CAPÍTULO IV

Dick Kreburn esperaba en el taxi, reclinado en el asiento, con los ojos cerrados. Al oír el tono de voz de Tracy cuando éste metió la cabeza por la ventanilla, los abrió rápidamente:

– Dick, tengo que irme a casa ahora mismo -le informó Tracy-, ha surgido un problema. Ten, aquí tienes el whisky de centeno. Y escúchame bien: vete a casa y…, oiga, lleve a este tipo a la dirección que le di -le ordenó al conductor-, y después búsquele el médico más cercano para que lo visite. El más cercano, ¿me explico?

– Pero, Tracy… -susurró Kreburn con voz ronca-, puedo telefonear…

– Cállate -le ordenó Tracy-. No debes hablar ni siquiera para llamar a un médico. Estaré en casa para cuando el médico te visite. Dile que antes de marcharse me llame, así podré conocer el diagnóstico. Pídeselo por escrito, no se lo digas.

Tracy le entregó un billete al taxista, y luego volvió a dirigirse a Dick:

– Y no pienses que esto no es asunto mío, y que no tengo por qué interesarme por tu maldita laringe. ¡Si no mejoras antes de la semana próxima, tendré que volver a reescribir cinco guiones más! ¿Captas la idea?

Dick asintió, pero susurro:

– De acuerdo, Tracy. Pero, ¿qué pasa en…?

– Te lo contaré luego -repuso Tracy.

En ese momento pasaba por ahí otro taxi. Tracy lo llamó; echó a correr y subió a éste antes de que el taxista pudiera acercarse al bordillo. Le dio la dirección del Smith Arms, y se reclinó en el asiento.

Cerró los ojos e intentó pensar.

Llevaba varias horas convencido de que lo de Papá Noel había sido una mera coincidencia. Podía haberlo sido, remotamente, posiblemente…, hasta ese momento.

En ese momento…, ¡el conserje en el hogar de la caldera!

Frank Hrdlicka, asesinado según un guión. Su guión. El guión de Tracy.

¿Y por qué? ¿Sólo porque él lo había escrito? Era una tontería, pero una tontería horrenda y disparatada que hacía que un escalofrío le recorriera la espalda.

Aquello era algo más que una coincidencia. En cierto modo, era algo mucho peor. A Arthur Dineen lo había conocido por motivos de trabajo. Pero Frank… A Frank había llegado a conocerlo bien, y había sido un tipo estupendo. Un tipo que literalmente se hubiera quitado el pan de la boca si hubiera llegado a saber que alguien lo necesitaba más que él.

¿Quién sería el cabrón que pudo haber querido matar a Frank, y por qué? Posiblemente fuera un loco homicida. No podía ser de otro modo.

El ascensor del Smith Arms no estaba en la planta, baja. No lo esperó y subió por las escaleras.

La puerta de su apartamento estaba entreabierta. La empujó y entró. Un corpulento policía de uniforme estaba sentado en el sillón Morris; se puso en pie de un salto.

– ¿Es usted William Tracy?

– Sí -respondió Tracy-. ¿Qué es eso de que a Frank Hrdlicka lo…?

– Espere un momento. Tendré que avisarle al inspector que ha llegado. No se marche. -Pasó junto a Tracy, salió al pasillo y gritó-: ¡Eh, sargento!

En alguna parte se abrió y se cerró una puerta, y se oyeron unas fuertes pisadas.

Entraron dos hombres, el más grande se detuvo para darle una orden al policía que había estado esperando en el apartamento.

El otro era pequeño y aseado. Tenía un rostro rosado y querúbico adornado por un bigote gris muy corto. Era difícil calcularle la edad; andaría entre los cuarenta y los setenta. Sus ojos eran penetrantes y vivos, y sus movimientos eran veloces como los de la urraca.

– ¿Tracy? -le preguntó-. Soy el inspector Bates. Este es el sargento Corey. Vayamos al grano. Cuando Corey le comentó por teléfono que habían matado a Hrdlicka, lo primero que usted dijo fue: «¿El hogar de la caldera?» ¿Por qué?

Tracy lanzó un suspiro, apartó unos papeles del escritorio y se sentó sobre él.

