A la edad de treinta años mi padre dejó Southampton a bordo de un carguero mixto con destino a Georgetown, en la Guyana británica. Las pocas fotos de él en esa época muestran a un hombre robusto, de aspecto deportivo, vestido de manera elegante, traje, camisa de cuello duro, corbata, chaleco, zapatos de cuero negro. Hacía ocho años que se había ido de Mauricio, después de la expulsión de su familia de la casa natal, un fatal día de 1919. En la pequeña libreta donde consignó los acontecimientos importantes de los últimos días pasados en Moka, escribió: "En la actualidad, sólo tengo un deseo, irme lejos de aquí y no volver nunca". La Guyana, efectivamente, era la otra punta del mundo, las antípodas de Mauricio.
¿Fue el drama de Moka el que justificó ese alejamiento? Sin duda, en el momento de su partida tenía una determinación que nunca lo abandonó. No podía ser como los otros. No podía olvidar. Nunca hablaba del acontecimiento que había sido el origen de la dispersión de todos los miembros de su familia. Salvo, cada tanto, para dejar escapar un relámpago de cólera.
Durante siete años estudió en Londres, primero en una escuela de ingenieros, luego en la facultad de medicina. Su familia estaba arruinada y sólo contaba con la beca del gobierno. No podía permitirse fracasar. Se especializó en medicina tropical. Ya sabía que no tendría los medios para instalarse como médico particular. El episodio de la tarjeta exigida por el médico jefe del hospital de Southampton sólo será el pretexto para romper con la sociedad europea.
La única parte amable de su vida, en ese momento, era el trato con su tío en París y la pasión que sintió por su prima hermana, mi madre. Las vacaciones que pasaba en Francia con ellos eran el regreso imaginario a un pasado que ya no existía. Mi padre nació en la misma casa que su tío, y uno tras otro crecieron allí, conocieron los mismos lugares, los mismos secretos, los mismos escondrijos y se bañaron en el mismo arroyo. Mi madre no vivió allí (nació en Milly), pero siempre oyó hablar de esto a su padre, formó parte de su pasado, por eso tenía el gusto de un sueño inaccesible y familiar (porque, en esa época, Mauricio estaba tan lejos que sólo podía soñar con ella). Mi padre y mi madre estaban unidos por ese sueño, eran los dos como los exiliados de un país inaccesible.
No importaba. Mi padre estaba decidido a irse y se iría. El Colonial Office acababa de darle un puesto de médico en los ríos de Guyana. Apenas llegó fletó una piragua provista de un techo de palmeras y con la propulsión de un motor Ford de eje largo. A bordo de su piragua, acompañado por el equipo, enfermeros, piloto, guía e intérprete, remontaba los ríos: el Mazaruni, el Esequibo, el Kupurung y el Demerara.
Tomaba fotos. Con su Leica con fuelle coleccionaba clichés en blanco y negro que representaban mejor que las palabras su alejamiento y su entusiasmo ante la belleza de ese nuevo mundo. Para él, la naturaleza tropical no era un descubrimiento. En Mauricio, en los barrancos, debajo del puente de Moka, el río Terre Rouge no era diferente de lo que encontraba río arriba. Pero ese país era inmenso y todavía no pertenecía totalmente a los hombres. En sus fotos aparecían la soledad, el abandono, la impresión de haber llegado a la orilla más lejana del mundo. Desde el desembarcadero de Berbice, fotografió la extensión color humo por la que se deslizaba una piragua, contra un pueblo de palastro cubierto de árboles enclenques. Su casa, una especie de chalet de tablas sobre pilotes, al borde una ruta vacía, flanqueada por una única palmera absurda. O también la ciudad de Georgetown, silenciosa y dormida en el calor, las casas blancas con los postigos cerrados al sol, rodeadas de las mismas palmeras, emblemas obsesivos de los trópicos.
