Convertido en la sombra matutina del capitán Blay, atrapado en la tela de araña de despropósitos que diariamente se iba ampliando y reforzando con los excesos verbales y gestuales del viejo grillado, a menudo me sentía flotar en la más pura irrealidad, confinado a un barrio petrificado y gris cuyos medrosos afanes no tenían absolutamente nada que ver con las emociones que por la tarde me esperaban en la torre: mi único deseo era volver junto a Susana y Forcat.
Al principio de nuestro peregrinar recogiendo firmas sentía mucha vergüenza, me escondía detrás del capitán cuando nos abrían la puerta y me hacía el distraído, pero después me acostumbré. Llevaba conmigo una pequeña carpeta con el documento de protesta y una cuartilla en la que el capitán me hacía anotar el nombre y el domicilio de los firmantes, y también de los que rehusaban firmar. Eran los más. El capitán se metía en bares y tiendas, en mercados y colegios, abarcando cada vez más calles alrededor de la odiada chimenea y ampliando una zona que ya contenía casi toda la barriada de La Salud y parte del Guinardó. Llamaba insistentemente a todos los pisos, y atareadas y recelosas amas de casa, bloqueando con el cuerpo la puerta entornada, atendían su petición de mala gana e incrédulas. Si le conocían, firmaban para quitárselo de encima, pero ocurría pocas veces. La mayoría de los inquilinos, sobre todo cuando el que nos abría era el marido, nos mandaba a paseo de malos modos. ¿Una firma para alargar unos metros de chimenea y para atajar una fuga de gas tóxico? ¿A qué coño de chimenea se refería, qué fuga de gas tóxico ni qué humo envenenado ni qué hostias en vinagre?, decían mosqueados, y nos daban con la puerta en las narices.
– Es usted un botarate y un mentecato, señor mío -les respondía el capitán a través de la puerta. Y luego en la calle se lamentaba-: La mierda les llega al cuello y no se quieren enterar. Seguro que este desgraciado es adhesivo al Régimen…
– Querrá usted decir adicto, capitán.
– Quiero decir lo que he dicho, mocoso. Los hay adictos y los hay tan caguetas y pusilánimes que ni siquiera llegan a eso y se quedan en adhesivos. Y encima, gaseados.
Pero no se desanimaba nunca. A finales de mayo, casi un mes después de la llegada de Forcat a la torre, no habíamos conseguido ni una docena de firmas; según sus previsiones, si queríamos que el Ayuntamiento nos hiciera caso no debíamos conformarnos con menos de quinientas, así que ya me veía subiendo y bajando escaleras y llamando a puertas y más puertas hasta el próximo otoño, hasta que el taller me reclamara como aprendiz y me librara por fin de los trotes y delirios del capitán.
No pocas vecinas chafarderas de las proximidades de Camelias y Alegre de Dalt aprovechaban la visita del extravagante recolector de firmas, al que suponían enterado por su mujer de todo lo que pasaba en la torre de la señora Anita, para sonsacarle descaradamente: ¿es verdad que el hombre que esa pelandusca tiene en su casa a pan y cuchillo no vino de Francia, sino del penal de Burgos? ¿Por qué no sale nunca de la torre, qué hace todo el día metido allí con una muchacha tísica de quince años y con este chico…? ¿Es cierto que la taquillera se pasea borracha y desnuda por toda la casa, delante del guercho, o sólo son habladurías?
Con la mayor desfachatez del mundo, y a menudo con todo lujo de detalles, el capitán Blay se complacía en enredar aún más la madeja de chismes. No, señora Clotilde, está usted mal informada, este hombre en realidad es un curandero recién llegado de la China y está tratando a la niña tuberculosa con friegas de agua de rosas cocida con luciérnagas, un remedio muy antiguo contra el bacilo de Koch, y es verdad que en su juventud fue camarero de barco y viajó por todo el mundo y estuvo enamorado de la taquillera, pero Joaquim Franch i Casablancas fue más listo y le birló la novia, él se resignó y parece que olvidó a la rubia, pero quién sabe si aún queda algo de aquel fuego, con estos aventureros no hay que confiarse nunca, y menos de éste que tiene la mirada atravesada y el corazón lleno de cicatrices… ¡Forcat el aventurero transatlántico!
Engarzaba patrañas y verdades con la mayor naturalidad, y el vecindario, aunque le tenía por un chalado y un deslenguado, tragaba gustosamente todo aquello que se avenía a sus morbosas expectativas y a quién sabe qué íntimos delirios sentimentales y a qué húmedos sueños, sobre todo en los hombres, pues la rubia taquillera traía de cabeza a más de uno. Y por mucho que desbarrara el capitán, siempre que hablaba de la torre y de sus inquilinos, le escuchaban atentamente. En cuanto a él, simulaba un interés y una curiosidad por cuanto ocurría allí que estaba lejos de sentir. Una vez me dijo que descubrió que ya era un viejo el día que empezó a simular interés por cosas que, en el fondo, le aburrían mucho. Pero la verdad es que raramente se comportaba como un viejo, y mucho menos en todo lo relacionado con su doble obsesión: la chimenea de la fábrica y la peste del gas, auténticos motores de sus andanzas por el barrio y de su comercio con la maledicencia y el malentendido.
Así pude enterarme de muchos rumores que circulaban sobre la señora Anita, unos desmentidos por el capitán y otros no, como por ejemplo que no era la primera vez que acogía a un hombre en su casa: tres años atrás, el proyectista del cine donde ella trabajaba entonces, el cine Iberia, estuvo durmiendo y comiendo en la torre durante casi un mes; según el capitán, aquel hombre era pariente lejano de la señora Anita y estaba muy enfermo, lo habían echado de la pensión y no tenía dónde dormir, tosía y escupía todo el tiempo -siempre he creído que él contagió a la niña, aventuró el capitán-, y aunque había que admitir que era un hombre muy guapo y muy pulcro, ella le comentó a doña Conxa que sentía asco de él, sobre todo al cambiarle las sábanas.
