Viniendo de la calle o del jardín, o tal vez de más cerca, quién sabe si del corazón mismo de la primavera que Susana ya vislumbraba en sus sueños, o quizás del vendaval de la aventura que aún nos tenía atrapados en la ciudad remota y fantástica, lo cierto es que un repentino olor a tierra mojada penetró en la galería, y entonces Forcat calló. Era al atardecer de un miércoles, último día de agosto, y era extraño ese olor porque no había llovido ni la señora Anita había empezado aún a regar el jardín; andaba atareada en la cocina cuando llamaron al timbre de la puerta.
No habíamos visto a nadie cruzar la verja del jardín porque las persianas estaban echadas. Desde la puerta de entrada llegó la voz de un hombre hablando con la señora Anita, y al oírla, Forcat se demudó visiblemente, soltó la mano de Susana y se levantó del borde del lecho para ir a sentarse a la mesa camilla, donde se quedó muy quieto mirando con fijeza mi dibujo ya casi terminado. Yo estaba sentado al otro lado de la cama y también me levanté, aunque no sabría decir qué me impulsó a ello.
– Aquí hay un hombre que al parecer te conoce -anunció la señora Anita desde el comedor, precediendo al visitante. Forcat no alzó la vista del dibujo, mostraba en su quietud ensimismada un singular empeño, y ella añadió con cierta cautela en la voz-: Dice que se llama Luis Deniso y que viene de Francia…
Aún no había entrado en la galería cuando ya Forcat inclinaba la cabeza y ponía muy lentamente las manos sobre la mesa camilla tapando con ellas mi dibujo, como si ahora quisiera sujetarlo ante una inminente ráfaga de viento, protegerlo de la lluvia o tal vez ocultarlo a la mirada del intruso, preservarlo del odio y la desesperación que lo traían aquí y que él ya había percibido nada más oír su voz.
– Hola, Forcat. -La mano izquierda en el bolsillo de la americana, moviéndose con una soltura estudiada, el lugarteniente del Kim en Toulouse se acercó y palmeó su espalda. Seguidamente saludó a Susana y se interesó amablemente por su salud, pellizcó su barbilla y le dijo que era muy guapa y que ya lo sabía por su padre. Susana se daba aire con el abanico de seda y miraba con descaro y curiosidad al recién llegado, que apenas reparó en mi presencia. Un amigo de mi hija, dijo la señora Anita, que había empezado a enrollar las persianas apresuradamente y algo nerviosa. El último sol de agosto se remansaba en el jardín.
Lo primero que me llamó la atención del Denis fue que no sonreía con los labios, sino con los ojos; tenían sus ojos un fulgor turbio, enfermizo, y establecían de algún modo una relación solapada y fuertemente sensual con la boca dolorida y grande, bien dibujada. Supongo que esos detalles de su persona, los más cálidos de una apostura fría y distante a la que Susana tampoco había de mostrarse indiferente, no llegué a captarlos totalmente aquel día, sino más adelante, cuando el drama íntimo que lo trajo a la torre ya era del dominio público; eran los ojos y la boca de un hombre poseído por una obsesión, una fiebre que lo consumía. Desde que Forcat nos habló de él a Susana y a mí, haciéndonos ver tan vivamente su elegante cojera y sus maneras distinguidas al despedirse del Kim en Toulouse, después de engrasarle la pistola y desearle buena suerte, el apuesto personaje y su apodo habían permanecido en nuestra conciencia ejerciendo una extraña fascinación.
Llevaba un traje azul marino de americana cruzada y corbata verde oscuro que imitaba la piel de serpiente, y era más joven de lo que me había figurado, o tal vez lo parecía, guapo, ojeroso, esbelto y de una elegancia tocada por la premura de gustar, afectada y jovial.
Forcat mantenía su extraño silencio y el Denis reparó en su quimono chino de amplias mangas estampado con flores rojas.
– Vaya con el pintamonas de la Barceloneta -dijo-. Cómo has prosperado. Me dijeron que estabas aquí, gorroneando como siempre, pero no te suponía tan bien instalado y con tales refinamientos.
– ¿Y tú…? -se interrumpió Forcat sin mirarle, la voz enredada en una flema. Carraspeó, y después de una pausa, como si hubiese decidido súbitamente hablar de otra cosa, añadió -: ¿Cuándo has llegado?
– Hace un par de semanas. -Con ambas manos en los bolsillos del pantalón, el Denis apoyó la espalda contra la vidriera y buscó la mirada de la señora Anita, que se había sentado en el borde de la cama, pero lo que añadió parecía dirigido a Forcat -: ¿Te sorprende…? -Esperó unos segundos y luego añadió: -Bueno, vamos a lo que importa. ¿Qué se sabe del cabronazo del Kim? ¿Habéis tenido noticias, tú o la familia?
La señora Anita y su hija miraron a Forcat esperando una respuesta, o por lo menos un signo de extrañeza. Pero Forcat no reaccionó, y entonces Susana clavó sus ojos brillantes en el Denis, tiró el abanico sobre la cama, abrazó el gato de felpa contra su pecho y dijo con su voz más rencorosa:
– ¿Por qué habla así de mi padre? ¿No sabe que está muy lejos…?
– Ya. Muy lejos. Pero dónde.
Antes de responder, Susana lo miró con recelo, fijamente:
– Está en Shanghai.
– ¿De veras? -el Denis simuló sorprenderse y abrió los ojos desmesuradamente-. ¡Coño, sí que está lejos! ¡Vaya si lo está! ¿Y por qué no en Pekín, o en Bagdad, o en la Conchinchina? ¿Quién te ha contado ese cuento, preciosa? -Volvió a considerar irónicamente el silencio de Forcat y luego miró a la madre de Susana-. ¿Usted qué dice, señora? ¿También usted cree que este hijo de puta ha ido a esconderse tan lejos? La verdad, yo juraría que Carmen… -En este punto se le quebró la voz y eso pareció contrariarle, perdió seguridad y meneó la cabeza y carraspeó con una energía innecesaria-. Bueno, ella apenas sabe leer y escribir y creo que no sabría señalar eso en el mapa, pero que está muy lejos sí lo sabe, al otro lado del mundo, y me consta que no le gustaría vivir tan lejos… No, esto debe ser una broma. ¿Tú qué opinas, Forcat, mosquita muerta? ¿O prefieres hacerte el longuis? Este sí que es un tipo raro -añadió recuperando su aplomo y buscando otra vez los ojos expectantes y temerosos de la señora Anita-. Ahí donde le ve, sabe griego y latín… ¡Lo que sabe el tío ése!
La señora Anita miraba al Denis con espanto.
– ¿De qué está hablando? -dijo con una voz que no era la suya-. ¿A qué ha venido usted a mi casa?
El Denis enarcó las cejas y esbozó media sonrisa:
– Entonces es verdad -dijo-. Usted aún no sabe nada.
– ¿Qué es lo que debo saber?
– Pregunte a Forcat. Él le dirá por qué estoy aquí, qué vientos y qué demonios me han traído.
