Aquellos sueños no debían habersele presentado a un perro; y no lo hicieron. Se le presentaron a Bill Tracy.
La nube rosa con una Dotty Todo Hoyuelos, muy rubia y muy escotada, entronizada en ella, y Tracy tratando de trepar para alcanzarla, y el diablito verde apartándolo con un tenedor inmenso y muy puntiagudo, al tiempo que le gritaba:
– ¡No sin permiso de «General»! ¡No sin permiso de «General»!
Y tal como ocurre en los sueños, la mente de Tracy formuló la pregunta sin que sus labios se movieran, y el diablillo le contesto a gritos:
– ¡Motors, imbécil, «General Motors»! Tienes que conseguir permiso de «General» para hacer este programa, porque él es el patrocinador y tu no puedes ser un profesional.
– ¿Un profesional de qué?-se preguntó Tracy, y el diablillo le aulló:
– Un profesional de lo que sea. Ésta es una hora para aficionados y no puedes salir en el programa si eres profesional. -Dicho lo cual, señaló con el pulgar a la escotada Dotty, que estaba a sus espaldas-. ¿Sabes lo que es ésta? ¡Esta es una hora para aficionados y ella es una hurí aficionada!
Y el diablillo verde debió de dejar caer la horquilla, porque aparecía sosteniendo una enorme pancarta que rezaba RISAS, pero Tracy no se rió. La nube rosada se abrió y él cayó dentro de ella con caballo y todo, mientras otra voz gritaba «¡Jaaioo, Silver!» desde la oscuridad del interior de la nube; se oyó el golpetear de los cascos de un caballo y unos disparos, y Tracy apareció en camiseta y calzoncillos ante el escritorio de Wilkins, mientras éste lo observaba con ira a través de sus quevedos y le decía:
– Milliemilliemilliemillie.
Tracy se agachó rápidamente antes de que Wilkins lograra ver cómo iba vestido, o mejor dicho, cómo no iba vestido, y asomó la cabeza por encima del escritorio, para contemplar la cara de Wilkins que se iba poniendo cada vez más amarilla, hasta adquirir exactamente el mismo tono del papel de copias que Tracy tenía sobre su propio escritorio, y cuanto más la observaba, aquella cara iba tornándose más vacía y más cuadrada, hasta convertirse en una hoja de papel amarillo en blanco, en la que podía leerse «Milliemilliemilliemillie», y nada más.
La voz de Wilkins surgía de la hoja de papel amarillo y decía:
– Como comprenderá, señor Tracy, en un…, esto…, en un programa que llega a los hogares norteamericanos no podemos ofrecer la más mínima insinuación de lo que usted ya sabe. Acuérdese de mantenerlo limpio, señor Tracy, limpio como el estupendo detergente en polvo que anunciamos en el programa. Los niños lo piden a gritos, ¿por qué no iba a hacerlo usted?
A medida que hablaba, la hoja amarilla de papel en blanco (exceptuando la línea que rezaba («Milliemilliemilliemillie»), que había sido el rostro de Wilkins, volvía a cambiar para transformarse en una cara de rojas mejillas y luenga barba blanca. Se convertía en una cara o una máscara de Papá NoeI, pero llevaba unos quevedos de oro, y encima de la máscara se veía un gorro rojo y debajo un traje de franela roja, y en el despacho estaba nevando y hacía un frío tremendo para ser agosto, y Tracy, vestido en ropa interior, temblaba y decía: «Sí, señor Wilkins», cada vez que Wilkins hacía una pausa.
Entonces, Wilkins se llevó la mano a la cara, se quitó la máscara y, en lugar de aparecer la carita recatada de Wilkins, se vieron los ojos penetrantes y el rostro de hurón del inspector Bates. Y Bates le decía: «Aquí, debajo del escritorio, tengo un revólver y le estoy apuntando con él, Tracy. Le estaba apuntando mientras hablaba con ella. ¿Qué le parece?»
Bates le hizo su sonrisa invernal y después, envuelto en una ráfaga de nieve, lo miró con sus ojos acerados y le dijo: «Es un problema de dos movimientos, Tracy. Échele un vistazo…, ahí lo tiene, asómese a la ventana.»
