recibiera, pese a que él personalmente tomó la iniciativa de mandarles venir hasta aquí, el Rey corre un gran riesgo. Desde que los jesuítas intentaron convertir el país en tiempos de su abuelo, el Negus no es libre. Los religiosos y todos los que están en contra de los católicos le vigilan de cerca. Si da un paso en falso, empezarán otra vez con sus intrigas y tratarán de liberarse de su brazo de hierro. Todos saben que los curas francos tienen interés en infiltrarse aquí por todos los medios, y desconfían. Si el Rey no tiene, para verles, el pretexto de que necesita un médico, preferirá enviarles de regreso y quedarse tranquilamente en su residencia.

Después de anunciarles estas inquietantes noticias, Hadji Ali se marchó para volver a palacio, así que se quedaron solos de nuevo. Pero no habían perdido la fe; sólo estaban contrariados por tener que dar vueltas y más vueltas al patio.

Uno de los hijos del mercader que los alojaba les trajo del mercado de las especias una amplia muestra de las plantas que allí se vendían, y las estudiaron entusiasmados, pues en aquel país había más especies aromáticas, resinas olorosas, tinturas y especias que en ningún otro lugar del mundo. Con la ayuda de un mortero, unos filtros y una retorta, el maestro Juremi preparó jarabes y emulsiones siguiendo los consejos de Poncet. De este modo recompusieron un poco el cofre de los remedios, cuyo contenido había mermado considerablemente durante el viaje. Pensaban que si al final tenían que irse sin ver al Rey, al menos se llevarían consigo aquellos tesoros botánicos para consolarse.Tres días después de que Hadji Ali apareciera por última vez, el mercader que los alojaba les dijo que habrían de cambiar de domicilio la noche siguiente. Así pues, al anochecer recorrieron a pie la distancia que los separaba de la capital, envueltos en sus túnicas para que nadie pudiera reconocerlos, y seguidos de las mulas cargadas con su escaso equipaje. Se dirigían hacia el barrio moro de Gondar, donde serían acogidos por otro musulmán. Una vez allí ocuparon dos habitaciones modestamente amuebladas, cuyas ventanas enrejadas daban a una callejuela estrecha. El hombre les llevó la comida y les recomendó que tuvieran paciencia.

Una semana más tarde, Hadji Ali les sacó de aquel austero retiro. El día anterior, les había hecho llegar ropas abisinias: unas túnicas cortas de gasa blanca, y una toga de algodón ligero para echarse sobre los hombros. Por fin, a la mañana siguiente, Hadji Ali apareció montado en un caballo bayo enjaezado con bridas de pompones y plumas. Unos esclavos sostenían detrás de él otras dos monturas. Poncet y el maestro Juremi, ataviados esta vez a la usanza abisima, como Hadji les había encomendado que hicieran, subieron a caballo, y la exigua comitiva emprendió el viaje hacia el palacio de Koscam en unas bestias bastante torpes.

9

– ¡Prosiga! -dijo impaciente el señor De Maillet-. No olvide que esta carta debe estar terminada hoy si queremos que salga en el último correo de Alejandría. ¿Dónde estábamos?

El señor Mace, sentado ante el escritorio de persiana, con una pluma en la mano, tenía aún los ojos obnubilados por la mala noche que había pasado. Los mosquitos que habían tomado posesión de la ciudad al principio de la estación seea se habían ensañado con él, atraídos sin duda por los efluvios de su transpiración. Ese olor que alejaba a los seres humanos embriagaba a los insectos, aunque, por desgracia esta dolorosa evidencia no le hacía recapacitar sobre los principios de su higiene.

– Entonces, entonces -dijo tratando de retomar el hilo de su lectura-. Sí, eso es: «y el mismo capuchino que me pidió incluir a los monjes de su orden en nuestra embajada vino a verme nuevamente ayer. Debo confesar a Su Excelencia…».

– ¡No! Esa aseveración no es suficientemente diplomática. Un cónsul no hace confesiones a un ministro.

– ¿Y si escribiéramos «Su Excelencia debe saber»?

– No está mal. Continúe.

– «Su Excelencia debe saber que no fue una entrevista de cortesía. Por mi parte me esforcé en soportarle hasta el final, pese a que en numerosas ocasiones el padre Pasquale, que parecía fuera de sí, fue más allá de los límites del decoro e incluso de la dignidad.»

– Está bastante bien -dijo el señor De Maillet de pie, con una pierna estirada, satisfecho de la lectura y admirando al mismo tiempo sus medias de seda verde manzana que acababa de recibir de Francia por medio de la galera.-«Después de nuestra última entrevista mandó seguir a la caravana de nuestros emisarios. Los capuchinos los alcanzaron en Senaar, y allí reiteraron su petición. Según parece, nuestros enviados aprovecharon una noche sin luna para huir, y a pesar de todas las investigaciones realizadas, todavía no se ha encontrado rastro alguno de ellos.»

– ¿Lo ha puesto en singular?

– ¿El qué, Excelencia?

– Pues «rastro», qué va a ser…

– Me parece que sí.

– Escríbalo en plural. No creo que hayan huido a la pata coja, unos detrás de otros, para dejar sólo un rastro.

– «No se han encontrado sus rastros.» En plural.

– Muy bien.

– «Alertados por esta huida, los capuchinos siguieron con sus pesquisas y al final descubrieron la identidad del supuesto Joseph. El asunto llegará hasta el Papa, al menos ésas son las intenciones del padre Pasquale.»

– No mentemos tantas veces a ese insolente. Diga sólo «ésas son las intenciones de los capuchinos».

El señor Macé tomó nota.

– «Propongo a su Excelencia sacar dos conclusiones provisionales de este embarazoso asunto: la primera, que hace un mes poco más o menos nuestros emisarios estaban vivos y con buena salud en Senaar, donde suponíamos que habrían de encontrarse por esas fechas.»

El señor De Maillet se había acercado a la ventana y miraba al jardín.

– «La segunda, menos evidente sin duda, que estos tejemanejes religiosos complican sobremanera esta misión. La rivalidad que existe entre ambas congregaciones y la hostilidad que los abisinios manifiestan hacia el clero católico plantea dudas respecto al éxito de una misión que debería ser menos problemática en sí misma. Dicho en otros términos, y para hablar sin rodeos, espero que los jesuítas no pongan en peligro un cometido al que se han entregado con tanto afán. Considero a este respecto que en el momento de encomendar esta misión, Su Majestad deseaba obrar en interés de toda la cristiandad.»

Era la cuarta vez, desde la tarde del día anterior, que releían la carta, pues el cónsul no se cansaba de oír esa parte eminentemente política, a su parecer tan audaz y clarividente. En aquel momento apareció su hija en el rellano de la escalinata, y su presencia distrajo ligeramente su atención. Cómo habría deseado compartir con ella aquellas sutilezas diplomáticas y que pudiera apreciar el genio de su padre el día que desgraciadamente hubiera desaparecido…

– «Y conviene observar -continuó el señor Macé- hasta qué punto se confunden en este asunto los intereses del Rey de Francia con los de la fe católica. En cuanto la embajada esté de regreso, me dirigiré nuevamente a Su Excelencia para saber qué táctica deberé seguir. ¿Será oportuno mezclar las relaciones de Estado con los asuntos religiosos? En el supuesto de que los lazos diplomáticos y sobre todo comerciales sean factibles, ¿deberíamos maniobrar en provecho de Su Majestad y sólo en el estricto interés de su Estado?»

– Creo que es perfecto -dijo fervorosamente el señor De Maillet-. La releeremos otra vez más, dentro de un rato, cuando haya introducido las correcciones, y después la enviaremos.

El señor Macé se levantó y volvió al cuchitril asfixiante que le servía de despacho.

Desde la ventana, aunque algo retirado de los tapices de la pared, el cónsul observó con ternura a su hija, que iba a cuidar las plantas, tal como se acostumbraba a decir en la casa. Admiró su grácil silueta, su andar ligero y sus modales más graves y menos aniñados.

«Pronto habrá que ir pensando en su matrimonio», se dijo.


– ¡Esta bestia terminará por tirarme al suelo!

El maestro Juremi trataba de someter con todas sus fuerzas a aquel caballo enloquecido que forcejeaba con la mirada perdida. Hadji Ali llamó a un esclavo, que agarró al animal por los arneses.

– ¡Ahora no es el mejor momento para caerse! -dijo Jean-Baptiste, que sujetaba las riendas con las dos manos e intentaba mantener su montura al paso con visibles dificultades.

Acababan de dejar atrás el barrio moro y ahora franqueaban el riachuelo que les alejaba de la ciudad propiamente dicha. Ya no se ocultaban bajo sus turbantes musulmanes y saltaba a la vista que eran blancos. Sin embargo, la multitud circulaba impasible por las callejuelas de la ciudad sin prestarles la menor atención, por varias razones. Primero, porque el sol del desierto les había curtido considerablemente y los dos francos tenían prácticamente la misma tonalidad de piel que los abisinios cristianos, que por lo demás no son muy oscuros. En segundo lugar porque en Gondar vivían algunas docenas de extranjeros y sus habitantes ya se habían acostumbrado a su fisonomía: la mayoría eran griegos, armenios e incluso eslavos del sur, a quienes el Emperador había ofrecido su protección tras huir del yugo otomano. Y por último -aunque los dos viajeros tardarían algún tiempo en descubrirlo-, porque los abisinios no manifiestan nunca sus sentimientos ni hacen ningún gesto que pueda revelar su pensamiento. Fuera como fuese, el caso es que los dos amigos avanzaban por las calles de aquel fabuloso país con una agradable sensación de felicidad. El maestro Juremi, cuya barba tupida y canosa le otorgaba una apariencia de sabio, y Jean-Baptiste, a quien sus cabellos rizados y negros, su tez bronceada y su porte distinguido le daban un aire de joven señor, cabalgaban uno al lado del otro con cierto nerviosismo pero rebosantes de alegría.

Mientras ascendían al paso de sus caballos camino de palacio, las siluetas blancas de la multitud se apartaban para dejarles paso. Tanto los hombres como las mujeres iban ataviados únicamente con unas túnicas de algodón ajustadas a sus espigadas siluetas. Casi todos tenían un aire altivo y noble debido a sus rasgos refinados, sus grandes ojos negros y almendrados y su porte erguido. Por su parte, los esclavos, originarios de los países vasallos, se distinguían al primer golpe de vista pues eran más negros, estaban más encorvados, de natural o por el peso de los fardos, y caminaban hablando a gritos entre ellos.

La ciudad estaba aún atestada de soldados que deambulaban por doquier armados con lanzas y petos de cuero, y también de prisioneros traídos de la última campaña. Al pasar ante un descampado desierto y cubierto de hierba, que a todas luces era un campo de maniobras o un lugar de reunión, el maestro Juremi exclamó volviéndose hacia Jcan-Baptiste:

– Eso explica los gritos que oímos anteayer.

Un grupo formado por unos veinte guerrilleros shangallas, cuyo pueblo había perdido la batalla frente al Negus, imploraba piedad en la plaza. Unos estaban sentados en bloques de piedra y otros de pie, y todos tendían los brazos hacia ellos. Los cinco o seis que se hallaban en el suelo se cubrían la cabeza con las manos. Todos tenían en sus rostros negros dos manchas sangrientas en lugar de ojos.

– Así se castiga a los traidores -dijo Hadji Ali.

El ejército victorioso había traído hasta allí a los jefes rebeldes y les habían arrancado los ojos, en virtud de una sentencia judicial que se había ejecutado dos días atrás. Los gritos de dolor se habían oído por toda la ciudad, e incluso en la casa donde esperaban los viajeros.

Continuaron hacia palacio. Jean-Baptiste, que volvió la vista varias veces en dirección a aquella escena horrenda, reparó en que los viandantes no prestaban la menor atención a aquellos pobres desgraciados. Si alguno de ellos, desde la oscuridad de su ceguera, avanzaba a tientas hacia un abisinio y se interponía en su camino, éste daba un rodeo para evitarlo con discreción y con tanta tranquilidad como si tuviera que esquivar un charco o ceder el paso a una bestia.

El palacio era casi invisible en medio de un enjambre de construcciones improvisadas y tiendas que lo rodeaban como si descansaran en sus murallas. Se trataba de un sólido edificio de piedras labradas, con torres cuadradas en las esquinas, coronadas por unas cúpulas ovaladas. Como Hadji Ali iba con ellos, pudieron franquear la gran puerta abovedada sin necesidad de hablar con los centinelas. Acto seguido descendieron de los caballos, confiaron sus monturas a un guardia y continuaron a pie por un corredor sombrío. Tras esperar brevemente en una antecámara glacial que olía a piedra, fueron conducidos hasta una sala de audiencia con dos ventanas que daban al patio. Allí les esperaba un grupo de unos diez personajes, todos ellos de pie y alineados contra las paredes. Hadji Ali hizo un profundo saludo, que sus compañeros imitaron con todo detalle.

Uno de los proceres se descolgó del grupo para colocarse en medio de los otros. Vestía una capa negra bordada con hilo de oro y llevaba un collar de este mismo metal precioso. Tenía la cara redonda, el pelo corto y rizado, que nacía muy atrás, y lucía una barba corta. Aunque no era tan alto como el maestro Juremi, debía de tener aproximadamente su edad. Poseía una voz poderosa.

– Pregunta -tradujo Hadji Ali- si sois francos.

– ¿Y él quién es? -susurró Jean-Baptiste al intérprete antes de responder.

– El ras Yohannes, el intendente general del reino, el hombre más poderoso después del Emperador.

– Si usted entiende por «francos» a los católicos, entonces no, Excelencia, no somos católicos. Somos subditos del Gran Rey Luis XIV, pero no del Supremo Pontífice de la Iglesia de Roma.

Durante estos días de espera, Jean-Baptistc y el maestro Juremi habían tenido tiempo de sobra para meditar concienzudamente las respuestas que darían a las previsibles preguntas que les hicieran. Como no había que temer que el padre De Brévedent se quedara patidifuso al oírles, ambos decidieron tomarse ciertas libertades con la religión católica y desprestigiarla si hacía falta para dejar claras sus diferencias con respecto a los jesuítas. La estrategia era arriesgada, pero no más que cualquier otra.

– ¿Dónde está situado su país de origen? -preguntó el ras tras una larga reflexión, ya que la respuesta de los extranjeros traducida por Hadji Ali parecía haberlo desarmado un poco.

– Más allá de Senaar y de Egipto, Excelencia, al otro lado del vasto mar.

Jean-Baptiste era consciente de que, para los abisinios, la geografía de las tierras conocidas se reducía a estos dos países. Los portugueses y los italianos les habían informado también de la existencia de otros pueblos, pero no atinaban a localizarlos en el espacio.

– Y en esas regiones, ¿acaso hay tierras que no son gobernadas por esa persona que supuestamente es el jefe de la cristiandad?

Jean-Baptiste supo captar en esta pregunta el proselitismo de los jesuitas, que habían hecho valer la omnipotencia del Papa sobre Occidente cincuenta años atrás.

– Su Excelencia debe saber que afortunadamente hay muchos reyes. El Papa aspira a poder gobernar las almas, pero no gobierna los países. Por fortuna, los reyes como el nuestro protegen en sus tierras a subditos de toda condición, incluidos a los que no reconocen la autoridad del Papa.

El maestro Juremi, que calibraba sutilmente los peligros que suponía esta conversación, y que sin duda no se había recuperado de la impresión que le había producido la terrible escena, a duras penas podía contener las ganas de frotarse los ojos a cada momento.

– ¿Así que ustedes no creen en la figura de Cristo? -dijo de repente otro procer, un anciano de considerable estatura tocado con un turbante rojo que se hallaba a la izquierda del ras.

– Creemos en Él y veneramos su palabra -dijo Jean-Baptiste-, pero a nuestra manera y no como manda el Papa, aunque se muestre tan intolerante con nuestra doctrina como con la de ustedes y nos haya condenado implacablemente.