– Inspector, será mejor que se siente a escuchar.

– Puedo escuchar de pie -repuso Bates con una sonrisa.

– De acuerdo -dijo Tracy-. Escribo guiones de radio. Escribí un guión de radio en el que asesinaban a un conserje. En el guión, lo apuñalaban por la espalda y metían el cuerpo en una caldera apagada. Por algún motivo no me sorprenderé, más de lo que me sorprendí al enterarme, si me dijera que Frank fue apuñalado por la espalda, tal como manda el guión. ¿Fue así?

El sargento Corey había cerrado la puerta, y ahora se acercó más para escuchar. Al observar la cara de Corey, Tracy obtuvo la respuesta a su pregunta. La cara del sargento adquirió un tono rosado y, después, carmesí, e iba a alcanzar el otro extremo del espectro cuando la voz de Bates repuso tranquilamente:

– Sí, lo apuñalaron por la espalda. ¿Y por qué motivo no se sorprende de que el asesinato ocurriera según su guión?

Tracy inspiró profundamente y repuso:

– Porque hay otro guión, de la misma serie, que fue puesto en práctica del mismo modo. Y el hombre que mataron también era amigo mío, o al menos conocido. Era Arthur Dineen, mi jefe. Ocurrió ayer por la mañana. Alguien…

– iDiooos! -La inflexión que el sargento Corey le dio a su exclamación, rayaba en la reverencia-. ¿Se refiere al asesinato de Papá Noel?

– Sí -respondió Tracy-. Ocurrió casi exactamente como dicta el guión. Con leves diferencias. En el mío no aparecía un perro.

El sargento se quitó el sombrero, se secó la frente con un pañuelo y volvió a ponerse el sombrero, pero ladeado.

– Vamos a ver, ¿intenta decimos que usted ideó estos asesinatos por anticipado? ¿Es usted un clari…, un adivino, o qué?

– No intento decirle nada -repuso Tracy-. Sólo trato de contestar a su pregunta. Usted quería saber por qué adiviné lo del hogar de la caldera. Ahora ya lo sabe.

– Pero…, diablos, no tiene sentido.

Tracy sonrió amargamente y exclamó:

– ¡A mí me lo dice! Anoche salí a emborracharme para olvidarlo. Hasta entonces, todo este asunto de Papá NoeI podía haber sido una coincidencia de lo más descabellada. Pero cuando alguien pone en escena tu segundo guión al día siguiente de haber representado el primero… -Sacudió la cabeza.

– ¿Dónde estaba usted cuando mataron a Hrdlicka?-le preguntó el inspector Bates.

– ¿Cuándo lo mataron?

– A últimas horas de la noche de ayer o a primeras horas de esta madrugada. Lo sabremos con más precisión cuando recibamos los informes del médico forense.

– Salí de copas y estuve hasta las dos de la madrugada -dijo Tracy-. Y estuve en el edificio desde esa hora hasta casi mediodía. De modo que no tengo coartada, a menos que haya ocurrido antes de las dos. Puedo decirle con quién estuve antes de esa hora y supongo que hacerle un itinerario.

– Más tarde se lo pediremos -dijo Bates mientras asentía- Para el expediente del caso. No creo que el examen médico establezca que la muerte se produjo antes de las dos…, probablemente haya sido un poco más tarde. Ah, otra cosa más para el expediente, ¿tiene usted una coartada para el asunto de Dineen?

– No es muy buena. Estaba en casa, durmiendo.

Se advertía un súbito aire de triunfo en el rostro ancho del sargento Corey, al asomarse por encima del hombro de Bates.

– ¿Cómo sabe usted a la hora que Dineen…? -Y de pronto fue perdiendo el entusiasmo al recordar lo obvio: la historia con todos sus detalles había aparecido en los diarios.

Bates giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro, se volvió otra vez y le hizo un guiño a Tracy. O al menos a Tracy le pareció que era un guiño, no podía estar seguro.

– Usted gana, Tracy -dijo Bates-. Para esta entrevista tendré que sentarme. Será mejor que empiece por el principio.

Tracy se tomó su tiempo para encender un cigarrillo y darle una larga calada.

