CAPÍTULO SÉPTIMO

1

Me reconcomía el recuerdo de las luciérnagas restregadas en su piel y la mancha de carmín en sus dientes, la flor venenosa de su boca abriéndose aquel día que se hizo la muerta, y sentía crecer dentro de mí un sentimiento de vergüenza y de tristeza. Dos semanas después se presentó la ocasión de hacerme perdonar.

No serían más de cinco o seis los domingos que Forcat salió de la torre aquel verano, siempre en compañía de la señora Anita y siempre, salvo la primera vez, por la mañana; en las otras salidas iba solo y traía cosas de comer. Si era domingo solían ir juntos a la sesión matinal del cine Roxy y en varias ocasiones, entre semana, a los Baños Orientales en la playa de la Barceloneta. Volvían con una sandía y un kilo o dos de mejillones o tellerines y Forcat hacía mahonesa y luego entraba muy solemne y ceremonioso en la galería presentando a Susana una gran fuente de mejillones al vapor, y entonces Susana llamaba a los Chacón a través del jardín y comíamos todos alrededor de la cama.

Ya nunca más su madre volvió a dejarla sola en casa, Forcat no lo consentía. Me avisaban de sus salidas la víspera y me quedaba haciéndole compañía, no sin antes decírselo al capitán Blay.

Un domingo que estábamos solos, después de romper una vez más mi dibujo porque no le gustaba, Susana se arrodilló en la cama y propuso una visita de inspección al dormitorio del huésped.

– No deberías ir descalza -le dije mientras subíamos al primer piso por la escalera de caracol.

El cuarto de Forcat era estrecho y oscuro, y mostraba una limpieza y un orden escrupuloso. Él mismo se hacía la cama y fregaba el pequeño cuarto de baño, cuya puerta estaba abierta. En la mesilla de noche había un vaso de agua cubierto con un platillo de café, aspirinas, un cenicero limpio y una cajetilla de Ideales. Nunca habíamos visto a Forcat fumando en la torre, ni siquiera en el jardín, y mucho menos en la galería y delante de Susana. La vieja maleta de cartón estaba debajo de la cama.

– ¿La abrimos, a ver qué hay dentro? -dijo Susana.

Tiré del asa de la maleta y Susana, arrodillada a mi lado, la abrió liberando un aroma festivo y silvestre, el olor inconfundible de las manos de Forcat. Dentro había una mezcla de recortes de diarios franceses, mapas y folletos de agencias de viajes, cancioneros de cinco céntimos, un manoseado libro sin cubiertas titulado La conquista del pan, fundas de discos extranjeros con canciones en inglés y francés y, en un rincón de la maleta, envuelto en un viejo jersey negro que a su vez envolvía una limpísima gamuza amarilla, apareció un revólver pequeño de cañón corto, sin brillo y tan nuevo que no parecía de verdad.

– Es de juguete -dijo Susana.

– Qué va -lo sopesé en mi mano-. ¿Estará cargado?

Susana me lo quitó, lo envolvió apresuradamente en la gamuza y en el jersey y lo depositó nuevamente en la maleta, pasando a examinar los recortes de periódicos. La mayoría eran noticias fechadas en París y en Shanghai, todas en francés, y había una foto de un ciclista narigudo, Fausto Coppi, coronando un puerto de montaña emborronado por la ventisca con dos tubolares cruzados sobre el pecho y la cara enfangada, como un fantasma en medio de la niebla. Debajo de una bufanda apolillada encontramos un pasaporte con la foto de Forcat, pero expedido a nombre de José Carbó Balaguer, y dentro del pasaporte, un papel doblado con una anotación del Kim y con su firma, y que decía: «Debo a mi amigo F. Forcat la asombrosa cantidad de ciento cincuenta francos (150 F), una copa de coñac y una patada en el culo por prestar dinero a un sinvergüenza como yo: Joaquim Franch. Toulouse, mayo 1941». Había también un viejo plumier manchado de tinta conteniendo algunas monedas extranjeras y un billete del Metro de París. Ninguna carta, ninguna foto, salvo la del esforzado ciclista… Nos quedamos decepcionados y algo confusos. ¿No había dicho Forcat que jamás empuñó un revólver? ¿Ése era el equipaje de un hombre que había viajado por medio mundo, un hombre culto y estudioso? ¡Forcat el aventurero transatlántico!, según lo calificó el capitán Blay. Pues sólo llevaba un libro y además parecía del año de la nana.

Lo que más nos llamó la atención fueron tres botellines de vermut arrinconados en la maleta, con tapones de corcho y llenos de un líquido turbio, ligeramente verdoso. Susana destapó un botellín y olimos su contenido juntando las mejillas, y entonces el cálido aroma de sus cabellos y su aliento febril se mezcló con el olor singular de las manos de Forcat.

– ¿Qué será eso? -dijo Susana con un mohín de repugnancia, y rápidamente volvió a tapar el botellín. Dejándome llevar por un repentino impulso, yo había rodeado su cintura con mi brazo, y cuando ella giró la cara para mirarme, reparó en algo detrás de mí que antes no había visto y le cambió la expresión: la puerta abierta del cuarto de baño dejaba ver, colgada en la pared, la bata malva con ribetes de marabú junto al quimono negro y el pijama de Forcat.

Permaneció unos segundos inmóvil mirando la bata de su madre.

– Deja eso y vámonos -le dije por los botellines, uno de los cuales seguía en su mano-. No tardarán en volver y nos van a pillar…

– Y qué -dijo-. Me da igual.

Entonces, cuando ya había reaccionado y removía el fondo de la maleta para dejar el botellín junto a los otros dos, lanzó un gemido y retiró bruscamente la mano como si se la hubiera picado un bicho escondido allí dentro. La sangre brotaba roja y espesa de la yema del dedo meñique.

– Chúpate la herida -le dije mientras examinaba el fondo de la maleta. Encontré una cuchilla de afeitar que se había salido de su funda-. Mira, ha sido eso. Te pondré alcohol.

– Para qué. Ojalá me muera desangrada de una vez -dijo Susana apretándose el dedo como si quisiera exprimirlo-. Ojalá.