Todos los dignatarios allí presentes se turbaron al oír sus palabras e intercambiaron miradas sin perder su compostura majestuosa. Incluso se oyeron algunos murmullos.

– ¿Son ustedes sacerdotes? -continuó preguntando el anciano.

– No, en absoluto.

– Sin embargo, tengo entendido que ustedes presumen de tener capacidad para curar.-Excelencia, sólo pretendemos ser útiles a nuestros semejantes con la ayuda de las propiedades de las plantas y los animales que Dios puso en la tierra el día de la creación.

– Así pues, ¿usted piensa que se puede curar a alguien sin rezar por él?

– Los curas invocan los milagros, pero nosotros no hacemos milagros.

– ¿No creen ustedes en ellos?

Jean-Baptiste le hubiera repetido de buena gana la misma respuesta que le dio al jesuíta en su momento, pero optó por mostrarse prudente en la contestación.

– Creemos en los milagros que hizo el Hijo de Dios y que así nos revelan las Sagradas Escrituras, pero no tenemos constancia de otros.

– Sin embargo, hay hombres santos que también han hecho prodigios -dijo el ras.

– Tal vez -respondió Jean-Baptiste- nuestra fe no llegue más allá. Estamos convencidos de todo cuanto dijo Cristo y que ha sido recogido en los Evangelios. Pero no podemos acatar con la misma sumisión las palabras de unos simples mortales. Por ejemplo, no creemos que un santo convirtiera un día al mismo diablo, ni tampoco que las plegarias de un monje enfermo y hambriento tuvieran el poder de hacer caer codornices asadas en su plato.

Jean-Baptiste aludió a los dos ejemplos que le había dado el padre De Brévedent después de haber leído la crónica de los jesuítas expulsados del reino abisinio, pues al parecer la historia del santo que había vencido a Lucifer y la del monje proveedor de codornices habían sido motivo de controversia en el seno del clero copto. El discurso de Poncet alteró visiblemente a la concurrencia. Todo parecía indicar que las palabras de Jean-Baptiste habían servido de acicate para despertar las grandes y profundas desavenencias entre los asistentes. El ras impuso silencio. Cuando todos se hubieron serenado, un hombrecillo dio unos pasos hacia delante, destacándose de los demás dignatarios. Iba ataviado con la túnica azafrán propia de los monjes y sin duda veía muy mal, pues daba la impresión de que sus ojillos saltones miraban todo a través de una telaraña.

– ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? -preguntó con una voz aguda.

Aquella cuestión esencial, discutida tantas veces por los jesuítas, además de ser el punto crucial que había terminado escindiendo a las iglesias doce siglos atrás, se revelaba en definitiva como un asunto teológico cuya complejidad era a todas luces inextricable. En el momento de preparar mentalmente el interrogatorio, a ninguno de los viajeros se le ocurrió reflexionar sobre esta cuestión, tal vez por considerarla evidente o delicada en grado sumo, o tal vez porque no se imaginaban que alguien pudiera plantearla tan abiertamente. El maestro Juremi miró a Jean-Baptiste, en cuyo rostro se dibujó una expresión de perplejidad.

10

– ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? -repitió el monje.

En la sala reinaba un silencio sepulcral. Jean-Baptiste, que continuaba callado, era el centro de todas las miradas. Pero de repente reaccionó, como súbitamente inspirado:

– ¿Cuántas naturalezas hay en Cristo? ¡Pero monseñor, soy yo quien debería plantearle a usted esa cuestión!

Esperó a que Hadji Ah tradujera sus palabras antes de proseguir:

– Cada individuo en particular debe hablar únicamente de los asuntos que son de su incumbencia. Por ejemplo, yo soy médico, y mi amigo tiene la habilidad de preparar remedios. Nosotros sólo somos duchos en el manejo de estas picas de hierro que los francos llevamos sujetas al costado y que se llaman espadas. Monseñor, puede hacernos cualquier pregunta acerca de las plantas o de las armas y nosotros trataremos de responderle. Sin embargo, la cuestión que nos plantea incumbe a la teología y sólo puede contestarla un teólogo como usted. Por nuestra parte, estamos dispuestos a escuchar sus enseñanzas.

Jean-Baptistc concluyó su respuesta con una digna reverencia. Con su tocado blanco y una mano en el corazón miró al ras y a sus acompañantes con una franqueza desarmante.

En su fuero interno se hallaba al límite de sus fuerzas; se sentía como si hubiera bordeado un camino escarpado al pie de un precipicio. Aunque el corazón le latía impetuosamente y un sudor helado le recorría la espalda, hacía tremendos esfuerzos para que nadie advirtiera nada.

Sus explicaciones culminaron en un largo silencio. Sólo se oían los lamentos de hombres y mujeres que llegaban a través del patio, como un coro de gemidos.-Prepárense para ver al Rey de Reyes -dijo finalmente el ras Yohannes con un tono solemne-. Dado que usted tiene la pretensión de curarle y que Su Majestad tiene la bondad de someterse a sus prescripciones, serán admitidos en su presencia. No obstante, debo informarle de que nuestro Emperador no puede tener trato directo con cualquiera y menos aún con extranjeros. Así que no podrán tocarlo ni acercarse a él. Esto significa que únicamente verán y oirán al Emperador a través de la persona por la que se expresa.

– Pero es imposible -exclamó Jean-Baptiste- Cómo quiere que…

El ras levantó la mano para indicarle que se callara.

– El protocolo es así. ¿Tiene usted el poder de curar, sí o no?

Jean-Baptiste estaba desesperado por las condiciones que le imponían, no tanto por lo que se refería al tratamiento del monarca -Hadji Ali le había descrito de forma aproximada el mal que sufría- como por la misión de su embajada. A la vista de la situación, sería imposible hacerle llegar mensaje alguno.

El tono del ras no admitía réplica, así que Poncet no tuvo más remedio que aceptarlo todo. Los dignatarios abandonaron la sala, y sólo se quedaron los tres a la espera de la audiencia real.

– Tú no nos habías dicho nada de esto -dijo Jean-Baptiste, malhumorado, a Hadji Ali-. Entonces, ¿no vamos a poder hablar con el Rey?

– En público es inaccesible -contestó el camellero-. Es la ley; ni siquiera debe pisar el suelo. Llega montado en una mula y no pone el pie en el suelo hasta que ha llegado al extremo de la alfombra que se extiende ante su trono. Como la mula también camina sobre la alfombra, observarán que a menudo deja caer sus boñigas en medio de hermosos motivos persas. Pero no importa, aquí todos están acostumbrados. Además, tienen suerte porque el ceremonial ha cambiado un poco. Antes era completamente imposible ver al soberano. Su abuelo aparecía dos o tres veces al año y seguía las deliberaciones de su consejo a través de un visillo.

– ¿Y por qué no habla?

– El protocolo es así. Cuenta a su servicio con un oficial que duplica la función de cada uno de sus sentidos. El ojo del Rey le pone al corriente de todo cuanto ve en la corte. La oreja del Rey escucha para él. Hay el jefe de su mano derecha y el de su mano izquierda, para los ejércitos. Y ahora oirán al Serach massery, que repite en voz alta sus palabras.-¿Puede hacer los hijos solo? -gruñó el maestro Juremi.

– Seamos serios; no tenemos mucho tiempo -le dijo Poncet-. ¿Quién es ese santo que no ha comido desde hace cincuenta años? ¿Tenemos que competir con él o ya ha sido despedido?

– Hace veinte años que no come -dijo doctamente Hadji Ah-. ¡Veinte años! ¡Ah! El Profeta no permitiría que ocurrieran cosas así…

Se besó la mano y miró al vacío.

– No -continuó-, el Emperador le ha retirado su confianza.

– ¿Estás seguro? -preguntó el maestro Juremi-. No es nuestra intención quitarle el pan de la boca.

Poncet miró a su amigo con cara de enfado.

– Lo siento -dijo el protestante-, pero tanta espera me pone nervioso.

– Guárdate las bromas para cuando nos arranquen los ojos -replicó Jean-Baptiste, que también estaba bastante nervioso.

En aquel momento acudieron dos guardias en su busca, y los condujeron a través de una serie de salas oscuras, pequeñas, vacías y glaciales hasta la sala de audiencia. Era una vasta estancia cuya triple bóveda descansaba sobre seis grandes columnas redondas dispuestas al tresbolillo. Los cortesanos estaban de pie, al fondo del recinto. El número de proceres sentados crecía de acuerdo con los rangos más próximos al Rey, pero como estaban en los laterales, el Negus no podía verlos. Esto tenía su razón de ser, pues el protocolo exigía que todas las personas estuvieran de pie en todo el espacio que abarcara su vista, aunque la audiencia se prolongase horas.

El soberano se hallaba al fondo, en una especie de alcoba, sentado en un trono que descansaba también encima de la alfombra, donde la mula lo había conducido limpiamente, en esta ocasión. El Rey se encontraba a unos pocos metros de la primera hilera de cortesanos. Los extranjeros fueron conducidos hasta allí en medio de un gran silencio. Por las ventanas que daban al patio distinguieron claramente el rugido de los leones cautivos que habían hecho célebre al Rey de Reyes, y por el lado opuesto, el murmullo del coro de gemidos y lamentaciones humanas que los viajeros habían oído durante la audiencia con el rasta.

Tal como habían convenido en un principio, Poncet y su amigo imitaron meticulosamente todos los gestos de Hadji Ali. Una vez ante el soberano vieron que el camellero se ponía de rodillas sobre las losas de piedra y que luego se estiraba boca abajo cuan largo era, con las manos hacia delante. Ellos hicieron lo propio. Por falta de práctica, el maestro Juremi avanzó más de la cuenta antes de arrodillarse, de modo que al estirarse tuvo la mala fortuna de tocar la alfombra real con las manos, y dos oficiales le hicieron retroceder sin miramientos. Así estuvieron prosternados hasta que «la boca del Rey» manifestó que el monarca les autorizaba a ponerse de pie ante su presencia para poder contemplarlo.

Yesu I, Rey de Reyes de Abisinia, apareció ante ellos desde el pedestal de su trono de madera dorada y tapizado con telas indias. No distinguían con claridad su cuerpo, envuelto en un amplio manto escarlata, ni su rostro, pues sus cabellos largos ceñidos con una diadema de muselina que se anudaba en la nuca le caían a ambos lados de las mejillas. Sólo se veía su nariz fina y sus grandes ojos, inmóviles y brillantes. La boca se disimulaba entre los pliegues de un chai amarillo de seda dispuesto con holgura alrededor de su cuello.

El sonido de su voz apenas se oía cuando hablaba, pues era el oficial encargado de asumirla quien proclamaba con voz fuerte la sentencia real. Jcan-Baptiste advirtió que Hadji Ali no traducía durante la audiencia pues un dragomán abisinio, situado a la diestra de la «boca del Rey» tenía el cometido de verter al árabe el discurso oficial. La audiencia fue muy breve. El Negus corroboró su voluntad de seguir los consejos de aquellos extranjeros para aliviar el mal que sufría y del que no se reveló ningún detalle. Poncet entregó a la «mano derecha» del soberano el mensaje de parte del pacha de Egipto. El Rey de Reyes dijo que le alegraba constatar la buena predisposición de aquel príncipe con quien mantenía relaciones comerciales, y que daba su consentimiento para que el patriarca de Alejandría le enviara al abuna, una figura imprescindible en la Iglesia de Abisinia.

La carta que leyó el dragomán era escueta aunque muy elogiosa. El pacha mencionaba en ella las aptitudes médicas de Poncet, quien a su vez dio fe de las cualidades del maestro Juremi, que no se mencionaban. El protestante confió a otro oficial el presente destinado al Rey. Habida cuenta de que viajaban en calidad de simples particulares, los boticarios no estaban autorizados a ofrendar presentes excesivamente ostentosos. Siguiendo el consejo de Hadji Ali, eligieron una caja cuyo interior albergaba un juego de navajas de afeitar con mango de marfil y un tapiz de Gobelinos de un metro por metro y medio aproximadamente, que representaba la caza de un ciervo. Estos obsequios desaparecieron detrás de la alcoba en un abrir y cerrar de ojos.

Sin una palabra de agradecimiento, el Negus los despidió diciéndoles que esperaba sus prescripciones para el día siguiente. El rasYohannes, que se había situado cerca del trono, agregó con tono amenazante que antes de administrar los medicamentos al Negus probarían primero sus efectos tres esclavos, y posteriormente dos oficiales. También advirtió que cualquier anomalía en el procedimiento tendría graves consecuencias para los extranjeros, y por último les manifestó que podían moverse con toda libertad por la ciudad y por el país. También podían hablar con quien les pareciera oportuno; ahora bien, si se les escapaba una sola palabra que pudiera interpretarse como un intento de propalar la fe católica, inmediatamente les impondrían el debido castigo.

Se prosternaron de nuevo y abandonaron la sala, sudando y temblorosos como mártires.

Regresaron a la casa del musulmán amigo de Hadji Ali, pero antes de llegar un mensajero vestido humildemente fue hasta ellos corriendo. Cuando alcanzó a los dos extranjeros les hizo entender que recogieran sus pertenencias, las cargaran en las monturas y lo siguieran. Sus pertenencias pronto estuvieron recogidas pues Hadji Ali les había robado todo; guardaron en unas alforjas las pocas cosas que aún conservaban, sus ropas europeas hechas andrajos, los libros que el moro no leía, el cofre de los remedios, y desde luego sus queridas espadas envueltas en unas telas. El hombre los condujo hasta una caseta de piedra adosada al recinto del palacio. Se hallaba en el extremo opuesto al lugar por donde habían entrado unas horas antes, y todo parecía indicar que en otro tiempo había sido un antiguo puesto de guardia. Tras acceder por un estrecho corredor que terminaba en unas escaleras, subieron los peldaños detrás del mensajero hasta que éste se detuvo y abrió una puerta maciza accionando en una cerradura enorme. Acto seguido los instó a acomodarse en una habitación de dimensiones modestas, con una gran ventana por donde entraba el sol desde la mañana. El mobiliario consistía en dos camas de correas de cuero trenzadas, dos taburetes esculpidos en unos troncos de madera, una mesa y un vidrio roto como espejo.

La cuestión que ahora preocupaba a Poncet y a su compañero era el destino de aquella enorme llave con la que se cerraba la puerta. Sólo podrían sentirse realmente como en su casa si se la confiaban a ellos, porque de no ser así significaría que estaban prisioneros. El mensajero la dejó en la puerta, pero no pudieron enterarse de nada más puesto que no hablaba árabe.

Una vez solos se sentaron cada uno en su cama y se quedaron inmóviles y silenciosos un buen rato. El maestro Jurami dijo por fin:-¿No tienes la impresión de estar como Jonás, en el fondo de la ballena y con pocas posibilidades de salir?

– Cada cosa a su tiempo -dijo Jean-Baptiste, estirándose-. Hasta aquí hemos superado todos los obstáculos y ahora debemos esperar los que vengan. En primer lugar, como Hadji Ali nos ha asegurado que el soberano padece el mismo mal que él, esta noche prepararemos los ungüentos. Y luego ya veremos.

Empezaba a oscurecer cuando unos golpéenos en la puerta los despertaron. Había poca luz y una sombra azul se coló desde la calle. El hombre que entró en la estancia era un joven de unos veinte años, de baja estatura y muy delgado. Tenía el rostro deformado por las cicatrices de la viruela; la enfermedad había maltratado su piel y abotargado sus rasgos, sobre todo la nariz, pequeña aunque redondeada como una bola. A esto había que agregar unos ojos negros inteligentes y vivos, así como una boca sonriente y modales afables. Por estos atributos, y por sus cabellos negros ligeramente rizados, parecía el hermano malhadado de Jean-Baptiste.

