III LA CARTA CREDENCIAL

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La diplomacia es un arte que requiere un ejercicio de dignidad tan constante, tanta majestad en la compostura y tanta serenidad que es muy poco compatible con las prisas y el esfuerzo, es decir, con el trabajo. El señor De Maillet nunca desempeñaba tan bien su papel de diplomático avisado como en los momentos en que podía dedicarse por completo a su labor, porque no tenía nada mejor que hacer. No obstante conseguía elevar esa nada a la dignidad de una gracia de Estado, dotada -como es debido- de un halo de misterio e impregnada de desdén hacia todos aquellos que hubieran tenido la osadía de pedirle cuentas respecto al empleo de su tiempo. Desde que la embajada partiera a Abi-sinia, y tras los engorrosos sinsabores que le habían causado las intrigas eclesiásticas, el cónsul había podido reemprender por fin las tareas rutinarias de servicio al Estado: leía las gacetas que llegaban con retraso, estaba perfectamente al corriente de los ascensos y los traslados habidos en el seno del cuerpo diplomático, a la vez que intentaba definir la dirección de su legítima ambición. Por último, siguiendo un orden establecido con una considerable antelación, visitaba a numerosas personalidades turcas y árabes. A pesar de que no tenía nada que decirles y que tampoco consentía en escuchar nada, a menudo sus conversaciones alcanzaban el refinamiento, el cincelado de los bajorrelieves orientales que atraen la mirada y la cautivan, sin poder distinguir por ello alguna forma precisa, alguna señal, nada.

Esta armonía se rompió repentinamente en los primeros días de mayo, de aquel año 1700, o sea ocho meses después de la partida de Poncet y Hadji Ali. Todo ocurrió en dos cortas semanas. Para empezar, el correo de Alejandría llegó con una carta del conde de Pontchartrain, y el cónsul se encerró para leerla. Después de las fórmulas de cortesía propiamente dichas y de ciertas observaciones de poco interés, el ministro pasaba a comentar la cuestión de Etiopía. El señor De Maillet se quedó atónito al leer las líneas siguientes:

En cuanto al asunto de sus emisarios en Abisinia, mucho me temo que los señores jesuítas que le comunicaron a usted las intenciones del Rey pretendan hacer valer también las suyas, que no son completamente las mismas. Ciertamente, Su Majestad ha expresado ante mí su deseo de ver entrar a Abisinia en el seno de nuestra Madre Iglesia, por el esfuerzo meritorio de los servidores de la Compañía de Jesús. Sin embargo, no le complacería tanto ver en su palacio de Versalles a una representación del Rey de los abisinios. Después de la entrevista que he mantenido hoy mismo con Su Majestad, puedo afirmar que no le agradaría en modo alguno recibir a tales enviados. Es más, una embajada abisinia sólo podría disgustar seriamente al Gran Señor de los turcos, con quien ahora es más necesario que nunca obrar con toda nuestra inteligencia, dada la situación de Europa. En sus cartas, no parecía usted muy convencido de la posibilidad de que sus comisionados regresaran sanos y salvos. No obstante, si volvieran a El Cairo, y en el supuesto de que llegaran con enviados del Rey de Etiopía, le encomiendo expresamente impedir que esos plenipotenciarios continúen su viaje hasta Versalles. Usted les da la bienvenida, acepta sus respetos y luego los manda de regreso con su señor, con profusión de lisonjas y nada más.

Estas instrucciones inesperadas hacían augurar grandes problemas. Así que el señor De Maillet estuvo sombrío mientras duró la comida, y durante los días siguientes no cesó de reunirse en conciliábulo con el señor Macé, que para tal menester abandonaba el cuchitril donde vegetaba. Una semana más tarde se produjo otra sorpresa. Un caballero árabe llegó a la colonia a galope tendido, con su capa roja flameando al viento. Saltó al suelo frente el consulado, manifestando que tenía una misiva para el representante de Francia. Este la recogió personalmente de manos del mensajero, tal como se estipulaba en el sobre. Tras cruzar unas palabras con aquel hombre, el cónsul se enteró de que el correo procedía de Djedda, en la Arabia Afortunada, y que el correo había llegado hasta allí en un viaje de tres etapas. Como el destinatario debía hacerse cargo del pago, el señor De Maillet delegó en su secretario la tarea de regatear el precio del trayecto.

Esta otra carta sumió al diplomático en un estado de inquietud aún mayor que la primera, hasta tal punto que causó trastornos en toda la casa. La mente del cónsul, ese mecanismo tan hábil para desgranar hasta el último minuto de ocio, no daba abasto para asimilar aquel cúmulo de perturbadoras noticias. Por su parte la señora De Maillet también se sintió angustiada, pensando que la salud de su marido podía resentirse de nuevo.

Pero Alix, ávida de noticias, era sin duda la más nerviosa, después de aquellos largos meses en que había recorrido todos los territorios de la emoción: la esperanza, el desasosiego, el pesimismo, los más negros presentimientos… y ahora estaba empezando a saber qué era la resignación.

La llegada de los dos correos la colmó de impaciencia y curiosidad. Pero esta vez el señor De Maillet ya había tomado la determinación de no desvelar a su familia los motivos de su preocupación. Conservaba un recuerdo tenaz y desagradable del caos doméstico que se había producido por haber dado demasiadas confianzas, cuando la embajada emprendió viaje hacia Abisinia. Así que el cónsul se contentó con mascullar que había complicaciones y se cerró de banda en cuanto alguien de su entorno le hizo la primera pregunta.

A pesar de sus esfuerzos, ni Alix ni Francoise pudieron enterarse de más, ni siquiera escuchando detrás de las puertas. Tenían que conformarse con hacer conjeturas. Para Alix, nerviosa y enamorada como estaba, la hipótesis más verosímil era que algo grave le había ocurrido a la embajada de Jean-Baptiste. La desesperaba no saber nada, pero afortunadamente a Françoise se le ocurrió una idea.

– Ya que el cónsul no se confía a nadie, la única solución es hacer pesquisas por nuestra cuenta.

– ¿Entrar en su despacho? ¡Pero eso es imposible! -exclamó Alix.

Aunque se había vuelto más audaz bajo la influencia de Françoise, se espantó ante la idea de semejante transgresión.

– ¡No es tan difícil! -respondió Françoise-. Por la noche deja todos los papeles esparcidos sobre el escritorio y la puerta se queda abierta. Me lo ha dicho el joven nubio que cierra las contraventanas.

– Olvida que el guardia duerme en el vestíbulo y que sólo se puede entrar por allí.

– No sé si sabe -dijo con sutileza Françoise- que el maestro Juremi temía que el brebaje que le dábamos al padre Gaboriau, cuando empezó a frecuentar la casa, no fuera suficiente para que se durmiera del todo.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Pues que me dio otro frasco. Según me dijo, bastaba agregar unas gotas a cualquier líquido para que el buen hombre se rindiera a un sueño tan profundo que ni siquiera habría necesidad de hablar en voz baja a su lado. A aquel cura bonachón no le hizo falta. Pero aún tengo el frasco.

Al día siguiente por la mañana hubo que despertar al guardia con un cubo de agua fría en la cabeza. El señor De Maillet maldijo la embriaguez del personal de Oriente, pero no se dio cuenta de nada más.

Sin embargo, la noche anterior, a las once, después de cerciorarse de que el guardia dormía, Alix entraba en el despacho de su padre mientras Françoisc vigilaba la puerta. La joven estaba asustada ante lo que iba a hacer, pero en cuanto hubo atravesado la puerta del gabinete dio prueba de tener mucha sangre fría.

Sobre el cartapacio de cuero rojo del escritorio reconoció enseguida la carta del conde de Pontchartrain, pues los sellos de cera y los escudos de armas del ministro grabados profundamente en el papel de filigrana la destacaban entre las demás. Alix se apoderó de la hoja con cautela, intentando retener en la memoria la posición en que se hallaba. La dejó a un lado, sin molestarse en descifrarla, pues pensó que lo esencial debía de estar en otra parte. Y así era efectivamente, porque debajo de ésta, descubrió otra más breve. Si la primera carta se distinguía del resto de la correspondencia por su pulcritud, la otra resaltaba por su aspecto lastimoso. El papel estaba arrugado, manchado por el agua de lluvias y mancillado por huellas de dedos sucios. Alix la retiró con mucha precaución. La habían enviado desde Djedda, y era la escritura de Jean-Baptiste. Alix se la llevó primero al corazón y se quedó quieta un instante, sin atreverse a leerla. Su sensibilidad se había acentuado tanto durante aquella larga espera que al apretar aquel trozo de papel que Jean-Baptiste había sostenido, sintió la misma emoción que si hubiera posado la mano sobre la suya. Unos instantes después empezó a leer. Era una nota muy escueta, escrita con rapidez y con una pluma de bambú que achataba las letras. Las líneas ascendían hacia la derecha.


Excelencia:


Vuelvo a El Cairo. La misión en Abisinia ha sido un éxito, aunque hemos lamentado la muerte del padre De Brévedent, que falleció antes de nuestra llegada a la capital de Etiopía. Traigo conmigo a un embajador del Negus. En este momento está cruzando el mar Rojo pues ha sido retenido más tiempo del previsto en Massaua. El Rey de Reyes nos ha colmado de presentes para nuestro soberano. Llevamos diez esclavos abisinios, caballos, dos jóvenes elefantes, así como otras muchas cosas. En cuanto estemos todos juntos, sólo nos restará remontar hacia Port-Said y encontrar un navio que nos lleve a casa. Si todo marcha bien, llegaremos a El Cairo dentro de un mes. Le ruego a su Excelencia…

– ¡Un mes! -exclamó Alix.

Miró la fecha, escrita a vuelapluma en la parte superior de la carta, c hizo rápidamente sus cálculos: la carta había sido escrita exactamente veintinueve días atrás.

Volvió a colocar la misiva de Jean-Baptiste en su lugar, y encima la del ministro, que no había tenido necesidad de leer porque ya se había enterado de lo que quería saber.

2

Desde la colina donde Jean-Baptiste y sus compañeros habían asentado el campamento se divisaba toda la ciudad de Suez. Apenas era un pueblo de casas árabes dominado por algunos edificios otomanos y por la mole ocre de la aduana coronada por un tejado de tejas romanas. El viento del golfo hacía ondear los estandartes verdes y deshilacliados de altas palmeras. Las velas triangulares de los navios comerciales arañaban, como una uñada, el dedo azul del mar que se hundía en los pliegues del desierto. Los viajeros habían llegado a la llanura costera de Egipto, dejando tras de sí los declives escarpados del Sinaí.

Suez es el lugar melancólico donde se consuma el sueño de las aguas. El anhelo patético y visible del océano Indico se desvanece aquí, en el extremo del brazo que el mar Rojo tiende hacia el Mediterráneo, mientras este último, envarado e inmóvil, no hace el menor movimiento para responder a su llamada. En todas partes se aprecian las siluetas o las huellas de infinidad de caravanas que tienden un puente de estelas a través de la lengua de arena que separa estas masas de agua, como si quisieran acercarlas.

El final de la estación de las lluvias agrupaba pausadamente los últimos nubarrones negros que proyectaban una oscura sombra de frescor sobre la tierra. La exigua comitiva contemplaba el espectáculo alrededor de un fuego de ramas secas que los esclavos habían preparado después de traer leña desde muy lejos. El día se apagaba rápidamente, y conforme desaparecía la luz, se iba tornando más suntuosa aún la armonía de los colores y el juego de las sombras que aquilataba los relieves y acentuaba los contrastes. Los viajeros se sentían insignificantes ante la magnificencia celeste. A decir verdad, apenas se atrevían a mirarse. El único que parecía ajeno a tales emociones era Murad, cuya única preocupación en aquel momento era la sopa. Constantemente retiraba la tapa de la marmita que cocía en el fuego para observar el color del guiso.

Del leal cortejo que les había acompañado en su partida quedaba bien poco. Los caballos de Murad no habían logrado acostumbrarse a las picaduras de los mosquitos y murieron en cuanto descendieron del altiplano. El armenio tuvo que proveerse de otras monturas enviando un mensajero al Emperador. Los cinco caballos que le mandaron perecieron también nada más llegar. Aquello resultaba muy sospechoso a los ojos de los francos, sobre todo porque sus monturas estaban perfectamente. Irritado por el retraso, Poncet tomó la delantera con el maestro Juremi y ambos pusieron rumbo a Djedda para alertar al cónsul. Finalmente, después de sacrificar -según dijo el armenio- buena parte de los enseres que atestaban las cajas, Murad colocó el resto de la carga en los asnos y en dos mulas, aunque Poncet sospechaba que había vendido aquello a buen precio en Massaua. Y ése era todo el equipaje con que contaban. Los elefantes no habían sobrevivido mucho tiempo. Uno de ellos había muerto de calor en la costa; y el otro, que parecía más fuerte, fue cargado en un pequeño mercante árabe que ocupó completamente él solo. Diez hombres lo habían empujado hasta la embarcación con la ayuda de cadenas, y cuando Murad vio flotar a la bestia por encima del agua se embarcó con el resto del convoy en otro barco que debía navegar junto al del paquidermo. Nadie supo qué debió pasarle por la cabeza a aquel animal, pero lo cierto es que en cuanto los barcos soltaron amarras y se vio rodeado de agua, el joven elefante, presa del pánico, empezó a agitar las orejas, lanzando horribles berridos. La tripulación no pudo impedir que rompiera dos de sus trabas y que diera tal patinazo que la embarcación zozobró. El mar engulló al paquidermo, que continuaba atado por dos cadenas. Cinco marineros desaparecieron en el naufragio.

Así pues, Murad llegó sin elefante. Sólo llevaba consigo las orejas del que había muerto en tierra, pues había tenido la idea de cortárselas y cargarlas en una caja de madera perfectamente cerrada con clavos. Eran unas orejas muy bellas y grandes, como las de todos los elefantes de África. Jean-Baptiste elogió la intención del armenio, pues al obrar de aquel modo había conservado un vestigio de los magníficos regalos del Emperador, con lo cual tendrían algo que mostrar a los incrédulos. Murad aceptó los cumplidos con suma modestia, sobre todo porque el motivo de acarrear con las orejas respondía a una idea muy distinta.

Había oído decir que esta parte del elefante, una vez seca, es una vianda sin parangón cuando se condimenta debidamente.

Los esclavos tampoco corrieron mejor suerte. El Nayb de Massaua, príncipe indígena que reinaba en el extremo de la isla en virtud de un firman del Gran Turco, pensaba complacer al Negus, que daba orden expresa de no importunar a los viajeros. Además, el bienestar de su pueblo dependía tanto de su poderoso vecino que no había que pensar en disgustarle. No obstante, como en el mensaje del Rey de Reyes no se hacía alusión alguna a los esclavos, el Nayb consideró de su agrado a las cuatro mujeres y se las quedó para su propio uso. Otro de los hombres de Murad pereció en la embarcación del elefante, así que llegó a Dejdda sólo con cuatro. Por otra parte, el jerife de La Meca, a quien el armenio había vendido los regalos en Massaua con el pretexto de aligerar sus monturas, se consideró poco honrado con la algalia y las dos bolsas de polvo de oro que le entregaron los viajeros. Miró codiciosamente a los dos esclavos abisinios más fornidos y manifestó que se apropiaba de ellos. No obstante, Poncet le plantó cara y consiguió que el jerife se quedara sólo con uno. Así pues, aquella noche cenaron en las tierras altas de Suez en compañía de los tres supervivientes: un adulto con un pie zopo y dos muchachos, uno de catorce años y otro de once.

En cuanto a los francos, valga decir que hermoseaban bien poco la escena. Aún tenían sus caballos y la mayor parte de los bultos, pero Poncet había estado gravemente enfermo en Arabia y durante todo el ascenso hasta el mar Rojo. Con anterioridad, en Massaua, fue el maestro Juremi quien estuvo indispuesto. Acababan ese año de viaje demacrados, enflaquecidos y debilitados por las fiebres. En el barco se les habían ulcerado las piernas; la sal del mar había inflamado sus heridas, y la arena las había terminado de irritar. Sólo tenían una baza para infundir a su regreso la dignidad que en ese momento echaban de menos: ataviarse con los calzones nuevos, las camisas de algodón con cuello de encaje y las levitas rojas que se habían procurado en Djedda. Las prendas eran parte del botín que unos corsarios habían obtenido en un reciente abordaje, y los piratas consintieron en vendérselas a cambio de una desorbitada cantidad de oro. Había llegado el momento de hacer uso de aquellas galas tan cuidadosamente guardadas hasta entonces en una bolsa de cuero, y de preparar de forma conveniente la llegada.

– Estamos a tres días de El Cairo -dijo Jean-Baptiste-. Los dos primeros los pasaremos juntos. En el último campamento dejas tu caballo, tomas una mula y te diriges hacia el norte. En dos etapas llegasal Nilo por Benha, y un día después entras en El Cairo por la ruta de Alejandría, que es por donde se supone que deberías volver.

Era un regreso poco glorioso para alguien que había participado en todas las penurias del viaje. Pero Poncet sabía que, en el momento en que el maestro Juremi tomó la decisión de reunirse con él, el viejo soldado había aceptado de antemano representar el humilde papel de siempre.

– ¿Nosotros nos quedaremos juntos? -preguntó Murad a Jean-Baptiste con cierta inquietud.

– Sólo los dos primeros días. Esperarás en el lugar donde Juremi nos deje. Yo iré delante.

– ¿Cómo…? -exclamó Murad-. ¿Pretendes que me quede solo en pleno desierto?

– No estarás solo, están los esclavos -refunfuñó el maestro Juremi.

– Es un consuelo. ¿Los has visto?

– Nos detendremos en un sitio seguro, próximo al lugar donde hacen alto las caravanas -dijo Poncet malhumorado-. Y pagaré a alguien para que te proteja.

– Así que te vas antes… -dijo Murad con poca convicción.

– Voy a dar aviso de tu llegada. Al día siguiente te presentas por la tarde con el aire más distinguido que puedas. Uno de los esclavos, el mayor, te seguirá en otra mula. Por cierto, habrá que liarle los pies con unas tiras de fieltro para disimular un poco su cojera. Los dos muchachos irán detrás con los borricos.

Murad asintió con la cabeza.

– ¿Cuántas mudas limpias te quedan en los baúles?

– Una.

– En ese caso, guárdala y espera a la audiencia oficial para cambiarte. Cuando te encuentres con las personas que vayan a darte la bienvenida, a la entrada de la ciudad, pídeles que excusen la triste estampa de un hombre que ha hecho un viaje largo, difícil y peligroso.

Puntualizaron algunos detalles más y luego cayó la noche; durmieron entre las pieles, alrededor del fuego. Jean-Baptiste estaba más nervioso que de costumbre. Su cuerpo le enviaba múltiples señales de fatiga y de dolor. No podía desviar la mirada de todas aquellas estrellas que le habían acompañado durante aquel año y que pronto iba a abandonar. Sólo pensaba en que El Cairo estaba cerca y hasta le parecía notar su proximidad. A la hora de la partida uno nunca se impacienta a pesar de que hay motivos de sobra para el desaliento, y quizá porque sólo se piensa en los logros del viaje. Pero ¿qué sucedía ahora, cuando el regreso estaba tan cerca? ¿A qué venían esas demoras? ¿Por qué pasarán tan despacio los minutos que nos separan de la paz y que causan nuestra desazón? Jean-Baptiste había alimentado la idea del regreso durante largos meses. Imaginaba volver a encontrarse con Alix, su amor. Pero ese castillo de sueños que había construido con tanto tesón, que había alzado piedra a piedra para no perder nunca de vista a su amada a pesar de hallarse muy lejos de ella, empezó a resquebrajarse de pronto. Se preguntaba si esa torre heteróclita de esperanzas frágiles, recuerdos amañados y retazos de imágenes y sonidos salvados de los escombros de unos días ya lejanos, no descansaría en arenas movedizas, en la alocada apuesta de que alguien pudiera esperarle sin conocerlo verdaderamente, y amarle sin apenas haberlo visto. Ese ser que había llevado con él tan lejos y durante tanto tiempo, ¿no sería simplemente su propio deseo? Aquella noche, echado de cualquier manera sobre las piedras cortantes del desierto, Jean-Baptisté no sólo se preguntaba si Alix lo amaba, sino que incluso dudaba de que ella hubiera existido realmente.

Al final tomó la resolución de abandonar el último campamento en plena noche. El día anterior todo se había desarrollado como estaba previsto. El maestro Juremi tomó el camino de Alejandría refunfuñando. Por su parte, Murad estaba tranquilo porque optaron por pernoctar en un lugar muy frecuentado por las caravanas. Además, dos jenízaros habían decidido dormir allí aquella noche. Se acostaron temprano y poco después empezaron a oírse los sonoros ronquidos de Murad. Jean-Baptiste sabía que era inútil intentar conciliar el sueño, así que ensilló tranquilamente su caballo; dejó al asno y toda su carga con el resto del convoy que alcanzaría la ciudad al día siguiente; se enfundó la camisa limpia, el calzón y el jubón; y se marchó solo. La gran luna de nácar que se había elevado por poniente alumbraba el camino con tanta claridad como el sol en invierno. Había sido un día abrasador. El caballero al trote atravesaba las bolsas de calor que flotaban en el aire, dejándolas atrás como mantos sedosos. Mientras, los cascos de los caballos resonaban como los latidos de un inmenso corazón que hubiera aflorado a la superficie trémula del desierto.

Todavía era de noche cuando pasó por las ruinas de un templo dedicado a Tolomeo. No tenía ánimos para meditar sobre la fugacidad de los siglos entre aquellas columnas derrumbadas, pues en ese momento todo daba muestras de la evidencia contraria: los segundos eran eternos y el paso de estos últimos instantes de ausencia parecían interminables. Llegó a El Cairo cuando rayaba el alba. Los centinelas aún dormían y la puerta estaba cerrada. Pero al ver que era un franco bien vestido y sin armas, los guardias le dejaron entrar sin hacerle preguntas. Toda la ciudad estaba aún sumida en el sueño, salvo los mendigos que a esas horas solían deambular como sombras grises. Se levantó una vivificante brisa al salir el sol, y las golondrinas empezaron a revolotear en el aire, piando.

Cuando lo vio llegar, el viejo guardia de la colonia franca estuvo a punto de disparar con el mosquete, pero al reconocerlo, comenzó a dar gritos de alegría y Jean-Baptiste le hizo callar enérgicamente.

