Y así, un día que sin duda nunca olvidará, un soleado domingo de principios del verano, sin despedirse de nadie y sin encomendarse a Dios ni al diablo, el Kim viaja en tren a Marsella y allí se embarca en el Nantucket, un viejo carguero de la compañía naviera France-Orient que navega con pabellón panameño y cuyo capitán, un cantonés apuesto y taciturno llamado Su Tzu, ya había recibido instrucciones de Lévy respecto a su único y ocasional pasajero.
El Nantucket transporta fertilizantes y herramientas para diversos puntos del mar Rojo y del océano Indico, un cargamento de coñac y vinos franceses con destino a Singapur y piezas de recambio para los telares de la fábrica del propio Lévy en Shanghai. El capitán Su Tzu, que habla un francés calmoso y musical, considera al Kim un huésped especial y le prodiga toda clase de atenciones; pone a su disposición un camarero que le servirá las comidas en el camarote, hará su cama, lavará su ropa y le proporcionará whisky y cigarrillos americanos. Contrariamente a lo que esperaba el Kim, el capitán Su Tzu no muestra el menor interés en saber por qué su extraño pasajero escogió viajar a Shanghai en un buque de carga pudiendo hacerlo más rápida y cómodamente por otros medios. Horas después de la partida, los dos ven caer la noche sobre Stromboli mientras conversan amigablemente en el castillo de proa. No tardan en descubrir su mutua afición al ajedrez y cada noche juegan una larga partida en la cabina del capitán.
Su Tzu tiene treinta y ocho años y es un chino alto, de rasgos escasamente orientales y de una elegancia y una gestualidad más bien occidentales; sólo sus párpados pesarosos y lentos, su mirada ensimismada y su boca sensual revelan su origen cantonés. Su discreción y su cortesía, incluso en el trato con la tripulación, impresionan gratamente al Kim, acaso porque éste acaba de abandonar en Francia un nido de alacranes, aquella crispación y aquella soterrada violencia de los exiliados españoles discutiendo en reuniones interminables.
El Nantucket cruza el Mediterráneo sin novedad, con escalas en Túnez y en Port Said antes de penetrar en el canal de Suez y seguidamente en el mar Rojo, hasta alcanzar el golfo de Adén. Hace una breve escala en Djibouti y sigue su rumbo por el océano índico bordeando Ceilán, emboca el estrecho de Malaca afrontando violentas rachas de viento que superan los 70 nudos y tormentas de granizo y lluvia, y recala en Singapur un atardecer de calor bochornoso. Dos días después, dejando las costas de Borneo a estribor, el Nantucket navega hacia el norte, ya con el mar en calma, y se adentra por fin en los mares de China y en noches más cálidas y estrelladas, más propicias a la ensoñación y al ajedrez.
El viejo carguero navega lento y pesado. Su fatigada popa, con churretones de óxido y grasa, ofrece a la curiosidad ociosa de los melancólicos pasajeros del trasatlántico con el que se cruza un deplorable aspecto barbudo y senil. Pero, ¿habéis estado nunca en la proa de un barco a la luz de la luna, siquiera en un carguero cochambroso como éste, acodados a la borda y con la brisa del mar en la cara, alcanzando a ver mucho más que un vasto espejo de aguas plateadas bajo la noche estrellada, mucho más que océano y noche…? Si alguna vez habéis amado un horizonte, sabréis de qué os hablo.
El pasajero insomne del Nantucket contempla también la espuma marina que festonea la quilla del buque abriéndose paso contra las olas, mientras su memoria habitada por espantos y fogonazos intenta recuperar el fraseo sencillo de una melodía romántica que floreció en nuestros corazones durante la guerra, una vieja canción que le unió para siempre a esta ciudad, a tu madre y a los amigos. Más tarde, fumando un cigarrillo apoyado en la barandilla de estribor, presiente en la lejanía de la costa asiática un culebreo de luces y el aroma soñado de una nueva vida. Pero una vez más no capta la señal del destino en forma de nube negra que desciende lentamente sobre el barco y amenaza con envolverlo. El carguero acaba de dejar a popa las islas de Indonesia, el mar está en calma y no hay indicios de tormenta, pero un telón tenebroso ha caído silenciosamente ocultando la noche estrellada. Se trata, según el capitán Su Tzu, de una nube ligeramente tóxica que viene siguiendo al Nantucket como un perro desde hace varios días, y que monsieur Franch, si me permite decirlo, añade Su Tzu con una sonrisa, no advirtió porque ni una sola vez, desde que embarcó en Marsella, ni una sola, ha mirado hacia atrás.
– Llevo ya demasiados años mirando a mis espaldas, capitán -dice el Kim devolviéndole la sonrisa-. Y estoy convencido de que no es bueno.
– Tal vez tenga usted razón -dice Su Tzu con su fuerte acento cantonés y un deje de tristeza-. Este humilde servidor, en cambio, si no mirara atrás a menudo, no podría seguir adelante. Y le ruego disculpe esta confidencia, monsieur.
La espesa tiniebla, que finalmente acaba por envolver al carguero, se formó probablemente en las costas de Somalia, en el confín occidental del índico, le explica Su Tzu:
– Mañana se habrá esfumado sin dejar rastro, y aparte del desagradable olor dulzón y del leve cosquilleo que produce en ojos y garganta, es más nocivo para el espíritu que para el cuerpo. -Y el capitán añade con una sonrisa ahora enigmática-: Algunos marineros muy supersticiosos de la Malasia creen ver en esa nube el anuncio de una traición.
El Kim apura su cigarrillo, lo tira por la borda y mira fijamente a los ojos del chino. Dice:
– ¿Y usted también lo cree, capitán?
– Lo que un servidor crea o deje de creer no importa demasiado, monsieur. ¿No le parece que aquí en cubierta el calor resulta agobiante…? Le propongo una partida junto al ventilador de mi cabina.
El Kim espera unos segundos y dice:
– ¿Puedo hacerle una pregunta tal vez indiscreta, capitán Su? ¿Mantiene usted con monsieur Lévy, su patrón, una relación de amistad o simplemente profesional?
El capitán parece, de pronto, más interesado en captar alguna anomalía en el ruido de motores que sube desde el vientre del buque que en la pregunta casi impertinente del Kim: durante un rato escucha e interpreta el sordo y monótono rumor de máquinas con expresión poco complaciente, y finalmente vuelve los ojos hacia su pasajero.
– ¿Sabe usted que este viejo buque tiene asma? -dice recuperando su sonrisa afable-. Y bien, ¿qué me dice de la partida?