– Me llamo Demetrios -dijo en árabe.

Enseguida advirtieron su acento extranjero. El joven les dijo que su lengua materna era el griego, pero ellos desconocían ese idioma. También mencionó que sabía italiano, y como los dos francos habían tenido oportunidad de aprenderlo en Venecia, continuaron la conversación en esa lengua.

Demetrios se presentó como un servidor personal del Emperador. Venía a sustituir a Hadji Ali, que no podía estar siempre con ellos debido a sus múltiples ocupaciones, y se comprometió a estar a su lado tanto tiempo como quisieran. Si estas palabras las hubiera pronunciado cualquier otra persona, habrían pensado que se hallaban frente a su nuevo carcelero, pero el joven tenía un semblante tan risueño y tan amable que acogieron su plática sin desconfianza y hasta con cierto placer.

– ¿Desean visitar la ciudad? Puedo llevarles a cenar o mandar que les sirvan la comida aquí.

Aún era temprano, y no habían visto prácticamente la capital, de modo que aceptaron de buen grado salir con el guía.

Emprendieron el camino a pie, esta vez sin la compañía de Hadji Ali. Los tres iban ataviados con las mismas túnicas, de modo que se hacían la ilusión de no ser extranjeros y de que podían moverse a sus anchas entre gente parecida a ellos. No obstante, Demetrios los sacó de su error aunque sin dejar de sonreír.-Mientras yo esté con ustedes no tendrán nada que temer. Los sacerdotes no osarán asesinarlos.

Al oír sus palabras, los dos extranjeros empezaron a mirar a todos los viandantes con recelo. Pero la indiferencia parecía ser una característica propia de los abisinios, pues cuando se cruzaban con los francos no volvían la vista ni los miraban con curiosidad. Habrían jurado que ni siquiera los veían.

De vez en cuando las callejuelas por donde circulaban se alargaban o cruzaban una arteria importante. Durante su recorrido se detuvieron para dejar paso a una larga procesión. Al frente del cortejo iban unos sacerdotes ataviados con una túnica escarlata y tocados con un alto bonete con bordados en hilo de oro. Llevaban en las manos grandes báculos adornados con un entramado infinito de cruces labradas y entrelazadas entre sí. A sus espaldas iban los guerreros armados con lanza, escudo negro y faca al costado. Algunos lucían cintas estrechas de tela encarnada sujetas al brazo con un nudo. Demetrios les contó que se trataban de insignias de gloria y que cada una de las cintas representaba la muerte de un enemigo. En medio de aquellos soldados silenciosos y graves vieron el objeto al que aparentemente estaba dedicada la procesión. Un vigoroso abisinio, que rebasaba la cabeza a los demás, sujetaba, a modo del asta de un estandarte, una gran estaca en cuyo extremo se había colocado traversalmentc un madero. Sobre aquella percha tan peculiar se elevaba una suerte de chaqué de una tela oscura y sedosa con mangas y dos faldones hechos jirones, como las andrajosas ropas de gala con las que a veces se visten los mendigos. La extraña reliquia expelía un jugo rosáceo.

– ¡Ah! Imagino que ahora van ustedes a indignarse -dijo Demetrios con su cálida mirada.

– Parece… -dijo el maestro Juremi aterrorizado y con los ojos muy abiertos- una piel.

– Hay que entender cuidadosamente las leyes de este país a la luz de todos sus matices -dijo Demetrios-. Aquí aplican castigos muy diferentes. Este que están viendo sin duda les parecerá muy raro, porque sanciona un delito que afortunadamente es considerado como tal. La ley establece que a los traidores se les arranque los ojos cuando son enemigos.

– Lo hemos visto.

– Bien, pues cuando se trata de amigos, de hombres de nuestro propio bando, o sea, de nuestra propia familia… la sanción consiste en despellejarlos vivos.

Jean-Baptiste y su compañero dirigieron la mirada hacia el repugnante despojo que se balanceaba al viento y luego miraron hacia otro lado con un suspiro. La procesión acababa con un grupo de mujeres y de niños sonrientes que batían palmas en silencio.

Los tres hombres siguieron su camino. Demetrios notó a los dos extranjeros muy afectados por lo que habían visto.

– Tranquilícense -les dijo-. Han llegado justo en el momento en que se ha terminado una campaña victoriosa. Los prisioneros son castigados, los traidores desenmascarados y los valientes recompensados. Pero la vida no es tan animada todos los días.

– Nos complace mucho oírle -replicó el maestro Juremi-. Así, cuando paseen nuestras pieles, tendremos el consuelo de saber que ofrecemos al pueblo una distracción que no se ve todos los días.

– ¡Nunca pasearán sus pieles! -exclamó Demetrios sin poder contener su risa alegre-. Es completamente imposible.

– ¿Y si falla nuestra medicación? -preguntó Poncet.

– No pasará nada de eso. Ustedes son huéspedes del Emperador.

– ¿Acaso los jesuitas no lo eran? -preguntó el maestro Juremi.

– Perdonen ustedes -dijo Demetrios levantando el dedo-, pero los jesuítas no fueron despellejados vivos, que yo sepa, sino que se les aplicó estrictamente la ley.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que fueron lapidados. En cuanto descendamos la cuesta lo verán por sí mismos. Los últimos jesuitas ejecutados aquí están debajo de los dos montones de piedras que hay en el centro de la plaza y que está prohibido tocar.

– Eso quiere decir que corremos el riesgo de ser lapidados -dijo Poncet, que para entonces ya hablaba abiertamente con aquel muchacho tan abierto.

– Vamos, vamos, no corren ningún riesgo -dijo Demetrios tomándoles a cada uno por el brazo para que avanzaran a su lado-. El Emperador les protege, y yo soy su servidor. Olvídense de ese asunto; pronto se darán cuenta de que este país también puede depararles muchos placeres.

11

Cenaron en una inmensa estancia prácticamente subterránea, a la que se accedía por una puerta baja. Les dio la bienvenida una mujer de edad madura, alta y ataviada con un largo vestido de algodón blanco que llevaba bordada una cruz multicolor. Sus rasgos eran bellos y majestuosos, una cualidad que al parecer era el atributo común de esta raza imperial. Guiados por la mujer, se acomodaron en un gabinete estrecho y separado del resto de la sala por unas cortinas de muselina. Al otro lado de estos visillos, unas sombras iban y venían. Los abisinios tenían la costumbre de no comer nunca en público por miedo a que los desconocidos les miraran e introdujeran malos espíritus en su cuerpo a través de los alimentos. A la hora de las comidas, esta especie de albergue se transformaba en hileras de celdillas con paredes de algodón donde los comensales se escondían unos de otros, agrupados en selectos corrillos. Una vez terminado el refrigerio, volvían a recogerse los velos, y la sala recobraba sus dimensiones naturales, con todos los asistentes sentados en taburetes o en alfombras, alrededor de mesas forradas con vistosas esterillas de esparto. Habían cenado una gran torta de tef, un cereal fermentado de gusto picante que crece en el altiplano, aderezada con varias salsas muy condimentadas. De unas vasijas de barro de cuello largo bebieron una especie de aguamiel untuoso, de aspecto anodino pero que turbaba agradablemente la conciencia. Conforme se iban retirando los velos y quedaban a la vista los comensales, Poncet y su acompañante empezaron a contemplar maravillados la hermosura que igualaba a los hombres y las mujeres de su alrededor. Los observaron con naturalidad, pero su mirada mostró predilección por las mujeres.

– Vayan con cuidado -les dijo Demetrios-. Las costumbres aquí son muy elementales. Este pueblo no considera que el adulterio sea un pecado; ahora bien, si hay algo verdaderamente valioso para ellos es su dignidad. Deben mostrarse muy respetuosos, y en cierto modo distantes con las mujeres. Procuren no observarlas, pero no crean que por ello serán ignorados. Sepan que todos los ojos los ven aunque no los miren. Si no quieren ponérmelo difícil, recuerden que aquí la mirada de un desconocido es el mayor peligro que puede haber. En el momento en que estén a solas con una de estas mujeres podrán obtener todo cuanto deseen de ella, aunque esté desposada o se trate de una princesa. Pero sigan mi consejo, antes no la miren.

La imagen del pellejo humano estaba aún tan viva en sus mentes que inmediatamente los dos extranjeros dejaron de pasear sus miradas a su alrededor, y se esforzaron por demostrar que Demetrios era su único interlocutor.

El joven se expresaba con soltura en italiano. Les dijo que era la única persona que hablaba esta lengua en toda la ciudad y que la había aprendido de su madre, una griega de madre siciliana. Al igual que otros comerciantes, su familia había llegado al país por el mar Rojo, y con el tiempo se resignó a quedarse. De los cinco hijos que había tenido su madre, dos eran de un abisinio, Demetrios y otro mestizo.

– Durante mucho tiempo fui el niño más hermoso de la ciudad -dijo mirándoles desde el fondo de sus ojos-. Luego se produjo una epidemia y mucha gente murió. Yo me salvé, y el resto me da igual. Tras la muerte de mis padres, el Rey me tomó a su servicio y me ha prodigado sus bondades hasta hoy. ¿Saben -añadió mirándoles con una expresión ingenua- que es un rey muy humano?

– Creo -dijo Jean-Baptiste- que hemos visto algunas pruebas muy convincentes…

– ¡Cómo! -replicó el joven-. ¿Todavía están dándole vueltas a esos incidentes? Eso no está bien; no se debe juzgar a los soberanos por unas menudencias así. Yo estoy seguro de que es un rey bueno, tal vez el mejor que hemos tenido en muchos años de nuestra historia. Le daré un ejemplo: siguiendo con la tradición, en el momento en que un Negus subía al trono, todos sus hermanos y hermanas que un día podían llegar a reinar eran confinados en una de las muchas cumbres inaccesibles de este país. Se pasaban toda la vida encerrados en una de esas prisiones y si se escapaban eran capturados y mutilados, pues según el dicho, un ser que no es completo no puede ser rey. Pues bien, cuando Yesu fue aclamado formó un cortejo y acudió al pie de Amba Wachiné, el lugar donde los príncipes se hallaban cautivos. Dio la orden de que fueran liberados y los esperó. ¡No pueden imaginarse la escena! Un tropel de miserables descendió la montaña. Había ancianos flacos como Job, vestidos con harapos y llenos de piojos. Eran los príncipes herederos de la tercera generación anterior a Yesu. También había niños; a uno le habían cortado la oreja porque una esclava se apiadó de él y lo escondió bajo su túnica para que pudiera escapar. No hay mayor acto de piedad que ése, sobre todo porque no eran traidores, ni renegados, sino príncipes. Yesu comprendió que esta costumbre era injusta, además de peligrosa. Era lógico que los cautivos más valerosos albergasen odio en su corazón contra el soberano y que no hubiesen dudado en derrocarle por todos los medios posibles. Si algún bando enemigo hubiera conseguido tomar la prisión, inmediatamente habría contado con un buen número de candidatos legítimos dispuestos a todo para vengarse. De hecho, no es la primera vez que ha ocurrido algo así. Pues bien, Yesu liberó sin vacilar a todos los prisioneros y ordenó que los vistieran y alimentaran. Y durante dos días, todo fueron lágrimas de alegría y gratitud.

El aguamiel tenía la propiedad de infundir locuacidad a los hablantes y paz de espíritu para escuchar. Los dos viajeros oían a Demetrios y se divertían con sus muecas, sentados cómodamente en una mullida alfombra y acunados por la melodía del krar que tocaba un anciano.

– ¿Y esos príncipes no se han olvidado ya de sus lágrimas? -preguntó Poncet-. ¿La ambición y los celos se han desvanecido de verdad?

– ¡Así es, en efecto! Nuestro Rey sólo ha recibido muestras de admiración por parte de su familia. Únicamente se ha rebelado uno de sus primos.

– El que ha sido despellejado vivo -replicó el maestro Juremi.

– ¿Así que está enterado de su historia? -dijo Demetrios, un poco sorprendido.

– Sólo del final.

El joven soltó una sonora carcajada.

– No sólo la familia -continuó, poniéndose serio-. También los balabat, o sea los nobles y los príncipes, además de los gobernadores, las tribus, todo el mundo en este gran país amenaza constantemente al Rey. Por no hablar de los gallas. Quienes menos problemas nos causan son los países musulmanes vecinos; nos cercan, pero de momento nos dejan tranquilos. No, realmente nuestro Rey nunca está en paz. Ésa es la tarea de todos los reyes. Pero siempre ha demostrado tanta valentía que se ha convertido en el soberano más glorioso que hemos tenido en mucho tiempo. Se ha ganado el aprecio de los príncipes y el respeto de los musulmanes, ha sabido sosegar a las tribus, y ha repelido los ataques de los gallas. Su obra es inmensa.

– No quisiera faltarle al respeto -dijo Poncet, ligeramente mareado-, pero no me imagino cómo la estatua viviente que hemos visto hace un rato ha podido culminar todo eso. ¿Acaso no estará sometido a la influencia de su lugarteniente general y de todos sus sacerdotes?

– ¿El Emperador? -preguntó Demetrios-. No me haga reír. Le temen y le odian porque les ha despojado de su poder. Es más, el alto clero nunca ha estado tan controlado como ahora. No es que el Rey esté muy versado en la doctrina religiosa, pero honra su autoridad y sabe además que sus atribuciones se amparan en la unidad de su Iglesia. Ha sofocado las rivalidades entre los religiosos y entre los balabat hasta el punto que ahora los tiene a sus pies. Y si aparece como una estatua viviente en las audiencias es para obligar aún más a sacerdotes, príncipes y nobles a mantenerse de pie ante su figura hasta caer de fatiga, como han podido ver.

– ¿Pero no hay entre ellos alguno que tenga más influencia y que pueda, por ejemplo, hacerle llegar mensajes directamente? -preguntó Jean-Baptiste, pensando como siempre en la misión que le había confiado el cónsul.

– De todas las personas que ha visto, me temo que nadie. No obstante, hay otras vías.

– ¿Usted, por ejemplo? -indagó Jean-Baptiste, mirando a Demetrios.

– El mero hecho de que albergue tal pensamiento me honra.

Se internaron en la oscuridad de la noche, sin saber a ciencia cierta adonde les llevaban sus pasos. Por suerte, Demetrios los dejó en la puerta. Antes de acostarse, Jean-Baptiste revolvió en el cofre de los remedios, y sacó un cuaderno que le servía para anotar las recetas y las proporciones de las mezclas. Finalmente se metió una mina de grafito en uno de los bolsillos y el cuaderno en el otro.

– Mañana empezaré a tomar notas -dijo estirándose, aún vestido.

– ¿Para qué? -preguntó el maestro Juremi, a quien se le desencajaban las mandíbulas con sus bostezos.

– Primero porque es interesante. Y en segundo lugar porque así encontraremos la forma de salir de este país.Todavía era noche cerrada cuando Jean-Baptiste oyó una llave en la cerradura e instintivamente buscó a tientas la espada que había escondido debajo de la cama. La puerta se abrió con suavidad, y una silueta se recortó a la luz del resplandor de una palmatoria de arcilla donde ardía una candela.

Jean-Baptiste esperaba, dispuesto a entrar en acción, cuando de súbito vio brillar una hoja y luego la gran sombra del maestro Juremi, que se había incorporado sin hacer el menor ruido. El protestante había acometido ya al intruso y le apuntaba con la espada al corazón. El desconocido levantó las manos en el aire, y con ellas la vela que alumbró el rostro. Por fortuna era Demetrios.

– ¿Qué busca usted a estas horas? -le preguntó el maestro Juremi alzando la voz.

– ¡Chsss…! Se lo ruego -dijo Demetrios en un susurro-. No haga ruido y deje de amenazarme con esa espada.

El maestro Juremi se apartó para que Demetrios entrara en la habitación.

– Vístanse -dijo en voz baja.