Las fotos que le gustaba sacar a mi padre son las que muestran el interior del continente, la fuerza inaudita de los rápidos que su piragua debía remontar, impulsada por rollizos, al lado de escalones de piedra o agua en cascada, con las paredes sombrías de la selva en cada orilla. Las caídas de Kaburi, en el Mazaruni, el hospital de Kamakusa, las casas de madera a lo largo del río y los negocios de los buscadores de diamantes. Y, de pronto, una bonanza en un brazo del Mazaruni, un espejo de agua que centellaba y arrastraba a la ensoñación. En la foto aparecía la roda de la piragua que bajaba por el río, yo la miraba y sentía el viento, el olor del agua; a pesar del fragor del motor escuchaba el rechinar incesante de los insectos en la selva, percibía la inquietud que nacía al acercarse la noche. En la desembocadura del río Demerara, un sistema de poleas cargaba el azúcar demerara a bordo de cargueros oxidados. Y en una playa, donde van a morir las olas de la estela, dos niños indios me miraban, uno de unos seis años y su hermana apenas un poco mayor, los dos con el vientre distendido por la parasitosis, los cabellos muy negros cortados a la taza, al ras de las cejas, como yo a su edad. De su estadía en Guyana mi padre sólo traerá el recuerdo de esos dos niños indios, de pie al borde del río, que lo observaban haciendo alguna mueca a causa del sol. Y esas imágenes de un mundo todavía salvaje entrevisto a lo largo de los ríos. Un mundo misterioso y frágil donde reinaban las enfermedades, el miedo, la violencia de los buscadores de oro y de tesoros, donde se escuchaba el canto de la desesperanza del mundo amerindio que estaba por desaparecer. ¿Si todavía viven en qué se habrán convertido ese chico y esa chica? Deben ser viejos, cercanos al término de la existencia.
Más tarde, mucho tiempo después, fui a mi vez al país de los indios, a los ríos. Conocí niños semejantes. Sin duda, el mundo había cambiado mucho, los ríos y las selvas eran menos puras que en la época de la juventud de mi padre. Sin embargo, me pareció comprender el sentimiento de aventura que experimentó al desembarcar en el puerto de Georgetown. Yo también compré una piragua, viajé de pie en la proa, con los dedos de los pies separados para agarrarme mejor al borde, balanceando la larga percha en mis manos, mirando los cormoranes que volaban delante de mí, escuchando el viento que soplaba en mis orejas y los ecos del motor fuera de borda que se hundían detrás de mí en el espesor de la selva. Al observar la foto que había tomado mi padre delante de la piragua, reconocía la proa con la punta un poco cuadrada, la cuerda de amarre enroscada y, colocada a través en el casco, para servir ocasionalmente de banqueta, el canalete, el remo indio de pala triangular. Y delante de mí, en la punta de la larga "calle" del río, se cerraban las dos murallas negras de la selva.
Cuando volví de las tierras indias, mi padre ya estaba enfermo, encerrado en su silencio obstinado. Recuerdo el brillo de sus ojos cuando le conté que había hablado de él con los indios, y que lo invitaban a volver a los ríos, que a cambio de su saber y de sus medicamentos le ofrecían casa y comida durante todo el tiempo que quisiera. Sonrió apenas y creo que dijo: "Hace diez años hubiera ido". Era demasiado tarde, el tiempo no se remonta ni aun en los sueños.
Guyana preparó a mi padre para África. Después de todo el tiempo que pasó en los ríos, no podía volver a Europa, menos aún a la isla Mauricio, ese pequeño país donde se sentía limitado entre gente egoísta y vanidosa. Se acababa de crear un puesto en África occidental, bajo mandato británico, en la franja de tierra quitada a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial que comprendía el este de Nigeria y el oeste de Camerún. Mi padre se presentó como voluntario. A comienzos de 1928, estaba en un barco que recorría la costa de África con destino a Victoria, en la bahía de Biafra.