Y, sin moverse de donde estaba, Tracy se encontró asomado a la ventana, observando el patio interior de la «KRBY», y el patio era un tablero de ajedrez con monstruosas piezas blancas y negras que eran unas grotescas caricaturas de toda la gente que conocía. Al menos, las blancas. Logró reconocer a Jerry Evers, a Millie Wheeler, al señor Wilkins y a la señora Murdock. A Helen Armstrong, a Dick Kreburn, a Dotty y a Pete Meyer.
– Mueven las blancas y dan mate en dos jugadas -le decía Bates.
– Pero, ¿y las negras? -inquirió Tracy-, ¿quiénes son negras?
Bates se echaba a reír, y reía a carcajadas, y su risa adquiría un tono cada vez más agudo y un efecto como de eco, y le decía:
– Debería usted saberlo. Usted las escribió…, ¡negras sobre papel amarillo!
Aquella voz se fue haciendo cada vez más chillona hasta transformarse en el zumbido de un aserradero, y Tracy aparecía atado a un carrito que recorría unas vías y lo conducía hacia la enorme sierra mecánica. La sierra cortaba un enorme tronco que iba en el carrito de delante y el siguiente era Tracy, que aparecía completamente desnudo y atado de pies y manos. Intentó gritar, pero no pudo. Logró levantar la cabeza. En el extremo final del tronco que lo precedía, había un cartel. Sus enormes letras rojas rezaban: «APLAUSOS». Con un zumbido, la sierra partió en dos el cartel y avanzó entre los pies de Tracy.
Intentó gritar otra vez, pero no pudo. Entonces despertó.
Despertó sumido en una profunda oscuridad y oyó el zumbido de una sierra; podía moverse, pero no lo intentó después de apartarse convulsivamente de la sierra al despertar. A punto estuvo de arrancarle la cabeza (el movimiento brusco, no la sierra). La sierra era alguien que roncaba. Tracy tanteó a ambos lados de su cuerpo, pero estaba solo en la cama.
Fuera, en alguna parte, un reloj marcó la hora. Tracy se sentó en la cama muy despacio y con cuidado, y bajó los pies. Estaba descalzo. Volvió a tantearse con las manos y por esta investigación se enteró que estaba en ropa interior.
La fresca suavidad del linóleo bajo los pies le probó algo de lo que ya estaba casi seguro: no se encontraba en su propio dormitorio.
Tenía la boca como si fuera cuero seco y cuarteado. Todo lo que le importaba en este mundo era beber un sorbo de agua fresca: dos o tres litros de agua fresca.
Un poco a su izquierda, a unos dos metros de distancia, vio una fina línea amarilla que se asemejaba muchísimo a la rendija de abajo de una puerta que conducía a un cuarto iluminado. Con infinito cuidado se levantó y avanzó hacia esa luz, tanteando delante de sí y apoyando los pies con mucha cautela. Llegó a la puerta, encontró el picaporte y la abrió.
Ante él apareció un sucio pasillo con el papel de la pared, de un color verde bilis, que se caía a pedazos.
Con cautela, asomó la cabeza por la abertura y miró a su alrededor. Un tramo de escaleras iba hacia arriba y otro hacia abajo. Al pasillo daban otras puertas cerradas, y había una, pintada de blanco desde hacía mucho tiempo, que estaba entornada. Ese sería el cuarto de baño.
Abrió un poco más su puerta y se volvió para ver mejor la habitación en la que acababa de despertar, aprovechando la escasa luz proveniente del pasillo. Era el dormitorio de una pensión. Además de la cama en la que acababa de despertar, había una cómoda, una mesa, unas cuantas sillas y un sofá. Dormido en el sofá, y roncando como la sierra mecánica del sueño de Tracy, se encontraba Stan Hrdlicka.
Tracy dejó la puerta entornada y bajó por el pasillo hasta el cuarto de baño. Bebió varios vasos de agua y regresó al cuarto. Advirtió que Stan se había girado sobre sí y dejado de roncar.