– Ya estamos vestidos.

– Entonces, síganme; no tienen nada que temer.

Los dos amigos intercambiaron una mirada, guardaron las armas y echaron a andar detrás del joven. En lugar de salir de la casa, éste abrió una puerta que ya habían visto anteriormente. Imaginaban que se comunicaba con un granero, pero lo cierto es que daba a un angosto corredor. Atravesaron dos puertas más, y al llegar a los muros de piedra se dieron cuenta que habían entrado en el palacio. Demetrios, que iba delante, los guió por una estrecha escalera de caracol, abierta al exterior a través de las troneras por donde se colaban unas ráfagas de viento frío y después salieron al camino de ronda que daba a las almenas de las murallas. El cielo estaba despejado, sin una nube siquiera, y de la ciudad sólo llegaba el tenue resplandor de los puestos vigías y las hogueras de la tropa. La bóveda celeste estaba tan tupida, tan cuajada de luceros que parecía un manto sedoso y brillante desde cualquier punto de aquel entramado de estrellas suspendidas en el firmamento. Desde que los viajeros vivían en el altiplano, la tierra les hacía olvidar que estaban lejos; sólo se lo recordaba el cielo. Entre dos almenas divisaron la Cruz del Sur.

Demetrios los condujo a lo largo de un muro almenado y a continuación penetraron bajo una de las minúsculas cúpulas que se elevaban en cada una de las esquinas del castillo. La cúpula configuraba el techode una sala cuadrada y de dimensiones reducidas que estaba amueblada con una mesa de madera y cuatro taburetes. Un hombre ataviado con una sencilla túnica blanca, sujeta a la cintura con un cinturón bordado, ocupaba uno de los asientos. Tenía un codo en la mesa y el torso inclinado hacia un candelabro. Al verlos entrar se incorporó. Los dos amigos reconocieron enseguida a aquel dignatario que les recibía con tanta sencillez. Era el Emperador, con sus ojos y su nariz característicos, la estatua viviente, el dios impasible ante el que se habían postrado aquella misma mañana. Poncet vaciló un instante mientras se preguntaba cómo iban a ingeniárselas si se veían obligados a estirarse en el suelo cuan largos eran, dadas las pequeñas dimensiones del gabinete. Evidentemente, Jean-Baptiste habría realizado las contorsiones más audaces con tal de conservar el pellejo, pero no fue necesario. El soberano señaló a sus visitantes los taburetes que estaban a su alrededor e incluso acercó uno que estaba entre dos alfombras, con toda naturalidad.

Se limitaron a hacer un saludo breve y tomaron asiento junto al monarca. Así, solo y sin el boato de la corte, el Rey de Reyes no emanaba más majestad que cualquiera de sus subditos, que no es decir poco. Pero además del porte altivo y grave que poseían todos los abisinios, el soberano tenía una expresión triste, por no decir de amargura, que se reflejaba en las facciones de su rostro cuando se quedaba quieto. Al recibir a los dos extranjeros había forzado una leve sonrisa antes de que la tristeza se apoderara nuevamente de sus rasgos. Físicamente era un ser de baja estatura para su raza y muy delgado. Debía de tener unos cuarenta años pero ya estaba ligeramente encorvado. Su mirada no irradiaba la vivacidad de los corazones salvajes que siempre están alerta, incluso cuando duermen. Era tan sólo un hombre cansado y débil de quien se habría apiadado más de uno, de no haber sabido que un día antes había mandado infligir tormentos abominables.

– Me alegra verles -dijo con una voz dulce.

Demetrios tradujo estas palabras al italiano.

– Es un gran honor para nosotros, Majestad… -empezó a decir Jean-Baptiste.

El Rey interrumpió la traducción de Demetrios.

– No se esfuerce -dijo-. Dejémonos de comedias ahora que estamos solos.

Poncet guardó silencio.

– Ha dado unas respuestas muy atinadas a los sacerdotes -prosiguió el Rey con su imperturbable expresión de indiferencia.

Ambos observaron que no cesaba de rascarse el brazo y el vientre.

– Sí. Me han comunicado sus palabras, que sin duda son muy acertadas. Yo tampoco creo en sus milagros. Nadie ha sido testigo jamás de que curaran ni una mínima fiebre. Todas sus ceremonias adivinatorias son sandeces. Probablemente sabrá que me vaticinaron una derrota en el momento en que pasó el cometa. Siempre ocurre igual; como desean mi ruina, convocan a los astros para darse ánimos. Pero dígame, ¿qué religión es ésa en la que cree, que no es la católica ni la nuestra?

– Se conoce por el nombre de Reforma, Majestad -dijo Poncet.

– Los jesuítas nunca nos hablaron de ella cuando estuvieron aquí.

– Y con razón. Son nuestros peores enemigos.

– Le creo -dijo el Emperador.

Luego, volviendo su mirada cansada hacia el maestro Juremi, añadió tranquilamente:

– Sin embargo, habría jurado que éste era uno de los suyos.

– ¡Un jesuíta! -exclamó Poncet.

El maestro Juremi estaba lívido.

– Sí, o algún sacerdote de otro tipo. Todos siguen los mismos métodos, si no me equivoco -dijo el Rey, mirando de nuevo a Jean-Baptiste-. Sé que usted es médico; sin embargo, su acompañante se incorporó a su caravana y aún no sé muy bien si como ladrón o como sacerdote.

El maestro Juremi estaba a punto de levantarse cuando Poncet le sujetó el brazo con firmeza.

– Afortunadamente -continuo el Rey-, Hadji Ali me lo ha contado todo. Al parecer, este hombre es su socio y fueron los francos quienes se negaron a dejarle partir. Pero no se preocupen. Tengo confianza en ustedes, pues al parecer sort muy competentes en su oficio, y eso es lo único que me importa. Tenemos poco tiempo, así que les mostraré mi mal.

La llama de la vela proyectaba unas sombras sobre la cúpula de piedra. El techo alto y redondeado daba a la sala el aspecto de una gruta, y un rectángulo azulino que parecía flotar en la oscuridad del alba se colaba por una estrecha abertura orientada a Poniente.

El Emperador se puso de pie, se desató el cinturón con naturalidad y se desvistió, al tiempo que Poncet se acercaba para examinarlo en silencio.

– Puede tocarme -aijo el Rey al darse cuenta de la turbación del médico.

Poncet pidió al maestro Juremi que levantara la vela y empezó a palpar la región afectada. «Menos mal que puedo examinarlo -pensó-. Esta lesión no tiene nada que ver con la de Hadji Ali.»

El Rey tenía una gran placa en el tórax y en la parte superior del abdomen, que en algunos lugares supuraba y formaba grietas. El médico sometió al paciente a una minuciosa exploración para cerciorarse de que el mal no se localizaba también en otras zonas. Cualquier persona que hubiera observado la escena desde lejos se habría extrañado al ver a aquel poderoso Rey de Reyes, desnudo y encorvado que descubría humildemente su delgadez y las úlceras de su cuerpo ante la figura fornida del maestro Juremi, que sujetaba pacientemente el candil, y ante Jean-Baptiste, quien a su vez tocaba al enfermo con suavidad, absorto en su tarea, y más decidido a cumplir con los deberes de la fraternidad hacia cualquier hombre que a acatar la obediencia de un soberano.

– ¿Le duele? -preguntó Poncet.

– Bastante -dijo el Emperador-. Pero el dolor no es nada comparado con los picores.

El medico le indicó que ya podía vestirse.

– Durante esas audiencias de varias horas -continuó el Rey-, mi único deseo es arrancarme la piel con las uñas, pero aun así no debo moverme. Esos desalmados se enteraron de que estaba enfermo por una indiscreción, como ocurre muchas veces. Sin embargo no voy a consentir que además me vean sufrir o ceder ante el dolor que pueda imponerme la enfermedad. Deben de creer que mi voluntad es inamovible, pues de lo contrario me destrozarán.

Volvieron a sentarse alrededor de la mesa.

– ¿Se ha sometido a algún tratamiento? -preguntó Jean-Baptiste.

– Sí, a algunos. Baños, emplastos de arcilla… y la anciana que asistió a mi madre en el parto me trajo unos polvos. La mujer alardea de tener conocimientos de medicina.

– ¿Y con qué resultados?

– Cada vez peor.

– ¿Y… y el santo que no ha comido en veinte años? -preguntó Poncet con vacilación.

– ¿Cómo, aún no lo sabe? Mandé vigilar al monje de día y noche, y a la mañana siguiente de su llegada, poco antes del alba, lo encontraron andando a gatas por las cocinas, atiborrándose de aceitunas. En cuanto lo supe, ordené inmediatamente su partida para que pudiera continuar la digestión en su monasterio.Los cuatro se echaron a reír.

– Majestad -dijo Poncet-, vamos a prepararle un ungüento para su enfermedad. ¿Deben probarlo antes los esclavos?

– No. A los sacerdotes déles cualquier remedio, inofensivo claro, para que hagan sus experimentos; y a mí me mandan la medicina directamente con Demetrios, indicándole cómo debo tomarla.

– Durante el tiempo que dure nuestro tratamiento no deberá recurrir a ningún otro.

– No se preocupe.

– Dentro de dos días tendremos que volvernos a ver para observar los resultados del tratamiento.

– Estas entrevistas son peligrosas. Nadie debe saber que hemos hablado en privado, y tampoco deben de ser muy repetidas. Trataré de concertar una dentro de dos días, pero no se impacienten. Y no digan a nadie una sola palabra de esto.

Casi había amanecido por completo y sus siluetas parecían opacas y grises con aquella luz azulada que había inundado la sala. Después de despedirse, el Emperador se retiró por una puertecilla. Ellos salieron por el lado opuesto, volvieron a recorrer el camino de las murallas y pronto estuvieron de nuevo en su casa.

– ¿Sabes qué tiene? -preguntó el maestro Juremi cuando Demetrios los dejó solos.

– Me temo que sí, y es un asunto muy serio.


Después del período alegre de las confidencias primero y del de la sosegada intimidad después, Alix y Françoise empezaron a notar los estragos de la monotonía y la rutina junto a las plantas de Jean-Baptiste. Sus conversaciones se desgastaban por la fuerza de la costumbre y estaban impregnadas de pesimismo. Las dos se encontraban siempre en aquel lugar que, si bien antes evocaba la presencia de quienes ellas esperaban, con el tiempo había terminado por convertirse en el doloroso marco de una ausencia que ambas soportaban cada día con más pesar. En dos o tres ocasiones riñeron por una nadería, y aunque enseguida hicieron las paces, se dieron cuenta de que si no encontraban un remedio, aquella situación podía poner en peligro su amistad. Entonces Alix tuvo una idea.

– ¿Qué diría usted -preguntó a Françoise- si persuadiera a mi madre para que la tomara a su servicio? Así, podría venir a trabajar anuestra casa y nos veríamos allí. Poco a poco haría notar mi amistad hacia usted y sin duda me concederían el calor de su compañía. Podríamos salir a pasear, o venir aquí incluso, pero ya no estaríamos obligadas a permanecer en esta terraza para vernos.

Françoise aceptó encantada. El paso siguiente sería encontrar los medios para convencer a la señora De Maillet. No obstante, el mero hecho de concebir un plan ya era un motivo de alegría, incluso antes de que se materializara.

Para empezar, Alix le contó a su madre que sentía lástima por una francesa que andaba como una oveja extraviada por la ciudad. Le dijo que la pobre mujer vivía en una buhardilla cercana al «invernadero» y que la ayudaba a regar las plantas y a acarrear los cubos. Así que para empezar la joven pidió unas piastras a su madre para pagarle estos servicios. Más adelante, al hilo de otras conversaciones, le expuso la desgracia de aquella infeliz, que no era de mala condición, a quien Dios había dejado de su mano y sin recursos, en una ciudad tan hostil. Las dos se lamentaron de la miseria de este mundo y la señora De Maillet dio gracias a la Providencia por haberlas librado siempre de semejantes penurias. Como la madre y la hija tenían poco que decirse, Françoise se convirtió en el tema de conversación predilecto entre ambas. Aprovechando el día que la señora De Maillet pidió a Alix noticias sobre su protegida, su hija, que había decidido ir a por todas, dijo con indiferencia:

– ¡Oh, está más tranquila porque ya ha tomado una decisión!

– ¿Que decisión?

– No me acuerdo si se lo he dicho. Un comerciante turco bastante rico le ha propuesto casarse. El matrimonio la sacaría de muchos apuros. Françoise ha echado sus cuentas, porque es viejo y tiene un aspecto repugnante. Pero al fin y al cabo sólo sería su cuarta esposa, de modo que compartiría con las otras tres los sinsabores de tener que soportar su presencia.

– ¡Que horror! -exclamó la señora De Maillet-. ¿Y su decisión también implicaría abjurar de la fe cristiana?

– Por eso precisamente duda tanto. Es muy piadosa y le daría mucha pena tener que renegar.

– Bueno, ¿y qué ha decidido?

– El turco la ha convencido de que la religión musulmana no exige grandes obligaciones. Basta con manifestar que Dios es Alá y Mahoma su profeta. Eso es todo. Además, para ellos Cristo es una especie de santo precursor, así que puede seguir rezando por Él. En definitiva, el moro ha convencido a esa infeliz de que en cuestiones de fe perdería muy poco, y que todo serían ganancias, porque no tendría la preocupación de buscarse el sustento.

– Hija mía -dijo la señora De Maillet, mirándola angustiada-, esa mujer va a perderse. No se puede creer absolutamente nada de lo que dicen esos infieles. Han conquistado los santos lugares, han destruido un sinfín de iglesias y han matado a muchísimos cristianos. Es nuestro deber impedir a toda costa que se haga turca. Según dicen, esos hombres son muy rudos con sus esposas, así que sería una muerta en vida, y además se precipitaría en el infierno para la toda la eternidad.

Para evitar semejante naufragio, las dos mujeres se afanaron en buscar una solución.

Al final de la conversación, Alix sugirió la posibilidad de tomar a Françoise a su servicio, y su madre consideró la proposición.

– Sí -dijo-, voy a pensar en ello. Desde que nuestra lavandera regresó a Francia, he pedido a tu padre que la sustituya, pero él siempre argumenta que no hay nadie en la colonia franca que pueda desempeñar el oficio. Pero yo creo que sólo se muestra reticente para ahorrar. Tu padre es tan moderado en el gasto de los caudales públicos…

– Pues yo creo que esta cuestión va más allá del ahorro -dijo con viveza Alix, que estaba entusiasmada con la idea-. Las dos esclavas nubias que hacen la colada ya han desteñido varios vestidos, y no es la primera vez que queman la ropa blanca por lavarla con demasiada sosa.

– ¡Y no hablemos del planchado, que es un auténtico desastre! Pero desgraciadamente tu padre no presta atención a estos menesteres. La única vez que le oí quejarse fue hace unos meses, cuando vio que sus preciosas medias de seda verde manzana se habían vuelto de un color rojo ladrillo una semana después, porque habían estado en remojo con una de mis mantas.

– ¿Se da cuenta? -insistió Alix-. Estoy segura de que podríamos hacerle comprender el provecho, el ahorro que supondría contratar a una lavandera. Mi padre alegará que no tiene tiempo de buscar una, y entonces nosotras se la conseguiremos.

Alix representó su papel con tanto esmero que su madre aceptó presentar la propuesta a su marido. La devota mujer, que posiblemente no habría movido ni un dedo por salvar una vida humana -por entender que la vida se halla en manos de Dios-, ponía todo su empeño en salvar un alma en el momento en que iba a alejarse de la fe verdadera.

– ¿Cómo planteará el asunto a mi padre? -preguntó Alix.-Lo conozco bien. No vale la pena disimular con él. Le diré exactamente la verdad, tal como acabas de exponérmela.

Alix había conseguido mantenerse seria hasta entonces, pero cuando le contó esta última réplica a su amiga, ambas estuvieron riendo un buen rato.