Luego se internó en la calle principal y en medio de ella vio el consulado, donde ondeaba el estandarte blanco con la flor de lis. El caballo, que sudaba por la carrera, avanzaba por sí solo. Hacía rato que había dejado de espolearlo; las riendas descansaban en la perilla. Jean-Baptiste miró hacia la ventana de Alix, que estaba abierta aunque tenía echadas las cortinas. En aquel instante sólo se alzaba entre los dos ese ligero obstáculo de algodón estampado en cuyo reverso se distinguían motivos azules. Ningún desierto, ninguna montaña, ningún animal feroz los separaba ya. No obstante, una vez más se alzaba entre ellos ese muro endeble y poderoso que erigen unos hombres ante otros cuando se trata de amar, socorrer o compartir. Jean-Baptiste ni siquiera se había dado cuenta de que el caballo se había detenido.

El joven salió de su ensimismamiento al oír un ruido procedente del jardín; probablemente era un vigilante que se acercaba a ver qué quería aquel intruso. Puso a su caballo al paso, dobló la esquina de la primera calle y recorrió el trayecto hasta su casa con una familiaridad que emergía del fondo del olvido. Bajó del caballo, ató la montura a la argolla sujeta a un soportal y se dirigió a su puerta. Como de costumbre, la llave estaba escondida en un agujero del muro, detrás de un pedazo de yeso. Entró. En la planta baja seguía siendo de noche, pero en su estancia del piso superior ya era pleno día. Nada había cambiado. Había atravesado territorios lejanos, había perdido sus propias huellas, había hablado con seres fabulosos, en la medida en que eran inaccesibles, había estado a punto de morir asesinado, ahogado y de hambre. Y durante esa larga ausencia que parecía tan ajena al mundo como un sueño, la fucsia había continuado dando flores malvas; un agave exhibía la flor de su vida en el extremo de un largo bohordo escamoso; la araucaria había enrojecido, y los naranjos habían fructificado. La parsimoniosa lealtad de las plantas habían abierto un túnel por debajo de su tumultuosa vida y, gracias a ese subterráneo, el pasado afluía intacto en el momento presente.Jean-Baptiste reparó en que unas manos inteligentes y cariñosas habían controlado y dirigido el movimiento natural de las plantas. Nada se había alterado. Los objetos se hallaban en el lugar en que él recordaba haberlos dejado, salvo algunas sillas esparcidas por la terraza. No obstante, si la furiosa fronda viviente había conservado aquel vigor y aquel orden, aquella fecundidad y aquella moderación, era porque alguien se había aplicado en la tarea esforzadamente día a día. Poncet sabía bien que esa paz y esa dulzura no eran sino el equilibrio entre los dos polos violentamente opuestos del vegetal y la inteligencia que lo cultiva. Así comprendió, al primer golpe de vista, que no le habían abandonado.

Por fin, sosegado por esta constatación, se rindió ante un inmenso cansancio. Fue hasta la hamaca y se estiró vestido y con las espuelas aún en las botas. La tensión del viaje, la sensación de estar permanentemente alerta y ese estado de constante vigilancia se desvanecían de golpe. La barrera que había alzado contra el agotamiento apenas se sostenía, sacudida por aquel océano de fatiga. Cerró los ojos y se durmió.

En su sueño volvió a ver a John Appleseeder, el niño de la historia que siempre le contaba su abuela. Nunca hasta entonces le había venido ese recuerdo a la memoria. ¿De dónde habría sacado la pobre mujer aquella leyenda? Fue sirvienta en la residencia de los Stuart, cuando éstos se exiliaron. ¿Qué lacayo escocés se la habría contado para seducirla, o qué infante real se habría encontrado con ella en los lavaderos? En fin, el caso es que John era un granuja que sembraba pepitas de manzana en todas partes. Si alguien encerraba al muchacho en algún cuartucho como castigo, éste colocaba una pepita entre las losetas del suelo. Si jugaba con un compañero, plantificaba otra en la pelambrera de su amigo. En la cabeza de los adultos y en la de los niños, en casa de los ricos y en casa de los pobres, en la ciudad y en el campo, en su pueblo y de viaje, allí donde fuera, John Applessceder siempre esparcía semillas de manzana. Así, al cabo de cierto tiempo, en cualquier lugar por donde hubiera pasado crecían manzanos que hundían sus profundas raíces en las losetas del suelo, en la cabellera de un chiquillo o de un adulto. Las paredes estallaban bajo la presión de las ramas y los ricos lloraban al ver las enormes grietas. Pero como daban buenas manzanas, los pobres que se las comían le estaban muy agradecidos a John. Y gritaban de alegría…

Jean-Baptiste se despertó. Françoise le miraba espantada, con una mano en la boca, en medio de las plantas. Al reconocerle cambió la expresión de su rostro.-¡Oh! disculpe por los gritos, señor Jean-Baptiste. ¡Señor Jean-Baptiste! ¡Usted! ¿Cómo iba yo a saber? ¡Dios mío, cómo ha cambiado!

Se acercó a la hamaca, tomó la mano del joven y le dio un abrazo.

– ¡Dios mío, qué delgado está! ¡Y esa barba que le recorre las mejillas, y esos cabellos largos!

No dejaba de mirarlo con lágrimas en los ojos y apenas podía hablar de la emoción.

– ¡Qué ropas tan exquisitas! -dijo tocando el paño adamascado de su jubón rojo.

Seguramente los corsarios echaron el guante a un barco muy lujoso. Jean-Baptiste, que no había prestado atención a eso en Djedda, se daba cuenta ahora de que iba vestido como un hidalgo.

– ¿Tiene hambre? -preguntó Frangoise, recuperándose de la impresión-. ¿Tiene sed? Espere, voy a mi casa…

– No, no se moleste. Más tarde. Más tarde. Dígame sólo dónde está ella.

– Ah, señor Jean-Baptiste. Cuánto me alegra oír esa pregunta. Así que no la ha olvidado. Este viaje tan largo me daba miedo, ya ve usted. Yo le decía siempre que tuviera paciencia y que esperase. Pero los imprevistos del camino pueden hacer cambiar los sentimientos.

Jean-Baptiste se reincorporó por completo y se sentó en la hamaca de tela, con las piernas colgando.

– ¿Cambiar? -dijo-. No serán los míos. Pero dígame, ¿dónde está? ¿Qué piensa?

– Pues ella piensa en usted. Ese ha sido su único pensamiento desde que se marchó.

– ¡Ah!, ¡Françoise! -exclamó Jean-Baptiste mientras tomaba a la sirvienta entre sus brazos, o mejor dicho, mientras dejaba que la mujer lo abrazara como una madre.

Luego se echó hacia atrás, y con aquellas manos grandes aún entre las suyas le dijo:

– ¿Viene aquí?

– Cada día.

– ¿Cuándo?

– Pues… -le dijo Françoise mirando por la ventana, por donde pronto se colaría el sol- ahora.

Jean-Baptiste se puso de pie de un salto, y en su rostro se dibujó una expresión de profunda inquietud.-Ahora no… -dijo-. Vaya a buscarla. Deténgala. Dígale que he vuelto. Pero no puede verme así. ¿Manuel sigue aquí?

Manuel era un viejo criado que vivía en el mismo patio y que subsistía con una pequeña pensión que le había dejado su señor cuando regresó a Francia. De vez en cuando Poncet y el maestro Juremi le daban trabajo, porque Manuel era todavía un hombre muy vigoroso. Sólo tenía un defecto: estaba más sordo que una tapia.

– Está en su casa -dijo Francoise.

– ¡Llámele! Que me prepare una tina de agua y jabón. También quiero que me corte la barba y el pelo. Y usted, Françoise, me cuidará.

– ¿Está herido?

– El interior es fuerte, gracias al cielo, pero la envoltura ha sufrido algunos desgarrones.

Francoise iba a ocuparse ya de sus quehaceres cuando Jean-Baptiste le confió sus temores:

– Dentro de un rato tendré que ir al consulado. Y en cuanto se sepa que he vuelto, ya no tendrá más pretextos para venir hasta aquí. ¿Cómo vamos a vernos?

– No se preocupe. Han pasado muchas cosas en su ausencia. Ahora trabajo para la señora De Maillet. Entro y salgo del consulado cuando quiero, aunque siempre vengo a dormir a mi casa. Haremos cuanto haga falta.

– ¡Françoise! -exclamó Jean-Baptiste, besándole las manos.

Ella se apresuró a salir corriendo, pero al llegar al primer peldaño de la escalera se dio la vuelta y dijo con la mayor naturalidad que pudo, como si preguntara por cortesía:

– Y su socio, el maestro Juremi, ¿ya no está con usted?

– No -dijo Jean-Baptiste sin advertir nada de particular en la pregunta-. Ya sabe que salió para Alejandría.

– Vamos, no tiene ninguna necesidad de fingir conmigo. Sé muy bien que se reunió con usted.

Antes de abandonar El Cairo, cuando el maestro Juremi le dio instrucciones a Francoise, le confió sus intenciones y la pobre mujer interpretó su actitud como algo más que una confidencia. Guardó celosamente el secreto -ni siquiera se lo confió a Alix-, como si se tratara de lo único que un día hubiera compartido con aquel hombre.

– Bueno, pues siga pensando lo que todo el mundo piensa, que ha ido a Alejandría. Pero -añadió Jean-Baptiste sonriendo- algo me dice que seguramente estará aquí dentro de dos días.

3

Jean-Baptiste se equivocaba al creer que nada había cambiado durante su ausencia, tal como pudo constatar en cuanto entró en la residencia del cónsul. Después de largas reflexiones, éste había mandado desplazar su escritorio al extremo opuesto de la gran sala de recepción. Así pues, a partir de ese momento el mueble estuvo colocado bajo el retrato del Rey, es decir, al fondo de la sala y no al lado de la ventana como antes. Con el traslado, el cónsul ganaba en solemnidad lo que perdía en frescor. Tocado con una alta peluca de color castaño, ataviado con una casaca azul marino con ojales dorados que se abría sobre un chaleco de seda rameada y sudando más que nunca, pero soportando ese tormento con su coraje habitual, recibió a Poncet hacia las cuatro de la tarde.

Sentado detrás del gran cartapacio de cuero sobre el que sólo había un tintero de bronce de bellas formas, el señor De Maillet escuchó las explicaciones de su visitante sin ofrecerle asiento. Jean-Baptiste, limpio, afeitado, con el pelo corto y todavía muy cansado, permaneció de pie, inmóvil como una figura de ajedrez sobre el tablero que dibujaban las baldosas blancas y negras del suelo. El diplomático solía servirse de ese recurso cuando quería poner término a la conversación rápidamente. El otro recurso era aparentar que estaba malhumorado.

El cónsul puso todo su empeño en dejar claro que la misión del boticario había terminado, y que no debía esperar otra cosa que no fuera unas breves palabras de bienvenida. La misiva enviada desde Djedda había llegado una semana atrás, un lapso suficiente para eclipsar el efecto sorpresa de su regreso. En aquellos momentos el único asunto verdaderamente importante para el cónsul era recibir al plenipotenciario del Negus. El boticario debía comprender que, si bien sus servicios habían sido de utilidad para entregar el mensaje que habían tenido a bien confiarle, a partir de aquel momento la cuestión quedaba en manos de los diplomáticos, y que ningún charlatán podía aspirar a acceder a ese mundo sin caer en el ridículo. El señor De Maillet hizo las preguntas necesarias para preparar debidamente la recepción de la embajada. Quiso saber el nombre del emisario, el número de personas que integraban la comitiva, su procedencia y la hora aproximada de su llegada. Por lo demás, se guardó muy bien de animar al joven a contar las peripecias de su viaje, y cuanto Poncet intentó hacer alguna alusión al respecto, su interlocutor le hizo entender que un hombre de tantas responsabilidades como él no podía entretenerse con tales menudencias. No era cuestión de escucharle con excesiva complacencia y conceder importancia a unas peripecias que eran todos los títulos ilustres que aquel individuo tendría en toda su vida, y de los que a buen seguro intentaría sacar provecho en algún momento.

Jean-Baptiste estaba cansado hasta la extenuación. La emoción inconmensurable que había supuesto para él entrar en aquella casa y la esperanza, vana por lo demás, de que tal vez viera a Alix le habían despojado de la energía necesaria para nutrir su insolencia. Aquel recibimiento estaba en consonancia con todo cuanto se podía esperar del cónsul. Sin embargo, en el fondo de su corazón había esperado que quizás… Un profundo abatimiento se apoderó de él.

– ¿Da usted su permiso, señor cónsul? -dijo Jean-Baptiste, dirigiéndose ya hacia la puerta.

– Gracias -dijo el señor De Maillet, que era un hombre que sabía cómo recompensar los méritos-. Adiós, señor Poncet.

Cuando el joven hubo salido, Macé, que había presenciado la entrevista desde un rincón oscuro de la sala, se acercó hasta el escritorio, se inclinó hacia delante y dijo apresuradamente al cónsul en voz baja:

– Excelencia, tal vez sería oportuno que acompañara a la delegación que mañana esperará a la embajada.

– ¿Él? -dijo el señor de Maillet-. ¿Y en calidad de qué?

– Me parece que el emisario del Negus y el boticario se conocen. Así el primer contacto podría ser más fácil. El propio embajador podría preguntar por su antiguo compañero de viaje…

– Tiene razón -asintió el cónsul-. Aún puede sernos de utilidad. Vaya a ver si está en la calle y notifíquele su deber.

El señor Macé se fue presuroso hacia la puerta dejando tras de sí el fresco olor a jazmín que la lavandera había logrado impregnar en sus ropas, mitigando sus secreciones naturales.

Atravesó el vestíbulo, salió al rellano de la escalinata, e inopinadamente, se topó con Poncet, a quien imaginaba ya mucho más lejos. Le pareció que estaba conversando con Françoise, que en ese momento llevaba un cesto de mimbre bajo el brazo. No obstante, al verle llegar, la mujer desapareció en el interior de la casa, como si no hubiera interrumpido en absoluto el camino que había seguido desde el jardín. El señor Macé, que no olvidaba nada y menos aún lo que no podía explicarse, archivó la observación en el cajón de las que ocupaban un rincón recóndito pero muy concreto de su mente. Luego se dirigió a Jean-Baptiste como si tal cosa.

– Esté preparado mañana por la mañana para acompañar a la delegación que dará la bienvenida al embajador. Aún no hemos fijado la hora del encuentro, pero le enviaremos un mensaje con el guardia.

El señor Macé vaciló un instante, y a continuación añadió en voz más baja, como si deseara darle un consejo personal:

– Y vístase con algo que esté a la altura de las circunstancias. Se trata de dar la bienvenida al plenipotenciario de un rey.

Jean-Baptiste miró a aquel estúpido. Una voz interior le decía que se echara a reír en sus narices, y otra que agarrara a aquel majadero por el jubón y que le rompiera la crisma contra la pared. Pero no hizo caso a ninguna; se sentía tan inútil y tan triste que sólo el sueño podía redimirle de aquellos sentimientos. Así que giró sobre sus talones y volvió a casa sin hablar con nadie.

En la escalinata, Françoise había tenido tiempo de intercambiar con él unas palabras.

– Alix no le verá hoy.

Jean-Baptiste le dio vueltas a aquella confidencia, y al llegar se abandonó a ese estado de profunda desesperación que no obedece a un acontecimiento dramático sino tan sólo a la turbadora constatación de que todo cuanto nos rodea sólo es soportable por la presencia o por la espera a un solo ser, y que si ese ser llegara a faltar, allí donde se eleva un mundo que aún merece la pena vivir, no quedaría más que unas insoportables ruinas pobladas de viperinos traidores y de bufones.


Alix, en su habitación, tampoco estaba tranquila. El regreso de Jean-Baptiste, como todas las cosas que se anhelan durante mucho tiempo y que uno se ha imaginado cientos de veces, era un acontecimiento tan inesperado que la pilló desprevenida. Por eso fue un alivio que Françoise la alertara cuando se disponía a salir del consulado para ir a cuidar las plantas. De ese modo había evitado un encuentro imprevisto que de antemano imaginaba lleno de dificultades.

Vería a Jean-Baptiste más tarde. Como tenía las ideas demasiado confusas para poder elaborar un plan, Françoise se encargó de todo; lo único que debía hacer Alix era arreglarse. «Sí, sí, eso es -se dijo la joven-. Sólo tengo que arreglarme.» Pero en el momento en que Françoise abandonó su habitación y Alix se sentó delante del tocador, se quedó sin fuerzas.

Después de todo un año de convencerse a sí misma de su belleza, ahora no se creía nada. Se veía mofletuda y pálida, y el color de sus cabellos la horrorizó. La mirada de Jean-Baptiste había hecho aflorar sus encantos; sin embargo, cuando se acercaba la hora de volver a afrontar aquella mirada, esos encantos se desvanecían. Su pensamiento se había anclado en la amable certeza del sueño, en esa quimera que le hacía creer que amaba y era amada. En una pasión corriente, los lazos imaginarios se entrecruzan con lazos reales, de modo que se fortalecen mutuamente. A veces ese sentimiento descansa sobre un cañamazo confeccionado de ilusión y realidad a partes iguales, de fantasmas y gestos, de deseo y recuerdos. Sin embargo, esta extraña separación había propiciado que el amor tejiera sólo la parte irreal, fina e irisada, que podía convertirse en polvo, como el ala de una mariposa, cuando uno trata de echarle mano.

Françoise subió otra vez a la habitación de Alix, pensando que ya estaría lista.

– Pero bueno, ¿qué le pasa? -dijo-. Dése prisa.

– No quiero.

– Vamos, vamos, ¿qué ocurre?

– Aquí, mire, en el ala de la nariz.

Franc,oise se acercó, entornando los ojos.

– Niña mía, yo no veo nada.

– Gracias, Françoise, pero no sirve de nada que me mienta. Tengo un grano muy grande, lo noto, y además se ve. -Luego añadió en un tono más decidido-: No quiero que nadie me vea así.

– Jean-Baptiste estará aquí dentro de un momento. Bastaría con que le viera. Viene por usted. Desea tanto cerciorarse de que sigue aquí, que le espera… A mí me parece que no hacen falta tantas ceremonias para este asunto. Vaya a su encuentro y véale. Así se sentirán más seguros de sus sentimientos y podrán estar juntos más tiempo en los próximos días.

– No, Françoise, este grano me desfigura. No quiero que me vea así.

Françoise era una mujer con experiencia, y enseguida se dio cuenta de que era inútil insistir. Alix no era tan coqueta como para que un grano fuera un motivo de preocupación. Aquello era simplemente una de las trabas que suelen manifestar los amantes. Aunque en ciertas ocasiones éstos pueden correr libremente en el espacio o en el sueño para encontrarse o escapar, cuando todavía están en los comienzos, los más leves acercamientos, como un simple movimiento con la mano o con el brazo, pueden costarles esfuerzos más denodados que romper unas cadenas de presidiario. Françoise dejó a Alix en su habitación, mordiéndose los nudillos, y fue a avisar al joven que ya había entrado en el vestíbulo.


Los nativos de Francia, Italia, Inglaterra y de otros lugares de Europa se concentraban en la colonia franca de El Cairo. Aquella colectividad estaba formada por unos pocos cientos de personas, la mayoría mercaderes. De todas las naciones, sólo dos tenían representación consular: Inglaterra y Francia. Pero la delegación inglesa -habitualmente reducida- carecía de titular en aquel tiempo, así que Francia ocupaba una posición preponderante.

El consulado de Francia ejercía directamente su poder sobre los franceses que gobernaba, e indirectamente sobre los subditos de las demás naciones. En algunos casos, Francia los protegía porque eran cristianos pertenecientes a pequeñas comunidades indefensas, como los maronitas, o porque a falta de una legación de su propio país Francia había aceptado representar a los distintos gobiernos de estos francos que no eran franceses.

No obstante, esta autoridad consular tenía poca aceptación y los mercaderes que poblaban las escalas de Levante se sometían a su potestad de mala gana. Con todo, no tenían elección, pues si los turcos les permitían vivir y comerciar en tierra islámica era a costa de tal sumisión. Para contrarrestar el poder del cónsul y tener más posibilidades de hacerse oír, los mercaderes elegían a un «diputado de la nación», o sea a alguien a quien las autoridades consulares tenían la obligación de escuchar siempre que hubiera que tratar asuntos concernientes a los franceses. En el pasado algunos cónsules se habían guiado por la ley de la fuerza para tratar con estos diputados, y ello les acarreó no pocos disgustos. Valga decir que en el momento de asumir sus funciones, elseñor De Maillet fue acogido fríamente por la nación franca, que se vio obligada a aceptar un nombramiento impuesto desde Versalles, cuando generalmente los cónsules habían sido oriundos de la colonia. Así que desde el comienzo de su mandato concentró todos sus esfuerzos en el diputado con objeto de granjearse su simpatía. El representante de entonces era un hombre gordo llamado Brelot, que se ocupaba del comercio de la seda en El Cairo pues era oriundo de Lyon. Rico y muy ahorrador en todo cuanto respecta a lo primordial -se decía que sus hijos llevaban ropas agujereadas que no habrían querido los mendigos-, se mostraba extremadamente pródigo para todo aquello que fuera superfluo. Y no tenía reparos en hacer un gasto espectacular con tal de verse en el entorno del único noble que había entonces en El Cairo, es decir, el cónsul.

Así pues, como era de esperar, el señor De Maillet concedió a ese Brelot el honor de elegir el destacamento que recibiría al embajador de Etiopía a] día siguiente. Entre las herramientas del prestigio que se estaba forjando, Brelot contaba con una señorial carroza inglesa que había comprado a un banquero de Damietta, un pobre británico que al verse arruinado la malvendió con lágrimas en los ojos por el precio de un pasaje a Marsella en una galera.

Aquella tarde, Brelot fue requerido varias veces en el consulado para hacerle unas consultas, y por la noche se terminó la lista del destacamento. Rápidamente se extendió por la colonia el rumor de la llegada de un personaje importante. Se decía que Poncet había vuelto, y algunos mercaderes se acercaron al consulado con pretextos pueriles. El señor Macé recibió órdenes de responder que el día siguiente esperaban la llegada de una eminente personalidad, por lo que se les rogaba que permanecieran en sus casas y que no hicieran alboroto en las calles. Informó también de que un destacamento esperaría al plenipotenciario, y que sólo aquellos cuyos nombres se habían incluido en la lista remitida al diputado podrían estar presentes en el acto.

Al día siguiente por la mañana, Jean-Baptiste, vivificado por una noche de sueño profundo, se levantó de un humor excelente. Analizó los acontecimientos del día anterior, estimó que probablemente había sido más conveniente no ver a Alix con demasiada premura, y que no obstante las nuevas de Françoise eran alentadoras. En cuanto a la bienvenida del cónsul, esperaría, y el plan que había ideado ya daría fe de los resultados. Por el momento sólo podía ir a recibir al embajador Murad con toda humildad, y luego orientar a éste por la vía que se había trazado. Se puso la hermosa casaca roja por encima de una camisa de encaje fino, limpió de polvo un sombrero que había dejado en un armario, se aseguró la espada al costado y fue a ensillar el caballo.