El mismo viaje que hice, veinte años más tarde, con mi madre y mi hermano para reunimos con mi padre en Nigeria después de la guerra. Pero él no era un niño que se dejaba llevar por la corriente de los acontecimientos. Tenía entonces treinta y dos años, era un hombre endurecido por dos años de experiencia médica en América tropical, conocía la enfermedad y la muerte y se codeaba con ellas, cada día, con urgencia y sin protección. Su hermano Eugéne, que había sido médico en África antes que él, le dijo por cierto: no es un país fácil. Sin duda, Nigeria, ocupada por el ejército británico, estaba "pacificada". Pero era una región donde la guerra era permanente, guerra de los hombres entre sí, guerra de la pobreza, guerra de los malos sueldos y de la corrupción heredados de la colonización, y, sobre todo, guerra microbiana. En Calabar, en Camerún, el enemigo ya no era el Aro Chuku y su oráculo, ni los ejércitos de los fulanis y sus largas carabinas llegadas de Arabia. Los enemigos se llamaban kwashiorkor, bacilo vírgula, tenia, bilharzia, viruela, disentería amebiana. Frente a estos enemigos, su equipo médico debió parecerle muy pobre a mi padre. Escalpelo, pinzas Clamp, trepanador, estetoscopio, torniquetes y algunos instrumentos básicos, como la jeringa de latón con la que más tarde me puso las vacunas. No existían los antibióticos ni la cortisona. Las sulfamidas eran raras y los polvos y ungüentos se parecían a pociones de brujo. La cantidad de vacunas, para combatir las epidemias, era muy limitada, y el territorio que debía recorrer para librar esta batalla contra las enfermedades, inmenso. Al lado de lo que le esperaba a mi padre en África, las expediciones para remontar los ríos de Guyana debieron de parecerle paseos. Se quedará en África occidental veintidós años, hasta el límite de sus fuerzas. Allí conocerá todo, desde el entusiasmo del comienzo, el descubrimiento de los grandes ríos, el Níger, el Benue, hasta las tierras altas de Camerún. Compartirá el amor y la aventura con su mujer, a caballo por los senderos de montaña. Después la soledad y la angustia de la guerra, hasta el desgaste, hasta la amargura de los últimos momentos, ese sentimiento de haber superado la medida de una vida.
Todo esto lo comprendí sólo mucho más tarde cuando partí, como él, para viajar por otro mundo. No lo leí en los pocos objetos, máscaras, estatuitas y algunos muebles que trajo del país ibo y de las llanuras herbosas de Camerún. Tampoco mirando las fotos que tomó durante los primeros años, cuando llegó a África. Lo supe al redescubrir, al aprender a leer mejor los objetos de la vida cotidiana que nunca lo habían abandonado ni aun en su jubilación en Francia: esas tazas, esos platos de metal esmaltado de azul y blanco hechos en Suecia, los cubiertos de aluminio con los que había comido durante todos esos años, esos bols encastrados que usaba en el campo y en las cabañas de paso. Y todos los otros objetos, marcados, abollados por el traqueteo, que conservaban las huellas de las lluvias diluvianas y la decoloración especial del sol en el ecuador, objetos de los que se había negado a desprenderse y que, a sus ojos, valían más que cualquier chuchería o recuerdo folclórico. Sus valijas de madera con precintos de hierro cuyos goznes y cerraduras había pintado varias veces y sobre las que todavía se leía la dirección del puerto de destino final: General Hospital, Victoria, Cameroons. Además de esos bultos dignos de un viajero de la época de Kipling o de Julio Verne, tenía toda una serie de cajones de lustrabotas y panes de jabón negro, lámparas de petróleo, quemadores de alcohol, y las grandes cajas de galletitas "Marie" de hierro en las que guardó, hasta el final de su vida, el té y el azúcar en polvo. También su instrumental de cirujano que utilizaba en Francia para cocinar: cortaba el pollo con el escalpelo y servía con una pinza Clamp. Y por fin, los muebles, no esos famosos taburetes y los tronos monóxilos del arte negro. Prefería su viejo sillón plegadizo de tela y bambú que había transportado de una cabaña de paso a otra por todos los caminos de montaña, y la pequeña mesa con tabla de rollizo que servía de soporte para su radio, con la cual, al final de su vida, escuchaba cada tarde a las siete las informaciones de la BBC: Pom pom pom pom! British Broadcasting Corporation, here is the news!