El señor De Maillet dio su brazo a torcer y consintió que su mujer tomara a su servicio una lavandera a prueba durante quince días. Françoise fue al consulado, se la presentaron brevemente al cónsul, que no se rebajaba a las cuestiones domésticas, y enseguida supo conquistar el corazón de la señora De Maillet. La nueva lavandera trabajó duro desde su llegada. A los quince días, el cónsul, que apenas se daba cuenta de nada, tuvo que rendirse ante la evidencia de que la casa se había transformado. Sus ropas estaban tan primorosas como el primer día. Con la ayuda de los productos extraídos de las plantas de Poncet, Françoise incluso consiguió que las medias recuperaran su color original. A partir de entonces las damas volvieron a lucir encajes blancos y no amarillentos como antes. Y como colofón final, Frangoisc llevó a cabo una auténtica proeza: que el señor Macé le fuera llevando todos sus trajes, a cual más sucio. Una mañana, mientras su secretario le traía unos papeles, el cónsul se dio cuenta de que allí faltaba algo. Recorrió toda la estancia con su mirada, pero no pudo hallar nada anormal. Luego, de pronto, levantó la nariz hacia el señor Macé, que estaba de pie frente a él, y el cónsul comprendió, con la extrañeza y lentitud con que uno trata de encontrar las cosas extraviadas, que su secretario ya no olía mal. Francoise fue contratada.

Como era de esperar, las dos amigas siguieron viéndose en el consulado. Todas las mañanas, Alix iba sola a ocuparse de las plantas y se quedaba en la terraza menos tiempo que antes. Luego volvía y deambulaba por la casa. En el consulado, el espacio destinado al señor De Maillet y sus empleados se limitaba al ala de boato, es decir, la sala en que se encontraba el retrato del Rey, unos gabinetes de trabajo contiguos y, en el primer piso, las habitaciones a menudo vacías que se reservaban a los invitados de honor. Y dado que la señora De Maillet apenas salía de sus aposentos, el resto de la mansión, los vestíbulos, los corredores, la habitación de Alix, los saloncitos, las cocinas, las antecocinas y los lavaderos eran lugares propicios para los encuentros de las dos amigas. Estos marcos tan distintos dieron a su complicidad el encanto de la novedad, la sal de una necesaria discreción y la savia de mil conversaciones que iban nutriendo la amistad de aquellas dos mujeres, siempre alertas por miedo a ser sorprendidas en una casa tan espaciosa.

12

Apenas un día después de que el Emperador les consultara sobre su estado de salud, Jean-Baptiste y el maestro Juremi dedicaron toda la mañana a preparar dos tratamientos, uno para el Rey y otro destinado a los sacerdotes.

Demetrios los condujo por la tarde hasta una gran iglesia situada en las afueras de la ciudad, donde se celebraba una fiesta votiva que congregaba a miles de fieles año tras año. Lucía un sol espléndido para un acto que nada tenía que ver con suplicios. Sólo se veía a una multitud de mujeres y niños ataviados de blanco que llevaban sombrillas negras mientras se balanceaban alegremente sobre sus borricos. Los ancianos caminaban apoyándose en largos cayados de pastor. Una gran cantidad de sacerdotes y monjes con túnicas de vistosos colores avanzaban sosteniendo cruces de procesión. Los dignatarios más distinguidos se protegían del sol con unos amplios parasoles rojinegros, adornados con cascabeles de plata, que sostenían jóvenes esclavos. Todos iban a reunirse en un bosque de cedros. Las ramas retorcidas de estos árboles llegaban a ras de suelo, y los niños se columpiaban en ellas. La iglesia apenas se distinguía. Era octogonal y el techo abombado de caña descansaba sobre los troncos desmochados de unos grandes cedros plantados en un círculo a ocho pies de los muros. Entre los troncos y la iglesia se erigía esta columnata natural convertida en una galería circular, con el suelo recubierto por discos de madera. Demetrios consiguió abrirse paso entre la multitud, y los viajeros descalzos penetraron en el primer recinto de la iglesia, donde,pudieron contemplar iconos de varias épocas. Salvo algunos que poseían una clara influencia bizantina, casi todos tenían la huella del arte abisimo. Los ojos parecían tener vida propia, independiente de los rostros, y emanaban una fuerza que sobresalía por encima de cualquier otro rasgo. Los santos tenían una tez clara, señal de divinidad y vestigio misterioso de lo sagrado, como puede simbolizar el uso de una lengua muerta para el rezo. Pero sus rasgos eran la viva imagen de los autóctonos del país, de tal manera que aquellos iconos hieráticos y estereotipados representaban a mujeres y niños corrientes que parecían loar la dignidad de Cristo y de la madre de Cristo.

De regreso, Demetrios les enseñó el palacio. Les mostró el patio situado frente a la puerta principal que habían franqueado para acudir a la audiencia del Rey. El joven hizo luego una señal a los guardias y así pudieron acercarse a una jaula asegurada con grandes trancas de hierro donde dormían los cuatro leones del Negus, un macho y tres hembras, una de ellas aún muy joven. Por un momento Poncet temió que Demetrios les refiriera algún tormento en el que participaran aquellos animales, pero sólo les dijo que las fieras pertenecían al Emperador, que cada mañana los alimentaba personalmente con cuartos de carne que un esclavo les lanzaba en su presencia, y que nada debía alterar su reposo. De modo que se quedaron más tranquilos.

Finalmente, por la tarde, Demetrios les hizo saber que habían recibido varias invitaciones obsequiosas para acudir a las casas de algunos nobles de la ciudad. Así que aquella misma noche se presentaron en una de aquellas residencias, cuyos dueños habían dispuesto todo lo necesario para honrarles: manjares refinados y aguamiel en abundancia, además de un grupo de músicos y cantantes. Poncet, que había tomado numerosas notas durante toda la tarde, pudo proseguir con sus observaciones. Una de las costumbres que más le sorprendió fue el poco esfuerzo que los hombres hacían para llevarse la comida a la boca. Como los abisimos desconocían el uso de la cuchara y el tenedor, la mayor parte del tiempo sus acompañantes femeninas preparaban los bocados para ellos, y luego les daban de comer. Poncet estaba sentado junto a una mujer imponente, de edad madura, impasible y ataviada con un amplio vestido de algodón bordado que dejaba adivinar sus formas turgentes. En cuanto la esclava dispuso la torta y las salsas en la mesa, el médico contempló con auténtico terror como la mujer moldeaba entre sus largos dedos cargados de sortijas de oro una bola, que empapaba en unos líquidos rojos donde el fuego de las guindillas casi era perceptible a simple vista, y luego la introducía en su boca con un ademán que no admitía réplica. Jean-Baptiste sintió que ardía de pies a cabeza, y aceptó el segundo bocado con lágrimas en los ojos. El maestro Juremi recibía idéntico trato de la mano grácil de una joven que estaba a su derecha. Los demás hombres acogían estos favores con naturalidad, pero mostraban su reprobación, y en grado sumo, cuando Poncet y su amigo intentaban impedir que siguieran cebándoles de aquella forma, con la vergonzante excusa de que ya no tenían más hambre.

El calvario terminó cuando las crueles damas consideraron que ya estaban satisfechos, o tal vez cuando su experiencia les hizo temer que en cualquier momento se iban a derrumbar. No obstante, antes de dar por concluido el banquete, avivaron aún más su fuego interior con una buena cantidad de aguamiel. Después de la comida, los comensales se dispersaron por la casa y algunos fueron a sentarse en la terraza para tomar café al claro de luna. Pero la severa acompañante de Poncet hizo una señal para que éste la siguiera, y el maestro Juremi desapareció por el otro lado a remolque de la suya.

Tanto uno como otro pensaron que serían conducidos a una sala de baño donde refrescarse, pues las lágrimas les habían dejado la cara con churretes y les ardían los labios debido a las especias. Pero, para su asombro, llegaron a unas estancias oscuras, revestidas de tapices y cubiertas de cojines. Sin mediar palabra, las mujeres se desvistieron. Luego, con la misma soltura con la que se habían hecho cargo de alimentarles, tomaron también la iniciativa para satisfacer otros deseos. Un breve amago de resistencia les convenció de la clarividencia de Maquiavelo: aquello que no se puede impedir, hay que quererlo, escribió el florentino. Y en nombre de esta evidencia práctica, decidieron colaborar en la tarea. Después de las interminables jornadas de desierto, los dos viajeros volvieron a deleitarse con placeres que creían un poco olvidados y que recibieron de esta forma inesperada con un sentimiento de sorpresa y muy complacidos. Al cabo de un rato volvieron a los salones donde se hallaban los otros invitados. Demetrios se ofreció a acompañar a los dos francos. Saludaron a los hombres que parecían encantados, y entre los que probablemente estaban los maridos de sus acompañantes, y después a las mujeres, que aceptaron con dignidad su respetuosa reverencia haciendo gala de su habitual seriedad.

Ambos se acostaron más perplejos que nunca. Estos ejercicios carnales, lejos de apartar a Alix de su pensamiento, hicieron que Jean-Baptiste lamentara más que nunca la ausencia de su amada. Soñó con ella, y las sensaciones que acababa de experimentar se confundieron con el recuerdo de la joven de tal modo que aquella noche durmió maravillosamente bien.

Al día siguiente se levantaron tarde y fueron a visitar el mercado de las especias, donde reconocieron algunas de las muestras que les había proporcionado su casero musulmán, así como muchas variedades vegetales de lo más extraño. Conversaron con los mercaderes de los puestos y encontraron a dos hombres del campo que se desplazaban hasta los lugares más alejados y a menudo casi inaccesibles para recoger plantas aromáticas y medicinales. Al preguntarles qué uso se hacía de aquellos granos y hojas, Poncet y el maestro Juremi se quedaron horrorizados al enterarse de que la farmacopea de los venenos era la mejor estudiada y la más utilizada en el país. Los dos recordaron una práctica muy en boga en Europa que en muy poco tiempo había convertido la ciencia de los filtros de muerte -una ciencia exacta y verificable- en la pariente rica y próspera de la medicina, una ciencia aproximativa, dudosa, y mucho menos útil a decir de algunos.

Por la noche fueron a cenar a otra casa. Como ya tenían la experiencia del día anterior, bebieron poco e insistieron en atiborrarse de comida por sí mismos. Ante el ansia que manifestaban, las mujeres presentes consideraron innecesario intervenir y pudieron terminar cuando creyeron oportuno. En cuanto se dio por terminada la pitanza se apresuraron a tomar asiento junto a la sirvienta que preparaba el café, y a hacer una pregunta tras otra a sus vecinos para demostrar su interés por la literatura abisima. Aunque lo cierto es que intentaban evitar cualquier posible acometida femenina, aquella artimaña les brindó la oportunidad de descubrir la afición de los abisinios por el arte poético.

Demetrios tuvo muchas dificultades para traducir al italiano los fragmentos que recitaban. Según les contó, la belleza de los versos debía buscarse en ciertos contrastes muy simbólicos para los etíopes, como el de la cera y el oro, por ejemplo. La cera es el molde donde se vacía la joya de oro. Este molde es trivial y de un material innoble, pero basta partirlo para descubrir la alhaja escondida que encierra dentro. Las frases poéticas revestidas de la apariencia equívoca y opaca de su sentido literal pueden contener otro velado, profundo, brillante y colmado de sabiduría que surge a la luz por un sutil juego de palabras. La traducción no conseguía reproducir estas riquezas del lenguaje. Pero aun así Jean-Baptistc y su amigo escucharon a los convidados recitar bellas estrofas, en primer lugar sobre el molde de cera, con expresión tediosa; luego, con imperceptibles variaciones de tono y de sentido, los abisinios declamaron los versos de oro, y en su semblante apareció la admiración y el deleite.Todos los invitados se fueron muy contentos. De regreso, Jean-Baptiste y su compañero se alegraron de haber preferido los ejercicios poéticos a cualquier otro placer. De esta suerte pudieron acostarse pronto y conservar la mente clara. Antes de dormirse tuvieron una última conversación a propósito de qué iban a decirle al soberano. Jean-Baptiste creía más conveniente no ser demasiado explícito y hablarle al Rey únicamente de sus síntomas, pero el maestro Juremi honraba tanto a la verdad que le aconsejó guiarse por la sinceridad para darle a entender que su enfermedad podía ser más seria. La cera o el oro, al final todo se reducía a lo mismo. No obstante acabaron durmiéndose sin haber tomado ninguna decisión.

Poco antes del amanecer, tal como habían acordado, Demetrios los despertó y fueron a ver otra vez al Emperador a la torreta.

Los recibió muy nervioso.

– Ustedes me han curado -les dijo sonriendo en cuanto hubieron entrado. Jean-Baptiste y el maestro Juremi permanecieron impasibles.

»Ya no me rasco ni tengo pinchazos. Las costras más grandes se han desprendido, y las zonas supurantes se están secando. A decir verdad, si dejara a un lado mis convicciones -y las suyas- diría que es un milagro. Mire.

Empezó a quitarse la túnica como si fuera una camisa, dejando caer paulatinamente las mangas sin desanudarse el cinturón.

Poncct se acercó para examinar la lesión.

– Está mucho mejor-dijo escuetamente.

– No parece muy entusiasmado -dijo el Rey-. Comprendo su prudencia. Quiere asegurarse de los resultados. Y tiene razón, pero permítame decirle que aunque esta mejoría fuera sólo transitoria, igualmente le estaría muy agradecido. Me ha dado usted unas horas de paz después de meses de suplicio.

– Majestad -dijo por fin Poncet-, lo que vemos es prometedor, en efecto. Reacciona favorablemente al tratamiento, y eso hace pensar que seguirá mejorando en los próximos días, pero…

Miró al maestro Juremi, como un soldado que debe asumir un doloroso cometido.

– … es preciso que sepa ciertas cosas -continuó.

– Le escucho.

– La enfermedad que padece puede aliviarse. Puede desaparecer completamente y por mucho tiempo, pero es incurable. Volverá a manifestarse. Tendrá que aprender a vivir con ella, y sin duda…Se detuvo un instante, antes de proseguir. El Rey lo miraba fijamente, sin pestañear.

Jean-Baptiste se oyó pronunciar el final de su frase y se extrañó de sus propias palabras:

– … a morir.

Después de traducir estas palabras, Demetrios miró al Rey en espera de su respuesta, que tardó en hacerse oír. El Negus se levantó, se dirigió hacia uno de los rincones de la sala, y desapareció prácticamente en las sombras. Después volvió y dijo:

– No me gustan sus palabras, pero sí su forma de expresarse. No habla como los aduladores o los charlatanes. Por eso no se equivoca al pensar que puedo entenderlo.

Hizo un silencio, su mirada se detuvo en la llama de la candela, y luego se clavó otra vez en los ojos de Jean-Baptiste.

– ¿Cuanto tiempo tardaré en sucumbir a la enfermedad?

– Lo ignoro -dijo Poncet.

– ¡Miente! -exclamó de pronto el Rey con un tono autoritario e iracundo-. ¿Cuánto tiempo?

Jean-Baptiste se turbó.

– Bueno, yo diría… Creo que no se tiene conocimiento de ningún enfermo que haya vivido más de dos o tres años.

El Rey escuchó la sentencia con absoluta impasibidad. Se incorporó ligeramente y continuó en silencio.

– La muerte -dijo por fin- me importa muy poco. Podría morir mañana, estoy preparado.

Volvió a acomodarse en su asiento, como si quisiera quitar solemnidad a sus palabras.

– Pero -prosiguió- me preocupan las obligaciones de mi cargo.

Hablaba en tono confidencial. Parecía completamente sereno, como si su único deseo fuera dar rienda suelta a sus pensamientos.

