Tracy se detuvo en el cuarto de baño para arreglarse la corbata y peinarse antes de regresar al despacho donde había dejado a Dotty.
– ¿Le ha gustado al señor Wilkins? -le preguntó.
Tracy levantó la mano y, formando un círculo con el pulgar y el índice, repuso:
– Todo en orden. ¿Qué estás mecanografiando?
– Espero que no le importe, señor Tracy. Se me ocurrió que podía empezar a reescribir el guión de mañana. A prueba, claro. Aunque lo haga mal, quizá sirva de ayuda. Y cuando usted haga la versión definitiva, podré ver los errores de la mía. ¿Le importa?
– No, adelante -le pidió Tracy-. ¿Te pongo nerviosa si miro por encima de tu hombro?
– No, qué va. Es usted muy amable, señor Tracy.
– Soy estupendo -admitió-. Pero olvídate del «señor», ¿vale? Para ti soy Tracy.
Colocó una silla detrás de la de ella. Durante un rato se dedicó a observar el papel de la máquina de escribir, y después empezó a distraerse con distintas cosas. El perfume de Dotty, por un lado. Su oreja izquierda, por el otro. Era una orejita hermosa, que asomaba tímidamente por debajo del suave cabello rubio. Mientras estaba allí, sentado, con la barbilla justo detrás del hombro de Dotty, la oreja se encontraba a menos de un palmo de su cara y le entraron deseos tremendos de inclinarse hacia delante y besarla. O mejor aún, de mordisqueársela suavemente.
Pero aquello no era nada conveniente. El morderle la oreja, o incluso besársela, constituía un paso bastante osado como para emplearlo en el primer avance con una chica. Pero un beso en la nuca…, quizá lograra dárselo y salirse con la suya. De todos modos, no había nada mejor que averiguarlo. Y no había nada mejor que establecer su amistad sobre una base firmemente no platónica, a la primera oportunidad razonable.
Sí, señor, correría el riesgo. Justo ahí, donde los dorados mechones de cabello comenzaban a crecer hacia arriba.
Lo hizo.
Dotty no se apartó, ni siquiera se volvió. Se limitó a preguntarle:
– ¿Qué cree que deberíamos hacer con esta frase, en la que Millie le dice a su madre, «Ahí va Dale», y después se asoma a la ventana para invitarlo a entrar? ¿No le parece que es poco apropiado que Millie grite?
– ¿Eh? -repuso Tracy. Tardó unos segundos a volver a concentrarse en el guión, y cuando lo logró, su mente se negó a darle una respuesta a la pregunta.
– ¿Qué harías tú si estuvieras escribiendo el guión?-inquirió Tracy.
– Pues la haría decir «Ahí va Dale. Me pregunto si…» Y, después, agregaría: «¡Qué suerte! Mira hacia aquí.» Pondría efectos de sonido de una ventana que se abre y después, a lo lejos, las pisadas de Dale al acercarse hasta donde ella pueda decirle sin gritar: «Dale, ¿puedes entrar un momento? Queremos hablarte.»
– No está mal -admitió Tracy-. Sigue.
– Creo que puedo mejorar un poco la redacción. Así…
Las teclas de la máquina de escribir fueron cediendo bajo sus dedos, y Tracy leyó el resultado.
– Pues sí. Te ha quedado estupendo.
Se dirigió a la ventana y se quedó mirando hacia fuera. Al haber hecho caso omiso del beso en la nuca, Dotty había ganado el asalto con más eficacia que si se hubiera vuelto y lo hubiera abofeteado. ¡Caray! Si ni tan siquiera había logrado distraerla de su trabajo. Y por lo que pudo comprobar, estaba arreglando el guión a las mil maravillas; aunque debía reconocer que no lograba concentrarse lo suficiente en él como para estar seguro.
Pero, claro, no se trataba de un trabajo de creación. Quizás en eso fuera muy mala, aunque estuviera captando a toda prisa la mecánica.
