CAPÍTULO SEGUNDO

1

Poco antes de volverse completamente loco, el capitán Blay me pidió que dibujara a Susana en su lecho de tísica con mis lápices de colores. El capitán necesitaba un dibujo de esa niña enferma para un asunto de suma importancia. Ya había hablado con su madre, la señora Anita, dijo, y estaba conforme.

– ¿Podrías dibujarla sin tener que ir a su casa? ¿Dibujarla de memoria?

– me preguntó el capitán.

– Yo no sé dibujar de memoria.

– Lo decía por si te da miedo contagiarte…

– ¡Pues claro que no! ¡Ningún miedo!

– Entonces debes ir cuanto antes. Creo que no tardará en morir.

Iba el capitán muy estirado ese día, con la cabeza vendada y la gabardina abierta dejando ver el pijama. Me llevó a una papelería de la calle Providencia, me compró seis hojas de papel de barba y me explicó para qué quería el dibujo. Había decidido poner todo su empeño en recoger firmas entre el vecindario para un documento que estaba redactando y que pensaba presentar al Ayuntamiento denunciando la criminal fuga de gas de la plaza Rovira que amenazaba con envenenarnos a todos, y que ya estaba matando a los enfermos del pecho como la pobre Susana… Pero eso no era todo, me dijo: además de esa tufarada tóxica, a la que la gente más aborregada y ciega parecía haberse acostumbrado, había otra no menos degradante y perniciosa: la chimenea de la fábrica de plexiglás y celuloide, en la esquina de la calle Cerdeña. Era una chimenea de ladrillo rojo cuya altura no alcanzaba el mínimo que marca la ley, según el capitán, y que soltaba día y noche un pestilente humo negro que no conseguía elevarse y que tiznaba el barrio entero. Se había cansado de enviar al director de la fábrica Dolç S. A. montones de cartas pidiendo que alargaran la chimenea, sin obtener nunca respuesta, así que ahora estaba decidido a pasar al ataque: recogería firmas de los ciudadanos no sólo para combatir el olor a gas, sino también contra la chimenea. Tenía que ser una carta de denuncia contundente y apabullante, dijo, avalada por quinientas firmas como mínimo. Ya tenía las de Susana y su madre. La firma de la niña era importantísima y un testimonio de primer orden, añadió el capitán, porque la infeliz tiene los pulmones deshechos y necesita aire puro, y ese humo irrespirable está agravando su estado.

Yo conocía muy bien la chimenea y el patio trasero de la fábrica Dolç, con Finito y su hermano habíamos saltado muchas veces la tapia del almacén para coger del suelo trozos de cinturón de plexiglás que parecían serpientes de colores, peces y patitos de celuloide y pelotas de ping-pong con algún defecto de fabricación. Pero ya hacía de eso tres o cuatro años.

– Y además de la denuncia por escrito -insistió el capitán-, quiero presentar a estos mamones del Ayuntamiento algo más, y ahí es donde tú puedes ayudar. Tu madre me ha dicho que dibujas muy bien… Como sabes, la chimenea se alza detrás del jardín de esta pobre chica enferma, y todas las mañanas, al despertarse, un penacho de mierda negra le da los buenos días. He pensado que, junto con las firmas, para darle más fuerza a la cosa, un buen dibujo de Susanita agonizando en la cama y con la chimenea cerca echándole ese humo emponzoñado valdría más que todas las palabras…

– ¡Hala, capitán! ¿Quién está agonizando aquí?

– A ver si me entiendes, artista. ¡Hay que actuar con astucia! Tú me pintas a la niña tísica muy pálida y demacrada, muy triste, con esa frente suya que parece de porcelana, estirada en la cama y con los ojitos cerrados y la mano en el pecho, respirando con dificultad, así, mira…

– ¿Usted la ha visto? -le dije.

– Ayer le hice una visita con mi mujer.

– ¿Todavía vomita sangre?

– Delante de mí, no.

– Doña Conxa dice que la está curando con la flor del saúco, con friegas en el pecho y en la espalda.

– Mentira podrida. La flor del saúco cocida en agua solamente cura las almorranas de obispos y maricones, es cosa sabida. Y no me interrumpas, que el encargo que te hago es muy importante -gruñó el capitán cruzando la calle Martí-. Recuerda: tiene que ser un dibujo conmovedor, de hacer llorar. Y se tiene que ver el humo amenazador flotando sobre la enferma en su lecho de muerte, como una nube negra y fatal, y la chimenea roja como un peligro descomunal y monstruoso, como una maldición…

– ¿Y Susana se dejará dibujar?