Forcat no reaccionó y el Denis lo expuso fríamente y sin la menor acritud, con una voz inanimada que ya se había acoplado a la fatalidad: venía para saber del Kim, por si en esta santa casa se tenían o se esperaban noticias suyas, por si su esposa creía, no ya que pudiera volver a su lado algún día, que si eso fue siempre poco probable, ahora era ciertamente imposible, pero sí por lo menos acordarse de su hija y venir a verla, o tal vez escribir para saber de ella; por si Forcat o alguien conocía su paradero en alguna parte de Cataluña o quizá en algún pueblo perdido del sur de Francia, según él suponía, en algún maldito escondrijo que compartía con Carmen y su hijo desde hacía casi dos años… Hablaba con voz pausada y mirando a Forcat, pero sus palabras y su íntimo resentimiento iban dirigidos a la señora Anita y a su hija: que no sabía cómo ni dónde empezó el engaño, la deslealtad y la mala fe de su mejor amigo, pero que se había vuelto loco imaginándolo mil veces durante mil interminables noches. Que debió ser cuando el último viaje del Kim llevando dinero para ella y para sus padres, «dinero que éstos nunca recibieron, supongo que eso tampoco lo sabías», añadió escrutando a Forcat, pero que él creía que todo empezó mucho antes puesto que el Kim dormía siempre en su casa de Horta cuando viajaba clandestinamente a Barcelona, y Carmen vivía allí y le daba de comer y le hacía la cama… ¿Desde cuándo se entendían, o se querían, desde la primera vez que ella lo acogió? ¿Quién dio el primer paso, cuál de los dos propició la ocasión y alentó ese arrebato amoroso que les trastornó y se los llevó Dios sabe dónde? ¿La buscó él, la sedujo con el sombrío desencanto que lo animaba por aquellos días, o fue ella, tan necesitada de cariño y de calor siquiera por una noche…? ¿O se enamoraron de verdad y sin remedio, sin quererlo ninguno de los dos y sufriendo por esa afrenta al compañero…? Pero qué mierda importaba ya eso. Después de la detención de Nualart, de Betancort y de Camps, quién sabe si denunciados por él mismo, ¿o tampoco sabías eso?, pues esa misma noche hicieron precipitadamente la maleta y cruzaron la frontera con el niño, tal como yo le había pedido al Kim y esperaba y deseaba, pero nunca llegaron a Toulouse, nunca volví a verles…
Se movía el Denis con una soltura sigilosa y estricta y parecía muy seguro de sí mismo, muy conformado a su atractivo y a sus maneras frías, pero de vez en cuando no podía reprimir el gesto alertado, la mirada inhóspita del exiliado por largo tiempo que ha de aprender a vivir con un pasado amargo que lo ha condenado a la soledad.
– Pero no me resigno a perderla, Dios sabe que no -prosiguió, hundiendo las manos en los bolsillos del pantalón, como aterido-. He rastreado todo el Midi, de Marsella a Tarbes y de Toulouse a Perpiñán, y es como si la tierra se los hubiera tragado. La verdad es que ni siquiera sé si llegaron a cruzar la frontera… Podrían haberse quedado en algún pueblo de los Pirineos, o tal vez en una ciudad lo bastante grande como para no ser hallados nunca. Mi única esperanza es que se ponga en contacto contigo, niña -dedicó a Susana una mirada triste y conciliadora-, que te escriba o que venga a verte. Sí, confío en que lo hará algún día, y ese día yo estaré cerca para verlo… A ti te quiere mucho. Siempre hablaba de su niña del alma. Aunque, la verdad -y esbozó por vez primera una sonrisa melancólica-, ya no eres tan niña. Mi hijo Luis sí que es un niño, todavía, y sólo he podido verle en fotografía…
Desde hacía rato, Forcat no dejaba de mirar a Susana. Ella, sentada en la cama con la espalda muy erguida, estrechaba entre sus brazos el gato negro y tenía los ojos bajos. En diversas ocasiones, mientras el Denis hablaba, quise que me mirara y no lo conseguí. Intenté imaginar los sentimientos que la embargaban en este momento y me asusté. Su madre paseaba nerviosamente de un lado a otro cruzada de brazos, y, al callarse el Denis, se paró ante Forcat con una súplica en los ojos:
– ¿Y tú sabías todo eso? ¡Di!, ¿lo sabías? ¡¿Quieres explicarte, por favor?!
– se inclinó sobre él apoyando las manos en la mesa camilla y repitió la pregunta en un tono más alterado, casi histérico, pero acabó desistiendo y se sentó cabizbaja en la mecedora blanca. Casi sin voz, añadió -: Por favor…
Forcat no dijo nada, no apartó los ojos de Susana ni las manos del dibujo, donde el humo ingenuamente convulso y tenebroso de la chimenea parecía querer filtrarse entre sus dedos manchados, y él empeñarse en retenerlo en su reducto de papel. Durante un buen rato ni siquiera pestañeó. Ensimismado, tenso, parecía escuchar todavía aquellas voces que provenían del ámbito de lo fabuloso y sentirse atrapado en una situación que lo dominaba desde allí y que no había previsto, enredado en la maraña de su propia invención, en los confines de lo intangible que adorna la mentira del mundo. Su poderosa mirada estrábica se volvía escurridiza por momentos y apenas rozaba nada del entorno, salvo a la enferma, pero no era contrición ni vergüenza lo que dejaba traslucir, sino tristeza. En qué estaría pensando, me pregunto hoy, ya instalado como él entonces en la certeza de que todo es transitorio y es lo mismo, la máscara y la cara, el sueño y la vigilia, mientras allí en la galería que ya invadían las primeras sombras de la noche todos sentíamos crecer el silencio que lo acusaba. Cada vez más dolida y confusa, la señora Anita le suplicaba una explicación.
– Déjelo estar -sugirió el Denis, ya sin la menor crispación en la voz-. Qué va a decir, pobre diablo.