Cerró la puerta suavemente y, tanteando en el aire, regresó a la cama. Se sentó en el borde y durante un instante se sintió fatal. Se preguntó si debía buscar sus ropas y marcharse a casa. No tardó mucho en contestarse; al diablo con todo.
Se tendió otra vez en la cama, y en cuanto cerró los ojos volvió a quedarse dormido.
Volvió a despertarse más tarde, cubierto de un sudor frío. Buscó desmañadamente a los pies de la cama, encontró una sábana y se tapó. Esta vez le costó más dormirse. «Slivovitz», pensó; era la última vez que bebía «Slivovitz».
«Estoy hecho un asco -pensó-. Un asco espantoso. Tengo que dejar de beber tanto. Sobre todo con el estómago vacío. El hombre no vive sólo de alcohol. Y menos aún teniendo que escribir un serial de Radio.» Millie…, ¿qué diablos podía ocurrirle a Millie Mereton? Tenía que escribir pronto una nueva secuencia para el personaje, o se quedaría sin trabajo. Estaba quemado. O quizás ahogado.
La señora Murdock…, ¿podría introducir un personaje como ella? Pero, ¿cómo encajaría en el argumento? Y…, no, a Wilkins no le gustaría. Se parecía demasiado a muchas de las mujeres que escuchaban el programa. No podía satirizar a la audiencia.
Qué desastre lo del sótano. El inspector Bates montando guardia y apuntándole con un revólver, por si resultaba ser un loco homicida que llevaba a la práctica sus propios guiones. Bates creía que aquello era posible.
Al diablo con Bates. Bates no iba a ir a ninguna parte. Hasta la fecha, la deducción más inteligente que había logrado efectuar era que un hombre había matado a Frank, porque hacía falta la fuerza de un hombre para meter el cuerpo en el hogar de la caldera.
¿Sería realmente así? No si la mujer era la señora Murdock. Parecía fuerte como una mula. ¿Y si Frank (Dios no lo quisiera) había estado liado con ella? Y si hubiera puesto fin al asunto cuando conoció a la rubita con la que deseaba casarse algún día.
Una mujer así podía haberlo matado. Una mujer así era capaz de cualquier cosa. Pero, ¿cómo pudo la señora Murdock enterarse del guión del conserje en el hogar de la caldera?
«Un momento -pensó-, no era algo imposible. Frank tenía una llave de su apartamento. Frank pudo haber leído los guiones y pudo habérselos contado a su querida.»
Aquella asombrosa posibilidad lo hizo despertar del todo. Pero después pensó que era una ridiculez que la señora Murdock se hubiera vestido de Papá Noel para matar a Arthur Dineen.
Se dio la vuelta e intentó dormirse. Y esta vez lo logró, pero la idea de que la señora Murdock podía haber asesinado a Frank no lo abandonó. Siguió latente en el trasfondo de su sueño, pero soñó con el señor Murdock, que resultó ser un tipo de dos metros diez, pelirrojo y con dientes salientes. Soñó que había sido el señor Murdock quien había matado a Dineen porque éste se negaba a comprarle una póliza de seguros.
No fue un sueño confuso como el primero; parecía tener mucho sentido que hubiera ocurrido así realmente. Todo se desmandaba cuando el señor Murdock, al huir de la Policía, secuestró a Millie Mereton para tenerla como rehén. Evidentemente, eso solucionaba el problema de la próxima secuencia de Los millones de Millie; pero, como a Millie la secuestraban demasiado pronto, no le daba tiempo a reunir el dinero para que su hermano Reggie lograse devolverlo al Banco, y los auditores lo pescaban y lo mandaban a la cárcel. Pero el que acababa en la cárcel era Dick Kreburn, y no el personaje que interpretaba en antena, y era Millie Wheeler -la verdadera Millie- la que ayudaba a Tracy a sacar a Dick de la cárcel antes de que le diera otro ataque de laringitis a causa de la humedad de la celda.
Al amanecer, Tracy volvió a despertarse y volvió a beber muchísima agua. Después, durmió durante mucho tiempo sin soñar.