En una floristería de la calle Cerdeña próxima a casa, en la que el capitán se precipitó diciendo que tenía necesidad urgente de oler claveles -aunque al entrar exclamó husmeando el aire: «¡Hasta aquí llega el aliento corrompido de la mala bestia!»-, la dueña, una mujer flaca y envarada, antes de decidirse a firmar la carta de denuncia, que el capitán me ordenó leer en voz alta una vez más, opinó que la madre de Susana era una charnega ignorante: «Tantos años viviendo aquí y aún no ha aprendido a hablar catalán, ni ella ni su hija», y añadió que lo peor de la taquillera no eran sus líos amorosos, sino su afición al vino, sus faldas tan ceñidas y su manera de andar, su mal gusto, vaya, esos aires de fulana que ya nunca se quitará de encima, qué lástima. Con su marido en casa, seguro que movería menos el pompis, dijo.
– Los hombres la encuentran dulce y apetitosa, a esta rubia, ¿verdad?
– entonó con la voz meliflua el capitán-. Aquí donde la ve, es una fumadora empedernida. Pero mire usted, señora Pili, cuanto más viejo y carcamal se hace uno, menos ganas tiene de juzgar a nadie… Bueno, a casi nadie. Por eso creo que Dios, que ha de ser mucho más viejo y mucho más carcamal que yo, cuando me reciba allá arriba no me juzgará. Me dirá pase usted, Blay, y acomódese por ahí lo mejor que pueda. Eso es lo que me dirá… Y de todos modos, señora Pili, si uno lo piensa un poco, haga lo que haga esta rubita pizpireta con sus sentimientos y con su bonito trasero, lo único que a nosotros debería preocuparnos de verdad son los estragos que el bacilo de Koch está causando en su pobre hija, y este gas que ya está pudriendo sus flores y amenaza con pudrirnos a todos… Por eso pido su firma, para sanar los pulmones de una criatura inocente que morirá sin remedio si no nos unimos todos para reclamar justicia y exigirle a la autoridad que ordene derribar esta chimenea del demonio, o por lo menos que la eleven unos metros más…
– Está bien, está bien -cortó la señora Pilar muy atabalada, y me quitó de las manos el pliego de firmas-. Trae acá, chico. Firmaré. No se puede con este viejo mochales.
Le reprochó al capitán que dramatizara tanto la dolencia pulmonar de Susana; a ella no le constaba que esa niña se fuera a morir. Añadió que la tuberculosis era una enfermedad romántica, y que no había que exagerar… Ya en la puerta, el capitán se volvió para responderle a la señora Pilar que tuviera cuidado si, dejándose llevar por su alma romántica, se quedaba alguna noche clara y serena mirando las estrellas: que las estrellas no parpadean, le dijo, que eso es mentira, que lo que hacen es soltar un polvillo blanco que seca el nervio óptico y te puede dejar ciego.
– ¡No diga más tonterías, hombre de Dios! -exclamó la florista.
– Eso de que nos envían luz es un camelo del Servicio Meteorológico
– afirmó el capitán-. Están muertas y bien muertas desde hace millones de años. Anoche lo dijo Radio España Independiente.
Se sentía como pez en el agua deambulando por el barrio. Le pregunté por qué no se había escapado de Barcelona como habían hecho el Kim y Forcat y tantos otros, y como seguramente habría hecho también mi padre de no haber desaparecido en el frente.
– Me moriré en La Salud -gruñó-. De aquí no me mueven, enterraré mi corazón en La Salud… Ufff…
Se había quedado rezagado y al volverme le vi meando tranquilamente en la boca de la alcantarilla, en la parte baja de la plaza Sanllehy. Soltaba una orina gruesa y trenzada, oscura y silenciosa.
– Aquí no, capitán, por favor -tiré de su gabardina, pero no se movió-. Por favor.
– Las meadas del Hombre Invisible no se ven -dijo riéndose.
– ¡Usted no es el Hombre Invisible, hostia! -Impotente y avergonzado, temiendo que alguien nos llamara la atención, me puse a patear el suelo, y, en un tono resabiado que me asqueó a mí mismo, le reprendí-: ¡Ya sabía yo que hoy terminaríamos haciendo alguna gansada!
– ¿Y qué quieres que le haga? -dijo él-. ¿No sabes que soy un viejo loco?
– Vámonos, capitán, se hace tarde.
Poco después platicaba con el dueño de la vaquería de la calle San Salvador donde la señora Anita compraba la leche de vaca para Susana. Solicitó su firma para ayudar a respirar mejor a una pobre tísica indefensa, pero el lechero gruñó que eso era una estupidez y una pérdida de tiempo, qué coño piensa conseguir con cuatro firmas, y me hacía señas para que me llevara del establecimiento aquel pelma que no paraba de hablar.
– ¿Qué le cuesta echar una firmita, eh? -dijo el capitán-. Creo que no se da usted cuenta del peligro que corre. Usted y toda su familia. ¿Sabe lo que es el gas?
– Pues hombre -resopló el lechero-, alguna idea tengo…
– Lo dudo, señor mío. El gas es una materia espiritosa, como el aire, como el olor de las vacas, como las mentiras de las mujeres rubias y como los pedos de los obispos, que no se oyen ni se ven. Y tiene la propiedad de propagarse indefinidamente, sin que nada pueda atajarlo.
– Que sí, maldita sea… Llévatelo, chaval. A este hombre alguien debería explicarle lo que le pasa. -Lo cogió del brazo y meditó un instante lo que iba a decirle, mirándole con unos ojos tan llenos de lástima que se ganó un desdeñoso bufido del capitán-. Mire, Blay, usted estuvo mucho tiempo encerrado en su casa y con metralla en la cabeza, y aún no está curado del todo, y lo mejor sería que no le dejaran andar por ahí…
– Es una miasma, un fluido -lo cortó el capitán-. Y hay muchas clases de gases. El grisú, por ejemplo, el gas de cloro, tóxico y asfixiante, que invade las trincheras. El gas doméstico, silencioso y rastrero. El gas verde de los pantanos y los embalses, una especie de adormidera… ¿Por qué cree usted que se inauguran tantos pantanos en este país?
