Mi padre había llegado a África en 1928, después de pasar dos años en la Guyana inglesa como médico itinerante por los ríos. Se fue a comienzos de la década de 1950, cuando el ejército consideró que había superado la edad de la jubilación y que ya no podía trabajar. Más de veinte años durante los cuales vivió en la naturaleza (una palabra que se decía entonces y que hoy ya no se usa), único médico en territorios grandes como países enteros, donde tenía a su cargo la salud de miles de personas.
El hombre con el que me encontré en 1948, cuando yo tenía ocho años, estaba desgastado, envejecido prematuramente por el clima ecuatorial, se había vuelto irritable debido a la teofilina que tomaba para luchar contra sus crisis de asma, y la soledad lo había amargado por haber vivido todos los años de la guerra apartado del mundo, sin noticias de su familia, imposibilitado de abandonar su puesto para ir a socorrer a su mujer y a sus hijos y hasta de enviarles dinero.
La mayor prueba de amor que les dio a los suyos fue cuando, en plena guerra, cruzó el desierto hasta Argelia para intentar reunirse con su mujer y sus hijos y ponerlos a salvo en África. Fue detenido antes de llegar a Argel y debió volver a Nigeria. Sólo al final de la guerra pudo ver de nuevo a su mujer y conocer a sus hijos en una breve visita de la que no conservo ningún recuerdo. Largos años de alejamiento y de silencio, durante los cuales siguió ejerciendo su oficio de médico en urgencias, sin medicamentos, sin material, mientras en todo el mundo la gente se mataba entre sí. Debía ser más que difícil, debía ser insostenible, desesperante. Nunca habló de eso. Nunca dio a entender que hubiera habido en su experiencia algo excepcional. Todo lo que pude saber de ese período es lo que me contó mi madre, o que a veces dijo en un suspiro: "Esos años de la guerra, lejos uno del otro, fue duro…". Aun así no hablaba de sí misma. Quería expresar la angustia de una mujer sola, atrapada en la guerra, sin recursos y con dos chicos pequeños. Imagino que para muchas mujeres en Francia debió ser difícil, con un marido prisionero en Alemania, o desaparecido sin dejar huellas. Por eso, sin duda, esa época terrible me ha parecido normal. Los hombres no estaban allí; a mi alrededor, sólo había mujeres y gente muy mayor. Sólo mucho tiempo después, cuando el egoísmo natural de los chicos se había borrado, comprendí: mi madre, al vivir lejos de mi padre debido a la guerra, había ejercido un heroísmo sin énfasis, no por inconciencia o resignación (aunque la fe religiosa pudo haberle sido de gran ayuda), sino por la fuerza que esa inhumanidad hacía nacer en ella.
¿Era la guerra, ese interminable silencio, lo que había hecho de mi padre un hombre pesimista y sombrío, autoritario, que habíamos aprendido a temer más que a amar? ¿Era África? Y de ser así, ¿qué África? No por cierto la que se percibe en la actualidad, en la literatura o en el cine, ruidosa, desordenada, juvenil, familiar, con sus aldeas donde reinan las matronas, los contadores de cuentos, donde a cada instante se expresa la voluntad admirable de sobrevivir en condiciones que parecerían insuperables para los habitantes de las regiones más favorecidas. Esa África, sin ninguna duda, ya existía antes de la guerra. Me imagino Douala, Port Harcourt, con las calles colmadas de vehículos, los mercados por donde corren los niños brillantes de sudor, los grupos de mujeres que hablan a la sombra de los árboles. Las grandes ciudades, Onitsha y su mercado con narraciones populares, el ruido de los barcos que empujan sus troncos por el gran río. Lagos, Ibadan, Cotonou, la mezcla de costumbres, de pueblos, de lenguas, el lado divertido, caricaturesco de la sociedad colonial, los hombres de negocio con trajes y sombreros, paraguas negros impecablemente plegados, los salones recalentados donde se abanicaban las inglesas con trajes escotados, las terrazas de los clubes en las que los agentes de la Lloyd's, de la Glynn Mills, de la Barclays, fumaban sus cigarros intercambiando palabras sobre el tiempo que hacía -oldchap, this is a tough country- y los criados con uniformes y guantes blancos que circulaban en silencio llevando cócteles en bandejas de plata.