Sus manos extendidas sobre la mesa, aparentemente empeñadas en proteger el dibujo de Susana, se me antojaron desprovistas de aquella combustión interna que las había animado y de su extraña autoridad sobre la mente y el cuerpo de la señora Anita. Hoy pienso que el gran embaucador, en el fondo de su corazón, siempre supo que lo suyo con esta mujer crédula y desdichada y vulnerable duraría lo que durase la débil llama que alumbraba el sueño de Susana, el tiempo justo que la muchacha tardase en descubrir que el Nantucket no había existido nunca y que si acaso existía no podía ser otra cosa que un decrépito y carcomido buque que ahora mismo estaría pudriéndose en alguna apestosa dársena de la Barceloneta, donde me gusta imaginar que él lo vio casualmente una brumosa noche de invierno mientras deambulaba por los muelles sin saber qué hacer con su vida y sus recuerdos, y que fue allí mismo, sentado en un amarre del puerto frente a ese buque fantasma que emergía de la niebla, donde empezó a urdir la trama de su pacífico asalto a la torre, la tela de araña sentimental con la que atraparía a la madre y a la hija… Le veo durante esa primavera, en los días previos a su llegada, fregando vasos y sirviendo en la taberna portuaria de su hermana casada, y en los ratos libres mirando a través de la vidriera del bar la proa de los barcos atracados enfrente y trazando la singladura del Nantucket en los mares de la memoria, y me gusta pensar que el quimono y los regalos que le trajo a Susana los adquirió de algún marinero asiático que se emborrachó allí alguna noche o que reclamó su atención desde la borda de su barco con su camiseta grasienta y sus ojos oblicuos para ofrecerle sonriendo una estilográfica o tabaco rubio, una colección de postales exóticas de Shanghai y de Singapur o ese bonito abanico de seda a cambio de una botella de ron o de coñac, que él birlaría de la taberna…
No había terminado aún la señora Anita de recriminarle su terco mutismo, cuando ya el Denis advertía el desasosiego de Susana:
– ¿Qué te pasa? -le dijo, y meneó la cabeza chasqueando la lengua-: Seguro que le estabas esperando, seguro… ¿Aún crees que vendrá a buscarte? ¿De verdad lo crees, bonita? Siento decírtelo, pero juraría que el Kim nunca pensó seriamente en llevarte con él, aunque solía hablar de ello; ni a ti ni a tu madre. A tu madre ya la había olvidado cuando yo le conocí, jamás la mencionaba. Para él sólo existía la dictadura franquista y Cataluña y la libertad, y nada más… -Calló y se frotó los párpados con un gesto de cansancio, luego capté su pupila vengativa girando de nuevo en el vacío-. Pero eso era antes. Quizás ahora piensa mucho en su hijita.
Me senté otra vez en el borde del lecho, al otro lado de donde estaban ellos, y no tardé en notar entre los pliegues de la colcha la mano de Susana buscando la mía y apretándola con fuerza, mientras el Denis se acercaba a nosotros encendiendo un cigarrillo y, poseído de repente por una curiosidad burlona y cruel, empezó a preguntarle qué diablos creía ella que hacía su padre en Shanghai, qué pensaba que podía haber ido a buscar allí un refugiado ya sin raíces en ninguna parte y lleno de furia como el Kim, como él mismo, y si después de lo ocurrido aún tenía ganas de reunirse con él. Susana no contestó a ninguna de sus preguntas ni le miró; me di cuenta que no quería, no podía hablar de eso. Pero él insistió, vamos a reírnos un poco, que lo necesitamos todos, dijo, venga, niña, cuenta, y entonces yo al verla acosada de aquella forma decidí hablar por ella, o mejor dicho por los dos. Con una voz tocada por una muy precaria convicción, pero con una firmeza de ánimo que aún hoy me enorgullece, mencioné el pacto entre Michel Lévy y el Kim en París, el viaje del Nantucket y la misión especial en Shanghai, la custodia de Chen Jing y la argucia desleal de su marido, y el Denis, que me escuchaba divertido con un pie en el soporte de la cama y los brazos cruzados sobre la rodilla, se interesó por algunos detalles y ciertas peripecias y me hizo repetir los nombres del capitán Su Tzu, de Kruger, Omar, Du Yuesheng, Charlie Wong… Tuve la sensación, mientras repetía los nombres de mala gana, de estar delatándoles, de profanar algo. Y me pareció que hurgaba en la herida de Forcat, al que miré varias veces solicitando su ayuda, esperando que me defendiera, pero él ya no parecía estar allí. Y la risa del Denis era tan extraña; se le atragantaba, era silenciosa. Hasta que Susana gritó basta, a la mierda todos, y se echó de lado sobre la almohada dándole la espalda, abrazada a su gato y de cara a mí con los ojos abiertos pero sin verme, la mirada prendida en un mundo que había perdido la transparencia y la palabra.
El Denis se inclinó contrito sobre ella y acarició su pelo murmurando unas palabras de disculpa, mientras la señora Anita le decía a Forcat ya más calmada, casi apenada por él: «Entonces ¿la carta, y las postales…?», y también eso tuvo que aclarárselo el recién llegado: «Mujer, lo más sencillo del mundo; imitó su letra y su firma, siempre fue muy hábil con la plumilla y el lápiz. Un verdadero artista».
Entraba ya muy poca luz del día a través de la vidriera y ahora en el sombrío rostro del Denis, cuando aún palmeaba suavemente la espalda de Susana y le susurraba algo al oído, sus facciones se borraban y sólo la brasa del cigarrillo las iluminaba de vez en cuando. Sin esperar que Forcat me lo ordenara, como había hecho tantas veces a esta misma hora, encendí la luz del techo y entonces él por fin se levantó despacio de la mesa camilla y apartó las manos del dibujo. Pasó junto a la señora Anita y se paró en la puerta de la galería, se volvió y se quedó mirando la espalda de Susana; pareció que iba a decirle algo, estaba allí de pie con la cabeza erguida y las manos ocultas en las mangas del quimono y yo deseaba fervientemente que le dijera algo, que le diera aunque fuera las buenas noches, pero lo que hizo fue girar un poco la cabeza para intercambiar con el intruso una mirada fatigada y amistosa, un leve chisporroteo del antiguo afecto o del sueño fraternal que ambos compartieron un día, y luego miró el cigarrillo humeante que el Denis sostenía entre los dedos.
– Aquí no se fuma -dijo con la voz severa y persuasiva, y sin añadir nada más desapareció en el interior de la casa.
Después de pensarlo unos segundos, cruzada de brazos y aún perpleja, la señora Anita salió tras él. Poco después se la oyó insultarle y chillar. El Denis dedicó una mueca a su cigarrillo y lo tiró al suelo y lo pisó, luego volvió a inclinarse sobre la enferma y puso la mano en su hombro.
– Vamos a olvidarlo, ¿quieres? -dijo-. Tú que puedes, inténtalo. Ése no es más que un pobre cuentista…
Entonces reparó en mí y discretamente, pero con cierta acritud, me hizo una seña con la cabeza para que me fuera. Yo simulé no darme por enterado, y enseguida dijo:
– Y tú lárgate ya, chaval. Es tarde.
El dibujo inacabado de Susana, el que ella había querido enviar a su padre para que la viera recostada en la cama con el chipao de seda verde y bajo una cálida encrucijada de luces de colores traspasando la vidriera, seguía sobre la mesa camilla junto con la caja de lápices, la goma de borrar y la maquinilla de sacar punta. Lo metí todo en la carpeta, conseguí decir «Buenas noches, Susana», y me fui.
Nandu Forcat abandonó la torre a la mañana siguiente. Los Chacón le vieron salir con su vieja maleta de cartón y la gabardina doblada sobre el hombro, y le dieron los buenos días y le preguntaron adonde iba, pero él solamente les miró. Cruzó la calle y el Mercadillo bajo un cielo descolgado y gris y desapareció en la esquina de Cerdeña.
Yo me enteré por la tarde. Esperaba encontrar a Juan y a Finito sentados ante la verja, como siempre, pero habían trasladado su tenderete a la acera de enfrente.
– Ha sido el fanfarrón ese que vino ayer -dijo Juan-. Está en casa de Susana.
