El olvido

Ése era el hombre que encontré en 1948, al final de su vida africana. No lo reconocí, no lo comprendí. Era demasiado diferente de todos los que conocía, un extraño, y aun más que eso, casi un enemigo. Nada tenía en común con los hombres que veía en Francia en el círculo de mi abuela, esos "tíos", esos amigos de mi abuelo, señores de otra época, distinguidos, condecorados, patriotas, revanchistas, charlatanes, que traían regalos, tenían una familia, relaciones, estaban abonados al Journal des voyages, leían a Léon Daudet y a Barres. Siempre impecablemente vestidos con sus trajes grises, sus chalecos, con cuello duro y corbata, con sombreros de fieltro y manejando sus bastones con la contera de hierro. Después de comer, se instalaban en los sillones de cuero del comedor, recuerdo de épocas prósperas, fumaban y hablaban y yo me dormía con la nariz en mi plato vacío mientras escuchaba el runrún de sus voces.

El hombre que vi al pie del auto, en el muelle de Port Harcourt, era de otro mundo: vestía un pantalón demasiado ancho y demasiado corto, sin forma, una camisa blanca, zapatos de cuero negro polvorientos por el camino. Era duro, taciturno. Cuando hablaba en francés tenía el acento cantarino de Mauricio, o bien hablaba en pidgin, ese dialecto misterioso que sonaba como campanillas. Era inflexible, autoritario, al mismo tiempo dulce y generoso con los africanos que trabajaban en el hospital y en su casa oficial. Estaba lleno de manías y rituales que yo no conocía y de los que no tenía la menor idea: los chicos nunca debían hablar en la mesa sin haber pedido autorización, no debían correr, ni jugar ni quedarse en la cama. No podían comer fuera de las comidas y nunca golosinas. Tenían que comer sin apoyar las manos en la mesa, no podían dejar nada en el plato y debían tener cuidado de no comer nunca con la boca abierta. Su obsesión por la higiene lo llevaba a gestos sorprendentes, como lavarse las manos con alcohol y flamearlas con un fósforo. Verificaba a cada momento el carbón del filtro de agua, sólo tomaba té, o agua hirviendo (lo que los chinos llaman té blanco), fabricaba él mismo sus velas con cera y mechas mojadas en parafina, lavaba él mismo la vajilla con extractos de saponaria. Fuera de su aparato de radio, conectado con una antena colgada a través del jardín, no tenía ningún contacto con el resto del mundo y no leía libros ni periódicos. Su única lectura era un pequeño tomo encuadernado en negro que encontré mucho tiempo después y que no puedo abrir sin emoción: Imitación de Cristo. Era un libro de militar, como imagino que los soldados de otra época podían leer los Pensamientos de Marco Aurelio en el campo de batalla. Por supuesto, nunca nos habló de esto.

Desde el primer contacto, mi hermano y yo nos medimos con él vertiendo pimienta en su tetera. No le dio risa, nos sacó de la casa y nos golpeó con severidad. Puede ser que otro hombre, quiero decir uno de esos "tíos" que frecuentaban el departamento de mi abuela, se hubiera contentado con reírse. Aprendimos de golpe que un padre podía ser temible, que podía castigar e ir a cortar cañas al bosque y usarlas para golpearnos las piernas. Que podía instituir una justicia viril que excluía cualquier diálogo y cualquier excusa. Que basaba esta justicia en el ejemplo, negaba los acuerdos, las delaciones, todo el juego de lágrimas y promesas que nos habíamos acostumbrado a jugar con nuestra abuela. Que no toleraría la menor manifestación de falta de respeto y que no aceptaría ninguna veleidad de crisis de rabia: la cuestión para mí estaba bien clara, la casa de Ogoja era de una planta y no había ningún mueble para arrojar por la ventana.

Era el mismo hombre que exigía que se rezara cada noche a la hora de acostarse, y que el domingo estuviera consagrado a la lectura del libro de misa. La religión que descubríamos gracias a él no permitía acomodamientos.