Era como si nunca hubiera dejado África. A su regreso a Francia había conservado las costumbres de su oficio, levantarse a las seis, vestirse (siempre con su pantalón de tela caqui), zapatos lustrados, sombrero en la cabeza, para ir a hacer las compras al mercado como antes hacía la visita a las camas del hospital y regreso a su casa a las ocho para preparar la comida con la minucia de una intervención quirúrgica. Había conservado todas las manías de los ex militares. El hombre que había recibido el entrenamiento de médico para países lejanos: ser ambidestro, capaz de operarse a sí mismo utilizando un espejo o de reducir su hernia. El hombre con las manos callosas de los cirujanos, que podía serruchar un hueso o entablillar, que sabía hacer nudos y empalmes, ese hombre que sólo utilizaba su energía y su saber en tareas minúsculas e ingratas que se negaban a hacer la mayoría de los jubilados; con el mismo cuidado, lavaba los platos, reparaba las baldosas rotas de su departamento, lavaba su ropa, zurcía sus calcetines, construía bancos y estantes con la madera de los cajones. África le había impreso una marca que se confundía con las huellas dejadas por la educación espartana de su familia en Mauricio. El traje occidental que usaba cada mañana para ir al mercado debía pesarle. Apenas volvía a su casa, se ponía una ancha camisa azul a la manera de las túnicas de los hausas del Camerún que llevaba hasta la hora de acostarse. Así lo vi al final de su vida. Ya no el aventurero ni el militar inflexible, sino un hombre viejo desterrado, exiliado de su vida y de su pasión, un superviviente.
Para mi padre, África empezó cuando llegó a la Costa de Oro, a Accra. Imagen característica de la Colonia: desembarcaban a los viajeros europeos vestidos de blanco con casco Cawnpore en un barquito y los transportaban a tierra a bordo de una piragua guiada por negros. Esta África no era muy exótica: era sólo la estrecha franja que sigue el contorno de la costa, desde la punta de Senegal hasta el golfo de Guinea, y que conocían todos los que llegaban de las metrópolis para hacer negocios y enriquecerse prontamente. Una sociedad que, en menos de medio siglo, se arquitecturó en castas, lugares reservados, prohibidos, privilegios, abusos y beneficios. Banqueros, agentes comerciales, administradores civiles o militares, jueces, policías y gendarmes. Alrededor de ellos, en las grandes ciudades portuarias, Lomé, Cotonou, Lagos, como en Georgetown en Guyana, se creó una zona limpia, lujosa, con céspedes impecables, canchas de golf y palacios de estuco o de maderas preciosas en vastos palmerales, al borde de un lago artificial, como la casa del director del servicio médico en Lagos. Un poco más lejos, el círculo de los colonizados, con el andamiaje complejo que han descrito Rudyard Kipling para la India y Rider Haggard para el África oriental. Es la franja doméstica, el elástico colchón de intermediarios, escribanos, mensajeros, ujieres, servidores (¡las palabras no faltan!), vestidos a medias a la europea, con zapatos y paraguas negros. Y finalmente, el exterior es el océano inmenso de los africanos, que sólo conocen de los occidentales sus órdenes y la imagen casi irreal de un auto con carrocería negra que circula a gran velocidad en medio de una nube de polvo y que cruza tocando bocina sus barrios y sus pueblos.
Esa es la imagen que mi padre detestó. El había roto con Mauricio y su pasado colonial, y se burlaba de los plantadores y de sus aires de grandeza; él, que había huido del conformismo de la sociedad inglesa, para la que un hombre valía sólo por su tarjeta; él que había recorrido los ríos salvajes de Guyana, que había vendado, cosido, curado a los buscadores de diamantes y a los indios subalimentados; ese hombre no podía sino sentir náuseas por el mundo colonial y su injusticia presuntuosa, sus cócteles parties y sus golfistas de traje, su domesticidad, sus amantes de ébano, prostitutas de quince años que entraban por la puerta de servicio, y sus esposas oficiales muertas de calor que por unos guantes, el polvo o la vajilla rota descargaban su rencor en la servidumbre.
