Por un instante, Tracy tuvo ganas de volverse y echar a correr. Pero entonces avanzó unos pasos hacia la puerta, a la derecha, para espiar a través de la abertura.
Alcanzó a ver la mesa que había a los pies de la cama de Frank. Sobre la mesa había un tablero de ajedrez, y sobre el tablero estaban dispuestas una media docena de piezas. Una mano levantó una y luego la depositó en una casilla diferente.
Tracy se acercó más a la puerta y una voz le dijo:
– Pase, Tracy.
Era la voz del inspector Bates.
Tracy entró. Bates estaba solo, sentado en una silla junto a la mesa; no levanto la vista del tablero. Tracy observó primero el rostro concentrado de Bates, y después la disposición de las piezas.
– Estaban puestas así -le comentó Bates-. Parece un problema. No parece probable que sea una posición de cierre. Quizá se pueda terminar la partida en dos movimientos. Pero no he logrado descubrir cual es la clave.
– Es un problema que se resuelve en dos movimientos -le explicó Tracy-. Logré solucionarlo. La clave está en…, ¿quiere que se lo diga?
– Adelante, me quitará una preocupación de encima. Tengo otras cosas en que pensar.
– Caballo a torre cuatro.
– Ya lo intenté. Pero, ¿no la neutraliza el movimiento del peón? ¿Cómo pueden las blancas dar jaque mate si las negras mueven el peón?
– Las negras no pueden mover el peón. Al moverse el caballo, el peón tiene por fuerza que quedarse donde está, porque, si se moviera, se produciría el jaque.
Bates chasqueó los dedos y dijo:
– Estoy ciego, más ciego que un murciélago. -Levantó la vista del tablero y añadió-: Y usted tampoco ha sido muy listo, Tracy, dándole ese susto a la señora M.
– Era el único modo de hacerla callar -arguyó Tracy con una sonrisa socarrona-. Aunque espero no haber estado demasiado convincente.
La sonrisa se le borró de los labios al observar los ojos de Bates… Eran fríos, hostiles y calculadores. Bates se dio unos golpecitos en la solapa izquierda de la chaqueta, y le dijo:
– Le estuve apuntando con el revólver hasta que la mujer llegó al ascensor.
Tracy soltó un silbido ahogado.
– ¿De veras pensó usted que…?
– No trataba de pensar. No quería correr riesgos. En cuanto a este problema de ajedrez, ¿se lo enseñó usted a Hrdlicka?
– No. Se publicó en el Blade. Cada día sale uno. Ése estaba en la edición matutina de ayer. Oiga…
– ¿Qué?
– Verá, es sólo una idea. La primera edición que llevaba ese problema salió a la calle a las once de la noche del martes. Si Frank colocó las piezas en el tablero, y la verdad es que habría sido una tontería que lo hiciese el asesino, entonces sabemos con certeza que la muerte se produjo después de medianoche.
Quiero decir, que Frank tuvo necesariamente que haber salido a comprar el diario después de las once, y debió de haber tenido tiempo de regresar aquí y ponerse a trabajar en el problema.
– Encontramos aquí una edición del Blade del miércoles. Aunque no la necesitamos para probar que murió después de medianoche. Ya tenemos el informe de la autopsia.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Alrededor de las tres de la madrugada. Entre las dos y las cuatro, si agregamos una hora por cada lado para mayor seguridad. Sin embargo, el doctor Merkel llega a ser más exacto, según él ocurrió entre las tres y diez y las tres y cuarto.
– Eso es pasarse de exacto -comentó Tracy-, para tratarse de una autopsia practicada, por lo menos, doce horas después de la muerte.
– Tendría usted razón, si no contáramos con un detalle más. A medianoche, Hrdlicka bajó a comer algo al bar de Thompson, que esta en la esquina; el camarero lo conocía. De modo que sabemos lo que comió por última vez y cuándo. El médico dice que la digestión de la última comida ingerida duró unas tres horas.
