CAPITULO XII

Tracy se sirvió otro trago, en esta ocasión, uno normal. Los dos dobles lo habían entonado, empujándolo ligeramente más allá del límite. Era mejor que aminorara la marcha, o acabaría como el jueves por la noche en el bar de Stan.

El jueves por la noche… Rayos, el jueves por la noche había visto a la señora Murdock, igual que esa noche. Había pasado delante del hotel de Dick; había ido al Blade, había estado en el bar de Barney y había acabado borracho.

¿Acaso esa noche repetiría el mismo itinerario? ¿Debía dirigirse, quizás, al bar de Stan, por el gusto de hacerlo? ¿Acaso existía el Destino que…? «Córtala ya -se dijo-; cuando empiezas a pensar en el Destino con mayúscula, es señal de que te estás emborrachando.»

Se sirvió otra copa. Ya se sentía un poco mejor. Iba perdiendo parte de la amargura. Se alegraba de haber entrado en el bar de Barney.

Barney regresó donde él se encontraba y le dijo:

– Lee pasará por aquí al salir del diario.-Cogió la botella y la colocó detrás de la barra-. Te las estás bebiendo demasiado de prisa, Tracy.

– Está bien, abuelita -suspiró Tracy-. De todos modos, todavía sé contar. -Dejó un billete sobre la barra-. Dos dobles, dos sencillas y la tuya.

Barney marcó los importes en la caja y regresó con el cambio. Tracy cogió cinco centavos y se fue al tocadiscos automático. Leyó las listas de canciones y después se volvió y dijo:

– Dios mío, Barney, todavía está la polca Barrilito de cerveza. La que solíamos poner media docena de veces cada noche. ¿No irás a decirme que es el mismo disco? Hubiera jurado que a esas alturas estaría gastado.

– El disco es nuevo, pero la versión es la misma. Los muchachos y tú consumisteis el otro. Jo, cómo detestaba esa canción.

– Y yo también -reconoció Tracy. Metió la moneda en la ranura y pulsó el botón de la polca Barrilito de cerveza. Regresó a la barra y se sentó justo cuando empezaba la música.

Era la misma condenada melodía. Pero le hizo desear que la pandilla estuviera allí otra vez, y que estuvieran jugando al pinocle y bebiendo cerveza en la mesa del fondo. Diablos, pasarían por allí esa misma noche a las once, y eran ya las… Echó una mirada al reloj. Sólo las siete y cuarto.

El editor de locales del Blade entró justo cuando el disco había acabado.

– Esta maldita canción -dijo-. Tracy, veo que tu gusto no ha mejorado nada.

– ¡Mi gusto! -exclamó Tracy indignado-. Siempre detesté esa canción. ¿Qué bebes?

– Sólo una cerveza. He de volver al despacho.

– Y para mí otro trago, Bamey, ya hace rato que me porto bien. ¿Qué te cuentas, Lee?

– Bueno, en primer lugar, acabemos con esto de un modo o de otro. La historia que nos dio Bates sobre esos guiones tuyos que sirvieron de base para los asesinatos. ¿Era cierta?

– Y tanto, Lee. Y salvo por unos cuantos detalles, por lo que yo sé, es la condenada verdad.

– ¿Ah, sí? Por eso quería verte. En este asunto hay otro aspecto más que podría convertirse en noticia, si conseguimos material suficiente. El asunto de Mueller. Walther Mueller.

De repente, Tracy deseó estar un poco más sobrio. Sacudio la cabeza para despejarse, pero no le sirvió de mucho, y preguntó:

– ¿Cómo te enteraste de eso?

– Gracias a ti. Oye, Tracy, ¿alguna vez escribiste un guión sobre un joyero que era asesinado?

Tracy asintió despacio.

– Está bien, te lo contaré primero y después me dirás como conseguiste saber lo que sabes. -Le contó a Randolph que Bates le había preguntado si alguna vez había oído hablar de un tal Walther Mueller, y si había estado en la ciudad la primera semana de junio, y añadió-: Até cabos, revisé los diarios de esa semana y encontré una nota de Prensa sobre el asesinato. Es todo lo que sé. Y es una falsa alarma, Lee. Sólo porque escribí un guión sobre un joyero, Bates comprobó el caso del último joyero que asesinaron en la ciudad. Es todo. Incluso el método era diferente.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. ¿Cómo te enteraste?

