Tracy siguió silbando, sin desafinar demasiado, mientras trabajaba. Aquello era maravilloso, pensó. Ahí fuera, una máquina de escribir iba tecleando la continuación de Millie (rescribiéndola, mejor dicho), y él no tenía que preocuparse siquiera. Una semana en absoluta y celestial liberación de los seriales radiofónicos.
Un poco más tarde, con un par de chuletones que comenzaban a freírse apetitosamente en la cocina, volvió a echar un vistazo hacia fuera. Vio a Dotty sentada ante el escritorio, y se apoyó contra la jamba de la puerta para observarla.
Dotty trabajando con ahinco, qué bonito espectáculo. De algún modo se las arreglaba para dar la imagen de una niñita que hace los deberes. Pero, aunque frucía el labio inferior como una niña, la máquina de escribir recibía en ese momento una verdadera paliza. Él deseó poder escribir así de rápido.
Sí, era guapa. Muy guapa. Tal vez si…
Pero no. Maldición, no esta noche. Si se le insinuaba esa misma noche, ella podría interpretarlo como una burda exigencia de que lo recompensara por el favor que le hacía al ofrecerle una verdadera oportunidad de escribir guiones de Radio. Tendria que esperar. Maldición, ¿por qué no se le había insinuado primero y dejado la proposición de trabajo en segundo término?
Un tufillo a quemado lo sacó de sus pensamientos y volvió a la cocina. Con una mano sacó la sartén del fuego, con la otra cogió un tenedor y atravesó las chuletas para sacarlas de la sartén hirviente. Pero las chuletas ya estaban quemadas y chamuscadas por el lado y no había manera de recuperarlas.
Menos mal que había comprado cuatro. Tiró la carne quemada al cubo de la basura y puso los chuletones restantes en la sartén. Esta vez se dedicó a observar cómo se hacía la carne, en lugar de mirar a Dotty.
Bajó la mesa plegable, la puso, y lo preparó todo antes de llamarla. Ella levantó la cabeza, sobresaltada como si le sorprendiera encontrárselo allí.
Después sonrió contritamente y le dijo:
– Oh, Bill, debí ayudarte. Sólo quería trabajar un poco y después…
– Me gusta hacerlo -adujo Tracy-. Además, ya está todo listo. Anda, ven a comer.
– Hummm, qué bueno está -dijo Dotty cuando hubo tomado el primer bocado.
– Algún día seré una buena esposa -admitió Tracy con modestia-. ¿Qué tal va el guión?
– Ya voy por el segundo. Bill, cuando terminemos de cenar me gustaría que leyeras el primero. Podrás hacerlo mientras yo lavo los platos.
A Tracy se le ensombreció el rostro.
– ¿El segundo? ¿Quieres decir que en tan poco rato mecanografiaste la mitad del que yo había hecho, escribiste la parte que faltaba y empezaste otro guión ¿Todo eso mientras yo preparaba la comida?
Consternado, echó un vistazo al reloj. Eran apenas las ocho; menos de una hora de trabajo.
– Ajá. Y al mecanografiar la parte que tú hiciste introduje unos cambios de poca importancia; quiero que me digas qué te parecen. Me limité a dejar caer una o dos pistas de cosas que ocurrirán en los guiones siguientes. Oye, Bill, cuando lleguemos al accidente propiamente dicho, ¿no te parece que sería una buena idea que el conductor del camión se diera a la fuga? Asi tendremos otra complicación que podríamos utilizar más adelante. La búsqueda del conductor culpable. Ya sea que Dale muera o no, podemos usar eso para crear otra secuencia, si nos parece.
– Claro, ¿por qué no? No perdemos nada si dejamos ese punto colgado. Vaya, Dotty, en menos de una hora has escrito… Oye, ¿te importa si leo ese guión mientras como?
No le importó.
Tracy lo leyó mientras comía. La primera parte le resultó familiar,demasiado familiar como para sentirse cómodo después de haber consumido tres horas y cuarto de dura lucha con ésta. Los cambios eran de poca importancia, tal como Dotty había dicho. Descubrió una o dos pistas: mencionaba que en la oficina de Dale había una nueva empleada. Un toque de malhumor por parte de Millie.
Las escasas modificaciones en la redacción constituían mejoras de poca importancia. Pero todo eso era fácil, casi cualquiera podía mejorar un guión. Dificilmente se puede volver a mecanografiar uno, sin ver que aquí y allá aparecen una frase o una oración entera que pueden reforzarse.
Al llegar a la parte nueva, la que era obra de Dotty, comenzó a leer con sumo cuidado, y con una concentración tal, que se olvidó de comer. La leyó muy despacio.
Era horrible. Olía fatal. Era…
Un momento…, ¿lo era de verdad? Retrocedió unas páginas hasta la mitad, en parte para releer y en parte para postergar el tener que discutirlo mientras pensaba…, se quedó allí sentado mirando fijamente el papel.