Era una regla de vida, un código de conducta. Supongo que fue al llegar a Ogoja que supimos que Papá Noel no existía, que las ceremonias y las fiestas religiosas se reducían a plegarias y que no había ninguna necesidad de ofrecer regalos que, en el contexto en el que estábamos, sólo podían ser superfluos.

Sin duda, las cosas habrían pasado de otra manera si no hubiera existido la fractura de la guerra, si mi padre, en lugar de verse confrontado con chicos que se le habían convertido en extraños, hubiera aprendido a vivir en la misma casa con un bebé, si hubiera seguido ese lento recorrido que lleva de la primera infancia a la edad de la razón. Ese país de África donde había conocido la felicidad de compartir la aventura de su vida con una mujer, en Banso, en Bamenda, ese mismo país le había robado su vida de familia y el amor de los suyos.

Hoy me es posible lamentar haber faltado a esa cita. Trato de imaginar lo que podía haber sido, para un niño de ocho años, que había crecido en el encierro de la guerra, ir a la otra punta del mundo para encontrar a un desconocido al que le presentaban como padre. Y que fuera allí, en Ogoja, en una naturaleza donde todo era excesivo, el sol, las tormentas, la lluvia, la vegetación, los insectos, un país a la vez de libertad y limitación. Donde los hombres y las mujeres eran totalmente diferentes, no debido al color de su piel y de su pelo, sino por su manera de hablar, de caminar, de reír y de comer. Donde la enfermedad y la vejez eran visibles, donde la alegría y los juegos infantiles eran aun más evidentes. Donde el tiempo de la infancia terminaba muy pronto, casi sin transición, donde los chicos trabajaban con sus padres y las chicas se casaban y tenían hijos a los trece años.

Hubiera sido necesario crecer escuchando a un padre contar su vida, cantar sus canciones, acompañar a sus hijos a cazar lagartos o a pescar cangrejos en el río Aiya, hubiera sido necesario darle la mano para que les mostrara las mariposas raras, las flores venenosas, los secretos de la naturaleza que debía de conocer bien, escucharlo hablar de su infancia en Mauricio, caminar a su lado cuando iba a visitar a sus amigos, a sus colegas del hospital, mirarlo arreglar el auto o cambiar un postigo roto, ayudarlo a plantar los arbustos y las flores que le gustaban, las buganvillas, las strelitzias o aves del paraíso, todo lo que debía recordarle el maravilloso jardín de su casa natal en Moka. Pero, ¿para qué soñar? Nada de todo eso era posible.

En su lugar, librábamos contra él una guerra solapada, inspirada por el miedo a los castigos y los golpes. El más duro fue el período cuando volvió de África. A las dificultades de adaptación se agregaba la hostilidad que debía sentir en su propio hogar. Sus cóleras eran desproporcionadas, excesivas y agotadoras. Por nada, un bol roto, una palabra mal dicha, una mirada, golpeaba con la caña y con los puños. Recuerdo haber sentido algo que se parecía al odio. Todo lo que podía hacer era romper sus palos, pero iba a buscar otros a las colinas. Había un arcaísmo en esta manera, no se parecía a lo que conocían mis compañeros. Según el proverbio árabe, debí salir endurecido de esto: el golpeado primero es débil y luego se vuelve fuerte.

En la actualidad, con la distancia que da el tiempo, comprendo que mi padre nos transmitía la parte más difícil de la educación, la que ninguna escuela da. África no lo había transformado. Había revelado el rigor en él. Más tarde, cuando mi padre vino a vivir su jubilación al sur de Francia, aportó con él la herencia africana. La autoridad y la disciplina hasta la brutalidad.