Una hora más tarde, leyó el guión terminado, introdujo a lápiz unos cambios y mejoras menores, y le dio el visto bueno. Y gracias a Dios que ya estaba libre, al menos por un día, para dejar de preocuparse de la reescritura de los guiones, y ver si se le ocurría una idea que al maldito Wilkins le pareciera aceptable para», y el siguiente lío en el que Millie se vería envuelta.
Invitó a comer a Dotty y le sugirió que fueran a ver una película. Pero la muchacha debía regresar al estudio. La acompañó y después se metió en el bar de abajo a tomarse una copita antes de irse a casa.
Jerry Evers -que en esos momentos hacía el papel de cajero jefe en el Banco, y que solía interpretar muchos personajes menores- se encontraba en la barra. A Tracy le caía bien Jerry, que era el mejor actor del grupo. Quizás el único actor completo del programa; Jerry tenía toda una trayectoria de papeles secundarios y protagonistas. Nunca había llegado a la cima, y jamás lo haría. En escena, su aspecto jugaba en su contra, y en la Radio, su voz jugaba en su contra. No tenía ni mal aspecto ni mala voz, pero ninguno de los dos poseían esa calidad que hace soñar y suspirar a las mujeres. Sabía actuar, claro. Lograba ser convincente en cualquier papel, salvo en uno estelar y romántico.
Tracy lo invitó a una copa. Jerry Evers le devolvió la invitación y después decidieron tomarse una tercera. Al fin y al cabo, pensó Tracy, si no llegaba a casa temprano, le quedaba la noche y la mañana siguiente para inventarse algún embrollo en el que meter a Millie Mereton.
– Por el crimen -brindó Tracy levantando la tercera copa.
– Por el asesinato, Tracy -brindó Jerry, chocando la copa.
– ¿Eh?
Jerry le lanzó una sonrisa socarrona. Una sonrisa extraña.
– Y ojalá lo encuentres siempre divertido.
Tracy no estaba preparado para aquello y se le cayó la copa.
El estrépito que hizo sobre la barra obligó a Jerry Evers a ponerse en pie de un salto, y entonces derramó parte de su copa.
– ¿Qué diablos te pasa, Tracy?
– Lo siento, Jerry. Es que tengo unos escalofríos del demonio. ¿De dónde has sacado eso?
– ¿Lo de El asesinato como diversión? -Evers lo miró con cara de incredulidad-. En los diarios, claro. Lo leí justo antes de que entraras. ¿No me irás a decir que tú no les contaste la historia?
El periódico de Jerry estaba sobre la barra. Lo cogió y se lo entregó a Tracy; mientras éste lo leía, le indicó al tabernero que quitara los cristales y volviera a servirles otra copa.
Tracy gruñía mientras iba leyendo. El inspector Bates había contado toda la historia a la Prensa, y la Prensa la estaba convirtiendo en toda una obra. Al menos, el Blade.
El encabezamiento del artículo a dos columnas rezaba:
¿ES POSIBLE QUE UN ESCRITOR DE RADIO
ESCRIBIERA EL GUIÓN DE DOS ASESINATOS?
Unos guiones de Radio,
posible conexión entre
los casos de Dineen y Hrdlicka
Y la nota comenzaba así:
«William Tracy, guionista contratado por la emisora «KRBY», sostiene haber escrito unos guiones de misterio que predijeron, con exactitud, los métodos utilizados el martes por la mañana para asesinar a Arthur D. Daneen, director de programación de la «KRBY», y ayer a la madrugada, para eliminar a Frank Hrdlicka, conserje del Smith Arms, edificio donde vive el señor Tracy.
»Según el inspector Bates, del Departamento de Homicidios, los guiones formaban parte de una serie de historias de crímenes bajo el título de El asesinato como diversión, que el señor Tracy escribió al margen de sus obligaciones contractuales con la emisora.
»El inspector Bates manifestó que este hecho sorprendente parece indicar una relación entre los dos asesinatos, considerados hasta ahora…»
Tracy lo leyó dos veces. Tuvo que reconocer que se trataba de unas declaraciones correctas. No se dejaba entrever -al menos exteriormente- que se sospechara de la conexión de Tracy con los delitos. Y no se mencionaba el nombre de Millie Wheeler.