Tracy se sentó en el borde de la cama y dijo:
– Sería entonces cuando compró el diario. Volvió aquí, colocó las piezas de ajedrez planteando el problema y quizá lo estudió durante un rato. Yo diría que no lo resolvió, porque de haberlo hecho habría guardado las piezas. Se desvistió para irse a dormir y…, ¿no decían los diarios que la cama había sido usada?
– Lo dijo uno de ellos. Pero no era cierto. Tuvo que haber estado despierto cuando llegó el asesino. Probablemente, leyendo; sobre la cama había un libro abierto, como si Frank lo hubiera dejado allí para ir a abrir la puerta.
Tracy asintió despacio y entonces preguntó:
– ¿Lo acuchillaron a través de la camisa de dormir?
– Sí, ¿por qué?
– Entonces, es casi seguro de que lo hizo un hombre, inspector.
– Puede ser, pero, ¿por qué?
– Porque fue a abrirle al visitante sin ponerse nada encima de la camisa de dormir. Si se hubiese tratado de una mujer, se habría puesto los pantalones o una bata, ¿no?
– Tal vez. A menos que tuviera con esa mujer una relación bastante íntima. ¿Cómo sabemos que no tenía amoríos con alguna mujer del edificio que bajaba de noche para verlo? Quizá se quedó levantado hasta tan tarde para esperarla.
– No. Conocía a Frank bastante bien, y no creo que tuviera amoríos con nadie. Y, aunque los hubiera tenido, se habría puesto una bata o algo más, aparte de la camisa de dormir, para ir a abrirle a una mujer. Una camisa de dormir no es una prenda romántica, inspector. Un hombre esperaría en pijama una cita con una prostituta, pero sólo un patán lo haría en camisa de dormir. Y Frank no era ningún patán.
Bates rió entre dientes y reconoció:
– Quizá no le falte razón. De todos modos, nunca nos planteamos seriamente que se tratara de una mujer. Por una parte, tendría que haber sido bastante robusta para haber podido meterlo en el hogar de la caldera.
– ¿Quiere acompañarme a tomar una copa, inspector? -inquirió Tracy poniéndose en pie-. ¿O no tiene costumbre de beber con sus sospechosos?
– Siempre bebo con mis sospechosos -repuso Bates, cortante-, les afloja la lengua. Pero lo dejaremos para otro día. Llegué poco antes de que usted y la señora Murdock representaran su programa terror junto a la caldera. Y todavía me queda mucho trabajo por hacer.
– ¿Qué, por ejemplo?
– Repasar todos los libros, los papeles y demás. No sé qué estoy buscando. Cualquier cosa que pueda darme una idea o una pista. Empecé por el tablero de ajedrez, porque estaba más a mano. Ahora ya sé que se trataba de un problema, y sé de dónde salió; seguiré adelante.
Bates había comenzado a trabajar sistemáticamente por el lado derecho de la estantería cuando Tracy se marchó.
Seguía lloviznando cuando salió a la calle, y después de mirar en ambas direcciones en busca de un taxi, Tracy se subió el cuello de la americana y echó a andar en dirección al centro. Sin ningún destino especial en mente. Ni siquiera con unas ganas especiales de beber, aunque sabía que acabaría haciéndolo.
¿Qué diablos era lo que había estado a punto de preguntarle a Bates, y se le había olvidado? La pregunta lo estuvo siguiendo durante dos manzanas hasta que lo recordó. El nombre de Walther Mueller que Bates le había mencionado; ¿quién rayos era Walther Mueller?
Lo único que Bates le había dicho durante la conversación telefónica era que el nombre «había surgido en el curso de nuestra investigación». Acto seguido, Bates le había preguntado si él había estado en la ciudad durante la primera semana de junio.
¿Habría alguna conexión entre las dos preguntas, entre el nombre y la fecha? De ser asi…
En la esquina siguiente giró hacia el Este, y al cabo de tres manzanas se encontró delante del edificio del Blade. No utilizó la entrada principal, sino que se dirigió a la parte trasera por la plataforma de carga, hasta la puerta que llevaba al departamento de circulación.