– Ya te lo he dicho, gracias a ti. Ray, del Departamento de Circulación, me contó que te había dado los diarios de esa semana. Los repasé yo también para averiguar qué era lo que tanto te intrigaba. Esa semana se produjeron varios asesinatos que salieron en los diarios. Los comprobé todos, y el de Mueller era el único que encajaba.

– Ya te he dicho que no tiene nada que ver. Era sólo que…

– Barney, ponme otra cerveza -ordenó Lee-. Y un trago para mi ebrio ex empleado. Va a necesitarlo.

Con un dedo dio un golpecito al primer botón del chaleco de Tracy, y le dijo:

– Si hubieras sido periodista en lugar de lo que eres, habrías comprobado quién se encargó del entierro. Yo lo comprobé. Fue una empresa que lleva mucho tiempo en el negocio y se llama «Westphal & Boyd».

– Me tienes realmente sorprendido. ¿Y qué?

– Después de eso, hice lo que tú habrías hecho si hubieras estado en el baile. Llamé a «Westphal & Boyd» para averiguar quién les había encargado el entierro, y me enteré.

– Apuesto a que te lo contó un pajarito.

– Tendría que levantarme y dejarte aquí plantado. O algo mejor, darte un puñetazo en la nariz. Pero voy a contártelo. El tipo que se encargó de arreglar lo del entierro con la funeraria se llamaba Dineen. Arthur D. Dineen.

Tracy inspiró hondo y soltó el aire despacio. De golpe se sintió completamente sobrio.

– ¿Y qué más? -preguntó-. No te detuviste ahí, ¿verdad?

– Fui a ver a Bates con los datos que tenía -repuso Lee-, y no me hizo ni caso. No quiso colaborar conmigo, ni siquiera para decirme por qué no quería colaborar.

– ¿Cuándo ocurrió todo esto, Lee?

– Ayer. Envié a Burke para que hablara con la señora Dineen, para ver qué podía conseguir por ese lado. Era algo, aunque no mucho. Es el tipo de mujer que detesta a los periodistas, y no hubo manera de sacarle nada. Burke supuso que la mujer no quería que removiera el pasado, por temor a que saliera a la luz alguna cosa. Como, por ejemplo, que Dineen tenía algún lío da faldas. ¿Lo tenía?

– No lo sé, Lee. Oí algún que otro rumor, pero yo no lo sé.

– Nosotros logramos averiguar que Dineen y el tal Walther Mueller eran íntimos amigos. Antes de que Dineen entrara a trabajar en la Radio, cuando era más joven, había vivido en Sudamérica. Había sido representante de una firma norteamericana. Él y Mueller habían hecho amistad, y esa amistad perduró incluso después de que Dineen regresara. Había vuelto a Sudamérica en un par de oportunidades para pasar sus vacaciones, y Mueller había venido aquí, también en un par de ocasiones. Y se escribían.

– ¿Fue Dineen a buscar a Mueller al aeropuerto?

Randolph sacudió la cabeza y respondió:

– Su mujer dice que no. Dice que sabían que Mueller iba a venir a los Estados Unidos para quedarse definitivamente, pero que no sabían con exactitud cuándo iba a llegar. Mueller se marchó del aeropuerto y fue directamenye al hotel, donde lo mataron antes de que telefoneara a Dineen…, ellos no se enteraron de que estaba aquí hasta que leyeron lo del asesinato en los periódicos. Al menos eso es lo que la señora Dineen dice. De todos modos, Dineen se presentó entonces y ayudó a poner en orden los asuntos de Mueller, y se encargó del entierro y demás.

– Hummm -masculló Tracy-. ¿Tenía Mueller algún pariente?

– Un hijo y dos hijas en Río de Janeiro. Todos mayores y casados. Lo heredaron todo. La herencia no era muy grande, su valor alcanzaría las cinco cifras, pero el hombre no era millonario. Dineen fue su ejecutor testamentario. Oficialmente, quiero decir, porque su abogado se encargó de todo.

– ¿Viste a su abogado?