Pero también la exactitud y el respeto, como una regla de las sociedades antiguas de Camerún y de Nigeria, en las que los niños no deben llorar ni deben quejarse. El gusto por una religión sin florituras, sin supersticiones que, supongo, había encontrado en el ejemplo del Islam. Por eso ahora comprendo lo que entonces me parecía absurdo, su obsesión por la higiene, esa manera que tenía de lavarse las manos. El asco que manifestaba por la carne de cerdo de la que, para convencernos, con la punta del cuchillo, extraía los huevos de tenia enquistados. Su manera de comer, de cocer el arroz según el método africano, agregando poco a poco agua caliente. Su gusto por las legumbres hervidas que condimentaba con una salsa de pimiento. Su preferencia por las frutas secas, los dátiles, los higos y hasta las bananas que ponía a cocer al sol en el borde de la ventana. La atención que ponía cada mañana en hacer las compras muy temprano, en compañía de los trabajadores magrebíes, a los que también volvía a encontrar en la comisaría de policía cada vez que tenía que renovar su permiso de residencia.


Baile en Babungo, país nkom


Todo esto puede parecer anecdótico. Pero esas costumbres africanas que se habían convertido en su segunda naturaleza aportaban, sin duda, una lección a la que el niño y luego el adolescente no podía ser insensible.

Veintidós años de África le habían inspirado un odio profundo al colonialismo en todas sus formas. En 1954 hicimos un viaje turístico a Marruecos, donde uno de los "tíos" era administrador de una propiedad agrícola. Mucho más que las imágenes habituales del folclore recuerdo un incidente que me marcó. Habíamos tomado un ómnibus para ir de Casablanca a Marrakech. En un momento, el chofer, un francés, se encolerizó, insultó y arrojó al borde del camino a un viejo campesino que, sin duda, no podía pagar el boleto. Mi padre estaba indignado. Su comentario se extendía a toda la ocupación francesa en ese país, que impedía a los autóctonos ejercer el mínimo trabajo, aun el de chofer de ómnibus, y que maltrataba a los pobres. En la misma época, día a día seguía por la radio los combates de los kikiuyus en Kenia por la independencia y la lucha de los zulúes contra la segregación racial en Sudáfrica.

No eran ideas abstractas ni elecciones políticas. En él hablaba la voz de África y despertaban sus antiguos sentimientos. Sin duda, había pensado en el futuro cuando viajaba con mi madre, a caballo por los senderos de Camerún. Era antes de la guerra, antes de la soledad y la amargura, cuando todo era posible, cuando el país era joven y nuevo, cuando todo podía surgir. Lejos de la sociedad corrompida y aprovechadora de la costa, había soñado con el renacer de África, liberada de su esclavitud colonial y de la fatalidad de las pandemias. Una especie de estado de gracia, a imagen de las inmensidades herbosas por donde avanzaban las manadas conducidas por los pastores, o de los pueblos de los alrededores de Banso, en la perfección inmemorial de sus paredes de adobe y sus techos de hojas.

El advenimiento de la independencia, en Camerún y en Nigeria, y después, poco a poco, en todo el continente, debió de apasionarlo. Para él, cada insurrección debía de ser una fuente de esperanza. Y la guerra que acababa de estallar en Argelia, guerra en la cual sus propios hijos corrían el riesgo de ser movilizados, no podía parecerle sino el colmo del horror. Nunca le perdonó a De Gaulle el doble juego.

Murió el año en que apareció el sida. Ya había percibido el olvido táctico en el que las grandes potencias coloniales dejaban al continente al que habían explotado. Los tiranos que se habían instalado con la ayuda de Francia y Gran Bretaña, Bokassa, Idi Amin Dada, a quienes los gobernantes occidentales proveyeron de armas y subsidios durante años, antes de condenarlos. Las puertas abiertas a la emigración, esas cohortes de hombres jóvenes que dejaban Ghana, Benín o Nigeria en las década de 1960, para servir de mano de obra y poblar los guetos de los suburbios, luego esas mismas puertas que se cerraron cuando la crisis económica volvió a las naciones industriales temerosas y xenófobas. Y sobre todo el abandono de África a sus viejos demonios, paludismo, disentería y hambruna. En la actualidad la nueva peste del sida, que amenaza de muerte a un tercio de la población de África, y como siempre, las naciones occidentales, detentadoras de los remedios, que fingen no ver y no saber.