– De acuerdo. Le daré otra oportunidad.
Desde hace varios días, el Kim espera hacerse con el libro de tapas amarillas que Lévy quiere recuperar. Y ni las evasivas palabras ni el extraño comportamiento del capitán Su Tzu, ni esta nube supuestamente preñada con la fetidez de la traición, conseguirán debilitar su voluntad firmemente anclada en el futuro, ni por supuesto alterar lo más mínimo el rumbo del Nantucket.
El viaje prosigue sin incidentes y una mañana el Kim se despierta en su litera empapado de sudor; el termómetro de su camarote marca cuarenta grados. El buque recala en Saigón para cargar una partida de arroz y té de jazmín y zarpa de nuevo hacia Hong Kong, donde los buenos oficios del capitán Su Tzu consiguen para el Kim el visado que le permite entrar en la China nacionalista. Luego el Nantucket navega por el mar Meridional y pasado el estrecho de Formosa inicia la etapa final que le llevará en la mañana del 27 de julio a echar el ancla en el río Huang-p’u.
Pero antes de ese día, cuando el carguero está bordeando las costas de Taiwán, al Kim se le presenta inesperadamente la ocasión de hacerse con el libro de Lévy. La noche es húmeda y calurosa y amenaza tormenta. Su Tzu y su invitado han terminado una partida de ajedrez y abandonan la cabina para fumarse un cigarrillo acodados a la borda, viendo cómo se aproxima la lluvia y los relámpagos por el noroeste; entonces aparece el segundo oficial y requiere al capitán en la sala de máquinas para un asunto urgente: dos marineros malayos se han enzarzado en una pelea a cuchillo de consecuencias graves. Su Tzu se disculpa y se va, justo en el momento que empieza a caer una tromba de agua y el Kim se refugia de nuevo en la cabina del capitán. La ocasión no puede ser más propicia. Repasa con la vista los lomos de los libros en la estantería. No enciende la luz y recibe solamente la suave claridad de un farol exterior que entra por el ojo de buey. Ve en el estante dos libros de tapas amarillas, y el primero que abre -casi sin querer, ayudado por un brusco balanceo del barco-no es el que busca, no es un libro chino, sino griego y de versos. Y de nuevo la señal que no quiere admitir, la de un cambio de rumbo, un nuevo giro que le propone el destino, salta de las páginas abiertas al azar ante sus ojos, reteniendo su atención. Durante medio minuto, el sordo fragor de máquinas en la entraña del Nantucket repercute en sus nervios y le hace pensar en el capitán Su Tzu, en su extraña gentileza y en sus elocuentes silencios, y, sin saber por qué, en esa pulsión subterránea y monótona del quebrantado carguero presiente la huida ya consumada del tiempo, el eco último de la precaria esperanza que lo ha traído hasta aquí, en medio del viento y las olas enfurecidas, para poner en sus manos un libro abierto en la página 77, más por efecto de un fortuito golpe de mar que por decisión propia.
Y si en este momento hubiéramos estado allí, muchachos, si hubiéramos podido deslizamos furtivamente en la cabina del capitán y permanecer al lado del Kim compartiendo con él las sombras y los relámpagos bajo el fragor de la tormenta, sin duda la curiosidad nos habría empujado a echar una ojeada por encima de su hombro y, durante apenas medio minuto, un instante tan breve que sin embargo ya es eterno en el corazón del tiempo y de los hombres, habríamos descifrado juntos lo que esta noche el azar puso en sus manos:
Dices: «Iré a otras tierras, a otros mares.
Buscaré una ciudad mejor que ésta
en la que mis afanes no se cumplieron nunca,
frío sepulcro de mi sentimiento.
¿Hasta cuándo errará mi alma en este laberinto?
Mire hacia donde mire, sólo veo
la negra ruina de mi vida,
tiempo ya consumido que aquí desperdicié.»
No existen para ti otras tierras, otros mares.
Esta ciudad irá donde tú vayas.
Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo
arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo
en idéntica casa.
Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,
ni barcos ni caminos que te libren de ella.
Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:
en todo el mundo la desbarataste.
Lento y escorado, como si remolcara bajo la lluvia jirones de su propia herrumbre y la memoria muerta de otras singladuras, otras latitudes más templadas, el viejo Nantucket navega rumbo a Shanghai.
– ¡Si me obligáis a comer todo esto, vomito aquí mismo sobre la cama!
– chilló Susana.
Tanto tiempo postrada y tan mimada por su madre a todas horas, había aprendido a ejercer una suave y caprichosa tiranía que ahora aplicaba contra Forcat y las formidables meriendas que le preparaba, la para ella temible bandeja con el gran vaso de leche, el huevo pasado por agua y las tostadas con mermelada.
– Cómete el huevo por lo menos -dijo Forcat-. Yo le quito la cáscara, mira.
– No quiero más huevos. ¡Estoy harta de huevos pasados por agua!
Era la discusión de siempre y yo me quedé un poco embobado mirando la rara mansedumbre de su frente enmarcada en los negros cabellos, su boca siempre entreabierta y levantisca, el grosor y la perfección del labio superior, y ella me increpó:
– ¡¿Y tú qué miras, niño?!
– ¿Lo prefieres crudo, en un vasito de málaga? -sugirió Forcat-. ¿O quieres que te haga una estupenda tortilla de alcachofas, o de berenjenas?
– ¡Mierda y mierda! ¡No quiero nada!
– Ya sabes lo que dice el médico -insistió él-. Muchos huevos y mucha leche… Musssa lessse y mussso güevo, que dicen los Chacón. Mussassa, come mussso si quiere ponete güeña, rollissa y pressiossa…
A menudo Forcat terminaba por hacerla sonreír, pero no siempre conseguía hacerla comer. Sentado en la cama junto a la bandeja, sus dedos de piel manchada seguían descascarando el huevo mientras pacientemente argumentaba toda clase de razones para convencer a Susana de que debía comer.