– Burke fue a verlo esta mañana. No consiguió nada extraordinario. El collar de perlas que estaba retenido en la Aduana cuando se cometió el asesinato, pasó a formar parte de la herencia, y por él se consiguieron doce mil dólares tras haber deducido los derechos aduaneros. Después estaba el giro bancario que había traído consigo, y unas cuantas inversiones en Río. Todo eso sumaría unos treinta mil dólares, después de efectuadas todas las deducciones; ese dinero regresó a Río, pues le correspondía a los hijos.

Tracy fue haciendo pequeños círculos sobre la barra con el fondo mojado del vaso.

– ¿Tenia algún pariente aquí? -inquirió.

– Una sobrina. La señora Dineen dijo que creía que la chica vivía en Hartford, Connecticut. Pero nunca la conoció.

– ¿Sabes cómo se llama?

– No. ¿Qué importancia podría tener eso?

«Depende -pensó Tracy- de cómo se llame.» Pero no hizo ningún comentario y se limitó a decir:

– Ninguna, supongo. ¿Es todo lo que sabes?

– ¡Fíjate quién pregunta! Claro que es todo lo que sé. Pero hay algo que me intriga. ¿Por qué Bates no investiga más ese aspecto del caso?

Tracy estudió su imagen en el espejo que había detrás de la barra.

– Supongo que porque piensa que no tiene nada que ver -repuso Tracy-. Cree que sabe quién mató a Dineen y a Hrdlicka.

– Y un cuerno. ¿Quién?

– Yo -replicó Tracy-. Me parece que piensa que soy un psicópata. Que me dedico a escribir guiones y que después siento el impulso irrefrenable de llevarlos a la práctica. O algo así.

– ¿Y es así?

– No seas burro, Lee. ¿Crees que te lo diría si fuera así?

Lee Randolph sacudió la cabeza con cara de duda.

– Supongo que te conozco bastante bien. No estás loco…, al menos no de ese modo. Pero, ¿qué harás al respecto?

– ¿Qué puedo hacer al respecto? Nada. Salvo no permitir que Bates me relacione con más asesinatos.

– Tracy, ¿me estás tomando el pelo? ¿De veras que vas a quedarte sentado a esperar que se aclare el asunto? Joder, Tracy, hubo una época en que fuiste un buen reportero.

– ¿Y qué tiene que ver con todo esto el hecho de ser reportero?

Randolph soltó una risotada.

– Cuando trabajabas para mi, si te hubiera asignado un caso como éste, habrías salido a interrogar a la gente hasta conseguir respuestas que encajaran…, o no. Y después te… Vale, olvídalo. Espero que Bates logre engancharte.

– Menudo consuelo me das.

– Consuelo -repitió Randolph-… Eso quieres, ¿eh? Por el amor de Dios. Consuelo. Alguien te usa de pantalla para achacarte tres asesinatos y tú te quedas ahí sentadito, esperando consuelo. Si ése es el efecto que tiene la Radio sobre un buen reportero, que me cuelguen ahora mismo.

– Maldita sea, Lee, no puedes…

– ¿Cómo que no puedo? Te has vuelto más blando que un colchón de plumas. Lo que necesitas es una fecha tope de entrega. Pues bien, te daré una. O me consigues una buena nota periodística para mañana a la noche, o estás despedido.

Tracy sonrió tontamente.

– Simon Legree, amigo mío. Me alegro de no trabajar más para ti.

– Y yo también -repuso Randolph. Se bebió el resto de la cerveza y se puso en pie.

– Antes eras un tipo cojonudo. Y ahora buscas consuelo.

Salió del bar.

Poco a poco a Tracy se le borró la sonrisa. Observó cómo se le iba borrando de la cara en la imagen del espejo, y después hizo señas a Barney.

– Ponme una doble -le pidió. Se volvió y miró las ventanas delanteras del bar. Fuera había oscurecido ya. Y dentro tampoco había demasiada luz.

– Maldita sea, Barney -dijo.

– ¿Sí?

¿Y cómo contestaba a eso? No sabia cómo contestar a nada.

– Anda, Barney, tómate una conmigo.

Barney sirvió dos copas, y antes de beber, dijo:

– Salud.

– Barney, en una época fui un buen reportero.