Ray Beckman, empleado de circulación del turno de noche, trabajaba en un informe. Levantó la mirada y saludó:
– Hola, Tracy. ¿Quieres un puesto de vendedor de periódicos?
– Podríamos intentarlo, si tuvieras una ruta abierta. Oye, Ray, ¿tienes la llave del archivo?
– Claro. ¿Buscas algo?
– ¿Podrías conseguirme las ediciones de la primera semana de junio?
– Claro. No te vayas.
Beckman fue hasta el fondo del pasillo, y regresó al cabo de unos minutos con una pila de diarios.
Tracy se los metió debajo del brazo y le dijo:
– Gracias, Ray. ¿Tienes tiempo de escaparte y tomarte un traguito?
Beckman echó un vistazo al reloj y, con cara de pena, sacudió la cabeza.
– Los camiones están a punto de llegar para recoger la edición del norte del Estado. Lo dejaremos para otra ocasión. ¿Cómo es que ya no se te ve en el bar de Barney?
– Iba hacia allí en este momento -le dijo Tracy-. Me quedaré una hora más o menos, por si logras encontrar un hueco.
Antes de salir del edificio se dirigió a la puerta de la imprenta, y se quedó allí un momento. Las dos enormes rotativas, de más de treinta metros de largo, estaban girando. Hacía mucho tiempo que Tracy las había visto por última vez, pero, como siempre, lo hipnotizaron un poco.
Su tronar, y el olor a tinta fresca. Los cilindros girando vertiginosos, y el interminable papel blanco.
Se recuperó del efecto al cabo de un minuto, y volvió a salir para dirigirse a la esquina donde estaba el bar de Barney.
Barney se acercó por detrás de la barra y se quedó mirándolo.
– Si la vista no me falla, es Tracy. Cuánto tiempo sin verte.
– Cuánto tiempo sin beber -repuso Tracy-. Un «Blue Label», Barney. ¿Qué tal va el negocio?
– No es igual desde que dejaste de trabajar.
– ¡Y un cuerno, dejé de trabajar! Para que sepas…
Pero Barney se había marchado ya al otro extremo de la barra, en busca de la botella de «Blue Label».
Con la segunda copa, Tracy empezó a leer el primer diario de la pila de siete que había dejado en el taburete de al lado. Decidió que en primer lugar echaría una mirada a los titulares. Si con eso no lograba encontrar lo que quería, tendría que hacer una segunda lectura más pausada, y repasar también la letra pequeña.
En el primer diario no encontró ningún titular que le sugiriera nada. Tampoco en el segundo ni en el tercero.
Barney regresó a su lado justo cuando se disponía a coger el cuarto periódico.
– Invita la casa, Tracy -le dijo, y le llenó la copa de «Blue Label»-. Sin bromas, Tracy, uno de los muchachos me contó que trabajabas en una casa de putas. ¿Dónde está?
Tracy se disponía a levantar la copa. Volvió a dejarla sobre la barra. Examinó el rostro de Barney, pero no logró descubrir en él engaño alguno.
– Algunos la llaman radio, Barney -repuso Tracy- ¿Quién te lo dijo?
– Uno de los muchachos -repuso Barney sacudiendo la cabeza-. No te diré quién. ¿Cantas, o qué?
– Escribo. Los millones de Millie.
– ¿Es un programa?
– Le han puesto calificativos peores. Pregúntale a tu mujer de qué va, ella te lo dirá.
– No estoy casado.
– Entonces, cásate, y después pregúntaselo a tu mujer. ¡Salud!
Entró otro cliente, un extraño, y Barney fue a atenderlo. Tracy cogió el cuarto periódico. Aparecía un titular a dos columnas en la parte inferior de la primera plana, que decía así:
JOYERO ASESINADO EN LA HABITACIÓN DE UN HOTEL
Podía ser eso. Era eso. Tracy avistó el nombre del joyero cerca de la parte superior del texto. Inspiró hondo, y leyó el artículo con sumo cuidado.
