La rabia de Ogoja

Si quiero comprender qué cambió a ese hombre, ese quiebre que hubo en su vida, pienso en la guerra. Hubo un antes y un después. Para mi padre y mi madre, el antes fueron las altas mesetas del oeste de Camerún, las suaves colinas de Bamenda y de Banso, Forestry House, los caminos por las praderas de hierbas y las montañas de Mbam y de los países mbembé, kaka y sahnti. Todo esto no como un paraíso -nada que ver con la lánguida dulzura de la costa en Victoria, el lujo de las residencias y la ociosidad de los colonos-, sino como un tesoro de humanidad, algo potente y generoso, como la sangre que late en las arterias jóvenes.

Podía parecerse a la felicidad. En esa época mi madre quedó embarazada dos veces. Los africanos tienen la costumbre de decir que los humanos no nacen el día que salen del vientre de la madre, sino en el lugar y el instante en que son concebidos. Yo no sé nada de mi nacimiento, lo que creo es el caso de todos. Pero si entro en mí mismo, si miro hacia el interior, percibo esa fuerza, ese hormiguear de energía, la sopa de moléculas listas para ensamblarse y formar un cuerpo. Y antes del instante de la concepción, todo lo que lo precedió, que está en la memoria de África. No es una memoria difusa, ideal: la imagen de las altas mesetas, de los pueblos, las caras de los viejos, los ojos agrandados de los chicos roídos por la disentería, el contacto con todos esos cuerpos, el olor de la piel humana y el murmullo de las plantas. A pesar de todo eso, a causa de todo eso, esas imágenes son las de la felicidad, de la plenitud que me hizo nacer.

Esta memoria está unida a los lugares, a los dibujos de las montañas, al cielo de la altura y a la ligereza del aire matinal. Al amor que sentía por su casa, esa choza de barro seco y hojas, el patio donde cada día las mujeres y los chicos se instalaban, sentados en el suelo, para esperar la hora de la consulta, un diagnóstico o una vacuna. A la amistad que acercaba a los habitantes.

Recuerdo, como si lo hubiera conocido, al asistente de mi padre en Banso, el viejo Ahidjo, que se había convertido en su consejero y amigo. Se ocupaba de todo, de la intendencia, del itinerario por regiones lejanas, de las relaciones con los jefes, de los salarios de los portadores y del estado de las cabañas de paso. Lo había acompañado en los viajes, al comienzo, pero sus muchos años y su estado de salud ya no se lo permitían. No le pagaban por el trabajo que hacía. Sin duda, ganaba prestigio y crédito: era el hombre de confianza del médico. Gracias a él mi padre pudo orientarse en el país, ser aceptado por todos (incluidos los brujos de los que era el competidor directo) y ejercer su oficio. De los veinte años que pasó en África occidental mi padre conservó sólo dos amigos: Ahidjo y el "doctor" Jeffries, un oficial de distrito de Bamenda, apasionado de la arqueología y la antropología. Un poco antes de que mi padre se fuera, Jeffries terminó efectivamente su doctorado y lo contrató la Universidad de Johannesburgo. Mandaba noticias cada tanto, en forma de artículos y folletos dedicados a sus descubrimientos y también, una vez por año, por Boxing day, un paquete de pasta de guayaba de Sudáfrica.

Ahidjo le escribió regularmente a mi padre, a Francia, durante años. En 1960, en el momento de la independencia, Ahidjo le preguntó a mi padre sobre la integración de los reinos del oeste de Nigeria. Mi padre le contestó que, teniendo en cuenta la historia, le parecía preferible que fueran integrados en el Camerún francófono que tenía la ventaja de ser un país pacífico. El futuro le dio la razón.

Después dejaron de llegar las cartas, y mi padre supo por las buenas hermanas de Bamenda que su viejo amigo había muerto. De la misma manera, un año el paquete de pasta de guayaba de Sudáfrica no llegó el día de año nuevo y supimos que el doctor Jeffries había desaparecido. Así se cortaron los últimos lazos que mi padre había conservado con su país de adopción. Sólo le quedaba la magra jubilación que el gobierno nigeriano, en el momento de la independencia, se había comprometido a pagar a sus viejos servidores. Pero un poco más tarde la jubilación dejó de llegar como si todo el pasado hubiera desaparecido.