Era pleno día cuando Stan lo sacudió hasta despertarlo. Stan se había vestido y le sonreía.
– Son las once, señor Tracy -le dijo-. Han pasado exactamente doce horas desde que lo metí en la cama.
Tracy se sentó. Miró el reloj de la cómoda y lanzó un quejido. Tendría que haber estado en el estudio hacía horas.
– ¿Dónde estamos?-le preguntó.
– En el piso de arriba de la taberna -repuso Stan-. Me alojo en el mismo edificio. Es que se quedó usted frito, por eso lo traje aquí. Mire, tengo que marcharme, por eso lo desperté. Tómese el tiempo que quiera para vestirse y marcharse. Supongo que podrá encontrar la salida.
Tracy asintió y le dijo:
– Muchas gracias, Stan. Dios mío, nunca había hecho algo semejante. Llevaba todo el día sin comer, supongo que fue por eso.
Cuando Stan se hubo marchado, Tracy se pasó la mano por la cara para ver si necesitaba afeitarse. Volvió a mirar el reloj y decidió mandarlo todo a paseo. Aunque se diera prisa, no llegaría al estudio hasta el mediodía o incluso más tarde. Y cuando llegara tendría un aspecto lamentable. Era mejor que se olvidara del estudio; al fin y al cabo, el guión para ese día ya estaba arreglado.
Se vistió con calma y se fue al Smith Arms.
Se disponía a meter la llave en la cerradura cuando la puerta de Millie se abrió de par en par.
– ¡Tracy! -exclamó-. Gracias a Dios. Me tenías preocupada. ¿Qué ha pasado? Quiero decir…, no es asunto mío si tú…, quiero decir…
Tracy le lanzó una sonrisa pícara y le dijo:
– No es nada de lo que imaginas, tesoro. Pasé la noche con el hermano de Frank Hrdlicka. Esto…, estuvimos hablando hasta tan tarde, que decidí quedarme en su casa cuando me lo sugirió.
– ¿El hermano de Frank, el tabernero?
Tracy se mostró sorprendido e inquirió:
– ¿Lo conoces?
– No. El sargento Corey lo mencionó. Por eso me enteré de que anoche no dormiste en tu casa. El sargento vino a buscarte esta mañana muy temprano. Al ver que no contestabas, me preguntó si yo sabía dónde estabas. Consiguió la llave maestra, entró en tu casa y vino a decirme que tu cama estaba hecha.
– Ah. ¿Iba a dar parte a la Policía?
– No seas tonto. Dijo que volvería a las dos de la tarde, y que si para esa hora no estabas o no habías aparecido por el estudio o por alguna parte, empezarían a buscarte. ¿Has desayunado, Tracy?
– No, pero antes necesito bañarme y afeitarme. Si te has levantado tan temprano, tú sí que habrás desayunado ya.
– Claro. Iba a prepararme algo de comer. Puedes llamarlo desayuno. ¿Qué tal dentro de veinte minutos?
– Veintiuno -repuso Tracy.
Tardó exactamente veinticinco, pero logró volver a sentirse humano. Creyó que sólo le apetecería tomar café, pero se sorprendió de su voracidad. Comió el doble que Millie.
Terminaron a la una y media, y Millie tuvo que marcharse a una sesión fotográfica.
Tracy regresó a su apartamento a esperar que apareciera Corey. Mientras esperaba, telefoneó al estudio y preguntó por Dotty.
– Habla Tracy -dijo cuando oyó su voz-. ¿Se enfureció su señoría porque no aparecí esta mañana?
– Creo que sí, un poco -repuso la muchacha-. Su secretaria me comentó que hizo que le telefonearan varias veces, pero usted no estaba en casa.
– ¿Ah, no? -Tracy logró hacerse el sorprendido-. ¿Qué tal fue el programa de hoy?
– Muy bien, supongo. Ah, vino Dick Kreburn. Ya está mucho mejor de la garganta. Pudo haber empezado hoy, pero el señor Wilkins dijo que, dado que ya lo habíamos quitado de los guiones, lo dejara correr. Mañana podrá actuar, con tal de que en el guión digamos que sigue un poco ronco.