– Nos ha echado de allí, dice que espiamos a Susana -añadió Finito-. Y quería saber si tenemos licencia del Ayuntamiento para montar un tenderete en la calle, el cabrón… Pero ¿qué se ha creído este tío? ¿Quién es, Dani?
– Un amigo de su padre. ¿Ha vuelto antes o después de irse Forcat?
– Después.
– Yo creo que este chulo piensa que lo vamos a espiar a él -dijo su hermano.
Las persianas de la galería estaban echadas. A esta hora, la señora Anita ya debía estar encajonada en su taquilla del cine Mundial. Llamé a la puerta y abrió el Denis en mangas de camisa, el cigarrillo en los labios y la corbata desanudada y colgada del cuello como una serpiente muerta. Su pelo negro azulado era tan liso y estaba tan bien peinado que parecía postizo. Me dijo que Susana no se encontraba bien y que no quería ver a nadie por lo menos durante dos o tres semanas, o tal vez más, así que gracias por el interés y abur, chaval. Y me cerró la puerta en las narices.
Lo intenté dos veces más y siempre con el mismo resultado: Susana necesitaba descansar. Más adelante supe que el Denis no vivía en la torre, pero que iba todos los días y que solía pararse en el Mercadillo a comprar fruta y a veces pescado para obsequiar a la señora Anita y a su hija. Una tarde de principios de septiembre que hizo mucho calor salió de la torre en camiseta, cruzó la calle abanicándose con un periódico y mandó a Finito a comprar un frasco de brillantina y otro de masaje Floid, y le dio una buena propina. Otro día salió con un par de zapatos de dos colores para que los llevara a un remendón y les pusiera medias suelas, y la propina también fue generosa.
Por aquellos días, al amanecer de un lunes desapacible, yo estrenaba avergonzado un largo guardapolvo gris que me había comprado mi madre y entraba como aprendiz en el taller de la calle San Salvador, y a partir de entonces la mayor parte del día me la pasaba recorriendo Barcelona colgado en los estribos de los tranvías, entregando joyas en tiendas y a clientes particulares o llevándolas a grabadores y engastadores, siempre con su visera verde y su olor a laca recalentada. Contrariamente a lo que había creído mi madre al escoger para mí este oficio, nunca llegaría a diseñar un broche o una sortija, nunca fue necesaria ni requerida mi supuesta habilidad para el dibujo, pero en cambio puedo decir que a los quince años ya me conocía la ciudad palmo a palmo con todas sus calles y sus plazas, sus líneas de tranvías y sus estaciones del metro, desde el Barrio Chino al parque Güell y desde Sants al Poblenou. Cuando no había recados que hacer atendía las órdenes de los treinta operarios del taller sentados en tres largas mesas, o me quedaba de pie con las manos a la espalda junto al oficial más rápido y experto, fijándome en cómo manejaba la finísima sierra, las limas o el soplete. El aprendizaje duraría dos años y la semanada era de quince pesetas, y aunque el oficio llegaría a gustarme, al principio pensé que no aguantaría ni quince días.
Pero pasaron casi dos meses sin darme cuenta y a finales de octubre, una noche que mi madre invitó nuevamente a cenar a su amigo el callista, me encerré en mi cuarto y terminé de memoria el dibujo de Susana. Supongo que era una forma de volver a estar con ella en la galería, volver a verla: recostada en la cama, era como una figurita de porcelana dentro de una caja de cristal, cercada por el humo negro de la chimenea y por el quimérico gas que había obsesionado al capitán Blay. Me gustó y decidí llevárselo. No estaba seguro de que ella lo aceptara, incluso corría el riesgo de que me mandara a la mierda con el dibujito, pero era una excusa para visitarla. Fui un domingo por la mañana esperando que me abriera la puerta la propia Susana o su madre. Los Chacón y su tenderete hacía ya tiempo que no estaban en la acera frontal. Vi la mecedora blanca en el jardín, junto a una mesita de mimbres con revistas y un cenicero.
Me abrió la señora Anita, en su mano temblorosa un vaso de vino con los bordes manchados de carmín, nerviosa en extremo y muy contenta de verme. Me dedicó una amable regañina por haber olvidado a su pobre niña enferma y luego se colgó de mi brazo, murmuró «¡Daniel y los leones!» con su voz risueña y volvimos a enfilar juntos el oscuro corredor de alto techo estucado y roñoso, el largo túnel que en los días soleados terminaba en una explosión de luz. Pero súbitamente, a mitad de camino, se paró con la cabeza sobre el pecho y apoyó la mano en la pared, derramando el vino del vaso; y mientras deslizaba las yemas de los dedos por la pared, como si rastreara algún relieve en la superficie, se echó a llorar en silencio. Pensé que tal vez Susana había recaído en su enfermedad… Se volvió hacia mí, sonriendo un poco con sus ojos azules vidriosos, puso la mano en mi pecho y dijo: «Ven siempre que quieras, hijo», echando en mi cara un aliento que apestaba a vinazo. Sentí que la crispada desolación del gesto, sus dedos ahora engarfiados en mi camisa, paralizaban mi capacidad de reacción. Entonces ella hizo un esfuerzo por reponerse y dijo:
– Necesito un poco de perejil. Se lo pediré a la vecina -y con paso inseguro, llevándose el vaso a la boca, se escabulló por el corredor como una sombra y se metió en su cuarto.
Si había sufrido una recaída, la superó y de qué modo: no parecía la misma muchacha, no era la misma. Llevaba el lustroso pelo negro recogido en dos gruesas trenzas y partido por una raya perfecta sobre la frente, orlada de diminutos rizos rebeldes y algo sudorosa, y a pesar de las trenzas y los ricitos, parecía mayor: los ojos más hundidos, la cara más angulosa y morena, los labios como inflados. Sentada en la cama con un holgado jersey gris de hombre sobre el camisón, las rodillas alzadas y abierta de piernas bajo la fina sábana, tenía las manos metidas entre los muslos y toda su atención puesta en el manejo de una cajita plana, un entretenimiento con bolas del tamaño de perdigones que había que introducir en unos agujeros, y del que no se desprendió en ningún momento mientras yo estuve allí. Me miró de soslayo y respondió a mi saludo con una parodia burlona del lenguaje de los tebeos:
– Pero, ¡hola!, ¿a quién tenemos aquí?
– Me dijeron que no querías ver a nadie…
– Seguramente. Ya no me acuerdo.
– ¿Te encuentras mejor? ¿Ya no tienes fiebre?
– Dicen que estoy como una rosa. Ja.
– ¿Sigues teniendo décimas…?
– Cada vez menos -cortó impaciente-. Y ya salgo al jardín.
Observé que en la mesilla de noche ya no estaba la foto del Kim con el sombrero ladeado y sonriendo al futuro. Habían encendido la estufa, pero sobre ella no hervía ninguna olla con eucaliptos.
– ¿Sabes que ya trabajo? -le dije-. Ahora sólo tengo libres los domingos.
– Bueno, los domingos y la tarde del sábado, ¿no?
– La tarde del sábado me toca limpiar el taller.