Intentó analizar qué era lo que no funcionaba con ese guión, por qué olía fatal.
La redacción era correcta. El lenguaje empleado, también. Los diálogos eran naturales. El argumento era el que ya había aprobado.
Entonces, ¿por qué rayos…?
Tuvo que llegar casi al final de la segunda lectura para obtener la respuesta.
No era el guión de Dotty lo que no le gustaba… Era, sencillamente, que se trataba de un serial radiofónico, y los seriales radiofónicos en sí mismos eran una burda imitación de la vida. Incluso Los millones de Millie. Especialmente Los millones de Millie.
Santo Dios, mientras él los había escrito, había estado demasiado empapado de ellos como para darse cuenta de lo que eran. Sabía que los seriales en general eran un insulto a la inteligencia adulta, pero se había engañado hasta el punto de considerar que Los millones de Millie era distinto, mejor.
Maldición, había echado mano de la autohipnosis, y ahora se daba cuenta. Sabía que había estado escribiendo basura, pero se había engañado para no pensar en ello. La mitad del guión escrita por Dotty era tan buena como la que él había escrito. Pero había cometido el error de juzgarla objetivamente porque no era obra suya.
Retrocedió un par de páginas y volvió a leerlas, esta vez tratando de hacer caso omiso de su punto de vista, y leyó desde el punto de vista de los estúpidos oyentes.
Volvió a respirar aliviado. Sí, era bueno. En cualquier caso, superaba los niveles mínimos, y eso ya era mucho tratándose del primer intento. Pasó unas cuantas páginas y llegó al comienzo del segundo guión. Si, también estaba bien.
Levantó la cabeza (era la primera vez que se atrevía a hacerlo) y vio que Dotty lo estaba mirando, expectante y ansiosa.
– Es fantástico, Dotty -le dijo-. Lo haces tan bien como yo…, y muchísimo más de prisa.
– Gracias, Bill. Eres un exagerado, pero…, vaya, por la cara que pusiste la primera vez que lo leíste, no se…, por un momento temí haberlo hecho mal.
– Pues era cara de celos -le confesó Tracy, con una sonrisa-. Tuve que leerlo por segunda vez para encontrar unas cuantas pegas menores, que me subieron la moral. Bien, tu comienzo no podía haber sido más maravilloso; has sabido aprovechar bien el tiempo. Todavía es temprano, y seguirá siendo temprano cuando hayamos fregado los platos. ¿Vamos a ver algún espectáculo? ¿A un club nocturno? ¿Echamos un vistazo por Harlem? ¿Qué sugieres?
– Esta noche no, Bill. Estoy demasiado entusiasmada con la oportunidad que acabas de darme. Quiero terminar el segundo guión.
Tracy la miró con cara de incredulidad.
– ¿No estás de guasa? ¿De verdad quieres trabajar? ¿Es posible que una chica con tu aspecto disfrute trabajando?
– ¡Esto no es trabajo, Bill! Para mí es una diversión. Es realmente divertido escribir una obra que sabes que escucharán miles y miles de personas, y que disfrutarán con ella y que…
– ¡Vaya! -exclamó Tracy-. A ver si lo entiendo. ¿Quieres decirme que de veras te gusta escribir estas cosas? ¿Y escucharlas?
– Pues claro. Escuchaba Los millones de Millie casi a diario antes de empezar a trabajar en el estudio. Entonces jamás soñé que algún día llegaría a escribir guiones para ese programa, Bill. Vamos, que creo que la Radio…
Durante la siguiente media hora, Tracy se enteró bastante a fondo de lo que Dotty pensaba de la Radio, porque era capaz de hablar casi tan de prisa como escribía. Al oírla, sacudió la cabeza lleno de asombro.
Concluida esa media hora (porque Dotty podía trabajar y hablar al mismo tiempo, y no quiso saber nada de que la ayudara, ni siquiera de que secara las cosas, los platos estaban fregados y la habitación otra vez en orden.
Y Tracy se encontró con que lo estaban echando (no de forma física, pero sí verbalmente) para que Dotty pudiera ponerse a trabajar en el segundo guión.
Al llegar a la acera se sintió aturdido. Se fue andando a su casa porque quería pensar. Se sentía ligeramente borracho por la alegría que le producía la libertad, por la posibilidad de irse a la cama sin que Los millones de Millie pendieran sobre su cabeza. Libre durante una semana entera.
Verdaderamente libre, porque estaba seguro de que no tendría necesidad de leer los guiones que Dotty escribiera, que no le darían una sola preocupación. No obstante, les echaría un vistazo, para poder volver a ver a Dotty. Los leería incluso, pero no tendría que pensar ni preocuparse.
Y al cabo de unos días, cuando la chica hubiera escrito todos los guiones y el arreglo entre ambos hubiera concluido…
Llegó a casa antes de las nueve de la noche.
