Crucé la calle de las Camelias con mi carpeta y mi caja de lápices Faber bajo el brazo, me entretuve un rato con los Chacón frente a la verja, como de costumbre, y cuando me disponía a entrar en el jardín, un chirrido de frenos de automóvil me hizo volver la cabeza. Era un miércoles, único día de la semana que la señora Anita no trabajaba, y justamente esa tarde a primera hora se hallaba en el jardín, más allá del sauce, tendiendo la colada con una tonadilla y dos pinzas entre los dientes.
La brusca maniobra del Balilla que echaba humo por el radiador tuvo lugar un poco más acá de la esquina Alegre de Dalt y el frenazo parecía deberse a que el conductor se había pasado de esa calle; ahora se disponía a dar marcha atrás para enfilarla correctamente. Estuvo parado apenas dos segundos y no vimos a nadie apearse del auto ni oímos el golpe de ninguna puerta, y sin embargo, después que el Balilla hubo retrocedido para corregir su despiste y volvió a ponerse en marcha para desaparecer en la esquina, allí estaba él de pie como surgido repentinamente del asfalto y sosteniendo una vieja maleta de cartón atada con una cuerda, la otra mano hundida en el bolsillo del pantalón, un hombre de mediana edad y aspecto algo desastrado pero a la vez decoroso, mandíbula prominente y mirada furtiva bajo el ala del sombrero gris. Moviendo muy lentamente la cabeza, miró a un lado y a otro de la calle y luego al jardín y la torre, antes de clavar la barbilla sobre el pecho y mirarse los pies; parado allí en medio de la calle, ni desorientado ni confuso, parecía simplemente constatar el lamentable estado de sus zapatos marrones y blancos. Sobre sus hombros un poco encogidos flotaba un amago de tensión nerviosa que me resultaba familiar.
Llegó a pasarme por la cabeza que podía ser el padre de Susana, pero inmediatamente le reconocí: Nandu Forcat. Estaba cambiado. No llevaba gafas de sol y se le veía más flaco y vulnerable que cinco meses atrás, cuando se nos apareció por primera vez parado en el umbral de su casa y al borde de la zanja erizada de peligros. Inmóvil y pensativo lo mismo que entonces, también ahora parecía, más que venir de quién sabe dónde pero de muy lejos, disponerse a partir otra vez desde el borde de otra zanja, el cuerpo vencido un poco hacia delante y recelando algo. Cambié una mirada con Finito y con su hermano, que también le habían reconocido, y mientras él se ponía en movimiento mantuve la verja medio abierta. Se acercó despacio, con la maleta en la mano y el ala del sombrero sobre los ojos, y, al alzar ligeramente la cabeza para hablarnos, su mirada estrábica me desconcertó y no supe a cuál de nosotros dirigía la pregunta:
– ¿Vive aquí la señora Anita Franch?
– Sí, señor -respondimos los tres a la vez.
Estoy seguro que ya la había visto y que preguntó porque sí, por no parecer un intruso. Terminé de abrir la verja y le vimos adentrarse en el jardín con paso muelle y decidido. La madre de Susana no le vio entrar. No sé por qué, me figuré que ambos ya se conocían, poco o mucho, aunque en ese momento aún no tenía la evidencia. Más adelante, el capitán me comentaría que, bastantes años atrás, en la época en que la criada Anita servía en casa del señorito Kim y aún no se había enamorado de él, podía haber conocido a Forcat en los bares del Paralelo y coqueteado con él. En cualquier caso, ahora Forcat la miraba tender la ropa y se dirigía hacia ella cruzando el jardín con una pausada y remota determinación, con unos andares que podían haber sido previamente soñados.
Entré yo también y le seguí un trecho, pero mi destino era la galería, ante cuya puerta me paré para verle dejar la maleta en el suelo, quitarse el sombrero y tender la mano a la señora Anita. Ella se mostró sorprendida y muy contenta, se tapó la cara con las manos y él sacó una carta del bolsillo. No me llegaron sus palabras de salutación, pero le oí perfectamente cuando dijo con la voz pastosa y cálida:
– Vengo de Toulouse y traigo noticias del Kim.