– Estupendo. -Tracy sintió que se le quitaba un peso de encima-. Oye, con respecto a lo de esta noche, ¿dónde te recojo, a qué hora, adónde vamos a cenar y para qué compro entradas?
– No vayamos a ninguna parte, señor Tracy. Iba a enseñarme cómo se escribe un guión de Radio, ¿no? Quiero que me ayude. Cenemos en mi casa.
– ¡Dotty, no me digas que también sabes cocinar!
– No se me da demasiado mal. ¿Le parece bien?
– Me parece maravilloso. ¿Qué puedo llevar, aparte de mi dulce persona?
– Tengo de todo. A menos que quiera traer una botella de vino. Del tipo que quiera, si le gusta el vino, claro.
– Llevaré un cántaro. Una hogaza de pan, un cántaro de vino y tú a mi lado cantando en el de… Por cierto, ¿dónde está el desierto?
Dotty lanzó unas risitas y le dio su dirección. Vivía en el Village. Y por si llegaba a surgir algún inconveniente, o por si se veía obligado a cambiar de planes, le sugirió que tomara nota de su teléfono.
Cuando hubo cortado la comunicación, Tracy se quedó sentado un momento mirando al aparato fatuamente. Maravilloso invento el teléfono. Maravillosa chica Dotty… ¿Dotty qué? Por primera vez se le ocurrió pensar que no sabía su apellido. En fin, a menos que el teléfono no apareciera en la guía, podría averiguarlo fácilmente sin tener que exponerse al bochorno de preguntarle.a alguien.
Llamó a información, le preguntó a la operadora y una dulce voz le dijo:
– Un momento, por favor. -Un momento y medio más tarde, le informaron-: El teléfono figura a nombre de la señorita Dorothea Mueller, de Waverly Place número dos catorce, apartamento siete.
– ¿Señorita Dorothea qué?
– Mueller -repitió la dulce voz, y con dulce comprensión le deletreó el apellido-: Eme, u, e, ele, ele, e, erre.
Esta vez, Tracy se quedó mirando el teléfono, pero sin una sonrisa fatua en los labios.
Era sólo una coincidencia. Tenía que ser una coincidencia. ¿Cuántos Mueller había en Nueva York? Millones. Y el tal Walther Mueller ni siquiera había sido neoyorquino. Era un belga de Brasil que había viajado a Nueva York para vivir allí como jubilado. O por lo menos había viajado a los Estados Unidos para vivir allí como jubilado: probablemente ni siquiera había pensado en quedarse en Nueva York.
¿Qué relación podía existir entre ese hombre y una rubia estenógrafa que escribía novelitas de amor para revistas baratas? Los diarios no habían mencionado que aquel joyero tuviera ningún pariente. Aunque tampoco habían mencionado que no los tuviera.
Pero…, ahí estaba otra vez aquel condenado escalofrío que le recorría la espalda, aquella sensación de picor en el cuero cabelludo. En aquel asunto ya eran demasiadas las coincidencias.
¿De veras? Habían decidido que los dos asesinatos no habían sido coincidencias, ¿o no? Se habían producido en un lapso demasiado corto de tiempo como para serlo. Pero la mera coincidencia de un apellido bastante frecuente…, ésa sí que podía ser genuina, ¿no? «Claro que sí. Al diablo con todo, pues, olvídalo.»
No iba a cometer la tontería de preguntárselo a Dotty.
Inspiró hondo y se sintió mejor.
– Sonó el timbre y fue a abrirle al sargento Corey. Eran las dos en punto de la tarde.
Corey entró y fue a sentarse en el sillón sin dejar de sonreír tontamente.
– ¿Qué le ha parecido? -le preguntó, y su sonrisa se hizo más ancha.
Tracy lo observó con suspicacia, pero el sargento Corey no desapareció dejando suspendida en el aire su sonrisa.
– ¿Que me ha parecido qué? -inquirió Tracy.