Para Tracy, aquélla era una hora horrenda para llegar a su casa, pero descubrió que estaba exhausto. Quizá fueran las secuelas de la espantosa tarde que había pasado tratando de escribir. Quizá fuera la reacción ante su repentina libertad.
Ni siquiera intentó ponerse a leer. Se dejó caer en la cama y se quedó dormido en cuanto aterrizó sobre ella. No soñó; ninguna pesadilla fue a encaramarse a los pies de su cama para sugerirle, entre murmullos, que sus verdaderos problemas no habían comenzado aun.
Tal vez a estas alturas se les habrá ocurrido pensar que Tracy no habría sido un buen detective. Era un buen tipo, pero no daba la talla. Demasiado despreocupado. Normalmente, no sentía la más mínima inclinación por salir a perseguir problemas. La vida le ofrece a un hombre tantas cosas mejores que perseguir…, y no sólo lo que están pensando. Le encantaban los buenos libros, la buena música, jugar a cartas y al ajedrez, ver obras de teatro, si eran buenas, y beberse una buena copa en buena compañía. Le gustaba conversar y cuando estaba con alguien que supiera algo que él desconocía y tenía ganas de hablar de ello sabía incluso escuchar.
Le disgustaba que la gente pusiera en práctica, en la condenada realidad, los crímenes que habían sido producto de su imaginación. Se daba cuenta ahora de que de todos modos no habían sido unos guiones muy buenos. Cuanto más pensaba en ellos, menos le gustaban. Se preguntó si Arthur Dineen y Frank Hrdlicka seguirían con vida si a él no se le hubiera ocurrido escribir unos guiones en los que un asesino se disfrazaba de Papá NoeI en un caso, y en el otro metía el cadáver de un conserje en una caldera apagada.
Aquél era un pensamiento absurdo, pero también lo era toda aquella situación. El domingo por la mañana se quedó tendido en la cama pensando en esas cosas, y a punto estuvo de darle un ataque de nervios.
Para colmo, eran las siete de la mañana de un domingo, una hora completamente execrable. Pero la noche anterior se había acostado a las nueve, y después de haber dormido diez horas ya no tenía sueño.
Se hizo el firme propósito de no pensar más en los asesinatos. De todos modos no había nada que él pudiera hacer. Y aquél era el primer día, en mucho tiempo, en el que se vería completamente libre de tener que pensar en escribir los guiones de Radio. Iba a disfrutarlo al máximo.
Y la mejor forma de disfrutarlo al máximo, pensó, no sería no hacer absolutamente nada. Al menos no planearía absolutamente nada.
Se vistió, se duchó con más calma que de costumbre, y bajó a tomar café y a leer los periódicos del domingo. Leyó los diarios mientras tomaba el café.
El descubrimiento del robo del disfraz en «Seabright’s» había devuelto los asesinatos de Santa Claus, tal como ahora los denominaba la Prensa, a la primera plana. Las autoridades policiales prometían novedades; no se especificaba la naturaleza de las mismas. Tracy leyó la nota de uno de los periódicos con el ceño fruncido; después leyó la que publicaba el otro diario que había comprado.
La última frase de la nota del segundo periódico hizo que Tracy dejara de fruncir el ceño y se atragantara de risa.
«La Policía ha retenido a un actor de Radio, cuyo nombre no ha sido desvelado, como testigo importante.»
¡Le estaba bien empleado a Jerry Evers!
Más animado, pasó a la sección de teatros.
Al cabo de tres tazas de café (según cálculos más o menos convencionales, serían las nueve y media de la mañana), regresó al Smith Arms.
La puerta de su apartamento estaba entornada. La había cerrado con llave al salir. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda; empujó la puerta hasta abrirla del todo y se asomó.
El inspector Bates estaba sentado en el sillón Morris; había dejado el sombrero sobre el escritorio y tenía las piernas cómodamente estiradas hacia delante.
– La verdad es que debí llamar, pero la puerta estaba abierta. ¿Puedo pasar? -inquirió Tracy.
Bates sonrió y repuso:
– Creí que no le importaría si esperaba dentro en lugar de fuera. Todavía tengo una llave maestra.
Tracy entró y cerró la puerta.
– La mayoría de los domingos a esta hora suelo estar en el segundo sueño -comentó Tracy-. ¿Alguna novedad?
– Nada espectacular. Imaginé que se levantaría temprano; anoche se fue a dormir muy pronto.
– ¿Ah, sí?
– Apagó la luz a las nueve y veintiocho. Creí que le interesaría saber que soltamos a su amigo Jerry Evers esta mañana. Está libre de cargos…, al menos por lo del asunto de Dineen, y, en mi opinión, eso lo libera de los demás.
– ¿Los demás?
– Quiero decir, del otro asunto. El tal Evers está famélico de publicidad, ¿no?