Lo mejor de todo era que no se hablaba en ningún momento del punto que hacía tan increíble todo aquello, el hecho de que Tracy no le había enseñado los guiones a nadie hasta después de cometidos los asesinatos, y que uno de ellos lo había escrito un día antes de cometerse el delito que seguía, paso a paso, las indicaciones de la historia.
Era una nota correcta, no cabía duda. Ni siquiera él mismo habría sido capaz de hacerlo mejor si hubiera redactado la nota. Pero había algo…, no supo precisar qué, hasta acabar de leer el artículo por segunda vez.
La nota era demasiado correcta con él. Tanto, que se hacía sospechosa. Tracy había sido periodista no hacia mucho tiempo. Le parecía oír lo que Bates debió de declarar:
«Y ahora, muchachos, os daré esta historia…, pero antes os diré cómo quiero que la contéis.»
Pero, ¿por qué?
Dobló el diario y se lo devolvió a Jerry. Habían limpiado la barra, y frente a él esperaba una copa llena. La cogió.
– ¿Va en serio, o es una treta? -inquirió Jerry Evers.
– No es ninguna treta, Jerry -respondió Tracy-. Esto me tiene caminando en círculos y hablando en voz alta.
– Maldita sea -dijo Jerry Evers. Tracy notó que, incluso cuando maldecía, la entonación de Jerry era perfecta-. Qué jodido, hombre. Pero, ¿para qué lo sacaste a relucir? ¿Por qué te metiste en el follón contándoselo a la Policía?
Tracy lanzó un suspiro y se lo contó. Le llevó media hora y tres rondas.
– Qué situación más jodida -insistió Jerry, cuando Tracy hubo acabado-. Oye, Tracy, ¿mencionaron mi nombre?
– ¿Tu nombre? ¿Y por qué?
– Bueno, no sé, quizá te preguntaron si Dineen tenía algún enemigo, o si alguien que tú conocieras podía tenerle manía. Ya sabes tú las enganchadas que tuve con él por los papeles. Me preguntaba si habrías mencionado mi nombre.
– No, no lo hice.
– Oye, la próxima vez que hablen contigo, ¿lo harás?
– ¿Quieres que les hable de ti? ¿Estás chiflado?
Jerry sonrió y repuso:
– La publicidad, Tracy. Me vendría bien. No me importaría convertirme en sospechoso, si con ello consigo salir en los diarios.
– Estás chiflado, loco de atar. Jerry, estamos en la Radio. Y a esas alturas deberías saber cómo funciona. Un escándalo, y estás acabado. Con los escritores la cosa es diferente, somos unos mercenarios anónimos. Pero…
– Al diablo la Radio -dijo Jerry-. Si lograra que me arrestasen por asesinato, y pudiera conseguir suficiente publicidad, quizá consiguiera volver al escenario. Tracy, este asesinato puede llegar a ser una gran historia. ¡Diablos! Es una gran historia. Cuando se conozca este detalle, a través de los servicios de teletipo llegará a todo el país, y dará que hablar durante días. Para un actor, es una publicidad de valor incalculable.
– Estás chiflado -insistió Tracy. Tenía la copa vacía y cogió el cubilete con los dados-. Me toca tirar a mí.
– Lanzó los dados y sacó un as y dos seises-. Dejaré tres doces en uno. Jerry, estás loco de atar.
– No fastidies. Hablo muy en serio.
– Pero, ¿y si de veras te metes en un lío? ¿Cómo podrás librarte? ¿Tienes una coartada?