– Sí -repuso Barney, sin signos de interrogación esta vez, lo cual fastidió a Tracy. También le hubiera fastidiado si los hubiera habido.

– ¿Y qué más? -inquirió.

– Pues nada -repuso Barney-. Sólo te daba la razón. Gracias por la copa. -Se alejó al otro extremo de la barra y se puso a lavar unos vasos.

«Voy a emborracharme -pensó Tracy-. Diablos, pero si estoy borracho. ¿Lo estoy?»

No lo sabía. Físicamente tenía la sensación de mareo que acompaña al exceso de alcohol, pero no notaba el cerebro obnubilado. Su cuerpo estaba un tanto beodo; lo supo cuando se bajó del taburete y tuvo que concentrarse para tratar de caminar con normalidad. Pero su cabeza seguía estando en el extremo opuesto del maldito telescopio, mirando al Tracy pequeñito que estaba solo, sentado ante una barra tratando de ponerse trompa.

– Mira… -dijo.

– ¿Sí? -repuso Bamey, y miró a Tracy, pero no se le acercó.

– No es asunto de ellos.

Barney se limitó a lanzar un gruñido.

Barney debió de creer que estaba borracho para hablar de aquella manera. Quizá Barney tuviera razón. No debería utilizar un pronombre sin un antecedente.

Pero no era asunto de ellos.

¿Qué derecho tenía Millie para suponer que se había tomado la semana libre para ir a meter las narices en una sierra circular? Eran sus narices, y no las de Millie.

¿Y qué derecho tenía Lee Randolph para creer que tenía que meterse en aquel asunto más de lo que ya estaba metido? Pagaba sus impuestos y contribuía a mantener al Departamento de Policía, a quien le correspondía resolver los crímenes. Además, ellos contaban con recursos para resolverlos, y él no.

¿Qué derecho tenía Barney a estar de acuerdo con ellos? Sí, Barney estaba de acuerdo con ellos; lo sabía por la forma en que lo miraba.

Bates era más sensato. Bates no pensaría que se tomaba una semana libre para perseguir al asesino. No, señor. Bates pensaría que se tomaba una semana libre para planear un par de asesinatos más.

Maldito fuera aquel telescopio por el que se veía. Maldito fuera el espejo que había detrás de la barra.

Porque le mostraba la imagen de otra barra, y de un borracho solitario con ojos desorbitados, sentado solo, con cara de imbécil. Un imbécil en la penumbra, cuando las luces son tenues.

Un imbécil que se dejaba amedrentar por la Policía, porque un asesino lo había amedrentado antes. Un maldito asesino que le había plagiado las ideas.

Un asesino que se había cargado por lo menos a tres víctimas. «Venga, vamos, reconócelo.» Lo de Mueller estaba relacionado. Mueller había sido amigo de Dineen.Y aquélla era una conexión suficiente como para que el detalle encajara en algún sitio.

Coincidencia; era el calificativo que se le endilgaba a una pista cuando a uno le daba demasiada pereza o demasiado miedo seguirla.

Como lo de Dotty-Dorothea Mueller. Dotty, la hermosa, cuya nuca delicada y suave infundía tantos deseos de besarla; la de los dedos alados capaz de convertir una máquina de escribir en ametralladora. Pequeña, suave, tierna, joven y deseable y…, maldita Dotty.

El hecho de que se apellidara Mueller no era ninguna coincidencia. Las coincidencias no existían. Coincidencia era el nombre que se le daba a una pista que se temía seguir.

Randolph la hubiera seguido…, o hubiera enviado a uno de sus muchachos a investigarla…, si Randolph hubiera sabido que una muchacha llamada Mueller había trabajado en la «KRBY» a las órdenes de Dineen, contratada por Dineen. Sólo que Randolph no lo sabía; era una ventaja que tenía sobre Randolph, si decidía poner manos a la obra y…

Pero no iba a decidirlo.

– Otra copa, Barney. Para ti también.

Barney se le acercó y le sirvió la copa.

– Esta vez, paso -dijo Barney-. La noche es joven, todavía no son las ocho. No puedo emborracharme tan temprano.

– En eso no estamos de acuerdo, Barney. Yo sí. Voy a ponerme ciego.