Al parecer, Camerún había escapado a esas maldiciones. El alto país del Oeste, al separarse de Nigeria, había hecho una elección razonable que lo ponía a cubierto de la corrupción y de las guerras tribales. Pero esa modernidad no aportaba los beneficios que habían sido anticipados. A los ojos de mi padre, lo que desaparecía era el encanto de los pueblos, la vida lenta, despreocupada, al ritmo de los trabajos agrícolas. La reemplazaba el incentivo de la ganancia, la venalidad y una cierta violencia. Aun lejos de Banso mi padre no podía ignorarlo. Debía de sentir el paso del tiempo como la ola que se retira abandonando la playa del recuerdo.

En 1968, mientras mi padre y mi madre veían crecer bajo sus ventanas, en Niza, las montañas de basura que dejaba la huelga general, y mientras en México yo oía el zumbido de los helicópteros del ejército que se llevaban los cuerpos de los estudiantes que habían matado en Tlatelolco, Nigeria entraba en la fase terminal de una matanza terrible, uno de los grandes genocidios del siglo, que se conoció con el nombre de guerra de Biafra. Por el dominio de los pozos de petróleo en la desembocadura del río Calabar, ibos y yorubas se exterminaban bajo la mirada indiferente del mundo occidental. Peor aún, las grandes compañías petroleras, sobre todo la anglo-holandesa Shell-British Petroleum, parte interesada en esta guerra, presionaron a sus gobiernos para que se aseguraran los pozos de petróleo y los oleoductos. Los Estados que representaban se enfrentaban por procuración, Francia del lado de los insurgentes de Biafra, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Estados Unidos del lado del gobierno federal mayoritariamente yoruba. La guerra civil se convirtió en un problema mundial, en una guerra entre civilizaciones. Se hablaba de cristianos contra musulmanes o de nacionalistas contra capitalistas. Los países desarrollados encontraron una salida inesperada para sus manufacturas: vendían a los dos campos armas livianas y pesadas, carros de asalto, aviones y hasta mercenarios alemanes, franceses, chadianos, que integraban la 4a brigada de Biafra al servicio de los rebeldes de Ojukwu. Pero a fines del verano de 1968, cercado, diezmado por las tropas federales al mando del general Benjamín Adekunle, llamado por su crueldad el "Escorpión negro", el ejército de Biafra capituló. Sólo resistió un puñado de combatientes, la mayoría de los cuales eran niños, que blandían machetes y palos tallados en forma de fusil contra los Mig y los bombarderos soviéticos. Con la caída de Aba (no lejos del antiguo santuario de los guerreros magos de Aro Chuku), Biafra entró en una larga agonía. Con la complicidad de Gran Bretaña y Estados Unidos, el general Adekunle bloqueó el territorio de Biafra e impidió cualquier ayuda y aprovisionamiento. Ante el avance del ejército federal, presa de una locura vengativa, la población civil huyó hacia lo que quedaba del territorio de Biafra, invadió las sabanas y el bosque e intentó sobrevivir con las reservas. Hombres, mujeres, niños cayeron en una trampa mortal. A partir de septiembre ya no hubo operaciones militares, sino millones de personas separadas del resto del mundo, sin víveres, sin medicamentos. Cuando, por fin, las organizaciones internacionales pudieron entrar en la zona insurgente, descubrieron la amplitud del horror. A lo largo de los caminos, al borde de los ríos, a la entrada de los pueblos, centenares de miles de niños se estaban muriendo de hambre y de deshidratación. Era un cementerio vasto como un país. Por todas partes, en las llanuras herbosas iguales a aquellas donde yo, en otra época, iba a hacerles la guerra a los termes, niños sin padres erraban sin destino con sus cuerpos transformados en esqueletos. Mucho tiempo después me sentí atormentado por el poema de Chinua Achebe, Navidad en Biafra, que empieza con estas palabras:


No, ninguna Virgen con el Niño podrá igualar

El cuadro de la ternura de una madre

Hacia ese hijo que muy pronto deberá olvidar.