– Eso está hecho. La mañana que mataron a Dineen tenía cita con mi peluquero…, sí, es teñido. Apenas tengo cuarenta y seis, Tracy, pero si no me tiñera el pelo lo llevaría completamente gris…, y bueno, incluso en la Radio, donde sólo te ve el público del estudio, si lo hay, no consigues papeles a menos que tengas buen aspecto. Claro que hay papeles de viejo, y puedo hacer que me tiemble la voz. Pero ten en cuenta que son capaces de permitir que un hombre de aspecto joven haga papeles de mayor si tiene buen dominio de voz, pero con un tipo con el pelo gris no conseguiría ningún papel, exceptuando aquellos en los que el personaje está con un pie en la tumba. Y lo mismo pasa en la Televisión. ¿Qué te estaba diciendo?
»Ah, sí, estaba con mi peluquero cuando se cargaron a Dineen, y tiene la cita apuntada en la agenda. Podría olvidarme de qué hice esa mañana, hasta que se me ocurra acordarme.
– Sigo pensando que estás chiflado. Me está entrando un poco de sed; anda, agita los dados; tengo tres seises en una.
Evers cogió el cubilete y lanzó. Pero ni siquiera se fijó en los dados.
– Tracy, esto puede significar mucho para mí. ¿No te das cuenta de que es mi última oportunidad de hacer algo grande? De acuerdo, será una publicidad desfavorable, pero después se producirá la reacción en dirección contraria. Podría hacer correr tinta suficiente como para conseguir una oferta de cine. De lo contrario, ¿qué otra cosa podría hacer?
Tracy frunció el ceño y repuso:
– Sigue sin gustarme la idea, Jerry. Pero, si estás seguro de que es eso lo que quieres, de acuerdo. Mira, hemos empatado. Tres seises. Anda, tiremos otra vez a ver quién paga.
Jerry sonrió y dijo:
– Al diablo con los dados. Invito yo. ¡Eh, George!
– Levantó dos dedos y añadió-: Tracy, no estoy pidiendo que mientas. Simplemente, cuéntales que yo solía discutir bastante con Dineen, e insiste en ese punto. En cuanto los hayas encaminado en mi dirección, yo me encargo del resto.
– ¿Cómo pueden sospechar que mataras a Frank? Ni siquiera lo…, un momento, lo conociste, ¿no es así?
– Nos vimos dos veces, en tu casa. Mira, les haré creer que soy un psicópata…, que maté a Frank para llevar a la práctica otro de tus guiones. Por cierto, ¿de qué trataban los otros?
– Uno iba de… -Tracy se interrumpió de repente-. Vete a la porra, chico. No voy a contárselo a nadie. Y si estás lo bastante chalado como para querer que sospechen de ti, podrías estar lo bastante chalado como para poner en práctica los otros, sólo para hacer la faena completa.
– No digas tonterías. Si se supone que los he leído, he de saber de qué tratan los demás guiones. No pude haber leído dos sin haber tenido ocasión de leerme los demás. Anda, cuéntamelos.
Pero Tracy sacudió la cabeza con decisión.
– Ni hablar, Jerry. En cuanto a lo otro, de acuerdo. La próxima vez que vea a Corey o a Bates, les diré que Dineen y tú erais enemigos. Hasta ahí puedo llegar, pero no pienso dar ni un paso más. ¿Vale?
– Magnífico. -Evers levantó su copa-. Por el asesinato, Tracy.
Tracy sacudió la cabeza sombríamente, pero bebió.
– Sigo pensando que estás chiflado.
– Todos los actores estamos chiflados. Es preciso. ¿Vas a ir mañana al entierro?
– Tal vez. ¿Y tú?
– No me queda más remedio -le dijo Jerry Evers-. Helen Armstrong me pidió que la acompañase; no quería ir sola y, la verdad, no la culpo. De momento, ha reaccionado bastante bien.
– ¿Cómo? ¿Quieres decir que Helen y Dineen…?
Evers sonrió.
– ¿Cómo te piensas que llegó a ser Millie Mereton? No tiene ni un pelo de actriz. Oye…, si no lo sabías, no se lo cuentes a la Policía. Podría distraerlos de lo que quiero que sea su siguiente objetivo. Es decir, yo. A menos que…
– ¿A menos que qué?