Aturdida por un sentimiento contradictorio, debatiéndose entre el alborozo y el reproche, ella tardó en reaccionar:
– No puede ser, Dios mío. ¿De verdad te envía ese tarambana?
– De verdad.
– ¿Por qué… por qué no ha venido él?
– Mujer, ya sabes por qué.
– ¿Y cómo está, qué hace, aún se acuerda de su familia?
– Claro. Me dio esto para ti.
Le entregó la carta en un sobre sin franquear que ella abrió inmediatamente y, tras identificar la letra y leer unos párrafos, dejó escapar un grito de alegría y se colgó del cuello del recién llegado. Pero enseguida se soltó, tal vez avergonzada por no saber contener un entusiasmo que de nuevo, como no tardaría en averiguar, era injustificado. Lo primero que su marido le decía en esa carta era que hiciera el favor de acoger en su nombre al amigo Forcat y le diera cobijo en la torre en la forma más discreta posible, mientras resolvía en Barcelona un asunto de suma importancia. Supe los detalles más adelante, y naturalmente la señora Anita no podía preverlo entonces, al leer la carta, pero ese favor que su marido le pedía para un compañero en apuros iba a ser, en realidad, el origen de lo único bueno y gratificante que a ella le ocurriría en muchos años, ya que al final del mensaje el Kim reiteraba su viejo anhelo de llevarse a la niña con él algún día, cuando pudiera viajar sin quebranto para su salud, pero respecto de si contaba también con su mujer para emprender una nueva vida fuera de España, de eso no decía nada.
Estuvieron un rato hablando en el jardín mientras ella terminaba de tender la colada, y poco después, cuando yo me había enfrentado de nuevo a mi dibujo sentado a la mesa camilla y Susana se removía en la cama hecha un manojo de nervios, pues ya sabía por mí que este hombre traía noticias de su padre, la señora Anita entró sonriendo en la galería cogida de su brazo y lo presentó:
– Nena, éste es el señor Forcat. Papá le quiere como a un hermano -dijo, y se apresuró a añadir, mirándole con sus chispeantes ojos azules -: Y yo también. Se quedará unos días con nosotras… Y este chico tan serio y tan formalito -se volvió hacia mí- es un buen amigo de Susana que viene cada día a hacerle compañía, y se llama Daniel.
Estirado y algo ceremonioso, tendió la mano a Susana y luego a mí. Preguntó a la enferma cómo se encontraba y ella se arrodilló en la cama apretando contra su pecho el gato de felpa.
– Bien -dijo-. La mar de bien. Cada día mejor.
– ¿De veras? -dijo Forcat-. Tu padre se alegrará de saberlo…
– ¿Viene usted de parte suya?
– Sí.
– ¿Cuándo le vio? ¿Se encuentra bien?
Su madre atizaba las brasas de la estufa. Con voz mimosa ordenó a Susana que se metiera entre las sábanas y se abrigara, y después dijo:
– Iré a ver cómo tengo el cuarto de arriba -sonrió a su invitado-. Luego subirás la maleta. Dame la americana, aquí tendrás calor.
Él se la dio y la señora Anita salió de la galería. Susana daba saltitos de impaciencia arrodillada sobre la colcha y abrazada a su gato, y repitió la pregunta:
– ¿Cuándo le ha visto?
– Hace apenas un mes -dijo él, y cruzándose de brazos sonrió ligeramente y se sentó a los pies de la cama dispuesto a satisfacer la curiosidad de Susana-. Bueno, ¿qué más quieres saber?
– No sé… ¿Qué le dijo?
– Pues me contó muchas cosas. Llegaba de un largo viaje y se disponía a partir otra vez, en misión digamos especial.
– ¿Dónde fue que lo vio? ¿En Toulouse?
– Sí. Pero ya no está allí.
– ¿Y dónde está ahora?
– Pues… bastante más lejos. Ya sabes cómo es tu padre, un culo de mal asiento. Pero creo que ahora lo mejor es que te acuestes, y que dejemos todo eso para más adelante. Estoy un poco cansado del viaje… Y ya oíste a tu madre, debes abrigarte.