– Su madre me dijo que la tenía casi convencida. -El capitán sacó del bolsillo de la gabardina un caliqueño retorcido-. Mañana por la mañana irás a su casa de parte mía y podrás empezar enseguida. Si necesitas más papel me lo dices. Lápices de colores ya tienes, supongo.

– ¿Lo quiere en color?

– Claro. ¿Cuándo lo tendrás terminado?

– Huy, no sé. Soy muy lento, me cuesta mucho.

– Con tal que el dibujo sea bueno… ¡Venga, chico, anímate! ¡A ver si te luces! ¡Vamos a joder a estos oligarcas del humo venenoso y del gas mortífero!

En la plaza se sentó un momento en un banco de piedra y partió el caliqueño en dos con un cortaplumas. Se guardó la mitad y encendió la otra mitad con una cerilla, protegiendo la llama con las manos sarmentosas y de espaldas a la acera del escape de gas. «Por si acaso», masculló. Las vendas ribeteadas de un hilo rojo que envolvían su cabeza estaban sucias; lo menos hacía dos semanas que no se las cambiaba, tal vez dormía con ellas. Los guantes de piel color tabaco con pespunte blanco, que hoy llevaba sujetos al cinturón de la gabardina, lucían en cambio impecables. De pronto el capitán se levantó del banco con aire despistado. Tanto tiempo camuflado de anónimo peatón arrollado por un tranvía, se me ocurrió que podría estar olvidando los rasgos de su propia cara. Gingiol

– Vámonos a casa a sacar punta a los lápices -propuso-. ¡Rápido!

– ¿No quería usted ir al bar?

– Y otra cosa: mañana, cuando vayas a la torre, llévale a Susana alguno de tus dibujos para que vea que eres un artista. ¡Andando, hay mucho que hacer!

Aquella noche no dormí pensando en la muchacha tísica y toda clase de temores y aprensiones me asaltaron. Oía su tos cavernosa podrida de microbios y la veía escupiendo furtivamente una saliva rosada en el pañuelo, un precioso pañuelo de batista que enseguida escondía debajo de la almohada. Imaginé también, ya de madrugada y flotando en una especie de duermevela, y con una intensidad y una precisión que nunca antes había gozado en mis delirios eróticos, sus pechos blancos como la nieve entre sábanas blancas y sus febriles muslos de leche cubiertos de una fina película de sudor y agitándose inquietos en el sueño.

2

Al día siguiente por la mañana me encaminé a la calle de las Camelias con mi carpeta de dibujos bajo el brazo. De sólo pensar en la niña tuberculosa me sentía abatido y febril y como si me faltara aire, ya vagamente contagiado. Más allá y por encima de la torre de Susana, el humo de la chimenea que tanto odiaba Blay no subía recto al cielo, sino que se derramaba como una baba negra alrededor de su boca y quedaba suspendido un buen rato en una ebullición repulsiva para luego ir desflecándose y caer sobre los tejados y los jardines próximos.

Encontré a los Chacón exponiendo su sobada mercancía sobre la acera, junto a la verja del jardín de Susana, y me entretuve un rato hojeando novelas de Edgar Wallace de la Colección Misterio. Había tres niños revolviendo el montón de maltrechos tebeos. El Mercadillo estaba a menos de cincuenta metros y algunas mujeres que venían a la compra con sus pequeños dejaban a éstos en el tenderete entretenidos en curiosear. A través del jardín vi a Susana detrás de los cristales de la galería, recostada en la cama con una toquilla azul sobre los hombros. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, pero no dormía ni parecía sufrir porque movía acompasadamente el brazo derecho, como si siguiera el ritmo de una música, sin duda de la radio.

Anuncié a Finito y a Juan que iba a hacerle un retrato a Susana por encargo del capitán, y primero no querían creerme y luego se sintieron recelosos y casi dolidos. Comprendí hasta qué punto los dos hermanos se consideraban guardianes exclusivos de la niña enferma y responsables de todo lo que pudiera pasar en torno al jardín y la torre.

– Está bien. Pero mucho cuidado, chaval -me previno Finito-. Si ves que se cansa, o que de golpe se queda triste, así como en babia, pensando en Dios sabe qué, debes irte enseguida -y sacó del bolsillo media docena de horquillas para el pelo-. Dale esto de mi parte. Y este almanaque de Rip Kirby que parece nuevo de trinca.

– ¿La has visto de cerca, has estado con ella? -le pregunté.

– A veces. Cuando está sola.

Cada tarde, incluidos domingos y festivos, me explicó Finito, la madre de Susana salía de casa a las tres y media para acudir al trabajo y no regresaba hasta las ocho por lo menos; siempre les pedía por favor que si venía alguien cogieran el recado. La señora Anita quería que su hija se levantara de la cama lo menos posible. La primera vez que Susana les abrió la puerta de la galería que daba al jardín fue porque ella misma los llamó; se había apagado la estufa, había que traer carbón del cobertizo y ellos lo hicieron. A veces iban porque les pedía algo para leer o eucaliptos para la olla que hervía sobre la estufa, porque la mareaban las flores de un jarrón o simplemente porque se aburría de estar sola.