– Bueno…, le gusta mucho la tinta.
– Eso me pareció -dijo Bates, asintiendo-. Es posible que ocultara deliberadamente la coartada. Estaba con su peluquero -el inspector frunció ligeramente los labios a manera de elocuente comentario-, cuando mataron a Dineen. Nos dijo que no se acordaba de dónde había estado.
– ¿Y cambió de opinión cuando lo retuvieron en la Comisaria?
– No. Nos enteramos gracias a las investigaciones de rutina. Comprobamos a todos sus contactos, y el peluquero estaba en la lista. Repasó su agenda para cerciorarse de cuándo era la última vez que había atendido a Evers, y así fue como nos enteramos. Todo parece estar en orden. Me pregunto si Evers se había olvidado de verdad, o si simplemente se guardó la coartada como un as en la manga, con la esperanza de que lo acusáramos. ¿Usted qué opina?
– Protesto. La pregunta es improcedente porque con ella sólo conseguiríamos la opinión del testigo -respondió Tracy.
Bates se puso en pie y cogió el sombrero que había dejado sobre el escritorio.
– Es una buena respuesta, aunque debería habérnoslo advertido antes. Es decir, si de verdad quiere que averigüemos quién cometió los asesinatos. Bien, volveremos a vernos.
Se dirigió a la puerta, puso la mano sobre el picaporte y después se dio la vuelta.
– Por cierto, anoche se dejó el maletín.
A Tracy no se le ocurrió una buena respuesta hasta que la puerta se hubo cerrado. E incluso entonces, no la consideró una respuesta demasiado adecuada.
Se sentó y trató de terminar de leer los diarios, pero le costó concentrarse. No paraba de hacerse preguntas.
¿Por qué estaría Bates haciendo que lo siguieran? Podía imaginárselo sin necesidad de pistas. Pero, ¿por qué se habría tomado Bates tanto trabajo para hacerle saber que lo estaban siguiendo? Esa sí que era difícil de contestar. En realidad, no se le ocurría un solo motivo lógico.
Y si lo estaban siguiendo, entonces Bates tendría que haber sabido que estaba en «Thompson’s» tomando café. ¿Por qué habría subido a esperarlo? Para la conversación que habían mantenido, podían haberse visto en el restaurante, que, además, a esa hora estaba prácticamente vacío.
Echó una mirada al escritorio y notó que el último cajón estaba ligeramente abierto. Estaba seguro de haberlo cerrado. Se acercó al escritorio y repasó el contenido del último cajón. Los manuscritos no estaban en el mismo orden en que los había dejado.
Bien, ya tenía la respuesta. Bates había subido para revisar los guiones de Tracy, y asegurarse de que no había vuelto a escribir nada para la serie El asesinato como diversión.
Entonces, ¿cómo era posible que Bates no se preocupara por volver a colocarlo todo en su sitio y cenar el cajón? El inspector no daba la impresión de ser una persona que actúa de forma descuidada. De no haber querido que Tracy se enterara de que le habían revisado los cajones, habría tenido más cuidado. De acuerdo, Bates debió de haber querido que se enterara.
Una vez solucionado ese punto (¿estaba realmente solucionado?), logró terminar de leer las secciones del diario que deseaba leer.
Eran ya las once y media. Una hora en la que la gente respetable, como Wilkins, estaría levantada. También podía zanjar ese asunto, si lograba ponerse en contacto con él.
Telefoneó a Wilkins y éste se mostró sorprendentemente de acuerdo con que se tomara una semana de vacaciones. E incluso con permitir a Dotty que se olvidara de sus tareas de estenógrafa durante una semana.
– Señor Tracy, ¿está seguro de que podrá hacerlo sola?
– Absolutamente seguro.
– Bien…, no podrá cometer errores con el argumento si sigue ese resumen que me presentó. Y si usted lee los guiones y…, esto…, los pule un poco si hace falta, todo saldrá bien.
– Repasaré los guiones antes de que ella se los entregue. No tengo ningún problema en hacerlo. Y estaré por aquí por si surgiera algo…, no pienso marcharme de la ciudad. Incluso es posible que me pase por el estudio en algún momento.
– Ah, por cierto, señor Tracy. Me he enterado por los diarios de esta mañana de que han retenido a un actor de Radio en relación con ese…, esto…, ese asunto en el que al parecer está usted…, esto…, liado. No se menciona su nombre. ¿Por casualidad sabe si es alguien del estudio?
– Era alguien del estudio, señor Wilkins, pero ha sido una falsa alarma. La Policía descubrió su equivocación, y lo soltaron esta mañana.
– Bien. Era Pete Meyer, ¿verdad?
– ¿Cómo? No, era Jerry Evers. Pero todo fue producto de un error y ya lo han soltado.
Cuando hubo colgado, Tracy se quedó mirando el teléfono con aire pensativo. ¿Por qué habría pensado Wilkins que Pete Meyer era el actor que había sido arrestado?