Por lo tanto, el sueño africano de mi padre lo rompió la guerra. En 1938, mi madre dejó Nigeria para ir a dar a luz en Francia, con sus padres. La breve licencia que tomó mi padre por el nacimiento de su primer hijo le permitió ver a mi madre en Bretaña, donde se quedó hasta el final del verano de 1939. Tomó el barco de regreso a África antes de la declaración de guerra. Fue a su nuevo puesto en Ogoja, en la provincia de Cross River. Cuando estalló la guerra supo que de nuevo pasarían Europa a sangre y fuego. Tal vez esperaba, como mucha gente de Europa, que el avance del ejército alemán sería contenido en la frontera y que no alcanzaría Bretaña, por ser la parte más occidental.

Cuando llegaron las noticias de la invasión de Francia, en junio de 1940, era demasiado tarde para actuar. En Bretaña, mi madre vio a las tropas alemanas desfilar bajo sus ventanas, en Pont-l’Abbé, mientras la radio anunciaba que el enemigo se había detenido en el Marne. Las órdenes de la kommandantur eran inapelables: todos los que no eran residentes permanentes en Bretaña debían dejar el lugar. Apenas repuesta de su parto mi madre debió irse, primero a París, luego a la zona libre. Después no hubo más noticias. En Nigeria, mi padre sólo sabía lo que transmitía la BBC. Para él, aislado en la selva, África se había convertido en una trampa. A miles de kilómetros, en alguna parte por los caminos colmados de fugitivos, mi madre circulaba con el viejo De Dion de mi abuela llevando con ella a su padre y a su madre y a sus dos hijos de un año y de tres meses. Sin duda, fue en ese momento cuando mi padre intentó esa locura, cruzar el desierto y embarcarse en Argelia con destino al sur de Francia para salvar a su mujer y a sus hijos y llevarlos con él a África. ¿Mi madre habría aceptado seguirlo? Hubiera debido abandonar a sus padres en plena tormenta, cuando ya no estaban en condiciones de resistir. Afrontar los peligros del camino de regreso, arriesgarse a ser capturados por los alemanes o los italianos y deportados.

Mi padre no tenía ningún plan. Se lanzó a la aventura sin reflexionar.

Fue a Kano, en el norte de Nigeria, y compró un pasaje en una caravana de camiones que cruzaba el Sahara. En el desierto no había guerra. Los comerciantes seguían transportando sal, lana, madera y materias primas. Las rutas marítimas se habían vuelto peligrosas y el Sahara permitía la circulación de las mercancías. Para un oficial de sanidad del ejército inglés que viajaba solo, el proyecto era audaz e insensato. Mi padre subió hacia el norte y acampó en Hoggar, cerca de Tamanghasser (en esa época Fort-Laperrine). No había tenido tiempo de prepararse, de llevar medicamentos y provisiones. Compartía lo que comían los tuaregs que acompañaban la caravana y bebía como ellos agua de los oasis, un agua alcalina que purga a los que no están acostumbrados. A lo largo de la ruta tomó fotos del desierto, en Zinder, en Guezzam, en las montañas de Hoggar. Fotografió las inscripciones en tamacheq en las piedras, los campamentos de los nómadas, muchachas con la cara pintada de negro y niños. Pasó varios días en el fuerte de In Guezzam, en la frontera de las posesiones francesas en el Sahara. Unas construcciones de adobe en las que flotaba la bandera francesa, y en la calle un camión detenido, tal vez con el que viajaba. Llegó hasta la otra orilla del desierto, a Arak. Tal vez alcanzó el fuerte Mac-Mahon en El-Golea. En época de guerra cualquier extranjero es un espía. Finalmente lo detuvieron y le prohibieron seguir. Con la muerte en el corazón partido debió volver, rehacer el camino hasta Kano y hasta Ogoja.

Para él, a partir de ese fracaso, África ya no tuvo el mismo gusto a libertad. Bamenda, Baso, eran la época de la felicidad, en el santuario del país alto rodeado de gigantes, el monte Bambuta a 2700 metros, el Kodju a 2000 y el Oku a 3000. Había creído que nunca se iría. Había soñado con una vida perfecta en la que los chicos crecerían en esa naturaleza y se convertirían, como él, en habitantes de ese país.