– No digas eso. -Envolví el dedo provisionalmente con el borde de su camisón, seguíamos los dos arrodillados en el suelo junto a la cama y sus ojos buscaron de nuevo la bata malva de su madre en el cuarto de baño. La sangre traspasaba la tela del camisón y cogí su mano, destapé el dedo, lo llevé a mi boca sin darle tiempo a reaccionar y chupé. Fue sólo un momento: me miró sorprendida y, mientras yo chupaba, los otros cuatro dedos de su mano temblorosa y ardiente rozaban levemente mi mejilla de arriba abajo en un gesto que yo quise interpretar como una caricia. El miedo al contagio y la misma emoción me hizo cerrar los ojos, pero la sangre pegajosa empezó a apoderarse cálidamente de mi paladar y de mi cerebro: no me importaba morir tuberculoso mientras ella me mirara de aquel modo y sus dedos quemantes se deslizaran por mi piel. Pero enseguida apartó la mano y dijo:

– ¿Qué haces, niño? ¿Quieres contagiarte?

– No me importa.

– Embustero.

– Te lo juro.

– Pues a mí sí que me importa… -Se levantó y salió precipitadamente del dormitorio. Yo cerré la maleta, la empujé debajo de la cama y seguí a Susana escaleras abajo mientras sentía diluirse en mi boca su sangre caliente y dulce, la fiebre benigna del deseo, su necesidad de ternura y mis propios terrores y aprensiones.

2

Tumbada boca arriba en la cama, el brazo izquierdo doblado bajo la nuca, la cara muy pálida vuelta hacia mí y mirándome con indiferencia, ojerosa y distante, un clavel amarillo en el pelo y el gato negro de felpa sentado muy tieso y vigilante detrás de su cabeza, la colcha celeste colgando con una estudiada y romántica negligencia desde el borde de la cama hasta rozar los pies de la estufa de hierro que sostiene la olla con vapores de eucalipto, y detrás de todo eso la gran vidriera y más allá el sauce llorón del jardín, y aún más al fondo y arriba, dominando una escenografía atropellada y chata, la chimenea asesina vomitando su pestilencia negra y opresiva sobre la casa de cristal donde reposa la niña enferma…

Así de ingenuo y truculento era el dibujo que por fin terminé de colorear y que Forcat aprobó después de aconsejarme algunos retoques; el clavel pasó del amarillo al rojo, y la frente mortecina, las apagadas mejillas y los pies desnudos de Susana adquirieron un delicado fulgor marfileño. No había conseguido meter el pavor en aquellos bonitos ojos, a veces tan alegres, y me felicitaba por ello. Susana le dedicó apenas una desdeñosa mirada.

El capitán, en cambio, se mostró satisfecho y se apresuró a guardarlo en su carpeta junto con la carta de denuncia y las firmas. Catorce firmas era todo lo que habíamos conseguido hasta el momento, pero él confiaba en que el dibujo que representaba a la pobre tísica en su sufrimiento llegara al corazón de los ciudadanos apelando a su solidaridad.

Me puse a trabajar enseguida en el otro dibujo y pensaba hacerlo muy parecido al primero en todo salvo en la figura de Susana recostada en la cama; ella quería verse en actitud soñadora y vestida con el chipao verde muy ceñido. Pero ni la postura soñolienta ni el exótico atuendo terminaban de salirme bien; empezaba el dibujo y lo rompía una y otra vez, un día porque no le gustaba a ella y al otro porque no me gustaba a mí. Sin embargo, luciendo ese vestido de seda todavía mal esbozado y apenas coloreado, cerrado hasta el cuello y como desaliñado, como descosido y con cortes laterales en la falda, Susana empezaba a parecerse a una china de verdad y había en el dibujo algo indefinible que sí me complacía, y que por supuesto se debía más a una combinación casual de los colores que a mis dotes de observador y a la destreza de mi mano: ahora el tumulto baboso expandiéndose desde la boca de la chimenea, el humo verdinegro suspendido sobre la cabeza yacente de Susana parecía ciertamente amenazar los sueños de lejanías y de sedas orientales que sugerían la postura de la muchacha tísica y su vestido. Precisamente por aquellos días ella me dijo que Forcat sabía de un paquebote inglés, el Munchkin Star, que dos veces al año zarpaba de Liverpool rumbo a Shanghai con escalas en Barcelona en octubre y en abril.

– Los cortes de la falda no son así -protestó una vez más cuando le enseñé el dibujo-. Te estás inventando el vestido, niño. Esos cortes han de ser un poco redondeados en las puntas…

– De eso nada -dije-. Lo he visto en las películas y son así. Pregunta a Forcat.

Me tiró la lámina a la cabeza, empapó su pañuelo en agua de colonia y se frotó el pecho y la cara, luego cogió las cartas y empezó un solitario sobre el tablero del parchís en su regazo.

– Cuánto tarda -dijo al cabo de un rato-. Cuanto más calor hace, más alarga la siesta. ¿No crees que habría que despertarle? ¿Por qué no subes a ver?

– Un día se va a enfadar.

– Deja ya esos lápices y sube a buscarle, anda -insistió Susana-. Es tardísimo, seguro que se ha quedado frito… Por favor, Dani.

Nunca encontré cerrada la puerta de su cuarto, pero yo llamaba con los nudillos y esperaba en el umbral. A veces dormía en calzoncillos y estirado boca arriba, las manos misteriosas apaciblemente cruzadas sobre el vientre, otras veces lo encontraba ya en pie y recién duchado, enfundado en su fantástico quimono negro y calzado con las sandalias de suela de madera, deslizando lentamente un cepillo por sus cabellos planchados y mirándose complacido en la luna del armario.

– Pensábamos que se había quedado dormido…

– ¿Quién lo pensaba? -dijo-. ¿Susana o tú?

– Pues… Los dos.

– Eso está bien.