– ¡Muy bien, lo hemos entendido! Ahora váyase, tengo mucha faena.
– Sí, echarle agua a la leche, ésta es su faena. ¡Está usted bien inficionado, entérese! ¡Mameluco, que es usted un mameluco! Bueno, ¿firma o no firma?
Después de algunos forcejeos conseguí sacar al capitán a la calle. Ese día me gané a pulso mi premio de todas las tardes, mi asiento de preferencia en la cálida galería de la torre, aparentemente aplicado en el dibujo pero en realidad esperando con impaciencia ver aparecer a Forcat con su magnífico quimono de amplias mangas donde ocultaba las manos, verle sentarse muy despacio y abstraído al borde del lecho de Susana y fijar un buen rato su ojo descentrado en la luz mortecina del jardín mientras seguramente buscaba las palabras para reanudar su relato, y entonces yo soltaba el lápiz y me levantaba de la mesa camilla sin hacer ruido y me deslizaba hasta la cama para sentarme al otro lado junto a Susana y poder así escucharle de cerca, dejarme atrapar como ella en la tupida red de su voz y en la tenaza abierta de su mirada, aquellos ojos alertados que hurgaban en el recuerdo siempre en direcciones opuestas.
Ahora esta ciudad y los días que nacen en ella tienen una luz transitoria y un aire encalmado: dirías que el huracán de la vida pasa lejos de aquí, lejos de tu cama, y que te ha olvidado. Pero no es verdad. Porque inevitablemente y quieras que no, y con más saña y de forma más duradera que la enfermedad que ahora te aqueja, el mundo te contagiará su fiebre y su quimera y tendrás que aprender a vivir con ellas, como hicieron el Kim y sus amigos.
Por aquel entonces, lo que movía a estos hombres que se habían propuesto transformar el mundo, lo que les impulsaba a vivir peligrosamente, sacrificando la seguridad y el afecto de su familia y en muchos casos su propia estima, eran unas cuantas cosas que hoy en día ya empiezan a no importar a nadie y pronto serán olvidadas. Tal vez sea mejor así; a fin de cuentas, el olvido es una estrategia del vivir. Pero ocurre que el Kim, además de sus desvelos habituales, no deja de pensar en su querida niña y desea verla curada y feliz.
Todo lo que os voy contando lo supe por boca del propio Kim en el transcurso de una tarde de lluvia que pasamos juntos bebiendo cerveza en un cafetucho de la rue des Sept Troubadours, en Toulouse, la víspera de su regreso definitivo a Shanghai y del mío a Barcelona. Si algo invento, serán pequeños detalles digamos ambientales y garabatos del recuerdo, ciertos ecos y resonancias que no sabría explicar de dónde provienen o que me pareció escuchar entremedio de lo que él me contaba, pero nada esencial añado ni quito a su narración, a la extraña aventura que en menos de quince días le llevaría a Extremo Oriente.
Sucede que una semana más tarde de entregar a Carmen y a su hijo al Denis, que lloró de felicidad al verles, la detención de Nualart y sus compañeros en Barcelona levanta en la Central toda clase de suspicacias y el Kim viaja a París para entrevistarse con un comunista español que afirma disponer de información confidencial sobre lo ocurrido. Pero tal información proviene de fuentes poco fiables y resulta además descabellada; entre otros disparates, el informe sugiere la posibilidad de una delación mía en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona a cambio de una supuesta impunidad. Todo eso contraría enormemente al Kim, que rechaza de plano cualquier sospecha de traición. Ya había salido cabreado del último Congreso de la CNT en Toulouse y ahora lo que está es muy desalentado y muy harto de todo: de los eternos recelos de los comunistas y de su falta de apoyo a causa de su filiación libertaria, de las consignas del Comité de la Confederación anulando sus iniciativas, de la división entre las distintas tendencias de la CNT y de una lucha interminable en la que estaban cayendo los mejores…
Al atardecer pasea por la orilla del Sena preguntándose qué debe hacer con su vida. El Sena es como ese largo y oscuro deseo de felicidad que fluye en silencio a su lado, que siempre lo acompaña y que hoy viene crecido y parece querer anegar su memoria cansada, saturada de violencia y de muerte. Este viaje a París, sin embargo, no va a resultar tan inútil como él piensa, y pronto se verá rebotado del río Sena al río Huang-p’u, poniendo por vez primera en su vida un gran océano de por medio entre sus combativos afanes políticos y el ansia de reemprender algún tipo de vida privada contigo y con tu madre, donde sea y cuanto antes.
Pero vamos por partes. Ocurre que el último día de su estancia en la capital francesa, alojado en casa de un compañero, recibe desde la clínica Vautrin la llamada telefónica de Michel Lévy, un amigo francés que no veía desde poco antes de la liberación de París. Con el apodo de Capitán Croisset, Lévy fue el jefe del Kim en Lyon cuando ambos luchaban en las filas de la Resistencia. En marzo de 1943, en la comisión de un sabotaje contra una patrulla alemana, el Capitán Croisset le salvó la vida y el Kim no lo olvidará nunca. Lévy tenía motivos más que sobrados para odiar a los nazis y los combatió con verdadera saña. Su padre y dos hermanos, detenidos por las SS después de la gran redada de judíos en el Vel d'Hiv, habían muerto en las cámaras de gas de Treblinka y el resto de la familia se salvó huyendo de Francia. Él se unió a la Resistencia y poco antes de la liberación fue detenido por la Gestapo y torturado, le quedaron secuelas físicas y ahora debe someterse a dos delicadas intervenciones quirúrgicas. El Kim decide visitarle antes de regresar a Toulouse.
Una clínica privada en las afueras de París. Le recibe un hombre consumido, postrado en una silla de ruedas, pero animoso y sonriente. Se abrazan, intercambian bromas y recuerdos. ¿Qué haces en París, mon vieux? Ya ves, dice el Kim, sigo en lo mismo, qué remedio, en España aún no hemos acabado con esa chusma… y empiezo a pensar que no lo conseguiremos nunca. He venido a París sin ganas y además finalmente para nada, para recibir otra bronca. Pero ahora me alegro porque así he podido darte un abrazo.