– Vaya. Así que ya eres joyero -dijo haciendo rodar las bolitas en la caja-. ¿Y qué, te gusta?
– Todo el mundo dice que es un buen oficio.
– ¿Ah, sí? ¿Y tú qué dices?
– Yo nada.
No había vuelto a mirarme desde que entré. La cajita que balanceaba entre sus piernas era un poco más grande que una caja metálica de cigarrillos Craven, pero ésta era de plexiglás y con tapa transparente; las bolitas rodaban sobre una mar rizada y esmeralda con tiburones que abrían la boca, y cada boca era un agujero por el que había que meter las bolitas. Le pregunté quién se lo había regalado y no me contestó.
– Nunca lo había visto -dije-. ¿Es un juego nuevo?
– Claro, ¿no lo ves? Sigues igual de lento y tontarrón, Dani.
Me senté a su lado en el borde de la cama y me incliné para ver mejor.
– Terminé tu dibujo. -Dejé resbalar la carpeta del sobaco y me dispuse a abrirla-. ¿No quieres verlo?
– Mierda y mierda -dijo como para sí misma-. Me queda una bola y no le da la gana de entrar… Tú y tus dibujitos, niño. Eres bobo.
– Pensé que te gustaría…
– ¡Ja! -me cortó-. Vaya con el artista. Me tenías que haber dibujado de otra manera, criatura, ¿es que no te das cuenta? Sí, de otra manera… -nerviosa porque no conseguía meter la bolita en el agujero-. Me va a dar la risa, oye. ¿Por qué no me has dibujado cagando, sí, cagando una buena tifa debajo de una gran chimenea y con un negro abanicándome el culo, o mejor un chinito, eh? ¿Qué te parece? ¿No crees que quedaría mejor? -Apartó los ojos del juego para mirarme y añadió con una sonrisa triste y el tono más suave -: Rómpelo, bobo. ¿Para qué lo queremos?
– A mí me gusta.
– ¡A él le gusta! -Volvió a centrar su atención en el juego y farfulló -: ¡Pues vaya!
– Sí, ya sé… Pero en el dibujo estás muy bien. Míralo. Por favor.
– Te lo regalo. Y vete ya. Eres un pobre chaval de lo más ridi.
Y se revolvió hacia mí riéndose y quiso golpearme con la cajita, pero agarré su mano en el aire y desistió, rindiendo la cabeza sobre mi hombro. Como tantas otras veces que la había tenido muy cerca a mi lado, en el transcurso de aquellas tardes del último verano en compañía de Forcat, me pareció que el aire salobre del mar tantas veces evocado volvía a enredarse en su pelo y que por un breve instante se quedaba pensativa y entornaba otra vez los párpados para retener una luz de lejanías, la reverberación de un sueño; pensé que tal vez acabaría por aceptar el dibujo y mi candidez. Pero de pronto atenazó mis muñecas arrodillándose en la cama, y yo me dejé hacer; me tumbé de espaldas y ella montó a horcajadas sobre mi vientre, sin soltarme.
– ¿Lo ves? -dijo-. Ahora tengo más fuerza que tú. Apretaba los muslos a mis costillas y se agitó un poco sobre mi vientre como si cabalgara, y yo permanecí inmóvil. Sus cabellos se derramaban en mi cara y, entre esa maraña negra, en su mirada burlona y soñolienta, vi brillar por un brevísimo instante una chispa de crueldad. Se frotó enérgicamente contra mí un rato más, su entrepierna cálida remontando despacio mi torso dócil y mi imaginación rendida, mi traicionada y desvalida complicidad y mi secreta solicitud de fiebre y de microbios, mi sumisión a los caprichos de una voluntad que ahora parecía no pertenecerle ya del todo, a un aroma sexual que de algún modo percibí que no era ya enteramente suyo ni podía compartir conmigo. «Entérate, niño», dijo, y nuevamente vi entre sus cabellos sueltos el fulgor acerado de su ojo. Enseguida me descabalgó y se hizo a un lado, me empujó fuera de la cama y la carpeta cayó al suelo. «Vete», volvió a decir. Me agaché a coger la carpeta y al incorporarme lo vi a él parado en el umbral de la galería.
El Denis se abrochaba la correa del reloj en su muñeca izquierda, las mangas de la camisa blanca arremangadas y el pelo muy estirado peinado con brillantina. Nunca sabré si en sus visitas a la torre se escondía de un peligro real, si aún había contra él orden de caza y captura o si estaba allí sólo por la cara, de golfante, como estuvo antes Forcat. Pero todos sus gestos y posturas a veces un tanto rebuscadas, incluso su manera de andar, viendo siempre dónde pisaba y con fugaces miradas de soslayo, denotaban una larga y consumada relación con la clandestinidad. El sentimiento de la clandestinidad, según yo mismo habría de experimentar años después, es un complemento de los sueños y conforma un estilo, una manera de estar ensimismada e incluso una forma de coquetería. Así es como yo había imaginado siempre al Kim: parsimonioso y alertado, felino, nómada y romántico. Pero aun cuando el Denis mereciera cierta consideración por eso, por los ideales y un destino implacable que había compartido con el Kim y por traer a la torre la verdad verdadera, desenmascarando a Forcat y denunciando su impostura, yo no podía entonces dejar de pensar que esa verdad verdadera que trajo consigo de Francia una tarde lluviosa había arrojado a Forcat a la calle, y simplemente por eso el chulo me cayó mal desde el primer momento.
– Ya lo has oído, chico. -Avanzó muy decidido hasta la cama y tuve que apartarme para dejarle paso. Mirando a Susana añadió -: Hace un buen día y es tu hora de sol, así que ¡arriba! -Apartó la sábana de un manotazo, cogió la colcha arrugada al pie de la cama, envolvió con ella a la enferma y se la llevó en volandas al jardín. Ella le dejó hacer con los ojos cerrados y rodeando su cuello con los brazos.
Me quedé un instante allí parado viéndoles salir, mirando las uñas rojas de Susana y sus dedos entrelazados en la nuca de aquel hombre, su boca entreabierta cobijada en su cuello, rozando con los labios la nuez prominente, y luego salí también al jardín, pero no fui con ellos, ya no les seguí hasta el rincón soleado, más allá del sauce, donde él la depositó suavemente en la mecedora blanca, abrigó sus piernas con la colcha y le habló al oído. Algo se quebró en mi interior. Me dirigí hacia la verja sin despedirme y cuando la abría, con mi carpeta bajo el brazo y maldiciendo en voz baja al intruso, me volví a mirarles. Susana tomaba el sol meciéndose embutida en la colcha, y el Denis, sentado en el suelo bajo el árbol, miraba en lo alto y con fijeza las ramas desfallecidas. Tras él, junto al muro enjalbegado por Forcat, la rinconada de lirios azules, la hiedra polvorienta y los jacintos languidecían bajo la sombra ominosa de la chimenea. Luego, el Denis cerró los ojos.