– Sé que suena increíble, pero ahí va. Soy guionista de radio. Tengo un contrato con la «KRBY» para escribir el programa de Los millones de Millie. Es una radio-novela en capítulos.

– ¡Jo! -exclamó el sargento Corey-. Mi mujer sigue el programa y se pasa el día hablando de él. Yo mismo he escuchado algunos episodios. En estos momentos, a mi mujer la tiene preocupadísima el tal Reggie Mereton, el hermano de Millie, que tiene que hacer cuadrar las cuentas en el Banco donde trabaja. Quizá pueda usted contestarme, así se lo cuento a ella: ¿Logra Millie reunir el dinero para reponer el que falta, o es que su queridísimo Dale Elkins…?

– Por favor, Corey -dijo el inspector, con tono más bien helado-. Estamos investigando un asesinato y no una estafa en un programa de Radio.

– Pues bien, hace varios meses se me ocurrió la idea de hacer una serie de guiones sobre asesinatos, pero dándoles un enfoque humorístico, para un programa titulado El asesinato como diversión. Se trataba de crímenes de ficción, con pistas y todo. No es una idea original, claro, a excepción del tratamiento que le doy.

»Hasta la noche antepasada había logrado preparar tres historias, y tenía notas para una o dos más. Después…, para ser exacto, eran las siete de la tarde, se me ocurrió la idea del guión de Papá Noel; no sé, tuve la corazonada de que sería un disfraz perfecto con el que cualquiera podía pasearse sin ser reconocido en ese momento, ni identificado posteriormente. Tengo el guión aquí, si quiere verlo.

Bates carraspeó y le preguntó:

– ¿Era la víctima de su guión un ejecutivo de Radio?

– Humm.., no. Bueno, era un ejecutivo, pero creo que no especifiqué de qué tipo. No tenía en mente a un ejecutivo de Radio. La especialidad no guardaba relación alguna con el guión, de modo que no le busqué ninguna.

– ¿La víctima del guión no se llamaba Dineen?

– ¿Eh? Santo cielo, no, inspector. Dineen era la persona a la que le habría enseñado los guiones para montar el programa de Radio. Habría sido el último nombre que se me habría ocurrido utilizar.

»En fin, que terminé de escribir el borrador del guión a las ocho y media, y salí. Lo dejé sobre mi escritorio, y en la «Underwood» todavía quedaba una página.

»Eché el cerrojo a la puerta al marcharme. No creo que… -Miró al inspector-. No creo que importe mucho adónde fui, ¿verdad? En su mayoría fueron tabernas; me encontré con Pete Meyer y estuve hablando con él un rato, y…

– ¿Quién es Pete Meyer?

– Un actor de la Radio. Hace el papel de Dale Elkins, el amor inconstante de Millie, en Los millones de Millie.

– A mí me parece un empalagoso -comentó el sargento Corey.

Bates le lanzó una fría mirada al fortachón del sargento, y le preguntó:

– ¿Lo ha conocido personalmente, Corey?

– ¿Eh? No, quiero decir que en la obra, Dale Elkins es un empalagoso. Habla como un mariquita. No me gusta…, perdone, inspector.

Bates se concentró nuevamente en Tracy.

– De momento, puede omitir los detalles de dónde estuvo la noche del lunes. Más tarde tomaremos nota para incluirlo en el expediente.

– De acuerdo -asintió Tracy-. Bien, llegué a casa a la una y media. La puerta seguía cerrada. Me fui a la cama y dormí hasta casi mediodía, después salí. Compré un periódico y no lo leí hasta regresar a casa, a eso de las cuatro y media. En ese momento me enteré de que habían asesinado a Dineen y me quedé pasmado.

»Dineen me caía bien, pero no fue por eso que quedé atónito, claro. Nuestra relación era meramente de trabajo. Fue la forma en que lo mataron…, el hecho de que el asesino utilizara el método que acababa de inventarme, o que creía haberme inventado, la noche anterior, ¿me explico?

– ¿Pensó que era una coincidencia?

– No lo sé. Me preocupó. Resultaba difícil de creer, pero al mismo tiempo resultaba mucho más difícil de creer que no lo fuera, no sé si me explico. Al fin y al cabo, no le había comentado a nadie lo de mi guión. Tampoco se lo había enseñado a nadie.