Tiró el cepillo sobre la cama, se volvió sonriendo y puso la mano grande y caliente sobre mi hombro guiándome hacia la escalera de caracol para bajarla juntos, yo por delante, y luego enfilamos el sombrío corredor en dirección a la soleada galería. Cuando entramos, Susana estaba recostada y se arreglaba las cejas con unas pinzas y el espejo de mano. En este momento el reloj del comedor dio una primera campanada y ella se incorporó en la cama como impulsada por un resorte, tiró las pinzas y el espejo y miró a su padre en la foto de la mesilla de noche. Y antes de que Forcat nos devolviera al flamígero amanecer que teñía de sangre el río Huang-p’u y el cristal de las ventanas del Bund, y encendía una pequeña rosa amarilla en el salón de Chen Jing Fang, Susana cerró los ojos y se quedó completamente inmóvil durante unos segundos frente al retrato del Kim. Mientras acababan de sonar las seis campanadas, el narrador estrábico, ya sentado en el borde del lecho, carraspeaba aclarándose la voz y meditaba sombríamente, él también, ante la rosa.

3

De pie junto al piano, el Kim coge la rosa y la mira obsesivamente, como si descifrara en sus pétalos reblandecidos por el calor y en su amarillo fuego apagado la clave del enigma. Anoche esta rosa había estado adornando una de las mesas del Yellow Sky Club, y cuando fue dejada aquí, en esta copa, seguramente él ya dormía.

Interroga a la Ayi y no saca nada en claro. Por su parte, Deng pretende igualmente no saber nada, pero no sostiene la mirada del Kim y dice tímidamente y sin convicción que tal vez fue la doncella siamesa… Bruscamente el Kim agarra al criado por las solapas.

– Deng, escúchame bien. Soy responsable de la seguridad personal de madame Chen y haré mi trabajo a pesar tuyo y de quien sea, incluso a pesar de ella. Por el bien de tu señora dime lo que sepas o te echo a los cocodrilos, chino maldito… No bromeo. Anoche madame se acostó con jaqueca y dijo que no saldría. Pero salió, ¿verdad? ¡Contesta!

Deng asiente, asustado:

– Sí. Casi una hora después que usted… Hizo una llamada telefónica, se vistió y se fue. Me hizo prometer que no se lo diría a monsieur…

– ¿A qué hora volvió?

– Muy tarde. Pasadas las cinco…

Que pudo verla llegar, dice, porque no consiguió conciliar el sueño, y que a esa hora, el temor de que pudiera ocurrirle algo malo a la señora lo sacó de la cama; que él había comprendido desde el primer día que monsieur Franch venía de Francia enviado por monsieur Lévy para proteger a madame Chen de algún peligro, y no deseaba otra cosa que ayudar, pero que anoche madame le ordenó guardar silencio sobre su salida y él tuvo que obedecer, aunque luego se arrepintió. Y que al ver lo tarde que era se alarmó y ya estaba a punto de despertar a monsieur y contarle lo ocurrido cuando, al cruzar el salón, llegó madame con una rosa en la mano y le pidió una copa con agua, puso en ella la rosa y la colocó sobre el piano; que respiró aliviado al ver a madame, y que nunca se habría perdonado a sí mismo si esta noche le hubiese ocurrido algo malo.

El Kim le hace ver a Deng la necesidad absoluta, anteponiéndola a cualquier otra consideración, de velar por la seguridad de madame Chen: todos sus movimientos, en especial aquellos que ella quiera ocultar, deben serle comunicados inmediatamente.

– No volverá a ocurrir, se lo prometo -dice el criado-. Pero por favor no le diga a madame que se lo he dicho…

– De acuerdo, Deng. Puedes retirarte.

La rosa se marchita sobre el piano y el Kim se la queda mirando unos instantes. No le gusta nada lo ocurrido y decide pasar a la acción. Pero durante tres noches seguidas, Chen Jing no sale de casa. Recibe la visita de alguna amiga y por la noche, encerrada en su habitación, sostiene largas conversaciones por teléfono con París. Durante la mañana se ocupa muy diligentemente de cuestiones domésticas con el servicio y por la tarde pasa muchas horas leyendo en la terraza.

Sabiendo que el Kim desea adquirir un par de quimonos de seda, Charlie Wong se presenta una tarde dispuesto a llevarle a la tienda de su mujer en el viejo Shanghai, cerca del teatro Great World. Chen Jing le dice que hoy tampoco piensa salir, pero aun así el Kim da instrucciones precisas a Deng: «Si la señora sale, me llamas a la tienda de madame Wong».

Soo Lin, la mujer de Wong, lo ayuda a escoger los quimonos y se los cobra feliz y sonriente y sin hacerle el menor descuento, pero le regala otro -que después el Kim me regalará a mí, es este que llevo puesto-. Al salir de la tienda Wong le sugiere al Kim, de forma discreta e indirecta, que si alguna vez se siente solo en Shanghai y desea relajarse con una pipa de opio y disfrutar de compañía femenina en un ambiente agradable, que no dude en decírselo… El Kim agradece el ofrecimiento y lo rehúsa, pero en este mismo instante, estando los dos parados en un cruce de intenso tráfico, ve a Kruger salir de un automóvil blanco descapotado y meterse en un portal sobre el que pende un gran farol de cristal y rojas guirnaldas de papel de seda. El Kim se lo hace ver a Wong:

– ¿Este caballero tan elegante no es el célebre Omar?

– Precisamente -dice Charlie Wong-acaba de entrar ahí buscando sin duda uno de esos agradables entretenimientos que acabo de sugerirle, querido amigo.

– ¿Uno de los burdeles que él regenta?

– No. Es un fumadero de opio, aunque también…

– Espere -lo interrumpe el Kim parándose otra vez en la acera-. ¿Usted y este hombre se tratan?

– Pues… ocasionalmente -sonríe Wong con picardía-. Es una excelente persona y útil en muchos sentidos.

– ¿El local es suyo?

– Creo que sí. ¿Quiere que entremos a echar un vistazo?

– Me gustaría conocer a Omar. ¿Puede usted presentarnos?

– Por supuesto -dice Wong.