¿Hablaba de esto? ¿De dónde me viene esta instintiva repulsión que sentí desde la infancia por el sistema colonial? Sin duda, capté una palabra, una reflexión, a propósito de las ridiculeces de los administradores, como el oficial de distrito de Abakaliki que mi padre a veces me llevaba a ver, que vivía en medio de su grupo de pequineses alimentados con lomo y masas y que bebían únicamente agua mineral. O bien los relatos de los blancos importantes que viajaban en convoyes, a la caza de leones y elefantes, armados con fusiles de mira telescópica y balas explosivas y que, cuando se cruzaban con mi padre en comarcas perdidas, lo tomaban por un organizador de safaris y le preguntaban sobre la presencia de animales salvajes, a lo que mi padre respondía: "Desde hace veinte años que estoy aquí y no he visto ni uno, a menos que hablen de serpientes y de buitres". O también el oficial de distrito destinado a Obudu, en la frontera de Camerún, que se divertía haciéndome tocar las calaveras de los gorilas que había matado y me mostraba la colina detrás de sí asegurando que a la tarde se escuchaba el escándalo que provocaban los grandes simios golpeándose el pecho. Y, sobre todo, la imagen obsesiva que conservé, en la ruta que llevaba a la pileta de Abakaliki, de la cohorte de prisioneros negros encadenados, avanzando con paso cadencioso, custodiados por policías armados con fusiles.
¿Tal vez fue la mirada de mi madre sobre ese continente a la vez tan nuevo y tan maltratado por el mundo moderno? No recuerdo lo que ella nos decía, a mi hermano y a mí, cuando nos hablaba del país donde había vivido con mi padre, donde debíamos volver un día. Sólo sé que, cuando mi madre decidió casarse con mi padre e ir a vivir a Camerún, sus amigas parisienses le dijeron: "¿Cómo, entre los salvajes?", y que ella, después de todo lo que mi padre le había contado, sólo pudo contestar: "¡No son más salvajes que la gente de París!".
Después Lagos, Owerri y Abo, no lejos del río Níger. Ya mi padre estaba lejos de la zona "civilizada". Estaba frente a los paisajes del África ecuatorial tal como los describe André Gide en su Viaje al Congo (más o menos contemporáneo de la llegada de mi padre a Nigeria): la extensión del río, vasto como un brazo de mar por el que navegaban piraguas y barcos con paletas, y los afluentes, la orilla de Ahoada con sus "sampanes" de techos de palmeras, impulsados por perchas, y más cerca de la costa, la orilla de Calabar, la abertura del pueblo de Obukun, creado a machetazos en el espesor de la selva. Ésas fueron las primeras imágenes que recibió mi padre del país donde pasaría la mayor parte de su vida, del país que se convertiría, por fuerza y por necesidad, en su verdadero país.
Imagino su exaltación al llegar a Victoria después de veinte días de viaje. En la colección de clichés tomados por mi padre en África hay una foto que me emociona especialmente porque es la que eligió agrandar para hacer un cuadro. Traduce su impresión de entonces, de estar en el comienzo, en el umbral de África, en un lugar casi virgen. Muestra la desembocadura del río, en el lugar donde el agua dulce se mezcla con el mar. La bahía de Victoria dibuja una curva que termina en una punta de tierra donde las palmeras se inclinan en el viento de alta mar. El mar se estrella en las rocas negras y va a morir a la playa. Las brumas que trae el viento recubren los árboles de la selva y se mezclan con el vapor de la ciénaga y del río. Hay misterio y salvajismo, a pesar de la playa y a pesar de las palmeras. En primer plano, muy cerca de la orilla, se ve la cabaña blanca en la que mi padre vivió al llegar. No por azar mi padre utilizaba para designar a esas cabañas de paso africanas la palabra muy mauriciana de "campamento". Si ese paisaje lo llama, si todavía hace latir mi corazón es porque podría estar en Mauricio, en la bahía de Tamarin, por ejemplo, o bien en el cabo Malheureux donde en su infancia a veces mi padre iba de excursión. ¿Tal vez creyó, en el momento de llegar, que iba a reencontrar algo de la inocencia perdida, el recuerdo de esa isla que las circunstancias habían arrancado de su corazón? ¿Cómo no lo iba a pensar? Era la misma tierra roja, el mismo cielo, el mismo viento constante del mar y, en todas partes, en los caminos, en los pueblos, los mismos rostros, las mismas risas de chicos, la misma despreocupación indolente. De alguna manera, una tierra de origen donde el tiempo habría retrocedido, habría destejido la trama de errores y traiciones.