Un tal Walther Mueller, joyero mayorista, recién llegado a Nueva York procedente de Rio de Janeiro, Brasil, había sido atracado y asesinado en una habitación del «Hotel Jarvis», de la Sexta Avenida. Acababa de desembarcar del avión «Bermuda Clipper» en el aeropuerto La Guardia, y se había dirigido al hotel en un taxi. Levaba en su habitación menos de una hora cuando tuvo lugar el crimen; fue descubierto una hora y media después de haberse registrado, y al parecer llevaba muerto alrededor de una hora.
Tracy comprobó qué edición estaba leyendo, y calculó que la noticia se había producido apenas media hora antes del cierre de esa edición. Eso explicaba la escasez de detalles; sin duda, en el diario del día siguiente encontraría más.
Efectivamente. La nota había sido arrinconada a la página seis porque nada nuevo había ocurrido pero, a pesar de ello, había algún detalle mas.
Mueller había nacido en Bélgica, pero era ciudadano brasileño. Había vivido en Río de Janeiro durante muchos años -desde 1928- y durante diez había trabajado como joyero independiente. Una semana antes, había concluido con el proceso de cierre de su negocio. Su intención era retirarse, y había viajado a los Estados unidos con ese fin, con una visa turística, pero con la intención expresa de adquirir la ciudadanía si las autoridades se la concedían.
Había vendido sus propiedades antes de abandonar Brasil, salvo un collar de perlas que se encontraba en poder de las autoridades aduaneras a la espera de una tasación, y unas cuantas joyas de uso personal. Entre estas últimas se encontraban (se supo gracias al informe de la Aduana) un reloj valorado en doscientos dólares, y un anillo con un diamante de medio quilate valorado en trescientos dólares, que el asesino había robado. También se había llevado el dinero que la víctima tenía en la billetera, pero dejó un giro bancario no negociable por valor de veinte mil dólares.
Según todos los indicios, el móvil había sido el robo. La Policía creía que había sido seguido desde el aeropuerto por alguien que estaba al tanto de su identidad, y que quizá supiera que llevaba consigo un collar de perlas para venderlo. Estaba valorado en, aproximadamente, unos quince mil dólares, un trabajo bastante atractivo para cualquier ladrón de joyas.
La muerte la había provocado un objeto contundente, quizás una cachiporra. La Policía creía que el asesino había accedido a la habitación de Mueller con un pretexto cualquiera (posiblemente haciéndose pasar por un empleado del hotel), y lo había derribado de un golpe.
La Policía creía también que la muerte había sido accidental y que, posiblemente, el asesinato no había sido premeditado. El golpe no había sido lo bastante fuerte como para matar a un hombre corriente, pero había sido fatal para Mueller, quien, como consecuencia de una anterior fractura de cráneo, era particularmente susceptible a los golpes en la cabeza.
La Policía investigaba a conocidos ladrones de joyas.
Tracy releyó el resto de los diarios de la semana y no encontró ninguna otra nota sobre el caso. Al parecer, no se había logrado avanzar más en la investigación…, al menos no en ese lapso de tiempo.
Tracy dejó el último de los periódicos en el taburete que tenía al lado, y permaneció en el suyo mirándose ceñudo en el espejo que cubría la pared de detrás de la barra.
No lograba encontrar ninguna relación entre Walther Mueller y los dos asesinatos ocurridos en los últimos días. ¿Por qué diablos le habría preguntado Bates si conocía ese nombre?
¿Quizá porque Mueller era joyero, y en uno de sus guiones de El asesinato como diversión aparecía un joyero? En ese caso, le resultaba un tanto traído de los pelos. Por un lado, había ocurrido hacía más de dos meses, y a una persona desconocida, un extranjero. Y el método…, no estaba muy seguro, porque había escrito el guión hacía tiempo, pero creía que a su joyero lo habían matado de un disparo, y no de un cachiporrazo.
No, estaba claro que no había relación alguna.