El fumadero de opio es una especie de colmena alumbrada con velas de colores en la que todo, divanes y biombos laqueados, pipas y bandejas con servicios de té, sirvientes moviéndose con sigilo y fumadores recostados, parece flotar en medio de una atmósfera turbia y perfumada que acaricia las sienes y los párpados como los dedos cálidos y sabios de una mujer. Un chino viejo les recibe ofreciéndoles acomodo y una pipa, pero Wong le dice que antes desean hablar con el señor Omar y que luego tal vez les apetezca un té… Mientras, el Kim se adelanta. Algunos clientes, echados sobre arpilleras de costado o con las manos en la nuca, gozan de un sueño profundo, otros toman té o tazas de vino caliente.

Omar Meiningen se recuesta sobre un codo en su diván, la mano en la mejilla y observando aparentemente aburrido cómo una joven china arrodillada a sus pies le prepara una pipa y la calienta en la llama de la vela.

Wong alcanza al Kim y lo presenta a Omar, que le tiende la mano cortésmente, pero sin incorporarse.

– Si desean algún servicio especial -dice Omar mirando a Wong-, no tienen más que pedirlo…

– Es usted muy amable -dice el Kim-. Sólo quería saludarle. Me han dicho que nunca se llega a conocer Shanghai si no se conoce a herr Meiningen.

– También yo tenía ganas de conocerle, señor Franch -Omar sorprende al Kim hablando un español más que correcto-. Como ve, hablo su idioma.

– Sé que vivió usted en Sudamérica unos años.

– Cierto. ¿Y qué más sabe usted de mí, señor? -sonríe el alemán-. ¿Sabe usted, por ejemplo, que le envidio? Es usted el hombre del día, o mejor dicho, de la noche. Desde que llegó a Shanghai se le ve en todas partes acompañando a la señora Chen Jing Fang. No me dirá que esto no es un raro privilegio, un regalo de la diosa fortuna.

– La verdad es que no merezco tanta suerte -dice el Kim devolviéndole la sonrisa-. Simplemente hay una antigua amistad con su marido. Le supongo a usted enterado.

Omar le mira fijamente unos segundos y luego coge la pipa que le ofrece la joven china con ambas manos.

– En ese caso -dice sin mirarle-, nuestro amigo Lévy es un hombre doblemente afortunado. A propósito, Wong, ¿cuándo iremos a Hangzhou a cazar patos?

– Cuando usted quiera -dice Wong.

– ¿Le gusta la caza, señor Franch?

– El pato no es mi debilidad -dice el Kim, y observa el refinamiento y la parsimonia de las manos del alemán manejando la pipa de opio-. Aunque, a la hora de cazar, me da igual. Creo que hay un proverbio chino que dice: No importa que el gato sea negro o blanco, lo que importa es que cace al canario.

Omar se acomoda en el diván y sonríe levemente:

– No es un canario lo que caza ese gato del proverbio, señor Franch, sino un ratón. Un vulgar ratón. Y ahora, señores, me van a disculpar… Espero verle alguna noche en mi club, señor Franch, tendré sumo gusto en invitarle a unas copas.

– No faltaré.

Después de cinco días con sus noches sin moverse de casa, un viernes muy caluroso, al acabar de cenar, Chen Jing decide ir al cine Metropol y el Kim la acompaña. Ven una película china rodada en Shanghai con actores chinos y titulada Spring River flows East, algo así como el río de la primavera fluye hacia el este. El Kim no entendió nada de lo que pasaba en la pantalla, pero fue sensible a la armonía de las miradas y a cierto perfume de los sentimientos. Al salir del cine, ella sugiere tomar algo en el Silk Hat, el elegante club nocturno donde se puede bailar bajo las estrellas y donde espera encontrar a Soo Lin con su marido y otros amigos.

Media hora después, mientras Chen Jing se instala en una mesa del Silk Hat con la mujer de Wong y rodeada de admiradores incondicionales, un amigo del grupo conduce al Kim a la barra y le presenta a un ingeniero español que lleva doce años en China trabajando para una firma inglesa de tejidos de algodón con fábricas en Hong Kong y en Shanghai. Se llama Esteban Climent Comas, es un hombre simpático y robusto, tiene la misma edad que el Kim y la sorpresa que ambos se llevan al ser presentados es mayúscula: habían estudiado los dos en la Escuela de Ingenieros Textiles de Terrassa y pertenecían a la misma promoción. El Kim quiere celebrar este encuentro y lo invita a una copa, Climent bebe martinis y anda ya por el tercero, él pide un whisky con soda y evocan los tiempos de la Escuela, luego el Kim comenta su amistad con Michel Lévy y sus expectativas de trabajo en Shanghai.

Chen Jing, sentada con sus amigos en una mesa próxima a la barra, atrae las miradas de Climent.

– Qué mujer tan extraordinaria, y qué temperamento -dice admirado-. ¿Sabías que a los dieciséis años fue violada por los japoneses y recluida en un prostíbulo de Suzhou para disfrute exclusivo de la tropa? Cuando la conocí, hace dos años, estaba loca por un capitán mercante que ahora trabaja para su marido…

– El capitán Su Tzu -dice el Kim-. Su barco me trajo a Shanghai.

– Una extraña historia. Tu amigo Lévy la arrancó literalmente de los brazos de ese marino y se casó con ella. Siempre me he preguntado cómo diablos lo consiguió.

Media hora después, Chen Jing se acerca a la barra y sugiere al Kim que, puesto que ésta es una noche especial para él, ya que ha encontrado a un compatriota y lo está pasando tan bien, ¿por qué no se queda el tiempo que quiera y deja que ella se vaya con los Wong en su coche…?

Antes de que termine de hablar, el Kim ya ha detectado la chispa equívoca en sus ojos color miel y rápidamente toma una decisión:

– ¿Quiere irse ahora?

– Sí, estoy cansada -dice Chen Jing-. Charlie me deja en la puerta de casa.

– Prométame que se irá directamente a la cama.

– Se lo prometo -sonríe con un mohín de resignación mirando al amigo del Kim-. El señor Franch cree que la conducta de esta pobre china solitaria y aburrida no es propia de una mujer prudente… ¡Es peor que un marido celoso!