– Volvió a coger el teléfono y llamó a Dotty. Se mostró encantada de saber que el plan de Tracy contaba con la aprobación de Wilkins.
– Mañana no tendrás que ir a trabajar -le dijo-. Tienes la semana libre, aparte de los guiones de Millie Mereton, claro.
– Estupendo, Bill. Se me está atrasando el trabajo para las revistas. Tengo en mente dos cuentos que me gustaría escribir.
– ¿Es que puedes hacer eso y también lo de Millie? ¿Estás segura?
– Bueno, lo de Millie será facil, Bill. Ya he acabado cuatro guiones. Hoy me dedicaré a terminar el que me falta…; tengo una cita para esta tarde y esta noche, pero no saldré hasta las dos, de modo que me quedan un par de horas.
– ¿Ya has hecho cuatro? ¿Desde anoche?
– Sí, Bill. Anoche, cuando te fuiste, escribí dos, y uno esta mañana. Claro que sólo has leído uno y el principio del segundo, y puede que quieras sugerir algunos cambios. ¿Qué te parece si te los llevo al despacho mañana por la mañana y nos encontramos allí? Puedes revisar los cinco guiones y si hubiera que retocar algo, podría hacerlo directamente allí y…
– ¡No! -aulló Tracy-. ¡No! Escúchame, Dotty…, ¿es que no te das cuenta de la situación en que me estás poniendo? Si en la oficina se enteran el lunes de que los has hecho todos, no tendrás motivos para faltar toda la semana. Eso por un lado. Y, además, por el amor del cielo…, ¡no!
Al cabo de un momento de furiosa y veloz reflexión, prosiguió:
– Además, hay otra cosa, Dotty. Wilkins es un tipo un poco raro…, si le entregas algo muy de prisa, te lo hará pedazos porque lo hiciste de prisa, sea bueno o malo. Tiene la idea de que para que algo sea bueno, hay que tardar en hacerlo.
– Ah. Gracias por decírmelo. Bueno, para que sepa que estoy trabajando, pasaré mañana por el despacho y le entregaré el guión que tú ya has leído. Dejaré que piense que me pasé todo el fin de semana escribiéndolo, y retocándolo después de que tú leíste el primer borrador. ¿Te parece bien?
– Muy bien. Te telefonearé mañana y nos pondremos de acuerdo para reunirnos; así podré leer los demás guiones.
– Está bien, Bill. Adiós.
En esta ocasión no se quedó mirando el teléfono; se fue a la cocina y se sirvió una copa.
Sudaba un poco. ¿Qué maldito derecho tenía una tonta como Dotty (y era una tonta, porque de lo contrario no le gustarían los seriales radiofónicos) de poseer la capacidad de producir episodios de un serial como una máquina produce salchichas (a metro por segundo), mientras un tipo inteligente como él tenía que sudar la gota gorda para conseguirlo?
Maldita muchacha.
En fin, a esa hora Millie Wheeler ya se habría levantado. No iba a llorar sobre su hombro; ni por un millón de dólares iría a verla en busca de consuelo para aquella pena. Pero, si se quedaba solo mucho tiempo, empezaría a subirse por las paredes.
Millie estaba en casa y se había levantado. Al verle la cara, le preguntó:
– ¿Pasa algo malo, Tracy?
– ¿Malo? No, nada malo.
– Siéntate y cuéntaselo a mamá. Y, mientras me lo cuentas, en el aparador hay una botella de bourbon y en la nevera tengo ginger ale. ¿O preferirías tomártelo solo?
– De las dos maneras. No pasa nada, Millie. En realidad, iba a sugerirte que saliéramos a celebrarlo. Estoy libre por una semana.
– Y después, ¿qué? ¿Vas a la cárcel?
– Qué manera de hablar. Quiero decir que estoy libre de Los millones de Millie. Estaba a punto de volverme loco y…, esto…, a través de Wilkins encontré a alguien que podía encargarse de escribir los episodios de una semana.
– Vaya, Tracy, sí que son buenas noticias. Pero, ¿podrás…?
– ¿Permitirme ese lujo? Tengo unos cientos de dólares en el Banco. No es una fortuna, pero no me moriré de hambre.
Millie había mezclado las bebidas y las llevó a la sala.
– No me refería a eso. ¿Los de la Policía no pondrán pegas a que te marches de la ciudad? Tengo entendido que a veces lo hacen, cuando hay un caso de asesinato. Y tendrías que marcharte fuera. Provincetown es muy bonito en agosto. ¿Por qué no te vas allí?
Tracy bebió unos sorbos de su copa mientras meditaba.
– Mira por dónde, no se me había ocurrido marcharme. Pero, ahora que lo pienso, no tengo ganas. ¿Sabes por qué?
– No. ¿Por qué?
Volvió a tomar unos sorbos de su copa.
