Durante los primeros años de matrimonio, mi padre y mi madre vivieron allí su vida amorosa, en Forestry House y en los caminos de la región alta de Camerún, hasta Banso. Con ellos viajaban sus empleados, Njong el sirviente, Chindefondi el intérprete, Philippus el jefe de los portadores. Philippus era el amigo de mi madre. Era un hombre de talla pequeña, dotado de una fuerza hercúlea, capaz de empujar un tronco para despejar el camino o de llevar cargas que nadie hubiera podido levantar. Mi madre contaba que varias veces la había ayudado a cruzar los ríos crecidos, sosteniéndola con los brazos por encima del agua.
Con ellos viajaban también los inseparables compañeros de mi padre a los que había adoptado al llegar a Bamenda: James y Pégase, los caballos, con la frente marcada por una estrella blanca, caprichosos y dulces. Y su perro, Polisson, una especie de perdiguero desgarbado que trotaba adelante por los caminos y que se acostaba a sus pies siempre que se detenía, aun cuando mi padre tuviera que posar para una foto oficial en compañía de los reyes.
A partir de 1932, mi padre y mi madre dejaron la residencia de Forestry House en Bamenda y se instalaron en la montaña, en Banso, donde debía crearse un hospital. Banso estaba al final del camino de laterita transitable en todas las estaciones. Era el umbral del país llamado "salvaje", el último puesto donde se ejercía la autoridad británica. Mi padre será allí el único médico y el único europeo, lo que no le desagradaba.
Tenía a su cargo un territorio inmenso. Iba desde la frontera con Camerún bajo mandato francés, al sureste, hasta los límites de Adamaua al norte, y comprendía la mayor parte de las circunscripciones de ingeniería y de los pequeños reinos que escaparon a la autoridad directa de Inglaterra después de que se fueran los alemanes: Kantu, Abong, Nkom, Bum, Foumban y Bali. En el mapa que él mismo hizo, mi padre anotó las distancias, no en kilómetros, sino en horas y días de marcha. Las precisiones indicadas en el mapa dan la verdadera dimensión de ese país, la razón por la cual lo amaba: los vados, los ríos profundos o tumultuosos, las colinas que había que escalar, las curvas del camino, el descenso al fondo de los valles que no puede hacerse a caballo y los acantilados infranqueables. En los mapas que dibujó, los nombres son una letanía, hablan de la marcha bajo el sol, a través de las llanuras herbosas, o de la escalada trabajosa de montañas en medio de las nubes: Kengawmeri, Mbiami, Tanya, Ntim, Wapiri, Ntem, Wanté, Mbam, Mfo, Yang, Ngonkar, Ngom, Nbirka, Ngu, treinta y dos horas de marcha, es decir cinco días a razón de diez kilómetros por día en un terreno difícil. Más las paradas en las pequeñas aldeas, los cuidados que debían prodigarse, las vacunas, las discusiones (las famosas charlas) con las autoridades locales, las quejas que había que escuchar, y el diario que había que escribir, vigilar la economía, los medicamentos que había que pedir a Lagos, las instrucciones que debían dejarse a los oficiales de sanidad y a los enfermeros en los dispensarios.
El rey Menfoï, Banso
Durante más de quince años ese país será el suyo. Es probable que nadie lo haya sentido mejor que él, recorrido, explorado y sufrido a tal punto. Haber visto a cada habitante, puesto al mundo a muchos y acompañado a otros hacia la muerte. Amado, sobre todo, porque aunque no hablaba de eso, aunque nada contaba, hasta el final de su vida guardó la marca y la huella de esas colinas, de esas selvas y de esas hierbas, y de la gente que allí conoció.