– Así que pórtate bien con Susanita o lo pagarás caro -concluyó Finito abriendo la verja y franqueándome el paso-. Ya puedes entrar, capullo.

Mientras me adentraba por el pequeño y descuidado jardín, donde las matas de adelfas languidecían a la sombra del sauce y las húmedas rinconadas de lirios se pudrían faltas de sol, me pregunté cómo estos dos charnegos muertos de hambre habían podido adquirir aquella extraña autoridad al hablar de la tísica. Y una vez más me dije que, aunque apenas habían transcurrido cuatro meses desde los días infectados de gas en que solíamos juntarnos en el bar Comulada y en los billares del Juventud, era como si hubiesen pasado años.

3

La señora Anita me recibió con una bata de seda malva ribeteada de marabú ya sin lustre ni vigor, una toalla al hombro y un vaso de vino en la mano. Era de un pueblo de Almería cuyo nombre oí pronunciar por vez primera en boca del capitán Blay: Cuevas de Almanzora. Mantuvo la puerta abierta y me miró con un leve extravío en sus bonitos ojos de cielo velados por una tristeza. Tenía unos treinta y ocho años, el pelo rubio rizado y revuelto, un cuerpo menudo y vivaz y las pupilas más azules que yo jamás había visto. Su rostro fatigado, con los párpados grávidos y la boca despintada, reflejaba una dulzura inerme y agraviada.

– Vengo de parte del capitán Blay -dije-. Por el dibujo…

Me miró un rato como si no entendiera. Luego sonrió:

– Ah, sí. Pasa. Pero me parece que Susana aún no se ha decidido. Esta hija mía es un poco lunática, ¿sabes?

– Si quiere vuelvo otro día.

– No, no, pasa. -Tiró de mi brazo y cerró la puerta-. No se lo digas al pobre Blay, pero la verdad es que me parece una solemne tontería lo que se propone… Pero bueno, será un entretenimiento para la niña, tendrá compañía por las tardes, cuando yo no estoy. ¿Cómo te llamas, guapo?,

– Daniel.

– Daniel. Qué nombre más bonito. Mi Susana se habría llamado igual de haber sido un chico… ¡Daniel y los leones! Siempre me gustó. Bueno, sigue por este pasillo hasta el comedor, a la izquierda está la galería. -Alzando la voz y dirigiéndola al fondo del pasillo añadió -: ¡Cariño, es el chico del dibujo!

No hubo respuesta y yo no me moví. La música de la radio cesó.

– Anda, ven. -La señora Anita se colgó de mi brazo y me llevó-. Y no le hagas mucho caso si te pone mala cara. En realidad te estaba esperando.

Me acompañó un trecho, hasta el umbral de un dormitorio que supuse era el suyo, y me animó con una sonrisa a seguir yo solo hasta la galería. Por dentro, la torre no era tan grande como parecía vista desde fuera. Pero ya en esta primera visita, el corredor en penumbra me confundió: parecía interminable, tan largo que me produjo la extraña sensación, mientras avanzaba por él, de estar rebasando los límites de la torre y de adentrarme en otro ámbito. Caminaba bajo un techo alto de estucados roídos por una lepra y había en las paredes cuadros antiguos en artísticos marcos, espejos modernistas con nubes ciegas y por doquier figuras de mármol y de porcelana en pedestales, algunas descalabradas y acumulando polvo; capté el olor rancio de los muebles y recordé que los padres de Susana habían sido ricos. Los pesados muebles de caoba tenían un aire de armatostes inamovibles, rencorosos y de algún modo peligrosos; parecían los mudos testigos de un drama que hubiese tenido lugar aquí años atrás, y del cual ni Susana ni su madre se hubiesen aún repuesto. Me llegó también, según me acercaba a la galería, el aroma a eucalipto y la humedad cálida y enfermiza del ambiente: una densidad del aire y un olor que no había respirado en ninguna casa y que me produjo una mezcla de excitación y de aprensión. Decidí mantenerme a prudente distancia de la cama de la enferma. Cruzando el comedor vi una garrafa de vino destapada sobre la mesa, y enseguida, al asomar la cabeza a la galería, oí su voz:

– Pasa. ¡Deprisa, hombre, antes de que venga mamá!