Se despide riendo y poco después abandona el cabaret en compañía de Charlie Wong y Soo Lin. El Kim pide al barman el segundo whisky y otro martini, enciende el cigarrillo de Climent y el suyo y consulta el reloj: necesita dejar pasar un par de horas antes de actuar.

Esteban Climent, que parece bastante enterado de la vida social de los extranjeros en Shanghai, le hace un resumen de su aventura personal: en 1933 dejó su puesto en la fábrica textil de su padre en Sabadell y se fue a Inglaterra contratado por una firma de Manchester interesada en un tipo de lanzadera que él había innovado, y los ingleses no tardaron en enviarlo a Extremo Oriente para renovar los telares de sus empresas; primero estuvo en Japón y luego en Hong Kong, y en agosto de 1937, cuando los japoneses bombardearon Shanghai, él iniciaba las gestiones para instalarse aquí. Estaba en el Peace Hotel y aún recuerda que la orquesta tocaba La cucaracha cuando cayeron las primeras bombas… Eran tiempos difíciles, pero amigo mío, dice, los que vienen ahora no son mejores: cuando las tropas comunistas del general Chen Yi tengan paso libre hasta el Yang-tsê y se desplieguen a lo largo del río, la China nacionalista habrá perdido la guerra en el norte, y aunque la batalla final tarde en llegar, se ve venir el fin de las concesiones. Los capitostes extranjeros de Shanghai han empezado a temblar…

– Mira a tu alrededor -prosigue Climent-, mira a toda esa gente que se divierte alocadamente hasta la madrugada, esos tipos que deambulan a la luz de la luna empapados en champán y en cócteles explosivos, mira esa pista de baile abarrotada de americanos y europeos que no paran de dar vueltas y más vueltas y de beber como esponjas para no pensar en todo lo que van a perder si Dios y Chang Kai-shek no lo remedian. Fíjate, hay aquí yanquis y franceses que han navegado en sus fabulosos yates por el río Yang-tsê llevando como invitado a T. V. Soong, el banquero más importante de Asia y hermano de madame Chang Kai-shek… De nada les servirá. Mírales bien, amigo Franch, contempla estas elegantes parejas que bailan embelesadas, cegatas y orgullosas en su nube de ensueño, es un espectáculo único y maravilloso que probablemente jamás volverá a verse en Shanghai.

– Un poco mareante -opina el Kim con una sonrisa.

Pero merece la pena verse. Bajo la cegadora luz de los focos, la pista de baile es una convulsa llamarada. Al frente de la orquesta, la hermosa y frágil vocalista china canta Goodbye Little Dream, Goodbye con lánguida voz de niña constipada. Indiferente al principio, luego cada vez más fascinado, los ojos escudados tras el humo del cigarrillo, el Kim deja vagar la mirada por esa irreal y radiante escenografía, el jardín iluminado bajo la noche estrellada y sofocante, la áspera fragancia de los setos ardiendo, lanzando dardos de plata al cielo, las parejas enlazadas por el talle que se besan caminando lentamente a contraluz y los solitarios y elegantes caballeros varados en el césped con su esmoquin blanco y el vaso en la mano, aturdidos un instante en medio de la rasante luz de plomo, quietos como estatuas de yeso meditando su abandono en un paraje olvidado. Pero la mirada del Kim no es indulgente, su retina apenas se deja impresionar: ese enmarañado esplendor, esa luz y esa música enmascaran la consabida historia de siempre, la reiterada crónica de dejaciones, renuncias y adioses. Nada había en todo eso que él no hubiese ya visto aquí con nosotros antes de la guerra, nada absolutamente que mereciera ser preservado del vendaval revolucionario que se avecinaba, salvo el amor y la amistad y las eternas verdades del corazón. Y por un breve instante, también ahora le fue dado vislumbrar al Kim un futuro arrasado, un mundo póstumo. Trozos de cristal de un vaso roto, o tal vez cubitos de hielo fundiéndose, brillan entre la hierba como pequeñas estrellas abatidas.

– Pero tú -añade el sabadellense interrumpiendo las reflexiones del Kim-no tienes nada que temer ni que perder.

– ¿Ah no? ¿Por qué?

– Porque la mujer de Lévy está emparentada con el general rojo Chen Yi, y cuando éste se apodere de Shanghai, lo más seguro es que tu amigo haga valer su influencia para obtener ciertos privilegios. Franch, juraría que tienes el jornal asegurado, por lo menos durante algunos años.

El Kim bebe un sorbo de whisky y reflexiona. Luego dice:

– ¿Conoces a Omar Meiningen, el dueño del Yellow Sky?

– No mucho.

– ¿Qué sabes de él?

– Es un hombre de reputación dudosa. Pero eso en Shanghai no significa nada. Alguien me aseguró que fue un brillante oficial de la Wehrmacht que supo retirarse a tiempo.

El Kim le pregunta si cree que Michel Lévy trafica con armas al servicio de los comunistas. Climent admite la posibilidad:

– Ya te he hablado de su relación con el general Chen Yi.

– ¿Y qué me dices de ese fantoche al que llaman Du Grandes-Oreilles?

– Cuidado con ese fantoche. Es uno de los cabecillas de las Tríadas. ¿Sabes qué es eso?

– Me lo imagino. Una especie de mafia.

– Es el jefe de la Quing Bang, una de las sociedades secretas más poderosas e influyentes. Aunque supongo que también a él se le está acabando el momio… Los comunistas barrerán toda esa mierda, espero.

– ¿Crees que trabaja para Omar?

– No lo creo. Du Yuesheng ha manejado su secta al servicio de industriales y financieros bien conocidos, la crema de las concesiones extranjeras, a cambio de cierta tolerancia. Controla el tráfico de drogas con el beneplácito de la policía y seguramente con los dólares de tu amigo Lévy… Mira, no te metas en este berenjenal, es un consejo que te doy. En cuanto a Omar Meiningen, es un francotirador, un outsider que va a lo suyo. He oído que piensa liquidar sus negocios aquí y trasladarse a Malasia para traficar con el caucho.

Climent bebe sus martinis uno tras otro con una calculada premura, obedeciendo a un reflejo nervioso que a ratos le hace consultar su reloj. A las dos y media, de forma inesperada y después de ofrecerse al Kim para todo lo que necesite, se despide efusivamente deseándole suerte.