Siempre que le recuerdo así, con la espalda recostada en el tronco del sauce y las manos en la nuca, dejando caer lentamente los párpados sobre los ojos, lo asocio a la tortuosa e implacable voluntad que seguramente ya le dominaba, a la fría sinrazón que ya debía regir todos sus actos; si el daño que iba a causar fue premeditado, juraría que lo fue en este plácido rincón del jardín mientras velaba el reposo de la muchacha tísica, en un soleado mediodía como éste, respirando el aroma de las flores.
Me fui Camelias abajo y vi a la señora Anita que volvía a casa por la misma acera y sosteniendo en la mano temblorosa una ramita de perejil como si fuera un delicado ramillete de flores. Venía de la torre vecina con la vista baja, agitando su corta melena rubia, y pasó a mi lado sin verme.
Pasó mucho tiempo, y cuando creía que ya nada referente a la torre podía importarme, supe que Susana se había curado completamente, que su madre era una pobre borracha pero que aún conservaba su empleo de taquillera en el cine Mundial y que el Denis regentaba un bar en la calle Ríos Rosas, gastaba mucho dinero y vestía como un figurín. Nadie lo sospechaba entonces y yo el que menos, pero después se sabría que sus ingresos provenían del cobro de cuotas a viejos militantes republicanos y de atracos a establecimientos comerciales.
En febrero de 1951, tres años después de mi última visita a la torre, Finito Chacón, que iba en una furgoneta de la Damm repartiendo cajas de cerveza y ya presumía de bigotito y de conocer todas las casas de putas del Barrio Chino y los bares de alterne más selectos de la ciudad, me dijo que había visto a Susana fregando vasos detrás del mostrador del bar de fulanas del Denis en Ríos Rosas; que había estado con él de lo más simpática y que vaya chavala, que estaba más buena que el pan, que tenía la piel fina como su madre y el culo más cachondo que te puedas imaginar, oye, aunque él no sabía si trabajaba allí solamente como camarera o si también «tragaba» como las demás, pero que pensaba dejarse caer por el bar un sábado por la noche con su traje nuevo y averiguarlo, porque al parecer la niña ya no dormía en casa…
– ¿Por qué me cuentas todo eso? -lo interrumpí de mala uva-. ¿Quién te ha dicho que me iba a interesar? A mí qué me importa lo que haga.
Por aquel entonces, cuando se fue definitivamente de casa para vivir con su amante, Susana tenía apenas dieciocho años, uno más que yo. A su madre se la veía yendo o viniendo de casa al cine o a la taberna, cada vez más frágil y desmejorada, a menudo bastante borracha y hablando sola, y parecía un milagro que aún conservara su empleo, el cutis tan fino y el oro de su melena rubia. Decía, a quien quisiera oírla, que Susana había ido a buscar a su padre y que pronto volverían a casa juntos. En el verano enfermó y la viuda del capitán Blay, doña Conxa, iba todos los días a la torre y la cuidaba. Y entonces, una noche que nadie supo precisar, ni siquiera doña Conxa, y de la misma silenciosa manera que había hecho mutis, reapareció Forcat y se instaló otra vez en la torre y en la vida de la señora Anita para salvarla de sus desvaríos y del alcohol. Susana llevaba más de seis meses fuera de casa.
A partir de ahora sólo dispongo de comentarios y chismes de vecindario, pero puedo afirmar que no merecen menos crédito que mi testimonio. Dos semanas después de su regreso, a Forcat le vieron apearse de un taxi frente a la verja de la torre y ayudar a bajar a Susana, que parecía no tener fuerzas y llevaba una pequeña maleta y un abrigo de pieles baratas doblado en su brazo; le vieron muy solícito cargar con la maleta y coger del brazo a la muchacha para entrar juntos en la torre. Era la mañana de un sábado del mes de julio y había mucho trajín en el Mercadillo. No podía saberse, en un principio, si Susana volvía a casa para quedarse o solamente con intención de cuidar a su madre durante unos días, pero lo que sí parecía cierto es que Forcat se encargó personalmente de ir en su busca y convencerla para que viniera; también se dijo que la iniciativa del regreso podía haberla tomado la muchacha al no soportar la mala vida que llevaba y el trato que debía darle aquel chulo: no había más que verla cuando llegó, tan consumida y avergonzada, aunque en honor a la verdad había que admitir que, incluso mirándola con malos ojos y sin olvidar que era hija de quien era, no parecía una fulana, no iba pintarrajeada ni vestía como ellas ni enseñaba nada, no se le notaba; más bien parecía haber sufrido una recaída en la tisis y salir de un hospital, amedrentada y ojerosa y con algunos moretones en la cara… En cualquier caso, el segundo día de su vuelta al hogar, a última hora de la tarde de un lunes 7 de julio, el Denis se presentó en la torre.
Mucho tiempo después de esa noche en que reapareció el Denis, cuando la bebida y la mala conciencia ya habían devastado su memoria, la señora Anita insistía machaconamente en aclarar ciertos pormenores: que no fue ella quien le abrió la puerta, que ella nunca le había recibido de buen grado en su casa porque ya sabía que era un baranda y un pistolero, aunque le daba pena verle siempre tan amargado y obsesionado, incapaz de perdonar y de olvidar a su mujer, y que desde luego jamás podía haberse imaginado el desvarío de su niña con ese depravado y tampoco la mala entraña del tío, su voluntad de perderla. El maldito cabrón podía haberse ensañado conmigo, decía, me han hecho tantas y tan gordas en esta vida que una putada más qué hubiese importado, tengo ya la piel muy dura, pero no, él sabía muy bien que esta criatura enferma era lo que más quería el Kim en este mundo… Que esa noche, ella, la señora Anita, se había acostado muy temprano y con mucha fiebre y sudaba como un pollito, así que Forcat fue quien abrió, pensando seguramente que era doña Conxa volviendo de la taberna con hielo picado; Susana acababa de ducharse y estaba en albornoz, y mientras se secaba el pelo con la toalla subió al cuarto de Forcat en busca de aspirinas, y entonces ocurrió. Que no lo percibió con los ojos, sino con el corazón: el Denis irrumpiendo furioso y llamando a gritos a la niña por todo el corredor y la galería, como un loco, y Forcat tratando de calmarle, tratando primero de razonar y luego discutiendo violentamente con él, echándole en cara su resentimiento y su odio sin fondo y su cobardía, hasta que el Denis se impuso y lo llamó farsante y parásito y lo amenazó con echarle otra vez a la calle y con matarle si se interponía entre él y Susana. Voy a llevármela, dijo, y ni Dios lo va a impedir. Que en ese momento oyó angustiada a su hija bajar las escaleras muy deprisa, y decidió levantarse y se puso la bata y salió al corredor, pero ya no pudo alcanzarla, y entonces escuchó los dos disparos que atronaron por toda la casa; llegó a la galería a tiempo de ver a