La olla humeaba sobre la estufa y el sol pálido penetraba en la galería como en un acuario, bañando la pequeña cama de cabecera metálica arrimada a la pared y la mesilla de noche con un aparato de radio que era una reliquia. En el otro extremo había una mesa camilla, dos sillas y una mecedora blanca. En una de las sillas, de pie y apoyado contra la pared, un cojín con encaje de bolillos a medio hacer. Me sorprendió encontrar a la niña tísica sentada al borde de la cama con la espalda muy erguida, las piernas cruzadas y el camisón subido hasta las rodillas, descalza y con una margarita de trapo en el pelo, los brazos en jarras y la toquilla sobre los hombros. Mantenía la postura con algún esfuerzo y me miraba con ojos confiados y desafiantes, como exigiendo mi aprobación. Yo no podía entonces adivinar que esa rebuscada postura y ese encanto improvisado era el resultado de horas de meditación y de ensayos frente al espejo: se mostraba así porque había decidido que yo la dibujara así, y esa aura de ansiedad que irradiaba su expresión, esas desesperadas ganas de gustar, la pulsión animal que flotaba en los aledaños de sus labios pálidos y secos y en las finas aletas de su nariz era tan intensa y directa que me pareció la muchacha más hermosa que había visto nunca. Su pelo negro enmarcaba una frente translúcida, brillante de sudor, y sus mejillas lucían pequeños rosetones a fuerza de pellizcos, como no tardaría en saber. Tenía el labio superior muy dibujado y grueso y un poco replegado hacia la nariz, por lo que parecía más ancho y carnoso que el inferior y le daba a su boca un aire enfurruñado, infantil y turbador a la vez. No mostraba ojeras ni las mejillas chupadas ni el pecho hundido, no estaba excesivamente pálida ni respiraba con la boca abierta ni nada de eso; no se parecía en absoluto a la muchacha tísica que había imaginado y que nada más verla, sólo con respirar a su lado, podía contagiarme sus humores envenenados y su febril ensoñación en torno a la muerte. Junto a ella, sobre el lecho, había fotos recortadas de revistas y diarios, unas tijeras, un frasco de agua de colonia, una baraja y un gato negro de felpa con ojos verdes de vidrio, sobre cuya cabeza la enferma apoyaba la mano.

– Yo te conozco -dijo-. Te llamas Daniel.

– Sí.

– Eres el chico que descubrió un gran escape de gas en la plaza Rovira.

– Lo descubrió el capitán Blay.

– Y vives en la calle Cerdeña.

– Sí.

– Y no tienes padre -bajó el tono y añadió -: ¿Verdad?

En su voz anidaba una somnolencia que a ratos se enredaba en una flema adherida a sus cuerdas vocales; pensé que tendría mucha fiebre, y que su voz transmitía de algún modo esa fiebre y esa flema contaminada.

– ¿Verdad que no tienes? -volvió a decir.

– No lo sé.

– ¡¿No sabes si tienes padre o no?! ¡Pues chico, estás tú bien! ¿Eres tonto o qué?

Observé sus uñas cuidadas, pintadas con esmalte rojo cereza.

– Nunca volvió de la guerra -dije-. Pero no sabemos si lo mataron, nadie lo sabe. Podría estar vivo en alguna parte, con la memoria extraviada o malherida, quiero decir, sin acordarse de su familia ni de nada, y no saber volver a casa… Así que no puedo decir que no tengo padre.

Susana me miró con curiosidad y luego dijo:

– Pues como si no lo tuvieras. Lo mismo que yo. -Sacó su pañuelo de debajo de la almohada, lo empapó en agua de colonia del frasco que tenía a mano y se mojó las sienes y el cuello. El pañuelo era de una blancura impoluta. Ahora me miraba con recelo y añadió-: Tú eres un poco rarito, ¿verdad?

– ¿Yo? ¿Por qué? -me encogí de hombros.

Sin apartar sus ojos de mí, ella parecía reflexionar. Luego habló enfurruñada:

– ¿No te han dicho que estoy muy enferma y que no debes acercarte mucho, niño?

– Sí.

– ¿Y sabes lo que tengo?

Tardé un poco en responder:

– Tienes los pulmones enfermos.

– No señor. Los pulmones no. El pulmón. Sólo uno. ¿Y sabes cuál?

– No.

– El izquierdo.

Permaneció callada un rato y sin dejar de escrutar mi cara. Había en su mirada una rebuscada malicia y una voluntariosa crispación que se imponía al mandato de la fiebre y a los agobios de la sangre y que muchas veces, a lo largo de nuestra relación, llegaría a turbarme más que la idea misma del contagio. De pronto pareció muy fatigada, cerró los ojos y suspiró lenta y cuidadosamente, como si temiera hacerse daño. Entonces dije:

– Finito me dio esto para ti -y le entregué las horquillas y el almanaque de Rip Kirby, al que no dedicó ni una mirada. Escogió dos horquillas y mientras se las ponía, recogiendo el pelo sobre la nuca y las pálidas orejas, observé en la mesilla de noche la foto de su padre en un marco de plata: el Kim con un abrigo claro de solapas alzadas, de medio perfil, el ala del sombrero tapándole un ojo y la sonrisa ladeada. En sus ojos sombríos anidaba una luz socarrona, el chispazo de la aventura.