– ¿Por qué?

– Bueno… -contestó Tracy, pero no supo muy bien cómo continuar. Aquélla era una pregunta increíble en un tabernero. No era asunto de Barney el motivo que llevaba a un cliente a querer emborracharse.

¿Por qué no podía la gente dejar de entrometerse en sus asuntos? Sólo quería que lo dejaran en paz.

– Ven aquí, Barney.

Barney se le acercó.

– Escúchame, Barney, ¿acaso no es sólo asunto mío si soy un valiente o un cobarde?

– Supongo que sí -respondió Barney-. ¿Y qué eres?

– Un cobarde -repuso Tracy rápidamente-. Vamos a ver, me gusta ser un cobarde. Además, yo soy Bill Tracy y no Dick Tracy. Tampoco soy Supermán. Ni siquiera Philo Vance. Y, ni mucho menos, soy ese tío que le llevó un mensaje a García.

– ¿Quién fue ése?

– No lo sé; ni siquiera sé quién era García ni de qué trataba el mensaje. Quizá fuera del sastre de García para pedirle que pasase a recoger sus pantalones. Pero se lo llevó ese tío. Yo no lo hubiera hecho.

– No conozco a ese tal García, pero tengo una caja de cigarros «García». ¿Te apetece uno? -le preguntó Barney.

– Guárdatelo. Y no me tientes para que te diga qué hacer con él.

– Así no se puede fumar un cigarro -dijo BarneyTracy frunció el ceño y dijo:

– Barney, trato de ponerme serio. ¿Cómo es que nos hemos desviado tanto para acabar hablando de cómo no se puede fumar un cigarro?

– Por García. Dijiste que no le llevarías nunca un mensaje a García, y yo te dije que tenía unos cigarros «Gar…».

– Corta el rollo. Volvamos a la cuestión principal. Si quiero ser un cobarde, y me gusta ser un cobarde, ¿acaso no es asunto sólo mío?

– Supongo que si.

– De acuerdo -dijo Tracy-. Entonces, no vuelvas a tocar el tema.

Barney suspiró y siguió secando vasos.

Tracy se miró en el espejo. Por un momento tuvo la impresión de ver ahí sentados a dos cobardes en lugar de uno, y tuvo que fijar bien la mirada para resolver el problema de la doble imagen. Pero, ¿para qué tomarse tantas molestias?, se preguntó. ¿Por qué no podía ser dos cobardes si le apetecía? ¿Acaso no había un refrán por ahí que decía que dos cobardes es mejor que uno? No, era dos cabezas son mejor que una.

– Barney, en una época fui un buen reportero.

– Sí -dijo Barney, con tono resignado.

– Barney.

– ¿Sí?

– Oye, Barney, ¿dos cobardes es mejor que uno?

– No.

– Es lo que yo pensaba.

Se bajó del taburete y se quedó allí de pie, durante un momento, con la mano apoyada sobre la barra por si necesitaba mantener el equilibrio. No, no lo necesitaba. Podía tenerse en pie. Aún podía caminar.

Si se concentraba, incluso podía andar recto. Así lo hizo; anduvo recto hasta la puerta y salió.

Había doce calles hasta la casa de Dotty. Sabía que en doce manzanas lograría despejarse bastante.

A mitad de camino comenzó a sentirse casi sobrio. Y a punto estuvo también de dar media vuelta y regresar.

La noche era demasiado hermosa como para meterse en problemas, para ir buscándose problemas. Una brisa fresca le acariciaba la cara, era tan suave como la caricia de la mano de Dotty. Y el cielo estaba despejado, era de un intenso azul oscuro, y se veían las estrellas incluso a través del resplandor de las luces de la ciudad. Las estrellas eran los brillantes chispazos que le hubiera gustado ver en los ojos de Dotty cuando lo miraba.

Mientras cruzaba por Washington Square, allá en lo alto, las hojas de los árboles se estremecieron y debajode los árboles, los bancos estaban ocupados por enamorados. Los niños corrían y chillaban.

La noche seguía siendo hermosa cuando llegó a casa de Dotty.

Entró en el vestíbulo, tocó el timbre y esperó con la mano en el picaporte de la puerta interior, hasta que la cerradura hizo clic.