– La esencia de la libertad radica en poder quedarse en el ambiente en el que normalmente trabajas sin tener que trabajar. Dejaré la máquina sin su funda durante toda la semana, así podré hacerle un palmo de narices cada vez que pase delante de ella.
– Tal vez no te falte razón -admitió Millie-. Pero, además, la esencia de la libertad radica en no pasarte todo el tiempo sentado con cara larga. ¿Vamos a salir a celebrarlo, o a ahogar una pena secreta de la que no deseas hablarme? Di.
Tracy suspiró y después logró sonreír.
– Está bien, pequeña, lo celebraremos. Pero volvamos a las vacaciones que me pasaré en mi propio ambiente. Creo que con eso gano algo.
– ¿Qué?
– Imagínate, por ejemplo, a un empleado que tiene que pasarse ocho horas al día sentado ante un escritorio. ¿Qué es lo que más le ayudaría a recuperar el sentido de la libertad durante unas vacaciones? ¿Marcharse fuera de la ciudad? No. Quedarse en casa e ir a la oficina cada día o casi cada día. Pero no durante ocho horas. Pondría el despertador a la misma hora de siempre para tener el placer de poder apagarlo y seguir durmiendo.
»Cuando se levantara, iría a la oficina tardísimo y no tendría que preocuparse. Piensa en la libertad de poder entrar en el despacho a las diez y media o a las once, y sentarte ante tu escritorio sin que aquello tenga la menor importancia.
– Sigue -le pidió Millie.
– Pues va y se sienta ante su escritorio y apoya los pies sobre él…, sin tener que preocuparse por temor a ser visto, o por temor a no terminar su trabajo, porque no tiene nada que hacer. La satisfacción psíquica de estarse allí sentado, sin hacer nada, y sabiendo que puede levantarse y marchame cuando le dé la real gana…, eso sería mil veces más provechoso y le haría sentir mil veces mejor que marcharse de la ciudad para regresar hecho una piltrafa.
– Con quemaduras de sol e indigestión.
– Y picaduras de insectos, y sin dinero porque bebió demasiado en una taberna barata y por tratar de derrotar en esas condiciones a un bandido manco.
– Tracy, es una idea. Apuesto a que podrías vender un artículo sobre eso si lo escribieras en el tono correcto. No demasiado serio ni demasiado satírico. Dejando que el lector adivine si estás de guasa o vas en serio. Apuesto a que podrías vendérselo a una de las mejores revistas.
– Te estás poniendo comercial -le dijo Tracy echándose a reír-. Venga, vámonos.
Mientras Millie se preparaba, Tracy fue a su apartamento a buscar su sombrero. Se sentía estupendamente. Con solemnidad, le quitó la funda a la «Underwood» y le hizo un palmo de narices.
Después dio un respingo cuando pensó súbitamente en otra máquina de escribir que en ese mismo instante estaría tecleando el quinto guión de Millíe para la semana siguiente, a razón de una página cada siete minutos, como si se tratara de un mecanismo de precisión.
Desechó aquella idea y regresó a buscar a Millie Wheeler.
Tomaron unas copas y después comieron. Tomaron unas copas y después fueron a bailar al «Martin». Pero la música resultó demasiado buena para bailar. Se sentaron a escucharla y a conversar, y se tomaron algunas copas más.
A las seis, cuando Millie tuvo que marchame porque tenía una cita, estaban razonablemente sobrios y habían pasado una tarde maravillosa. En una palabra, había sido divertido. No habían hablado ni una sola vez de la Radio ni de los crímenes.
Al menos hasta que dejó a Millie en su casa. Ella le dio un beso ligero y después, posándole una mano sobre el brazo, lo miró con cara muy seria y le dijo:
– Tendrás cuidado, ¿verdad, Tracy?
– ¿Cuidado?
– Sabes a qué me refiero. Me di cuenta de que no querías hablar del tema y por eso no lo mencioné. Pero a mamá no puedes engañarla. Has pedido una semana de vacaciones en la Radio para poder descubrir quién mató a Dineen y a Frank.
– ¿Ah, sí? -inquirió Tracy, asombrado.
– Claro que sí. No te culpo. Al parecer, la Policía no va a ninguna parte. Pero ten cuidado, Tracy. Escúchame…
– Te estoy escuchando.
– Tengo una corazonada, Tracy. La Policía cree que quien los mató es un psicópata asesino, un loco homicida.
– A mí me parece una idea bastante acertada -dijo Tracy.
– Pero no lo es. Tracy, tras esos asesinatos hay un móvil. Puede que sea una fantasiosa, o quizá un poco tonta, pero lo presiento. Tras esos crímenes hay un asesino frío y calculador. Estoy segura. No tengo la más mínima idea del porqué, ni del móvil, pero estoy segura. Y si empiezas a investigar, te matará, Tracy. Si puede, te matará.