– ¿Es verdad que sabes dibujar? -dijo Susana.

– Un poco.

Abrí la carpeta y le enseñé los dibujos que había escogido, uno de un almendro en flor, una bruma rosada copiada del natural en el Baix Penedès, y dos del parque Güell que a mí me gustaban mucho por su colorido; uno del dragón de cerámica de la escalera y otro del banco ondulante de la plaza con la silueta de Barcelona al fondo. No le entusiasmaron, y le mostré una lámina que llevaba de reserva: Gene Tierney con un vestido verde muy ceñido y sentada sobre el mostrador de un casino, insinuante y despeinada, el humo del cigarrillo enroscado en su cara. La había copiado del programa de mano de una película y estaba regular el dibujo, no tenía mérito, ni siquiera se parecía mucho, pero fue el que más le gustó.

– Éste está muy bien. Qué guapa. -Me devolvió la carpeta, se quitó las horquillas y se soltó nuevamente el pelo, descruzó las rodillas y volvió a cruzarlas y añadió bajando la voz -: ¿Mamá sigue en el baño?

– No lo sé.

– Tenemos que darnos prisa. Si me ve fuera de la cama le da el ataque.

– Humedeció sus labios con la lengua, los mordisqueó, se pellizcó las

mejillas-. Ahora mírame. ¿Qué tal?

No supe qué contestar. De pronto parecía una pepona. Insistió:

– ¿Estoy bien así? -No te entiendo.

– Así como estoy, sentada en la cama. Quiero que me dibujes así, como si ya estuviera curada y a punto de salir a la calle, con colores en las mejillas y zapatos y un vestido verde que todavía no puedo ponerme pero que un día te enseñaré. Nada de camisón y toquilla de lana, nada de lo que ves. Debería tener algo en las manos… un espejo, o un bolso muy bonito que me regaló papá. ¿Qué te parece, sabrás hacerlo?

Le dije que eso no era lo convenido con el capitán Blay y que yo tenía instrucciones de dibujarla postrada en la cama, muy pálida y respirando el humo tóxico de la chimenea de la fábrica…

– ¡Y con grandes ojeras y la cara chupada y hecha una birria, vamos! -me cortó otra vez enfurruñada-. Una pobre tísica a punto de diñarla. ¡Pues no!

– Tampoco es eso -dije para animarla-: Se te ve casi curada. Vaya, estupendamente. Pero el capitán quiere que en el dibujo se te vea de otra manera…

– ¡Sé muy bien lo que quiere el viejo locatis!

Estaba muy contrariada y descompuso la estudiada postura, creyó oír los pasos de su madre y se metió apresuradamente en la cama, la espalda apoyada en los almohadones y estirando las sábanas y el edredón celeste hasta su pecho. Pero su madre no apareció.

– Pues así no quiero que me dibujes -añadió sin mirarme-. Metida en la cama y tosiendo como una pánfila, no.

– Bueno, podrías estar echada encima, como si descansaras… No te sacaré muy pálida, vaya, lo menos posible. Y puedes llevar una flor en el pelo, si quieres. Si el dibujo fuera para ti, lo haría a tu gusto.

Susana movió la cabeza despacio y me miró con curiosidad.

– Es que no lo quiero para mí -reflexionó unos segundos y volvió a animarse-. Está bien, haremos una cosa. Dejaré que me dibujes para el capitán así, como una niña tótila rodeada de medicinas; pero con una condición: me harás otro dibujo en la postura que yo te diré, vestida y peinada como yo te diré, en colores y de lo más bonito. El retrato de una chica más alegre y más guapa, un retrato en el que se me ha de ver tal como seré dentro de muy poco, de unos meses…

– El dibujo para el capitán también será bonito, ya verás.

– Ése no me importa. -Cogió el gato de felpa y lo apretó contra su

pecho-. Puedes dibujarme fea y esmirriada y con la cara blanca como la cera y los ojos colorados de fiebre, y hasta escupiendo sangre, me da igual. Pero el otro sí me importa, porque es para mandárselo a mi padre y no quiero que me vea enferma y birriosa. ¿Entiendes?

– Sí.

– Será un regalo sorpresa para él, ¿entiendes?

– Que sí, que sí.

– Entonces, ¿lo harás?