La primera vez que reparé en las manos de Forcat con verdadera curiosidad no fue solamente porque me intrigara su piel de distinta coloración, sino porque, de un modo que en cierto sentido no me sorprendió, aunque luego se revelaría equívoco, las tenía posadas efusivamente en las rodillas de la señora Anita. Era un domingo al mediodía, yo había estado haciendo compañía a Susana y ya me iba porque tenía una cita con Finito para subir juntos al parque Güell a buscar eucaliptos para la olla y de paso traer ginesta para adornar la galería. En el corredor, pasando ante la puerta abierta del dormitorio de la señora Anita, vi a los dos junto a la mesilla de noche, Forcat sentado en una silla y ella en el borde de la cama, descalza y con las piernas cruzadas asomando por la bata entreabierta, las manos de él sobre la rodilla encabalgada. Apenas tuve tiempo de fijarme, pero ya en esta primera y fugaz ojeada noté algo en la actitud de ambos que no encajaba con lo que ya me figuraba desde hacía algún tiempo: las manos solícitas de Forcat no parecían exactamente las de un hombre que está acariciando unas piernas bonitas, y tampoco el comportamiento de la señora Anita, arreglándose las uñas con una lima, indiferente por completo al quehacer de las manos, parecía el de una mujer que se deja acariciar. Pero la impresión fue demasiado rápida. Creí que no me habían visto y seguí mi camino, cuando la voz de ella me retuvo:
– Daniel, guapo, ¿ya te vas?
– Sí, señora.
– Ven un momento, ¿quieres?
Retrocedí hasta el umbral del dormitorio. Las rodillas brillaban tenuemente en la penumbra, las manos de Forcat se habían apartado un poco y ahora volvían a ellas con una solicitud calmosa, un extraño fervor. Creí percibir en el cuarto un olor a alcachofa cruda, sin que nada en absoluto justificara esa rara percepción. La señora Anita me preguntó si los hermanos Chacón seguían aún en la calle, le dije que me esperaban y entonces ella me pidió que le hiciéramos el favor de traer eucaliptos, que se le habían acabado, y contesté que ya lo sabía por Susana y que precisamente íbamos al parque Güell con esa intención.
– ¡Daniel y los leones! -me sonrió muy contenta-. No sé qué haría sin ti.
Observé que en realidad las manos de Forcat apenas rozaban la rodilla de la señora Anita, era más bien como si con ese gesto quisiera preservarla de algo, de la luz o del aire o quién sabe qué; o como si las propias manos protectoras, tan despellejadas y desvalidas, buscaran alguna clase de alivio a la vera de la rodilla desnuda. En todo caso, cualquiera que fuese su intención, aquellas manos no parecían el instrumento de ninguna caricia, y si lo eran, significaba para mí algo nuevo y perturbador, pues ni siquiera tocaban la piel. Encorvado en la silla y abstraído, poniendo en su cometido la mayor atención, Forcat no volvió los ojos hacia mí ni una sola vez. Llegué a sentirme un poco aturdido: aquello no se ajustaba a ciertas tórridas escenas que más de una vez, cuando la pareja nos dejaba a solas en la galería a Susana y a mí, pasaban por mi imaginación, y por la de la enferma seguro que también. Aquello parecía -me sentía por aquel entonces fuertemente atraído a pensarlo- algo peor.
– Ah, y de paso me traes una peseta de hielo y una garrafita de vino
– añadió ella-. La garrafa y el dinero están en la mesa del comedor.
– La dejaré en la taberna y la recogeré a la vuelta.
– Eres un cielo, Daniel. -Volvió los ojos hacia Forcat sin dejar de limarse las uñas-. ¿Verdad que este chico es un encanto?
Forcat no dijo nada. Cuando me disponía a marchar, la señora Anita descruzó las rodillas pero él siguió cubriendo la misma, la izquierda, con ambas manos y tan paciente y tan ensimismado que parecía un afilador volcado sobre su humilde tarea manual, algo que días después aún me estaba preguntando qué sería, si una caricia singular o un juego o un rito secreto, o acaso todo eso a la vez.
Este domingo la madre de Susana no fue al Mundial, había convenido con la otra taquillera del cine un intercambio y tenía la tarde libre. Hacia las cinco, cuando Susana y yo esperábamos a Forcat en la galería, oímos un taconeo apresurado.
– Susanita, vamos a salir un rato. -La señora Anita entró ciñéndose el ancho cinturón blanco que la hacía tan esbelta. Llevaba un airoso vestido estampado con botones blancos de arriba abajo, zapatos blancos de tacón alto y un collar de corales. Lucía medias finas de gruesa costura, se había pintado los labios y estaba muy guapa con su rubia melena rizada. Me quedé un poco embobado mirándola y me sonrió -: ¿Te quedarás a hacerle compañía a mi niña hasta que volvamos?
– Sí, señora.
– ¿Adónde vas? -dijo Susana.
– A pasear por las Ramblas y el puerto, creo.
– ¿Sola?
– Claro que no. Con el señor Forcat.
– ¿Con el señor Forcat? ¿Y nosotros qué?
– Ah, lo siento mucho. Esta tarde me la dedica a mí.
Besó a su hija, se fue por el corredor y enseguida la vimos cruzar la verja del jardín en compañía de Forcat, que escudaba sus ojos tras las gafas de sol y vestía un sobado y grueso traje gris que debía resultarle caluroso. La señora Anita se colgó de su brazo y, volviéndose ágilmente para mirar por encima del hombro, levantó la pierna por detrás y con la otra mano enderezó la costura de la media, riéndose. Inmóvil, atento, un poco solemne, Forcat le ofrecía el brazo esperando que terminara el retoque.
Tras los cristales de la galería, Susana se echó a reír y dijo que formaban la pareja más ridícula y anticuada que jamás había visto.
Era la primera vez que salían juntos a la calle. Los Chacón no aparecieron en toda la tarde. Susana se abrazaba a su gato, pensativa, y me pidió que fuera en busca de un pintalabios de funda plateada que estaba en el cuarto de baño de su madre. Cuando se lo traje tiró el gato de felpa, se destapó y se arrodilló saltando sobre la cama, me enseñó los dientes agarrando el pintalabios con ambas manos y vi cómo su boca, repentinamente adulta tras los primeros toques, se encendía más y más a cada enérgica pasada de la barra de carmín. Luego bajó el volumen de la radio, volvió a meterse entre las sábanas y se durmió, y yo me cansé de dibujar y de contemplarla sin obtener más que desazón y ansiedad y me puse a hacer solitarios en la mesa camilla.
Forcat y la señora Anita regresaron al anochecer y parecían muy animados, ella no regañó a Susana al ver aquella formidable capa de carmín rojo cereza en sus labios, pero examinó su pañuelo por si contenía algún esputo, luego fue a cambiarse de ropa y volvió con un vaso de vino que se bebió de un trago, lo llenó de nuevo y se lo llevó a su cuarto con el cojín de encaje de bolillos. Mientras, en la cocina, Forcat preparaba algo para la cena. Al poco rato apareció en la galería sonriendo, las manos dentro de las amplias mangas del quimono, y, con cierto rebuscado misterio y en voz baja dijo:
– Susana, adivina lo que te traigo.