Vi esas imágenes terribles en todos los periódicos y los semanarios. Por primera vez, el país en el que había pasado la parte más memorable de mi infancia se mostraba al resto del mundo, pero era porque se moría. Mi padre vio esas imágenes, ¿cómo hubiera podido aceptarlas? A los setenta años, sólo se puede mirar y callar. Sin duda, verter lágrimas.

El mismo año de la destrucción del país donde había nacido, le retiraron a mi padre la nacionalidad británica debido a la independencia de la isla Mauricio. A partir de ese momento dejó de pensar en irse. Había armado el proyecto de volver a África, no a Camerún, sino a Durban, en Sudáfrica, para estar más cerca de sus hermanos y hermanas que se habían quedado en la isla Mauricio natal. Después pensó en instalarse en las Bahamas, comprar un terreno en Eleuthera y construir una especie de campamento. Había soñado con los mapas. Buscaba otro lugar, no los que había conocido y donde había sufrido, sino un mundo nuevo, donde pudiera volver a empezar, como en una isla. Después de la masacre de Biafra ya no soñó. Entró en una especie de mutismo empecinado que lo acompañaría hasta su muerte. Hasta olvidó que había sido médico, que había llevado una vida aventurera y heroica. Cuando, como consecuencia de una mala gripe, lo hospitalizaron brevemente para una transfusión sanguínea, logré con dificultad que le dieran el resultado de sus análisis. "¿Por qué los quiere? -preguntó la enfermera- ¿Es médico?" Le dije: "Yo no, pero él sí". La enfermera le llevó los documentos. "¿Por qué no dijo que era médico?" Mi padre contestó: "Porque no me lo preguntó". De cierta manera me pareció que no era por resignación sino por su deseo de identificación con todos los que había curado, a los que, al final de su vida, empezaba a parecerse.

A esa África quiero volver sin cesar, a mi memoria de niño. A la fuente de mis sentimientos y de mis determinaciones. El mundo cambia, es verdad, y el que está de pie allá en medio de la llanura de hierbas altas, en el soplo cálido que trae los olores de la sabana, el ruido agudo de la selva, que siente en sus labios la humedad del cielo y de las nubes, está tan lejos de mí que ninguna historia, ningún viaje me permitirá llegar a él.

Sin embargo, a veces, camino por las calles de una ciudad, al azar, y de golpe, al pasar ante la puerta de un edificio en construcción, respiro el olor frío del cemento que acaba de ser colado, y estoy en la cabaña de paso de Abakaliki, entro en el cubo umbrío de mi cuarto y veo detrás de la puerta el gran lagarto azul que nuestra gata ha estrangulado y que me trae en signo de bienvenida. O bien, en el momento que menos lo espero, me invade el perfume de la tierra mojada de nuestro jardín en Ogoja, cuando el monzón se arrastraba por el techo de la casa y dibujaba los arroyos color sangre en la tierra resquebrajada. Hasta escucho, por encima de la vibración de los autos embotellados en una avenida, la música suave e hiriente del río Aiya.

Escucho la voz de los chicos que gritan, me llaman, están delante del cerco, a la entrada del jardín, han traídos sus piedritas y sus vértebras de cordero para jugar, para llevarme a cazar culebras. A la tarde, después de la lección de cálculo con mi madre, me sentaba en el cemento de la veranda, frente al horno del cielo blanco, para hacer dioses de arcilla y cocerlos al sol. Me acuerdo de cada uno de ellos, de sus nombres, de sus brazos levantados y de sus máscaras. Alasi, el dios del trueno, Ngu, Eke-Ifite la diosa madre, Agwu el malicioso. Pero eran aun más numerosos porque cada día inventaba un nombre nuevo, eran mis chis, mis espíritus que me protegían e iban a interceder por mí ante Dios.