Lévy advierte su profundo desaliento. No creas que a mí me ha ido mejor, le dice para animarle, parece que los nazis consiguieron finalmente romperme el espinazo y aquí me tienes, los médicos no saben qué hacer conmigo. Y le cuenta sus avatares desde que terminó la guerra: después de sufrir la primera operación en la columna vertebral, se trasladó a Extremo Oriente para ocuparse de algunos negocios de la familia relacionados con el comercio marítimo. Lévy pertenece a una familia francesa muy rica, con parentela establecida en Shanghai desde hace muchos años y dueños de diversas empresas y concesiones: la Compañía de Tranvías, una naviera, una fábrica textil y varios restaurantes. Lévy se enamoró de Shanghai desde el primer momento y decidió quedarse, se hizo cargo de la compañía naviera y de la fábrica y hace seis meses se casó con una muchacha china llamada Chen Jing Fang, hija de un traficante de opio de Tianjin. Es feliz en su matrimonio, sus negocios marchan bien, posee una sólida reputación en los medios aduaneros y banqueros de Shanghai… pero ahora todo eso pende de un hilo. Su columna vertebral se ha agravado y además le tienen que extirpar un coágulo en el cerebro, así que ha venido a París a ponerse en manos de un prestigioso neurocirujano. La primera operación implica un riesgo, y, si sale con bien de ella, le espera una segunda aún más peligrosa: en el mejor de los casos, su estancia aquí no será inferior a cuatro meses. Para evitarle a su mujer un sufrimiento inútil, no le permitió acompañarle. Será operado dentro de dos o tres semanas y no teme morir en el quirófano; teme, en cambio, por la vida de Chen Jing Fang.
– Por eso, al saber que estabas en París, no he dudado en llamarte. -Michel Lévy se impulsa en su silla de ruedas acercándose más al Kim con expresión de ansiedad-. Quiero pedirte un favor, amigo. Un gran favor que sólo tú puedes hacerme.
– Cuenta conmigo. ¿De qué se trata?
– ¿Te acuerdas de Kruger, el coronel de la Gestapo que me torturó en Lyon?
– Cómo no voy a acordarme de ese criminal.
– ¿Le viste alguna vez en persona?
– No. En cierta ocasión ametrallamos su coche oficial y el cabrón escapó por los pelos, acurrucado en el asiento trasero. Apenas le vi la gorra.
– Está en Shanghai -dice Lévy suavemente, como si quisiera atenuar el mal efecto que esta noticia pudiera causarle a su antiguo camarada-. Helmut Kruger se hace llamar ahora Omar Meiningen y regenta un club nocturno, el Yellow Sky Club, y algunos burdeles. Me informé: huyó a Sudamérica antes de que terminara la guerra, vivió en Argentina y en Chile traficando con armas y después saltó a Shanghai. Es un hombre muy conocido en los ambientes nocturnos de la ciudad y juraría que está protegido por una organización de ex nazis que trafica con armas y tiene conexiones con el Kuomintang.
Que habían coincidido casualmente en una recepción del consulado inglés, le explica al Kim, dos días antes de su viaje a París y ya clavado en esta silla de ruedas, y que le había reconocido en el acto a pesar del pelo teñido, el bigote y la simpática sonrisa. Y que Kruger también le reconoció a él, aunque simuló tener ojos solamente para Jing Fang.
– Primero pensé en denunciarlo a un judío cazanazis que conozco en Nueva York -dice el paralítico-. Hace menos de un año, cuando aún podía valerme, lo habría liquidado personalmente… En mi estado, decidí esperar y planear algo seguro a mi vuelta, después de operarme. Pero aquí en París me han asaltado repentinamente toda clase de temores. ¿Y si me quedo tieso en el quirófano? Porque verás: esta fiera sanguinaria me reconoció, como te he dicho, y al día siguiente me envió un anónimo con esta amenaza: si no practico la sabia estrategia del olvido, mi mujer y yo lo pagaremos el día menos pensado, ella la primera. ¿Te das cuenta?
– ¿Quieres que acabe con él? -dice el Kim.
– Quiero ante todo protección para mi mujer. Pero desde luego lo mejor es cortar por lo sano.
– Estoy de acuerdo.
– Tendrás que actuar solo -dice Lévy-. Ni siquiera debes hablar de ello con Jing Fang, solamente protegerla. Escucha, mi buen amigo -se inclina hacia el Kim desde su silla de ruedas y le coge del brazo. El Kim nota la crispación de los dedos-. Si le ocurriera algo a Jing Fang, preferiría no salir vivo de esta clínica. Sin ella estoy perdido… -sonríe un poco avergonzado y añade-: ¿Sabes lo que significa su nombre en chino? Jing significa la quietud y Fang la fragancia… Es lo que esta mujer maravillosa ha traído a mi vida.
– Tranquilízate -le dice el Kim-. Nos ocuparemos de ese maldito alemán.
– Sabía que no me ibas a fallar.
Dará instrucciones a su gente para que el Kim disponga de lo necesario cuanto antes. «No debes apartarte de Jing Fang», añade Lévy, «así que te alojarás en casa, en lo alto de un rascacielos del Bund, la más famosa avenida de todo el Oriente». Telefoneará a su mujer y le dirá que el Kim es como un hermano para él, y que va a Shanghai… en busca de trabajo, por ejemplo.
– Serás bien acogido -dice Lévy-. Pero aún no sé cómo convencer a Jing Fang de la necesidad de dejarse acompañar por ti siempre que salga sola o de noche… Y eso sin hablarle de Kruger ni de su amenaza, ¿comprendes?, porque no quiero alarmarla. En fin, ya encontraré una explicación convincente.
El Kim asiente pensativo, luego hace una observación: eso de viajar tan lejos en busca de trabajo, como excusa podría parecer francamente un poco raro, dice, pero ¿y si resultara que es verdad?
– ¿A qué te refieres? -dice Lévy.
– A que nada me haría más feliz que trabajar para ti en alguna de tus empresas. No habrás olvidado que soy ingeniero textil, aunque nunca pude ejercer a causa de la guerra y el exilio… A tu lado no tardaría en ponerme al corriente.