Susana con la toalla liada a la cabeza y la espalda contra la pared, paralizada y con los ojos fijos en el revólver que Forcat empuñaba probablemente por vez primera en su vida, y al Denis tambaleándose mientras se dirigía a abrir la puerta para salir al jardín, donde dio tres pasos y cayó de bruces; y que entonces Forcat salió tras él y allí mismo, con un pie en el escalón más bajo, despacio y ladeando la cabeza, con una reflexiva precisión en la mano que empuñaba el revólver y en la mirada estrábica, vació el cargador sobre el cuerpo inmóvil tendido en la grava. Luego él mismo llamó a la policía, entregó el revólver y se dejó esposar, y cuando se lo llevaron miró a la niña pero no pronunció una sola palabra, no es verdad que le dijera ahora ya no tienes nada que temer, o cuídame a tu madre y pórtate bien, eso lo inventó la gente o tal vez yo misma, quién sabe si lo soñé, decía la señora Anita, estuve tan confusa y trastornada, todavía hoy esos horribles disparos me despiertan por la noche, los oiré hasta que me muera; y tampoco se despidió de mí con un beso ni dijo volveremos a vernos ni nada de eso, sabía muy bien lo que le esperaba, y además de qué le iba a servir al pobre, si aunque hubiese querido ya no podía volver a engatusarme con buenas palabras, como había hecho tantas veces… Que Forcat no apartó un solo instante su ojo desquiciado de la espalda acribillada del muerto, dijo, y que no volvió a abrir la boca, ni siquiera para responder a las preguntas de los policías o para quejarse del mal trato que le daban…
Lo contaba así, desde el sedimento limoso de una memoria estancada y pugnando por desprenderse de conjeturas ajenas y propias, como si también ella estuviera poseída por emociones y prejuicios que empañaban la verdad, que no pertenecían a esa fatídica noche y tenían poco que ver con la realidad de los hechos. El puñetero destino, solía lamentarse, ha jugado con mi niña como si fuera una muñeca, tal como si fuera mismamente uno de esos capullitos del rosal enfermo de mi jardín que, sin tiempo de abrir, se agostan y se pudren. Ha sido nuestra mala estrella, la suerte perra de los pobres, la condenada tuberculosis y también las patrañas del zángano de Forcat, ese muerto de hambre, más falso que un duro sevillano; y lo peor de todo, la mala sangre de un chulo putas. ¡Señor, Señor ¿por qué tenías que engatusarla con esta quimera de su padre si después ibas a quitársela?! ¿Por qué todo este rosario interminable de anhelos y sufrimientos?, se preguntaba, ¿por qué cultiva Dios en el corazón de los hombres tantas ilusiones para luego troncharlas o dejar que se mustien?
En cierta ocasión, comentando en el mostrador del bar Viadé la curación definitiva de su hija y su reciente salida de la residencia de monjas donde había estado recluida casi un año, sufrió un desvanecimiento y cuando se hubo repuesto ayudada por el dueño y un par de clientes, con aire reflexivo y un poco alelada, como si prosiguiera otra conversación iniciada tal vez en sueños, dijo que no señor, que no era cierto lo que decían de su niña, eso de que ya estaba curada de la tuberculosis cuando sucumbió al amor vengativo y furioso del Denis, y, sin venir a cuento, añadió que tampoco era cierto que Susana se hubiese defendido de aquel degenerado con un cuchillo de cocina, sino que lo hizo con un revólver a pesar de no haber manejado ninguno en su vida, y que precisamente ella estaba tan cerca cuando ocurrió que los disparos la dejaron sorda… Eso dio pie a nuevas y disparatadas variantes del suceso, una de las cuales pretendía que los dos primeros disparos, que la señora Anita siempre dijo haber oído desde el corredor, habrían sido efectuados por su hija, y que esas dos balas habrían bastado para acabar con el Denis; y que acto seguido, Forcat le habría arrebatado a la muchacha el revólver todavía humeante para disparar las cuatro balas restantes sobre la espalda del muerto.
Me gusta ese desvarío, me gustó desde el primer día que lo escuché, y en el transcurso de los años lo he cultivado secretamente en mi corazón. Bien pensado, ¿quién sino Susana podía hacerse con el revólver de Forcat, puesto que estaba en la habitación de éste cuando llegó su amante con gritos y amenazas? No parecía normal que Forcat llevara el arma encima cuando abrió la puerta…
Pero más que una hipótesis, era un sentimiento. Porque así, rematando el cadáver caído en el jardín para exculpar a la niña, el estrábico embustero culminaba su impostura.
Mi madre se casó con el callista Braulio y él nos llevó a vivir a su casa, un piso grande y soleado en la plaza Lesseps que compartía con una hermana soltera. Tenía cuatro habitaciones, baño, cocina y terraza posterior en el último piso de un bloque de viviendas recién construido. Quedaba un poco lejos de Cerdeña-Camelias, pero no del taller, al que ahora iba en bicicleta, regalo de Braulio. El callista era un narizotas robusto y optimista, cariñoso con mi madre y hasta divertido, tenía un loro al que llamaba Clark Gable y le gustaba cocinar y cantaba en la ducha, y todo eso alegró la vida de mi madre; pero se consideró obligado a ejercer de padre y yo no le dejé. No podía tomarme en serio aquel hombretón con brazos de Popeye y sonrisa bondadosa, era un plasta contando sus cosas y nunca conseguí mantener con él una conversación que no fuera trivial; tenía el don de hacer que todo pareciera insustancial y tonto, yo el primero: nos poníamos a hablar y a los cinco minutos me sorprendía a mí mismo diciendo necedades. Con el tiempo, su trato llano y sincero y su balsámica influencia habían de limar mi petulancia juvenil y aprendería a quererle, pero por aquel entonces el recuerdo de mi padre volvía a obsesionarme, aunque ya no pensaba en su muerte solitaria con angustia como cuando era niño; sabía que nunca regresaría y que tampoco cabía esperar noticia alguna de su paradero, pero su cuerpo abatido en la trinchera y la copiosa nevada que lo iba cubriendo seguían allí, en el rincón que yo creía más infalible y protegido de la memoria, hasta que un día ocurrió algo y la imagen se me quedó inesperadamente desprovista de emoción, revelando su origen artificioso: ocurrió que ese día mi madre, mirándome con afectuoso recelo, me preguntó de dónde puñeta había sacado yo esa trinchera y esa gran nevada, esa idea que tenía desde muy pequeño y que ella nunca se atrevió a desmentir, porque para un niño sin recuerdos de su padre era mejor eso que nada, pero que ella jamás me habló de tal cosa ya que en su día no había conseguido averiguar ni siquiera si tu padre murió en el frente, dijo, y mucho menos en qué forma y si llovía o nevaba o hacía sol cuando ocurrió, de modo que ya ves, todo eso no son más que figuraciones tuyas… Menos mal que el tiempo lo borra todo, hijo, añadió con una sonrisa ambigua, no sé si de alivio o de tristeza.