No existen los mapas de la época en que recorría las provincias del noroeste. El único mapa impreso del que disponía era el mapa del estado mayor del ejército alemán en escala 1/300.000 hecho por Moisel en 1913. Fuera de las principales corrientes de agua, el Donga Kari, afluente del Benue al norte y el río Cross al sur, y las dos ciudades antiguas fortificadas de Banyo y Kentu, el mapa era impreciso. El mapa del ejército alemán mencionaba con un signo de interrogación a Abong, el pueblo más al norte del territorio sanitario de mi padre, a más de diez días de camino. Los distritos de Kaka y Mbembé estaban tan lejos de la zona costera que era como si pertenecieran a otro país. La gente que vivía allí, en su mayoría, nunca había visto a los europeos y los mayores recordaban con horror la ocupación del ejército alemán, las ejecuciones y los secuestros de niños. Lo cierto es que no tenían la menor idea de lo que representaba la potencia colonial de Inglaterra o Francia y no imaginaban la guerra que se preparaba en la otra punta del mundo. No eran regiones aisladas ni salvajes (como mi padre, por desquite, podrá decir de Nigeria, y en especial de la selva alrededor de Ogoja). Por el contrario, era un país próspero, donde se cultivaban árboles frutales, ñame y mijo, y se criaba ganado. Los reinos estaban en el corazón de una zona de influencia inspirada en el Islam llegado de los imperios del norte, de Kano, de los emiratos de Bornu y Agadez, de Adamaua, aportado por los vendedores ambulantes fulanis y los guerreros hausas. Al este estaba Banyo y el país bororo, al sur la antigua cultura de los bamuns de Foumban que practicaban el intercambio, dominaban el arte de la metalurgia y hasta utilizaban una escritura inventada en 1900 por el rey Njoya. Al fin de cuentas, la colonización europea había afectado poco a la región. Douala, Lagos, Victoria estaban a años de ella. Los montañeses de Banso siguieron viviendo como lo habían hecho siempre, según un ritmo lento, en armonía con la naturaleza sublime que los rodeaba, cultivando la tierra y paciendo sus manadas de vacas de largos cuernos.
Los clichés que mi padre tomó con su Leica muestran la admiración que sentía por ese país. Los nsungli, por ejemplo, en los alrededores de Nkor: un África que nada tenía en común con la zona costera, donde reinaba una atmósfera pesada y la vegetación era sofocante, casi amenazadora. Donde todavía pesaba mucho la presencia de los ejércitos de ocupación francés y británico.
Era un país de horizontes lejanos, con cielo más vasto y extensiones inabarcables. Mi padre y mi madre sintieron allí una libertad que nunca habían conocido en otra parte. Caminaban todo el día, tanto a pie como a caballo, y se detenían a la noche para dormir bajo un árbol al raso, o en un campamento sumario, como en Kwolu, en la ruta de Kishong, una simple choza de barro seco y hojas donde colgaban sus hamacas. En Ntumbo, en la meseta, se cruzaron una manada que mi padre fotografió con mi madre en primer plano. Estaban tan alto que el cielo brumoso parece apoyarse en los cuernos en medialuna de las vacas y vela la cima de las montañas de alrededor. A pesar de la mala calidad de la copia, es perceptible la felicidad de mi padre y de mi madre. En el dorso de esta foto tomada en alguna parte de la región de las praderas de hierbas, en el país nbembé, que muestra el paisaje ante el cual pasaron la noche, mi padre escribió con énfasis no habitual: "La inmensidad que se ve al fondo es la llanura sin fin".
Puedo sentir la emoción que experimentaba al atravesar las altas mesetas y las llanuras herbosas, cabalgando por los estrechos senderos que serpenteaban en el flanco de la montaña, descubriendo a cada instante nuevos panoramas, las líneas azules de las cumbres que surgían de las nubes como espejismos, bañadas por la luz de África, tanto violenta al mediodía como atenuada en el crepúsculo, cuando la tierra roja y las hierbas leonadas parecen iluminadas desde el interior por un fuego secreto.
Conocieron también la ebriedad de la vida física, la fatiga que quiebra los miembros al final de un día de camino, cuando hay que bajar del caballo y llevarlo de la rienda para llegar al fondo de los barrancos. La quemadura del sol, la sed que no puede aplacarse, o el frío de los ríos que deben cruzarse en medio de la corriente, con el agua hasta el antepecho de los caballos. Mi madre montaba a la amazona, como había aprendido a hacerlo en el picadero de Ermenonville. Y esta postura tan incómoda -sin duda, vagamente ridícula porque la separación de sexos todavía se usaba en la Francia de antes de la guerra- paradójicamente le daba un aire africano. Algo indolente y gracioso, al mismo tiempo que muy antiguo, que evocaba los tiempos bíblicos o bien las caravanas de los tuaregs, en las que las mujeres viajan a través del desierto colgadas de cestas en los flancos de los dromedarios.