Los asesinatos de Dineen y Frank tenían ciertas cosas en común que le faltaban al asesinato del joyero. En primer lugar, en apariencia eran crímenes sin motivo, mientras que en el caso de Mueller, el móvil era evidente. En segundo lugar, Tracy había conocido a Frank y a Dineen, pero no a Mueller. En tercer lugar, no había una coincidencia en el método, como en el caso del traje de Papá Noel y la utilización de la caldera para deshacerse del cadáver.
Esos asesinatos habían sido (al menos en parte) una puesta en escena de sus guiones. Si se unía todo eso a los demás factores de cada caso, ambos eran algo más que una mera coincidencia.
Pero el asesinato de un joyero, ocurrido hacia más de dos meses, ni siquiera era un hecho lo bastante cercano en el tiempo como para ser una coincidencia. En una ciudad del tamaño de Nueva York, de tanto en tanto debían de morir asesinados montones de joyeros.
Sí, Bates se había limitado a buscar la última muerte violenta de un joyero, y después le había mencionado el nombre a Tracy para comprobar si se producía alguna reacción.
«De modo que olvídalo», pensó Tracy. Ya había perdido demasiado tiempo.
– Barney -aulló-, ¿qué es lo que demora tanto nuestras copas?
Resultó que no había nada que demorara las copas. Tres copas más tarde, Beckman no se había presentado. Tampoco había aparecido ninguno de los muchachos del departamento editorial del Blade. Tracy se marchó.
Seguía lloviendo. Decidió mandar al diablo a la lluvia y caminar. Ya sabía adónde quería ir.
Stanislaus (Stan, según rezaba en el letrerito de la barra) estaba solo cuando entró Tracy.
– ¡Señor Tracy! -exclamó. Le sonrió y se sonrojó a un tiempo-. No sabe usted cómo me alegro de que haya venido. Pensaba ir a verlo en cuanto tuviera una tarde libre. Incluso pensé en cerrar esta noche para ir a su casa. Le debo una disculpa como la copa de un pino.
– No te preocupes -le dijo Tracy-. Cuando recuerdo lo que dije y lo que debiste haber pensado, me sorprendo de que no me hicieras algo peor.
Stan Hrdlicka sacudió la cabeza y replicó:
– No tuve tiempo a hacerle nada peor. Ese policía entró corriendo en cuanto le…, bueno, olvidémoslo, no quiero pensar en lo que podría haber pasado si ese poli no hubiera intervenido.
– Olvidémoslo, Stan. Mira, quiero hablar de…
– Espere -le pidió Stan. Salió de detrás de la barra y se dirigió a la puerta de entrada. La cerró con llave, bajó la persiana y apagó las luces de la parte delantera de la taberna.
– En una noche así de lluviosa no vendrá nadie -le dijo-. Sentémonos a una mesa y…, ¿qué quiere beber? A mí me gusta el «Slivovitz». ¿Prefiere un escocés?
– «Slivovitz» para todo el mundo -repuso Tracy. Se sentó. Stan trajo una botella y vasos, y se sentó delante de él. Los vasos eran anchos y bajos. Stan los llenó.
– En primer lugar -anunció-, por Frank, señor Tracy. -Tracy tuvo que hacer una pausa después de beber menos de la mitad, pero Stan se echó al coleto el vaso de potente aguardiente como si fuera cerveza. Volvió a llenar su vaso y el de Tracy, hasta el borde.
Se inclinó hacia delante y le dijo:
– Frank me habló de usted, señor Tracy. Decía que era la única persona buena en todo el edificio, el único amigo que tenía. Decía que los demás eran unos presuntuosos. De modo que ahora que sé quién es, sé también que no mató a Frank. Frank no habría cometido un error así. Frank era listo.
Tracy asintió.
– Yo, no -prosiguió Stan-. Yo soy un torpe. Frank tenía la fuerza en la cabeza. Yo tengo la fuerza en los hombros y los brazos. Pero soy lo bastante listo como para saber qué haré si encuentro a quien le clavó ese cuchillo a Frank. Y no pienso usar cuchillos. Lo despedazaré con mis propias manos.