– Tracy, es una idea brillante. Les haré creer que estoy enamorado de Helen. Y tendré otro móvil, además de las enganchadas con Dineen por los papeles. Sí, cuéntales lo de Helen y Dineen.
– Cuéntaselo tú. Yo ni siquiera lo sé.
Tracy le hizo una seña a George.
– Cuanto más me lo pienso, menos me gusta.
– Entonces no te lo pienses. Tracy, ¿alguna vez fue Helen a tu casa?
– En una ocasión, con Pete Meyer. También estaba Millie Wheeler, y jugamos al bridge. ¿Por qué?
– Por curiosidad. Esto…, Tracy…
– ¿Oué?
– Por casualidad no habrás escrito un guión sobre el asesinato de un actor maduro, ¿verdad?
– No.
– Gracias a Dios -dijo Jerry Evers, e inspiró hondo-. No es que sea supersticioso, Tracy, pero…, bueno, me alegro que no lo hicieras. -Se miró un instante en el espejo que había detrás de la barra y luego dijo-: Si, me alegro de que no lo hicieras. Oye, Tracy, ¿crees que el asesino irá mañana al entierro?
– ¿Cómo diablos quieres que yo lo sepa?
– Supongo que irá. ¿Acaso los asesinos no van siempre a los entierros? Yo creo que sí. Sí, ahora que lo pienso, me alegro de que Helen me pidiera que la acompañase. Puede que la Policía piense lo mismo, que el asesino estará allí. Y tú, ¿irás?
– Ya me lo has preguntado. No lo sé. -Tracy le lanzó una sonrisa socarrona-. Si tu teoría es correcta, quizá no debería ir. La Policía sospecha de mí, y si no voy, tal vez me eliminen de la lista.
– Es una posibilidad. Tal vez no deberías ir. Tracy, ¿acaso has…? Diablos, vaya pregunta más tonta.
– Quieres saber si yo cometí los asesinatos. No. Aunque, pensándolo bien, no significa nada, ¿verdad? Te diría exactamente lo mismo, tanto si los hubiera cometido como si no.
Evers lanzó una carcajada. Era una carcajada fría, un tanto beoda y…, bueno, peculiar. Tracy lo miró con curiosidad; no podía haberse emborrachado tan de repente.
Tracy rió entre dientes. Jerry era actor, y los actores son así. Consciente o inconscientemente, lo dramatizan todo. Cuando llegan al punto en el que superan, aunque sea mínimamente, la etapa en la que dan una imagen completamente sobria, se hacen los borrachos, Hasta eso lo dramatizan.
Entonces Tracy dejó de reír; vio el rostro de Jerry reflejado en el espejo de detrás de la barra. Le pareció extraño, crispado. Por un momento, se asustó…, hasta que advirtió que Jerry también contemplaba su propia imagen.
De repente, se dio cuenta.
«El pobre está como una regadera -pensó-; trata de parecerse a Boris Karloff en el papel de loco homicida. Practica para la Policía.»
Tracy lanzó una carcajada, y notó que su propia risa tampoco sonaba muy sobria.
– Jerry, tengo que irme. Tengo que trabajar.
Una vez fuera, se detuvo un instante bajo la brillante luz del sol y trató de decidir qué haría. Maldición, debía preparar algo para la próxima secuencia de Los millones de Millie. ¿Estaría lo bastante sobrio como para escribir?
Para cuando llegara a su casa, pensó, lo estaría. Si iba andando se le pasaría la borrachera.
Había recorrido una manzana cuando recordó haber prometido ver al médico de Dick Krebum en casa de éste. Echó un vistazo al reloj y supo que llegaría justo a tiempo; giró hacia el Este en la siguiente esquina.
El doctor Berger estaba todavía en la habitación de Dick.
– Se encuentra bastante bien -le informó a Tracy-. La garganta ya está mejor; este fin de semana podrá hablar un poco. Y, si se cuida, recuperará del todo la voz en uno o dos días más.
– Estupendo -dijo Tracy.
Cuando el médico se hubo ido, se dejó caer en un sillón.