– Espero que me salga bien…

– ¡Pues claro! ¡Te quedará precioso!

– ¿Y de fondo ponemos también la chimenea y el humo que te envenena, como en el dibujo para el capitán Blay?

Se encogió de hombros.

– Me da igual. No tiene nada que ver conmigo ni puede afectarme, ni ese asqueroso humo ni el olor a gas ni nada de nada de lo que pasa por ahí… Nada.

– ¿Por qué lo dices?

Sus ojos brillantes me miraban fijamente, pero no parecían verme.

– Porque muy pronto me iré lejos de aquí -dijo con una sonrisa maliciosa-. Por eso, niño.

4

El dibujo que había de ser tendenciosamente conmovedor y que había de salvar milagrosamente a la niña tuberculosa y al barrio entero de una muerte lenta y segura, lo empecé muy ilusionado un lunes por la tarde, y ese día nada me salió bien. Ni un solo trazo, machacado una y mil veces, estaba en su sitio. Miraba mucho a la enferma entornando los ojos para medir y apresar la desfallecida armonía de su cuerpo frágil y aviesamente postrado entre cojines y vapores de eucalipto -burlándose de mi artificiosa puesta en escena, ella se contorsionaba y exageraba la postura estilo dama de las camelias muriéndose derrengada con medio cuerpo y una pierna colgando fuera de la cama-, pero lo que salía del lápiz era de pena. Por no malgastar papel de barba, torturaba esbozos en un cuaderno escolar. Renuncié momentáneamente a la figura para dedicarme a la vidriera de la galería, a la estufa y a la fatídica chimenea, que en realidad no veía desde donde yo estaba, y el resultado fue el mismo. Había un problema de perspectiva que no era capaz de resolver.

– Ya te dije que si me sacabas así de pánfila y carcomida, con el pecho hundido y ojos de besugo, te saldría una birria de dibujo -dijo Susana cogiendo la baraja de la mesilla-. ¿Por qué no empiezas el otro?

– Primero éste. El capitán me lo pidió antes que tú.

– Déjalo ya, anda. -Desplegó la baraja ante su cara como si fuera un abanico y dejó asomar los ojos risueños-. ¿Jugamos al siete y medio?

Solté el lápiz como si quemara y suspiré aliviado.

– Vale.

El segundo día tampoco avancé mucho. A media tarde se puso a llover y vimos a los Chacón en la calle recoger apresuradamente su tenderete y meterse corriendo en el jardín para refugiarse bajo el sauce. Susana los llamó y entraron por la pequeña puerta de un extremo de la galería, Finito traía los bolsillos rebosantes de eucaliptos y con sus manos roñosas los echó a la olla, después sacó un trozo de peine y lo pasó varias veces por su pelo amazacotado y grasiento, negrísimo. Susana lo mandó junto con su hermano al cuarto de baño a lavarse las manos y cuando volvieron propuso unas partidas de parchís y nos sentamos los tres en la cama. Yo daba la espalda a la mesilla de noche y al retrato del Kim y sentía en la nuca sus ojos penetrantes. Mareaba mi dado con el cubilete buscando la suerte y movía astutamente mis fichas amarillas, pero no pude evitar que los hermanos Chacón me las mataran una tras otra varias veces, y tampoco pude quitarme de la cabeza en toda la tarde al legendario pistolero ni el sombrío fulgor de su mirada clavada en mi nuca.

5

Cuando murió la madre de Nandu Forcat se dijo que él vendría al entierro y el vecindario esperaba verle, pero no vino. La hija soltera que había cuidado a la vieja se fue a vivir a la Barceloneta con su hermana casada y vendió el piso de la plaza Rovira, así que lo más seguro era que el amigo del Kim no se dejara ver nunca más por el barrio.

Yo seguía dedicando las mañanas al capitán Blay en su infatigable deambular por las calles de Gracia, Perla, Bruniquer, Montmany, Joan Blanques y Escorial subiendo, pulsando timbres y solicitando firmas, recalando aquí y allá en umbrías bodeguitas de oloroso mostrador frecuentadas por solitarios bebedores, mientras mi curiosidad por todo lo referente al padre de Susana crecía: ¿Al Kim ya lo buscaban por rojo cuando se juntó con la señora Anita, capitán? ¿Es verdad que no están casados por la Iglesia? ¿Es cierto eso que dicen de la señora Anita, que trabajaba en un baile-taxi llamado Shanghai, y que el Kim la conoció allí? ¿Y eso que también dicen de ella, que antes había sido una pobre criada y luego bailarina en una revista del Paralelo, en la que salía desnuda…?