El Kim apura su whisky tranquilamente y poco después camina solo por Peking Road y luego por Kokien Road. La conversación con Esteban Climent lo ha deprimido; siente a su alrededor la incógnita de la ciudad y del mañana, pero esta noche, cuando menos, sabe adonde va y lo que le espera. Camina deprisa y al poco rato recobra la confianza en sí mismo, no porque haya bebido un poco más de la cuenta ni porque haya decidido pasar a la acción, sino por un deseo íntimo de sobreponerse al desencanto expresado por Climent: no podía, no quería creer en sus funestas predicciones. Aquellos sueños hundiéndose no le arrastrarían a él en su caída.

En Cantón Road, a la luz de un farol, comprueba el cargador de la Browning -nota la culata más fría de lo habitual-y enciende un cigarrillo. Tuerce en Shantung Road. Los anuncios de neón se alzan fantasmales en medio de la noche. El Kim entra en el Yellow Sky Club.

4

Solamente en una ocasión pude traspasar la engañifa del negro armario ropero y llegar al escondrijo donde a ratos, ya muy de vez en cuando, se recluía el capitán, juraría que más para librarse de su mujer que para alimentar sus propios demonios. Era un cuchitril que había sido cuarto de baño y ahora estaba atiborrado de macetas y cajones de madera con geranios y claveles, había un catre, una silla, una mesilla de noche y encima un artefacto de madera con cables y filamentos y pilas oxidadas, parecía una alimaña peligrosa, pero no eran más que los muy torturados restos de una radio de galena. En el retrete y en el bidet, inutilizados ambos, cegados con tierra, crecían frondosas enredaderas de un verde esplendoroso, y del lavabo resquebrajado colgaban hasta el suelo brocados de madreselva en flor. Se adivinaba en todo ese furtivo ornamento floral la mano gorda y delicada de la Betibú. Un sol rabioso pero intermitente, cuando las nubes le dejaban paso, entraba por un ventanuco que daba sobre los descampados de la calle Cerdeña, y desde él podían verse las azoteas del barrio, las torres de la Sagrada Familia a lo lejos y, más lejos aún, el mar.

Me colé ese día en el reducto del capitán porque su mujer me lo pidió, para que ayudara al viejo a sacar el catre ya en desuso con sus tablas plagadas de chinches, que había que desinfectar. Encontré al capitán sentado en la silla y hablándole a un viejo micrófono grande como una palangana que sostenía en su mano y conectado a nada, sin cable. No se sorprendió al verme, pero se calló y guardó aquella reliquia en la mesilla. Siguiendo las instrucciones que doña Conxa nos daba desde el comedor, al otro lado del armario que ella ya había vaciado de ropa, el capitán y yo sacamos el catre y luego en la terraza sacudimos las tablas hasta hacer saltar todas las chinches, que la Betibú quemó cuidadosamente con papeles de diario. El esfuerzo dejó agotado al capitán y yo tenía la esperanza de que esta mañana renunciara a sus correrías en pos de firmas, pero no.

Cuando salimos a la calle, más tarde que otros días, el cielo se había encapotado y lloviznaba en medio de un calor bochornoso. No pude convencer al viejo de volver a casa. Después de un par de intentos fallidos solicitando firmas entre el vecindario de la calle Congost, el capitán se apiadó de mí y me invitó a una gaseosa en una taberna que tenía la radio encendida sobre el mostrador.

– Buenos días, señores -dijo al entrar-. ¿Han escuchado ustedes por casualidad el interesante, oportuno y bien documentado comentario político que se acaba de emitir en EAJ 15 Radio La Salud Independiente?

Había cuatro parroquianos, tres en el mostrador y uno sentado junto a las barricas de vino, y respondieron a los buenos días, pero no a la pregunta. El capitán repitió la pregunta, elogiando al comentarista radiofónico.

– Que sí, hombre, Blay -dijo uno de los parroquianos-. Todos lo hemos escuchado.

– ¿Y qué opinan, señores? Magistral oratoria, según mi leal saber.

– Un coñazo.

– Oye, tú, pues a mí me ha gustado -dijo un chistoso-. Tiene labia el tío.

– No le deis cuerda, va -aconsejó el tabernero bajando la voz.

– Menudo rojazo ese locutor, capitán, pero qué bien habla.

– Celebro que les gustara -dijo el capitán.

– Lo dicho, Blay, un coñazo de no te menees -insistió el primero.

– Le sugiero a usted que reconsidere su opinión -entonó el capitán-, porque se trata de un lúcido y valiente análisis de la situación nacional e internacional. En ninguna, otra emisora, y mucho menos en ningún órgano de nuestra prensa amordazada, encontrará usted un comentario más cabal, exacto y atrevido sobre la actual situación política y militar de la Europa en ruinas…

– Di que sí, Blay -atizaba el pitorreo con aire aburrido el otro

contertulio-. Qué saben ésos.

El tabernero sugirió cambiar de tema, la manía radiofónica del capitán le ponía nervioso. Yo seguía bebiendo mi gaseosa. La taberna era un nido de sombras y, cerca de los toneles, olía suavemente a azufre. Un hombrecillo que se mantenía precariamente erguido frente a su vaso de tinto, mirándolo fijamente, se agarró al borde del mostrador con sus manitas de nudillos enrojecidos y dijo:

– A mí lo que me gusta es el programa de Taxi Key.

– Yo es que no sé de qué coño se queja, Blay -intervino con su aire cachazudo el que estaba sentado, guiñándole el ojo al tabernero-. La verdad es que nunca hubo tanta paz y tanta prosperidad en este país.

El hombrecillo cabeceó pensativo y murmuró:

– Prosperidad. Ah, sí, prosperidad. -Lo decía como si se tratara de un vino añejo muy apreciado, cuyo sabor y aroma acabara de recordar con los ojos cerrados-. Vaya que sí. Aquí este señor, el de la cabeza vendada, tiene razón.

– Usted qué sabe, con el morapio que lleva dentro -dijo el gordo.