– Vamos a ver, Dick, hoy es jueves, y el guión de mañana ya está arreglado, y tú no apareces. De modo que el lunes, si hace falta, te haremos aparecer un poco. Ya hemos mencionado lo de la laringitis, de modo que si tienes la voz ronca, no habrá problemas. Maldita sea, tendrás que hablar en voz ronca, aunque estés bien. Si tuvieras la voz normal, tendrás que fingir ronquera.
Dick asintió y comenzó a decir:
– Cuéntame lo de…
– Cállate.
Dick sonrió y señaló los diarios de la tarde que había sobre la cómoda.
– Ah. Has leído lo de los guiones, ¿eh? -Tracy se acercó a la cómoda y echó un vistazo a los diarios-. Oye, Dick, tienes tres periódicos. Sólo he leído el Blade.
Dame un minuto para leer los otros dos, ¿vale?
Hojeó rápidamente las notas; ninguna de ellas variaba sustancialmente con respecto a la publicada por el Blade. Sí, había estado en lo cierto; Bates debió de haber dado órdenes sobre la forma en que debía manejarse la historia.
Satisfizo la curiosidad de Dick lo mejor que pudo, con los escasos detalles que pudo añadir a los que proporcionaban las notas periodísticas.
Después buscó y encontró la botella de whisky de centeno que había comprado para Dick; satisfecho, notó que estaba casi llena. Se tomó una copa con el inválido, ambos jugaron una partida de gin rumrny a céntimo el punto, y Tracy ganó la modesta suma de un dólar con sesenta céntimos. Después, se marchó.
Eran poco más de las tres; le quedaba por delante parte de la tarde y toda la noche para pensar en Los millones de Millie.
Al girar la última esquina que lo conduciría a la manzana de su casa, una súbita idea le obligó a aminorar el paso. Fue una suerte que lo hiciera; dos coches esperaban aparcados delante del Smith Arms. En cada uno de ellos había un hombre esperando, y reconoció a uno, era un periodista del Blade. El otro hombre seria de uno de los otros periódicos.
No lo habían visto. Tracy retrocedió con cuidado, entró por la puerta trasera y subió por la escalera de servicio.
Cuando entró en su apartamento, el teléfono estaba sonando. Lo cogió.
– Aquí Tracy.
– Habla Lee -le contestaron al otro lado de la línea-. Lee Randolph. Trabajabas para mí, ¿te acuerdas?
– ¿Por casualidad no será el Lee Randolph que está de editor de locales en el Blade? -inquirió Tracy-. Seguro que no puede ser ése.
– Pues soy ése. Hace tres horas que intento comunicarme contigo. Tengo algo importante que decirte.
– ¿Qué es, Lee?
– Que eres un hijo de puta. Una historia así, y tenemos que conseguirla de los polis, al mismo tiempo y del mismo modo que los demás diarios. Podías habernos concedido una exclusiva, so cabrón.
Tracy rió entre dientes.
– Lee, ¿es que no te lees los libros sobre periodismo moderno? Las primicias son algo del pasado. Ya no se llevan. Además, intentaba que no se publicara nada.
– Pues has hecho un buen trabajo. De acuerdo, chico, ahora que ya es de dominio público, podrías damos los detalles. Dentro de una hora sacamos la siguiente edición. Dame alguna pista nueva.
– No hay detalles, Lee. Esa es toda la historia. Al menos la que es apta para imprimir.
– No seas así. Bates se estaba guardando algo. ¿Qué es?
– Nada que yo sepa, Lee. No se hable más. Oye, por cinco céntimos la palabra, te escribiré mi autobiografía. En seis capítulos; puedes empezar a publicarla mañana y cubrir una semana con ella.
Lee Randolph soltó un improperio y colgó el teléfono.
Tracy colgó su sombrero y su chaqueta, y se acercó al escritorio de la máquina de escribir.
Tenía polvo. Se lo quitó con cuidado. Quitó la funda a la «Underwood» y colocó una pila de papel de copia, amarillo, junto a la máquina. Metió una hoja.