Tracy tragó saliva y repuso:
– Bueno, pues no dejaré que se entere de que estoy tratando de descubrirlo.
– Pero lo harás, a pesar de no proponértelo. Tendrás que preguntar cosas a la gente, es la única manera de encontrar pistas y tratar de encajarlas. Además, le harás preguntas al asesino. Porque no sabes quién es, pero tiene que ser alguien que conoces.
– Pero…
– Tiene que ser, Tracy. Alguien que te conoce bien. Todo lo sucedido lo indica así. Alguien que te conoce tanto como yo.
Tracy había bajado los brazos. Se le acercó, volvió a abrazarla y le dijo:
– No tan bien, Millie -dijo, pero ella le puso las manos sobre el pecho y lo mantuvo apartado.
– ¿No te das cuenta de lo peligroso que será meterte en esto? Por lo que sabes, incluso yo podría ser la asesina. ¿No te acuerdas que soy la única persona, aparte de ti mismo, que sabes que leyó el guión de Papá Noel antes del primer asesinato?
– No seas tonta.
– No soy tonta, Tracy. No, no he sido yo. Pero tengo miedo…, temo por ti. Dices que tendrás cuidado, pero, ¿cómo puedes tener cuidado, a menos que sepas, aunque sea mínimamente, de quién debes cuidarte?
– Pero…
– No voy a detenerte. Sé cómo debes de sentirte. Tienes que intentarlo…, y no me gustarías si te sintieras así. Pero si hubiera algo en lo que pudiera ayudarte, déjame hacerlo. ¿Vale?
– Sí -repuso Tracy-. Vale, Millie.
La presión de las manos de Millie contra su pecho cedió, y él volvió a besarla. Ella se metió en su apartamento y cerró la puerta.
Tracy se quedó allí de pie, tratando de decidir si se marchaba a su casa o si volvía a salir. Debería haber sido una decisión fácil de tomar, pero estaba demasiado confundido como para tomarla. Se sentía un tanto asombrado por la interpretación que Millie había hecho de sus motivos y su carácter, y estaba un poco asustado.
¿Tendría Millie razón? ¿Acaso había pedido una semana de vacaciones porque inconscientemente había estado rondándole la idea de resolver aquel asunto?
Maldición, no. No era así. ¿Qué rayos iba a poder hacer él que la Policía, con todos sus recursos y su experiencia, no hubiera podido hacer? Sobre todo, en aquel momento en que el plan de Jerry Evers se había ido al traste, y que la Policía ya no perdía tiempo con él. Aquélla había sido la única ventaja que les había llevado, lo único que él había sabido y la Policía no.
Maldición, para eso estaba la Policía, para resolver los crímenes. El no era detective ni pretendía serlo. ¡Maldita fuera Millie por meterlo en un brete como aquél!
«¿Y por qué -se preguntó Tracy- no le dijiste a Millie que estaba equivocada sobre los motivos que te han impulsado a pedir la semana libre?» Pero no hizo falta que se contestara, porque ya lo sabia.
En fin, de todos modos necesitaba una copa y no quería tomarla a solas en su apartamento.
Bajó y salió a la calle. Había oscurecido y soplaba una brisa fresca y agradable. Era una noche estupenda o podía haberlo sido.
Se quedó allí de pie preguntándose hacia dónde ir, tal como había hecho unas noches antes, cuando la señora Murdock se había presentado sola y lo había conducido al sótano para enseñarle el lugar del crímen.
Maldición, pero si era…, era la señora Murdock la que en ese momento giraba en la esquina. Vestida igual que había estado el jueves por la noche. Pero en esta ocasión no se le acercó a toda prisa. Al verlo se paró en seco, y después entró veloz en el bar de Thompson como una ardilla que salta a su agujero.
Tenía que haber sido divertido, se dijo Tracy.
No lo fue.
Asustarla de aquella manera había sido una idea muy tonta. Tuvo la corazonada de que Bates había comenzado a sospechar seriamente de él a partir de aquel momento. Y no tenía gracia que la señora Murdock o la Policía lo consideraran un psicópata asesino. Sobre todo la Policía.
Lanzó una maldición por lo bajo y comenzó a andar. Pasó delante del bar de Thompson sin mirar, para que la señora Murdock (que estaría mirando hacia fuera) lo viera y supiera que no había moros en la costa, y que podía correr a casa a refugiarse con su marido, el corredor de seguros, y sus seriales radiofónicos. Le debía al menos eso, por más tonta y pesada que fuera.
¿Sería posible que Frank hubiera tenido un lío con ella? Esperaba que no, por el bien de Frank. Aunque para Frank aquello ya no tenía la menor importancia. Cuando uno se muere, ya nada tiene importancia.
Y lo único que importaba, mientras uno estuviera con vida, era seguir vivo y no meterse en líos y tratar de disfrutar cada día tal como venía, sin perderse nada de la vida que uno no debiera perderse y…, diablos.