Un día mi padre me contó cómo había decidido irse al fin del mundo al terminar sus estudios de medicina en el hospital Saint Joseph en el barrio Elephant amp; Castle, en Londres. Al ser becario del gobierno tenía que hacer un trabajo para la comunidad. Lo destinaron, entonces, al departamento de enfermedades tropicales del hospital de Southampton. Tomó el tren, bajó en Southampton y se instaló en una pensión. Como su servicio sólo empezaba tres días más tarde, paseó por la ciudad y fue a ver los barcos que partían. Al volver a la pensión lo esperaba una carta, unas palabras muy secas del jefe del hospital que decían: "Señor, todavía no he recibido su tarjeta". Mi padre hizo imprimir las famosas tarjetas (todavía tengo una), sólo su nombre, sin dirección ni título, y pidió un destino al Ministerio de las colonias. Unos días más tarde se embarcó con destino a Georgetown, en Guyana. Salvo en dos breves licencias, para su casamiento y luego para el nacimiento de sus hijos, no volvería a Europa hasta el final de su vida activa.
He tratado de imaginar lo que habría podido ser su vida (y por lo tanto la mía) si, en lugar de huir, hubiera aceptado la autoridad del jefe de clínica de Southampton; se habría instalado como médico de campo en el suburbio londinense (como mi abuelo lo había hecho en el suburbio parisiense), en Richmond, por ejemplo, o aun en Escocia (un país que siempre le gustó). No voy a hablar de los cambios que esto habría provocado en sus hijos (porque nacer aquí o allá en el fondo no tiene una importancia considerable). Sí de lo que habría cambiado en el hombre que era, que hubiera llevado una vida más formal, menos solitaria. Si hubiera curado resfríos y gripes en lugar de leprosos, palúdicos o víctimas de encefalitis letárgica. Si hubiera aprendido a tener intercambios no de manera excepcional, por medio de gestos, intérpretes, o de esa lengua elemental que era el pidgin english (nada que ver con el refinado y espiritual creóle de Mauricio), sino en la vida de todos los días, con gente llena de una trivialidad que a uno lo hace sentirse cercano, lo integra en una ciudad, en un barrio y en una comunidad.
Había elegido otra cosa. Por orgullo, sin duda, para huir de la mediocridad de la sociedad inglesa, también por gusto de la aventura. Y esta otra cosa no era gratuita. Lo hundía en otro mundo, lo llevaba hacia otra vida, lo exiliaba en el momento de la guerra, le hacía perder mujer e hijos, lo volvía, de cierta manera, ineluctablemente extranjero.
La primera vez que vi a mi padre, en Ogoja, me pareció que tenía quevedos. ¿De dónde me vino esa idea?
En esa época, los quevedos ya no eran muy comunes. Tal vez, en Niza, algunos veteranos habían conservado ese accesorio que yo imagino que sentaba perfectamente a ex oficiales rusos del ejército imperial, con bigotes y patillas, o bien a inventores arruinados que frecuentaban los bancos de empeño. ¿Por qué él? En realidad, mi padre debía llevar anteojos a la moda de los años treinta, fina montura de acero y vidrios redondos que reflejaban la luz. Los mismos que veo en los retratos de los hombres de su generación, Louis Jouvet o James Joyce (con el que, además, tenía cierto parecido). Pero un simple par de anteojos no bastaba para la imagen que conservé de ese primer encuentro, la extrañeza, la dureza de su mirada, acentuada por las dos arrugas verticales entre las cejas. Su lado inglés, mejor dicho británico, la severidad de su aspecto, la especie de armadura rígida que se había endosado de una vez para siempre.