Michel Lévy escruta su cara en silencio.
– Sin duda -dice-. Pero ¿tan desengañado estás de la lucha?
– Creo que ha llegado la hora del relevo. Que otros lo harán mejor. Y quiero sacar de España a alguien que quiero mucho y ofrecerle un porvenir.
– Te comprendo. Pero ¿en Shanghai?
– ¿Por qué no? Cuanto más lejos, mejor.
Lévy se alegra y le asegura que puede contar con él, por supuesto. Hablarán de ello cuando regrese curado a Shanghai y puedan celebrarlo.
– Ahora lo más urgente es Kruger -añade con la voz repentinamente quebrada, vengativa-. Pon mucha atención, y sobre todo no te dejes sorprender, es muy astuto y carece de escrúpulos. Repito: se hace llamar Omar Meiningen y es propietario del Yellow Sky, el club nocturno más de moda y más chic de Shanghai. Allí podrás verle cualquier noche…
El Kim escucha tenso, fascinado por la voz rota y envenenada del héroe, rota como el cuerpo que la cobija y envenenada como la memoria del dolor que suscita ese cuerpo. Abstraído de todo menos de esa voz y ese dolor, fiel a una íntima promesa de amistad y de gratitud, el Kim revive ahora fugazmente escenas de violencia y vejaciones que nunca más habría deseado evocar ni siquiera por solidaridad con las víctimas, y por eso no alcanza a ver la señal agazapada a sus pies, pero yo sí la veo, nosotros sí la vemos: un alacrán de fuego que se arrastra en círculos concéntricos sobre las impolutas baldosas blancas, cercando a los dos amigos y moviendo a un lado y a otro su aguijón enhiesto, una uña escarlata y llameante. Y me diréis, ¿cómo puedes tú saber todo eso si no estabas allí? ¿De dónde sacas esos pormenores sobre la voz envenenada y el alacrán de fuego? ¿Qué hace un escorpión en ámbito tan aséptico y luminoso como la habitación de una clínica de lujo en las afueras de París…? Si alguna vez habéis observado largamente un crepúsculo rojo, esperando hasta el final para ver cómo se repliega sobre sí mismo el último y más delicado resplandor, cómo reflexiona la luz antes de morir, sabréis de qué estoy hablando. Al impulsar las ruedas de la silla para acercarse más al Kim, Lévy aplasta al escorpión. Tampoco él ha visto el fulgor de su uña envenenada, y ansioso pregunta:
– ¿Cuándo estás dispuesto a viajar?
– Cuando tú digas, capitán -responde el Kim sin vacilar.
– Me ocuparé inmediatamente del pasaje y del dinero. Embarcarás en Marsella en un carguero de la Compañía, el capitán es amigo mío y dispondrás de un buen camarote… Te preguntarás por qué te hago viajar en uno de mis barcos y no en avión, si no será por ahorrarme unos dólares. Por supuesto que no. Es porque, de paso, me harás otro favor. El barco es el Nantucket y en la cabina del capitán hay algo que me pertenece y que necesito recuperar. Se trata de un libro chino de un tal Li Yan, y tiene las tapas amarillas y bellas ilustraciones en su interior; también lo reconocerás porque en su primera página hay una dedicatoria en caracteres chinos y escrita a mano en tinta roja, junto a una mancha de carmín… Es muy importante que no olvides eso: una mancha de carmín. Quiero que te hagas con ese libro discretamente, sin que el capitán se entere. Y no me preguntes ahora por qué, te lo contaré en Shanghai… si salgo de ésta. ¿Puedo contar contigo, mon ami?
– Dalo por hecho.
– ¿Qué llevas de equipaje?
– El cepillo de dientes y una Browning con cachas de nácar. El héroe de la Resistencia sonríe en su silla de ruedas. -Veo que no has perdido el valor ni el humor.
– Me queda más de lo primero que de lo segundo -dice el Kim.
– Bien. Necesitarás ropa y dinero. Haré que te entreguen tres mil dólares y en Shanghai podrás comprarte lo que quieras.
– Creía que los japoneses la habían saqueado.
– De ningún modo. En Shanghai encontrarás lo que no encuentres en París, más barato y mejor. Una vez allí, si necesitas más dinero o lo que sea, no dudes en pedírselo a mi socio, se llama Charlie Wong; yo le daré instrucciones. No quiero que te falte de nada. Cómprate ropa buena -sonríe Lévy, sin conseguir borrar totalmente de sus labios un rictus de dolor-. Tendrás que ir elegante para acompañar a Jing Fang, es muy guapa… Y una última cosa -saca del bolsillo un objeto diminuto y cobrizo y lo muestra al Kim en la palma de la mano-. ¿Ves esto, camarada? ¿Sabes lo que es?
– Parece una bala del nueve corto.
– Lo es. Es la bala que el coronel Kruger me clavó en el espinazo y que me ha postrado en esta silla de ruedas. Quiero que se la metas en la boca a ese maldito carnicero, una vez muerto.
El Kim asiente en silencio, mirando fijamente la bala como si calibrara su rabia dormida y fría en el nido rosado de la mano. Pero no piensa en eso ahora, no mide el riesgo ni las dificultades, no calcula el alcance ni la sinuosa trayectoria de la rabia que no cesa y de la venganza inaplazable que viajará con él a través de mares y continentes. Piensa en ti, Susana, en este otro nido de soledades en el que tú yaces y en cómo sacarte de él. Cuántas veces desde ese día, ya con la certeza del reencuentro en Shanghai, no te habrá imaginado paseando sonriente y limpia de fiebre bajo los frondosos árboles a orillas del río Huang-p’u, cogida de su brazo y tan bonita luciendo agujas de jade en el pelo y un vestido de seda verde, muy ceñido y abierto en los costados, como las jóvenes chinas elegantes…
Más o menos cada quince días, doña Conxa pasaba por la torre a recoger los finos encajes de bolillos que trenzaba la señora Anita y encargarle otros de diseño parecido y fácil, generalmente pequeños tapetes y centros de mesa. Solía traerle a la enferma manojos de la flor del saúco que hervía en agua y luego le daba friegas en el pecho y la espalda, bromeaba con Forcat y a veces incluso ayudaba un rato a la señora Anita en las faenas de la casa. A mediados de mayo, cuando estalló la floración amarilla en las laderas de la montaña Pelada, Finito Chacón y su hermano se descolgaban de la colina con brazadas de ginesta para Susana y ella las esparcía sobre la cama. Después del verde, el amarillo era su color predilecto.