Cuando llegó al consulado, el destacamento estaba dispuesto. A la cabeza estaba el señor Fléhaut, el canciller del consulado. Jean-Baptiste siempre había visto al hombre enfrascado en la tarea de hacer humildemente las cuentas y enviar el correo, pero era igualmente miembro de la casta diplomática, aunque estaba muy por debajo del señor De Maillet. Iba ataviado con una casaca bordada y llevaba un gran sombrero de plumas. Nunca había tenido un aire tan distinguido. A su derecha se encontraba el señor Frisetti, el primer dragomán del consulado. Este cultivaba sus dotes en la ciudad y vivía de las traducciones comerciales. El cónsul requería sus servicios ocasionalmente para algunas interpretaciones delicadas y le había proporcionado una acreditación para traducir todos los documentos oficiales que se intercambiaban con los turcos. A la izquierda del señor Fléhaut, en un caballo enjaezado como el de un príncipe, Brelot se daba postín. Habían tenido muchas dificultades para alzarlo hasta la silla pues no se podía doblar debido a la gota, pero aun así tenía buena planta bajo aquella gran peluca de color castaño y con aquella casaca de seda tan exquisita. Detrás marchaba la carroza, con un cochero. Brelot había tenido el honor de obtener un asiento en la carroza en la que regresarían con el embajador. Por último, detrás, en dos hileras, montados en caballos de condición inferior, iban cuatro mercaderes, elegidos al término de largas negociaciones. Dos de ellos eran Venecianos y se habían comprometido a prestar su hotel como alojamiento al ministro abisinio con tal de tener el privilegio de figurar en el convoy. En todas estas discusiones protocolarias, el único punto que se zanjó rápidamente fue que Poncet habría de contentarse con cabalgar en último lugar, de modo que se colocó en su sitio con mucho gusto. El destacamento se puso en movimiento a las diez de la mañana, tras convenir que, en cuanto se reunieran con la caravana del emisario, el cortejo acompañaría a los extranjeros a la colonia y pasaría ante el balcón del consulado, donde recibirían la salutación del cónsul. Eso era todo cuanto se podía hacer hasta que el diplomático se hubiera acomodado y se hubieran intercambiado oficialmente las acreditaciones pertinentes. Por último conducirían al embajador hacia la Comarca de Venecia, como se llamaba a la zona del barrio franco donde residían los italianos.

El cortejo atravesó la ciudad vieja de El Cairo siguiendo la ruta de las murallas para no llamar excesivamente la atención de los turcos,que siempre desconfiaban de este tipo de actos si no sabían a qué obedecían. Luego salieron a los arrabales por la puerta del Gato, y poco después se adentraron lentamente en el desierto. Se detuvieron a un cuarto de legua de la fortificación de la ciudad, en el lugar donde se hallaba el templo por el que Poncet había cabalgado la noche anterior al claro de luna. La jornada era cálida y el viento del desierto levantaba remolinos de arena que irritaban los ojos. Los hombres que componían el destacamento se separaron unos de otros sin llegar a dispersarse, de manera que todos pudieron disfrutar de un poco de sombra. Era un espectáculo bastante peculiar. Unas inmensas columnas griegas erosionadas por los vientos emergían del desierto gris; y detrás, diseminados y tiesos sobre sus caballos, unos caballeros inmóviles con traza de hidalgos sudaban debajo de sus casacas de gala y sus pelucas. Unos escrutaban el horizonte y otros, para mitigar el aburrimiento, se entretenían en contar las cagarrutas negras y brillantes que dejaban en el suelo unas ovejas al cuidado de un viejo pastor con turbante.

Conforme se prolongaba la espera, Poncet, que se temía una avalancha de preguntas embarazosas, decidió adelantarse. Espoleó su caballo, galopó durante una hora, y volvió al trote sin haber visto nada.

La tarde había empezado bien… Los dignatarios se habían bajado de sus caballos, estaban en camisa, abatidos por la sed y dispuestos a descargar su ira contra él.

– No comprendo -les dijo-. Ha debido ocurrirles un percance grave.

Se daba perfecta cuenta de que aquellos hombres incluso dudaban ya de que pudiera existir un embajador. Ahora bien, si estaban intranquilos porque no lo conocían, Poncet, que lo conocía demasiado bien, tenía otros motivos para preocuparse por la suerte de Murad.

– Van a dar las cuatro -dijo Jean-Baptiste-. Les propongo regresar. Mandaremos a dos jenízaros para que monten la guardia y den la alerta por si llegara de noche.

Sin esperar unas respuestas que no podían ser amables, espoleó su caballo y cabalgó hacia El Cairo.

4

Los centinelas árabes que custodiaban aquel día la puerta del Gato eran dos afortunados ancianos con gloriosas cicatrices por todo el cuerpo. El agá de los jenízaros había reconocido sus méritos de guerra, nombrándolos para ese apacible puesto en el que acabarían sus vidas. En aquellos días, El Cairo estaba más amenazado por las revueltas que por las invasiones, así que los guardias apostados en las puertas se contentaban con cerrarlas por la noche para impedir que entraran las hienas y otras fieras del desierto. Los dos ancianos se pasaban el día a la sombra de la gran bóveda de la puerta, sentados sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, jugando a las damas o bebiendo el té que una niña descalza les traía del bazar vecino. Hacia las nueve de la mañana, en medio de la multitud que entraba a la ciudad, repararon en un hombre vestido con unos bombachos de franela altos de cintura, como los que llevan los kurdos. Como estaba metido en carnes y todo su peso recaía en el lomo de una pobre mula, el animal se había plantado en medio de la rampa que conducía a la puerta y se negaba a avanzar. El hombre estaba agotado de tanto azuzarla con una rama, pero seguramente ésta debía impresionar poco al animal, puesto que estaba reblandecida y rota por algunos sitios. Tres esclavos negros que parecían nubios, aunque no tenían propiamente sus facciones, empujaban la grupa de la mula; pero ésta se obstinaba en afianzarse sobre las patas traseras, y sólo conseguían impedir que se sentara completamente. Un poco más lejos, tres burros, muy tranquilos y atados entre sí, con bultos, y otra mula comían las briznas diminutas de hierba que crecían entre los sillares de la muralla.

El hombre descendió finalmente de aquella terca montura, se acercó a los centinelas y se detuvo exhausto ante ellos después de recorrer una docena de pasos.

– ¡ Ah! ¡Queridos amigos, hermanos míos! -dijo jadeante-. ¿Pueden ayudarme a traer la mula hasta aquí? Este maldito animal no ha franqueado nunca en su vida la puerta de una ciudad. Se ha asustado y no quiere saber nada del asunto.

El hombre hablaba árabe con acento sirio.

– ¿De dónde eres tú? -preguntó uno de los centinelas-. ¿Acaso en tu ciudad no hay puertas?

– Vengo de Van, en Anatolia, y a fe mía que allí las puertas no nos faltan. Pero mi mula es harina de otro costal. Se la compré a unos campesinos en Arabia la Afortunada.

– ¡Entonces, es una mula que no sabe leer! -replicó el anciano, echándose a reír.

El otro anciano, aunque no sabía dónde estaba la gracia, se dejó contagiar por la hilaridad de su compañero. Al verles reír, el viajero creyó oportuno echarse a reír también y lo hizo de tan buena gana que por poco se le cae el turbante de seda.

– ¿Y se puede saber adonde vas con esa bestia que no sabe leer? -le preguntó uno de los ancianos, alzando el tono para que el corrillo que se había formado en torno suyo pudiera disfrutar de aquella chanza.

– Voy a la residencia del cónsul de los francos -contestó el viajero.

– Así que quieres saber si tu mula lee el latín… -dijo el otro viejo, desatando una nueva oleada de risas a las que también se sumó de buena gana el hombre de la mula.

Hubo aún dos o tres variantes más sobre el tema y luego volvió la calma. Los centinelas tenían los ojos entornados y se enjugaban las lágrimas. Aquel extranjero bonachón les había caído simpático, porque se habían divertido a costa suya y ni siquiera parecía enfadado.

– ¿Cómo te llamas, hermano? -le preguntó uno de los guardias.

– Murad, amigo mío.

– En buena hora. En fin, Murad, nosotros no vamos a tirar de tu mula. Conozco bien estos animales. No serviría de nada. Pero vamos a hacer algo mucho mejor. Vamos a darte un consejo, un buen consejo, ¿me entiendes?

– Te escucho -dijo Murad, un poco decepcionado.

– Si continuaras por aquí, tendrías que cruzar toda la ciudad. Hay muchas arcadas en los callejones y tu mula, como no sabe leer, creería que son puertas… Así pues, lo mejor es que des media vuelta. ¿Ves una chumbera muy grande que hay allí, al pie de la rampa?

– Sí, la veo.

– Gira a la derecha inmediatamente después y continúa por la vereda que rodea la ciudad. De lejos verás otras puertas. Cuenta seis, y cuando llegues a la séptima te acercas. No es una puerta como ésta, sino una gran verja que no le dará miedo a la mula. Cuando la hayas cruzado, a cien pasos por tu derecha encontrarás el barrio de los francos.

Murad les dio las gracias calurosamente, dejó allí a los dos ancianos y siguió sus consejos, esta vez de pleno acuerdo con la mula. El corrillo se dispersó lentamente bajo la puerta del Gato. Una hora más tarde, cuando los centinelas estaban riéndose aún, vieron pasar al trote ligero una comitiva de francos como no habían visto en mucho tiempo pues todos ellos iban ataviados con vistosas levitas y pelucas, y entre sus caballos enjaezados llevaban consigo una calesa de color negro brillante. Descendieron la rampa y se alejaron rápidamente de la ciudad.

El jardinero del consulado era un viejo copto muy abnegado que jamás entraba en el consulado. Durante la estación seca, a la caída de la noche y hasta muy tarde, todos le oían deslizarse por las alamedas con una regadera de latón en la mano sin hacer más ruido que el del murmullo del agua cayendo como una lluvia sobre las hojas secas. Pero aquel día el jardinero no tenía otra elección. El consulado estaba vacío pues el cochero del señor De Maillet, los guardias diurnos y nocturnos y dos lacayos habían acompañado a la delegación que había ido a esperar la embajada. Sólo estaba él, Gabriel, el viejo jardinero, y como no encontraba a nadie a quien transmitir su mensaje, fue franqueando todas las puertas, cada vez más inseguro, hasta llegar al despacho del cónsul. Después de haber dejado la peluca en un colgador de madera y la casaca adamascada, el señor De Maillet había empezado a deambular por la estancia en camisa de encaje, calzas de seda y con un pañuelo en la mano para enjugarse el sudor. El señor Macé, constreñido en una silla, esperaba una orden o una palabra de su superior cuando vio llegar al indeciso jardinero.

– ¿Qué querrá éste ahora? -dijo el cónsul cuando reparó en él.

El señor Macé se dyigió al anciano en árabe pues no hablaba ninguna otra lengua.

– Dice que un hombre desea verle, Excelencia.-¡Un hombre! -exclamó el cónsul con una sonrisa maliciosa-. ¡Qué raro! ¿Y por qué no una calabaza o un murciélago? Dígale a ese ignorante que ya tiene bastante con ocuparse de nuestros arriates, y que no lo vea más por aquí. Si un hombre pregunta por mí, que le diga que estoy ocupado.

Después de escuchar la traducción de la respuesta, el anciano torció el gesto, ofendido.

– Dice que va a decírselo. No obstante, duda de que se vayan de donde están.

– Que se vayan… -se extrañó el cónsul-. ¿Pues cuántos son?

– Cuatro -dijo el anciano-, con asnos y mulas cargadas con bultos.

– ¿Y a qué se parecen? ¿No será una caravana? -preguntó el señor De Maillet.

– Como quiera llamarlo -respondió el jardinero-. Es una caravana, aunque no se parece en nada a las que he visto por aquí.

– ¿Por qué los ha dejado entrar el guardia de la colonia?

– Seguramente porque le habrá dicho lo mismo que a mí.

– ¿Y qué le ha dicho?

– Sólo -dijo el anciano con una mueca de respeto que dejaba entrever que iba a desquitarse por el recibimiento del cónsul- que es el embajador del Negus de Abisinia.

El señor Macé palideció al traducir estas palabras.

– ¡Dios mío! -exclamó el señor De Maillet.

Los diplomáticos se quedaron desconcertados unos instantes, y luego se aproximaron al ventanal con mucha cautela. Dieron una ojeada afuera, e inmediatamente se echaron hacia atrás.

– ¡Será posible! -dijeron los dos al unísono.

Volvieron a mirar. Allí abajo, bajo los plátanos de la alameda, se había detenido una mísera representación formada por tres asnos medio pelados, con la cruz en carne viva y picoteada por pajarillos, y dos mulas que no habrían querido ni los aguadores más necesitados de El Cairo. Aquellos pobres animales cargaban con voluminosos paquetes, amarrados directamente sobre el pellejo con cuerdas de sisal envueltas en guiñapos para proteger las zonas más lastimadas. Tres negros alelados esperaban de pie, vestidos con túnicas de algodón que habían adquirido el color del desierto. Mientras, Murad se había quitado una de las botas y se rascaba con ahínco la planta del pie, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en un árbol.-Macé -dijo por fin el cónsul, a sabiendas de que un hombre como él, nacido para dar órdenes, no debía dejarse impresionar-, baje y salúdele respetuosamente de parte del consulado. Explíquele la situación y llévelo a la residencia de la Comarca de Venecia, donde le esperan.

El secretario abandonó la sala después del jardinero, que ya había desaparecido. Cuando el señor De Maillet se quedó solo, miró hacia el Rey, y de repente sintió un inmenso respeto por su genio y por el del ministro Pontchartrain, cuya última carta recordaba con lágrimas de gratitud.

El señor Macé, que ya había llegado junto a Murad, el cual seguía rascándose el pie, tosió para llamar su atención.

– ¡Vaya, por fin aparece alguien! -dijo el armenio, calzándose la bota y poniéndose de pie.

Y tendió al señor Macé la misma mano con que se acababa de rascar vigorosamente los dedos de sus extremidades inferiores.

– Soy Murad, el embajador de Etiopía.

– Bienvenido, Excelencia -dijo el secretario, desriñonándose para inclinarse todo cuanto fuera posible, y de paso evitar el apretón de manos.

– Vamos, vamos, incorpórese -dijo Murad solícito-, va a hacerse daño. Y dígame si estoy hablando con el cónsul.

– No, Excelencia -respondió el señor Macé, con el sombrero en el corazón, una pierna tensa, ligeramente hacia atrás y la cabeza inclinada-. El señor cónsul me ruega que reciba a Vuestra Excelencia y que le salude respetuosamente de su parte. El señor cónsul le presenta asimismo sus excusas. Una delegación protocolaria salió a recibir su convoy, pero no lo encontró.

– Esta maldita mula tiene la culpa -dijo Murad, dándole un puntapié a la bestia, que no se inmutó-. No ha querido saber nada, así que nos hemos visto obligados a hacer un rodeo y pasar por una verja… En fin, la cuestión es que hemos llegado. El camino ha sido largo, créame. Y bien… ¿dónde está Poncet?

– Está con la delegación.

– ¡Con la delegación! Pero ¿qué voy a hacer yo entonces? No conozco esta ciudad, y nadie querrá alojarme.

– ¿Alojarle? Pero Excelencia, si estábamos esperándole… Sólo tiene que seguirme.

– Ah, qué buena noticia. ¿Y también nos darán de comer?-De comer, de beber y todo cuanto desee Vuestra Excelencia -dijo el señor Macé, cada vez más extrañado.

– En buena hora. Bien, le sigo. Vosotros, venid aquí. Son abisinios, por lo general un pueblo trabajador, pero parece que a mí me han dado los tres más perezosos. Vamos, vamos.

Hicieron avanzar las mulas y los asnos y atravesaron toda la colonia. El señor Macé celebró que el cónsul hubiera mandado prohibir el tránsito. Cuantos menos testigos hubiera de aquella llegada, menos posibilidades habría de que un día al «infante de lenguas» se le apareciese un fantasma del pasado c intentara arruinar su carrera afirmando que le había visto conducir los dos burros del embajador de Etiopía.

Murad se detuvo en el camino para hacer una necesidad junto a un plátano. Sin duda los ruidos que emitía con la garganta eran una buena prueba de su alegría.

Por fin llegaron a la Casa de los Venecianos. Se trataba de una construcción de madera. La planta baja estaba destinada a la embajada; la superior tenía un saledizo, sostenido por un conjunto triangular de vigas que resultaba bastante elegante. Estaba separaba de la calle por un jardín de reducidas dimensiones, aunque cuidado con mucho esmero. En medio del césped, unos setos de boj uniformemente podados reproducían las armas de la República de los dux, formando una especie de escudo en relieve, verde sobre verde. Murad se empeñó en que las bestias entraran en el jardín, y mandó a los abisinios que las dejaran en libertad cuando hubieran descargado los bultos.

El armenio se descalzó para entrar en la casa, se sentó en el primer sofá que encontró y juró que de allí no se movería.

El señor Macé desapareció para ocuparse de que trajeran un refrigerio, según dijo.

– ¡Y sopa! -gritó Murad antes de que se fuera.

A su regreso, el secretario dio cuenta al cónsul de tan peculiar comportamiento. El señor De Maillet le dijo que un diplomático que se deja sorprender en tierra extranjera es como un caballero que levanta el yelmo en pleno combate.

– Y otra cosa -dijo solemnemente el cónsul-, seamos indulgentes. Hay que pensar en el lugar de donde viene.


También se había confeccionado una segunda lista en la que figuraban los mercaderes que, al no haber tenido la suerte de formar parte de la delegación, habían sido propuestos para que dispensaran otros honores, sobre todo el de llevar unos refrigerios.

– ¿Cree que es necesario? -preguntó el señor Macé.

– Evidentemente -contestó el cónsul-. Dígale al primero de esos señores que cumpla con su cometido.

Durante toda la tarde fueron pasando por la Casa de los Venecianos dignos mercaderes y un desfile de lacayos con cestos de frutas, confiteros con pasteles y fuentes de entremeses. Todos pagaron a ese precio el honor de acercarse al embajador de Etiopía. Acto seguido se apresuraron a ir al consulado para decirle al señor De Maillet que no los enredarían otra vez, y que nadie podía creer que el grosero personaje que les había recibido fuera el ministro de un rey. Guardándose muy bien de atacar al cónsul directamente, acusaron a Poncet de impostura. La delegación encabezada por Brelot llegó en el momento en que se sucedían estas lamentables escenas. Los miembros de la otra comitiva también estaban furiosos contra Poncet. No obstante, cuando se enteraron de la verdad, dejaron de acusar al boticario por haberles hecho esperar a un emisario inexistente, pero al instante hicieron suyas las críticas que le dirigían los ciudadanos ilustres que habían llevado los refrigerios. Jean-Baptiste se escabulló, aprovechando la confusión que reinaba en el consulado.

– Silencio, señores -dijo el cónsul con una voz poderosa que se impuso sobre el tumulto-. Les ruego que se retiren y les agradezco su colaboración.

Continuaron oyéndose las protestas, y el cónsul las atajó con un gesto enérgico.

– Ese hombre es el emisario de un gran soberano cuyo reino ha estado apartado de la civilización desde hace siglos. Por ese motivo debemos ser indulgentes, y por ese motivo también su llegada es un gran acontecimiento, a pesar de estos incidentes. A partir de mañana sabremos qué manda decir el Rey de Abisima.

Después de salir de la residencia del cónsul, Poncet se dirigió directamente a la Comarca de Venccia para ver a Murad. El armenio había ordenado que amontonaran los muebles fuera, junto a la pared, así que al entrar vio el salón de los Venecianos completamente vacío. En la que antes había sido sala de recepción de los mercaderes sólo quedaban las alfombras y los cojines, que habían sido quitados de los sillones y que ahora se hallaban dispuestos en el suelo. Murad estaba allí sentado, con las piernas cruzadas, bajo la gran araña de perlas de cristal, rodeado de un buen número de bandejas de plata, copas de cristal y magníficos cántaros preciosos.Jean-Baptiste quiso que le contara el asunto de la mula y la razón de que hubiera llegado por un camino inesperado. Además escuchó la versión de Murad sobre el recibimiento que le habían dado en la colonia. El armenio pensaba que todos esos mercaderes eran muy desvergonzados pues después de decirle que estaba en su casa y que todos los presentes eran suyos, habían pretendido restringir el uso que pudiera hacer de todos sus supuestos bienes. Nada les parecía bien: ni que las mulas estuvieran en el jardín ni el traslado de los muebles, ni tampoco el café que los abisinios habían preparado con tanto placer en un pequeño fuego, encendido cuidadosamente en el mosaico del vestíbulo.

Después de reírse mucho con su aventura, lo cual terminó de indignar a Murad, Jean-Baptiste le dijo que no modificara en nada su conducta. Luego, le dio instrucciones muy precisas con respecto a qué habría de hacer y decir al día siguiente, cuando vinieran a pedirle sus cartas credenciales.

A continuación Jean-Baptiste se dirigió a casa. Esperaba noticias de Alix, de un modo u otro, y estaba nervioso porque no podía quitarse de la cabeza que no la había visto el día anterior.

Subió las escaleras a tientas, encendió una vela y descubrió, como esperaba, un papel doblado en cuatro debajo de la palmatoria. Se trataba de una nota de Françoise pidiéndole que estuviera en el jardín que quedaba al fondo de la calle de la colonia, cuando hubieran sonado las dos de la madrugada en la campana de la capilla.

5

Alix, de pie en su habitación, esperaba que llegase la hora en la oscuridad. La luna apenas se insinuaba, y constantemente se oscurecía por el paso de los nubarrones; por eso Frangoise había considerado factible hacer ese largo recorrido por las calles que las mantendría alejadas del consulado y de sus espías. Al caer la noche, cuando todavía tenía mucho tiempo por delante para decidirse, la joven había estado diciéndose que no iría a esa cita, que era una locura, que ponía en peligro su honor. Pero a medida que pasaban las horas rechazaba esas ideas con tanto denuedo como quien acorrala contra un muro a un bandolero que ha intentado un asalto. Y se dijo: «¿Acaso no es verdad que lo amo con toda mi alma?»