Por eso, yo sentía su impaciencia, su gran deseo de penetrar en el interior del país para empezar su oficio de médico. Desde Victoria, las pistas lo llevaron a través del monte Camerún hacia las altas mesetas donde debía ocupar su puesto, en Bamenda. Allí trabajará durante los primeros años, en un hospital medio en ruinas, un dispensario de las buenas hermanas holandesas, con paredes de barro seco y techo de palmeras. Allí va a pasar los años más felices de su vida.
Su casa era Forestry House, una verdadera casa de madera de un piso, cubierta por un techo de hojas que mi padre va a dedicarse a reconstruir con el mayor cuidado. Abajo, en el valle, no lejos de las prisiones, se encontraba la ciudad hausa con sus murallas de adobe y altas puertas, como lo estaba en la época de gloria de Adamaua. Un poco separada, la otra ciudad africana, el mercado, el palacio del rey de Bamenda, y la casa de paso del oficial de distrito y de los oficiales de Su Majestad (sólo fueron una vez, para condecorar al rey). Una foto tomada por mi padre, sin duda un poco satírica, muestra a esos señores del gobierno británico, duros en sus shorts y sus camisas almidonadas, con casco, las pantorrillas moldeadas por sus medias de lana, mirando el desfile de los guerreros del rey, con taparrabos, la cabeza decorada con piel y plumas, blandiendo sus azagayas.
Victoria (en la actualidad, Lembé)
Después de su casamiento mi padre llevó a mi madre a Bamenda y Forestry House fue su primera casa. Instalaron sus muebles, los únicos muebles que alguna vez compraron y que llevaron con ellos a todas partes: mesas, sillones tallados en troncos de iroko, decorados con esculturas tradicionales de las altas mesetas del oeste de Camerún, leopardos, monos, antílopes. La foto que sacó mi padre de su salón de Forestry House muestra una decoración muy "colonial"; sobre la campana de la chimenea (hacía frío en Bamenda en invierno) está colgado un gran escudo de piel de hipopótamo, con dos lanzas cruzadas. Con toda verosimilitud se trata de objetos dejados allí por un anterior ocupante, porque no se parecen a los que mi padre podía buscar. Por el contrario, los muebles esculpidos lo acompañaron hasta Francia. Pasé una gran parte de mi infancia y de mi adolescencia en medio de esos muebles, sentado en los taburetes para leer los diccionarios. Jugué con las estatuas de ébano, con las campanillas de bronce, utilicé los cauris como tabas. Para mí, esos objetos, esas maderas esculpidas y esas máscaras colgadas en las paredes en absoluto eran exóticas. Eran mi parte africana, prolongaban mi vida y, de cierta manera, la explicaban. Y antes de mi vida, hablaban del tiempo en que mi padre y madre habían vivido allí, en ese otro mundo donde habían sido felices. ¿Cómo decirlo? Sentí asombro, y hasta indignación cuando, mucho después, descubrí que esos objetos podían haber sido comprados y colocados por gente que nada de eso habían conocido, para los que significaban nada, y aun peor, para quienes esas máscaras, esas estatuas y esos tronos no eran cosas vivas, sino la piel muerta que a menudo se llama "arte".