– Mi hijo primogénito -continuó- sólo tiene quince años. Aún es débil e influenciable. No acaba de gustarme la educación que recibe de los sacerdotes y de la corte durante mis largas ausencias. Y no puedo irme de esta vida hasta que él no se haya afianzado en el trono, pues de lo contrario habrían resultado inútiles los logros de tres generaciones de reyes.

Seguía mirando fijamente la vela por la que se deslizaba lentamente una gota de sebo.

– ¡Dos años! -dijo.Se levantó, se fue andando hasta otra silla próxima a la puerta por la que había entrado, tomó con su mano una estola blanca doblada en forma de rectángulo, se la echó sobre los hombros y se envolvió con ella.

– Cuando mi abuelo heredó la corona -prosiguió-, este país estaba sumido en el caos. Nuestros enemigos habían devastado el reino, nuestros vasallos se emancipaban, los sacerdotes imponían su voluntad al soberano, y el pueblo se moría de hambre…

Se dio la vuelta y avanzó hacia ellos.

– Había campesinos que se comían a sus muertos…

Poncet bajó los ojos, al tiempo que el maestro Juremi dirigía la mirada hacia las sombras.

– Así estaba el país. Fue necesario restaurar la autoridad real, expulsar a los enemigos, someter a los príncipes, mantener a raya a los sacerdotes. Basilides, mi abuelo, comenzó una tarea gloriosa. Fundó en esta ciudad, Gondar, una nueva capital al margen de la corrupción que minaba Axum, la sede de la corte desde muchos siglos atrás. Luego llegó su hijo, mi padre, también íntegro, también glorioso, también decidido. Yo, que le he sucedido, he tenido la suerte de reinar mucho tiempo, recoger su legado y hacerlo fructificar. He aligerado las cargas que pesan sobre el pueblo, he abolido los tributos aduaneros que quebrantaban el país, como lo habrían hecho los bandidos. Pero por encima de todo, he aplicado la ley. Sin duda es severa, pero es la de nuestros mayores. Todos la conocen y todos son iguales ante ella.

El alba clareaba lentamente. Una nube violeta cortaba la ventana en dos, de forma que arriba se veía la noche y abajo una bruma blanquecina.

– Hemos culminado esta ardua empresa solos, ¿comprenden? Solos. Hace mucho tiempo que no esperamos ayuda de nuestros vecinos. Son mahometanos y nos odian. Pero además hemos tenido que protegernos de aquellos que durante mucho tiempo creímos nuestros amigos, nuestros hermanos, nuestros parientes católicos venidos del otro lado de los mares. Hace un siglo, cuando los turcos atacaron este país, los reyes de entonces decidieron llamar a los portugueses. Y vinieron. Cristóbal de Gama, hijo del gran Vasco, incluso dio la vida por nosotros. Pero sólo nos salvaron para enviarnos luego a los jesuitas. Cuando llegaron, nadie sabía aquí quiénes eran esos sacerdotes. Nuestros ancestros los acogieron pensando que eran nuestros hermanos, como Cristo había dicho. Así que cuando dijeron que debíamos prestar obediencia al Papa y unirnos a la comunidad católica, no planteamos ninguna objeción. ¡Imagínese! Habíamos sufrido tanto por sentirnos apartados del mundo que acogimos con alegría la idea de volver a él. Lo único que les pedimos fueron argumentos teológicos que demostrasen por qué su interpretación de los Evangelios era mejor que la nuestra. Nuestros sacerdotes se prestaron a la controversia sin subterfugios, estrictamente con la ayuda de sus grandes conocimientos; y esos jesuítas tan seguros de sí mismos tuvieron que admitir que no tenían respuestas a nuestras preguntas y tuvieron que volver a Roma un poco despechados. El Papa envió a otros, más sabios, pero sobre todo más dispuestos a emplear todos sus medios para conseguir sus fines. Nuestro pueblo los acogió como hermanos, mientras ellos obraban propiamente como enemigos. En aquel momento, nuestro punto débil era el Rey. El pobre hombre tenía poco carácter y cayó bajo la férula de los jesuítas, que le hicieron tomar decisiones completamente equivocadas. Finalmente se sirvieron de su autoridad para ordenar la conversión inmediata del país. Entonces comprendimos, aunque demasiado tarde, que a ese mal venido del exterior y al que nos habíamos acostumbrado había que agregar otro mal: el que nos deseaban nuestros peores enemigos. No voy a referirles todas las peripecias, aunque fueron innumerables, durante las cuales esos religiosos francos dieron pruebas de su influencia perniciosa, de su empeño por someter nuestras conciencias, por imponernos una fe nueva y conquistarnos por la vía de la perfidia y la división. De esa época datan las guerras civiles más horribles de este país; la autoridad de los reyes, que siempre se había preservado, incluso en los momentos más difíciles, cayó en descrédito cuando uno de ellos aspiró a abrazar la fe de esos extranjeros por debilidad de espíritu. Entonces, el pueblo buscó refugio en los sacerdotes, que por otra parte fueron incapaces de defenderlo. Nuestros enemigos se aprovecharon de nuestra decadencia. Entonces se produjo el caos que, como ya les he dicho, ha precisado tres generaciones para desaparecer, y con no pocas dificultades.

Se tranquilizó, y prosiguió con más calma:

– Ésta es nuestra situación actual, y por eso necesito tiempo.

Casi había clareado por completo. El Rey fue hacia Poncet y le puso la mano en el hombro. Era una mano seca y ligera, que apenas pesaba.

– Cuando veo a hombres como usted, pienso que es una lástima vernos obligados a rechazar todo cuanto llega de Occidente. Antes de que los musulmanes salieran del desierto, su civilización era también la nuestra. En la corte de mis ancestros se hablaba griego. Pero aún somos demasiado frágiles para asumir el riesgo de abrirnos a quienes pretenden ser nuestros hermanos y, por lo que sabemos, insisten todavía en convertirnos sin comprender que así nos pierden.

Retiró la mano y dio unos pasos hacia la puerta.

– Gracias a ustedes -dijo con cierta alegría- ahora hay un atisbo de esperanza en mi vida. Era consciente de la tarea que aún me quedaba por cumplir, y ahora sé de cuánto tiempo dispongo para culminarla.

Cuando el Rey hubo salido, los visitantes se quedaron silenciosos y anonadados. Al darse cuenta de la luz que entraba a raudales en la sala, Demetrios los acompañó rápidamente a su casa. Pidieron quedarse solos para cambiarse, y convinieron con el joven que regresara dos horas más tarde.

En cuanto se cerró la puerta, el maestro Juremi se encaró con Jean-Baptiste.

– ¿Te has vuelto loco? Habíamos acordado que tú ibas a moderar su optimismo y prepararle para una larga enfermedad. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerle esa confesión, y mucho menos semejante pronóstico?

– Lo sé -dijo Jean-Baptiste con la cabeza entre las manos-. Sin embargo, cuando he mirado a ese hombre no he podido mentirle.

– Me parece bien que no quisieras mentirle, pero tampoco tenías por qué decirle toda la verdad.

– Ese hombre tiene algo que me ha impulsado a decírselo todo.

– No es él quien tiene algo -dijo el maestro Juremi- sino tú. ¡Vaticinar el destino a un rey! ¡Qué locura! Te crees un dios, amigo mío. Lo que tú tienes es orgullo.

– Creo que no -dijo Poncet con voz apagada-, que es todo lo contrario. Cuando le hablo no es un rey. Le hablo como a un hermano.

– Un hermano al que acabas de apuñalar.

Apenas había acabado su frase cuando llamaron a la puerta con tres golpes. Abrió el protestante. Dos oficiales de la guardia venían a detenerlos.

13

Los guardias, con un semblante hostil e incapaces de explicarse en otra lengua que no fuera la suya, condujeron a los dos francos al palacio, aunque no por los vericuetos secretos que habían seguido la noche anterior sino que rodearon completamente las murallas para entrar por la puerta principal.

Atravesaron una anticámara estrecha y se encontraron en la sala en la que el ras y los sacerdotes les habían interrogado a su llegada. Allí les esperaban los mismos dignatarios, pero en esta ocasión estaban dispuestos en dos grupos, entre los cuales había tres cuerpos tendidos en el suelo y cubiertos con una sábana. El dragomán que había vertido al árabe la audiencia oficial con el Emperador se adelantó y tradujo las palabras que acababa de pronunciar en voz alta uno de los religiosos:

– Estos esclavos han probado los remedios que ustedes han preparado para curar al soberano, y ahora están muertos.

Jean-Baptiste suspiró aliviado, pues se temía algo muy distinto. En cuanto a los remedios «oficiales», éstos sólo eran un mejunje a base de agua, harina y colorante de remolacha que habían elaborado en presencia de Demetrios.

– Dígale a estos señores -dijo Jean-Baptiste sonriendo- que nuestra receta es muy sencilla y que antes de hacerles llegar nuestro preparado le proporcionamos otro igual a Demetrios, que según creo es un sirviente del Emperador.

Al oír el nombre de Demetrios, los presentes empezaron a hablar entre ellos muy nerviosos y apenas escucharon al intérprete. Los dos médicos comprendieron enseguida que habían mandado a buscar al joven griego. Llegó al poco rato, sudando y con una cajita de madera en la mano donde guardaba una muestra de la misma sustancia que habían entregado a los sacerdotes.

El joven pronunció un largo parlamento que los francos no entendieron, aunque advirtieron, eso sí, que hablaba en un tono muy distendido. Para reforzar sus palabras, Demetrios abrió la caja, tomó un poco del preparado, lo comió ostensiblemente y ofreció a la concurrencia. Los sacerdotes lo miraron con cara de asco y, tras una breve discusión, los dignatarios abandonaron la sala. Cuando se hubo cerrado la puerta, se oyeron las voces de una conversación tumultuosa.

Demetrios dijo entre risas que el incidente se daba por concluido.

– Espero que el Rey los condene por haber envenenado a esos tres desgraciados -dijo Jean-Baptiste.

Unos soldados que habían entrado discretamente en la estancia se llevaron los cadáveres de los esclavos, arrastrándolos por los pies.

– En nuestro país uno sólo puede ser condenado por matar a hombres, y los esclavos no lo son -dijo Demetrios con seriedad.

Tras estas palabras, los dos médicos y el guía abandonaron la estancia. A sabiendas de que uno debe acostumbrarse a la desgracia ajena, siempre que una sociedad así lo justifica, se olvidaron de las víctimas de aquella ridicula maquinación y sólo pensaron en pasar un buen rato.

Por lo demás, aquel asunto les sirvió para comprender mejor cómo ejercía el Rey su poder en medio de todos aquellos peligros. De hecho, sólo había otorgado su confianza a hombres oriundos de países extranjeros, como Demetrios o Hadji Ali. Y algunos de ellos habían sido secuestrados en su infancia, durante redadas y campañas militares. Así como los turcos estaban protegidos por niños cristianos que habían robado para convertirlos en jenízaros, el Rey de Reyes tenía a su servicio jóvenes musulmanes educados como cristianos, que sentían por él auténtica devoción. Eran útiles en la capital y por todo el país. Siempre había recurrido a musulmanes que le debían la vida, como Hadji Ali, o a armenios y otros cristianos de Oriente, subditos del Gran Turco, para llevar a cabo misiones de confianza fuera de su territorio.

Mientras estuvieron en Gondar, Poncet y su amigo aprendieron a valorar esta presencia protectora que nunca más les abandonaría. Aparte de Demetrios, en las calles por las que caminaban, en las casas en que cenaban, en los campos donde recogían plantas, siempre había observadores discretos, y casi invisibles, que se ocultaban bajo la apariencia de campesinos bonachones, vagabundos o comerciantes, para extender sobre ellos el poder del Rey.

Durante su estancia en la capital tuvieron la oportunidad de ser testigos de muchos acontecimientos, pudieron observar sus curiosas tradiciones y tener incluso algunos encuentros voluptuosos, pero obraron con tanta moderación que estuvieron a punto de adquirir mala fama. También visitaron numerosas iglesias, aprendieron a conocer la pintura y a apreciar la música de aquel país, que al principio les había parecido muy poco atractiva. Comprendieron mejor la riqueza de sus sonidos cuando oyeron sus melodías acompañando a la danza, a la que sustentaba y servía de marco.

Pronto supieron distinguir de dónde procedían los innumerables objetos de madera, cobre repujado o esparto, cuya variada producción mostraba la profusión de culturas de este gran Imperio. Poncet llenó de notas un cuaderno entero y se procuró otro, gracias a la habilidad de Demetrios, pues los abisinios desconocían el uso del papel y sólo escribían en pergaminos.

Se volvieron a ver con el Rey, aunque no con frecuencia, para no despertar sospechas. Pese a que el mal no había desaparecido, constataron un retroceso de los síntomas. No volvió a preguntarles nada más sobre el pronóstico, pero se mostró interesado por las costumbres, las ciencias y la política de las naciones de Occidente.

Un día, Demetrios les comunicó que el Rey de Senaar había alegado un insignificante asunto fronterizo para declarar la guerra, de modo que el Negus iba a partir otra vez en campaña. Según el joven griego, era mucho menos peligroso seguir al Rey que quedarse en la ciudad puesto que la corte podría aprovechar su relativa libertad para vengarse de los extranjeros de quienes ya se empezaba a rumorear que eran muy peligrosos. Tras fingir que había tomado los remedios que la corte le había entregado oficialmente de parte de los médicos francos, el Rey comunicó que estaba mejor, y más tarde que se había curado. Por último remuneró a los dos francos con presentes muy valiosos, que añadieron a todo cuanto habían ganado con otros pacientes de la ciudad, pues con el paso del tiempo, Jean-Baptiste y su socio curaron a mucha gente de toda condición. Incluso les pidieron oficialmente que visitaran a la Reina, aquejada de una indisposición que trataron con éxito. Los sacerdotes estaban furiosos.

Cuando llegó el momento de plantearse acompañar al Rey en sus campañas militares, Jean-Baptiste consideró que había llegado el momento de la verdad. Aunque su estancia en Abisinia no carecía de interés, tampoco olvidaba la verdadera razón de su viaje y la meta personal que se había marcado: tenía que volver con una embajada.

Pero nada de esto habían conseguido todavía. Además, ahora sabían por qué motivo el Negus desconfiaba de los jesuítas y de Occidente. ¿Acaso el soberano no les había confesado en voz alta que era demasiado pronto para que su país se abriera al extranjero? A este obstáculo político, que de entrada era un impedimento para una embajada, había que agregar otro, más personal, que de alguna manera ahora se revelaba como un inconveniente, a pesar de que hasta entonces sólo les había deparado ventajas. Todos los esfuerzos orientados a granjearse la confianza y la amistad del Rey, además de garantizar su seguridad y bienestar, habían dado sus frutos, superando con creces sus primeras expectativas. Era evidente que el soberano los apreciaba. Cada día, directa o indirectamente, daba muestras de estar vinculado a ellos por lazos de confianza y afecto. Pero el juego que practicaban era peligroso. La amistad del Emperador podía ayudarles a culminar el deseo de regresar con una embajada, pero al mismo tiempo corrían el riesgo de que quisiera conservarlos toda la vida a su lado, como les había ocurrido a tantos viajeros antes que ellos. Lamentablemente no podían pasar por alto esa eventualidad, así que Jean-Baptiste decidió abordar ese asunto en su próxima entrevista con el Emperador. Todo el día estuvo pensando en El Cairo, en su casa y en la señorita De Maillet, y sintió tantos deseos de volver a ver todo aquello que estaba pletónco de energía para convencer a cualquiera que se le pusiera por delante, por muy tozudo que fuese.

El Rey no los recibía siempre en la estancia cubierta por la cúpula que señoreaba las murallas del palacio. A menudo Demetrios les hacía salir de la ciudad y se reunían con el soberano en su tienda de caza, situada en las inmediaciones del bosque, donde pasaba jornadas enteras persiguiendo a leones y leopardos.