Desde aquel instante se sintió tan segura de que iba a ir como antes de lo contrario. Súbitamente afloraron a su mente las certezas que había adquirido por sí misma en el transcurso de ese año en vez de los anticuados argumentos asimilados en su educación. Durante esos meses en los que tanto había conversado con Françoise, había aprendido cuan dignos son los amores verdaderos que no se forjan en el interés sino con la pasión. En cuanto al honor, bastaba con mirar a su madre que tan bien había sabido guardar el suyo para comprender que se había convertido en la esclava del hombre que se había apropiado de su honra. Alix se hacía estas alarmantes reflexiones mientras se vestía. Por lo demás, quien osara creer que obraba así porque estaba bajo la férula de Françoise, se equivocaría de medio a medio. Cuando salieron de la casa por la puerta de servicio y sus sombras se confundieron con las de la calle, Alix se estremeció de felicidad no sólo por pensar en lo que estaba haciendo sino por la evidencia íntima y casi salvaje de que aquel acto, aquel acto no exento de peligro, tal vez era una forma de sacrificio que satisfacía la parte más auténtica de sí misma, y a la vez la menos doblegada por la civilización, eso que se podía llamar sencillamente su carácter.

Mientras esperaba la cita, Jean-Baptiste estuvo pensando que sólo había tenido amores fáciles y efímeros; aventuras donde el primer momento, que a menudo es también el último, adquiere la forma de una lucha; donde cada cual, lúcido y frío, trata de conquistar o resistirse; y donde al final ese triste juego se reduce a disimular tanto tiempo como sea posible los verdaderos sentimientos. Pero esta vez cada uno sabía de antemano y hasta el fondo de su ser qué sentía el otro. No era una cuestión de conquistar ni de abandonar a nadie. Ahora se trataba de dar a luz -al aire donde resonarían las palabras y se desplegarían los gestos- ese amor ya concebido que había vivido en ellos tanto tiempo. No obstante, se sentía torpe ante tal responsabilidad.

Cuando sonaron las dos campanadas ahogadas en la oscuridad, los dos estaban en camino; Alix y Françoise caminaban por la izquierda de la verja, mientras Jean-Baptiste, que se había escondido en el fondo del jardín, se acercaba a la entrada. Ambos tenían la impresión de vivir un momento fugaz, irreparable, precioso, no por el compromiso que entrañaba y que se había sellado hacía mucho tiempo, sino sencillamente porque no volvería nunca más. Los dos estaban decididos a hacer perdurar ese instante tanto como pudieran, a conservarlo, como se retienen en la memoria los rasgos de alguien a quien se ve por última vez. En suma, habían tomado la resolución de no precipitar nada. Sin embargo, en cuanto se distinguieron sus sombras, en cuanto se quedaron solos uno frente a otro, les faltó voluntad: las ausencias, la inquietud que inspiraba aquel lugar desierto y oscuro, y sobre todo el deseo que habitaba en ellos les impulsó a abrazarse inmediatamente y a cubrirse de besos en silencio.

– ¡Qué felicidad! -repetían.

Y volvieron a saborear sus bocas, a tocarse con manos inquietas que parecían querer cerciorarse meticulosamente de la presencia del otro, de su realidad, al tiempo que sentían la dulzura.

Mientras se hallaban inmersos en ese estadio del amor donde no existe nada alrededor, apenas pronunciaron palabra. Les bastaba estar juntos. Pero Françoise, que vigilaba junto a la verja, se acercó y les dijo en un susurro que no debían demorarse. Al oír aquellas palabras, se les apareció de nuevo el mundo y todos los obstáculos que se alzaban en su camino.-¿Cómo vas a convencer a mi padre? -preguntó Alix mirando a su amante, de quien sólo distinguía sus delgadas formas en la oscuridad-. Siempre habla de casarme…

– Por el momento -dijo Jean-Baptiste-, no hay que decirle nada, que no se entere de nada. Pero debemos vernos, porque ya no puedo vivir sin tenerte en mis brazos, ahora que por fin estamos juntos. Ante todo es fundamental que nadie sepa nada hasta que pongamos en práctica mi plan. Voy ir a Versalles.

– ¡Cómo! -exclamó Alix, abrazándose a él-. Acabas de llegar y ya quieres irte…

– Es la única solución, créeme. El Rey quería una embajada y yo se la he traído. Ahora sólo él puede darme la recompensa que necesito. Regresaré con un título nobiliario, y tu padre no podrá negarme nada.

Alix estaba dispuesta a creer todo cuanto le decía el hombre que la amaba. El plan la contrariaba porque suponía estar separados algún tiempo aún, pero estaba de acuerdo en que era la mejor solución y juró a Jean-Baptiste ayudarle como pudiera.

– La única ayuda que puedes prestarme es que no me olvides.

La joven lanzó un grito de indignación que se ahogó en un largo beso.

Frangoise regresó de nuevo y les suplicó que se despidieran, puesto que los jenízaros empezarían a hacer su ronda muy pronto. Se alejaron, volvieron corriendo uno hacia el otro, se fundieron en un abrazo una vez más y finalmente se fueron cada uno por su lado en aquella noche cálida, donde se oía el crujido de las palmeras agitadas por el viento.


Murad confiaba en Jean-Baptiste, y al acordarse de que el Negus en persona había dado testimonio de la estima que le merecía el extranjero, accedió en obeceder al médico en todo. No le resultó muy difícil adoptar esa actitud, sobre todo porque los demás habitantes de la colonia franca no le gustaban. Aquellos mercaderes demasiado ricos y demasiado amables le recordaban a su antiguo amo de Alepo, un gran hipócrita de ademanes bondadosos. Más de una vez había tenido que contenerse para no lanzarle los platos a la cara, y ahora disponía de los medios necesarios. Así pues, si éstos tenían que pagar los platos rotos sin haber hecho nada, peor para ellos.

– ¿Cómo? ¿Mis cartas credenciales? -respondió con arrogancia cuando el señor Macé se presentó para pedírselas-. ¿ Por quién me toma? Soy el emisario del Rey. El Rey de Reyes, desde luego.

Y mirándose una mano rolliza donde lucía un anillo de cobre enfundado en el dedo meñique, añadió:

– Su Majestad me pidió expresamente que confiara sus cartas al Rey de Francia en persona. Así pues, debo ir a Versallcs para entregárselas.

El señor Macé insistió, pero el armenio se mostró intransigente y terminó por despedirlo sin ninguna delicadeza. El secretario entró en el consulado y refirió la entrevista al señor De Maillet con el semblante tan apesadumbrado como si le estuviera dando el pésame.

– ¡Con que ésas tenemos! -exclamó el diplomático-. ¡Así que se mega a entregar sus cartas! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¡Pero qué maneras son ésas! Le hemos permitido sentarse en el suelo e insultar a toda la colonia, así que lo menos que podría hacer es tomarse la molestia de presentarse debidamente.

– Tal vez a usted… -sugirió Macé.

El cónsul se quedó inmóvil ante el pobre infante de lenguas, fulminándole con la mirada.

– ¿Acaso piensa usted que yo, el representante del Rey de Francia, puedo dirigir la palabra a alguien que no se digna a mostrar su acreditación?

– Evidentemente que no -admitió Macé.

– Bien -dijo el cónsul-. Le enviaremos otra delegación.

– Ningún mercader quiere volver.

– En tal caso irá usted mismo -dijo el señor De Maillet-, y le dirá que si no entrega sus cartas entre hoy y mañana será expulsado de la colonia y tendrá que buscarse un alojamiento por su cuenta en la Ciudad Vieja.

Macé fue a hacer su encargo y regresó después de ser despedido con cajas destempladas. Murad llegó incluso a lanzarle a la cabeza un trozo de baklava muy grasa que se estaba comiendo.

– Esta comedia ya ha durado demasiado -dijo el señdr De Maillet con mucha sangre fría y en tono resuelto-. Sé muy bien cómo poner en claro este asunto de la carta. Y créame, si confiesa que no tiene ninguna, no tendré ningún escrúpulo en ponerlo de patitas en la calle, con sus animales, sus esclavos y sus guiñapos.

Y diciendo esto, el cónsul pidió que prepararan la carroza y ordenó que se hiciera anunciar en la residencia del pacha.

A su regreso de la audiencia estaba visiblemente satisfecho y pasó una noche excelente. Pero por desgracia, cuando al día siguiente entró en su gabinete de trabajo, anunciaron la visita del padre Plantain.

El jesuíta había llegado a El Cairo poco tiempo después de la partida del padre De Brévedent. El ataque que había abatido al padre Gabonau había propiciado que el recién llegado se presentara oficialmente, de tal forma que el padre Plantain se había convertido en pocas semanas en el representante oficial de la Compañía de Jesús en esta escala de Levante.

Era un hombre de unos cuarenta años que había heredado sus anchos hombros de una familia dedicada desde siglos al comercio de ganado vacuno en la región de Charolles. Tenía unas manos largas y finas que cruzaba y descruzaba lentamente, mirándolas con ternura, tal vez porque eran la única parte de su cuerpo que desmentía sus orígenes de ganadero. Su rostro parecía aplastado bajo el enorme disco de un cráneo redondeado y canoso, que sobresalía por encima de los ojos. Esta frente alta, considerada muchas veces como un signo de inteligencia, le daba en cambio, un aire ligeramente apocado, como si fuera a desplomarse sobre la cara. Con semejante físico sólo podía haber sido descuartizador o músico. Afortunadamente se decantó por los estudios y entró en el noviciado. Durante su estancia en El Cairo había dado al cónsul sobradas pruebas de su malicia y de su habilidad para urdir intrigas. Al principio, el señor De Maillct creyó erróneamente que el cura era directo e inofensivo, pero al descubrir su verdadero carácter se sintió engañado, y a partir de ese momento no tuvo reparos en estimar que el cura era capaz de los fariseísmos más impensables.

– ¡Cuánto me alegro de verle, padre! -dijo el cónsul al contemplar al hombre de negro en el vano de su despacho.

Desde el primer momento, el diplomático se armó de la prudencia con que se actúa para atrapar a un animal venenoso con la punta de un bastón.

El padre Plantain no se anduvo con tantos remilgos y disimuló su hipocresía con una rudeza casi militar, soltando un «Excelencia» como si se tratara de un ladrido, y poniéndose en posición de firmes. Por su parte, el señor De Maillet tomó del brazo al hombre y lo acomodó en un sillón.

– He recibido su nota, Excelencia -dijo el jesuíta-. Se lo agradezco mucho. ¡Ésta sí que es una magnífica noticia! Hace una semana supimos gracias a usted que lamentablemente el padre De Brévedent no había podido terminar el viaje. ¡Pero aparte de esa desgracia, por fortuna ha llegado el embajador que esperábamos!

El cónsul había alertado al representante de la Compañía de Jesús del regreso de la misión, pero no le había invitado a unirse a la delegación que debía esperar al plenipotenciario. Considerando la situación reprospectivamcnte, se podía pensar que le había negado ese honor a propósito.

– Aunque espero su confirmación -continuó el cura-, parece que han regresado con tres indígenas de Abisima.

– Eso me han dicho a mí también -dijo el cónsul.

– ¿Cómo, acaso no los ha visto?

– Sólo de lejos.

El señor De Maillet no tenía intención de comentar el asunto de las cartas credenciales con aquel intrigante.

– Acaban de llegar, no lo olvide -añadió por si acaso.

El hombre de negro sacudió varias veces la cabeza y, habida cuenta del peso que eso podía suponer, su interlocutor padeció un poco por él.

– Tres abisinios en los asientos reservados a los alumnos de Oriente en el colegio Luis el Grande causarán verdadera sensación -dijo el jesuita, con los ojos brillantes.

El cónsul forzó una sonrisa.

– Está usted informado, Excelencia -continuó el jesuita, inclinándose hacia delante-, de que al parecer los capuchinos capturaron a siete cuando Etiopía estaba en guerra con el Rey de Senaar. ¡A siete! ¿Se da usted cuenta? Y que van a ir derechos a Roma… -Se inclinó y prosiguió en un tono más bajo aún-: Si los turcos los dejan embarcar.

Acompañó esta conclusión con una sonrisa que revelaba su intención de no dejar que las cosas siguieran su curso sin intervenir.

– Nosotros tendríamos las mismas dificultades -aventuró el cónsul, arrepintiéndose de sus palabras inmediatamente- para hacer salir del país a los tres abisinios que han llegado ahora…

– Excelencia -dijo el jesuita, incorporándose majestuosamente-, los deseos del Rey de Francia tienen mucho peso, en cualquier caso. El sultán turco nos escucha, creo yo. Observe que me estoy anticipando. Aunque, el diplomático es usted, y sin duda debe saber más que yo de estos asuntos.

El señor De Maillet admiraba la perfidia de esa supuesta roca que susurraba sus insinuaciones como una vieja comadre. Así que pensó en sacarle un poco de ventaja.-Efectivamente, los asuntos diplomáticos son muy complejos, padre, y me atrevería a decirle que tal vez más de lo que supone. Mire usted, lo más importante es que todo se haga convenientemente y en armonía. Usted, que está al servicio de la fe, está acostumbrado a los movimientos en el éter que pueden tener el fulgor del Espíritu Santo cuando desciende a visitar un alma. En cambio nosotros estamos a ras del suelo. Sepa que la política es el movimiento de los hombres, y no debe precipitarse en modo alguno.

El jesuíta no comprendió nada del discurso pero miró al fondo de las pupilas del cónsul y, al igual que antaño su padre desenmascaraba a una bestia que disimulaba su mal talante bajo una apariencia dócil y adiposa, se dio cuenta de que el diplomático le ocultaba alguna información importantísima.

La conversación aún se prolongó diez minutos más, pero no se enteró de ninguna otra cosa.

Al salir el jesuíta dudó un instante y optó por dirigirse hacia la casa de Poncet. Llamó a la puerta, pero Jean-Baptiste no estaba, de manera que decidió ir a la Casa de los Venecianos. Un viejo turco, tendido tras la puerta del jardín, respondió al padre Plantain que su Excelencia el embajador de Etiopía no recibía a nadie.

El jesuíta se dio la vuelta, totalmente perplejo.


Al caer la noche, el maestro Juremi hizo un discreto rodeo sin abandonar la sombra oscura de los árboles para pasar ante el consulado. En la casa se encontró con Poncet, que le hizo tantas fiestas como si no se hubieran visto en dos meses.

– ¡Y yo que imaginaba que iban a tratarte como un héroe contando sus proezas en medio de una corte de admiradoras! -dijo el protestante cuando Jean-Baptiste le hubo puesto al comente de los sucesos de los días anteriores.

– Eso es porque todavía no conoces la colonia. Tienen miedo, están alerta. En ninguna parte soy bienvenido. Y evito a los pocos que desean verme, como a ese jesuíta que ha pasado por aquí esta tarde y que ha avisado a los vecinos de que quería hablar conmigo. No, créeme, el viaje continúa y me siento más solo aquí, después de dos días, que cuando atravesábamos el desierto.

– ¿Y Murad?

– A eso voy. Está alojado como un príncipe. Pero el cónsul todavía no se ha dignado recibirle. Quiere ver sus cartas credenciales. Le he hecho prometer a Murad que no ceda y que repita hasta la saciedad que tiene la misión de ir a Versalles.

– ¿Y… tu amada?

– No sé cuándo podré verla otra vez. Pero ayer por la noche… ¿Has cenado?

– Todavía no.

– Entonces ven conmigo, vamos a la fonda de Yussuf, frente a la mezquita de Hassan. Allí podremos hablar tranquilos.

Y ambos se dirigieron alegremente a pie hacia la ciudad vieja de El Cairo.


Poncet y su socio volvieron hacia medianoche. No obstante, en el momento en que llegaban a casa, una sombra surgió de la oscuridad de los soportales. El maestro Jurcmi blandió su espada.

– Piedad -dijo la sombra-, soy yo.

– ¡Murad! ¿Qué haces tú aquí a estas horas?

Le hicieron entrar en la casa. Poncet encendió una vela. El armenio sudaba y respiraba muy fuerte.

– Acababa de acostarme hace un rato -dijo jadeante-, cuando de pronto entraron veinte hombres en mi casa.

– ¿Veinte hombres? ¿Soldados o mercaderes?

– Soldados. Unos turcos completamente locos. Se abalanzaron sobre mí, me amenazaron y me pusieron un gran sable en el cuello, aquí.

Les mostró las carnes que pendían bajo su mentón.

– ¿Y luego?

– Luego lo registraron todo, lo removieron todo. Y cuando la casa ya estaba patas arriba me dijeron que me presentara mañana temprano ante el pacha.

– ¿Pero qué querían? -preguntó Poncet.

– ¿Qué se han llevado? -agregó el maestro Juremi.

– Nada.

– ¿Cómo que nada?

– Nada, ni oro, ni presentes, ni ropas.

– Así que no se han llevado nada…

– Sólo la carta del Negus -dijo Murad, bajando la mirada.

6

Durante la larga ausencia de Poncet, Hussein, el pacha de El Cairo y su paciente fiel, se cayó del caballo con tan mala fortuna que se rompió la pierna. Los charlatanes con quienes consultó tenían unos conocimientos tan precarios que le desollaron la piel y le dejaron la herida en carne viva. Todo lo que no habían logrado las revueltas, ni los venenos, ni los excesos, sucedió de pronto, como si hubiera dado un paso en falso en un precipicio, y Hussein murió con horribles sufrimientos.

Para sustituirlo, la Puerta envió a un hombre muy diferente. Se llamaba Mehmet-Bey y era un auténtico guerrero. En Hungría había estado al frente de los ejércitos turcos y se había granjeado un odio tremendo entre los cristianos. No obstante conocía a los francos suficientemente para distinguir cada una de sus naciones, una molestia que pocos turcos se tomaban en aquella época. Sentía predilección -si así se puede llamar pues en realidad se trataba sólo de un grado menos de odio- por los franceses, contra quienes no se había batido nunca directamente pues habían firmado con la Sublime Puerta algunas alianzas secretas contra los Habsburgo. Con la edad, Mehmet-Bey se había convertido en víctima de los imanes y los muftís. Esos hombres venerables tenían la habilidad de ejercer su influencia sobre este musulmán escrupuloso pero ignorante, de quien esperaban que fuera menos conciliador que su antecesor con los enemigos del islam.


Cuando Murad compareció ante el pacha, después de que éste le hubiera convocado, Mehmet-Bey lo recibió enfurecido. El armenio, que sentía terror a la entrevista, había hecho el trayecto hasta palacio montado en una mula para tranquilizarse. Ahora bien, en virtud de las capitulaciones que vinculaban las naciones creyentes con la Puerta, nadie tenía el privilegio de entrar en la ciudadela en una montura, salvo los embajadores cristianos. Así que los guardias le hicieron bajarse de la mula con malos modos y lo condujeron a presencia del pacha.

– ¿Quién te has creído que eres? -dijo Mehmet-Bey, de pie, ataviado con el uniforme rojo de los turcos y un turbante con franjas doradas en la cabeza-. Y para empezar, prostérnate. ¿Es que no vas a honrar al Sultán como es debido?

– Yo… Yo le honro y le brindo mi más respetuoso saludo -dijo Murad temblando, de rodillas, con la nariz contra las losas.

– Por otra parte -continuó Mehmet-Bey, dando una vuelta alrededor del hombre prosternado ante él-, tal vez seas turco… Hablas nuestra lengua y se diría que conoces bien nuestras costumbres, todas menos el respeto, que no tienes en modo alguno. ¿No serás por casualidad un renegado…?

– No, no -protestó Murad, que, como seguía con la nariz pegada al suelo ejecutó con el trasero el movimiento de negación que habría hecho con la cabeza si hubiera estado de pie-. Soy armenio. Mi padre me dio su religión y el Gran Señor, en su benevolencia, me ha autorizado a conservarla.

Mehmet-Bey no despreciaba a nadie con tanta virulencia como a los cristianos de Oriente.

– El Sultán se muestra bondadoso con todos vosotros, que nos apuñaláis por la espalda cuando luchamos contra esos perros de francos, pero así son las cosas…

Se volvió con semblante pensativo hasta el estrado cubierto de alfombras y cojines donde recibía audiencia y se sentó.

– Levántate y muestra tu cara de traidor.

Murad se incorporó, pero continuó de rodillas. Había estado tanto tiempo con la cabeza hacia abajo que tenía la cara roja y congestionada. El pacha hizo una señal a uno de sus guardias, que avanzó hacia él con una bandeja de plata y tomó la carta del Negus.

– No sólo vives en la tierra del Profeta y no respetas su palabra -dijo el turco- sino que además, por lo que entiendo aquí, estás confabulado con los abisinios, un pueblo empecinado en resistirse al islam y atacarlo.

Una vez que se le despejó la cabeza, Murad trató de poner en orden las ideas y acordarse de las instrucciones que Poncet le había dado.-Yo soy mercader, Excelencia -gimió-. Me gano la vida donde puedo y el azar me ha traído hasta el mar Rojo. Durante algún tiempo estuve al servicio del Nayb de Massaua. Es un buen musulmán. Nunca le di motivo de queja, puede preguntárselo. Y un día me confió un mensaje para el Rey de Etiopía…

– ¿Qué diantres indujo a ese chacal a enviar mensajes?

– Es que en el pasado, Excelencia, los abisinios le cortaron el paso del agua e impidieron la llegada de víveres en dos ocasiones. Por eso el Nayb está obligado a tomar en consideración a los poderosos vecinos de las montañas.

Mehmet-Bey entornó los ojos. Con esa señal daba a entender que una palabra había atravesado una capa profunda de su mente, situada un poco por debajo del compacto zócalo de certezas, una capa en la que se estremecía a veces, lo menos posible para su gusto, esa cosa irritante que se denomina una idea.

– Entonces, según tú -dijo-, ¿es verdad que ese Negus puede retener las aguas de nuestros países? ¿Y por qué no lo ha hecho nunca si nos desprecia tanto como parece?

– Lo ha hecho con Massaua, que es una península. En cierta ocasión la privó de todo.

– Pero no con nosotros, que vivimos del Nilo…

– Excelencia, por lo que sé, al Negus no le faltan medios ni intenciones para privar a los musulmanes de las aguas que les da la vida. Pero piense que si desviara el primer curso del Nilo, si desplazara las aguas no desde oriente a poniente sino en el sentido opuesto, causaría la ruina de Egipto y…

– ¿Y…? -dijo el pacha.

– … y de paso contribuiría a la prosperidad de los somalíes,, que son musulmanes como ustedes.

Al pacha se le quedaron grabadas aquellas palabras, que recorrieron los resquicios tenebrosos de su entendimiento, y al final estalló en una gran carcajada que secundó el coro servil de la guardia diseminada por la amplia sala.

– El agua que Dios envía sobre la tierra -dijo el pacha- está destinada a alimentar a aquellos que creen en Él y que siguen las enseñanzas de su Profeta. Si tu señor se imagina que tiene algún poder para que la lluvia caiga primero sobre sus miserables montañas, se equivoca. ¿Y para decirme esto te ha convertido en emisario?

– No, Excelencia.

– Eso pensaba, porque al menos habrías venido a verme. Desde que has llegado, tú, subdito del Sultán, no te has dignado a presentarte ante él, que soy yo.