El capitán dijo que sí, cáspita, bueno, que la cosa tenía sus bemoles y que no era como para contarlo todo así de golpe a un mocoso de catorce años sin oficio ni beneficio, y que en casos como éste lo principal es no olvidar nunca que las mujeres de ojos azules mienten como respiran, eso estaba más que comprobado; y que la única verdad verdadera en la vida del Kim es que había sido un señorito de mucho cuidado, un tipo con clase y educación esmerada, el primogénito de una familia riquísima de Sabadell, fabricantes de tejidos.

– Un señorito libertario, eso es lo que era y lo que es, si es que todavía es lo que fue, o quiso llegar a ser, que sobre este particular la Conxa y yo tampoco nos ponemos nunca de acuerdo. -El capitán se paró ante unos chavales que jugaban a la pelota en la calle Legalidad-. ¡Eh, vosotros, no os acerquéis demasiado a esta cloaca, que está acumulando gases! ¡Lo digo muy en serio, puñeteros! ¡La filtración ha llegado a este nido de ratas y su inhalación afecta al crecimiento de los huesos! ¡Y no se os ocurra echar un petardo dentro…!

– ¡Anda ya, Hombre Invisible, desnúdate! -gritó uno de los chicos, y todos rodearon al capitán y corearon -: ¡Que se desnuuuude, que se desnuuude!

– ¡Muy bien, por mí ya os podéis asfixiar! -El capitán se abrió paso soltando manotazos. Un poco más adelante meneó la cabeza tristemente y dijo-: De todos modos ya tienen la mierda dentro, ya no crecerán más.

Volví a la carga con mis preguntas sobre el padre de Susana. Por alguna razón, el capitán estaba de uñas con él, aunque no ponía en duda su coraje ni su leyenda, su muy singular condición de héroe clandestino, y recordó que mucho antes de que se le conociera como el Kim, cuando todo el mundo aquí y en Sabadell aún le llamaba Joaquim Franch i Casablancas, ya era un hombre de acción, ideas avanzadas y temperamento indómito, deseoso de labrar su propio destino: con la carrera de ingeniero textil casi terminada, se enamora perdidamente de la criadita de la casa y se escapa a Barcelona con ella, y entonces su padre va y lo deshereda, o más bien él mismo; nunca volverá a ver a la familia. Anita, la madre de Susana, tiene por aquel entonces veintiún años, había venido de un pueblo de Almería para servir en una casa de señores siguiendo los pasos de una prima suya, que después acabaría de corista en el Paralelo. Estamos en los primeros años treinta y se pasan apuros, chaval, el Kim trabaja en lo que puede y desempeña diversos oficios, menos el suyo: fue vendedor de molinillos de café y de navajas de afeitar, gerente de un gimnasio, agente de artistas de varietés, policía secreta de la Generalitat y finalmente representante de una marca alemana de proyectores para cabinas de cine, actividad ésta que le permitió viajar por toda España y le dio mucho dinero.

– Pero todo acabaría como el rosario de la aurora -añadió el capitán cuando ya remontábamos la calle Cerdeña, cerca de casa-. Porque apenas terminaba de instalarse aquí en la torre con su mujer y su hija, que debía tener entonces tres años, cuando estalla el gran merdé y tuturut, todos corriendo a coger el fusil…

Y a partir de ahí qué te voy a contar, chaval, concluyó subiendo lentamente la oscura y angosta escalera de pringosa barandilla, yo tras él sin perder palabra de lo que gruñía y gemía más que decía: pues que entonces reanuda su amistad con Nandu Forcat y su camarilla de soñadores de paraísos, en el frente de Aragón primero y después aquí en Barcelona, y que esa amistad lo decanta rápidamente hacia la utopía ácrata, hacia ese ideal libertario que había de cambiar el mundo y su propia vida, la de su amada Anita y la de esta desdichada niña tísica.

La Betibú abrió la puerta y un estimulante aroma a cocido de lentejas con tocino nos recibió en el corredor.

– A la mesa -ordenó el capitán frotándose las manos. Y bajo la mirada resabiada y paciente de su mujer se quitó el vendaje y la gabardina y luego se lavó las manos, y cuando se sentó a la mesa mostrando su espectral rostro desnudo, afilado y un poco demoníaco con la barbita canosa y las cejas hirsutas, con los ojos de lagarto extraviado y su trémula mano tanteando la cuchara sobre el mantel, tenía el aspecto de un decrépito y domesticado-Buffalo Bill, ya sin lustrosa cabellera de plata, sin Winchester ni puntería, pero dispuesto todavía a dar mucha guerra.