– Un frasco de colonia. No, un polo de limón.
Forcat se sentó en la cama.
– En el puerto hemos visitado un paquebote francés todo blanco, muy bonito -dijo-. El capitán es amigo mío y de tu padre. Mientras un oficial le enseñaba a tu madre la sala de fiestas, el capitán me dio esto para ti.
– ¿El capitán Su Tzu? -preguntó Susana.
– No. Otro capitán -sonrió Forcat y añadió -: Nuestro capitán Su Tzu está navegando cerca de las costas de Taiwán, ¿recuerdas?
– Sí… ¿Qué es esto?
– Ábrelo y lo sabrás.
Era un sobre marrón y sin franqueo que llevaba escrito, en una caligrafía que hizo que los ojos de la enferma se iluminaran súbitamente, el nombre de Susana. Dentro había una postal donde se veía una antigua pagoda china en la que se combinaban los colores amarillo, rojo y negro. El reverso traía la letra apretada y nerviosa del Kim:
Querida Susana, mantén vivo tu sueño. Cuando te escribo esta postal, en Barcelona serán las seis de la tarde y aquí en Shanghai es la una de la madrugada. Me gustaría que cada día, a las seis en punto de la tarde, pienses en mí, y yo aquí en este mismo instante pensaré en ti. ¿No te parece divertido? Así, nuestros pensamientos se unirán a través de mares y continentes en espera del día que podamos pasear juntos por el Jardín de las Alegrías. Recuerda: a las seis. Imagínate a tu padre sentado a esa hora en la barra del Silk Hat, el cabaret más elegante de Shanghai, con una copa de champán en la mano y escuchando una canción que a tu madre le gustaba mucho. Y brindando por ti. Estoy todavía de incógnito en esta maravillosa ciudad -por razones que ya te contaré algún día-, así que de momento prefiero que no me escribas. Recibe mil besos y come mucho para curarte pronto. ¡An miás (quiere decir en chino: dulces sueños). Tu padre que te quiere, Kim.
Susana deseaba un buen mapa para seguir el rumbo del Nantucket y un día los Chacón se presentaron en la torre con un atlas nuevo de trinca, que no supieron explicar de dónde procedía. Ella me pidió que trazara con lápiz rojo la derrota del buque sobre el azul intenso del mar, desde Marsella hasta Shanghai, a lo ancho de dos láminas y recalando en los puertos más importantes del Mediterráneo, del índico y de los mares de China. Luego supimos que Finito había robado el atlas a un escolar que le dio a guardar la cartera mientras buscaba a su madre en el Mercadillo, y Susana obligó a Finito a devolver el atlas; pero antes de hacerlo él dijo que era una lástima y propuso arrancar las láminas con la ruta del Nantucket. Susana reflexionó sobre el asunto y finalmente dijo que no, que el chaval se daría cuenta que faltaban hojas, y entonces sugirió que yo copiara la ruta en un papel de barba, con las costas, las ciudades y las islas utilizando colores distintos. Lo hice y Susana guardó el mapa en el cajón de su mesilla de noche junto con sus programas de cine y sus recortes, el cepillo del pelo, el espejo de mano y el esmalte nacarado para las uñas. Gingiol
Cuando le enseñamos el mapa a Forcat, éste me hizo ver un error señalando ante mis narices la costa occidental de la India con su largo dedo manchado: el Nantucket no había recalado en Bombay. La proximidad del dedo y su olor tan peculiar me sumió de nuevo en el desconcierto: esta vez me hizo pensar en la áspera fragancia de las hojas de la higuera.
Más tarde, al pararse a mi lado para echar un vistazo a los garabatos que pretendían representar a Susana en la cama, tuve ocasión de observar sus manos muy de cerca y durante un buen rato, mientras me hablaba:
– ¿Por qué no pruebas primero a perfilar la cama? ¿De verdad te gusta dibujar, Daniel? ¿O lo haces por complacer al cantamañanas de Blay? -Y bajando la voz añadió -: ¿Es eso lo que te gustaría ser de mayor, dibujante?
Su delgada sonrisa me animaba a la confidencia.
– No sé… Lo que me gustaría ser -dije ingenuamente-es pianista.
Me arrepentí en el acto de haberlo dicho, avergonzado ante la idea de que pudiera adivinar mi secreta vena romántica, mi confusa fascinación por ciertas sombrías imágenes de Antón Walbrook interpretando al piano el Concierto de Varsovia en medio del fragor del bombardeo y de los focos antiaéreos…
– ¿Pianista? ¡Vaya, eso es estupendo! -Forcat siguió un rato atento a las torpezas de mi lápiz y me vio torturar una y otra vez la colcha celeste, un poco descolgada del lecho porque me parecía lograr así cierto efectismo estético; pero se me resistían los pliegues, que yo pretendía tercamente copiar del natural. Y de pronto su mano me arrebató el lápiz y, con rapidísimos trazos y una soltura asombrosa, hizo surgir ante mis ojos unos pliegues largos y magníficos que tenían poco que ver con el original, pero que le otorgaban al cubrecama del dibujo una grávida elegancia y una textura tan real y convincente que yo nunca habría imaginado.
Por cierto que ésta fue la primera y única vez que le vimos exhibir sus habilidades con el lápiz. Me atizó un coscorrón y se fue a la cocina a servirse una taza de achicoria y a preparar la merienda de Susana, pero sus manos manejando el lápiz se quedaron un buen rato ante mis ojos y tan cerca que sentía en el rostro la cálida efusión de la sangre, la pulsión de sus venas abultadas y oscuras. En primer lugar, el suave olor a alcachofas que capté en el dormitorio de la señora Anita se confirmó plenamente; en realidad, yo nunca había sido consciente del olor de las alcachofas crudas, ni tampoco si ese olor era lo bastante intenso, característico e inconfundible como para distinguirlo de otros olores, y desde luego no me explico por qué esas manos elegantes pero de piel tan maltrecha me sugerían el olor de la alcachofa. Se trata de una convicción enquistada en el recuerdo, una particular devoción a mi propio jardín de la infancia. Ciertamente, hay no pocos aspectos de la personalidad de aquel hombre y de mi comportamiento hacia él que nunca supe explicarme. No he conocido a nadie en toda mi vida que haya sido capaz de suscitar tantas expectativas, tanta complicidad y gentileza ante formas muy diversas de sugestión con sólo apoyar la mano en tu hombro y mirarte a los ojos. Inmediatamente después de haber percibido ese aroma que sólo podría definir de forma tan precaria, contingente y devota, la mano que movió el lápiz ante mis narices con tanta maestría me envió también una calentura sosegada y persistente, su extraño fluido, suaves oleadas de una combustión vegetal que parecía nutrirse de la propia piel manchada; como si acabara de exponer la mano al calor de la estufa.