Manada hacia Ntumbo, país nsungli
Así acompañó a mi padre en sus giras de médico, con la comitiva de portadores y el intérprete, a través de las montañas del oeste. Iban de campamento en campamento a pueblos cuyos nombres mi padre anotaba en el mapa: Nikom, Babungo, Nji Nikom, Luakom Ndye, Ngi y Obukun. Los campamentos a veces eran más que precarios: en Kwaja, en el país kaka, se alojaron en una choza sin ventanas en medio de una plantación de bananos. Era tan húmeda que cada mañana había que poner las sábanas y las mantas a secarse sobre el techo. Se quedaban una o dos noches, a veces una semana. El agua para tomar era acida y violácea por el permanganato, se lavaban en el arroyo y cocinaban con un fuego de ramitas a la entrada de la choza. En las montañas debajo del ecuador las noches eran frías, con zumbidos, colmadas por los clamores de los gatos salvajes y los chillidos de los mandriles. Pero no era el África de Tartarin ni la de John Huston. Era más la del África farm, un África real, de gran densidad humana, doblegada por la enfermedad y las guerras tribales. Pero también fuerte e hilarante, con sus innumerables chicos, sus fiestas bailadas, el buen carácter y el humor de los pastores que encontraban por los caminos.
La época de Banso fue, para mi madre y mi padre, la época de la juventud y de la aventura. A lo largo de sus recorridos el África que veían no era la de la colonización. La administración inglesa, según uno de sus principios, conservó la estructura política tradicional, con sus reyes, sus jefes religiosos, sus jueces, sus castas y sus privilegios.
Cuando llegaban a un pueblo eran recibidos por los emisarios del rey, los invitaban a conversar con el jefe y los fotografiaban con la corte. En uno de esos retratos, mi padre y mi madre posan con el rey Menfo'f de Banso. Según la tradición, el rey está desnudo hasta la cintura, sentado en su trono, con el espantamoscas en la mano. A su lado, mi padre y mi madre están de pie, con trajes arrugados y llenos del polvo del camino, mi madre con su larga pollera y los zapatos para el camino, mi padre con una camisa con las mangas arremangadas y el pantalón caqui demasiado ancho, muy corto, sostenido por un cinturón que parece un piolín. Sonríen, están felices y libres en esa aventura. Detrás del rey se ve la pared del palacio, una simple cabaña de ladrillos y barro seco en el que brillan briznas de paja.
A veces, en su camino por las montañas, las noches eran violentas, ardientes y sexuadas. Mi madre hablaba de fiestas que estallaban de pronto, en los pueblos, como en Babubgo, en el país nkom, a cuatro días de marcha de Banso. En la plaza se preparaba el teatro de máscaras.
Puente sobre el río, Ahoada
Debajo de un banano se sentaban los tocadores de tam-tam, golpeaban y el llamado de la música repercutía a lo lejos. Las mujeres empezaban a bailar, estaban completamente desnudas salvo un hilo de perlas alrededor de la cintura. Avanzaban una detrás de otra, inclinadas hacia adelante, con los pies golpeaban la tierra al mismo ritmo que los tambores. Los hombres estaban de pie. Algunos llevaban trajes de rafia y otros las máscaras de los dioses. El maestro de los jujus dirigía la ceremonia. Empezaba a la caída del sol, hacia las seis, y duraba hasta el alba del día siguiente. Mi padre y mi madre estaban acostados en sus camas tijera, debajo del mosquitero, y escuchaban tocar los tambores, según un ritmo continuo que apenas se estremecía, como un corazón que se va acelerando. Estaban enamorados. El África a la vez salvaje y muy humana era su noche de bodas. Todo el día el sol les había quemado el cuerpo y estaban colmados de una fuerza eléctrica incomparable. Imagino que esa noche hicieron el amor al ritmo de los tambores que vibraban debajo de la tierra, apretujados en la oscuridad, con la piel empapada en sudor, en el interior de la choza de tierra y ramas que no era más grande que una jaula para gallinas. Luego se dormirían al alba, en el aire frío de la mañana que hacía ondular la cortina del mosquitero, abrazados, ya sin escuchar el ritmo fatigado de los últimos tam-tam.