También cada quince días, los miércoles, Susana recibía la visita del doctor Barjau, un sesentón gordo y arisco que vivía cerca del parque Güell y recorría el barrio con los desfondados bolsillos de la americana llenos de caramelos y arrastrando los pies como si los tuviera de plomo. A Susana le traía revistas de cine y le cogía la mano, se sentaba a su lado aplastando la cama y ponía el termómetro en su boca, le daba Senocal disuelto en agua y luego le clavaba una inyección de calcio en la vena que solía causarle sofocos y mareos. El doctor Barjau era completamente calvo y, quizá para compensar esa deficiencia, le salía de las orejas una difusa mata de pelos rojizos que parecía un ornamento floral. «¿Cómo va esa tos, niña? -y pellizcaba sus mejillas febriles-. Levántate la camisa y enséñame la espalda. ¿Y esas decimitas qué, no se quieren ir del todo? ¿Treinta y siete con ocho? Bueno, siempre sube un poco por la tarde», y bruscamente pegaba la oreja florecida a su espalda para escuchar el pulmón carcomido. A veces mejoraba su técnica auscultatoria con la ayuda de dos duros de plata: colocaba uno sobre el pecho de Susana y lo percutía con el canto del otro duro mientras su oreja en la espalda arqueada captaba la resonancia de la caverna; cerraba los ojos y gruñía y refunfuñaba, como si le hablara al pulmón. Pero sus abruptos manejos escondían una solícita ternura que sólo se manifestaba cuando veía asomar a los ojos de la enferma la angustia del esputo y el temor a la muerte. Al ponerle el estetoscopio en el pecho, por ejemplo, los ojos de Susana quedaban repentinamente fijos en el vacío y desamparados, o buscaban espantados los de su madre o los míos; era una mirada que yo no podía soportar, pero el doctor Barjau la conocía muy bien y lo que hacía era darle a la tísica un suave coscorrón diciéndole: «Estás requetebién y la mar de guapetona».
Luego siempre insistía en lo mismo: mucho reposo y buenos bistecs, y alegría, sobre todo alegría. La señora Anita sonreía y replicaba en tono de chunga que también a ella le gustaría mucho que le recetaran todo eso, y entonces el médico, mientras sostenía el termómetro y confirmaba esas décimas de más que siempre tenía Susana, lanzaba una mirada torva y burlona de reojo que subía por las piernas de la rubia taquillera erguida junto a la cama y cruzada de brazos con el vaso de vino en la mano, su bata malva abierta dejando ver el viso negro bruñido en los muslos y en el vientre, y llegaba hasta su pecho: «Tú no necesitas ni bistecs ni más alegrías, Anita, desde aquí puedo ver tu hígado rabioso… y otros órganos que me callo». Ella se ceñía apresuradamente y hasta el cuello las solapas de marabú y soltaba su risa tabacosa.
– Y no quiero que fumes aquí -añadió el doctor Barjau.
– ¿Quién está fumando aquí? -dijo la señora Anita-. Nunca lo hago.
– Hum. Lo digo por si acaso.
Yo aprovechaba estas escaramuzas, que se repetían con frecuencia y que a Susana parecían fastidiarla más que las rudas manos del médico sobre su cuerpo, para interrumpir con sumo gusto mi desdichado dibujo, que me estaba saliendo chato, sin perspectiva. Pero lo peor no era eso; lo peor del puñetero dibujo era que no sugería nada. Me traía de cabeza el humo verdinegro y baboso de la chimenea. Según el capitán Blay, la presencia de esa baba tóxica y repugnante sobre el lecho de la tuberculosa era importantísima, decisiva. Me había explicado mil veces cómo ese humo se metía en los pulmones de Susana y alimentaba el bacilo de Koch, cómo le roía los bronquios y le oprimía el corazón, pero yo me decía: ¿se puede dibujar lo que no se ve?
Trabajaba sentado en la mesa camilla, a pocos metros del lecho y cerca de la estufa, y el peculiar estancamiento del aire alrededor de la enferma y la risa un poco ronca de su madre, la tenue dulzura de los vapores de eucalipto, la aguja en la carne blanca de Susana y el olor del alcohol y el sol rojo de la tarde en las vidrieras se me antojaban los mórbidos elementos de una atmósfera intemporal y única, preñada de sensualidad y de microbios, que yo jamás, estaba seguro, lograría reflejar en el dibujo. No era sólo un convencimiento, era más bien una sensación física; en medio de aquel aire voluptuoso, cargado siempre de aromas, de sabor, de humedad, el cuerpo reclamaba secretamente una mayor atención y proponía una gestualidad caprichosa y superflua.
Durante la visita médica, Forcat permanecía en su cuarto. El doctor Barjau lo sabía y creo que a veces prolongaba el examen de la enferma por mera curiosidad y ganas de conocerle, pero el huésped no se dejó ver hasta la cuarta o quinta visita y fue de forma inesperada; se presentó en la galería cuando el médico guardaba el estetoscopio en su maletín y le pidió que recetara a Susana algo contra el insomnio. «No hay nada eficaz contra eso -respondió el doctor Barjau, y después de observarle de arriba abajo añadió con cierta brusquedad-: Salvo las ganas de soñar. Que beba mucha leche.» Pero no debió pasarle por alto la sincera preocupación que reflejaba el rostro de este hombre pulcro y envarado, su afecto por la niña, pues al serle presentado inmediatamente por la señora Anita como «un buen amigo de mi marido que está pasando unos días con nosotras», se mostró con él más explícito y amable.