Más tarde, recostada entre el montón de cojines y con el volumen de la radio muy alto, Susana parecía adormilarse con una revista abierta en el regazo, junto al gran ramo de ginesta que Finito y Juan habían traído por la mañana. La tarde era soleada y hacía mucho viento, en el jardín las ramas desmelenadas del sauce azotaban la vidriera y Susana acabó por despabilarse y se desperezó sentada en el lecho. Había que esperar a Forcat y mientras tanto yo me entretenía perfilando sin la menor convicción la omnipresente chimenea y su ponzoñoso humo, la siniestra sombra amenazando a la enferma que había de suscitar la compasión de las autoridades, según las optimistas previsiones del capitán Blay, cuando, ya un poco impacientes tanto ella como yo porque esta tarde Forcat retrasaba sus quehaceres y por tanto la continuación de su relato, fuimos testigos de algo que no sé si calificar de pequeño prodigio o de vulgar juego de manos.
Ocurrió que el huésped de la señora Anita volvió de la cocina llevando ceremoniosamente la bandeja con la merienda de Susana. Con gestos pausados y medidos, envuelto en su quimono de seda, depositó la bandeja en la cama y se sentó al lado de Susana. Desganada como siempre y refunfuñando, la muchacha se enfrentó al gran vaso de leche de vaca y al bocadillo de pan con tomate y jamón vencida de antemano. En estos momentos yo la compadecía de veras; por la mañana ya le hacían tragarse un tazón de leche de vaca aún más grande y otro enorme bocadillo. La verdad es que las rebanadas de pan con tomate tenían siempre una pinta estupenda y pedían a gritos cómeme, Forcat las preparaba con mimo y era un sabio en estos menesteres, puedo decirlo porque más de una vez fui invitado a merendar con Susana; pero ella recibía invariablemente la bandeja con muecas de asco, y además hoy parecía muy cansada y más irritable que de costumbre, respiraba mal y a ratos se abandonaba a una somnolencia desasosegada. No quiso comer y tampoco probó la leche, a pesar de las súplicas de Forcat. La bandeja quedó sobre la cama y Susana se dedicó a cepillarse el pelo, pero lo dejó enseguida y empezó a buscar en la radio otra emisora con música. Sentado en el borde del lecho, Forcat volvió a la carga:
– Si no comes, nunca sabrás cómo llegó tu padre a Shanghai ni porqué su amigo Lévy le pidió que robara para él un libro…
– ¿Por qué le pidió eso?
– No te lo imaginas. Te va a sorprender.
Susana bajó la vista, enfurruñada. Reflexionó un rato y dijo:
– ¿Por qué no vino primero aquí, para irnos juntos? Yo entonces aún podía viajar estando enferma…
– No podías. Y él embarcó para una misión muy especial y peligrosa. Tenía que ir solo.
– Yo nunca he viajado en barco, pero seguro que no me mareo… Seguro.
– Te cuento el resto si te bebes la leche y pruebas a zamparte por lo menos una rebanada de pan, sólo una. Y el jamón, que es muy caro y a tu madre no le regalan el dinero. Anda, sé buena chica…
– Menos cuento, va -cortó Susana-. Sólo quiero saber una cosa.
– Qué.
– ¿Es alto mi padre?
– ¿Es que ya no te acuerdas?
– Aquella noche que vino a verme estaba agachado… -El Kim es más bien alto.
– ¿Cómo iba vestido cuando subió al barco que lo llevó a Shanghai?
Forcat escondió las manos en las mangas del quimono y ladeó la cabeza sonriendo:
– Aja, niña, eso no vale. Ya son dos las cosas que quieres saber. Tendrás que pagar. Un bocado o un sorbo de leche, escoge. -Se volvió hacia mí-. ¿No crees que si quiere satisfacer su curiosidad debe pagar, Dani?
– Claro -dije-. Se pondrá muy gorda, pero que pague. Sí, que pague.
– ¡Tú calla, mocoso, y a ver si terminas esta mierda de dibujo!
Agarró las tijeras y las blandió contra mí, pero se calmó enseguida y se puso a recortar una foto de la revista en la que se veía a Judy Garland siguiendo el camino de las baldosas amarillas. Luego tiró las tijeras sobre la cama, miró a Forcat con ojos furiosos y gritó:
– ¡Me importa un bledo ese asqueroso barco y los que van en él! ¡¿Supones acaso que me chifla todo lo que se refiere a mi padre?! ¡¿Crees que no sabemos vivir sin él en esta casa, eh?! -Forcat no dijo nada y ella añadió -: ¡Por mí ya se puede ir adonde quiera, en barco, en avión o en patinete, no le necesito para nada!
– Cálmate -dijo él-. ¿Por qué te comportas así? Normalmente eres una chica dulce y obediente…
– ¡No quiero ser una chica dulce y obediente, a la mierda con las chicas dulces y obedientes, ¿te enteras?!
– Enterado.
Susana calló un rato, estuvo manoseando su gato de felpa y luego dijo:
– ¿Y has estado en muchos sitios con mi padre? ¿En Shanghai también?
– Estuve mucho antes que él. De joven fui camarero en un barco y viajé mucho. Conozco la ciudad como la palma de mi mano.
Susana me miró y después miró la bandeja con la merienda.
– Si no me crees -dijo Forcat-, pregunta a tu madre.
– Ya lo hice -murmuró ella, y cerrando los ojos añadió -: Pero la leche y la sobrealimentación esa que dice el doctor Barjau te la metes en el culo. Si me zampo este bocadillo, vomito, fíjate.
– No digas tonterías. Vomitarás algún día en un barco, eso sí, y de verdad que me gustaría verlo… Bebe la leche por lo menos, mientras te cuento algo que te va a interesar.
Susana abrazó el gato y no dijo nada, se miró detenidamente las uñas nacaradas, acomodó la almohada a su espalda y después, con evidente desgana y muy despacio, alargó el brazo y alcanzó el vaso de leche. Pero la leche se había enfriado y volvió a dejar el vaso con un mohín no sé si de contrariedad o de alivio.
– Grrrrr… La leche fría me repugna a más no poder.
– Veamos.