– Tenía la intención, Excelencia, pero el tiempo…

– No mientas. Sé la verdad. El Negus te envía en busca de una alianza con los francos, y esa alianza sólo puede ser contra nosotros. Imagino que eso también es obra de todos los curas católicos que violan nuestra hospitalidad.

El corrillo de muftís, con sus ropajes negros y sus turbantes blancos, que se hallaban sentados en un rincón de la sala de audiencias, murmuró unas tenues exclamaciones de satisfacción. Les gustaba la firmeza del pacha.

– Excelencia, el Negus me envía para hacer algunas compras…

– ¿Qué? -exclamó Mehmet-Bcy con voz atronadora-. ¡Más mentiras aún! Ándate con cuidado no vaya a darte unos latigazos para que se te quiten las ganas de seguir haciendo bribonadas, como deberíamos haber hecho ya, tanto contigo como con todos los de tu ralea.

Murad volvió a prosternarse como al principio.

– ¡Piedad, Excelencia!

– Debes saber de una vez por todas que a mí no se me escapa nada. Has dicho en todas partes que eras el emisario del Negus en la corte del rey Luis XIV. Además, esta carta que mis soldados encontraron en tu residencia prueba oficialmente que el abisinio te ha otorgado una misión. ¿Qué misión?

– Su Majestad el Rey de Abisinia desea que vaya a Francia.

– Probablemente para concertar algún pérfido acuerdo y atacarnos por la espalda mientras nos batimos en Europa.

– ¡No, Excelencia! -exclamó Murad, incorporándose al notar que se asfixiaba.

– ¿Por qué entonces?

– Sencillamente para agradecer a Su Majestad el Rey de Francia el haberle salvado la vida.

– ¿Salvarle la vida…?

– Sí, Excelencia, la cosa es muy sencilla. El Negus estuvo muy enfermo, y al sentirse desamparado en aquel momento pidió ayuda a Francia. Tras informar al consejo de su Rey, el cónsul de esa nación envió al Negus un médico franco que lo ha curado. Y en prueba de agradecimiento, el Emperador de Abisinia me ha enviado pa-ra que le entregue al Rey Luis varios presentes y le manifieste su gratitud.

– ¿Dónde está ese medico franco? ¿Se quedó allí?

– No, Excelencia, ha regresado conmigo. Ahora vive en El Cairo.

Mehmet-Bey no sabía nada del asunto, pero había oído hablar de aquel médico en el entorno de su antecesor. Ahora bien, la obediencia del pacha a los doctores del islam sólo tenía un límite: el crédito que otorgaba a la religión en materia terapéutica. En el campo de batalla, Mehmet-Bey había tenido muchas veces la oportunidad de reconocer la superioridad de los cristianos sobre los moros en el ámbito médico. Además, la mayoría de esos médicos eran completamente impíos y aún así practicaban su oficio con éxito. De todo esto concluyó que se imponía valorar con cierta cautela los principios religiosos en esa materia, y dado que en los últimos dos años se le habían agudizado los dolores que sentía en el pie a consecuencia de la gota, se mostró muy interesado respecto al médico franco. Le hizo a Murad algunas preguntas sobre la enfermedad del Negus, que éste evitó responder directamente, y luego sobre Poncet y los métodos que empleaba. Aunque seguía tratando a Murad con severidad, el pacha pareció suavizarse un poco al oír las razones de su viaje y finalmente le dijo a modo de despedida:

– No olvides, señor emisario, que estás aquí bajo mi autoridad. En cualquier momento puedo llamarte y darte órdenes. El mensaje que llevas no te confiere ningún derecho y menos aún el de la insolencia. Ahora vuelve a la residencia de los francos. Pero que no me entere yo de que estás confabulado con los curas. ¿Entendido?

– Excelencia -dijo Murad después de una última genuflexión-, lo he entendido todo. No tendrá servidor más sacrificado que yo.

– Eso espero -dijo el pacha.

El armenio hizo un saludo y empezó a retirarse de la sala, con el cuerpo arqueado y andando hacia atrás. Apenas había dado tres pasos, cuando se detuvo y exclamó:

– ¡Excelencia! Mi carta.

– Como tienes la pretensión de ser un diplomático y tu Negus te ha encargado una misión relacionada con la nación franca, la recuperarás en la residencia del cónsul de Francia.

Al oír la respuesta, Murad vio surgir una nueva complicación, pero estaba tan contento de salir con la cabeza sobre los hombros que se fue casi corriendo y hasta se olvidó de la mula.Aquella misma tarde, el enviado del Rey de Reyes entraba en el consulado de Francia, después de que el señor De Maillet le hubiera hecho saber que ahora sí estaba dispuesto a recibirle.

La audiencia en el palacio del pacha había alterado mucho a Murad. Ya no tenía un aire tan despreocupado como al llegar a El Cairo. Pese a que Poncet le había aconsejado que se mostrase enérgico, el armenio no volvió a dirigirse a los francos con el tono de familiaridad que había utilizado hasta entonces. Para gran sorpresa del cónsul, en cuanto fue introducido en su gabinete, Murad se postró de rodillas como había hecho ante el pacha, y el señor Macé se apresuró a levantarlo. El cónsul fingió no haberse dado cuenta, como habría hecho al ver a una duquesa a quien el viento hubiera levantado las faldas un instante.

– Querido señor -dijo el cónsul cuando ambos estuvieron sentados-, el pacha de los turcos, alarmado por los rumores que no han cesado de propalarse desde su llegada, ha creído oportuno intervenir para cerciorarse de su identidad. Créame si le digo que yo no he tenido nada que ver con eso y que repruebo los métodos violentos que han empleado con usted. Pero las cosas son como son. Estamos en tierra extranjera, y los turcos tienen los derechos que se han tomado. Este asunto tiene una consecuencia: como el pacha ha considerado oportuno entregarme la carta de la que se apropió en sus aposentos, ahora tengo en mi poder lo que yo solicitaba en vano desde el momento de su llegada. Así pues, aquello que habría podido ser motivo de disgusto para usted, tiene afortunadas consecuencias: ahora ya no tengo duda alguna de quién es usted, el enviado acreditado del Negus, tal como prueba este documento, traducido y ratificado por el sello del soberano. Tengo por tanto el honor de presentarle mis respetos y darle el trato que se merece como el mensajero del emperador de Abisinia.

Murad bajó cortésmente la cabeza y luego echó un vistazo a su alrededor como si estuviera en estado de alerta y se temiera que la buena noticia se saldara con algún revés inesperado.

– Esta carta credencial -continuó el señor De Maillet-, si bien le confiere a usted una absoluta legitimidad, no menciona sin embargo la intención del Negus de verle en la corte de Versalles. Por lo tanto, si le parece oportuno, usted y yo debemos convenir lo siguiente: durante su estancia en El Cairo, nosotros nos haremos cargo de su alojamiento y el los suyos, que según tengo entendido se compone de tres personas…

Murad asintió con la cabeza.-Pondré a su disposición para sus gastos la suma de cinco cequíes abuquires mensuales, que deduciré de los fondos del consulado. Y cuando considere que su misión ha terminado, haremos los preparativos necesarios para que pueda emprender de nuevo viaje a Abisinia.

– Pero aparte de mi credencial -dijo tímidamente Murad acordándose de los consejos de Poncet-, también llevo conmigo un mensaje personal para su Rey.

– Ya se lo he dicho -dijo el cónsul con dulzura, como cuando uno razona con un enfermo que se niega a tomarse un jarabe-, su carta no especifica que usted esté obligado a llevar el mensaje personalmente.

– No obstante… -dijo débilmente Murad.

– Querido señor -le dijo el cónsul malhumorado-, la cuestión es muy sencilla. No vayamos a complicarla. Si tiene un mensaje para el Rey, démelo. Si está escrito se lo transmitiré, pero el pacha no ha descubierto nada de eso durante el registro, que yo sepa. Si es un mensaje verbal, yo seré su fiel eco en un despacho. Y si va acompañado de presentes, los mandaremos a Francia en navios de nuestra flota para que lleguen seguros.

– Pero el Rey ha insistido en que debía ir yo mismo.

– Escuche -dijo el cónsul-, no me responda enseguida. Reflexione. Comprendo que todavía debe acostumbrarse a esta ciudad y a esta misión.

El señor De Maillet pensaba que un plazo de reflexión permitiría a Murad darse cuenta de su precaria posición y le ayudaría a discernir mejor en beneficio de sus intereses. Para terminar de convencerlo, añadió:

– El Negus no puede enfadarse con usted por no entregar el mensaje en persona, pues a decir verdad el caso es muy sencillo: los turcos se oponen formalmente a que usted abandone este país para ir a Europa. Gracias a las buenas relaciones que tenemos con ellos, aceptan su presencia en esta legación pero nunca lo dejarán embarcar. ¿Hablo con suficiente claridad?

Murad convino en que no se podía ser más claro y acogió la noticia con tanto alivio que él mismo se sorprendió. En el fondo no tenía por qué empeñarse contra viento y marea en ir a visitar al rey Luis XIV, cuyo retrato, justo encima del cónsul, le inducía a pensar que era aún más temible que el pacha. Terminó alegremente la conversación con el señor De Maillet y fue a llevarle estas sorprendentes nuevas a Poncet, sudando bajo el sol de justicia que caía a las tres de la tarde.Debido a una extraña particularidad del clima, las plumas de oca que se crían en Egipto no valen nada. En lugar de ser firmes y acometer el papel como las de Europa, son excesivamente flexibles y se ablandan todavía más cuando se hunden en el tintero. Por esta razón, el señor De Maillet mandaba traer las suyas de Francia. No tenía reparo en que los empleados del consulado bregaran con los suministros locales y se reservaba el uso de las buenas plumas para su correspondencia personal, en los contados casos en que escribía personalmente. Para dirigirse al señor De Ponchartrain, aquella noche decidió plasmar él mismo por escrito las ideas que pensaba comunicar al ministro, a pesar de que le incomodaba, por culpa de un persistente dolor de muñeca. Su larga escritura inclinada brillaba al resplandor del candelabro:

He informado al mensajero del Negus de que los turcos se oponían a su viaje, lo cual no es del todo cierto pues el pacha de El Cairo no tiene autoridad para prohibir una misión así, en el caso de que verdaderamente deseáramos enviarla. Sin embargo, sí es cierto que una embajada de Abisinia en las condiciones actuales disgustaría en grado sumo a la Puerta y podría repercutir negativamente en nuestras relaciones. Así pues, mi proposición se confirma de esta manera indirecta, y los turcos son en efecto quienes hacen imposible este viaje. Por mi parte me mantendré firmemente en esta línea de conducta, y tengo buenas razones para creer que al representante del Rey de Reyes no le pesará.

No obstante, permítame aventurar un poco más allá mi comentario. A mi entender, sería lamentable que esta cuestión de Abisinia, bien encauzada como está, no siga su curso conforme a nuestros intereses. En consecuencia, le propongo que les arrebatemos de las manos el asunto a los jesuítas y que prosigamos con él por nuestros propios medios. El objetivo de los jesuitas era convertir el país y no lo han conseguido, pues el padre De Brévedent no pudo terminar el viaje. Con todo, considerarían esta misión como un éxito si pudieran llevar a Francia a los tres abisinios que han viajado hasta aquí con el señor Murad. Formados convenientemente en las escuelas de los curas en París, los indígenas tendrían a su regreso más posibilidades de convertir su país que unos extranjeros. Con eso cuenta la Compañía de Jesús, y por lo que a mí respecta, opino que sería oportuno complacerla en este punto. El éxito de tal empresa y la preparación de sus protegidos abisinios y futuros emisarios tendrá tan ocupados a esos clérigos que al menos por un tiempo no pensarán en la idea de enviar otra embajada a Etiopía. Les habremos satisfecho y dispondremos nuevamente de un margen de acción ajeno a ellos. Propongo que nos sirvamos de ese margen para enviar lo antes posible al Negus una embajada digna de ese nombre con la protección del señor Murad, de quien al mismo tiempo nos zafaríamos.

El principal mérito de la misión que ha llevado a término el señor Poncet ha sido probar que el viaje a Abisinia era posible y que no resultaba tan peligroso como cabía temer. Si enviáramos una auténtica embajada, ya no tendríamos que fiarnos de las fantasías de un farmacéutico y tampoco nos arriesgaríamos a ver comprometidos nuestros intereses por culpa de que se descubriera a unos curas mejor o peor disfrazados en el seno de nuestra misión. Una embajada así, capitaneada por un auténtico diplomático, podría establecer bases sólidas para un acuerdo político con el Rey de Etiopía. Por otra parte, contribuiría a entablar lazos comerciales muy prometedores, en nombre de la Compañía de las Indias, con ese país donde abunda el oro, donde pueden explotarse muchas riquezas naturales, y que es una escala sin competencia hacia los confines de Oriente.

¿A quién me consejaría para atribuir la dirección de una empresa tan ambiciosa? A mi entender, aunque aún no lo conozco bien, el señor Le Noir du Roule, cuya llegada me anunciaba usted en su último despacho y que desempeñará bajo mis órdenes las funciones de vicecónsul en Damietta, posee todas las cualidades que requiere tal empresa.

Sé que si ha tenido el honor de elegirlo es porque conoce mis obligaciones familiares. Con esta sugerencia espero mostrar que no antepongo mis intereses de padre a los del Rey. Por lo demás, me atrevería a esperar que ambos sigan el mismo cauce y que el señor Le Noir du Roule, laureado con la gloria y la fortuna que le ayudaré a adquirir, será el mejor para honrar a mi familia, uniéndose después con mi hija.

7

Al recibir las noticias de Murad, Jean-Baptiste comprendió que había perdido la partida. La alianza del cónsul y del pacha -tanto si se trataba de una mera confluencia de intereses como si era un acuerdo en toda regla- anulaba cualquier posibilidad de ir a Vcrsalles con una embajada. Si Murad aceptaba transmitir su mensaje al cónsul, éste haría llegar al Rey una misiva amañada a su antojo y evidentemente no se podía contar con el diplomático para que favoreciera ni un ápice los intereses de ese Poncet a quien tanto despreciaba.

Así que tantos esfuerzos, tantas jornadas de viaje y tantas vicisitudes no habían servido para nada. Jean-Baptiste iba a sucumbir de desesperación cuando recibió dos buenas noticias, una después de otra, que si bien no introducían ningún cambio en las perspectivas futuras encauzaron su pensamiento hacia una felicidad inmediata.

Mientras tomaba un refresco en la-terraza con el maestro Juremi y consideraba definitivamente perdido el viaje a Versalles, llegó un guardia del consulado con una nota del señor De Maillct. Éste invitaba al «señor Poncet» a cenar al día siguiente para honrar la llegada de «Su Excelencia el Representante de Su Majestad el Rey de Abisinia». Jean-Baptiste repasó la lista de invitados que se adjuntaba para leer lo único que le interesaba saber: «El señor cónsul de Francia, la señora De Maillet y su hija.»

Un poco más tarde, Françoise apareció en la ventana de su casa, saltó a la terraza y reveló a Jean-Baptiste un plan que debía seguir escrupulosamente para poder hablar con Alix a solas, después de la cena de gala. Una vez cumplido el mandato, Françoise empezó a dar vueltas y más vueltas por la casa de los dos hombres para, según dijo, com-probar que no les faltaba nada. Incluso tuvo la osadía de aventurarse a la planta baja, donde el maestro Juremi ya estaba otra vez elaborando sus potingues. El hombre la saludó con un gruñido y la pobre mujer volvió a subir a toda prisa, pasó por delante de Poncet completamente emocionada y luego desapareció por donde había venido.

Al día siguiente, Poncet, que miraba dolorosamente el paso de las horas a la espera de la cena, se ocultó en su casa. Hacia el mediodía, le hizo una visita a Murad para abordar con el algunas particularidades del protocolo que habría de respetar por la noche, en el consulado. Jcan-Baptiste se temía que esta prueba mundana aportara nuevos argumentos al cónsul para negarse en redondo a que el armenio volviera a aparecer por la corte. Luego regresó y mandó al maestro Juremi que le pasara las visitas con una actitud más arrogante que nunca, quizá porque los mercaderes estaban ávidos de curiosidad y ahora todos querían escuchar el relato del viaje del farmacéutico. Además, como aún no se lo había contado a nadie, el silencio incrementaba su valor a medida que pasaban los días. El padre Plantain también había acudido tres veces. Pero el maestro Juremi no le dejó franquear la puerta, así que el jesuita se limitó a balancearse de un lado a otro para echar un vistazo por encima del hombro del protestante, con el ánimo de descubrir algún indicio del misterio que escondía aquella casa. El padre Plantain se lamentó amargamente de que Murad no quisiera recibir a nadie y dijo que a pesar de todo le habría gustado oír el relato de la muerte del padre De Brévedcnt. El maestro Juremi guardó las formas para no echar con cajas destempladas al jesuíta y escuchó sus lamentaciones con bastante educación, aunque no movió ni un dedo.

Por fin llegó la hora de cenar. Jean-Baptiste se vistió; en circunstancias normales, las ropas que habían comprado a los corsarios habrían podido resultar demasiado elegantes, pero eran perfectamente adecuadas para aquella ocasión. El maestro Juremi le dijo que estaba magnífico. Los ojos de su compañero reflejaron cierta tristeza, no por quedarse al margen de los festejos que tan poco le gustaban sino tal vez por verse en aquella especie de clandestinidad, como si todos los esfuerzos, todos los peligros, incluso los triunfos de aquellos meses de viaje hubieran sido actos inconfesables y culpables ante los que debían disimular, como había tenido que disimular aquella fe tan simple y tan inocente a la que rendía fidelidad.

De camino hacia el consulado, Poncet pensó que debería ocuparse de rehabilitar a su amigo y llegó a la conclusión de que en Francia encontraría el mejor medio para hacerlo. Era otra razón más para luchar por la embajada a Versalles, aunque cada vez veía más lejana la posibilidad.

Para recibir al emisario del Negus y resarcir al hombre por no haberle dado el trato que esperaba, el señor De Maillet mandó preparar una cena por todo lo alto. En los peldaños de la escalinata, los guardias con ropa de jenízaros enarbolaban con majestad sus sables curvos formando un cordón de honor para agasajar a los invitados. Multitud de candelabros colocados en las arañas iluminaban el vestíbulo y las salas de recepción, a la vez que hacían refulgir las tonalidades doradas de los cuadros, los entarimados pulidos, los suelos de scagliola y hasta los botones de cobre de los lacayos. Las mujeres se sumergían voluptuosamente en esa luz artificial, a sabiendas de que las embellecería, haciendo relucir sus joyas y sus ojos, e iluminando sus rasgos con un halo tornasolado. Las damas de la colonia, en su mayoría dignas esposas de mercaderes, a menudo habían consumado caóticas carreras mundanas; durante el primer período de su ascenso, que casi siempre había sido el más largo, casi todas habían trabajado en la caja de un comercio y a veces también en el escenario de teatríllos ambulantes. Posteriormente, cuando sus aventureros mandos hicieron fortuna en El Cairo, todas ellas pudieron apaciguar súbitamente su insondable sed de respetabilidad. Compraban sus alhajas a unos judíos que hacían contrabando de joyas y encargaban copiar las últimas novedades de París a costureras árabes de doce años a las que no pagaban sus vestidos. Pero aquellas joyas y aquellas galas llegaban bastante tarde a unos cuerpos lacerados por el trabajo y la codicia. No obstante, el lujo es tan deseable porque la calidad de los objetos impregna en cierta medida a sus propietarios. Así, el gotoso que se exhibe en un bello cabriolé adquiere la gracia natural de sus caballos, y una mujer cuya juventud se ha desvanecido puede volverse tan lozana, tan brillante y tan ligera por una noche como el organdí que la cubre y roza impúdicamente la pierna de los hombres.

Jean-Baptiste llegó con los últimos invitados y fue a presentar sus respetos al cónsul, que daba la bienvenida a los huéspedes en el vestíbulo, antes de sumergirse en aquella marea de tafetanes, perlas y piedras preciosas hasta encontrar la única que tenía valor a sus ojos. Todos los salones de la planta baja se habían abierto para aquel gran acontecimiento, de tal manera que la sala de recepción habitual donde lucía majestuoso el retrato del Rey y de donde se había retirado el escritorio del cónsul se prolongaba a través de otra sala, cerrada normalmente para no hacer gasto, y que era donde esa noche se habían dispuesto las mesas. Pero Alix no estaba allí. Al final, Jean-Baptiste la descubrió en una estancia cuya existencia ignoraba. Era un minúsculo salón de música donde las damas pasaban agradables veladas. Cerca de la ventana que daba a la parte trasera del jardín había una espineta verde pintada con un motivo campestre, adosada a la pared. Alix estaba ante una chimenea coronada con un espejo con tremó, así que al entrar Jean-Baptiste se la encontró de frente y de espaldas al mismo tiempo. La sala era reducida y ambos creyeron encontrarse bruscamente cara a cara, circunstancia que los dejó turbados. Pero había demasiado alboroto a su alrededor, demasiadas risas, exclamaciones y saludos efusivos para que los extraños pudieran percatarse de aquel pequeño detalle. Sin embargo, un observador perspicaz habría notado que Alix, que hasta entonces no había exteriorizado sus gracias aunque se había peinado y acicalado con sumo esmero, las hizo resplandecer súbitamente, como cuando se despliega la cola de un pavo real o las alas de una mariposa. Tensa por esa borrasca que esperaba, inspiró un gran hálito de belleza que la guiaba como una vela. Jean-Baptiste, conmovido, se detuvo un instante también antes de dar dos pasos adelante. En ese mismo momento, cual soldado al descubierto que es el blanco de todas las balas, cinco o seis mujeres que habían oído hablar de las gestas del joven viajero lo rodearon, a la vez que rogaban a sus respectivos maridos que lo invitaran a sus casas. Al verle entrar, tan apuesto con aquella casaca roja adornada con herretes de plata, los cabellos sueltos y sin lazo, las damas confundieron inmediatamente el interés que tenían por su historia con la emoción física que les causaba su presencia, al tiempo que la parafernalia de sus atavíos les alimentaba la ilusión de que todavía eran irresistibles. Jean-Baptiste iba a ser engullido por aquellas comadres cuando una avalancha general empujó a todo el mundo hacia el exterior del saloncito y condujo a los invitados al salón de gala, pues se acababa de anunciar la presencia del embajador. Sin embargo era una falsa alarma. El cónsul había enviado su coche para recoger a Murad; pero éste, como no estaba preparado, había tenido la absurda idea de enviar el coche de regreso a la hora prevista, por si podía hacerle falta al cónsul. El armenio había ordenado a los tres esclavos que se acomodaran dentro y dieran aviso de que llegaría a pie. Cuando la carroza llegó ante la escalinata, el cónsul en persona se precipitó hasta la portezuela y ante los ojos imperturbables de sus invitados se llevó la desagradable sorpresa de ver salir a los fres indígenas, con las piernas desnudas, vestidos con un simple sayo de algodón y moviendo unos ojos aterrorizados. Murad llegó al trote diez minutos más tarde, y uno de los guardias que no lo había reconocido en la oscuridad lo detuvo sin contemplaciones. Todos estos contratiempos retrasaron un poco la cena y prolongaron el placer de los invitados, que en su mayoría nunca habían tenido el honor de gozar de un tratamiento oficial. Los convidados se colocaron por fin alrededor de dos largas mesas que se habían dispuesto. El embajador Murad se sentaba frente al cónsul en la primera, y en espera de resarcir a la ridicula delegación que había esperado en vano la llegada de Murad; la segunda estaba presidida por el señor Brelot, diputado de la nación. Delante se había acomodado Frisetti, el primer dragomán del consulado. Poncet estaba en esta segunda mesa, entre dos mujeres que le entristecieron nada más verlas. El secretario Macé era el primer vecino masculino por la derecha.