Ogoja, adonde la guerra lo condenó, era un puesto avanzado de la colonia inglesa, un pueblo grande en una hondonada sofocante al borde del Aiya, rodeado por la selva, separado del Camerún por una cadena de montañas infranqueable. El hospital que tenía a su cargo existía desde hacía mucho tiempo, era un gran edificio de cemento con techo de chapa, sala de operaciones, dormitorios para los pacientes y un equipo de enfermeras y de parteras. Aunque seguía siendo un poco aventurero (quedaba a un día de auto de la costa), la aventura estaba planificada. El oficial de distrito no estaba lejos, el gran centro administrativo de la provincia de Cross River estaba en Abakaliki y se podía llegar por una ruta transitable.

La casa oficial en la que vivía estaba justo al lado del hospital. No era un hermoso edificio de madera como Forestry House en Bamenda, ni una cabaña rústica de adobe y palmeras como en Banso. Era una casa moderna, bastante fea, hecha de bloques de cemento con un techo de chapas onduladas que cada tarde la transformaba en un horno y que mi padre se apresuró a cubrir de hojas para aislarla del calor.

¿Cómo vivió esos largos años de guerra, solo en esa gran casa vacía, sin noticias de su mujer y de sus hijos?

Para él, su trabajo de médico se convirtió en una obsesión. La lánguida dulzura del Camerún ya no existía en Ogoja. Si bien seguía atendiendo en medio de la vegetación ya no lo hacía a caballo, por los sinuosos senderos de las montañas. Utilizaba su auto (ese Ford V8 que compró a su predecesor, más bien un camión que un auto, y que tanto me impresionó cuando vino a buscarnos al bajar del barco en Port Harcourt). Iba a los pueblos cercanos, unidos por las pistas de laterita, Ijama, Nyonnya, Bawop, Amachi, Baterik, Bakalung, hasta Obudu en las estribaciones de la montaña de Camerún. El contacto con los enfermos no era el mismo. Eran demasiado numerosos. En el hospital de Ogoja ya no había tiempo para hablar, para escuchar las quejas de las familias. Las mujeres y los niños ya no tenían su lugar en el patio del hospital, donde estaba prohibido encender fuego para cocinar. Los pacientes estaban en los dormitorios, acostados en verdaderas camas de metal con sábanas almidonadas y muy blancas, probablemente sufrían tanto por sus afecciones como por la angustia. Cuando entraba en las salas mi padre leía el temor en sus ojos. El médico ya no era el hombre que aportaba los alivios de los medicamentos occidentales y que sabía compartir su saber con los ancianos de la aldea. Era un extranjero cuya reputación se había extendido por todo el país, que cortaba brazos y piernas cuando había empezado la gangrena, y cuyo único remedio estaba contenido en ese instrumento a la vez aterrador e irrisorio, una jeringa de latón provista de una aguja de seis centímetros.


Banso


Entonces mi padre descubrió, después de todos esos años en los que se había sentido cercano a los africanos, su pariente, su amigo, que el médico sólo era otro actor del poderío colonial, no diferente del policía, del juez o del soldado. ¿Cómo podía ser de otra manera? El ejercicio de la medicina era también un poder sobre la gente, y la vigilancia médica era también una vigilancia política. El ejército británico lo sabía bien: a comienzos de siglo, después de años de resistencia encarnizada, había podido vencer por la fuerza de las armas y de la técnica moderna la magia de los últimos guerreros ibos, en el santuario de Aro Chuku, a menos de un día de marcha de Ogoja. No es fácil cambiar pueblos enteros cuando ese cambio se hace presionando. Mi padre, sin duda, había aprendido esta lección de la soledad y del aislamiento en que lo hundió la guerra. Esta idea debió sumergirlo en el pensamiento del fracaso, en su pesimismo. Recuerdo que al final de su vida me dijo una vez que si volviera a empezar no sería médico, sino veterinario, porque los animales eran los únicos que aceptaban su sufrimiento.

También había violencia. En Banso, en Bamenda, en las montañas de Camerún, mi padre vivía en el encanto de la dulzura y del humor de los africanos. [2]