Observé sus cejas hirsutas y altas y su ojo acerado y estrábico, yerto, el ojo que nunca lo vimos mirar directamente a ninguno de nosotros, ni a Susana ni a su madre ni a mí ni a nadie; el ojo frío de pupila inmóvil y levemente velada que parecía repeler la luz y percibir otra realidad, atender a otro reclamo que estaba más allá del entorno inmediato y que probablemente provenía del pasado. Su cara era muy larga y colgaba de ella un pasmo zumbón, una tristeza algo payasa. Pero al hablar no era su expresión ni eran sus ojos, sino su boca grande lo que atraía las miradas, eran los labios tensos y delgados y la dentadura perfecta, tan relamida y prieta que toda ella parecía falsa, artificiosa. Debo añadir que hablaba con una forzada distinción en la voz, esa dicción escrupulosa y afable de los que han luchado por su propio refinamiento en un medio hostil.
Se había levantado de la cama, yo creo que para rehuir momentáneamente las preguntas de Susana, y lanzó una mirada de soslayo a mi pobre dibujo, un esbozo apenas de la vidriera y de la chimenea asesina que emergía al fondo, detrás de los árboles del jardín; no había conseguido un solo trazo bueno de la cama ni de la estufa y menos aún de Susana. Me palmeó la espalda y no hizo ningún comentario. La señora Anita volvió y obligó a Susana a acostarse, la arropó y luego acolchó las almohadas y recompuso la cama, tarea en la que Forcat colaboró espontáneamente alisando el edredón con ambas manos y gran diligencia. En el dorso de sus manos, las poderosas venas azules se encabalgaban sobre los nervios, pero lo que daba dentera era la piel manchada, algunas zonas amarillas como de yodo y otras de color rosado intenso que sugerían el mapa desleído de otra epidermis, parches sedosos, como si las manos hubiesen estado sometidas al fuego o a un ácido o como si alguna enfermedad misteriosa las hubiera despellejado parcialmente. Percibí además junto a ellas un olor parecido al de la coliflor hervida, un aroma casero, sumiso y pocho que nunca se me habría ocurrido relacionar con un pistolero.
La señora Anita se lo llevó para enseñarle el cuarto donde se alojaría, en el primer piso, yo seguí garabateando y Susana se quedó un rato pensativa y luego abrió un pequeño frasco de laca y empezó a pintarse las uñas. Poco después les oímos hablar en el comedor contiguo. «¿Te busca la policía?», susurró ella, y él dijo: «No lo sé… Tal vez ya no. Yo no era importante en el grupo. Pero nunca se sabe, y en todo caso no tengo adonde ir». Seguidamente ella lo invitó a sentarse, le ofreció una copa de vino y entonces debió enfrascarse de nuevo en la lectura de la carta, porque le oímos decir a él con la voz dolida: «No vuelvas a leerla, mujer, no te tortures. Y sobre todo no pierdas la esperanza…». «Es demasiado tarde -dijo ella-, ya no puedo perdonarle. Le habría perdonado por cualquier otro motivo, por irse con otra mujer, por ejemplo…» «Me consta que no hay ninguna otra mujer en su vida», dijo Forcat. «Hay en su vida algo peor que eso», murmuró la señora Anita con la voz enredada en aquella tristeza cotidiana y puntual que le podía más que el vino, y añadió: «Ya sabes a qué me refiero». «Sí», murmuró él, y luego se callaron hasta que ella carraspeó y, como si cogiera el hilo de algo que habían hablado antes, susurró: «De modo que eso fue lo que te dijo. Sólo eso». «Sólo eso, no. También me dijo que nunca podría olvidarte. Quiero decir…» «Sé muy bien lo que quieres decir», lo interrumpió ella, y se oyó el familiar tintineo del cristal de la copa chocando con el cuello de la garrafa al recibir el vino. Entonces Forcat añadió: «Bueno, no le des más vueltas. Hace tiempo que todo acabó». La señora Anita preguntó: «¿Eso dijo él, que todo acabó? ¿Eso te dijo? ¿Y cómo se sabe eso? -y su voz se debilitó hasta casi apagarse -: En fin, por lo menos cuenta con su hija… Qué más da que yo me vaya a la mierda. Si lo piensas bien, siempre estás en la mierda…».