Jean-Baptiste escudriñó la sala para ver dónde iba a estar Alix. Al principio se decepcionó; no obstante, ésta se había confundido de asiento y al final comprobó que le correspondía sentarse a la derecha de Frisetti, es decir, casi enfrente de su amante. Era la primera vez, después de tanto tiempo, que estaban tan cerca el uno del otro en público y bajo aquella luz resplandeciente, que se hacían la ilusión de ser el señor y la señora de una casa.

Jean-Baptiste procuró no mirar demasiado hacia Alix, pues temía que la emoción se le reflejara en la cara. La algarabía remitió ligeramente cuando todo el mundo estuvo en su sitio. Los invitados se volvieron a uno y otro lado con saludos de cortesía, y seguidamente arrancó la conversación.

– Ahora, querido señor Poncet, espero que nos cuente alguna de sus aventuras en Abisinia…

El señor Macé en persona había sacado a colación el tema, desencadenando el entusiasmo de los comensales.

– Debe hacerme preguntas -dijo Jean-Baptiste-. Ese país está muy lejos, y a diario nos ocurrían tantas peripecias que cada una podría ser el capítulo de un libro.

– Empiece entonces por el viaje. ¿Es tan peligroso como dicen llegar hasta allí? -preguntó Macé.

Por la cara del secretario se habría podido pensar que su curiosidad era sincera. Pero la verdad es que era un mandado, como siempre. Dado que tenía en mente envia» una nueva embajada -oficial esta vez-, el cónsul se había dado cuenta de que era necesario calibrar los peligros que corría, y en vista de que Murad era de poca ayuda para esclarecer semejante cuestión, había pensado que lo mejor sería conseguir que Poncet contara su viaje. El cónsul no estaba dispuesto a rogar y menos aún a mostrarse interesado por él, dando pie al lucimiento del boticario.

Así pues, aquella cena le ofrecía al señor De Maillet la oportunidad de adular a Poncet y empezar a confesarlo en público, es decir, como si no tuviese ningún interés en particular. El señor Macé había recibido la misión de hacerle hablar todo cuanto fuera posible, grabar su relato en su prodigiosa memoria y llevar la conversación hacia su terreno con preguntas sagaces. Al sentir la mirada de Alix, Jean-Baptiste se sintió turbado. Le importaban muy poco aquellos ridículos burgueses que le rodeaban; era a ella a quien amaba y a ella únicamente a quien deseaba contar el relato apasionado de los peligros que había corrido, los sufrimientos y las alegrías que él quería referirle para compartirlos con ella cuando fuera posible.

Macé tenía dificultades para canalizar el relato del viajero sobre las cuestiones prácticas, puesto que Poncet se salía por la tangente para abordar ciertos detalles que al secretario le parecían superfluos. Hizo por ejemplo una descripción interminable sobre la ceremonia del café en Abisinia. Pero las damas adoraban esos temas y se mostraron contrariadas cuando Macé intentó volver a hablar del Rey de Senaar o de cómo estaba el camino hasta el lago Tana. Al poco se sintió desbordado y dejó que Poncet respondiera riendo a las cuestiones más triviales.

A la hora del postre, la oronda esposa de un mercader, muy colorada y animada por la bebida, se atrevió a tomar parte en la conversación y se dirigió a Jean-Baptiste con una voz que volvía de su pasado de vendedora de arenques:

– Señor, se dice que las abisinias son muy bellas. ¿No se ha traído con usted a ninguna mujer?

Todos los presentes miraron a Poncet.

– ¿Una mujer? -exclamó al tiempo que bajaba la mirada.

Hubo un instante de silencio en la sala. Jean-Baptiste levantó de nuevo la cabeza y clavó sus ojos en Alix un segundo; todo el fuego de su amor estaba presente en aquella mirada.

– A decir verdad, señora -contestó sin prestar la menor atención a quien le había hecho la pregunta-, realmente emprendí este viaje para ir en busca de una mujer. Y creo que la he encontrado.

Pronunció aquellas palabras con tanta seriedad que los comensales mostraron un cierto malestar unos instantes.

– Está bromeando -se oyó decir a un hombre.Hubo una súbita distensión y algunas risas.

– Está bromeando, ¿no es así? -exclamó la vecina de Jean-Baptiste, inclinándose hacia él.

– Naturalmente.

Hubo un «ah» general, y la conversación prosiguió en el mismo tono animado de antes. Pero el señor Macé, que no podía ver a la señorita De Maillct sin sentirse prendado de su belleza, a pesar de que se lo tenía prohibido, captó la mirada que había cruzado con Jean-Baptiste y estaba seguro de que no se había equivocado. Posteriormente los contempló con más atención, y registró sus observaciones en el lugar apropiado de su mente.

Cuando hubo finalizado la cena, los invitados pasaron a tomar café al salón de recepción, bajo el retrato del Rey. Todos los que habían cenado en la mesa de Poncet estaban alegres y tenían muchas anécdotas divertidas que contar; en cambio los de la primera mesa mostraban el semblante seno y estaban indignados. Parecían escandalizados y se despacharon a gusto con comentarios en voz baja sobre la conducta del plenipotenciario del Emperador de Abisinia. Por si no fuera bastante con comer indecorosamente y con las manos, hizo preguntas rarísimas sobre el precio de las aves, la manera de prepararlas y la cantidad de mantequilla que había que agregar a las salsas, de tal forma que se le habría podido tomar más bien por un cocinero. Animado por el vino y llevado por su atolondramiento, se había limpiado los dedos con el vestido de su vecina. Y por si quedaba alguna duda sobre su conducta, después de engullir un sorbete pretendió estampar un beso helado en el cuello de la esposa del banquero más distinguido de la colonia. El asunto habría acabado mal si el señor De Maillet, en quien todos se miraban como si fuera el espejo del buen gusto -y así era realmente-, no hubiera inducido a todos a dirigir la vista hacia otro lado, fingiendo que se ahogaba.

Mientras se propalaban las anécdotas y los testigos de esas escenas desagradables comentaban el lamentable episodio con los comensales de la otra mesa, que a su vez les referían entretenidas historias, Alix fue a ver a su madre para decirle que tenía una terrible jaqueca. Consciente de los esfuerzos que había hecho su hija para asistir a una cena a la que en un principio se había negado a acudir, la señora De Maillet le dio un beso en la frente y le deseó buenas noches. Jean-Baptiste tuvo más dificultades para escabullirse, pues le seguían veinte damas. Contentó a diecinueve prometiéndoles que iría a cenar a sus residencias, locual las entusiasmó y las calmó un poco. La vigésima consideró más original no pedirle nada, actitud que inmediatamente despertó los celos de todas las demás.

Jean-Baptiste fue a saludar al cónsul y éste le felicitó por su locuacidad, de la que todos los comensales habían sido testigos. Acto seguido, el médico pidió permiso para llevar a casa a Murad, alegando que solía acostarse pronto. El cónsul aceptó de buen grado pues estaba impaciente por desembarazarse de aquel objeto permanente de escándalo. Incluso le propuso utilizar su carroza, aunque sin insistir mucho pues el armenio, hundido en un sillón, con la túnica llena de manchas y las manos grasicntas de todo cuanto habían tocado, era capaz de estropear considerablemente el acolchado de satén azul del carruaje. Poncet le dijo sin embargo que sería más saludable para ambos regresar a pie y se llevó a rastras al embajador, que saludó a todos con gruñidos. Al pie de la escalinata fueron recibidos por los tres abisinios, a quienes habían dado de comer en las cocinas.

– ¡Unos candelabros para acompañar al señor embajador! -exclamó el señor De Maillet.

Pero Jean-Bapriste lo detuvo.

– Es preferible no alumbrar demasiado el escenario -dijo.

El cónsul fue del mismo parecer y los dejó desaparecer en la oscuridad, como una minúscula tribu a la desbandada.

Una vez en la calle caminaron doscientos metros, y luego Poncet confió el brazo de Murad al abisinio más vigoroso que hablaba árabe, diciéndole que lo llevara de regreso a Casa de los Venecianos. Jean-Baptiste, por su parte, se fue por la izquierda, rodeó la amplia manzana del consulado y siguió andando por un callejón flanqueado por dos muros lisos. Uno de ellos acotaba el patio trasero de la legación y disponía de un portón por el que se hacían las entregas a las cocinas. Françoise le esperaba allí.

8

Poncet subió detrás de Francoise por una estrecha escalera de servicio que olía a moho; se internó solo en un guardarropa oscuro, y al final accedió a una habitación con ventanas que se abrían de par en par a una noche cuajada de estrellas. Una ligera brisa del norte desplazaba hacia la ciudad el olor limoso del delta. Desde la planta baja se oía el bullicio de los numerosos invitados que se demoraban y que reían ruidosamente. El quinqué a punto de apagarse, en la mesilla de noche, proyectaba un resplandor dorado sobre Alix, que esperaba de pie. Jean-Baptiste avanzó con suavidad y la tomó en sus brazos. No se había cambiado de vestido y Jean-Baptiste recorrió con los dedos y con los labios las líneas de su peinado, las joyas, las telas y aquel rostro que volvía a ver de nuevo con todo el color, la armonía y el resplandor que tenían bajo las grandes arañas de los salones. En una palabra, los dos amantes estaban allí en persona y por fin podían gozar del inmenso placer de tomar aquello que se desea en el mismo instante en que se desea. Hasta ahora les habían separado demasiados contratiempos para oponer el menor obstáculo a aquella voluptuosidad. Se abismaron en largos besos, mientras que desde abajo, como si de la oscuridad de un teatro se tratara, llegaban aclamaciones parecidas a las del público que ovaciona a una pareja de enamorados en el escenario, al final de una ópera.

Junto a ellos había una cama; la intimidad era completa. Pero se equivocaría quien pensara que en esa etapa de su amor podían ceder a saciar la pasión que sentían el uno por el otro. Alimentaban sabiamente la esperanza, aun cuando sus gestos denotaban plena seguridad, de obtener un día el derecho a amarse, y tenían fe en el momento en que no tuvieran que poner más límites a su arrebato.-Amor mío, amor mío -murmuraba Alix, que seguía cubriendo de besos el rostro de Jean-Baptiste-. Qué feliz soy. Te quiero. Me gustaría estar así toda la eternidad.

La joven se estremeció y se alejó ligeramente de Jean-Baptiste, tal vez por la evocación de un imposible. Clavó sus ojos profundos y empañados de lágrimas en los de su amante y le preguntó con seriedad:

– Dime, ¿cuando te vas a Vcrsalles? Y lo más importante, ¿cuándo volverás para llevarme contigo?

– Desgraciadamente… -dijo Jean-Baptiste, ladeando ligeramente la cabeza.

– ¿Qué ocurre?

– Todo es muy complicado. Tu padre no está de acuerdo con la idea de hacer un viaje a Francia y alega que son los turcos quienes se oponen. Y debo reconocer que tampoco nosotros ponemos mucho de nuestra parte. Ya has visto a Murad…

– ¿Quieres decir… que la cosa se puede ir a pique?

– No -exclamó Jean-Baptiste mientras le apretaba las manos-. Pero el asunto es más difícil y más largo de lo que creía en un principio.

Jean-Baptiste no quería confesar que la causa estaba definitivamente perdida. Tampoco sabía realmente de dónde podría surgir aún una esperanza, y sin embargo en aquel momento, ante Alix, la idea de renunciar le parecía aún más odiosa e improbable que el fracaso.

Desde el rellano de la escalinata llegaban las voces de los comensales que empezaban a abandonar todos juntos el consulado y se despedían con adioses ruidosos c interminables palabras de agradecimiento.

– Escúchame -dijo Alix-. Tenemos poco tiempo. Cuando la última carroza se ponga en marcha para llevarse a los pasa)eros, tendrás que marcharte.

Dicho esto, se fundió de nuevo en sus brazos, antes de proseguir:

– Tienes que saber que todo esto es muy urgente…

– ¿Qué quieres decir?

– Mi padre… Ah, no quería que lo supieras, es inútil complicar aún más todo esto.

– Sigue, te lo ruego.

– Hace tres días que mi padre habla sin cesar de la inminente llegada de un hombre que han enviado de Francia. Se trata de un diplomático que debe asumir un cargo consular en Rosetta o en Damietta, no sé exactamente.

– ¿Y?-Bueno, pues en vanas ocasiones mi padre ha hecho comentarios a propósito de ese hombre, aludiendo a su alto linaje, a su carrera y a su futuro, mirándome con insistencia. Todavía no me ha dicho nada, pero mi madre me ha confirmado que desde hace tiempo contempla la posibilidad de casarme. Así pues, le ha pedido a nuestro pariente, el ministro, que le envíe a alguien que sea un buen partido, un hombre de ascendencia noble… ¿Qué piensas, Poncet?

– Amor mío, yo pienso que sólo te quiero a ti, y que odio a ese desconocido. ¿Cuándo llega?

– Si no he entendido mal, en este momento debe de estar de camino.

Jean-Baptiste mudó de semblante.

– Escucha -dijo recuperándose-, tal vez este asunto se retrase un poco. Y también puede ser que ese hombre llegue antes de que yo haya conseguido el título que me permita pedirle tu mano a tu padre. Hasta entonces no aceptes nada, no te comprometas a nada. Resiste, busca cualquier pretexto, finge que estás enferma. Si es necesario, Françoise te traerá pócimas que te provocarán tos, vómitos, palidez, e incluso te causarán una verdadera enfermedad en caso necesario. Pero sobre todo no te comprometas.

– Lo único que he querido siempre, con toda mi alma, es estar contigo. No temas, conseguiré que pidas mi mano. Además, conozco a mi padre: puede negarme algo que quiera, pero no me forzará a acatar su voluntad. Si nos empeñamos los dos, encontraremos una solución y será duradera.

Abajo se oían menos voces y las últimas carrozas. Se besaron de nuevo. Todo lo que tuvieran que decirse se lo comunicarían a través de Francoise. El único mensaje que no podían encargar era aquel deleite de los sentidos, aquel diálogo de manos y bocas, aquella conversación de los cuerpos que se buscan y se responden en los murmullos del terciopelo y la seda.

Desde la oscuridad del guardarropa, Francoise dijo en voz baja que era la hora y que alguien podía subir en cualquier momento. Se despidieron con lágrimas en los ojos.

Alix oyó alejarse los últimos ruidos de pasos en la escalera de servicio, descorrió el pestillo de su habitación y se estiró lentamente en la cama, sin quitarse la ropa.Al llegar a casa, Poncct encontró al maestro Juremi sentado en la terraza, con un candil a sus pies. Bebía en un vaso licor de mandarina que había destilado en el alambique, mucho tiempo atrás, en las horas muertas.

– Vaya -dijo el protestante-, aquí llega el enamorado.

Jean-Baptiste se sentó frente a su amigo, sin pronunciar palabra.

– Oh, parece que hay malas noticias. Bebe un poco, te reconfortará.

El maestro Juremi le tendió a Poncet un vaso, pero éste lo dejó encima de la balustrada, sin tocarlo.

– Querido amigo, te estás abandonando -dijo el maestro Juremi, levantándose.

A pesar de que era tarde parecía muy despierto. Se veía que había pasado una velada muy tranquila y que esperaba a su amigo para animarse un poco. Mientras andaba a grandes zancadas por la terraza, preguntó:

– Bueno, ¿qué ocurre? ¿Ya no te quiere?

– Sí -contestó estúpidamente Poncet, con la mente en otra parte.

El maestro Juremi se aferró a esa escueta afirmación y empezó a tirar de la madeja con una voz poderosa. Le dijo a Jean-Baptiste que eso era lo esencial y que todos los obstáculos desaparecerían en el momento en que el amor fuera compartido.

– ¡Pelea! Eso es todo. Mira cómo estás.

– No vamos a ir a Versalles -dijo Jean-Baptiste con un tono afligido-. El Rey no me dará un título nobiliario y no podré casarme con ella.

– Y la noche no terminará nunca, el agua no correrá más por las fuentes, y las hienas terminarán devorándonos a todos. Vamos, vamos… Ánimo, señor pesimista.

El maestro Juremi cruzó la terraza con su andar cansino, subió a los aposentos de Poncet, descolgó dos floretes y los petos y volvió con su amigo.

– Venga, en guardia, como en los viejos tiempos. Verás cómo vuelves a tus cabales en cinco minutos.

Jean-Baptiste no tenía ningunas ganas de levantarse de la silla. El aire inmóvil a su alrededor acumulaba gota a gota el perfume que Alix había impregnado en su piel y en sus ropas. Sin embargo, en alguna parte recóndita de su corazón se sentía disgustado por haber abandonado a su amigo aquella noche, y al menos deseaba darle una pequeña alegría. Así que se levantó, se enfundó el peto de cuero y se puso en guardia. Al cabo de unos segundos, el maestro Juremi le tocó con elflorete. Volvieron a ponerse en guardia. Poncet seguía sin concentrarse, hizo algunas leves paradas de quinta y de séptima; el maestro Juremi se echó hacia atrás y le tocó de nuevo.

– ¡Venga, venga! ¿Voy a tener que atravesarte de parte a parte para que un chorro de sangre te alivie el malhumor?

El sonido metálico de los floretes excita al hombre en un lugar profundo donde dormita el ardor guerrero; no se conoce a nadie a quien los primeros cosquilieos de los floretes no despierte, en la mente antes ocupada por otro pensamiento, un ardor de combate que tensa los músculos e ilumina la mirada. Al tercer embate, Poncet estaba allí casi por completo. El maestro Juremi volvió a tocarlo, pero esta vez sólo de refilón. Luego hubo un período de fuerzas igualadas, con muchos movimientos, imprevistos, gritos sordos y giros. Por fin, al tiempo que Jean-Baptiste tocaba a su amigo, lanzó un grito terrible:

– ¡Los jesuítas!

El maestro Juremi se quedó quieto, bajó el florete y miró extrañado a su alrededor.

– ¿Qué dices de los jesuítas? ¿Dónde?

Jcan-Baptiste se alejó y fue a sentarse en la barandilla, y mientras acompasaba el pensamiento con la mano que sujetaba el arma, empezó a trazar con el florete en el aire algo así como las letras de una proclama.

– Los je-su-i-tas. ¡Los jesuítas! Eso es -dijo-. Sólo ellos pueden arreglar esta cuestión.

– ¿Pero se puede saber de qué diablos estás hablando?

– Del viaje a Versalles. Créeme, son los únicos. No sé cómo no se me habrá ocurrido antes. Claro, son los únicos que pueden doblegar al cónsul y conseguir acercarnos hasta el Rey, puesto que son ellos quienes han transmitido sus órdenes. No debemos menospreciar el poder de esos curas por el hecho de haber aprendido a desconfiar de ellos.

– Pero olvidas que prometimos solemnemente que los jesuítas no volverían a Abisinia -dijo el maestro Juremi con expresión grave-. Si queremos ir a Versalles es para que el Rey oiga una versión totalmente opuesta a la de esos curas. No son las personas más adecuadas para que nos acompañen.

– Tienes razón. Pero si no transigimos, no podremos ir a Versalles de ninguna de las maneras, y los jesuítas seguirán haciendo valer su opinión en la corte.

– Vale más que la hagan valer solos que con la ayuda de nuestro testimonio.-¡No! -dijo Poncet-. Piensa. Si nos aliamos con ellos para ir a Versalles, no será para ofrecerles nuestro apoyo sino para contradecirles solemnemente cuando estemos ante el Rey. Se trata de utilizarlos. Nada más.

– Aún no piensas como ellos, pero por lo que veo ya has asimilado sus métodos.

– ¿Acaso no peleas tú con las mismas armas que el adversario que tienes delante? No me digas que si te ataco con la espada te vas a defender con una cuchara…

– Adoptar los defectos de los adversarios significa concederles la victoria.

– Entonces habrá que conservar intacta nuestra pureza y morir.

– Sí, es preferible morir que traicionarse a sí mismo -dijo el maestro Juremi desde lo alto de su mole-, pero se puede ser puro y vencer.

– Nos estamos alejando del tema -dijo Jcan-Baptiste malhumorado-. Sólo se trata de saber cómo podremos hacer llegar a Versalles el mensaje del Negus. Ésa es la cuestión, la cuestión que interesa. Y yo te digo que sólo los jesuítas pueden hacer realidad ese milagro.

El maestro Juremi se dio la vuelta, avanzó tres pasos hacia la pared y saltó de nuevo hacia su amigo.


– Jean-Baptiste, estás confundiendo las cosas. Sólo esperas hacer ese viaje por tu propio interés. Y ahí estás, a punto de traicionar tu palabra con tal de satisfacer unos deseos egoístas.

– No te consiento… -exclamó Poncet mientras golpeaba los barrotes de hierro de la barandilla con la empuñadura de su espada.

– ¿Acaso me equivoco? -dijo el maestro Juremi, que seguía en la linde de las sombras.

– Tienes razón y te equivocas. Sí, quiero defender mi causa en Versalles. Y no traicionaré al Rey de los abisinios. No abordaré las dos misiones con la misma energía, pero conseguiré culminar las dos.

El maestro Juremi dio un paso atrás para seguir oculto en la oscuridad. Poncet sabía bien qué preludiaba aquella desaparición.

– Déjame hacer a mí -dijo Jean-Baptiste con voz serena-. Sólo te pido que seas neutral y que confíes en mí. Sólo yo hablaré con los jesuítas, sólo yo asumiré el riesgo de que jueguen con nuestras cartas, y al final sólo será mía también la responsabilidad de desacreditarlos ante el Rey.