– ¿Está seguro?

– Tan seguro como que estoy sentado ahora aquí.

– ¿Puede jurar que, desde el momento en que escnbió el guión hasta después de cometido el asesinato, no se lo enseñó a nadie ni habló de él con nadie?

– Estoy absolutamente seguro -repuso Tracy. Al fin y al cabo, a Millie Wheeler no le había enseñado guión, y tampoco le había hablado de él hasta después de cometido el asesinato. Esquivó este aspecto peligroso, agregando a toda prisa-: De todos modos, aunque se tratara de una coincidencia, era algo increíble, por eso salí a tomarme unas cuantas copas.

– ¿Solo?

– No, con Millie Wheeler, que vive al otro lado del pasillo. Por cierto, ¿no ha llegado todavía?

– No. ¿Habló con ella sobre lo del disfraz de Papá Noel y el asesinato de Dineen?

– La verdad es que anoche no hablamos de otra cosa. Pero eso fue después del asesinato. Por cierto sigue siendo la única persona con la que he discutido el tema, de momento.

– ¿Le comentó lo del guión del conserje en el hogar de la caldera?

Tracy sacudió la cabeza.

– No, no se lo comenté ni a ella ni a nadie más. Pero en este caso existe una pequeña diferencia. Quiero decir, ese guión lleva guardado en el cajón de mi escritorio desde…, no sé, pero lleva allí por lo meno un mes y medio. En todo ese tiempo, en mi casa han entrado decenas de personas que pudieron haberlo visto. Y que a su vez pudieron haber hablado de eIIo con decenas de personas más.

– Volvamos a la hora en que se enteró de que su guión de Papá NoeI había sido…, esto…, llevado a la práctica. ¿Por qué no llamó entonces a la Policía para aportar estos datos?

– Sea usted razonable, inspector. Me habrían tomado por loco. O bien habrían pensado que trataba de hacerles una broma pesada o de conseguir publicidad gratuita. No podría haber probado que escribí el guión antes del asesinato, menos aún, después de haberlo leído en los periódicos.

– Humm, quizá tenga razón. Está bien, ha cubierto usted sus movimientos hasta la hora en que llegó anoche a su casa. Y dice que no se marchó de aquí hasta el mediodía de hoy. ¿Dónde ha estado desde entonces?

– En el estudio. Recibí una llamada. Había una emergencia porque uno de los actores de Los millones de Millie se puso enfermo, y había que rehacer un guión antes de que el programa saliera al aire. Al terminar el programa, me marché del estudio y decidí telefonear a la señorita Wheeler…, y el sargento Corey se puso al teléfono. ¿Cómo hicieron para entrar en su piso, sargento, si ella no estaba en casa?

Bates contestó por el sargento.

– Es la rutina. Visitamos a todos los inquilinos para preguntarles cuándo habían visto por última vez a Frank Hrdlicka. Cogimos las llaves maestras del cuarto que Hrdlicka tenía en el sótano; echamos un rápido vistazo en los apartamentos en los que no había nadie…, para aseguramos de que todo estaba en orden. No se trataba de un registro.

– Ah -dijo Tracy, sintiéndose un tanto aliviado. Se produjeron unos segundos de silencio, al cabo de los cuales el sargento Corey exclamó: «¡Cosa de locos!», y los otros dos se quedaron mirándolo.

– Un traje de Papá Noel, y un conserje apuñalado por la espalda y metido en el hogar de una caldera -dijo- Para mí es cosa de locos. -Se quitó el sombrero y lo estudió como si jamás lo hubiera visto en su vida, después volvió a ponérselo en la cabeza.

– Tracy, me parce que al sargento no le falta razón -dijo Bates-. Es cosa de locos. Por cierto, ¿conoce a alguien que hubiera tenido motivos (adecuados o no) para matar a su jefe?

Tracy sacudió la cabeza despacio y repuso:

– No. Claro que si uno estira ese «adecuados o no» lo suficiente, hay que reconocer que en el estudio se producen celos y enfrentamientos. Como en cualquier estudio. Pero nada que pudiera conducir a un asesinato.