Malditas fueran todas las mujeres.
Maldita fuera la señora Murdock por haber sido tan estúpida como para impulsarlo a comportarse de un modo todavía más estúpido.
Maldita fuera Dotty por ser capaz (¿por qué no ser sincero al respecto?) de escribir tan buenos guiones con una sola mano, como los que escribía él con dos manos y devanándose los sesos. Doblemente maldita por ser tan guapa y tan dulce y tan deseable que no tenía aspecto de sabihonda. Maldita fuera por ser tan brillante, y sin embargo tan increíblemente estúpida como para que le gustara escribir cosas que harían estremecer a cualquier persona inteligente.
Maldita fuera Millie Mereton por todo, y maldita fuera Millie Wheeler por tratar de hacer de él un héroe, cuando él no era más que un sinvergüenza.
Estaba de un humor de perros y lo sabía. Pasó delante del hotel de Dick Krebum sin siquiera fijarse si había luz en su ventana, porque sabía que en ese momento no seria buena compañía ni para los hombres ni para las bestias, y mucho menos para un buen tipo como Dick.
Siguió andando y se encontró ante el edificio del Blade; y logró oír el zumbido distante de las máquinas impresoras. Le lanzó una mirada colérica y siguió andando. Dejó atrás el bar de Barney, después titubeó, volvió sobre sus pasos y entró. Al fin y al cabo, en algún momento, tenía que detenerse en alguna parte.
En el bar de Barney no había nadie, salvo Barney. Tracy se sentó delante de la barra sin saber si aquello le alegraba o no. Con el humor que tenía estaba dispuesto a discutir con cualquiera, y si aparecía alguien del Blade que deseara mofarse de su actual oficio, se convertiría en la víctima perfecta.
– Barney, ponme dos bourbons dobles y nada de chistes -ordenó-. El agua para las ranas.
Bamey le llevó la botella sacudiendo la cabeza lúgubremente.
– Esa no es manera de beber, Tracy. No para un tipo como tú.
– ¿Qué les pasa a los tipos como yo?
– Eres un caballero.
– Oh -dijo Tracy. Husmeó el aire con suspicacia.
Podía haberse tratado de un insulto, pero Barney no se lo había dicho con esa intención.
– Te equivocas por completo, Barney. Soy un sinvergüenza:
– Estás borracho, Tracy.
– Vuelves a equivocarte. Me he pasado la tarde bebiendo como un caballero. Los caballeros no se ponen borrachos como cubas, y yo tengo la intención de ponerme como una cuba. Tómate una conmigo, Barney.
– Bueno…, una pequeñita.
– Salud.
Tracy dejó la primera copa y aferró la segunda. Inspiró hondo y se la bebió de un trago.
La segunda la notó. Al haberse pasado la tarde bebiendo como un caballero, había logrado hacerse con una buena base.
Por un momento, fue como si se mirara a sí mismo desde una gran distancia, como si se viera a través del extremo opuesto de un telescopio. Y lo que vio le produjo una gran tristeza.
– Barney, no soy ningún caballero -insistió-. Soy un sinvergüenza.
– Un sinvergüenza no sabe que es sinvergüenza -adujo Bamey-. Si un tipo sabe que es un sinvergüenza, entonces deja de serlo.
Tenía sentido, pero después dejó de tenerlo. Intentó analizarlo y le pareció que era como el pez que se muerde la cola.
Bamey se inclinó por encima de la barra y le dijo:
– ¿Te pasa algo, Tracy? ¿Hay algo que pueda hacer por ti? No andarás escaso de dinero, ¿eh?
– ¿Dinero? ¡Qué va, Bamey! Incluso tengo ahorros en el Banco. No es como en los viejos tiempos.
– En eso sí que tienes razón -admitió Bamey con una risa entrecortada-. Solías deberme cinco o diez dólares de cada cuenta. Bueno, si tienes ahorros, entonces no es problema de pasta. ¿De mujeres, quizás?
– Oí esa palabra en alguna parte. ¿Qué significa?
Barney se rascó la cabeza.
– Por aquí tenía unas postales francesas de mujeres. Si supiera dónde las metí, podría enseñártelas. Oye, Tracy, acabo de acordarme de Randolph.
– ¿Lee? ¿Qué le pasa?
– Le comenté que estuviste por aquí el otro día. Me dijo que si volvías a aparecer, que te dijera que quería verte por un asunto. ¿Te parece bien si lo llamo y le aviso que estás?
– Supongo que sí. Si se lo has prometido.
– ¿Quieres subir a verlo a su despacho si puede verte, o prefieres que venga aquí? Es decir, si está todavía en la oficina…, comentó que esta noche trabajaría hasta tarde.
Tracy se encogió de hombros y repuso:
– Me da igual. Que decida él.
Bamey se dirigió al teléfono.