– En mi religión -dijo la voz del maestro Juremi, que salía de la noche-, sólo se predica con el ejemplo. No voy a intentar convencerte por la fuerza, m siquiera por el método de la persuasión. No pienso ir a ver a los jesuítas, me inspiran tanta desconfianza que no creo que puedas engañarlos. Pero no te impediré que sigas tu camino… Espero que consigas tu objetivo.

Jean-Baptiste, contento con su idea y satisfecho de ver que su amigo no se oponía, avanzó hasta el maestro Juremi, que también dio un paso. Ambos tomaron los vasos y brindaron por su cordial desacuerdo bajo la mirada de Vega y las aprobaciones ruidosas de los perros de El Cairo.


Murad tenía un fuerte dolor de cabeza que había achacado a la comida del consulado, aunque más bien se debía a la bebida pues había probado de todo y en cantidades considerables. Tampoco había tenido reparos en tomar mezclas que habían escandalizado a sus vecinos, como champán, vino de Borgoña y absenta en un vaso…

Para colmo de males, al día siguiente por la mañana, el esclavo etíope que le rasuraba el cráneo diariamente con un vidrio de botella -puesto que Murad aborrecía el metal de las navajas de afeitar- le había cortado, y bajo su turbante asomaba una gota de sangre seca. Hacia las nueve recibió a Poncet. Este le anunció que había enviado a alguien en busca del representante de los jesuítas y que el cura no tardaría mucho en aparecer. Murad, que se había aprendido bien las lecciones del Emperador, se indignó al principio, pero cuando Poncet le expuso su plan, se tranquilizó y continuó lamentándose de su estómago.

El padre Plantain llegó un poco antes de la hora fijada. Se plantó ante Murad y Poncet, y a una señal del embajador se sentó en una alfombra dispuesta en el suelo con la gracia de un toro que se derrumba con el primer golpe de rejón. Murad tuvo la cortesía de ofrecerle café y pasteles, que fueron llevados en procesión por los tres esclavos etíopes.

En cuanto los vio, el padre Plantain se reincorporó de rodillas.

– ¡Dios mío ¡Qué hermosos son! -exclamó.

En primer lugar caminaba el de más edad, con su pie zopo; detrás de él iba el mayor de los niños, bizqueando horrorosamente, y después el otro que no tenía pelo por culpa de una tiña que le dejaba al descubierto hasta los sesos.

– ¿Usted cree? -preguntó Murad, mirando al triste cortejo.

– Veo sus almas -dijo el clérigo con los ojos húmedos.

En efecto, consideraba a aquellos tres personajes con esa mezcla de respeto y beatitud con que los campesinos aseguran que la Virgen les ha dado una prueba de su amistad y se les ha aparecido en una gruta.-Pues bien -dijo Poncet-, mire usted qué afortunada deferencia de parte del Negus: estos tres servidores son parte de los presentes destinados al rey Luis XIV.

El padre Plantain no les quitó los ojos de encima a los abisinios hasta que no se dieron la vuelta y se fueron renqueando a la cocina.

– Acaba de decirme -prosiguió cuando los esclavos hubieron salido- que son algunos de los regalos que el Emperador ha destinado al Rey. ¿Acaso hay más?

– Ciertamente, padre -respondió Jean-Baptiste-, y más valiosos aún.

El jesuíta no podía imaginarse qué presente podía superar el que acababa de ver. Poncet se metió lentamente la mano en el bolsillo, con el ánimo de incitar su curiosidad, y sacó una carta.

– Afortunadamente, este mensaje ha escapado a la policía del pacha -dijo.

– ¡Un mensaje! ¿Un mensaje del Emperador?

– Escrito por su escribano al dictado y autentificado por su sello.

Murad seguía la conversación de los dos hombres. No obstante, al oír a Poncet hablar de una carta del Negus, giró la cabeza con tanta rapidez que le volvió la migraña. Apenas tuvo el tiempo justo de reparar en un guiño de complicidad del boticario y luego se estiró en los cojines, tras pedirle al padre Plantain que le excusara. El cura tendía ya la mano hacia Poncet para coger la carta.

– Por desgracia -dijo éste guardándose otra vez la carta en el bolsillo-, el Rey ha dado instrucciones expresas de que transmitiéramos este mensaje a Luis XIV en persona. Pase que hayan abierto el otro pliego, puesto que sólo era una acreditación, pero éste no se abrirá. He dado mi palabra.

– Y… ¿qué dice? -preguntó el jesuíta sin poder contener su curiosidad.

– Padre, tanto si es un mensaje como si se trata de una carta, es todo uno y es para el Rey.

– Sí, pero al margen de los detalles, ¿qué ánimo refleja?

– Muy confortante. Es todo cuanto puedo decirle. El Negus presenta sus respetos al Rey de Francia y muestra una excelente disposición con respecto a todos los asuntos concernientes a la religión.

– Muy bien, muy bien -dijo el jesuíta-… ¿Y admite las dos naturalezas de Cristo?

Poncet encarcó las cejas con el semblante de quien sabe mucho al respecto pero no puede decir nada, aunque no tiene razones para inquietarse. El padre Plantain hizo una mueca de satisfacción para dar a entender que había comprendido.

– ¿Y los demás presentes? -preguntó.

– Están aquí: oro, algalia, especias, cinturones de seda y el contenido de una caja que sólo podemos abrir en presencia del Rey.

– ¡Excelente! ¡Excelente! Su misión es todo un éxito.

– El padre De Brévedent, desgraciadamente, no ha podido asistir a su culminación. Pero, créame, hemos sido fieles a su memoria y esta misión sólo habría sido más fructífera si él estuviera aquí.

– Comprendo. Nadie habría podido cumplir mejor las órdenes que ha transmitido el padre De La Chaise. Es absolutamente necesario que usted informe al Rey de estos magníficos resultados.

– Eso creo yo también -dijo Poncet, inclinando la cabeza-. Pero desgraciadamente usted sabe que es imposible.

– Sí, los turcos…

– Los turcos tienen manga ancha, padre.

– ¿Qué quiere decir?

Poncet volvió a llamar a los esclavos con una palmada, que llenaron de nuevo las tazas. Deseaba sobre todo verlos desfilar una vez más ante el jesuíta para terminar de ponerlo a punto. En cuanto se hubieron ido, el padre Plantain continuó con sus preguntas.

– Me hablaba de los turcos -dijo un poco distraído.

– No, padre, quien hablaba de ellos era usted. Yo sólo le hacía partícipe de mis dudas.

– ¿Qué insinúa? ¿No irá a creer que el pacha le vaya a prohibir viajar a Francia?

– No conozco a Mehmet-Bey -dijo Poncet-, pero su antecesor estuvo mucho tiempo bajo mis cuidados. Por muy fanáticos que puedan ser, y parece que éste es de cuidado, los otomanos no rebasan ciertos límites con nosotros.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que un turco no se aventuraría nunca a mandar registrar una casa en la colonia, a menos que el cónsul estuviera de acuerdo.

– Piensa usted que…

– Que el turco y el señor De Maillet han hecho una curiosa alianza contra nosotros en este asunto.

Al principio el jesuíta se quedó estupefacto, como si el tufo de una confabulación le estuviera llegando a la nariz. Adoptó una expresión aún más obstinada, con los ojos fijos en el fondo de su caverna de párpados y hueso, y murmuró con la boca apretada:

– Su acusación es extremadamente grave, señor Poncet, porque parece indicar que se quiere contrariar la voluntad del Rey.

– A mi parecer, padre, usted piensa que el Rey sólo tiene una voluntad. No obstante, siempre cabe temer que a su alrededor se expresen más: quienes se conforman con un ideal moral podrían enarbolar una, y quienes quieren manipular su política, podrían tener otra.

El padre Plantain se sumió en sus pensamientos.

– Compréndame -dijo Poncet-. Obedecimos las órdenes que nos transmitió el padre Versau y hemos satisfecho escrupulosamente las expectativas que el Rey esperaba de nosotros. Para no romper los lazos que hemos establecido, es de la mayor importancia que le demos cuenta de nuestros progresos y que el embajador del Negus pueda afirmar que su mensaje ha sido transmitido a Luis XIV, y que luego regrese con una respuesta. Pero esto va ciertamente en contra de los intereses de quienes prefieren una alianza con los turcos a que Francia cumpla con su gran destino cristiano.

El jesuíta se incorporó laboriosamente.

– Pronto habré sacado algo en claro de todo esto -dijo.

Se despidió de Poncet, le encomendó que no despertara a Murad, que roncaba desde hacía unos minutos, y se fue a buen paso con el semblante radiante de quien se apresta a caer en el pecado para combatirlo.

9

Poncet no oyó hablar de nada más durante tres días, tres largos días en los que no sintió el menor deseo de salir, a sabiendas de que quienes se disputaban su compañía habían puesto centinelas en todas partes. Era la estación cálida y el viento arrastraba los miasmas de la desembocadura del Nilo. Poncet mandó decir que estaba enfermo, y finalmente así fue. La fiebre le recorrió todo su cuerpo y de vez en cuando sentía punzadas de dolor en las rodillas y los codos. A esto había que añadir una flojera que le obligaba a estar toda la jornada en la hamaca, perdido en unos sueños cuyo hilo no podía seguir y de los que sólo recordaba que eran tristes. Françoise, que iba a visitar al medico todos los días, le dijo riendo que estaba enfermo de amor; él no se negaba a creerlo, pero eso tampoco le hacía mejorar. El segundo día, Francoise le llevó una nota de Alix, que él leyó y releyó cien veces, aunque no decía mucho: palabras tiernas y muy poco comprometedoras, no fueran a caer en malas manos. Sin embargo eran palabras escritas por su amada. Miraba las líneas que se desdibujaban, y en esos arabescos sin sentido reconocía el gesto, la mano que las habían consumado y al final todo el cuerpo de quien había guiado aquellos dedos. El tercer día recibió otra nota, con más palabras tiernas. Y Alix intercaló un pequeño inciso que seguramente le habría costado algún esfuerzo, pues era ajeno al marco de su amor, que tanto les ocupaba.

No sé si te has dado cuenta pero nuestra querida Françoise se abrasa en una pasión que no sabe cómo expresar. Está enamorada de tu amigo Juremi. Debo decir que tu compañero tiene una apariencia tan temible que comprendo su vacilación. Pero tú que lo conoces bien, tal vez puedas sonsacarle un poco…

El maestro Juremi, de quien todo el mundo ignoraba que había estado en Abisinia, iba y venía libremente por la colonia y por la ciudad. Atendía algunas consultas pero no se ocupaba de las curas médicas propiamente dichas. No obstante, los clientes de Poncet le suplicaban que reanudara los tratamientos de antes. El protestante llevaba pasta de azufaifa a los acatarrados y calomelanos a los enfermos con desarreglos intestinales. También iba a vigilar a Murad, que afortunadamente parecía decidido a mantenerse tranquilo.

Cuando volvió el maestro Juremi, la tercera noche, Jean-Baptiste retuvo a su amigo a su lado. Con un corazón tan hosco como el suyo, había que ser muy sutil. Pero aparentemente la enfermedad otorga derecho a la melancolía y Poncet se sirvió de ese tono nostálgico para entablar con su amigo un diálogo sobre el pasado. A pesar de los largos años de amistad y de los viajes, Jean-Baptiste sabía muy poco del maestro Juremi.

– ¿No me contaste un día que estuviste casado? -le preguntó Jean-Baptiste, aprovechando un recuerdo para desviar la conversación.

– Sí-dijo con tono taciturno el maestro Juremi.

– ¿Y todavía estás unido a ella?

– Tal vez sí.

– ¿Cómo? ¿No lo sabes?

El protestante era poco amante de las confidencias, así que Jean-Baptiste insistió.

– En cualquier caso, es poco común estar casado sin saberlo.

– Admito que es verdad, pero la vida…

– Qué, ¿no quieres contarme nada? Eso me distraerá, y te aseguro que me hace mucha falta.

– Es una historia muy trivial, y me temo que no te va a proporcionar la alegría que estás buscando. Como ya sabes, mi padre trabajaba de herrero cerca de Uzès. Nuestra familia tenía raíces italianas y un buen día, en el siglo pasado, se convirtieron a la religión reformada. Esa cuestión no me preocupó hasta los dieciocho años. Sólo había protestantes a nuestro alrededor. Yo aprendí el oficio de mi padre, y él pensaba contar conmigo para el trabajo. A los veinticinco años me casé con una muchacha de la comarca. Se llamaba Marine. No te puedes imaginar cómo eran aquellos tiempos. ¡Ya hace veinticinco años de eso! En nuestra patria chica, la gente se quería y ayudaba, y aprovechábamos el menor pretexto para celebrar fiestas, a pesar de que no teníamos gran cosa. Hay que decir que a los protestantes les gusta reunirse, tal vez porque no son muy numerosos y porque les infunde seguridad verse todos juntos. La mañana que nos casamos hubo un festejo muy hermoso a la salida del templo con vino, violines… Pero ocho días más tarde, el Rey revocaba el edicto de tolerancia. Todos presentíamos que se estaba gestando algo terrible. Louvois había enviado a sus dragones, que estaban de guarnición. Los nuestros celebraron una asamblea en la montaña y acudió aún más gente que a mi boda, una semana antes. Llegaron todos los cabezas de familia con pieles de cordero a la espalda, grandes sombreros negros y la Biblia en la mano. Allí se decidió que si las cosas iban mal, los hombres mayores de veinticinco años y menores de treinta y cinco se marcharían al extranjero.

– ¿Te fuiste ocho días después de la boda?

– Nueve exactamente. Date cuenta de que aquella decisión no se tomó con el ánimo de apiadarse de nadie. La comunidad no quería proteger a los débiles sino al revés, esto es, salvaguardar nuestras fuerzas frente al enemigo. Por eso dejamos allí a las mujeres, los niños y los ancianos, y sólo se salvaron los hombres jóvenes aptos para combatir. Así pues atravesé a escondidas las montañas de El Causse, luego Aquitania, donde trabajé en barcos de pesca, y finalmente me dirigí hacia el norte hasta las Provincias Unidas, a las tierras del Stadhouter Guillermo. Luché con sus ejércitos en Inglaterra; luego volví a las tierras del Emperador, y tú me conociste cuando era maestro de armas en Venecia.

– ¿Y tu mujer?

– No sé qué ha sido de ella -dijo el protestante con la mirada baja.

– ¿La querías?

– Es mi mujer.

– Sólo fueron nueve días -dijo Poncct.

– Pero un juramento ante Dios es para toda la eternidad…

– ¿Y si está muerta?

– Entonces soy libre.

– Nunca has estado tentado de…

– Por supuesto que he estado tentado -dijo el maestro Juremi sacudiendo la cabeza-. Desde luego que he sucumbido a menudo ante la llamada de la carne. Pero tener una mujer es diferente. Los protestantes no tenemos las ventajas de la confesión católica. Y en este sentido, nunca he claudicado.

– ¿Cómo se llamaba tu pueblo, en el Gard?

– Soubeyran.

No hablaron más. Por la noche, Poncet preparó una nota paraAlix, donde le confiaba que tal vez el maestro Juremi no estuviera libre, aunque si fuera a Francia podría ocuparse de esa cuestión y comprobarlo. También le aconsejaba que no dijera nada a Françoise.


El cuarto día, el padre Plantain se hizo anunciar en la residencia del cónsul tras concluir con su investigación.

– Excelencia -dijo el jesuíta con un tono más militar que nunca-, esta mañana he recibido noticias urgentes de Constantinopla.

El señor De Maillet lo miró con atención.

– Creo que usted conoce al padre Versau -prosiguió el cura.

– Pasó por aquí el año pasado.

– Después de haber sobrevivido a vanas desgracias, un naufragio, etcétera.

– Me acuerdo muy bien.

– Entonces se acordará también de que fue él quien recibió instrucciones para transmitirle la voluntad del Rey con respecto a la misión de Abisinia.

– Ciertamente.

– En fin, le he informado del regreso de tal embajada.

– Hace un momento ha empleado usted la palabra adecuada: más vale hablar de misión.

– Como prefiera, pero eso no cambia nada la situación. Mi carta salió en un correo urgente poco después de que el pachá mandara registrar la residencia del emisario del Negus. Desde luego también le he informado de ese incidente, y también le he contado que ese turco ha prohibido al embajador viajar a Versalles.

– ¿Y bien? -dijo el señor De Maillet, que ya empezaba a palidecer.

– El padre Versau acaba de responderme y está indignado. Aunque de entrada me esforcé por plantearle la cuestión del modo más anodino, está que echa las muelas. Dice que el pachá no tenía ningún derecho a intervenir, y menos aún a oponerse al viaje a Francia de Su Excelencia Murad y del señor Poncet. La voluntad del Rey auspició la misión enviada a Abisinia, y esta misma voluntad obliga a llevar la respuesta del Negus a Luis XIV.

El cónsul trituraba nerviosamente un rizo que le pendía en la nuca.

– Así pues -dijo el jesuíta con un tono sentencioso-, el padre Versau me exige todos los pormenores de este asunto para redactar un informe de protesta dirigido al señor De Fernol, que es, creo…-Sí, sí, el embajador de Francia en la corte del Gran Turco.

El señor De Ferriol era el superior directo del señor De Maillet y tenía autoridad en todos los consulados de las escalas de Levante.

– Pero ¿qué objeto tiene tal informe? -preguntó el cónsul.

– Como usted sabe, el padre Versau tiene una gran influencia sobre el embajador, y no le resultará difícil convencerlo de que aparte al Sultán de este asunto. Cuando uno de esos pachás se toma la autoridad por su mano y se sobrepasa en el ejercicio de sus derechos, el Gran Señor designa a un kiaya, que se persona en el lugar de los hechos, hace una investigación y dictamina las sanciones. Esos gobiernos turcos no tienen por qué comportarse como sátrapas. Si abusan de su poder, reciben su castigo.

El señor De Maillet, que se las veía venir, adivinó enseguida que esas palabras podían causarle muchos problemas en muy poco tiempo.

– No, no -exclamó-, no es necesario que el padre Versau se moleste…

– ¿Cómo? ¡Pretende consentir que esos turcos hagan oídos sordos a los compromisos que los vinculan a nosotros desde hace más de un siglo! De seguir por ese camino, dentro de nada las capitulaciones quedarán invalidadas y los cristianos de ese país serán víctimas de una sangrienta persecución.

– Tiene usted razón, padre, pero se trata de un asunto local y es aquí donde debemos encontrar una solución. No hace falta que Constantinopla se inmiscuya en todo esto.

– Desgraciadamente ya está hecho -dijo el padre Plantain con arrogancia-, y me atrevería a decir que es mejor así porque me parece que ese pachá sólo comprende el idioma de la autoridad.

– Es que usted le conoce poco.

– Afortunadamente para mí…

– Desde luego es un turco, y además un soldado. Sin duda es un poco violento y pierde los estribos. Pero también sabe entrar en razón.

– Tanto mejor, así oirá las razones del Sultán.

– Oiga -dijo el señor De Maillet levantándose-, permítame intentar un arreglo. No le escriba todavía al padre Versau. Yo mismo presentaré una protesta al pachá.

– Entonces iremos juntos.

– ¿Juntos?

– Sí, puesto que yo represento al querellante. Esta misión ha sido confiada a nuestra orden y ese turco nos impide cumplirla.-Pero ya sabe que es muy musulmán. No mostrará la misma benevolencia si voy solo que si voy en su compañía.

– Entonces habrá que tratar con el Sultán, que no está en contra de nosotros. Además, la carta está terminada. Sólo me resta agregar ciertos detalles que usted me proporcionará. Saldrá mañana mismo.

El señor De Maillet sudaba a mares. No veía ninguna salida y, como el hombre que se ve en el trance de escoger entre dos males a cual peor, se decantó por el que le parecía más llevadero.

– Bueno -dijo-, pues vayamos al palacio del pachá.

– En ese caso tenemos que ir inmediatamente porque el correo con destino a Constantinopla no puede esperar.

El cónsul acató esta nueva exigencia y mandó hacerse anunciar en la ciudadela. El guardia volvió al cabo de una media hora diciendo que serían recibidos en audiencia cuando llegaran. El señor De Maillet, el padre Plantain y el señor Macé -a título de intérprete- emprendieron camino en la carroza del cónsul. El jesuíta estaba muy impaciente, aunque procuraba disimular. Por su parte, el cónsul miraba a través de la ventanilla, mordiéndose el puño de encaje.

En cuanto entró la delegación, Mehmed-Bey se percató de que el asunto era serio. No se demoró en demasiadas zalemas y rogó al cónsul que le expusiera los motivos de su visita.

– Pues bien -dijo el señor De Maillet, visiblemente molesto y con una voz que intentaba ser conciliadora y firme a la vez, aunque sonó más bien vacilante y falsa-, he venido para presentar una protesta ante Vuestra Excelencia.

Mehmet-Bey no se inmutó. Miró al jesuita y luego al cónsul, presintiendo algún enojoso revés de una alianza de la que ya se había arrepentido. El señor Macé tradujo y el cónsul continuó:

– Por los tratados que han firmado nuestras potencias, la protección de los cristianos es una cuestión que incumbe al Rey de Francia.

El pachá abría y entornaba los párpados lentamente, como una pantera.

– Por lo tanto, usted no puede violar el domicilio de ninguno de ellos, a menos que haya hablado antes con el cónsul de Francia, y tampoco puede limitar los movimientos de nadie que desee ejercer el derecho a personarse ante su protector el Rey de Francia.

Una vez dicho esto, el señor De Maillet cerró los ojos como si de esa forma pudiera zafarse de la onda expansiva del polvorín que acababa de hacer estallar.-¿De qué me está hablando? -dijo por fin el pachá, malhumorado.

– De ese armenio que llegó de Abisima con un médico franco de la colonia.

– ¿Y qué tienen que ver ésos con este hombre? -preguntó el pachá, señalando al padre Plantain.

Por el rostro del cónsul corrían grandes gotas de sudor y hasta tenía la impresión de que iba a desmayarse. Allí, de pie, en medio de aquella enorme sala, las paredes daban vueltas a su alrededor peligrosamente.

– Nada -dijo-. El padre Plantain partirá en breve hacia Constantinopla e informará de esta audiencia a nuestro embajador, en caso de que no dé los resultados que esperamos.

Mehmet-Bey apoyó las manos en los cojines que le rodeaban, como si quisiera arrellanarse mejor en su asiento.

– No entiendo nada de los asuntos de los francos -dijo-. ¿Qué quiere saber que usted no sepa ya? Sólo me apropié de esas cartas porque usted me lo pidió, para luego entregárselas. En cuanto a ese armenio, es libre. Lléveselo a donde quiera, es un cristiano y no me importa su suerte. Pero por mi parte le hago una advertencia: si usted tiene algo que decir en Constantinopla, es posible que también yo ponga mi granito de arena. Me parece que sus religiosos son muy numerosos y muy activos en una ciudad donde hay que servir a tan pocos católicos. Sabemos que utilizan su tiempo en urdir confabulaciones, y es posible que el Sultán tenga mucho interés en conocer más detalles al respecto. ¿Soy suficientemente explícito?