Abrió un cajón del escritorio y sacó unos manuscritos mecanografiados en papel de copia amarillo. Se los entregó a Bates.

– Éstas son las obras -le dijo-. Son todos borradores; sólo dos tienen continuidad, los demás son sinopsis o notas. No los he presentado; tenía planeado acabar una docena antes de enseñarlos en el estudio.

– ¿Le importa si me los llevo para estudiarlos?

– Adelante. Son las únicas copias que tengo, procure no perderlas, pero de momento no me hacen falta. De modo que no se sienta obligado a trabajar en ellas de inmediato. Tal y como estoy ahora, dan ganas de pedirle que las eche a la papelera cuando acabe de leérselas.

– Podría cambiar de idea -le sugirió Bates-. Las cuidaré bien. Humm…, la primera que veo aquí es sobre un joyero. ¿Conoce a algún joyero, Tracy?

– Gracias a Dios, no.

– Y aquí hay una sobre un policía. ¿Conoce a algún policía?

– Conocí a muchos cuando trabajaba en el Blade. Pero no tenía ningún amigo íntimo; no he vuelto a verlos desde entonces.

– ¿No hace copias con carbón de lo que escribe? Creí que todos los escritores las hacían.

– De la versión definitiva que voy a entregar, sí. Pero no tiene sentido hacer copias de los borradores. ¿Por qué…?

Llamaron a la puerta y la abrieron. El policía de uniforme que había estado esperando a Tracy en el apartamento de éste, asomó la cabeza y anunció:

– Acaba de llegar la mujer que vive al otro lado del pasillo. Me ha pedido que le avisara, inspector.

Tracy llegó antes a la puerta, y la abrió de par en par. Millie se disponía a abrir con la llave.

– Hola, MiIlie, pasa -le dijo-, y déjate arrestar.

Tal vez podría advertirle, pensó Tracy, que no le había contado a la Policía que ella estaba al tanto de lo del guión de Papá Noel, la noche anterior.

Cuando ella entró, le dijo:

– Millie, éste es el inspector Bates y éste el sargento Corey. Han asesinado a Frank Hrdlicka, y le estás tomando declaración a todos los vecinos. Les…

– ¿Frank quién? -De pronto, Millie se puso pálida-. Tracy, ¿te refieres al conserje? Se llama Frank, ¿verdad?

Tracy asintió.

– Tracy, ¿lo…, lo pusieron en el…?

– Sí, señorita Wheeler -respondió el inspector Bates-. En el hogar de una caldera. ¿Leyó usted el el guión?

– No exactamente. Tracy me lo comentó anoche.

Tracy vio su oportunidad, e intervino rápidamente.

– No ha leido ninguno de mis guiones, inspector. Y no pudo haberse enterado de nada hasta ayer por la noche…

– Por favor, deje que la señorita Wheeler conteste por sí sola.

Tracy asintió y volvió a sentarse en el escritorio; ya le había pasado a Millie la información de que ella no había leído el guión de Papá Noel; la muchacha no iba a dejarlo mal parado.

– ¿Cuándo vio por última vez a Frank Hrdlicka, señorita Wheeler?

Millie se sentó en el sillón y contestó:

– Hace casi una semana…, espere, no, fue hace tres días, el domingo. Se me había estropeado la cocina y subió a arreglármela.

– ¿Está segura de que fue el domingo?

– Segurísima, porque recuerdo que me dio mucho apuro tener que molestarlo en domingo, pero la cuestión era que necesitaba la cocina para esa noche. Y…, sí, fue la última vez que lo vi, estoy totalmente segura.

Dirigiéndose a Tracy, Bates le dijo:

– Señor Tracy, es una pregunta que no le hemos hecho. ¿Cuándo lo vio o habló con él por última vez?

– También el domingo. Estuvo aquí durante un par de horas, temprano, por la tarde.

– ¿Trabajando?

– En una botella de whisky. Jugamos a cartas.

– Ah. Entonces lo conocía bastante bien.

– Sí. Había estado aquí vanas veces. De vez en cuando jugábamos al «cribbage», y algunas veces al ajedrez Sabía que jugaba al «shaffskopf», o cabeza de oveja, de modo que cuando Dick Kreburn vino el domingo y me habló de ese juego de naipes, telefoneé a Frank para que subiera a jugar un rato, y así lo hizo.