– No crea usted que es broma lo de la leche -dijo sonriendo-. Tuve una paciente con insomnio, de la misma edad de Susana, y la curé a base de una taza de leche caliente todas las noches al acostarse… y los sermones radiofónicos del padre Laburu, claro está.
Soltó una risotada y Forcat sonrió, aunque creo que no sabía muy bien quién era ese predicador. Susana se sentía mareada y su madre la acompañó al lavabo, y ellos dos estuvieron un rato hablando, mejor dicho, habló el doctor Barjau y Forcat se limitó a escuchar atentamente sus recomendaciones acerca de los cuidados que precisaba la enferma, una letanía de consejos que la señora Anita y yo nos sabíamos de memoria y que se resumían todos en uno sólo: había que animarla, estimular sus ganas de comer y de vivir, y lo demás vendría por sí solo.
El doctor Barjau estaba al corriente de las andanzas del capitán y mías recogiendo firmas, y aunque alababa la iniciativa, no dudaba en calificarla de collonada risible, y lo mismo pensaba del dibujito de Susana que había de enternecer al alcalde. En su última visita, observó mi trabajo y palmeó mi espalda animosamente.
– ¿Y el gas, muchacho? -bromeó-. ¿De qué color vas a pintar el gas?
– El gas es invisible -refunfuñé.
– ¿En serio? ¿Eso te ha dicho el majareta de Blay? Vaya, vaya.
Tampoco Susana dejaba de pitorrearse del capitán, de la chimenea y de sus emanaciones venenosas. Mientras la dibujaba, solía mirarme tapándose la nariz como si no pudiera soportar el pestucio y simulaba desmayarse bruscamente con medio cuerpo colgando a un lado de la cama y las piernas al aire. Nunca aprobó una sola línea de este dibujo e hizo lo imposible por desanimarme y conseguir que lo dejara de lado y empezara el otro.
– Antes tengo que terminar éste y ver cómo queda -le dije-. ¿No comprendes que la cama y la galería y todo lo que hay aquí, incluido el gato y la chimenea y el gas, será igual en los dos dibujos? Sólo tú serás distinta: estarás curada.
En realidad, yo retrasaba el dibujo queriendo. Bien o mal, podía tenerlo listo en un par de semanas, tirando largo, pero me gustaba estar con Susana cuanto más tiempo mejor, y por eso rompía mucho papel y repetía una y otra vez casi todo, la cama, las vidrieras, el gato de felpa, el humo negro y sobre todo ella, la pobre tísica respirando con dificultad en su lecho del dolor, según la quería ver el capitán. Tenía ciertamente dificultades al perfilar los detalles y establecer relaciones entre las partes -la desfallecida cabeza de la enferma sobre la almohada y la amenaza de la chimenea al fondo, como si fuera a caérsele encima, la simetría de las vidrieras y el garabato negro de la estufa-, pero si hubiese querido, lo habría terminado mucho antes.
El capitán Blay alcanzó el lado soleado de la calle, tanteó con su zapatilla harapienta el bordillo de la acera y se volvió a mirarme con los brazos en jarras, sin tambalearse. En algunas tabernas le fiaban y había días que se agarraba su buena castaña y se le trababa la lengua, pero nunca le vi tambalearse.
– Acércate y huele -dijo señalando la cloaca-. La gente no quiere saber nada y pasa de largo, pero ahí dentro habrá por lo menos cien mil millones de ratas muertas y una buena docena de cadáveres del servicio de mantenimiento de cloacas…
Me informó detalladamente acerca del tenebroso subsuelo de Barcelona y afirmó que toda la red de alcantarillado y galerías subterráneas contenía ya tanto gas acumulado, procedente todo él del escape de la plaza Rovira, que una pequeña chispa saltando de la rueda de un tranvía al interior de una cloaca podía hacer volar por los aires la ciudad entera con su puerto y su rompeolas, su montaña de Montjuïc y sus Ramblas siempre tan alegres y tan nuestras.
– Es una provocación clarísima -dijo sin quitar los ojos de la cloaca-. Y de nada sirve no querer enterarse o hacerse adhesivo.
Por cambiar de tema tan recurrente y obsesivo, le pregunté al capitán cuántos años tenía y dijo que el doble que Franco y la madre que lo parió, o sea unos doscientos setenta y uno, según sus cálculos.
– Toma, coge esto. -Me dio la carpeta con las firmas, se desabrochó la bragueta y se puso a orinar tranquilamente dentro de la cloaca-. Tampoco hay que compadecerse tanto de los muertos, pues ellos no saben que están muertos.
– Otra vez no, por favor -supliqué-. No me haga esto en la calle, capitán.
– Y además hay que suponer -prosiguió sin hacerme el menor caso-que no se debe estar tan mal en el otro mundo, digo yo, porque volver por aquí, lo que se dice volver con todas las de la ley, volver para seguir tragando farinetas y mierda junto a la misma mujer y bajo la misma bandera, nadie ha vuelto que yo sepa. Nadie. -Sacudió la minga oscura como un higo y la devolvió a la bragueta-. Siempre que me la guardo después de orinar, pienso en aquello que dijo aquel general al envainar la espada, pero nunca me acuerdo qué puñeta dijo exactamente…
Yo estaba furioso porque esta tarde no había podido entrar en la torre; cuando llegué vi las persianas de la galería echadas y Forcat me dijo en la puerta que Susana tenía bastante fiebre y dormía, y que sería mejor no molestarla, que volviera mañana. Sostenía una taza de achicoria con una mano y en la otra tenía un libro abierto que apoyaba contra su pecho, y percibí de nuevo aquel olor vegetal que lo rondaba. Entonces regresé a casa y, subiendo la escalera, la mala suerte quiso que me topara con el capitán. Me pidió que lo acompañara, le habían prometido unas firmas en la Travesera, dijo, y no quería ir solo. Era mentira o lo había soñado; descubrí que por la tarde el capitán estaba mucho más pirado que por la mañana. Me hizo recorrer la Travesera de Gracia desde Cerdeña hasta Torrent de l'Olla, a la ida llamando a las puertas de la acera de los números pares y a la vuelta en la de los impares, pero la única firma que conseguimos fue en una taberna y de la mano tiznada de betún de un viejo limpiabotas borracho.