Entonces ocurrió. Forcat cogió el vaso y lo sostuvo rodeándolo con ambas manos muy delicadamente, como si temiera dejarlo caer pero al mismo tiempo no quisiera tocarlo -como si el vaso, contrariamente a lo que había dicho Susana, quemara-, y permaneció así quieto durante dos o tres minutos. Me acordé de sus manos rondando las rodillas de la señora Anita: el mismo fervor y la misma concentración en el gesto, la misma tensión en el cuerpo.
Cuando devolvió el vaso a Susana, la leche estaba caliente. Susana no se lo creía y yo tampoco, hasta que toqué el vaso. A mí me han hecho comulgar con ruedas de molino muchas veces en mi vida, pero juro por mi madre que aquella tarde no: Susana y yo metimos el dedo en la leche y pudimos comprobar que ardía como si acabara de ser retirada del fuego.
Estábamos en la cabina del capitán Su Tzu, si no recuerdo mal, en el momento en que el Kim, después de devolver al estante el libro de tapas amarillas, pues no es el que busca, abre el otro y ve en su interior las bellas ilustraciones que Lévy le mencionó.
La tormenta ha pasado y se aleja rápidamente a estribor, el cielo se abre y de nuevo brillan las estrellas. El Kim se arrima al ojo de buey buscando más luz y hojea el libro; tal como Lévy le dijo, en la primera página, junto a una dedicatoria personal en tinta roja y caracteres chinos, hay una mancha de carmín. La penumbra le impide ver la mancha con claridad, pero sabe que el libro que tiene en las manos es el que interesa a Lévy. Entonces cree oír un ruido a su espalda y se vuelve; no ve a nadie. La puerta de la cabina, entornada, golpea con intermitencia en el quicio, y al otro lado del ojo de buey, donde el mar oscila suavemente bajo la luz de la luna como un gran párpado plateado, una sombra furtiva se esfuma.
Vuelve a su camarote con el libro y poco después, echado en la litera, lo abre de nuevo y observa el borrón de carmín con más detenimiento. En realidad no es una mancha, sino dos: se trata de la marca de unos labios femeninos, el estampado perfecto de una boca pintada que depositó allí un beso carmesí, junto con la dedicatoria y la firma. ¿A quién iba dedicado este beso, a Michel Lévy o al capitán Su Tzu, o tal vez a ninguno de los dos…? Los labios se ofrecen risueños y carnosos, un poco abiertos y estriados, y parecen surgir de la nada, fantasmales y obsesivos. La rara perfección y la fuerza de la impronta transmiten la vida intensa y ardiente, el arrebato y el fuego que durante un breve instante abrasó la boca y que ésta grabó en la página, del mismo modo que se grababa ahora en la memoria del Kim: espectral y desflorada, surgida de la pálida nebulosa del papel como una herida.
Envuelve el libro en un jersey y lo guarda en su maleta. Dice el Kim que el resto del viaje por el mar de la China Meridional se le hizo interminable. Al anochecer, por entretenerse, mide en el reloj la duración del crepúsculo estático para comprobar que se prolonga casi más que la misma noche, confundiéndose con la aurora. Durante varios días sopla un viento del este que arde en la piel. La última noche a bordo, el capitán Su Tzu lo invita a cenar en su cabina y el Kim lo encuentra más reservado que de costumbre, pero cortés y amable como siempre.
A las ocho de la mañana del día siguiente el Nantucket avista la bahía de Hangzhow y poco después de remontar las aguas fangosas y fatigadas del río Huang-p’u se dispone a atracar en el muelle sorteando un hervidero de lanchones y gabarras, pesqueros y juncos. Delante de un flamante Packard negro aparcado en el embarcadero, un asiático bajito y rechoncho impecablemente vestido espera al Kim: es Charlie Wong, el socio de Lévy, un híbrido sonriente y vivaz de francés e indochino que ya ha resuelto los trámites de la aduana antes de que el Kim desembarque. Mientras el Kim permanece acodado en la borda esperando que termine la maniobra de atraque, nuestros oídos captan por vez primera el vasto rumor de Shanghai y nuestros ojos maravillados no acaban de creerse lo que ven. Bajo un cielo intensamente azul, una hilera de soberbios rascacielos custodia la ciudad legendaria.
– Le estoy muy agradecido por sus atenciones -El Kim se despide del capitán Su Tzu y estrecha su mano-. Tal vez tengamos ocasión de volver a vernos, capitán, y entonces podré explicarle ciertas cosas.
Su Tzu sonríe gentilmente y se inclina.
– Los buenos amigos son malos mentirosos -dice-. Como en la poesía de Li Yan, ciertas cosas se manifiestan sin necesidad de nombrarlas.
– Estoy convencido. Dicen que mentir puede ser también una forma de respeto. Ha sido un placer conocerle, capitán.
– Buena suerte, monsieur.
– Lo mismo digo.
En medio del trajín frenético y del vocerío melodioso de los muelles, segundos antes de meterse en el automóvil que ha venido a recogerle, el Kim se siente atrapado en uno de esos instantes mágicos en que el corazón presiente cosas que la mente no alcanza a entender, y súbitamente lo asalta una certeza: lo que después de tan largo viaje le espera aquí, lo que él ya capta en el aire, porque de algún modo lo exuda el río pestilente y flota en la atmósfera húmeda y sofocante de Shanghai, no es lo que ha venido a buscar, no es el cumplimiento de una venganza o un ajuste de cuentas con la historia, no es la bala certera que un criminal se merece o la compasión por el amigo inválido, y ni siquiera es el anhelo o la esperanza de traerse a Susana un día no muy lejano, sino algo mucho más hondo y secretamente desesperado: el deseo inconfesado, la dolorida ansiedad de borrar con esa última bala todo vestigio de un pasado que le abruma, lograr que desaparezca de una vez el menor rastro de una humillante e interminable derrota personal. Matarse él al matar a Kruger, a eso ha venido: una bala para dos.
Chen Jing Fang, la esposa de Michel Lévy, le recibe en la terraza-jardín de su lujoso apartamento, uno de los pisos altos de un rascacielos del Bund próximo a Nanking Road. Su acogida es cortés, pero reticente; acata las instrucciones de su marido, dará hospitalidad al Kim y dejará que la custodie día y noche, pero no comparte su preocupación ni ve la necesidad de ser protegida.
– No me siento amenazada por nadie ni por nada… ¿Me escucha, monsieur? -añade Chen Jing viéndole absorto.
El Kim parece volver en sí, sin dejar de mirarla.
– Disculpe -dice-. Haré todo lo posible para no causarle molestias en mi trabajo, pero su marido tiene razones para hacer lo que hace. El peligro es real, madame, y todas las precauciones serán pocas.