– Pues anda que usted… Yo bebo vino con sifón, señor mío.

– Usted me la bufa.

– Señores, calma, así es la vida -entonó el capitán, y añadió: -Yo me emborracho de ella, ella quién sabe qué hará.

– No me venga con boleros, oiga -farfulló el gordo.

– No es ningún bolero -refutó el hombrecillo agarrado al mostrador-. Es una poesía muy bonita y muy triste.

– Sí, y usted un merluzo.

– Señores, hagan el favor -el capitán me quitó la carpeta y se dirigió al hombrecillo, que acababa de vaciar su vaso de un solo trago-. Usted es nuevo por aquí. ¿Puedo pedirle una firmita en este importante documento destinado a reparar una injusticia?

Por alguna razón aquel hombre se sintió halagado y distinguido y firmó, estirando el cuello y mirando al gordo por encima del hombro. «Vámonos», dijo el capitán dándome con el codo, y añadió en voz baja: «Tienen las tripas llenas de gas y van a estallar de un momento a otro». Pagó mi gaseosa y su vasito de blanco y volvimos a la calle dejando allí dentro a la parroquia otra vez amuermada, o quizá discutiendo lo de siempre con las gastadas palabras de siempre.

Algo indefinible, una obcecada premura empujaba al capitán ese día, y nos alejamos bastante de casa cruzando descampados de tierra gris y calcinada, humeantes terraplenes de basuras. Dejamos atrás la plaza de toros y de pronto, en medio de un páramo, inclinado levemente sobre una charca negra, vimos un vagón de ferrocarril herrumbroso con los flancos ametrallados y astillados. Los dos trozos de raíl que aún lo sostenían, y que ya no podían llevarle a ninguna parte, surgían de la tierra como negras serpientes retorcidas: lo que quedaba de una antigua vía que en tiempos cruzó este llano polvoriento erizado de matorrales y de ginesta seca. Era un viejo vagón de tercera con asientos de tablillas de madera y algún cristal entero en las ventanillas. Empezó a llover con fuerza y el capitán propuso refugiarnos en el vagón. En la plataforma desventrada crecían ortigas y cardos, y, dentro, sentado junto a una ventanilla, un vagabundo de ojos claros y piel renegrida apoyaba la frente en el cristal y el mentón en el puño. Podía estar dormido o muerto, y parecía encontrarse allí desde siempre, viendo girar a su alrededor una tierra masacrada y yerma.

– ¿Adonde se dirige este tren, buen hombre? -preguntó el capitán Blay sentándose frente al vagabundo, que ni siquiera nos miró. Me fijé en sus labios jóvenes y bien dibujados, tersos en medio de la mugre del rostro. Como de costumbre, el capitán no iba a renunciar fácilmente a la conversación; palmeó amigablemente su rodilla y añadió -: Juraría que es el mismo tren que antes iba a Toulouse vía Port-Bou. Si lo es, vamos por buen camino, puede usted dormir tranquilo…

Pasó el chaparrón y de nuevo lucía el sol, yo urgía al capitán a irnos de allí cuando el vagón se ensombreció súbitamente, parecía que hubiese entrado en un túnel, y cabeceó un poco sobre la charca, con las maderas crujiendo y un hondo rechinar metálico. Le dije al capitán que habíamos llegado, y se levantó y me siguió sin rechistar, ensimismado y con gran fatiga. Me asusté.

– Este hombre parece muerto -dije cuando nos alejamos de allí.

– Y eso qué importa -dijo el capitán-. Los muertos aprenden a vivir enseguida, y mejor que nosotros.

– Volvamos, capitán. Hemos ido muy lejos.

Estuvo un rato callado, pensativo, y luego dijo:

– Lo que pasa es que este desgraciado tiene hambre. A ver si te fijas mejor en las cosas.

En la calle Argentona se paró, me pidió la carpeta y examinó la lista de posibles firmantes. Seguimos camino, pero el capitán no me devolvió la carpeta, la llevó bajo el brazo. En la esquina de la calle Sors con Laurel empezó a quejarse de flojera y dolor en las corvas.

– Hoy no sé qué me pasa -gruñó apoyándose en mi hombro-. No estoy muy fino. Siento las articulaciones como alambres de púas y la cabeza me da vueltas. Cómo pesaba el maldito catre, me ha deslomado… Será mejor que entremos en esta bodeguita.

Yo iba pensando en mis cosas y el calor me tenía atontado.

– Y además -añadió el capitán-, tengo otra vez la sensación de que esta ciudad está construida sobre terrenos perforados y minados, y que todos saltaremos por los aires de un momento a otro… De modo que estoy yo bien, esta mañana, coño.

– Creo que deberíamos volver a casa, capitán -le dije cuando entrábamos en la taberna-. No tiene usted buena cara.

– Será la vejez prematura. -Se quedó parado frente a un bebedor solitario sentado en una mesa y prosiguió-: Verá usted, mucha gente cree que soy un viejo prematuro. Y sí, estoy cascado, pero no es eso. Yo siempre he sido un prematuro. Lo que pasa es que últimamente la vejez prematura se me ha juntado con la juventud retardada, y oiga, hay días que no estoy para nada. Además, ya no tengo a nadie que me rasque la espalda.

Descansamos un rato en la taberna, el capitán encendió medio caliqueño y se bebió un vasito de tinto. Yo no quise nada. Al salir cruzamos la calle buscando en la acera de enfrente la sombra de las acacias y el capitán se sentó en el bordillo, junto a una cloaca, para atarse el cordel que sujetaba su maltrecha zapatilla. Entonces advirtió que había olvidado en la bodega la carpeta con las firmas y el dibujo, y me ordenó que fuera a buscarla. Le dejé allí sentado y fui por la carpeta, pero no estaba en el mostrador, y ni el tabernero ni el único cliente que había a esa hora la habían visto. El tabernero afirmó que el viejo lunático no llevaba ninguna carpeta cuando entró. Me quedé pensando, pedí un vaso de agua por favor y me demoré un rato, felicitándome íntimamente por la pérdida de la dichosa carpeta: ya no habría que llamar a más puertas, ya no tendría que andar subiendo y bajando escaleras y haciendo el ridículo ante desconocidos leyendo en voz alta la tremenda carta de protesta…

Salí nuevamente a la calle y lo vi sentado en el mismo sitio, la cabeza ladeada, rendida entre las rodillas, y los dedos de su mano derecha enredados en el cordel que se había soltado de la zapatilla. Un reguero de agua sucia y espumosa de jabón corría junto a sus pies hasta la boca de la cloaca, en la que asomaba un mustio y desbaratado ramillete de rosas blancas. Antes de llegar a su lado ya sabía que el capitán estaba muerto; lo intuí súbitamente al observar, conforme me acercaba, su mano yerta enredada en el cordel y la cresta rebelde de su pelo canoso agitada por una ligera brisa, un repentino alivio o una quimera del aire que ni su piel ni su corazón podían ya sentir.