Observé a Susana: me habría gustado que no estuviera allí, y yo tampoco. Seguía cabizbaja y pintándose las uñas, y ponía en ello toda su atención. Acaso no era la primera vez que oía a su madre lamentarse de su soledad y de un desamor que, al parecer, ya tenía asumido. Pero entonces, después de un silencio mucho más largo que los anteriores, se oyó el ruido de una silla desplazada con premura, las patas chirriando sobre las baldosas del comedor y luego un leve gemido y otra vez el silencio… Imaginé a la señora Anita tapándose la cara con las manos para reprimir unos sollozos, tal vez ahogándolos en el pecho de aquel hombre, dejándose abrazar por él. Susana levantó la cabeza y me miró fijamente, como si quisiera leer en mis ojos lo que estaba pasando en el comedor. Enseguida volvió a enfrascarse en el esmalte de las uñas agachando de nuevo la cabeza, y su negra melena se partió en dos sobre su pálida nuca.
He pensado a veces que nunca me sentí tan cerca de ella como en este momento, viendo repentinamente gravitar sobre su cabeza rendida el mismo sentimiento de orfandad y desarraigo que yo cultivaba secreta y maliciosamente a la vera de mi madre, y que en ella había de ser sin duda más hondo y persistente debido a la enfermedad y al hecho de que la sensual rubia gustaba de coquetear con la vida, burlar a la soledad y desafiar a los hombres. En ese chirrido de la silla desplazada bruscamente, en el pequeño gruñido imperceptible y en el prolongado silencio que le siguió, Susana habría adivinado lo mismo que yo: una efusión repentina e irreprimible de su madre, y eso la avergonzaba. Y de pronto cogió un trozo de algodón y se puso a frotar frenéticamente el esmalte de las uñas hasta borrarlo, tapó el frasco y lo arrojó sobre la cama y luego se deslizó entre las sábanas con las piernas abiertas. Encendió la radio y la volvió a apagar, me miró fijo y empezó a comportarse como cuando quería divertirse a mi costa y distraerme del dibujo que ella despreciaba, el destinado al capitán: me sacó la lengua, simuló una tos de perro y se golpeó el pecho con la mano, se destapó y pataleó, manoteó el aire como limpiándolo de miasmas y se tapó la nariz con los dedos como si no pudiera soportar el olor del gas y el infecto humo negro que, según las estrambóticas y macabras predicciones del capitán Blay, terminarían por secar sus pulmones. Esta vez, sin embargo, la broma era el reflejo nervioso de algo que la afectaba más íntimamente. Y cuando me propuso con mal disimulada impaciencia una partida de parchís, dejé lápices y dibujo para complacerla. Nada volvió a oírse en el comedor.
Al atardecer, cuando me disponía a regresar a casa, Forcat entró en la galería calzando unas extrañas sandalias de suela de madera y embutido en un largo batín negro estampado con flores y adornado con una grafía china. Ocultaba algo a la espalda y sonreía a Susana. Se recostó un momento en la mesa camilla, donde yo recogía mis papeles, y me llegó la fragancia vegetal de sus manos, ahora más intensa: col estrujada, o tal vez alcachofa.
– Mira, este quimono de seda me lo regaló tu padre -dijo, y se acercó a la cama lentamente-. Y ahora, la sorpresa. Me dio esto para ti.
Era una postal de la ciudad de Shanghai y un abanico de seda verde. Lo que se veía en la postal, según le explicó enseguida, era el río Huang-p'u y sus muelles atrafagados y pintorescos junto al Bund, el paseo más famoso del Lejano Oriente, con sus orgullosos rascacielos y el antiguo edificio de la Aduana. El reverso de la postal, que iba sin franqueo porque el Kim se la entregó en mano, dijo Forcat, estaba totalmente ocupado por una caligrafía diminuta y compulsiva que Susana reconoció en el acto como la de su padre, y que decía:
Mi querida Susana, recibirás esta postal por medio de un mensajero muy estimado por mí y de absoluta confianza. Trátale como si fuera yo mismo y ofrécele hospitalidad y afecto, ha estado siempre a mi lado ayudándome en todo (¡cocina muy bien!) y ahora tiene problemas (se lo explico a mamá en la carta). Trae un abanico de seda auténticamente chino de color verde, tu color favorito, y muchos besos y memoria de mí, de este trotamundos que no te olvida. Que seas buena y come mucho, obedece en todo a mamá y al médico, y sobre todo cúrate pronto. Tu padre que te quiere, Kim.