– La nota. La publicidad que le conseguí. Apareció en la primera plana de todos los diarios. Bates no quería que se publicase, pero yo lo convencí. Una joya de nota, ¿eh?
– Bueno…
– Sabía que usted deseaba que se publicase. Estaba visto que era la publicidad justa para un escritor.
El sargento estaba de talante jovial. Lanzó una sonora carcajada.
– ¿Sabe lo que piensa Bates?
– Sí -respondió Tracy-, piensa que fui yo.
Corey se dio una fuerte palmada en la rodilla y comentó:
– Efectivamente. Cree que se los cargó a los dos. Y puede que también a ese joyero. Está loco. Hasta mi mujer dice que está loco, y ni siquiera ha tenido el gusto de conocerlo a usted…, sólo sabe lo que le he contado de usted, y qué programa escribe.
»¿Sabe? La otra noche ni siquiera se enfadó conmigo cuando me vio llegar borracho. Me dijo que si había estado con el tipo que escribe Los millones de Millie, no podía haber hecho nada malo. Me dijo que si un tipo podía escribir cosas como ésas…, bueno, que sólo podía ser un tipo legal, no sé si me explico bien.
Tracy levantó una ceja y le preguntó:
– ¿Y qué opina Bates de ese razonamiento?
Corey se atragantó con la risa y repuso:
– Pues lo ve de otro modo. El otro día escuchó un programa, y dice que un tipo que es capaz de escribir esa basura sería capaz de cualquier cosa. Joder, no se puede complacer a todo el mundo.
– ¿Un trago? -inquirió Tracy.
– Estoy de ser…, al diablo, claro que me tomaré un trago.
Tracy fue a la cocina a buscar la botella. Sirvió dos vasos, el suyo bien escaso.
– Por el asesinato -brindó Corey-. Oiga, esa chica que vive al otro lado del pasillo, MilIie, anoche se preocupó muchísimo cuando se enteró de que usted no había vuelto a casa. Debe de tenerle mucho aprecio. Si yo tuviera una chica como esa que sintiera eso por mí, no me pasaría la noche llenándome de «Slivovitz» con un primo. Oiga, Tracy, ¿no se arriesgó usted demasiado?
– ¿Con qué?
– Con ese Stan. Joder, sería capaz de cogerlo a usted, o a mí, y hacerlo picadillo. Y si alguna vez vuelve a creer que usted mató a su hermano, sabremos dónde ir a buscarlo. Por cierto, allí mismo fui a buscarlo. Aunque no se lo comenté a la señorita Wheeler para no preocuparla.
– ¿Ha visto hoy a Stan?
– Claro. Llegué justo cuando usted se había marchado, y me lo contó todo. Tracy, ese tipo podría ser muy mal remedio si volviera a sacar conclusiones erradas.
– Pero ahora sabe a qué atenerse.
– Seguro, señor Tracy, cuando está sobrio. Pero cuando un tipo así se emborracha, le vienen todo tipo de ideas a la cabeza. Beber con él, como hizo usted, es como jugar con TNT. Por eso, después de ver a Stan, me fui al estudio y de allí vine hacia aquí.
– ¿Vio a Wilkins?
Corey sacudió la cabeza y repuso:
– No quedaba mucha gente. Casi todo el mundo se marchaba al entierro…, al entierro de Dineen.
Tracy chasqueó los dedos y exclamó:
– ¡Maldita sea! Ya sabia yo que me había olvidado de algo. Iba a ir… -Echó un vistazo al reloj-. En fin, ya es demasiado tarde.
– Bates ha ido. Oiga, ¿qué sabe usted de ese Jerry Evers del estudio?
– No mucho. Es un tipo simpático.
– Cuando Bates y yo hablamos con él se comportó de un modo muy sospechoso -dijo Corey frunciendo el ceño-. No se acordaba de dónde había estado cuando ocurrieron los hechos, y reconoció que odiaba a Dineen. Además, se mostró muy asustado.
– ¿Y Bates sospecha de él?
– ¡Qué va! Bates piensa que el tipo finge. Que a lo mejor busca que lo arresten para conseguir un poco de publicidad. Pero yo…, no sé… Pudo haber sido él como cualquier otro. Es el único tipo que conocemos que le tenía manía a Dineen y a Hrdlicka.