– ¿A tres manos?

– Sí, se juega a tres manos.

– ¿Está seguro de que fue la última vez que lo vio?

– Estoy seguro que es la última vez que hablé con él, No podría jurar que no me lo cruzara en el pasillo desde entonces. Si lo hice, no me acuerdo.

– ¿Sabía que no tenía la ciudadanía? -inquirió Bates.

– Por supuesto -repuso Tracy-. Estaba tramitando papeles, pero todavía no tenía los definitivos. Me contó que había nacido y se había educado en Polonia. Y tenía una formación bastante buena. Hablaba inglés bastante bien, y día a día iba aprendiendo cada vez más, porque leía mucho. Siempre me pedía que le corrigiese si cometía un error, o incluso si decía algo de una forma no del todo idiomática.

– ¿Conoció a alguno de sus parientes o amigos?

Tracy negó con la cabeza.

– Me comentó que en la ciudad tenía un hermano menor que él, pero nunca lo conocí.

– Vaya, teniendo tan buena educación, ¿se conformaba con ser conserje?

– Pues no, la verdad; pero no le quedaba más remedio. Iba a…

Sonó el teléfono y Tracy fue a contestar.

– ¿Señor Tracy? -le preguntaron-. Habla el doctor Berger. Llamo desde la habitación del señor Kreburn. Me pidió que le telefoneara.

– Ah, sí, doctor. ¿Cómo está, y cuándo cree que podrá volver al programa?

– Tiene la garganta bastante inflamada, pero, si se cuida y sigue mis instrucciones, la semana que viene ya se encontrará recuperado.

– Las seguirá aunque tenga que sentarme al pie de su cama y darle charla -le dijo Tracy-. ¿No es laringitis?

– No, sólo un fuerte resfriado que le ha afectado la garganta. Ya le he recetado unos medicamentos; pero lo principal es que descanse, que no hable y que duerma mucho.

– Gracias, doctor. ¿Cuándo volverá a verlo?

– Mañana, más o menos a esta misma hora.

Tracy echó un vistazo al reloj y dijo:

– Intentaré estar allí. ¿Hay algo que pueda hacer ahora o antes de mañana?

– Nada. Puede arreglarse solo, y con la ayuda del servicio de botones, tendrá todo lo que desee sin necesidad de bajar a comprarlo.

Tracy volvió a darle las gracias y colgó. Se volvió hacia el inspector Bates y le preguntó:

– ¿Dónde habíamos quedado?

– Tendré que hacerle unas cuantas preguntas a la señorita Wheeler -replicó Bates-. ¿Aquí, señorita Wheeler, o prefiere que vayamos a su apartamento?

Millie echó un vistazo a Tracy y después se volvió hacia Bates.

– Aquí está bien. Adelante.

– ¿Cuáles fueron sus…, esto…, movimientos de las últimas veinticuatro horas?

Millie tenía las manos posadas sobre el regazo y retorcía un pañuelo.

– ¿Las últimas veinticuatro horas? O sea, que sería desde madia tarde de ayer. Estuve en el estudio. Trabajé hasta las cuatro y despúés…

– ¿El mismo estudio en el que trabaja el señor Tracy?

– No, no trabajo en la Radio. En un estudio fotográfico, inspector. Soy modelo.

Captó la mirada ligeramente asombrada del sargento Corey y, lanzándole una sonrisa impúdica, le dijo:

– Mi cara no, sargento. Sé que no soy una extraordinaria belleza. Me utilizan para fotos de anuncios de medias, ropa interior y zapatos. Sobre todo de medias. Dicen que tengo unas piernas perfectas.

– Diablos -dijo Corey-. Lo siento, señorita, es que…

– ¿Acaso no me cree? -inquirió Millie con tono ofendido-. Vamos, sargento, si quiere se las enseño encantada, para que vea que no miento…

– Esto…, yo… -repuso Corey.

Millie ya se había levantado y se dirigía al revistero que había junto al sillón; sacó un ejemplar de una revista y le dijo:

– Aquí lo tiene, justo en la contraportada. Un anuncio de medias «Starlight».