Susana se quedó mirando el vacío, pensativa, luego le dio la vuelta a la postal para contemplar de nuevo el bullicioso río Huang-p'u.
– Pero no lo entiendo -dijo-. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué se ha ido tan lejos…?
– Es una larga historia. Yo diría… -Forcat se interrumpió y, antes de proseguir, ocultó las manos en las amplias mangas del quimono y se sentó en el borde de la cama sin apartar los ojos de Susana-. Yo diría que ha ido a buscar algo que olvidó precisamente aquí… Pero dejemos eso ahora. Vamos a tener mucho tiempo para contarnos cosas.
Todos los días, hacia la una de la tarde y con los pies reventados, yo no pensaba en otra cosa que en volver a depositar al capitán en su casa, comer rápidamente y escapar corriendo a la torre de Susana. Un día le sugerí al capitán que me acompañara para saludar a Nandu Forcat.
– Y un huevo -me dijo.
– Pero ¿el señor Forcat no era amigo suyo, capitán?
– Era, eso es -contestó el viejo lunático, y se paró en lo alto de la calle Villafranca consultando su lista de firmantes-. Qué pocos, puñeta. Hay que conseguir más.
– Entonces -yo seguía con mi idea-, ¿no piensa ir a verle?
– Para qué -gruñó con su voz ronca-. Ahora estamos en otra guerra.
Después de un enrevesado preámbulo acerca de las distintas formas de amistad y de rabia que cada guerra genera, el capitán empezó a contarme que Forcat, quince años atrás, cuando trabajaba en el bar La Tranquilidad del Paralelo, un nido de anarquistas proudhonianos y de soñadores de utopías, mientras servía carajillos y barrechas a los clientes, intentaba venderles libros de Bakunin y folletos sobre la revolución que él mismo imprimía.
– Era un somiatruites -dijo el capitán-. Un alma cándida que predicaba el paraíso. Por cierto que sus carajillos tampoco eran de este mundo, eran generosos, les echaba una buena ración de anís… Pero basta de charla, tenemos mucho trabajo y poco tiempo. -Lanzó una mirada escrutadora a lo largo de las aceras angostas y las puertas cerradas y añadió-: ¿Tú crees que en esta calle firmará nadie? Juraría que por aquí ya ha pasado el gas.
Empecinado y loco, pero no tonto ni ciego, el capitán tardó poco en darse cuenta del escaso entusiasmo que su batalla contra la chimenea y el gas despertaba en el vecindario, el pitorreo que provocaba y lo mucho que le iba a costar conseguir la primera docena de firmas. Eso trajo como consecuencia que dejara de meterme prisas con el dibujo de Susana postrada y sufriente, lo cual para mí fue un alivio porque yo tampoco tenía la menor prisa, al contrario; me gustaba tener que ir cada día a la torre y deseaba que esta situación se prolongara por lo menos hasta el otoño, cuando empezaría a trabajar.