La mujer de Lévy es una china de veinticuatro años y singular belleza, un poco hierática y altiva. Viste un elegante chipao de seda celeste y cuello alto, sin mangas y abierto en los costados, y lleva el pelo negrísimo recogido en un moño traspasado por agujas de jade. Al igual que le había pasado ante la primera visión de la ciudad de Shanghai desde la cubierta del Nantucket, el Kim siente ahora repentinamente la necesidad de rearmar su precario concepto del destino que lo ha traído hasta aquí, frente a esta hermosa china. Detenidamente, como si estuviera reconociendo una por una las facciones de alguien que cree haber visto hace muchos años o acaso haber soñado, el Kim admira la hermosa frente nacarada, las cejas finas y altas, los ojos de miel, la barbilla suavemente replegada y, sobre todo, la boca con su rojo destello de carmín: nada más verla, sabe que esa boca de labios llenos es la misma boca espectral y misteriosa que arde amorosamente entre las páginas del libro robado en el Nantucket. ¿Por qué estaba el calco de esa boca secuestrado en la cabina remota de un sucio carguero, navegando incesantemente de un mar a otro como si alguien intentara así preservar su antiguo fuego…?
Ante las precauciones que aconseja tomar el Kim respecto a su seguridad personal, Chen Jing sonríe discretamente, tal vez convencida, pero es una sonrisa fría y enigmática. Luego le anuncia que su habitación de huéspedes está dispuesta y llama a un viejo sirviente chino que responde al nombre de Deng. En la casa hay también una doncella siamesa, un cocinero y la Ayi , una especie de chacha de confianza al servicio particular de la señora, según el Kim no tardará en saber. Chen Jing habla un francés sosegado y nada gutural, con una cadencia suave y una voz espigada y luminosa. Se educó en el lycée français de Shanghai y procede de una familia de ricos comerciantes de Tianjin que en los años veinte prosperó rápidamente al instalarse en pleno corazón de la concesión francesa, en la rue du Consulat, traficando con opio.
Antes de retirarse, Chen Jing advierte al Kim que sus muchos compromisos sociales la obligan a salir casi todas las noches. Hoy mismo tiene que asistir a un cóctel en el Cathay Hotel.
– Supongo que querrá usted acompañarme -añade dirigiendo su parsimoniosa mirada al traje bastante arrugado de su huésped-. Pero sin duda lo que ahora desea es disfrutar de un buen baño y descansar un rato. Deng le atenderá en todo lo que necesite… Le doy la bienvenida y espero que se encuentre a gusto en mi casa, monsieur Franch.
– Y yo espero no causarle demasiadas molestias, madame.
En su habitación, mientras Deng le prepara el baño, el Kim vacía la maleta y discretamente pone a recaudo el libro de Lévy sustraído. Repite el nombre mentalmente: Chen Jing Fang, y se dice qué bien suena, una suave caricia en los oídos y en la sombría memoria de lo que le trae aquí, preservarla de cualquier peligro, Jing la quietud, y Fang la fragancia. La habitación es amplia y luminosa y flota en ella un aroma dulce y amansado de muebles y objetos laqueados. La gran puerta corredera de cristal abierta a la terraza deja penetrar también la delicada fragancia de las flores, y el Kim sale a contemplar el río que se retuerce como una serpiente hacia el este de la ciudad bajo una neblina azulosa.
Conforme avanzaba en el dibujo de Susana sentía crecer en mi interior una sensación de dependencia y cada día me veía más prisionero de un decorado venal y falso, una escenografía artificiosa que de ningún modo hacía justicia a las delirantes expectativas del capitán Blay ni a las apasionantes historias que nos contaba Forcat al atardecer: mi Susana en colores nunca sería el pálido espectro de la muerte que quería el capitán ni la delicada muñeca de porcelana y de seda que la propia Susana quería enviar a su padre. Yo no era capaz de reflejar siquiera el entorno; había diseñado la galería como si fuera un invernadero, tal como la veía, pero en ese invernadero nada podía florecer; había intentado reproducir en el papel la frente tersa de Susana y también la rosa aterciopelada y cada día más encendida de sus mejillas, y sólo conseguí el pálido remedo de una pepona sin vida. Lo había comentado con los Chacón: día tras día, la enfermedad la hacía más hermosa y más amiga, más nuestra, más a la medida de nuestras calenturas; transpiraba una sensualidad contagiosa, húmeda y cálida, que de algún modo yo me propuse apresar con el lápiz y que naturalmente no conseguí.
Éste era el dibujo para el capitán Blay y que Susana llamaba burlonamente «el dibujo de la pobre tísica birriosa y la babosa chimenea». El otro, destinado a su padre, apenas lo tenía esbozado y se me antojaba mucho más difícil. Una noche soñé que rompía ese dibujo en mil pedazos y que empezaba a trazar en tinta china la desgarbada silueta del Nantucket navegando hacia Extremo Oriente llevándonos a Susana y a mí de polizones, acurrucados en un rincón de la bodega.
– ¿Quieres oír los ruiditos que hace mi pulmón enfermo? -dijo Susana.
– ¿Se pueden oír…?
– Pues claro, borrico. Ven, acércate. Siéntate aquí, a mi lado. No tengas miedo, hombre, que no te infectaré con mis microbios…
Echó la cabeza atrás y me ordenó pegar la oreja a la altura de su esternón. Lo que hice con toda clase de prevenciones. Contuve la respiración. Entonces ella cogió mi cabeza con ambas manos, la bajó un poco y, moviéndola suavemente en sentido rotativo, con una parsimonia no exenta de energía, la restregó sobre su pecho izquierdo.
– ¿Lo oyes? -me preguntó, y yo no pude evitar un resoplido-. ¿Qué te pasa, atontado, vas a estornudar…?
– Pues no sé, me parece oír algo ahí dentro, pero no sé…
– ¿Sí o no? Pon la cabeza bien, así… Dicen que es como un zumbido en una caverna. ¿Lo oyes…?
– ¿Como un zumbido?
Ahora podía oír su corazón. Y el mío. Insistí:
– ¿Has dicho como un zumbido…?
– Sí, eso he dicho, ¿estás sordo, niño?
– Bueno, pues lo que oigo ahora… no es como un zumbido. A ver, espera un momento…
– Pues yo te digo que es como un zumbido. Para bien la oreja, bobo. ¿Lo tienes o no? -Movió suavemente mi atolondrada cabeza con sus manos, centrando la mejilla sobre el pecho que ardía como el hielo-. ¿Qué te pasa, tienes tapones en los oídos o estás como una tapia?