De vuelta a casa, al atardecer, cuando cruzábamos la plaza Joanic, al capitán se le rompió la tira de goma que sujetaba una de sus zapatillas y se sentó en un banco, sacó del bolsillo un cordel y lo enrolló en torno al pie. Poco después, no muy lejos del cuartel de la guardia civil, vimos parado en una esquina a un hombre bajito con un largo abrigo negro muy ceñido, estaba acogotado y frotaba la suela del zapato en el bordillo de la acera de una forma reiterada y maniática, como si hubiera pisado una mierda de perro. Súbitamente se le disparó el brazo derecho y se quedó saludando en dirección opuesta a nosotros y con la mirada fija en no sabíamos qué, hasta que llegamos a su lado: otro peatón igualmente esmirriado y cabizbajo estaba varado con el mismo ademán en la otra esquina, a unos cien metros, saludando a su vez por respeto o contagiado por el miedo a la esquina de la manzana siguiente, donde, como en un juego de espejos que propiciara una ilusión óptica, se veía a un lejano tercer salutante con el brazo extendido a la romana que era un calco de los otros dos; inmóvil como ellos sobre la acera y de cara a la pared, acaso él sí escuchaba una arenga militar o tal vez las notas del himno nacional: era el que estaba más cerca del cuartel.
– ¿Te das cuenta? -el capitán me clavó el codo en las costillas-. El gas los ha fulminado. Se ha metido en su sangre y ha paralizado sus nervios. Ahí les tienes, clavados como estacas, miserablemente gaseados en la vía pública.
– Que no, capitán -dije, armándome de paciencia-. Seguramente están arriando bandera en aquel cuartel, aunque desde aquí no se oye nada, y por eso han parado a saludar, por respeto al himno…
No me escuchaba. Con las manos a la espalda, daba vueltas alrededor del salutante del abrigo negro parado en el bordillo.
– ¿Qué le ocurre, buen hombre? -inquirió mirándole con curiosidad-. ¿Pretende usted hacernos creer que está vibrando como un capullo al son del glorioso himno, o qué? ¿Le parece bonito burlarse así de nuestro imposible ademán? Usted está gaseado y bien gaseado, señor mío, y es inútil que lo disimule.
Sin descomponer el imperial saludo ni perder de vista al otro salutante que le servía de referencia mimética en la siguiente esquina, el hombrecillo estiró el brazo con renovados bríos, hasta el punto que parecía querer desprenderse de él, y entonces captó con el rabillo del ojo atemorizado la cabeza vendada y el estrafalario aspecto del que le interpelaba y pareció sacudido por un escalofrío: aquello era peor de lo que esperaba, supongo. Tenía el medroso salutante la tez enfermiza, olía mal y llevaba tapones de algodón en los orificios de la nariz, como los muertos.
– Cuidado -musitó con un hilo de voz-. Cuidado.
– Demasiado tarde -dijo el capitán-. Usted ya está listo. Lo mejor que puede hacer es morirse.
El hombre le dirigió otra aprensiva mirada de reojo:
– ¿Es usted un hombre-anuncio o algo así…? Si lo es circule y déjeme tranquilo, haga el favor. ¿Es que no se da cuenta? -suplicó-. En alguna parte están arriando bandera…
– ¿Qué bandera? -dijo el capitán.
– Pues cuál va a ser. La nuestra.
– ¿No es usted un poco temerario al pararse a saludar una bandera que no ve? ¿Y si no es la nuestra? ¿O es que le pasa lo que a mí, que todas las banderas le importan lo mismo, es decir, una mierda?
– Calle, calle.
– No me da la gana.
– ¿No comprende usted que hago esto por si acaso…? Nunca se sabe. Mire, aquel señor de allá también lo hace.
– Porque también él está gaseado.
– ¡Y usted es un provocador o qué! ¡Nos están mirando!
– Pamplinas. Lo que de verdad debería preocuparle es que esta cloaca escupe veneno. -El capitán masculló una maldición y me miró-. ¿Lo ves, Daniel? Va uno tan tranquilo por la calle, pensando en sus cosas, y se para un momento al lado de una cloaca a saludar a un amigo o a mirar en el cielo un avión que pasa y, ¡zas!, cazado, caput. -Observó de cerca la mano alzada, de uñas largas y negras y piel amarilla, quemada en el tabaco, y seguidamente se encaró con el hombre y escrutó sus ojitos de ratón, las pálidas orejas y la pequeña media luna de espuma vegetal que afloraba en las comisuras de su boca-. Veamos, ¿puedo ayudarle en algo?
– Quite ya, majadero, no me comprometa -gruñó el hombre, cada vez más jorobado y encogido, como si temiera recibir un golpe de lo alto, pero manteniendo el brazo enhiesto.
Al capitán, en cambio, no le afectaba lo más mínimo la apresurada agitación de la calle ni las miradas fugaces de la gente que pasaba. Hacía rato que yo tiraba de los faldones de su gabardina para llevármelo, cuando él puso la mano en el hombro de su indefensa víctima:
– Bueno, ¿sabe qué le digo? Que parece usted bastante decente, habida cuenta lo que anda por ahí… Por lo tanto, ¿qué hacemos varados en dique seco? ¿Por qué no vamos a tomarnos unos vasitos de vino, eh?
En este preciso momento, el otro salutante de más allá debió advertir que el tercero y más alejado de nosotros, y al que apenas podíamos ver porque ya estaba anocheciendo, bajaba el brazo, pues de pronto él rindió el suyo, cruzó la calle encorvado y se metió en un portal. Y al verlo, nuestro hombrecillo también dejó caer su brazo, muy aliviado, farfulló adiós que te zurzan, abuelo, eres un soplagaitas, alzó las solapas de su abrigo y se escabulló hacia el paseo de San Juan arrimado a las paredes.
– Pobre diablo, va bien servido -comentó el capitán viéndole alejarse-. ¿Te has fijado en sus dientes podridos y en sus orejas transparentes? ¡Esa mala bestia no perdona!