Después subió las escaleras, sin necesidad de andar con cuidado, y al llegar a lo alto estuvo a punto de cambiar de parecer, aunque no para volver sobre sus pasos, sino para cambiar el motivo de la visita cuando llegara a destino.

Ella oyó sus pasos en el corredor y le abrió la puerta.

– ¡Vaya, Bill! No esperaba…

Entró y la dejó en la puerta.

– Bill, me alegro de verte, pero… -La voz de Dotty se había vuelto tensa-. Lo siento, no puedes quedarte. Espero a una persona y me disponía a…

– No voy a quedarme -adujo Tracy, y echó un vistazo al escritorio. La máquina de escribir estaba cubierta con la funda. Junto a ella había dos prolijas pilas de papel, una de color amarillo, la otra blanca. Unos clips dividían cada pila en cinco manuscritos.

– Has terminado -le dijo con tono acusador, aunque no había sido aquélla su intención.

– Sí, he terminado. Si quieres leerlos, puedes llevártelos. Tu portafolios sigue aquí.

Tracy se dio la vuelta y la miró. Ella había cerrado la puerta, pero no se había movido. Parecía molesta y un tanto intrigada.

– Eres de Hartford, ¿no? -le preguntó.

– Sí. Pero, ¿qué tiene eso que ver con…?

– Nada. Entonces, tenías un tío que se llamaba Walther Mueller. Lo mataron hace poco más de dos meses.

– Claro. Salió en los diarios. Vamos, Bill, ¿qué es lo que intentas decirme? ¿Qué tiene eso que ver con…? ¿Has estado bebiendo?

– Claro que he estado bebiendo. ¿Tienes algo que ocultar con respecto a este asunto? ¿O estás dispuesta a hablar de ello?

– Bill, no sé qué te propones. Por supuesto que no tengo nada que ocultar. ¿Por qué iba a tener que ocultar nada?

– No lo sé. Eso es lo que quiero averiguar.

– ¿De qué estás hablando?

– De unos asesinatos -repuso Tracy-. Estoy hablando de unos asesinatos…, de unos cuantos asesinatos. Tu tío fue asesinado. Tu jefe, el hombre que te contrató en el estudio, fue asesinado. Y un amigo mío, un conserje, fue asesi… Dotty, ¿por casualidad no tendrás antepasados polacos?

La muchacha retrocedió hacia la puerta. Tenía la mano en el picaporte.

– Bill -le dijo-, estás borracho. Lo siento, pero tendrás que marcharte. No puedo hablar contigo ahora. Si quieres venir mañana, cuando no estés en ese estado, con mucho gusto te contaré lo que…

– ¿Tienes antepasados polacos?

– No, claro que no. Belgas por parte de mi padre, e ingleses y noruegos por parte de mi madre. ¿Quieres marcharte, por favor?

– ¿Conocías a un hombre llamado Frank Hrdlicka?

– Frank… Es el hombre que mataron en el edificio donde vives, ¿no? ¿El conserje?

– Sí. ¿Lo conocías?

– Claro que no. No pienso contestar más preguntas si te comportas de ese modo.

– Si no me sintiera de este modo, Dotty -le dijo Tracy-, no te estaría haciendo estas preguntas. Pero…, bueno, está bien, te pido disculpas de antemano. Y ahora dime, ¿cómo conseguiste ese trabajo en la «KRBY»? ¿A través de tu tío?

– En cierto modo, sí.

– ¿Qué quieres decir con eso de en cierto modo? ¿Conociste a Dineen a través de tu tío?

– Fue de una manera perfectamente normal. Pero no tengo tiempo de… Si vienes mañana, te lo contaré todo. Pero, ahora, no.

– Como mucho tardarás cinco minutos en contármelo si empiezas ahora y no te detienes. De ese modo me tendrás fuera de aquí dentro de cinco minutos. Si quieres llamar a la Policía, tardarán un cuarto de hora en llegar.

Le lanzó una mirada furibunda. Tenía los ojos azules como canicas y no había en ellos estrella alguna.

Tracy se sentó en el sofá e hizo ademán de arrellanarse.