Bamenda


Miraba la fiebre que subía en el cielo del crepúsculo, los relámpagos que corrían en silencio entre los jirones grises de las nubes aureoladas de fuego. Cuando la noche sea profunda, escucharé el paso del trueno, cada vez más cerca, la onda que hace vacilar mi hamaca y sopla la llama de mi lámpara. Escucharé la voz de mi madre que cuenta los segundos que nos separan del impacto del rayo y que calcula la distancia a razón de trescientos treinta y tres metros por segundo. Y finalmente el viento de la lluvia, muy frío, que avanza con toda su potencia por la cima de los árboles, escucho cada rama que gime y se quiebra, el aire de la habitación se llena del polvo que levanta el agua al golpear contra la tierra.

Todo está tan lejos y tan cerca. Una simple pared fina como un espejo separa el mundo de hoy del mundo de ayer. No hablo de la nostalgia. Esa pena desamparada nunca me causó placer. Hablo de sustancia, de sensaciones, de la parte más lógica de mi vida.

Algo me fue dado, algo me fue quitado. Lo que está definitivamente ausente de mi infancia: haber tenido un padre, haber crecido al lado de él en la dulzura del hogar familiar. Sin nostalgia y sin extraordinaria ilusión sé que esto me faltó. Cuando un hombre, día tras día, mira cambiar la luz en el rostro de la mujer que ama, cuando espía cada resplandor furtivo de su hijo. Todo esto, que jamás ningún retrato ni ninguna foto podrá captar.

Pero me acuerdo de todo lo que recibí cuando llegué por primera vez a África: una libertad tan intensa que me quemaba, me embriagaba y la gozaba hasta el dolor.

No quiero hablar de exotismo; los niños son absolutamente ajenos a este vicio. No porque vean a través de los seres y de las cosas, sino porque, justamente, sólo ven eso: un árbol, un hueco en la tierra, una colonia de hormigas constructoras, una banda de chicos turbulentos en busca de un juego, un viejo de ojos nublados que tiende una mano descarnada, una calle en un pueblo africano un día de mercado, eran todas las calles de todos los pueblos, todos los chicos, todos los árboles y todas las hormigas. Ese tesoro está siempre vivo en el fondo de mí y no puede ser extirpado. Mucho más que de simples recuerdos, está hecho de certezas.

Si no hubiera tenido este conocimiento carnal de África, si no hubiera recibido esa herencia de mi vida antes de mi nacimiento, ¿en qué me hubiera convertido?

Hoy existo, viajo, a mi vez he formado una familia y me he arraigado en otros lugares. Sin embargo, a cada instante, como una sustancia etérea que circula entre las paredes de lo real, me siento traspasado por el tiempo de otra época, en Ogoja. Por bocanadas me sumerge y me aturde. No sólo esta memoria de niño, extraordinariamente precisa para todas las sensaciones, los olores, los gustos, las impresiones del relieve o del vacío y el sentimiento de la duración.

Ahora, al escribirlo, lo comprendo. Esa memoria no es sólo la mía. Es también la memoria del tiempo que precedió a mi nacimiento, cuando mi padre y mi madre caminaban juntos por las rutas del país alto, en los reinos del oeste de Camerún. La memoria de las esperanzas y de las angustias de mi padre, su soledad, su desamparo en Ogoja. La memoria de los instantes de felicidad, cuando mi padre y mi madre estaban unidos por el amor que creían eterno. Cuando se movían por la libertad de los caminos y los nombres entraron en mí como nombres de familia, Bali, Nkom, Bamenda, Banso, Nkongsamba, Revi y Kwaja. Y los nombres de los países, Mbembé, Kaka, Nsungli, Bum, Fungom. Las altas mesetas por donde avanzaban lentamente las manadas de animales con cuernos en medialuna como para colgarse de las nubes, entre Lassim y Ngonzin.

Tal vez, al final de cuentas, mi antiguo sueño no me engañaba. Si mi padre se había convertido en el africano, por la fuerza de su destino, yo puedo pensar en mi madre africana, la que me abrazó y me alimentó en el instante en que fui concebido, en el instante en que nací.


Diciembre de 2003-enero de 2004


Río Nsob, país nsungli

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