Muchas tardes no llegaba siquiera a coger el lápiz, prefería jugar con Susana a las damas o al siete y medio, y sobre todo, si nos visitaban los Chacón, al parchís. Susana a veces se cansaba y entonces solía recriminarme que ni siquiera hubiese empezado su dibujo, el otro, el que deseaba enviar a su padre con una dedicatoria; pero también ella dejó de meterme prisas cuando Forcat adquirió la costumbre de aparecer por la galería hacia las cinco de la tarde con su largo quimono de seda negra, sus cabellos brillantes y planchados y sus sonoras sandalias de madera, pulcro y descansado después de una prolongada siesta, y, sentándose en la cama de la enferma, evocaba pausadamente y con detalle algunas vivencias con su padre: cómo se conocieron y cultivaron su amistad en una Barcelona pobre, ilusionada y solidaria con el mundo, una ciudad que ambos habían amado y perdido juntos; cómo después de perderla tuvieron que huir los dos a Francia, y cuántos afanes y peligros y desventuras, cuántas penalidades y también cuántas alegrías compartidas…
No sabría precisar cuándo fue, creo que a partir del día que Susana exigió una respuesta a su reiterada pregunta: qué era eso tan importante que su padre estaba haciendo en Shanghai, una ciudad tan remota y misteriosa -pregunta a la que hasta ahora él había contestado siempre con evasivas-, pero sí recuerdo que estas charlas que Forcat improvisaba empezaron a apasionarnos cuando intentó explicar por qué un hombre como el Kim, que añoraba tanto a su familia y a su ciudad, estaba a pesar de ello sujeto a ciertos avatares de orden internacional a menudo imprevisibles y ligado a sus convicciones morales, y más concretamente cuando se refirió al turbio asunto que lo había llevado tan lejos de aquí, aunque no sé si debo contaros eso, añadió, y nos envolvió a Susana y a mí con su mirada estrábica, aquel ojo siempre fijo en algo que parecía hallarse a nuestra espalda -algo a lo que precisamente no parecía que se pudiera llegar con una mirada normal-, pero Susana insistió y él acabó cediendo, bueno, dijo, se trata de una larga historia que arranca en Francia dos años atrás, en el cuartucho de una pensión de Toulouse que el Kim y yo compartíamos desde los años más duros, así que lo mejor será empezar por ahí, y luego iremos por partes…
Uno de los primeros en ver solicitada su firma fue el señor Sucre, que se topó con el capitán en la calle Tres Señoras un día que lloviznaba.
– Pero Blay, puñetero -dijo sonriendo-, ¿cómo me pides la firma si sabes que extravié nombre y domicilio y sexo y sindicato…? ¿Pero cómo eres así, hombre?
– Venga, ya está bien con esta coña marinera -protestó el capitán-. Ahora va a resultar que tú también estás gaseado. Que el asunto no es para tomárselo a broma…
– Está bien, dame tu famoso manifiesto -le cortó el señor Sucre, y empuñó su estilográfica, firmó y rubricó-. Aquí lo tienes… ¿Sabes una cosa, Blay? Te aprecio de veras, camándula. Algún día te haré un retrato. Pero tu cruzada es de risa. ¿Que no ves la magnitud de la nada que nos envuelve? -Y su mano mansa y cenicienta de artista pobre, como si la guiara una memoria rendida, la conciencia táctil de unas formas cívicas ya desterradas, abarcó con un elegante y amplio gesto el nauseabundo pantano que según él nos rodeaba-: Ya me entiendes. Una nada de sueños ahogándose en la nada, que dijo aquél…
– ¿Lo ves como sabes quién eres, pillastre? -dijo el capitán con una sonrisa de complicidad-. Gracias, tu firma es muy valiosa.
– Blay, no vas a creerme, pero hay días en que estoy muy poco interesado, pero que muy poco, en saber quién puñetas soy. Presiento que da lo mismo. La identidad es una engañifa, y además tan efímera… Somos un desecho cósmico, querido amigo. A mí, lo único que ahora me preocupa es recordar con todo detalle lo que hice mañana y olvidar para siempre lo que haré ayer. Abur.
El señor Sucre se despidió palmeando la espalda del capitán y guiñándome el ojo, y le vimos partir ligero y encorvado bajo la llovizna en dirección a Torrente de las Flores. Seguimos nuestro camino y el capitán meneó la cabeza y sonrió, contento de que su viejo amigo le tomara el pelo con la misma confianza de siempre. Arriba, en el cielo gris y encapotado, al fondo de una covacha de nubes negras y convulsas que parecían devorarse a sí mismas, permanecía estático el garabato amarillo de un relámpago.