Encendió un cigarrillo y se quedó mirando la hoja en blanco. Ésta le devolvió la mirada.
Pensó en Frank Hrdlicka. «Maldito el cabrón que mató a Frank», pensó.
Frank había sido un tipo tan estupendo. No era muy conversador, pero Tracy se acordó del domingo anterior, cuando Frank había bebido whisky como para que se le soltara la lengua. Fue el día en que él, Dick Krebum y Frank habían jugado al cabeza de oveja; al marcharse Dick, Frank se había quedado un rato más.
Tracy recordó que Frank se había asomado a la ventana y se había puesto a mirar hacia fuera. Tracy le había sugerido que jugaran una partida de ajedrez; sin volverse, Frank había sacudido la cabeza y le había dicho:
– Es demasiado ruidoso, Tracy.
– ¿Ruidoso?
– Dios santo, sí, ruidoso -le había dicho Frank-. ¿No oyes el ruido cuando juegas? Ese choque de fuerzas te ensordece. Monta un lío de los mil demonios.
– ¿Oué clase de ruído, Frank?
Fue entonces cuando Frank se apartó de la ventana. Sonrió un poco, como disculpándose.
– Estoy diciendo tonterías.
Tenía la copa vacía en la mano. Tracy la había cogido y se la había vuelto a llenar. Entonces le había dicho:
– Me gusta. Cuéntame más.
– Supongo que la mayoría de las personas no lo oye. Quizá yo tampoco, en realidad. Pero da esa sensación. Verás, toma por ejemplo una torre…, está ahí quieta sobre su casillero. Pero hay…, ¿cómo se dice?
– ¿Líneas de fuerza?
– Sí, líneas de fuerza que avanzan. Líneas que parten desde la torre; hacia delante, hacia atrás y hacia los lados. Empujan contra todas las piezas que tocan. Es como un…, como un zumbido…, como de una dinamo o un motor. En el caso de los alfiles, el empuje es en diagonal; además, el tono y la altura del sonido varían. Los caballos…, rayos…, estoy diciendo tonterías.
– Puede ser. Sigue.
– Es un sonido extraño, Tracy, un sonido curvo. Y los peones…, ¿nunca has oído gritar a uno de ellos cuando es capturado?
Un extraño escalofrío recorrió la espalda de Tracy.
Frank le había sonreído.
– Digo tonterías, Tracy -había repetido-. Creo que me siento tonto. Me parece que estoy enamorado. A mi edad.
– ¿Y qué? ¿Quién es la chica?
– Su nombre no te sonaría. Quizás un día la conozcas. Es menuda y rubia, y tiene antepasados polacos. Creo que le gusto.
– ¿Crees? ¿Entonces todavía no le has hecho la pregunta?
– No, claro que no. Hasta que no me den la nacionalidad, no. Antes quiero conseguir la ciudadanía. Entones hay un montón de cosas que tengo ganas de hacer. Sobre todo una.
– ¿Es un secreto?
– Sólo porque sonaría muy tonto hablar, en inglés chapurreado, de escribir un libro. Pero pronto habré mejorado lo suficiente como para empezar.
– Quiero leerlo, Frank.
– Ojalá lo hagas, Tracy. Pero no será un libro importante. Estoy hablando demasiado. Tengo que marcharme, Tracy. Muchas gracias por las copas y todo lo demás.
Aquélla había sido la última vez que había visto a Frank.
Al recordar la conversación, Tracy se preguntó si habría contenido algún detalle del que debía haber informado a Bates. No, nada de lo que hablaron en aquella última ocasión habría tenido relación alguna con el crimen.
Pero volvió a pensar en lo que Frank había dicho de los peones: «¿Nunca has oído gritar a uno de ellos cuando es capturado?»
Una vez más, tal como le ocurriera en la ocasión anterior, un escalofrío le recorrió la espalda.
¿Acaso había sido Frank el peón de alguien? ¿Haría gritado cuando el cuchillo se le hundió en la espalda…, allá abajo, en el cuarto de la caldera, donde nadie más que el asesino lo habría oído?