– Su Excelencia nos ha convencido por completo -dijo el señor De Maillet, que dobló la cabeza con tanta cortesía como pudo, para no tener que inclinarse hacia delante.

Los tres hombres se retiraron.

De regreso, el embarazoso silencio que reinaba en la carroza contrastaba con el bullicio de las calles. El cónsul había hecho aquella diligencia con la peregrina esperanza de que, guiado por su mutua complicidad, el pachá siguiera la comedia hasta el final y dejara el asunto en sus manos. El juego ciertamente era arriesgado y había perdido. El padre Plantain, por su parte, acababa de obtener la prueba que corroboraba las conclusiones de su investigación: el diplomático era el único responsable de aquel tejemaneje. El cura hacía un gran esfuerzo para aparentar que estaba furioso, pero en realidad, no cabía en sí de alegría porque el señor De Maillet ya no podía negarle nada. El cura había pagado su victoria con una reprimenda del pachá, pero eso le importaba poco. Cuando llegaron al consulado, el señor De Maillet cerró las puertas de su despacho detrás de ellos, se sentó, se quitó la peluca sin pedir excusas al cura y dijo:

– Admito que le debo una explicación. En efecto, no es el pachá quien se opone al viaje del señor Murad, sino el propio ministro, el señor De Pontchartrain. Aquí guardo la prueba indiscutible.

Golpeó con un dedo su escritorio.

– ¿Razones políticas, acaso? -preguntó el jesuíta.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó el cónsul con el tono de voz propio del preceptor que corrige siempre la misma falta a su alumno-. No se trata de política, sino de sentido común, padre; incluso me atrevería a decir de modales. ¿Se ha detenido usted a observar a ese Murad? Se comporta como el faquín más indeseable, atenta contra el pudor de las damas, se emborracha en la mesa, se limpia las manos con las colgaduras. Sinceramente, padre, ¿se imagina por un momento a alguien así en Versalles? ¿Se lo imagina ante el Rey?

El cónsul señaló el retrato que coronaba su cabeza.

– El Rey de la corte más refinada de la tierra. No. Hay que ser razonable, y el ministro ha sido muy claro: juzgue a la persona en cuestión y mire a ver si es posible. Bien, pues yo le digo que no es posible.

– Entonces se trata sólo de la persona. ¿No está en contra del principio en sí?

– No.

– En ese caso, Poncet y yo iremos a Versalles.

El cónsul reflexionó un instante, mientras miraba al padre Plantain. Estaba contrariado porque se veía venir que los jesuitas se inmiscuirían otra vez en el asunto y que podrían poner en peligro su propia iniciativa, ejerciendo su influencia sobre el Rey. La cuestión era no obstante un mal menor, en comparación con la cizaña que podrían sembrar en Constantinopla. Además el cónsul tenía la esperanza de poner en marcha su propia empresa antes de que el jesuita y Poncet volvieran de Francia.

– Es una excelente idea -dijo al fin el señor De Maillet-. Fléhaut, mi canciller, los acompañará.

– ¿Y usted ejercerá su influencia sobre el pachá para que los tres abisinios puedan embarcarse?

– Le doy mi palabra.

– Vamos -dijo el jesuita-, hay que redactar esto ahora, si quiere que en Versalles se enteren de nuestra llegada. El correo que parte mañana para Constantinopla entregará el despacho en Alejandría, y llegará a Marsella con la galera real del 30, y a París a comienzos del mes que viene.

– De acuerdo, pero queda claro que cambien debe escribir al padre Versau para decirle que no emprenda ninguna diligencia y que todo se ha solucionado aquí.

– Excelencia, le escribiré ahora mismo.

Aquello se parecía a un tratado. Era la diplomacia, y el cónsul sintió en su fuero interno que estaba desempeñando nuevamente su oficio, después de aquellas de negociaciones que olían tanto a transacción comercial. Y a pesar de la derrota, respiró.

10

No es extraño que los hombres hayan visto en el cielo una supuesta guía de sus destinos pues en la actividad de los astros hay movimientos tan súbitos y regulares que ese vaivén se asemeja al devenir de las acciones humanas. Una vez desenmascarado el cónsul, todo cambió completamente, como en ese momento de la noche en que Pegaso se abisma por un lado mientras por el otro se elevan Orion, las pléyades y su cortejo.

Jean-Baptiste se curó instantáneamente de la enfermedad que no tenía y se afanó en preparar el viaje, cuya partida se había fijado para cuatro días más tarde. En muy poco tiempo todo estuvo arreglado: Murad se quedaría en la Casa de los Venecianos, y el consulado seguiría costeando sus exiguos gastos hasta que los emisarios estuvieran de regreso. Luego, en su momento, le sugerirían que volviera a Etiopía, tal vez con una respuesta del Rey de Francia.

Hicieron el recuento de los presentes que se iban a llevar a Versalles. AI abandonar Gondar, los viajeros tenían la sensación de estar muy bien equipados y ser ricos. Pero lamentablemente los gastos del viaje, la rapacidad de las aduanas turcas y la circunstancia de que algunos productos alimenticios estaban ya corrompidos mermaron considerablemente su fortuna. Además de las joyas que les había regalado el Emperador, Poncet y su socio poseían una bolsa de oro cada uno. Jcan-Baptiste, que pensaba poner todo su empeño con tal de que el viaje a Francia fuera un éxito, estaba dispuesto en caso de necesidad a incluir su propia bolsa entre los presentes destinados al Rey, si el resto no bastaba. El equipaje de Murad era muy parco. Ciertamente estaban los tres abisinios. A Poncet le entusiasmaba muy poco la idea de llevárselos, pues era demasiado consciente de que los musulmanes estarían al acecho. Pero el jesuita tenía mucha fe y había que reconocer que los demás presentes eran muy pobres y no ofrecían una digna compensación. Estos se reducían a dos kilos de algalia, pero como es muy maloliente les aconsejaron que la cambiaran por tabaco, de forma que salieron perdiendo en el trueque. Había también un cinturón de seda bordado con hilo de oro. En Gondar, encima de las togas de muselina blanca, la prenda habría despertado admiración. Pero en El Cairo, y más aún en Versalles, cabía temer que para los gustos europeos aquello fuera poco más que un guiñapo. Por lo demás, todas las bestias, yeguas y elefantes habían muerto en ruta. Sólo quedaba la caja con las orejas del paquidermo. Poncet quiso que Murad le asegurara que se habían embalado convenientemente, y éste se lo garantizó con la mano en el corazón. A sabiendas del uso inicial que quería darle a aquellas orejas, el descuartizador prácticamente las había confitado. Así que volverían a salir de la caja con la liviandad propia del ser vivo.

Tras una tempestuosa entrevista cara a cara con el pachá, donde tuvo que dar embarazosas explicaciones y volver a pedir las más humillantes excusas, el cónsul comunicó al padre Plantain que había obtenido las autorizaciones necesarias para embarcar a los abisinios. Sólo había que proceder con cautela para que los muftís de Alejandría no se enteraran, una eventualidad que podía ser un riesgo puesto que aquellos fanáticos no dejaban marchar a los africanos a tierras cristianas.

Llegó la hora de los adioses. El señor De Maillet, como un buen perdedor, invitó a cenar a los tres viajeros en el consulado, es decir, a Poncet, al jesuita y al canciller. Jean-Baptiste parecía haberse repuesto por completo, y el cónsul procuró mostrarse considerado con él pues podía perjudicarle en las altas esferas. Se trataba de una cena de negocios, de modo que las mujeres no fueron invitadas. Aparecieron únicamente para tomar café, que se sirvió en el saloncito de música que Jean-Baptiste había descubierto en la cena de gala. Ni el señor De Maillet ni su esposa podían sospechar el placer y la turbación que iban a regalar a los corazones de aquellos amantes, reunidos en un espacio tan reducido que se rozaron diez veces con una plausible naturalidad. Tras la insistencia de su padre, la señorita De Maillet se sentó a la espineta para tocar varias piezas. Casi todos los presentes carecían de la disposición de ánimo adecuada para deleitarse con el sonido de las cuerdas punteadas, pero los jóvenes que pronto iban a separarse la tenían sobradamente. Igual que el ácido vertido en una lámina de cobre la traspasa en ciertas zonas y deja otras intactas por el efecto de la cera que la cubre, las notas de la espineta no perturbaron en modo alguno la conversación del jesuita y el señor De Maillet, la obsequiosa atención del señor Macé ni la tímida vanidad de Fléhaut, pero atravesaron como punzadas los corazones mórbidos de Alix, y Jean-Baptiste, a quienes un verdugo no habría podido someterles a un tormento más invisible ni más refinado.

Aunque consiguieron dominar sus emociones, salieron del trance con tal deseo mutuo que estuvieron a punto de cometer una grave imprudencia.

Apenas hubo llegado a la casa, Poncet vio llegar a Françoise sudando. Esta le dijo que Alix esperaría en el jardín poco después de medianoche, como la primera vez. Aquella noche había luna. El joven objetó que el peligro era mucho mayor, porque se podía ver en la oscuridad, pero Françoise le dijo que eso ya se sabía. Jean-Baptiste se preguntó si el coraje consistía en renunciar por los dos en nombre de la seguridad, o en escoger la audacia y el placer. En un amor tan contrariado como el suyo, un propósito razonable sólo podía interpretarse como un indicio de indiferencia o de tibieza. Jean-Baptiste no pretendía dar esa impresión y respondió que acudiría a la cita.

A la hora convenida, escondido ya en el jardincillo, vio venir de lejos a las dos mujeres caminando a paso apresurado, y tal vez demasiado iluminadas por la luz de luna. En el momento en que llegaban a la verja, Jean-Baptiste distinguió de pronto otra sombra que parecía saltar de un tronco de plátano a otro. Alix llegó junto a su amante y se abrazaron. Él la apretó contra su pecho, pero le pidió que guardara silencio. No quitaba los ojos del lugar de la oscuridad donde había visto desvanecerse la forma móvil. Ésta volvió a aparecer y dio otro salto entre dos árboles en dirección al jardín.

– Os han seguido -susurró Jean-Baptiste a Alix.

Sus palabras la dejaron helada. Françoise que esperaba en la verja, también había visto la sombra. Se había acercado a la pareja y alcanzó a oír a Jean-Baptiste.

Tal vez fuera un presentimiento, al menos no podía explicárselo de otra manera, pero lo cierto es que Jean-Baptiste había salido con un puñal al costado. Agarró el arma y trazó un plan que comunicó a las dos mujeres.

– Voy a sorprender a ese hombre, quiero saber quién es -dijo-. Vosotras huid hacia el consulado, pero procurad ocultaros y no corráis. ¿Tienes la llave de la puerta trasera?-Sí -contestó Françoise.

– En ese caso, dad un rodeo por allí, y en cuanto lleguéis, fingid que estáis profundamente dormidas. Puede que…

– ¡Vayase! -dijo Françoise-. No se preocupe de lo que pueda ocurrir.

Jean-Baptiste besó a Alix apresuradamente, pero con sumo cuidado para retener por mucho tiempo en su memoria aquel sabor, aquella dulzura y aquella mirada, pues a partir del día siguiente serían el viático para muchos meses. Luego se alejó apenado y se escabulló entre las sombras más oscuras del jardín, rodeó la verja y salió por una poterna de madera. Con mucha cautela se deslizó hasta la linde de la calle principal y se escondió también detrás del tronco de un plátano, mientras veía alejarse a toda prisa el contorno plateado de las dos mujeres por el callejón que rodeaba el consulado. Una sombra atravesó la calle antes de desaparecer de nuevo detrás de un tronco de árbol. Poncet tuvo tiempo de distinguir a un hombre de talla mediana, vestido como los francos, que al parecer no iba armado. Sabía que para sorprender a aquel indeseable tendría que ponerse al descubierto, aunque sólo fuera de espaldas, y que probablemente el hombre iba en pos de las dos mujeres que huían. Poncet remontó rápidamente dos claros entre los árboles hasta esconderse detrás del que estaba más cerca del tronco donde se había ocultado el hombre antes de cruzar. En aquel momento Poncet debía de estar situado exactamente en el ángulo opuesto a la mirada del hombre a quien iba a sorprender.

Esperó un instante antes de atravesar la calle de un salto, agarró por la cintura la silueta que había visto deslizarse en la oscuridad, delante de él, y le puso el puñal en la garganta. A decir verdad, apenas hubo lucha. En aquel forcejeo cuerpo a cuerpo en el que nadie veía a nadie, los dos contrincantes cayeron a tierra y rodaron uno encima del otro. Jean-Baptiste inmovilizó con relativa facilidad a su adversario pues éste no tenía ni fuerza ni técnica alguna para el combate y se dejó arrastrar hasta la luz con la punta del puñal aún en el cuello.

– ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Guardias, guardias, van a matarme! -empezó a vociferar el hombte que Poncet tenía a su merced.

– ¡Macé! -exclamó Jean-Baptiste.

El secretario gritó aún más fuerte. El consulado no estaba lejos. Se oyeron ruidos metálicos procedentes de algún lugar cercano a la escalinata; probablemente eran los guardias que tomaban las armas. Las ventanas se iluminaron y tres hombres salieron a la calle. Macé seguía chillando, y Poncet comprendió que si bien los primeros gritos habían sido producto del miedo, con estos últimos sólo pretendía llamar la atención para que apresaran a su adversario. Macé miraba a Jean-Baptiste mientras gritaba, y a pesar de la incómoda posición en que estaba y del puñal que tenía en el cuello, sonreía con una expresión irónica y de desdén.

«¿Crees realmente que eres tú el que me tienes a mí?», parecía preguntarle.

La guardia se acercaba corriendo, así que Jean-Baptiste soltó a su prisionero y huyó. Los tres centinelas lanzaron exclamaciones de sorpresa al descubrir a Macé, sentado en el suelo, frotándose la garganta. No obstante, les ordenó que no persiguieran a su agresor.


Aparte de aquel incidente, la noche fue tan tranquila como siempre. Sin embargo, tres personas no durmieron. Jean-Baptiste se preguntaba si Alix habría podido regresar a tiempo. Ignoraba que había llegado al consulado sin contratiempos, que se había acostado inmediatamente y que nadie había pensado siquiera en comprobar si estaba en su habitación. Alix había oído el alboroto de la refriega y los gritos de un hombre, y temía que a Jean-Baptiste le hubiera ocurrido algún percance. El señor Macé, tumbado completamente vestido en su estrecha cama de hierro, se preguntaba qué actitud debía adoptar al día siguiente. El cónsul estaría enterado de que alguien le había atacado y debería decir quién. La idea de denunciar a Poncet le satisfacía enormemente. Al fin y al cabo, si había seguido a Alix y su sirvienta era para desenmascarar las verdaderas intenciones del boticario, a partir de sus observaciones previas. Pero ¿cómo iba a justificar semejante atropello? ¿Qué motivo podía propiciar la agresión de Poncet? Sin duda, tendría que hablar de la cita. De hecho, todo estaba muy claro y aquello no afectaría personalmente al cónsul hasta que alguien le hiciera ver que su hija se precipitaba hacia el deshonor. Sí, pero ¿cómo iba a hacer una acusación tan grave sin pruebas? Ese diablo de Poncet era capaz de tergiversar el asunto para defenderse y acusarle a él, Macé, e incluso podía ponerle en un compromiso. Por otra parte, era demasiado tarde para intentar sorprender de nuevo a los amantes, pues Poncet partía para Versalles al día siguiente. Por fin, hacia las cinco de la mañana, Macé tomó una decisión y se durmió más tranquilo.

Jean-Baptiste, que tampoco había dormido mucho, se levantó de la cama al amanecer, comprobó una vez más su equipaje, sobre todo elcontenido del cofre de los remedios con el que viajaba siempre y se fue en busca del jesuita. Mientras terminaba de decir misa, Jean-Baptiste le esperó dando vueltas delante del oratorio. Después fueron al consulado para despedirse. Por encima de todo Poncet quería adelantarse a que el cónsul le convocara, y no tener que presentarse solo.

El señor De Maillet los recibió media hora después en batín y sin peluca. Les deseó buena suerte para su misión, con el semblante contrariado. Rogó al jesuita que saludara de su parte al conde de Pontchartrain si tenía el honor de que se lo presentaran, le pidió que cuidara del canciller Fléhaut, que tenía poca experiencia en los viajes, y finalmente pidió al padre Plantain que le permitiera conversar a solas con el señor Poncet.

El cónsul se levantó y se llevó al boticario tras él hasta el otro extremo del gran salón, a una esquina. La luz aún baja del sol matinal atravesaba la oscuridad polvorienta con rayos oblicuos y envolvía a los dos hombres en una especie de bruma mate, sobre el fondo carmesí de las colgaduras.

– Me han informado -dijo el cónsul casi en un murmullo- que anoche agredió a mi secretario.

– Me siguió. No lo reconocí.

– Le siguió para desenmascararle. Parece que estaba usted deshonrando a una joven.

– ¿Acaso tiene la misión de proteger las virtudes de esta colonia?

– En todo caso, tampoco es la suya comprometerlas.

El cónsul había replicado en un tono bastante alto. Miró hacia el jesuita, que no se había movido y que seguía contemplando amorosamente sus manos a diez pasos de ellos.

– Créame, si alguna familia le denuncia en su ausencia, tomaré medidas y transmitiré la sanción a Francia para que sean aplicadas.

«Bueno -pensó aliviado Jean-Baptiste-, no sabe lo más importante.» Y se inclinó respetuosamente.

– Me han dicho también -prosiguió el cónsul visiblemente molesto- que ha perdido el sentido de la sensatez hasta… hasta el punto de buscar un encuentro, una relación con… mi propia hija.

– Ah, señor cónsul, con su hija ocurre algo muy distinto.

– ¿Y qué es, si puede saberse?

Definitivamente, cada vez que partía, como si se tratara de un desafío, un juego y probablemente un despecho también, Jean-Baptiste se veía llevado a consumar ante el cónsul un gesto de insolencia y deaudacia que dedicaba a su bien amada. La primera vez, antes de abandonar El Cairo hacia Etiopía, había conseguido que cuidase de su casa. Y en esta ocasión se quedó casi pasmado al oírse decir, con el tono de cuchicheo de aquella conversación:

– Pues bien, con ella se trata simplemente de amor.

El cónsul se enderezó de golpe, como si un sicario le hubiera dado una puñalada en los ríñones.

– La amo -insistió Jean-Baptiste sin bajar los ojos-. Y tengo la debilidad de pensar que ella también…

– ¡Cállese, y quítese ahora mismo esas ideas de la cabeza! -dijo el cónsul con severidad.

– No son ideas…

– ¡Ya basta! -di|o-. Hace mucho tiempo que estoy al corriente de sus intenciones. Pero esperaba que ya hubiera renunciado a alimentar esos sueños absurdos.

– Los alimento y me nutren.

– Pues buen provecho, pero no se atreva a ir más lejos. Tengo otros proyectos para mi hija.

– Antes de proponérselos, sepa que tengo la intención de pedirlo a usted su mano.

El señor De Maillet soltó unas ruidosas carcajadas que resonaron en el gran salón, y luego continuó con ironía:

– Esto es lo que se dice una declaración en toda regla: en el vano de una ventana, diez minutos antes de salir de viaje y de la boca de un boticario.

Sonreía con ese aire de desdén compasivo que uno siente ante un payaso que ejecuta una pirueta.

– No es una declaración -dijo firmemente Jean-Baptiste-, es una advertencia. Volveré con el favor del Rey y con el rango de nobleza necesario para hacerme valer. Sólo en ese momento haré una declaración en toda regla. De lo que se trata es que de ahora hasta entonces no se adquieran otros compromisos.

Estas palabras habían sido para Jean-Baptiste un calmante, como el placer que otorgan siempre la insolencia y los gestos de revancha, pero al mismo tiempo se reprochaba haber cometido tan enorme desliz. Aquélla era una manera imperdonable de ponerse al descubierto frente a un adversario al que no había vencido todavía y a quien le ofrecía el regalo de mostrarse con toda la relajación del triunfo cuando el otro aún podía golpearle. La madurez concede el privilegio de percatarse inmediatamente de estos errores y, como esa lucidez se paga con la nostalgia de no volver a cometerlos, intensifica el ímpetu con el que se aplica a uno un castigo.

– Tendré muy en cuenta esa advertencia, puede estar seguro -dijo el señor De Maillet con una sonrisa malvada antes de invitar a su interlocutor a reunirse con el jesuíta.

Al mediodía partieron los tres en una carroza de cuatro caballos, alquilada a expensas del consulado. Detrás, en una calesa con la capota azul completamente echada para que no se les viera, iban los tres abisinios sentados en un banco, tras un viejo cochero árabe. La comitiva se detuvo ante la residencia de Murad, donde cargaron los paquetes. El armenio se despidió de Poncet con lágrimas en los ojos, aunque en realidad se alegraba bastante de no tener que hacer aquel peligroso viaje. Se había acostumbrado a la sinecura de El Cairo y estaba encantado de prolongarla.

Como siempre, el maestro Juremi y Jean-Baptiste se separaron sin más efusiones que un abrazo fraternal. Esta vez Jean-Baptiste estaba muy seguro de que el protestante no se movería de El Cairo. Era menos peligroso ir a explorar Abisinia que merodear por Versalles, en los dominios del Rey y de los jesuítas. El maestro Juremi prometió cuidar de Murad y transmitirle noticias a Alix, si podía. En el momento de subir a la carroza, Jean-Baptiste se llevó a su amigo aparte. Se quiera o no, un viaje siempre le pone a uno en las manos imprevisibles del destino, y no se habría perdonado separar a dos seres por haber querido obrar demasiado bien. Así que le dijo a su amigo:

– Trata bien a Françoise. Me parece que te ama.

Ambos eran muy poco dados a hacerse confidencias. El hombretón miró de soslayo a Jean-Baptiste, bajó los ojos y habría tenido muchas dificultades para disimular su confusión si la agitación de la partida no les hubiera devuelto a la realidad.

– ¿Pero qué hace, Poncet? Vamos con retraso -exclamó el jesuíta.

El maestro Juremi corrió de un extremo a otro para cerrar las portezuelas y se quedó allí, viendo cómo se alejaban.

Los coches pasaron ante el consulado, donde sólo apareció la señora Fléhaut, una figura delgada con un vestido de paño gris que saludó a su marido y luego se llevó las manos a la boca para contener un grito. Por segunda vez, Jean-Baptiste se alejaba lleno de confianza para acercarse a la mujer que amaba.

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