Las tendió hacia delante; Tracy les echó un vistazo y no lo dudó.
– Sé cómo te sientes, Stan, pero no sería sensato. Deja que la Policía se encargue de él.
– La Policía -repitió Stan. Apoyó las manos abiertas sobre la mesa, y añadió-: Mire, he leído los diarios. Sé lo de esos guiones que escribió. Pero, ¿qué relación tiene eso con la muerte de Frank?
– No lo sé, Stan.
– Le diré una cosa. Piense que no los leí. Cuéntemelo todo y deje que le haga preguntas. Está todo muy liado. Quizás así logremos aclaramos, ¿eh?
Tracy se mostró dispuesto. Tardó una hora, e iban por la segunda botella de «Slivovitz» cuando terminó.
Stan asintió con la cabeza lentamente, durante un instante, cuando quedó contestada su última pregunta.
– ¿Sabes quién podría ser la muchacha rubia de la que habló Frank? -inquirió Tracy.
– No. Debió de conocerla recientemente, Tracy; de lo contrario, me lo habría contado. Quiero decir, me habría contado que la había conocido, aunque pudiese no decirme quién era. Llevaba dos semanas sin verlo. Enamorarse de una chica…, a Frank le resultaba fácil. Era un hombre…, esto…, ¿cómo se dice?
– ¿Romántico?
– Eso mismo. Era romántico. Del tipo que cuando se enamora lo hace perdidamente y de repente. No quiero decir que fuera un monje. Había tenido sus amoríos, pero para él no significaban nada. Me parece que tenía un lío de ésos, o había tenido uno con alguna mujer del edificio, del Smith Arms.
– ¡Diablos! -exclamó Tracy-. ¿Con quién?
– No lo sé. Sólo sé que, por lo que me contó, no era nada serio, quiero decir, que no estaba enamorado de ella. Era sólo…, bueno, un hombre es humano. ¡Ya sabe a qué me refiero!
– Sé a qué te refieres. ¿Estaba casada? -inquirió Tracy.
– No lo sé. Creo que sí. Cuando supe que habían matado a Frank, fue lo primero que pensé. El marido los encontró juntos o se enteró.
»Sería demasiado simple si fuera así. Quiero decir, era el único móvil, la única razón. La gente mata por amor o por dinero, y Frank no tenía dinero. Pero entonces aparece lo del otro asesinato, y los dos ocurrieron tal y como lo escribió usted en sus guiones. Es una locura, Tracy.
Con tristeza, vació lo que quedaba de la segunda botella de «Slivovitz» en los vasos. Lo hizo con mano firme, y Tracy la observó maravillado. En realidad las observó, porque veía dos manos y dos botellas.
Tracy estaba borracho. Repentinamente se sintió borracho perdido. El bar comenzó a dar vueltas a su alrededor, y parecía formar parte de un inmenso tiovivo que giraba media vuelta en un sentido y otra media en sentido contrario.
Una de las caras de Stan lo miraba con expresión extrañada, la otra, con expresión preocupada. Trató de fijar la vista para unirlas en una sola imagen, pero no pudo.
No era una experiencia nueva, pero nunca antes le había dado tan fuerte ni tan de repente. Se dio cuenta entonces de que nunca antes había bebido un quinto de «Slivovitz», además de unos cuantos whiskies, con el estómago vacío. Se había olvidado por completo de comer.
Se le ocurrió entonces que lo mejor sería ponerse en pie, rápidamente.
No fue una buena idea. Más bien fue un error. Sentado podría haberse mantenido bastante bien, al menos durante un rato. Pero al ponerse en píe el suelo se inclinó traicioneramente bajo sus pies, y él comenzó a caer hacia delante. Aquél fue su último recuerdo consciente: el inicio de su caída. Jamás llegó a enterarse de si logró aterrizar; tampoco se enteró nunca de si Stan logró cogerlo a tiempo.