Una oleada de calor me subió a la cara y un desasosiego creciente se apoderó de mí, como si a través del pecho erguido de Susana el carcomido pulmón me transmitiera su fiebre maligna y su encono. Sentí en la mejilla la suave firmeza del pecho y el rebrinco del pezón, y cerré los ojos; pero ella no parecía estar en eso, no esquivó el contacto ni apartó mi cabeza, y su voz era fría y desdeñosa:
– ¿Oyes algo o no, niño? Venga, espabila. ¿Y por aquí…? -Sus manos volvieron a desplazar mi cabeza, y el pezón cada vez más duro y firme seguía rebrincando bajo la fina tela del camisón-. ¿Lo oyes ahora? ¿Y aquí…?
– Algo, pero… con claridad, no. Todavía no. Solté otro resoplido y ella dijo:
– ¿Qué haces, te estás durmiendo o qué? -Cogió mi mano y la llevó a su frente-. ¿Notas la fiebre? Siempre esta mierda de decimitas… Bueno, qué, ¿no oyes nada?
– Sí, ahora creo que sí. Espera…
– ¡Anda ya, listo, vete a hacer gárgaras!
Bruscamente apartó mi cabeza y al verme colorado, supongo, al detectar en mis ojos la excitación, se echó a reír, recuperó su gato de felpa, me dio la espalda y encendió la radio de la mesilla de noche.
Después se levantó para rehacer un poco la cama y alisar la colcha, y yo me senté de nuevo en la mesa camilla.
– Daniel -dijo Susana al cabo de un rato, ya recostada en el lecho-. ¿Sabes qué he pensado?
– Qué.
– He pensado que en el otro dibujo, el bueno, quiero llevar un vestido como el de Chen Jing para darle una sorpresa a mi padre… Ese vestido tan bonito, ajustado y con cortes en la falda. Quiero que me dibujes echada en la cama vestida así y como adormilada, así, mira… ¿Me escuchas, atontado? ¡Pero qué chico más lelo!
– Perdona… ¿Y de qué color te gustaría?
– Verde -dijo-. O negro, totalmente negro y de seda natural… No, verde, verde. Y sin mangas y de cuello alto. ¿Qué te parece? ¿Me oyes, niño? ¿Estás en babia o qué?
Aún sentía en la mejilla la firmeza elástica y dulce de su pecho, y no podía, no quería pensar en otra cosa. Ella no insistió y se quedó tumbada en la cama pensando y poco después me pareció que se adormilaba con el gato en los brazos, pero en cierto momento noté sus ojos semicerrados y burlones mirándome por entre las orejas del felino y al ras de la colcha.
Cuando los días empezaron a ser calurosos, Forcat dejó de encender la estufa, aunque encima siguió humeando la olla con agua y eucaliptos que él calentaba en la cocina, y así mantenía húmeda la atmósfera de la galería, tal y como había aconsejado el doctor Barjau. Una tarde que llegué a la torre con retraso me encontré en la puerta a la señora Anita que se iba a trabajar y me dijo que la señora Conxa estaba con Susana y que Forcat aún dormía la siesta. Al asomarme a la galería vi a la mujer del capitán inclinada sobre Susana y frotando su espalda desnuda con una toalla que mojaba en una cacerola de agua previamente hervida con la flor del saúco. Decía la gorda Betibú que estas friegas eran buenísimas para reforzar la fibra pulmonar, para la circulación sanguínea y para la piel delicada de las niñas bonitas. Estaba de espaldas a mí y no me vio entrar, pero Susana, echada de bruces sobre la cama con el camisón bajado hasta la cintura, sí me vio parado en el umbral, y no dejó de mirarme con ojos maliciosos mientras se dejaba restregar la espalda enrojecida y húmeda, y cuando la Betibú le atizó una palmadita en el culo y le dijo: «Ara el pitet, maca», ella siguió mirándome con la misma insolencia burlona mientras se volteaba muy despacio tapándose apenas los pechos con el brazo, y me sacó la lengua. Entonces doña Conxa debió notar algo y se volvió, pero no le di tiempo a verme porque me eché para atrás y me senté a la mesa del comedor a esperar.
Como la sesión de friegas se prolongaba, abrí mi carpeta y tracé de memoria un apunte del gato de felpa sentado muy tieso en la cama como si custodiara la desfallecida cabeza de la enferma, y me salió bastante bien, salvo el hocico. Empezaba a hacer calor y las hierbas de la Betibú enardecían aún más la atmósfera. La gorda salió de la galería, llevó la cacerola a la cocina y luego pasó por mi lado sin verme, balanceándose sobre sus pesadas piernas y dejando en el aire un aroma enervante, una confusa mezcla de sudor y flores estrujadas.
Cuando entré en la galería, Susana estaba estirada boca arriba en la cama, destapada, con los pies desnudos y juntos, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. Me acerqué de puntillas a la cama y dije hola, pero no me contestó, permaneció completamente inmóvil haciéndose la muerta, de modo que pude observar impunemente y durante un buen rato la turbadora gravidez del camisón adherido a sus ingles, y también me fijé en su cuello blanco y largo, donde la nuez se movió furtivamente bajo la piel. Con los párpados cerrados, sus ojeras parecían más profundas y violáceas y su morbidez más acusada. La boca entreabierta dejaba ver una mancha roja en los dientes superiores. Enhiesta sobre el pecho, pinzada entre los dedos de la mano, una hoja de bloc con un mensaje para mí escrito con el pintalabios de su madre:
PRÍNCIPE BOBO
DAME UN BESO
Y DESPERTARÉ
Lo leí un par de veces, volví a mirar la boca entreabierta de la bella durmiente y los dientes con su leve marca sanguinolenta, la boca que ofrecía la savia de los sueños mezclada con la secreción de la tisis, y cuando por fin me decidí había perdido unos segundos decisivos, porque Susana abrió súbitamente los ojos y me dedicó aquella sonrisa esquinada que yo conocía tan bien. Deslizó la mano debajo de la almohada y sacó un pañuelo salpicado de manchas rojas que agitó frenéticamente ante mis ojos. Capté al instante el olor a agua de colonia del pañuelo y otro efluvio afrutado y graso cuyo origen debería haber adivinado, pero solamente supe ver con sobresalto los macabros esputos de sangre y eché instintivamente la cabeza para atrás. Intuí la broma enseguida, pero de nuevo ya era demasiado tarde y ella se reía agitando su pañuelo embaucador ante mis narices:
– No es más que carmín, idiota. Tontolaba. Panoli.