Y, de repente, Dotty lo sorprendió haciéndole una sonrisa. Se encogió de hombros fingiendo resignación, se acercó y se sentó en el brazo del sillón que había delante del sofá.

– Está bien, Bill. Tendré en cuenta que has estado bebiendo y no me enfadaré. No existe ningún motivo por el que no deba contártelo, salvo la forma en que me lo preguntaste, y pasaré ese detalle por alto. Puedo contártelo en menos de cinco minutos y, después, te irás. ¿Me lo prometes?

– Sí.

– Está bien. En primer lugar, nunca conocí a mi tio. Aunque sabía que en Sudamérica tenía un tío con dinero, yo creía que era mucho más de lo que después resultó ser. Hace unos seis meses, cuando empecé a vender mis cuentos de amor, le escribí. Le sugerí…, bueno, que viajar seria una experiencia para un escritor y me preguntaba si…, bueno…

– Sé sincera -le pidió Tracy-. Tratabas de conseguir que te invitara a viajar a Río para vivir allí una temporada. Pero la cosa no coló, ¿verdad?

Dotty frunció el ceño ligeramente y repuso:

– Me envió una carta para informarme de que se iba a jubilar y que se marcharía de Río para venir a establecerse a los Estados Unidos. Me dijo que no veía la hora de conocerme cuando estuviera aquí y bueno…, en cierto modo sugirió que podría hacer algo por mi para que pudiera viajar. No sé qué estaría pensando, y supongo que jamás lo sabré.

»En la misma carta me preguntó si me interesaba escribir cosas para la Radio. Me decía que tenía un buen amigo llamado Arthur Dineen, que era director de programación de la «KRBY», y que si me interesaba el medio, que hablara con el señor Dineen al respecto, y que entretanto él le escribiría.

»Me vine a Nueva York y hablé con el señor Dineen, y él me dio trabajo en la Radio. Sugirió que trabajara una temporada en las oficinas hasta que me aclimatara, y que después trataría de conseguirme una oportunidad para trabajar en algún programa.

»Eso es todo. Empecé a trabajar en la Radio hace tres meses…, no, tres meses y medio.

– Ah -dijo Tracy. Se sintió vagamente decepcinado, y un poco avergonzado de sí mismo por haber sido tan brusco con Dotty. Su historía era cierta, sin duda. Tenía sentido y todos los hechos encajaban a la perfección-. ¿Y ni tú ni el señor Dineen sabíais cuándo vendría tu tío?

– Yo, no. Y después, el señor Dineen me dijo que él tampoco. Me comentó que le hubiera gustado que mi tío le enviara un telegrama para poder ir a recibirlo al aeropuerto y que…, quizás así, aquello nunca hubiera ocurrido.

Dotty tendió la mano, con la palma hacia abajo, para enseñarle el anillo que llevaba en el anular.

– Me traía un regalo…, este anillo. Es sólo un aguamarina, pero la montura es una bonita obra de artesanía en oro blanco.

– Es precioso -dijo Tracy. Se sentía un poco tonto-. Los diarios no lo mencionaban. ¿Cómo es que no se lo robaron junto con el dinero?

– Estaba en la Aduana, junto con las perlas. Había también algunas otras cosas que los periódicos no se molestaron en mencionar. Un hermoso tintero de plata para el señor Dineen y unas cuantas cosas más.

– ¿Y cómo supiste para quién era cada cosa?

– Porque así lo había puesto él en la declaración aduanera. Te preguntan si los objetos que traes son para regalo o para vender. Las perlas (supongo que lo habrás leído) las trajo para vender. Imagino que pensaría que aquí le darían más dinero, a pesar de los impuestos.

– Un tintero -dijo Tracy, pensativo-. Es lo que se llevó el hombre que mató a Dineen. ¿Era muy valioso?

– Era de plata. Una exquisita obra de artesanía. No lo sé, calculo que valdría unos cientos de dólares, no más. Dificilmente pudo haber ido a su despacho para robarlo…, me refiero al asesino…, aunque, claro, era un objeto lo bastante valioso como para que quisiera llevárselo si…

– ¿Trajo tu tío algún otro regalo para los Dineen o para ti?