Después del traslado de piso, mi madre siguió visitando regularmente a doña Conxa y ayudándola en lo que podía, y por ella supo que Susana estuvo un tiempo trabajando de dependienta en una floristería de la plaza Trilla y luego en una juguetería de la calle Verdi, y que ahora suplía a su madre en la taquilla del cine Mundial. Varias veces me propuse ir a verla al cine, pero pasaron meses antes de decidirme. Había creído siempre que me libraría de la mili por ser hijo de viuda, pero un año después del casamiento de mi madre fui reclutado y destinado a Xauen, al norte de Marruecos, lo cual me alegró: cuanto más lejos, mejor, cruzaría el estrecho de Gibraltar y tal vez el desierto del Sahara, conocería Sidi Ifni y las montañas del Rif, África, otro continente… Me sentía como si fuera a emprender un largo viaje al fin del mundo justo en el momento en que tenía necesidad de pegarle un buen corte de mangas a muchas cosas.
Dos días antes de partir para Algeciras fui a despedirme de Finito Chacón, que ya no trabajaba de repartidor de la Damm porque lo pillaron birlando cajas de cerveza; ahora estaba de chico para todo en un taller de reparaciones de coches en la calle Ros de Olano, no muy lejos del cine Mundial. Pero cuando llegué al taller me dijeron que ya tampoco trabajaba allí, lo habían despedido por robar unos neumáticos y un faro de motocicleta.
Ya lo sabía, me dije al salir del garaje, estaba cantado, Finito, y seguidamente pensé qué más da, olvídalo, y me esforcé en convencerme de que nada de cuanto pudiera pasarles a los Chacón tenía ya que ver conmigo ni podía afectarme, me dije qué bueno sentirme por fin descolgado del barrio y de sus pobres afanes, me lo repetía una y otra vez mientras caminaba en dirección al cine Mundial con una extraña determinación y renegando del tiempo pasado y sus espejismos, qué bien sentirme ya distante y desarraigado y qué alivio que me importen un huevo las expectativas de entonces, mis prometedoras y al cabo frustradas dotes de dibujante, aquellos delirios del capitán Blay reclamando solidaridad para una niña tísica que acabaría prostituyéndose y su cólera y su pena al no conseguir ni una veintena de firmas, qué suerte sentir que se alejaba cada vez más el recuerdo de aquellos hombres clavados en la vía pública como estacas, sentirme ajeno a la memoria de mi padre y a la tramoya gélida y sepulcral de su muerte y al aburrido callista casado con mi madre y también al destino previsiblemente marginal y delictivo que aguardaba a los hermanos Chacón. Qué chamba la mía, pensaba…
Pero fue inútil, no podía creerme ni una palabra de aquella cháchara porque no lograba sentir nada, porque eran precisamente esos sentimientos que pretendía enterrar los que me empujaban hacia un pequeño cine de barriada, porque entonces yo aún no sabía que a pesar de crecer y por mucho que uno mire hacia el futuro, uno crece siempre hacia el pasado, en busca tal vez del primer deslumbramiento. Y cierta curiosidad morbosa al pensar en Susana, al imaginarla esforzándose por borrar de su mente y de su sangre el oficio y los resabios de puta que aprendió en brazos de su chulo, preguntándome si después de un año recluida con las monjas se habría curado de eso totalmente lo mismo que se había curado de la tuberculosis o si le quedaría ya para siempre algún estigma en la mirada o en el trato con los hombres -y sobre todo, ¿sería capaz de preguntarle si de verdad llegó a empuñar aquel revólver y fue ella la que disparó primero…?-, y una tristeza indefinible que empezaba a no controlar, creciente según me iba acercando al Mundial, borraron en menos de un soplo aquellos anhelos selectivos de la memoria, tan infundados como arbitrarios.
Y al entrar en el vestíbulo del cine y verla haciendo ganchillo en aquel oscuro agujero que también había cobijado a su madre, un ventanuco en medio de la pared estucada llena de raspaduras y jirones de carteles, justo unos segundos antes de tener que esforzarme en reconocerla y de empezar a desear no estar allí, volví a verla casi a pesar mío sentada en la cama y abrazada a sus rodillas alzadas y a su querido gato de felpa, escuchando con los ojos devotamente cerrados el rumor de la ciudad prometida, una niña ovillada en su costumbre de lejanías y de mentiras, soñadora y confiada en su cálido refugio de cristal, en su pequeña burbuja afortunada. La imagen se esfumó enseguida; lo que ahora tenía enfrente era una joven algo mofletuda y colorada, con gafas y de aspecto sano, el pelo recogido en una cola de caballo y los labios sin pintar. Con poco más de veintitrés años, su frente seguía siendo hermosa y su piel muy tersa, pero no quedaba ni rastro de la efusión rosada y sensual de la boca, aquella enfurruñada plenitud del labio superior y su turbadora ansiedad. Aplicada a su paciente labor de ganchillo con los ojos bajos, ni ella ni el agujero que habitaba en el desierto vestíbulo parecían tener relación alguna con el entorno, con el tráfico en la calle ni con los apresurados viandantes, y ni siquiera parecía consciente de estar allí metida, tan abstraída de todo y acaso todavía ensimismada en la difícil renuncia de lo que debía haber sucedido hace tiempo y no sucedió nunca. Cuántas veces no habré pensado en la naturaleza desvalida de sus recuerdos como si fuese un reflejo de la mía igualmente desvalida.
Lo mismo que el Kim aquella fatídica noche que se miró en las oscuras y fatigadas aguas del río Huang-p’u desde el embarcadero, sentí la ciudad a mi alrededor como un tumulto de basura y chatarra, no supe qué hacer y me puse a mirar las fotos expuestas en los paneles. Después de un rato simulando interés por unos rostros y unas figuras que parecían estar allí desde siempre y que en realidad no miraba, me encaminé hacia la taquilla. Algo que no llegaba a ser ni siquiera mi sombra, el apagado rumor de mis pasos tal vez, el aire que desplazó mi cuerpo o simplemente la costumbre de presentir una presencia delante de la taquilla, la alertó sin necesidad de verme y dejó a un lado la labor de ganchillo, cogió el taco de entradas y preguntó: «¿Cuántas?», sin alzar los ojos, y yo dije: «Una», pagué y acto seguido me sorprendí ya casi dentro del cine y prometiéndome saludarla al salir, manoteando atolondradamente la inacabable y mohosa cortina de un extremo a otro hasta conseguir abrirme paso y refugiarme en la oscuridad de la platea, encogido en una butaca de la última fila y sintiendo más pena de mí mismo que de ella.
Durante un buen rato no me enteré de qué iba en la pantalla. Lo que veía desfilar ante mis ojos una y otra vez era una sola imagen que parpadeaba congelada y silente como si se hubiese atascado en el proyector, una reflexión de la luz más ilusoria que la de una película pero grabada en el corazón con más fuerza que en la retina del ojo, y que ha de acompañarme ya para siempre: un paquebote blanco como la nieve navegando engalanado por los mares de China bajo la noche estrellada y una muchacha paseando por cubierta a la luz de la luna con un chipao de seda abierto en los costados, la brisa en los cabellos y toda ella trémula de lejanías, fascinada por el vasto mar fosforescente, por la plata reiterada en la cresta de las olas hasta el horizonte, Susana dejándose llevar en su sueño y en mi recuerdo a pesar del desencanto, las perversiones del ideal y el tiempo transcurrido, hoy como ayer, rumbo a Shanghai.