En Ogoja, todo era diferente. El país estaba perturbado por las guerras tribales, las venganzas, los ajustes de cuentas entre las aldeas. Las rutas y los caminos no eran seguros, había que salir armado. Los ibos de Calabar fueron los que resistieron con más encarnizamiento la penetración de los europeos. Se dice que son cristianos y ése será uno de los argumentos utilizados por Francia para sostener su lucha contra sus vecinos yorubas, que son musulmanes. En verdad, el animismo y el fetichismo eran corrientes en la época. En Camerún también se practicaba la brujería pero, según mi padre, esta tenía un carácter más abierto, más positivo. En el este de Nigeria la brujería era secreta y se la practicaba por medio de venenos, amuletos ocultos, signos destinados a provocar desdicha. Mi padre escuchó por primera vez, de boca de los residentes europeos, y transmitidas por los autóctonos a su servicio, historias de hechizos, magia y crímenes rituales. La leyenda de Aro Chuku y de su piedra para sacrificios humanos continuaba actuando sobre los espíritus. Las historias que se contaban creaban un clima de desconfianza y tensión. En tal pueblo, se decía, no lejos de Obudu, los habitantes tenían la costumbre de poner una cuerda que atravesaba la ruta cuando un viajero solo se aventuraba por allí en bicicleta. Apenas se caía mataban al desdichado, lo llevaban detrás de una pared y despiezaban el cuerpo para comerlo. En otro, el oficial de distrito, durante una gira, hizo que agarraran de la tabla de un carnicero una carne pretendidamente de cerdo, pero que se decía era carne humana. En Obudu, donde cazaban a los gorilas de las montañas de alrededor, en el mercado vendían sus manos cortadas como souvenirs pero si se observaba más de cerca podía verse que también se vendían manos de niños.

Mi padre nos repetía estos relatos aterradores en los que, sin duda, creía a medias. Nunca comprobó por sí mismo esas pruebas de canibalismo. Pero sí debía desplazarse a menudo para hacer la autopsia a víctimas de asesinato. Esa violencia se convirtió en una obsesión para él. Lo escuchaba contar que el cuerpo que debía examinar a menudo estaba en tal estado de descomposición que, para evitar la explosión de gases, tenía que atar el escalpelo a la punta de un palo antes de cortar la piel.

Para él la enfermedad, cuando ya había dejado de existir el encanto de África, tenía un carácter ofensivo. Ese oficio que había ejercido con entusiasmo, poco a poco le resultó agobiante, en el calor, la humedad del río y la soledad en la otra punta del mundo. La proximidad del sufrimiento lo fatigaba: todos esos cuerpos ardiendo de fiebre, el vientre distendido de los cancerosos, las piernas roídas por las úlceras, deformadas por la elefantiasis, esos rostros carcomidos por la lepra o la sífilis, las mujeres desgarradas por los partos, los niños envejecidos por las carencias con la piel gris como un pergamino, los cabellos color herrumbre y los ojos agrandados por la proximidad de la muerte. Mucho tiempo después me hablaba de esas cosas terribles que debió afrontar, cada día, como si fuera la misma secuencia que recomenzaba: una mujer vieja a la que la uremia había vuelto demente y debían atarla a su cama, un hombre al que quitó una tenia tan larga que debió enroscarla en un palo, una joven a la que debió amputar por la gangrena, otra que le llevaron moribunda por la viruela con la cara hinchada y cubierta de heridas. La proximidad física con ese país, ese sentimiento que sólo lo procura el contacto con la humanidad en toda su realidad sufriente, el olor del miedo, el sudor, la sangre, el dolor, la esperanza, la pequeña llama de luz que a veces se enciende en la mirada de un enfermo, cuando la fiebre se aleja, o ese segundo infinito en el que el médico ve cómo se apaga la vida en la pupila de un agonizante, todo esto que lo había invadido, electrizado al comienzo, cuando navegaba por los ríos de Guyana, cuando caminaba por los senderos de montaña en la zona alta de Camerún, se vio cuestionado en Ogoja, a causa del desesperante desgaste de los días, por un pesimismo no expresado, cuando comprobó la imposibilidad de llegar hasta el final de su trabajo.

Me contaba, con la voz todavía velada por la emoción, sobre ese joven ibo que le llevaron al hospital de Ogoja, atado de pies y manos, con la boca amordazada por una especie de bozal de madera. Lo había mordido un perro y se le había declarado la rabia. Estaba lúcido y sabía que iba a morir. Por un momento, en el lugar donde lo aislaron, tuvo una crisis, con el cuerpo arqueado sobre la cama a pesar de las ligaduras y los miembros poseídos por tal fuerza que parecía que el cuero iba a romperse. Al mismo tiempo, gruñía y aullaba de dolor con espuma en la boca. Luego cayó en una especie de letargo, derrumbado por la morfina. Horas más tarde, mi padre introdujo en su vena la aguja que le inyectaba el veneno. Antes de morir, el muchacho miró a mi padre, perdió el conocimiento y su pecho se hundió en un último suspiro. ¿Qué hombre se es cuando se ha vivido algo así?

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