Corey pescó a Tracy sonriendo.

– Entonces, trabajó usted hasta las cuatro. ¿Y después? -le preguntó Corey a Millie.

– Volví a casa en autobús. Llamé a la puerta de Tracy antes de entrar en mi casa, y lo encontré un manojo de nervios porque acababa de leer que habían asesinado a su jefe. Me enseñó el artículo del diario y después me contó lo del guión de Papá Noel para la Radio. La coincidencia, si es que fue una coincidencia, lo tenía muy preocupado; quería salir y tomarse un par de copas. Fui con él. Nos tomamos unas cuantas copas, y después cenamos y después volvimos a tomamos unas copas más. Tal vez Tracy estuviera lo bastante sobrio como para saber a qué hora llegamos casa, porque yo no.

Corey miró a Tracy y comentó:

– Dijo usted que alrededor de las dos, ¿no?

– Yo también estaba bastante trompa -admitió Tracy-. Pero nuestra última parada la hicimos en «Thompson’s», en la esquina de esta manzana. Creo recordar que nos marchamos de allí a las dos menos diez.

– Y esta tarde, cuando desperté -dijo Millie con gazmoñería-, Tracy no estaba. Salí a hacer una compras y acabo de regresar.

– ¿Eh? ¿Quiere decir que él no…, esto…, que no…? -dijo Corey.

– No quería sacar el tema, sargento -arguyó Tracy-. Pero lo que pasó es bien simple. Y completamente puro. Millie se quedó dormida en el ascensor. Logré llevarla a su piso y meterla en la cama. Yo llegué hasta la puerta exterior y me caí sobre un enorme sillón. Me senté un momento a descansar, y cuando abrí los ojos era casi mediodía.

Millie le hizo unas muecas y, dirigiéndose al sargento, dijo:

– Es un patán, de lo contrario no me pondría en un compromiso admitiendo que se quedó a pasar la noche en mi apartamento y durmió en un sillón. Qué insulto. Pero es lo que ocurrió. Me desperté temprano, a eso de las seis, y encontré a Tracy roncando en la sala…

– Yo no ronco, maldita sea.

– ¿Tú cómo lo sabes? -inquirió Millie, y volvió a dirigirse a Corey-: En fin, que lo tapé con una manta, me desvestí y me metí en la cama. El muy papanatas me había dejado toda la ropa puesta, excepto los zapatos. ¡Tendría usted que ver lo arrugado que quedó mi mejor vestido!

El inspector Bates le echó una fría mirada a Tracy.

– Usted nos había dicho…

– Nada más que la verdad -lo interrumpió Tracy-.Le dije que regresé al edificio alrededor de las dos de la madrugada y que no me marché hasta que salí para dirigirme al estudio. No le dije que hubiera ido a mi propio apartamento.

– Intentó ocultar la verdad.

Tracy se encogió de hombros y replicó:

– Técnicamente, sí, pero, ¿qué importancia podía tener? La cuestión era si tenía o no coartada para ayer noche,. ¿o no? Desde ese punto de vista, ¿qué importancia tiene si pasé la noche solo, en mi propia casa, o solo, en el salón de Millie? De cualquier modo, no es una coartada.

Bates se volvió hacia Millie, y le informó:

– Es todo cuanto necesitábamos preguntarle, señorita Wheeler. Pero, si no le importa, nos gustaría que firmara una declaración. ¿Podría pasar por mi despacho mañana por la mañana, a eso de las diez o las diez y media? Tendré una estilográfica preparada, y quedará usted libre antes de mediodía.

– Muy bien, inspector. -Millie se puso en pie.

Tracy la acompañó hasta la puerta.

– ¿Cuándo te veré? -le preguntó.

– Esta noche estoy ocupada, Tracy. Tal vez mañana. Aunque será mejor que no concretemos nada. Adios.-Le tocó ligeramente el brazo al salir.

Tracy cerró la puerta tras ella, y dijo:

– Inspector, esa parte sobre mi coartada de anoche…, no será necesario dársela a los periódicos ¿verdad? Me refiero al sitio donde estuve a partir de las dos.

– Por supuesto que no. Aunque es posible que tenga que ofrecerles el resto de la historia. Me refiero a sus guiones.