Corrí a avisar al tabernero, que salió y volvió a entrar y llamó por teléfono a la Cruz Roja. Al lado de la bodega había un colegio religioso para niñas pobres y se acercaron dos monjas, una de ellas hizo la señal de la cruz en la frente del capitán y la otra, muy joven, dijo que a lo mejor no estaba muerto todavía, pero yo sabía que sí lo estaba. Viéndole allí replegado sobre sí mismo y con la cabeza ladeada cautelosamente sobre la cloaca, como si captara con el oído muy atento la constante expansión subterránea y silenciosa del gas, el mismo gas fantasmal y mortífero que un día invadió su cerebro a orillas del Ebro, parecía más absorto que nunca en sus cavilaciones y al mismo tiempo husmear la fragancia pútrida de las flores y del alcantarillado, un olor a rosas pasadas y a muerte que sin duda le habría animado a denunciar nuevos agravios y malentendidos. Porque a fin de cuentas, hoy lo sé, entre ese gas quimérico que salía de las cloacas para adormecernos y el valeroso convencimiento que tenía el viejo de la existencia real de ese gas, no había sino un ligero malentendido. En cierta ocasión me dijo que todos los disparates que le reprochaban y las muchas locuras que había cometido en esta vida no eran sino ensayos y variaciones de una sola y misma locura… que nunca acertó a cometer, porque no sabía exactamente en qué consistía.

Como siempre, yo no sabía qué hacer y me senté a su lado y terminé de atar el cordel a su zapatilla. Después llegó la ambulancia, lo tendieron en una camilla y se lo llevaron al Clínico mientras yo corría a avisar a doña Conxa.

En cuanto a la carpeta extraviada, nunca apareció. De haber vivido para saberlo, el capitán seguramente habría pensado que se la robaron y habría organizado la de Dios es Cristo públicamente. Imagino que la perdió en la calle, y que si alguien la recogió y la abrió, dedicaría tal vez una sonrisa compasiva a la carta de denuncia, a las pocas firmas solidarias y a mi torpe dibujo, antes de volver a tirarlo todo.

Pero algo no se perdió. Porque de algún modo, después de tanto callejear juntos por el barrio y de aguantar sus monsergas, y a pesar de mi vergüenza y mis reproches y de morirme siempre de ganas de dejarle plantado y escapar corriendo a la torre de Susana, al ámbito de la ensoñación, al cálido y dulce nido de microbios que diariamente me acogía y me protegía de la mentira y la miseria del exterior, el viejo pirado había conseguido contagiarme una brizna de aquel virus que le sorbía el entendimiento, y a veces a mí también me parecía oler la fetidez del gas en las cloacas y tragar la mierda negra que babeaba la chimenea y que secaba los pulmones de Susana, y precisamente por eso, en las dos últimas semanas que pasé con él vagando por las calles, secundé en la medida que fui capaz la batalla perdida del animoso anciano.

Así, con el tiempo y casi sin darme cuenta, el escenario vital de mi infancia se me fue convirtiendo poco a poco en un paisaje moral, y así ha quedado grabado para siempre en mi memoria.

5

Al entierro acudieron algunos pálidos espectros que yo conocía muy bien, sombras tabernarias y astrosas, aquellos mudos interlocutores del capitán que habían aguantado estoicamente sus peroratas trasegando un vino áspero arrimados a los mostradores y a los viejos toneles de tantas bodegas de Gracia, La Salud y el Guinardó. También a Forcat se le vio en la iglesia, acompañando a la señora Anita, y allí estaban también los hermanos Chacón y algunos vecinos de doña Conxa, asistida por mi madre. Un callista extremeño que mi madre conocía del hospital, un tal Braulio, al que ella ya había invitado a cenar en casa alguna vez, se ocupó de los trámites en el Clínico y en la funeraria y además atendió a doña Conxa en todo momento; mi madre se lo agradeció mucho y desde ese día le demostró un especial afecto.

Una noche al llegar a casa mi madre no estaba y encontré junto a la cena una nota en la que me decía que estaba en el cine Roxy con Braulio y con Charles Boyer, y me reí de la ocurrencia, pero no estoy seguro de haberme alegrado. En esa época me irritaba un poco la tendencia de mi madre a despojar de sentido el pasado y el futuro, sustituyéndolo por el afán del día, un sentimiento religioso cada vez más acusado y el calor ocasional de algunas amistades del barrio o de ese mismo Braulio. Encendí la radio, me senté a cenar y me acordé del capitán Blay encogido sobre el bordillo de la acera en la calle Laurel, el viento meciendo su albo penacho sobre la cabeza rendida, y me dije que tal vez en el último momento tuvo la suerte de pensar, aunque sólo fuera durante un segundo fugaz, no en su casa que había sido una cárcel ni en su paciente y atrafagada Conxa, y tampoco en los hijos muertos que en su recurrente quimera junto a las brumas del Ebro nunca se acababan de caer ni de morir, sino en lo único que de verdad poseía y reconocía como inequívocamente suyo, la sobada carpeta que esperaba recuperar y que él creía testimonio elocuente contra la infamia y la dejación, y que, en el fondo, no era más que un extravío de su cólera, un quebranto de la memoria, la devastada conciencia de otra ignominia que muchos preferían olvidar.

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