– Para mi, no. Y que yo sepa, no traía nada más. En otras ocasiones le había enviado regalos al señor Dineen. El reloj de pulsera con segundero, que llevaba el señor Dineen, por ejemplo. Y…, ¿conociste a Rex, el perro? Le mandó un hermoso collar; era de piel de pecarí y tenía unos remaches bañados en oro. El señor Dineen se llevó a Rex cuando visitó Sudamérica la primavera pasada, y después mi tío le hizo el collar y se lo envió para Rex. Además, el señor Dineen me comentó que mi tío le había enviado unos pendientes para su esposa, y también un reloj, creo.

– ¿No era un tanto dadivoso con los regalos?

– Bueno, el señor Dineen le había hecho algunos favores. Me refiero a unos favores de negocios en Nueva York, y no aceptó nada a cambio. Pero, claro, los regalos no podía rechazarlos.

– ¡Qué clase de favores?

– No lo sé. No tengo ni idea. -Dotty miró el reloj con cierto sarcasmo en la expresión-. Bill, dijiste cinco minutos y han pasado más de diez. Es todo lo que sé, de veras, aparte de lo que salió en los diarios.

Tracy se puso en pie y dijo:

– Ya, gracias, me marcho.

Se sentía bastante tonto. Estaba claro que Dotty no sabia nada y que su relación con los hechos era perfectamente inocente, y él había empezado a interrogarla como si fuera una delincuente. De milagro no había llamado a la Policía para que lo echaran de allí.

Había entrado como un león, y ahora se marchaba también como un cordero, después de haberse comportado como un cobarde…

– ¿De qué te ríes? -inquirió Dotty, recuperando su tono de fastidio.

– De nada -repuso Tracy-. Es que estaba pensando… Oye, Dotty, ¿por qué no le contó Dineen a su mujer que tú ibas a empezar a trabajar en el estudio?

Para Tracy había sido una pregunta lanzada al azar.

Pero Dotty se sonrojó de repente y después se puso pálida; levantó la mano en la que llevaba el anillo con el aguamarina y le propinó a Tracy una sonora bofetada.

– ¡Fuera de aquí! -le gritó.

Tracy se marchó. No tenía nada más que decir. Pero, cuando hubo traspuesto la puerta, se volvió. Seguía sin tener nada que decir, pero se despidió:

– Bueno, Dotty, ha sido bonito conocerte. Sien…

La muchacha cerró de un portazo.

Pensativo, se dirigió a la escalera. Lo sentía, pero no estaba seguro de qué era lo que sentía. Había formulado una pregunta al azar, y había hecho diana. Sólo una conciencia culpable habría provocado una reacción tan brusca.

Dineen y Dotty.

Maldición.

Y él que se había mostrado cortés. Se había comportado como un perfecto caballero. El pequeño Lord Fauntleroy Tracy. Diablos.

Bajó las escaleras y abrió la puerta que daba al vestíbulo exterior.

Un hombrecito aseado, de cabello gris y quevedos de montura de oro se encontraba allí de pie, en el vestíbulo, con la mano levantada dispuesto a llamar a un timbre. Entonces vio a Tracy y bajó apresuradamente la mano.

– Buenas noches, señor Wilkins -lo saludó Tracy.

– Ah…, buenas noches, señor Tracy.

– Buenas noches, señor Wilkins.

– Buenas… -Wilkins frunció el ceño.

– Pues sí que hace una buena noche -comentó Tracy-. Es el apartamento siete, por si era eso lo que estaba buscando. Ya tiene listos los manuscritos.

– Los…, esto…

– Los guiones para Millie. Ha venido por eso, claro. ¿Por favor, quiere decirle de mi parte que fue divertido haberla visto?

Wilkins retrocedió para dejar pasar a Tracy. Wilkins frunció el ceño y después pulsó el botón que había encima del buzón número siete. La cerradura de la puerta interior hizo clic justo cuando Tracy abría la puera de la calle.

Tracy se asomó y dijo:

– Señor Wilkins.

– ¿Sí?

– Cuidado con el impulso biológico. La emisora «KRBY» no aprueba que sus…, esto…, empleados…

Wilkins había recuperado su dignidad. Con tono helado, repuso:

– Ya es suficiente, señor Tracy.

– Y tanto, señor Wilkins. Buenas noches, señor Wilkins.

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