En aquellos días se hablaban ya con una cierta familiaridad, aunque el Rey siempre había guardado las distancias, haciendo gala de la dignidad propia de su rango. Aquella noche el soberano les honró con su compañía durante la cena. Demetrios se mantenía aparte en prueba del respeto que cualquier subdito debe a su rey, de modo que los tres hundieron las manos en la misma torta de injera condimentada con salsas. Conversaron sobre la campaña en ciernes y el inminente viaje. Una vez terminada la comida, un soldado les llevó un aguamanil y se enjuagaron los dedos.-Majestad -empezó a decir Jean-Baptiste cuando se quedaron solos-, ya que usted nos ha hablado de su partida, permítame que también le digamos algo por nuestra parte.

La frase era ambigua. Por la mirada que le dirigió el soberano, Poncet comprendió que este se había percatado de que no hablaban del mismo destino.

– Vuestra Majestad nos mandó llamar a su lado. Hemos hecho todo cuanto estaba en nuestras manos. Hadji Ali conocía nuestras intenciones desde el primer momento. Y ahora tenemos que regresar al lugar de donde venimos.

Una sirvienta les llevó el café en unas tazas. El Rey se tomó el tiempo necesario para servir personalmente a sus huéspedes; desprendió dos hojas minúsculas de una planta aromática que los abisinios llaman «salud de Adán» y las agregó a su café.

– ¡Qué curioso! -dijo-. Precisamente pensaba hablarles esta noche de su estancia aquí. La norma que hemos aplicado durante siglos es estricta: cualquier extranjero es bienvenido, pero luego debe quedarse entre nosotros. Ustedes ya están al corriente de los problemas e incluso de las tragedias que hemos vivido cada vez que hemos derogado ese principio. Así pues, cuento con restituirlo.

Poncet miró a su compañero y leyó en los ojos del protestante cierta incredulidad; no obstante esperó a oír la continuación.

– Sin embargo no pretendo obligarles -prosiguió el Negus- ni forzarles a vivir en este estado de clandestinidad que, comprendo, puede resultarles penoso. Por eso mi intención es proponerles un cargo oficial -que será acatado por la corte según mi deseo- y una retribución a la altura de la gran estima que ustedes me merecen.

– Majestad -dijo Poncet afablemente pero con un tono resuelto-, lo lamento pero no podemos aceptar. A nuestra llegada le comunicamos que teníamos que regresar a El Cairo.

– En efecto -dijo el monarca- me lo manifestaron. Para ser más exactos, el pacha de El Cairo hacía referencia a ello en su carta de recomendación, que no en vano tiene su valor. Tal vez sea ésta la única circunstancia en la que el principio que acabo de exponerles admita una excepción. El pacha del El Cairo es mahometano, y por lo tanto un enemigo para mí. Sin embargo, es un enemigo con quien tenemos negocios y me teme debido a mi poder sobre el Nilo. Por mi parte, yo también lo necesito, pues cada vez que muere el abuna, debe dar su visto bueno para dejar venir hasta aquí otro patriarca. La tradición es así y ahora nos resulta más útil que nunca tener como jefe de nuestra iglesia a un monje que no habla nuestra lengua y que sólo ha salido de su monasterio egipcio para ponerse a temblar ante mí. Así pues, como debo mi palabra al pacha de El Cairo, puedo dejarles salir.

– Le estamos muy agradecidos, Majestad.

– Sin embargo, permítanme hacerles una pregunta -dijo el Rey.

Poncet inclinó la cabeza. Estaba claro que aunque el soberano había desestimado el uso de la fuerza, tampoco había renunciado a convencerles.

– ¿Por qué prefieren servir a esc infiel, a ese canalla turco, que posiblemente ni siquiera da muestras de gratitud, y no a un príncipe cristiano que sería incapaz de negarles un favor?

– Majestad -respondió Poncet-, no volvemos por el pacha de El Cairo.

– ¿Pues por qué entonces?

El joven médico bebió un trago de café antes de contestar.

– Como usted sabe, el maestro Juremi y yo somos socios. El me acompaña, pero quien realmente quiere regresar soy yo.

– En tal caso -dijo el Rey-, le hago la pregunta a usted, Jean-Baptiste.

– Bien, Majestad -dijo Poncet-, la cuestión es que estoy enamorado de una joven.

El Rey se echó a reír. Era una de las pocas veces que le veían hacerlo. Se reía silenciosamente, con la cabeza hacia atrás. Mientras, Demetrios esperaba con una actitud respetuosa para traducir la continuación de la conversación.

– Muy bien -dijo por fin el soberano-. Supongo que se sentiría muy orgullosa de vivir en mi corte, y arropada en oro. Por lo que me han dicho, El Cairo es una ciudad muy calurosa y las mujeres prefieren nuestro clima. ¡Haga venir a su esposa!

– No es mi esposa -dijo Jean-Baptiste.

– En tal caso, puede celebrar la boda aquí.

– A decir verdad, Majestad… no hemos llegado tan lejos todavía.

El Rey volvió a reírse de aquel modo tan peculiar.

– ¿Y en que punto están entonces?

– Debe saber, Majestad, que es una joven de una condición considerablemente más elevada que la mía. Su padre ocupa un cargo importante en nuestro estado. Nos amamos y…

Jean-Baptiste sintió una especie de punzada al pronunciar la frase,como si estuviera tentando la suerte. Temía los zarpazos del destino sobre ese asunto, con la superstición propia de los enamorados.

– … pero antes tengo que convencer a su familia y no va a ser fácil.

– Dígale que vivirá aquí, en la corte de un gran Rey, y que usted será uno de mis oficiales de alto rango.

– Majestad, ¿acaso no conoce a los hombres? No tienen imaginación; para ellos no existe aquello que no pueden ver con sus propios ojos. Yo sé bien que un lugar en su corte es más digno que muchos cargos de los que se enorgullecen los hijos de las familias más influyentes, pero eso no será suficiente para convencer al padre de la mujer que amo.

Se detuvo un instante, esperó a que Demetrios terminara la traducción y, sacudiendo la cabeza como quien piensa en voz alta y analiza una a una las ideas que se agolpan en la conciencia, añadió:

– Me doy cuenta, Majestad, de que intenta hacer todo cuanto está a su alcance por ayudarme y le estoy muy agradecido por ello. A decir verdad, hay algo que me gustaría decirle…

– Dígalo, pues.

– Me resulta difícil confesárselo porque sé que mis propósitos pugnan con sus convicciones más profundas.

– No se preocupe por ello. Si tengo que negarme, al menos ni usted ni yo tendremos que lamentar el no habernos hablado con claridad.

– Bien -dijo Jean-Baptiste de manera precipitada, como quien alivia la carga de sus hombros dejando caer los bultos al suelo-. El padre de mi amada es diplomático. Si me fuera posible alcanzar la misma posición, me juzgaría como un igual, o cuando menos como alguien de su mundo. Un medio para conseguir mi meta sería que Vuestra Majestad se dignara recomendarme a nuestro rey Luis XIV para que éste me nombrara embajador permanente en Abisinia. De ese modo podría volver aquí, y al mismo tiempo ostentar ante la joven que amo un cargo brillante. Por otra parte, aunque ese puesto sea inferior sin duda al que Vuestra Majestad pudiera ofrecerme en su corte, al menos tendría el gran mérito de ser considerado por su padre.

– ¡Una embajada! -exclamó el Rey.

Una ráfaga de aire se deslizó por debajo del faldón de la tienda real y levantó un remolino de arena en el suelo, interrumpiendo un momento la conversación.

– Usted sabe -continuó el soberano- que nunca obramos de esa forma. Si tenemos algo que decir a nuestros vecinos, recurrimos a mensajeros que actúan con suma discreción, como mercaderes, peregrinos, y a veces incluso mendigos. Antaño, cuando los portugueses nos enviaron representantes oficiales, éstos hicieron tal alarde de arrogancia que nos incitaron a no dejarles marchar.

– Lo sé -dijo Poncet.

El Rey se puso de pie y empezó a deambular alrededor de la mesa, rozando de paso la tela gruesa y áspera de la tienda, con un gesto instintivo que evidenciaba su perplejidad.

– Usted sabe también que todos los sacerdotes, esos que llaman jesuitas y esos otros que se visten como los árabes, pululan a nuestro alrededor, al acecho del menor pretexto para entrar en el país. Cuando yo era niño, mi padre mandó venir a un médico de El Cairo, como yo he hecho ahora con usted. Llegaron dos monjes; los recibió amablemente aunque con cierta desconfianza y preguntó cuál de ellos era el médico. Éstos le dijeron con toda tranquilidad que el médico no había podido emprender el viaje inmediatamente y que ellos se habían adelantado…

– ¿Qué fue de los monjes? -preguntó Jean-Baptiste.

– En el momento que el pueblo se enteró de que los religiosos francos habían regresado, la multitud comenzó a concentrarse; nuestros sacerdotes y nuestros príncipes pusieron al Rey en cuarentena, por miedo a que se convirtiera como había ocurrido ya una vez, para nuestra desgracia. Todos temían que se desencadenara de nuevo una guerra civil, así que el Rey, mi padre, no vaciló en entregar a los dos extranjeros a la multitud, que los lapidó ante el palacio. Le digo esto para que sepa que una embajada puede atraer a esos fanáticos que tratan de entrar en el país por todos los medios, a sabiendas de que no queremos volver a verlos.

– ¡Precisamente! -dijo Jean-Baptiste, que continuaba pensativo y que parecía a punto de pronunciar en voz alta los pensamientos que gradualmente le venían a la mente-. No debe confiar una embajada a un desconocido sino a una persona que le sea familiar, alguien que sienta tan poca simpatía como usted por los curas y que se comprometa a no traerlos con la embajada; esto pondría las cosas en otro plano. Majestad, me parece que en realidad tiene poco que temer. La presencia de un emisario de nuestro Rey, testigo de la situación de vuestro imperio y conocedor de las maniobras de los jesuítas ofrecería la posibilidad de informar sin demora a nuestro soberano de cualquier treta de esos clérigos. Luis XIV tiene influencia sobre el Papa y podría pedirle que moderara sus fervorosas congregaciones. Muchas cosas se deben a que en nuestro país no se conoce suficientemente a Vuestra Majestad. La simple palabrería medra fácilmente donde impera la ignorancia. Perdone mi franqueza, incluso yo me avergüenzo de lo que voy a decir, pero los jesuítas han llegado a describir este reino en sus relatos como una tierra de salvajes, ignorantes y brutos. Y ése es el argumento que han esgrimido para intentar traer hasta aquí la luz de la fe. Si yo pudiera aportar un testimonio de la realidad de este pueblo, seguro que el Rey francés lo entendería. Yo ayudaría a ambos a establecer las relaciones de estima entre grandes soberanos cristianos, uno de Occidente y otro de Oriente. Creo que de ese modo Vuestra Majestad podría impedir la llegada de quienes se empeñan en alterar el orden de su reino para adueñarse del poder y las almas.

Al término de este parlamento que había pronunciado de corrido, como llevado por una súbita inspiración y en un tono apasionado, Jean-Baptiste miró fijamente al Rey. El soberano, inmóvil, se quedó pensativo unos instantes. Luego llamó a un guardia. Un joven muy alto y delgado apareció con una lanza en la mano y un machete cincelado en la cintura.

– Que alguien vaya a la ciudad y me traiga a Murad inmediatamente -dijo el Rey.

14

Un hombre que ha mentido y robado mucho, que ha renegado y traicionado, sólo puede esperar la vejez y terminar su vida en paz cuando ha sabido preservar indefectiblemente su amor propio a pesar de todas las felonías. Así era Murad. El armenio había alcanzado una longevidad poco frecuente y sólo comparable a la de los venerables ancianos del Cáucaso, tan lucidos para llevar la cuenta de sus años, cuya edad siempre confunde a la gente. Murad sólo había conocido dos épocas en su vida: la niñez, en un pueblo cercano al lago Van, hasta que su padre mercader lo llevó consigo a Etiopía. Después, a partir de los quince años, la de los servicios prestados con una inmutable lealtad a cuatro reyes abisinios. Lo había visto todo: las misiones de los jesuítas, su expulsión, ¡a anarquía, la asunción del poder de Basilides, y luego la obra de su hijo y de su nieto Yesu I. Debido a sus dotes para los idiomas, su habilidad diplomática y su capacidad para juzgar a los hombres nada más verlos, se convirtió en el emisario de excepción de los Negus, concretamente en la India y también con los holandeses de Bali. Y había tenido el honor de volver de aquella misión con una enorme campana de bronce que los batavos le regalaron para honrarle.

Jean-Baptiste había hablado con Murad en varias ocasiones desde que estaban en Gondar. La primera vez fue para prescribirle un tratamiento destinado a sanar una enfermedad poco común para su edad, y que había contraído ya «veinticuatro veces», a decir de la gente, debido a que su vigor sexual seguía intacto. Los remedios de Poncet habían dado un buen resultado, y el anciano se encaminaba hacia su sífilis número veinticinco cuando una noche que estaba en compañía de una joven hurí le dio un ataque que le impidió hacer uso de una mitad de su cuerpo. Gracias a los cuidados de Jean-Baptiste pudo recuperar el movimiento en la parte dañada, aunque le quedaron como secuelas una mano inútil y el labio caído. Pese a ello, Murad discurría tan bien como siempre y Poncet se sintió aliviado al saber que el Rey iba a prestarse a escuchar la opinión de un hombre que siempre había mostrado tan buena disposición con respecto al joven médico.

El anciano apareció al cabo de una hora. En su cara se dibujaba la expresión de disgusto de quien ha sido despertado en el primer sueño. Jean-Baptiste sabía que dormía poco y muy mal, pero intuyó que el anciano estaba haciendo comedia para disimular la alegría que sentía de que el Emperador aún reclamara sus consejos. Además, como negociante avispado que era, podía permitirse estipular muy alto el precio de su aparente esfuerzo, a sabiendas de que recibiría una retribución acorde con su supuesto sacrificio.

El Rey le expuso el asunto de la embajada de Jean-Baptiste sin mencionar el aspecto amoroso, y pidió a Murad su opinión respecto a la viabilidad de tal empresa y los medios para llevarla a cabo.

El viejo escuchó desde una especie de silla curul con incrustaciones de nácar que formaba parte del mobiliario de caza del soberano. Estaba sentado de medio lado, y se apoyaba en un codo, con los ojos entornados. Tenía los párpados casi cerrados y los ojos nublados por unas manchas blanquecinas. No obstante, Jean-Baptiste intuía que su mirada penetrante se clavaba en todas partes y que era observado con suma atención. Una expresión apasionada se dibujó en el rostro del joven, que no intentó disimular el deseo de hacer realidad la encomienda del Negus. Después de haberse tomado un tiempo prudencial para estudiar las palabras del Rey, Murad dijo con una voz algo entrecortada por la enfermedad:

– Majestad, es una idea excelente. Pero como decía Herodoto, la lira puede ser un instrumento musical o un arco, o sea un arma, todo depende del uso que se haga de ella. También esta empresa puede acarrear resultados muy distintos, según la forma en que se maneje.

Murad hablaba siempre así. Nunca emitía un juicio que no albergara la sentencia verídica o inventada de un filósofo griego, como un guerrero que se esconde tras su escudo para aproximarse más a aquel a quien desea asestar un golpe. El Rey esperó que continuase.

– En primer lugar -dijo Murad con una expresión de profundo abatimiento- no tiene que escribir nada, Majestad. La ruta es muy larga desde aquí hasta las capitales de Occidente y existe el nesgo deque su carta caiga en manos de desaprensivos que hagan mal uso de ella. Esa circunstancia podría incluso darse aquí. Figúiese el partido que sacarían los sacerdotes si descubrieran que pretende enviar una embajada. Por otro lado, suponiendo que eso ocurriera en ruta, los turcos se enterarían de sus intenciones y el señor Poncet sería desenmascarado como su protegido. Y también podría ocurrir allí. Ya conoce a los jesuitas, su habilidad para manipular las leyes, y su mente retorcida y pérfida. Cualquier palabra anodina les autorizaría a pensar que usted solicita su presencia, que quiere prestar juramento de fidelidad a Roma o quién sabe qué. Así pues, nada de escribir.