6

– ¿Te gusta el cine? -me preguntó Susana mientras se entretenía ordenando sus recortes de periódicos. Y sin esperar mi respuesta añadió-: Yo hace tanto tiempo que no voy. A veces veo películas en sueños. Una noche vi la luz de un proyector en medio de una pesadilla, brotando en la oscuridad, y me desperté al darme cuenta que era uno de los proyectores de mi padre:… ¿Sabías que los proyectores Erneman de todos los cines de Barcelona y de muchas ciudades de España son de mi padre? Él los instaló.

– ¿En todos los cines? Ya será menos.

– Bueno, en casi todos. -Reflexionó un rato e insistió -: Sí, sí, en todos los cines de España, claro que sí. ¿Por qué no, si su proyector era muy bueno y el más moderno, el mejor de todos?

Tenía Susana una disposición natural a la ensoñación, a convocar lo deseable y lo hermoso y lo conveniente. Lo mismo que al extender y ordenar alrededor suyo en la cama su colección de anuncios de películas y de programas de mano que su madre le traía cada semana del cine Mundial, y en los que Susana a veces recortaba las caras y las figuras para pegarlas y emparejarlas caprichosamente en películas que no les correspondían, sólo porque a ella le habría gustado o le divertía ver juntos -había reunido a la hermosa Scherezade y a Quasimodo en Cumbres borrascosas, había dejado al tenebroso Heathcliff al borde de una piscina con Esther Williams en bañador, a Sabú volando en su alfombra mágica sobre Bagdad en compañía de Charlot y del ama de llaves de Rebeca, y a Tarzán colgado en lo alto de una torre de Notre Dame junto con Esmeralda la zíngara y la mona Chita-, igualmente suscitaba en torno suyo expectativas risueñas o augurios de tristeza mediante leves correctivos a la realidad, trastocando imágenes y recuerdos. Y entre ese revoltijo de recuerdos estaba el de su padre la última vez que vino a verla cruzando la frontera clandestinamente, hacía casi dos años, al poco de caer ella enferma.

– Llegó de madrugada, entró aquí sin encender la luz y se agachó a mi lado. Acababa de hablar con mamá y casi lloraba… No sabía que yo estaba tan enferma. Me vio tan débil que me dio un largo beso en la frente y me dijo que aún no podía llevarme con él. Bueno, si no me lo dijo directamente con palabras, me lo dio a entender… -Susana vaciló como si le fallara la memoria, luego prosiguió-: Sus labios de hielo no se apartaban de mi frente que ardía, Dani, aún los siento algunas noches cuando me pongo a pensar y a pensar sin poder dormir… Vendré a buscarte en primavera, me dijo al oído. Su cazadora de cuero olía a lluvia y creo que llevaba una boina, no pude verle muy bien. Entonces se oyó un golpe en el jardín y se agachó un poco más a mi lado, se giró con la mano en el cinturón tanteando algo y en ese momento alcancé a ver su cara angustiada, pero no los rasgos, sé que es guapo por las fotos y porque me lo ha dicho mamá… Cuando se incorporó no vi ninguna pistola en su mano, y tampoco la llevaba metida entre el cinturón y la camisa. El ruido no era nada, no era nadie, tal vez un gato en el jardín o una maceta de geranios volcada por el viento. Y volvió a besarme, cogió mi mano y estuvo a mi lado hasta que le hice creer que me dormía, porque ya me daba pena -suspiró y de nuevo estuvo un rato callada, enfurruñada, y con la lengua se humedeció el labio superior, que lo tenía seco y como hinchado-. Y luego se fue otra vez, pero me dejó escrita una cosa que decía, me lo sé de memoria, decía: dulce paloma dormida, nunca le tengas miedo a la noche porque la noche es mi cómplice y vendré a buscarte con ella… Eso decía, y me lo dejó escrito en un papel.

Me dijo que un día me enseñaría ese papel, y también algunas cartas que le escribió, pero nunca lo hizo. También le gustaba recordar que, siendo muy niña, su padre solía levantarla con un solo brazo hasta casi rozar la fúlgida lámpara del comedor, una lámpara muy antigua que un día, años después, se desplomó de pronto sin que nadie la tocara y se hizo añicos; y que ella tenía muy viva en la memoria esa escena, tenía muy presente el vigor del brazo de su padre, la tensión amorosa y la seguridad que transmitía allá en lo alto, vino a decirme, y también la cegadora luz de la araña de cristal y el vértigo del descenso y la risa de su madre. Y que todavía hoy, sobre todo en las noches que se sentía muy mal, con punzadas en el pecho y sin fuerzas para nada, iluminando súbitamente los recuerdos que guardaba de su padre, sentía a veces en la sangre esa explosión de luz cegadora que ya no estaba en casa y aquel impulso del cariño que la alzaba de nuevo por encima de la fiebre y la soledad, del espanto de los vómitos de sangre y los presagios de muerte.

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