Tracy dio un respingo y repuso:

– Imagino que no tengo nada que decir. Pero, ¿no sería más conveniente mantener oculto ese aspesto?

– No lo creo. El asesino, suponiendo que siguiera las indicaciones de sus guiones, lo hizo deliberadamente, y sin duda, a estas alturas, sabe que nosotros lo sabemos. No tiene sentido que se lo ocultemos. Por el contrario, si lo revelamos, podría surgir alguien que nos indicara una conexión entre Dineen y Hrdlicka. A menos que el asesino fuera simplemente un loco homicida sin motivo para cometer los crímenes, tiene que existir una conexión.

– Tal vez su móvil es El asesinato como diversión -sugirió Corey-. Si me preguntaran, diría que es una idea cojonuda.

– No se lo hemos preguntado -dijo Tracy-.Inspector, imagino que querrá que yo también le firme una declaración. ¿Podríamos hacerlo ahora? Mañana tengo que estar toda la mañana en el estudio, rehaciendo otro guión de Los millones de Millie.

– ¿Por qué no? -Bates asintió-. Voy a volver a la Comisaría. Acompáñeme, si quiere acabar con esto.

Eran las siete cuando Tracy salió del Departamento de Homicidios, y tenía tanta hambre que hubiera sido capaz de comerse una chuleta con plato y todo. Adquirió entonces conciencia, de forma muy aguda, de que no había tomado nada en todo el día, aparte del café y la aspirina con que había desayunado.

Millie le había dicho que estaría ocupada, pero le telefoneó de todas maneras por si había cambiado de planes. Nadie atendió el teléfono, y se sintió vagamente fastidiado. No le quedaba más remedio que comer él solo.

Se compró dos periódicos vespertinos, las últimas ediciones, y durante su solitaria cena, que distó mucho de ser frugal, leyó las notas sobre el asesinato del Smith Arms.

Era evidente que a los periodistas no les habían proporcionado demasiada información, y que no habían logrado hacer nada del otro mundo con la que les habían dado. En el Times la nota salía en la página siete. Y en el Blade, a regañadientes le habían dedicado unas cuantas líneas al final de la primera plana. La muerte de un conserje no era nada que provocara emociones fuertes; lo único que le daba un poco de color, como nota periodística, era el hecho de que el cuerpo había sido hallado en una caldera.

No se había relacionado este crimen con el espectacular asesinato de Dineen, ocurrido el día anterior, y no se mencionaba el nombre de William Tracy. Respiró más tranquilo y confió en que le durara la suerte. Por la nota del Blade no se enteró de nada nuevo.

La historia publicada en el Times, aunque no había merecido la primera plana, era más completa. Tracy logró reunir unos cuantos hechos nuevos.

El cadáver había sido descubierto -a la una y cuarto, tal como ya le había dicho Bates- por una tal señora Murdock, que vivía con su esposo en el apartamento quince. Tracy no la conocía por el nombre, aunque probablemente sí la conociera de vista.

Según la nota del Times, había bajado al sótano, después de almorzar, para deshacerse de facturas y cartas viejas. Su intención era meterlas en el hogar de la caldera para quemarlas, en lugar de tirarlas a la basura. El Smith Arms carecía de un sistema incinerador. Al abrir la puerta del hogar, había descubierto el cadáver.

La muerte había sido producida por una sola herida de puñal en la espalda -probablemente un cuchillo corriente, de carnicero, de punta aguda, y filo por un solo lado-. El asesino había sido diestro -o afortunado- al asestarle la puñalada. El cuchillo se había hundido en el ventrículo izquierdo del corazón, y la muerte había sido instantánea.

La víctima sólo llevaba una camisa de dormir y zapatillas. La cama estaba deshecha.

Eran más de las ocho cuando Tracy salió del restaurante. Vagó sin rumbo durante una o dos manzanas y después se sentó en un puesto de lustrabotas para que le limpiasen los zapatos.

En el asiento de al lado había una revista. Distraído, la cogió, y en la contraportada descubrió un anuncio de medias que le resultó conocido; se preguntó entonces si Millie no habría regresado a su casa.

– Maldición -dijo, y dejó la revista.

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