– Pero en ese caso, ¿cómo vamos a mandarla? -preguntó el Rey, que había escuchado estas palabras de pie, con las manos a la espalda.

– Pues igual que hizo su padre y su abuelo. Y como usted mismo ha hecho muchas veces.

– Enviando a un mensajero con el señor Poncet -dijo el soberano-. Sí, ya había pensado en esa posibilidad, pero quién… ¿Usted, Murad?

– Majestad, entiendo que me hace esa pregunta como un cumplido; no obstante me halaga y le doy las gracias por ello. No, usted sabe que la muerte ha dejado recientemente su huella en mi cuerpo. Estoy tan resignado a someterme a sus designios que bajé la cabeza, pero falló. Me temo sin embargo que dentro de poco vendrá a darme un nuevo golpe, y espero que sea el último.

– Entonces, ¿quién? -volvió a preguntar el Rey-. Hadji Ali sólo es virtuoso con los mahometanos. Sería incapaz de cumplir una misión de estas características.

Poncet soltó un suspiro al oír que iban a librarse para siempre de la compañía de aquel ladrón. Miró al maestro Juremi, que, desde el fondo de la tienda donde se hallaba en silencio, le llamó con una señal.

– Maillet quería a jóvenes de la nobleza abisinia, ¿recuerdas? -dijo el protestante en voz baja.

– No tenemos ni la más remota posibilidad, pero de todos modos voy a plantear la cuestión.

Jcan-Baptiste volvió a orientar sus pasos hacia el soberano y tomó la palabra de nuevo.

– Majestad, ¿qué le parecería si lleváramos con nosotros a los hijos de algunas familias influyentes? De paso podrían sacar un gran provecho del viaje, seguir estudios en Francia, aprender nuestra lengua y enseñar a los franceses la suya…-¿Se ha vuelto loco? -dijo Yesu-. Nuestros vecinos musulmanes matarían a cualquier abisinio cristiano que saliera de aquí. Además, no olvide que este asunto debe permanecer en secreto.

Poncet se avino de buen grado a sus razones; al menos podría decir honestamente que había intentado persuadirle…

El Rey continuó cavilando en silencio.

– ¿Demetrios? -dijo de repente el soberano, mirando al traductor.

– No, no, le resulta más útil aquí-sentenció Murad.

Por la manera en que se había apresurado a responder, tan impropia de él, que siempre hablaba con desapego y con un aire cansino, Poncet comprendió que el anciano tenía un candidato y que estaba tratando de que el Emperador adivinara su nombre.

Murad le dejó mencionar dos o tres personas, que fueron eliminadas. Finalmente, al cabo de un estudiado silencio, el armenio dijo con fingida indecisión:

– Se podría pensar en mi sobrino…

– ¿De qué sobrino me habla? Su hermana tiene hijos, pero que yo sepa son mujeres.

– También tiene un hijo, que se llama Murad, como yo. Ya sé que puede resultar algo confundido. Si le parece, podemos llamarle Murad el Joven, aunque ya tiene casi cuarenta años. Fue educado en Alepo, Tal vez sepa, Majestad, que mi cuñado comerció durante mucho tiempo en esa región. Su mujer, mi hermana, volvió aquí hace quince años, y creo que no se entendía muy bien con su marido. En fin, sea como sea, el padre se quedó con el hijo, como dictan nuestras costumbres. Pero por desgracia no ha servido de mucho, a pesar de las excelentes cualidades del muchacho. Figúrese, Majestad, que se ha hecho… cocinero.

– ¿Y pretende usted enviar a ese Murad a entrevistarse con un gran Rey?

– Su Majestad sabe muy bien que los mejores emisarios son los más modestos, porque pasan desapercibidos. Lo único que cuenta de verdad es su agilidad mental, y debe saber a este respecto que mi sobrino tiene aptitudes de sobra. Además, no es un cocinero corriente, trabajaba al servicio de un mercader cristiano muy influyente. También ha aprendido idiomas, y creo que tiene algunas nociones de francés. Cuando volvió aquí el año pasado, incluso yo me quedé sorprendido de la soltura con que se manejaba. No le digo más, Majestad, ya tendrá ocasión de comprobarlo personalmente. Hace dos días que se fue a pescar al lago Tana. Qué le vamos a hacer, es su pasión, y guisa tanbien el pescado… Enviaré a alguien en su busca, y mañana se lo traeré.

– Está bien -dijo Yesu sin entusiasmo-, lo recibiré.

Se daba cuenta de que el anciano emisario intentaba designar a un miembro de su familia para esta misión, que consideraba fructífera. Era la regla: el Rey sabía perfectamente que sus consejeros no hacían nada por él a menos que sacaran algún beneficio. Pero por otra parte recibían un trato demasiado bueno como para perjudicar los intereses del Rey por beneficiar a los suyos. De alguna manera, todos los asuntos eran como una embarcación con un lastre en cada extremo: los beneficios del comandatano por un lado y los del ejecutante por el otro. Así equilibrada, no había quien la hundiera.

– El emisario es un problema -continuó Murad-, aunque estamos en vías de encontrar una solución. ¿Pero ha pensado, Majestad, qué mensaje desea darle?

– Ciertamente -dijo el Rey, que volvía a sentirse seguro pues en esta materia sólo necesitaba el consejo del anciano, no sus dictados-. Transmitirá al Rey de Francia mi saludo no como subdito ni vasallo sino como un rey puede honrar a otro, de igual a igual. Por lo que sé de ese Luis, es poderoso, y mi deseo es que conserve su poder y que extienda su imperio sobre los hombres. También le deseo salud, pues al parecer es viejo, y amores venturosos. Una vez que el mensajero haya transmitido este mensaje, deberá sacar a relucir la paridad de nuestras condiciones. Dirá que es el emisario del descendiente de Salomón por su hijo Menelik, nacido de la reina de Saba, Rey de Reyes de Abisinia, Emperador de la Alta Etiopía y de los grandes reinos, señoríos y comarcas, rey de Choa, Caíate, Fatiguar, Angote, etc. Además me cercioraré personalmente de que nuestro enviado conozca la lista completa de todos los títulos y honores que poseo antes de emprender viaje. A continuación le dirá que no deseamos que Roma mande a ningún religioso a alterar la paz de nuestro pueblo. Le hará comprender que no éramos hostiles por principio, que incluso recibimos de muy buen agrado a los primeros, pero que abusaron de nuestra hospitalidad y de nuestra confianza. Que nos envíen, sí así lo desea, a hábiles obreros y artesanos del país. Así embellecerán nuestra capital, como antaño el pintor Brancaleone embelleció nuestras iglesias para mayor gloria del Negus de entonces. Le dirá por último que sería de mi agrado que su leal subdito, el señor Jean-Baptiste, hijo de Poncet, fuera nombrado embajador en mi corte. Así podría informar de la situación de mi país, al igual que él me tendría informado de los acontecimientos del suyo. Éste es mi mensaje; y no solicito ningún favor, sólo me dirijo a él como un soberano que aspira a saludar a su hermano y a su igual. No vamos a tratar aquí de religión pues está claro que los dos creemos en Cristo y que esta fe debe unirnos y no separarnos. Por lo demás, no entiendo nada de disputas doctrinales y doy por seguro que no es asunto de reyes.

– ¿Y qué presentes va a ofrecerle? -preguntó Murad.

– ¿Presentes? ¿Sería oportuno en tales circunstancias?

– Majestad, está diciendo que desea hablar de igual a igual. ¿Qué hace un príncipe que desea presentar sus respectos en las tierras de otro? Le ofrece regalos que son el mejor medio para mostrar su magnificencia y demostrar que no espera nada.

– Tienes razón, Murad -dijo el Rey-. Prepara entonces unas ofrendas de acuerdo con las que se harían para los príncipes de nuestro mundo. Sin embargo, como no conocemos Occidente, le corresponde a usted, Poncet, decirnos qué obsequios se aprecian allí.

Con estas palabras se despidieron. Murad se fue de regreso a su cama, gimiendo para disimular su satisfacción por haber conducido la nave a buen puerto.

Dos días después apareció Murad el Joven, que mantuvo una entrevista secreta con el Rey en presencia de su tío. Y después se presentó ante Poncet y el maestro Juremi. Era un hombre alto y barrigudo, con las mejillas tan coloradas como si le acabaran de dar unas cuantas cachetadas. Por su vestimenta recordaba a los curdos y a los persas, pues iba ataviado con una larga túnica, un ancho cinturón de tela enrollado a la cintura, unos bombachos de los que sólo se veía la franja estrecha de los tobillos, y un turbante amarillo, de seda, que ocultaba su cráneo rapado. Todas sus prendas tenían manchas de grasa. El hombre no era sucio, pero comía con tanta glotonería que siempre se le caía algo, de tal forma que en sus vestidos siempre había manchas, aunque se cambiaba de ropa. Murad el joven era incapaz de conseguir que los cuidados que dispensaba a su persona superasen la formidable prueba que suponía para él una comida. No podía tolerar ninguna demora para satisfacer su hambre, ni siquiera el momento de ponerse una servilleta.

Su aspecto descuidado solía causar mala impresión. Sin embargo tenía un rostro afable, y su corpulencia adiposa había conservado casi intacta las líneas proporcionadas de sus rasgos infantiles. La plenitud de sus carnes no había dejado sitio a las arrugas, y la barba que se empeñaba en dejar crecer en sus mejillas tersas y rollizas no eran más que dos mechones ralos a cada lado del hoyuelo del mentón. De entrada, los francos reconocieron que Murad el Joven tenía el gran mérito de que con semejante físico pasaría desapercibido en todas partes, y aunque no hablaba el francés conocía la inimitable lingua franca de los mercaderes de Levante. Sin duda se podía soñar con un embajador mejor, pero por lo menos sería un compañero de viaje honesto, discreto y buen cocinero.

En cualquier caso, Jean-Baptiste sólo tenía una idea en la cabeza: marcharse cuanto antes. Habían superado obstáculos considerables, así que las dificultades del regreso le preocupaban poco. Él estaba ya en El Cairo y no podía dejar de pensar en Alix. Su recuerdo permanecía indeleble en un lugar recóndito de su pensamiento. A lo largo del viaje había procurado no pensar demasiado en ella por miedo a desesperarse. Pero a partir de ahora su imagen estaba con él, visible y tan cercana como el momento en que volvería a verla para anunciarle la gran nueva de su embajada. Jean-Baptiste soñaba con todo eso mientras preparaba el regreso. Las dificultades, las incertidumbres, las innumerables tareas por hacer y los compromisos pendientes tenían el gran mérito de incitarle a pensar que también ella lo esperaba con la misma impaciencia. Esta primera etapa del amor es tan rica que todos los retrasos lo alimentan y todas las contiariedades lo reconfortan. No se podrían concebir circunstancia más adversa que una separación al día siguiente de su encuentro, y por consiguiente nada podía ser más propicio, paradójicamente, para fortalecer el sentimiento y alejar la incertidumbre.

Estimulados por la idea del regreso, Jean-Baptiste y el maestro Juremi fueron tan diligentes que cuando el Emperador se disponía a salir a la campaña, habían terminado con sus preparativos y reunido todos los enseres de su caravana. Aparte de ellos, y de Murad el Joven, a quien el Rey había regalado dos baúles con numerosas mudas de recambio y algunas de gala, llevaban también diez esclavos abisinios, capturados en las provincias del sur, seis hombres y cuatro mujeres, negros, medio desnudos, con la cabellera trenzada alrededor de conchas y cuentas de madera. Su tío había entregado a Murad el Joven una carta muy breve firmada por el Emperador y provista de todos los sellos. Sin embargo, no estaba destinada a nadie en particular y sólo certificaba que el armenio era un emisario oficial del Negus, sin precisar ni su destino ni su misión, entre otras cosas porque se había aprendido concienzudamente de memoria el mensaje que debía transmitir al Rey de Francia. Los esclavos tenían la obligación de servir a los viajeros antes de ser entregados como regalo a Luis, hijo de XIV, como Murad se obstinaba en decir. A éstos se añadían otros presentes: cinco caballos y dos elefantes jóvenes, que se desplazaban con trabas y atados uno a otro con una pesada cadena. Tres baúles contenían algalia, tabaco y polvo de oro.

Fueron necesarios dos caballos para cargar con todos los obsequios que los médicos francos habían acumulado durante su estancia: oro, joyas, pieles, colmillos de elefante y otros presentes que sus pacientes -el Emperador el primero y el de mayor rango- les habían rogado que aceptaran. En un pequeño asno agregaron una bolsa de cuero doble, voluminosa aunque muy ligera, repleta de plantas secas, raíces y semillas que habían recogido en el transcurso de aquellas semanas.

Dejaron a Demetrios unos frascos con medicinas y las consiguientes indicaciones para cuidar al Rey. Estaba completamente curado, pero así podría hacer uso de ellas en el caso de que la enfermedad se presentara de nuevo, lo cual por desgracia era muy posible.

Necesitaron tres días enteros para despedirse de todas las amistades que habían hecho en la ciudad. Jean-Baptiste, con el pensamiento completamente puesto en su bien amada, rechazó con la mayor cortesía que pudo los ofrecimientos carnales, que no fueron pocos en aquellas últimas veladas; no obstante, el maestro Juremi se empleó a fondo por los dos.

Así llegó el último día. La estación cálida tocaba a su fin y las noches se cargaban de oscuros nubarrones. Los viajeros tuvieron una última conversación con el Rey, en la parte alta del palacio, en la misma sala donde los había recibido al llegar. El soberano estaba tan emocionado que tenía lágrimas en los ojos y los abrazó como a hermanos. Dijo que cada día rogaría a Dios para que los protegiera y los devolviera pronto a su lado.

– Tengan -dijo tendiéndoles una cadena de oro con un medallón del misino metal, ancho como la mitad de una mano y acuñado con la efigie de un león de Judá-. Sé que ustedes son un poco incrédulos, pero en su interior hay algo más que materia.

El Rey le puso la cadena en el cuello a Jean-Baptiste con sus propias manos y le dio un abrazo. Con el maestro Juremi hizo lo propio, y luego desapareció con prontitud.

Aquel mismo día le vieron de nuevo, pero de lejos, en una audiencia oficial, ya que a los ojos de los sacerdotes y de los príncipes no había constancia de sus entrevistas privadas con el Rey, aunque sin duda todos estaban al corriente de ello.

Los condujeron al patio del palacio donde se había dispuesto el trono. Entretanto, los cuatro leones, a algunos pasos del soberano, rugían en su jaula. El Emperador permanecía inmóvil como siempre, y sólo hablaba por mediación de su «boca» oficial. Poncet y el maestro Juremi se prosternaron cuan largos eran. Las losas rugosas en las que descansaban sus rostros tenían ahora un olor casi familiar, y no les resultaban tan frías como a su llegada. Esta tierra, o mejor dicho, esta piedra, que en el país del basalto a ras del cielo al fin y al cabo era lo mismo, era ya un poco la suya. Como la audiencia se prolongaba y los sacerdotes consideraron oportuno que estuvieran prosternados aún un rato, cada uno vio al incorporarse que el otro había mojado ligeramente el suelo con sus lágrimas.

Un destacamento de treinta guerreros a caballo los acompañó desde la ciudad hasta Axum, a cinco días de marcha. Allí se reunieron con Murad el Joven y con el resto de la caravana, y también con los elefantes. Una escolta formada únicamente por siete hombres los acompañó hasta los confines del imperio, y después partieron a galope hacia la costa.

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