EPILOGO

Después de que Jean-Baptiste le contara su encuentro con los protestantes del maquis, el maestro Juremi sólo soñaba con unirse a ellos. Y Françoise tenía en su alma demasiado amor para no compartir con él aquella empresa. En cuanto llegaron a Francia ella alquiló una humilde posada con los ahorros de que disponían. Ella profesaba el catolicismo y nadie puso objeción alguna. Durante el día, el establecimiento servía de beber a los viajeros, campesinos y soldados, y por la noche el maestro Juremi bajaba allí en compañía de los conjurados, con los que se había reunido en la montaña. En menos de seis meses, los rebeldes hicieron estallar una verdadera guerra civil en la región. Fue preciso enviar un ejército entero capitaneado por el mariscal De Villars para acabar con aquellos bandidos enfundados en una camisa, que por tal motivo pasaron a la Historia con el nombre de «camisardos». El maestro Juremi, que se hacía llamar Ravenel, fue uno de los cabecillas. Tras el aplastamiento de la rebelión consiguió escapar, y Françoise probablemente le siguió. En ese momento se pierde su rastro, aunque cabe suponer que se refugiaron en Inglaterra.

Jean-Baptiste ganó suficiente dinero en San Juan de Acre, curando a algunas personas importantes de la región, para viajar de nuevo, esta vez a Siria. Alix y él cabalgaron hasta Palmira, y después de cruzar el desierto llegaron a las marismas del Eufrates. Luego se internaron en Persia, donde estaban seguros. Visitaron libremente el país y se enamoraron de él. En Ispahán, Jean-Baptiste continuó ejerciendo su arte con mucha fortuna. Los mercaderes de la ciudad, ya fueran extranjeros o persas, los diplomáticos, la gente del pueblo y hasta los imanes más fieros recurrieron a sus cuidados. Al poco tiempo consiguió oro suficiente para comprar una gran casa, cercana a la Mezquita azul. El clima era ideal para cultivar todo tipo de plantas. En su jardín medicinal plantó las semillas que había guardado en sus bolsillos durante sus viajes. Alix cultivó rosas. Y ya no quisieron irse de allí.

A la muerte de Luis XIV se enteraron con retraso de la regencia del duque de Orlcans, a quien Jean-Baptiste no había podido conocer cuando aún era duque de Chartres. Así que le escribió. El regente le envió una carta de su puño y letra expresándole el ferviente deseo de recibirles en París. Jean-Baptiste consultó con Alix, pero finalmente decidieron no abandonar sus queridas montañas ni sus rosas.

En cuanto a Abisinia, después de la muerte de Du Roule, que fue muy sonada, el lamentable fracaso de los jesuítas y la expulsión de los capuchinos, estuvo a salvo de las incursiones extranjeras durante casi siglo y medio, sin contar como tales los pocos y pacíficos viajes de algunos geógrafos ingleses. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX, la apertura del canal de Suez atrajo hacia el mar Rojo convoyes coloniales, y Abisinia vio aparecer de nuevo en su territorio individuos de los que Poncet la había librado. No obstante tuvo la fuerza para resistirse a su influjo, tal vez porque el país había conservado la fe en sus orígenes, su soberanía y sus costumbres.

En las crónicas de la Eritrea italiana de principios del siglo XX encontramos nuevamente el nombre de un tal Poncet, boticario en Asmara. Quizá fuera éste uno de los descendientes de los cuatro hijos de Alix y Jean-Baptiste. Nada contradice esta afirmación, aunque nada la prueba tampoco, pues de la gente feliz se sabe poco. Viven, eso es todo. La gente feliz no tiene historia.

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