Creo que en las primeras horas que siguieron a mi llegada a Nigeria, la larga carretera de Port Harcourt a Ogoja, bajo un aguacero, en el Ford V8 gigantesco y futurista, que no se parecía a ningún vehículo conocido, lo que me causó un shock no fue África, sino el descubrimiento de ese padre desconocido, ajeno, posiblemente peligroso. Al ridiculizarlo con los quevedos justificaba mi sentimiento. ¿Mi padre, mi verdadero padre podía llevar quevedos?
De inmediato su autoridad planteó un problema.
Desembarco en Accra (Ghana)
Mi hermano y yo habíamos vivido en una especie de paraíso anárquico casi desprovisto de disciplina. La poca autoridad con la que nos enfrentábamos provenía de mi abuela, una anciana señora generosa y refinada, que estaba fundamentalmente en contra de cualquier castigo corporal a los niños ya que prefería la razón y la dulzura. Mi abuelo materno, en su juventud, en Mauricio, había recibido principios más estrictos, pero sus muchos años, el amor que le tenía a mi abuela y esa distancia ensimismada propia de los grandes fumadores, lo aislaban en un reducto donde se encerraba con llave, justamente, para fumar en paz su tabaco en hebras.
En cuanto a mi madre, ella era la fantasía y el encanto. La queríamos y pienso que nuestras tonterías la hacían reír. No recuerdo haberla escuchado levantar la voz. Entonces teníamos carta blanca para hacer reinar en el pequeño departamento un terror infantil. En los años que precedieron a nuestra partida a África hicimos cosas que, con la distancia de la edad, me resultan, en efecto, bastante terribles: un día, instigado por mi hermano, trepé con él por la baranda del balcón (todavía la veo, nítidamente más alta que yo) para llegar a la canaleta que dominaba todo el barrio desde lo alto de los seis pisos. Pienso que mis abuelos y mi madre estaban tan espantados que, cuando aceptamos volver, se olvidaron de castigarnos.
Me acuerdo haber tenido crisis de rabia porque me negaban algo, un bombón, un juguete, o sea por una razón tan insignificante que no me marcó, tal rabia que tiraba por la ventana todo lo que caía en mis manos, hasta muebles. En esos momentos, nada ni nadie podía calmarme. A veces vuelvo a sentir la sensación de esas bocanadas de cólera, algo que sólo puedo comparar con la borrachera del eterómano (el éter que se hacía respirar a los chicos para sacarles las amígdalas). La pérdida de control, la impresión de flotar, y al mismo tiempo, una lucidez extrema. Fue la época en que también era presa de violentos dolores de cabeza, por momentos tan insoportables que debía ocultarme debajo de los muebles para no ver la luz. ¿De dónde venían esas crisis? Hoy me parece que la única explicación sería la angustia de los años de guerra. Un mundo cerrado, sombrío, sin esperanza. La comida desastrosa, ese pan negro del que se decía estaba mezclado con aserrín y que había estado a punto de causar mi muerte a la edad de tres años. El bombardeo del puerto de Niza que me había tirado al piso en el baño de mi abuela, esa sensación, que no puedo olvidar, de que me faltaba el suelo bajo los pies. O también la imagen de la úlcera en la pierna de mi abuela, agravada por las penurias y la falta de medicamentos. Estaba en el pueblo de montaña donde mi madre se fue a ocultar, debido a la posición de mi padre en el ejército británico y al riesgo de deportación. Hacíamos cola delante de un negocio y yo miraba las moscas que se posaban en la llaga abierta de la pierna de mi abuela.
Hoggar (Argelia)
El viaje a África puso fin a todo eso. Un cambio radical: según las instrucciones de mi padre, antes de irnos, debí cortarme el pelo que tenía largo como los de un chico bretón, lo que tuvo el resultado de infligirme una quemadura en las orejas y de hacerme entrar en las filas de la normalidad masculina. Nunca más sufriría esas espantosas migrañas, nunca más podría dar libre curso a las crisis de cólera de mi primera infancia. La llegada a África fue para mí la entrada en la antecámara del mundo adulto.