– ¿Cómo? Si apenas conocía a Frank.
Corey sacudió la cabeza y replicó:
– Nos contó que había jugado con él y con usted a las cartas. Y que habían discutido porque hacía trampas. Nos dijo que era mejor que nos lo contara porque de todos modos íbamos a enteramos.
Tracy se echó a reír y le explicó:
– Pero era sólo una broma. Los dos se tomaban el pelo y decían que tenían cartas guardadas en la manga. Jugábamos al pinocle, a cinco centavos la partida.
– Hay tipos que no bromean con cosas como ésa. Nunca se sabe. En fin, yo venía a verlo para preguntarle si tenía alguna novedad.
– Nada, sargento.
– Entonces, tendré que marcharme. Ya nos veremos. Y…, por cierto…, tenga cuidado con lo que le cuenta a Stan si vuelve a verlo. ¿No se le ocurrió pensar que anoche pudo emborracharlo adrede para ver si hablaba más de la cuenta? En sueños, si es que no lo hacía antes.
– ¿Se lo ha dicho él?
– Bueno, no. Pero estuvimos conversando y me comentó que habló usted en sueños. Que dijo algo de una chica llamada Dotty. Nada…, esto…, coherente.
Tracy lanzó una carcajada.
– Pues todavía no hay nada coherente de lo que hablar. ¿Le apetece un refuerzo, sargento?
– ¿Eh? Ah, se refiere a otra copa. Supongo que una más no me hará daño.
Al parecer, no se lo hizo. Se marchó incólume.
Tracy se quedó mirando la puerta durante un rato después de que el sargento la hubo cerrado. Luego se dirigió al sillón Morris, se sentó, e intentó pensar.
¿Para qué diablos se habría tomado el sargento Corey el trabajo de decirle que el inspector Bates sospechaba de él? ¿Habría sido idea de Corey, o de Bates? Y, en cualquier caso, ¿por qué?
Según Tracy, existían tres posibilidades. Una, que Corey fuera realmente tan tonto como parecía, y completamente honesto, y que sólo pretendiera mostrarse amistoso y nada más.
Segunda, que fuera un poco más listo que todo eso y resultara maquiavélico como un foxterrier. Probablemente en connivencia con el inspector Bates. ¿Con qué fin? Sólo Dios lo sabía.
Tercera, que fuera todavía más listo. Lo bastante listo como para, deliberadamente, hacerse tan el tonto que pareciera increíble. Una especie de inglés trastornado. ¿Con qué fin? Pues era posible que ni siquiera Dios lo supiera.
Era un problema fascinante. Al cabo de un rato de reflexión considerable, Tracy decidió que la segunda posibilidad era la mejor. No entendía cómo un hombre, que se había fingido tan tonto como Corey, había podido conseguir los galones en el Departamento de Homicidios. Además, en cuanto a la posibilidad de que fuera mentalmente un superhombre…, pues, la verdad, eso tampoco encajaba.
Entonces, se trataba de una sutileza colosal. Pero, ¿por qué?
Se dio por vencido; se tomó otra copa y guardó la botella. Esa noche tenía que estar sobrio.
Y sobrio estaba cuando, con una botella de vino y cargado de esperanzas, entró en el edificio del número dos catorce de Waverly Place. Echó un vistazo a los buzones. Sí, Dorothea Mueller, apartamento siete.
Mueller…, maldito fuera ese apellido. ¿Debería preguntarle…? Ni hablar, pensó, ¿para qué arriesgarse a echar a perder la velada? Si resultaba ser que existía alguna relación con un hombre llamado Walther Mueller, si resultaba ser su hija o algo así, entonces…
No, mejor no preguntar. Porque si llegaba a obtener la respuesta incorrecta, la cosa no se simplificaría, sino todo lo contrario; se complicaría de un modo insoportable.
El cerrojo de la puerta principal hizo clic cuando él llamó al timbre; entró en el edificio y subió al segundo piso.