El Kim suele decir que él, en medio de los avatares que entraña cualquier misión peligrosa, siempre que empuña la pistola y se enfrenta a la muerte, no lo hace por la libertad o la justicia o por cualquiera de esos grandes ideales que mueven el mundo desde siempre y que hacen soñar a los hombres y matarse entre sí, sino por una muchacha bonita que no puede moverse de su casa ni de su ciudad, atenazada por la enfermedad y la pobreza. Esa muchacha eres tú, y estás grabada en sus sueños como un tatuaje indeleble. No pasa día sin que él no te vea postrada en esta cama como una paloma herida, prisionera dentro de una jaula de cristal y acosada por un oprobioso humo negro. Dile que no dé cabida en su corazón al desencanto ni a la tristeza, éstas fueron las palabras que empleó y que ahora yo te transmito sin quitar ni añadir un acento; así es cómo te ve y te siente, así es cómo te recuerda y te ama, por encima y más allá de su propio infortunio, porque todas las derrotas y desengaños sufridos desde el final de la guerra los encajó bien: la soledad y el exilio, la ausencia de tu madre, la deportación y la muerte de los camaradas y la saña de los alemanes, todo eso no fue nada comparado con la pena de no poder ayudar a su hija enferma, no poder darle ánimos, deseos de vivir…
Ahora voy a contaros cómo empezó la última aventura del Kim y de qué forma tan inesperada y sorprendente esa aventura lo llevó de Toulouse a Shanghai en pos de un agente nazi, un ex oficial de la Gestapo al que no había visto nunca. Para entender el compromiso y el riesgo asumidos por el Kim en una misión como ésta, debo referirme primero a un desdichado suceso anterior, a la que sería su última incursión a España, inicialmente planeada para recaudar fondos.
Lo primero que recuerdo es el chasquido del cargador de una Browning al ser desmontado, un clic metálico que nunca me fue grato al oído, estamos en Toulouse, hace algo más de dos años, en un cuarto pequeño con un balcón abierto sobre la rue de Belfort, no muy lejos de la estación ferroviaria. El Kim revisa la documentación falsa que le acabo de entregar, me sonríe y se la guarda en el bolsillo. «Buen trabajo -me dice mientras ultimo unos retoques en los demás salvoconductos, y añade -: Eres un artista.»
Deseo aclarar una cosa, chicos: a mí no tenéis que verme con pistola o metralleta, asaltando bancos o disparando como uno más del grupo; no os figuréis al pobre Forcat en tales menesteres, porque no era ésa su misión, ya lo iremos viendo. Ahora a quien veo es a Luis Deniso Mascaré, al que todos llamamos el Denis, lugarteniente del Kim y su hombre de confianza, en el momento de inclinarse sobre la pistola que está engrasando sentado en la cama, con una pierna escayolada; en su última escaramuza con la guardia civil cerca de la frontera resultó herido y usa un bastón con puño de plata que le presta a sus andares una elegancia suplementaria, que él suele acentuar ante las mujeres. Denis el ganso, bromista y simpático a todas horas, joven y apuesto, el amigo fiel del Kim, el niño mimado de los refugiados activistas de Toulouse: en realidad, un pesimista amenazado por la desesperación y la locura, como tantos otros que todavía luchan. Tiene buena puntería y muchas agallas, y uno de sus mayores placeres es limpiar y engrasar las armas del Kim siempre que éste emprende alguna misión. Se oye el tic-tac del reloj de pared, el silbido de un tren que se dispone a partir hacia el sur o que hoy llega con adelanto a nuestro sueño reiterado: trenes de madrugada maniobrando en la estación de Toulouse y en nuestras pesadillas, trenes fantasmales que entran y salen de nuestro exilio cada noche.
– Déjalo, anda -le dice el Kim-. Esta vez no necesito ir armado.
Viaja a Barcelona con dos objetivos: entregar dinero y salvoconductos falsos para camaradas que han de circular por el sur del país, y transmitir personalmente una contraorden urgente a tres miembros del grupo que dos días antes se habían desplazado a la capital catalana. Dos de ellos, Nualart y Betancort, habían viajado desde Tarascón, y el otro, Camps, lo había hecho desde Béziers. La acción que debe suspenderse es el asalto a una fábrica de material eléctrico en L'Hospitalet, planeado por el Kim, que prometió reunirse con ellos en Barcelona la víspera de la operación. Pero pocas horas antes de partir, el Kim recibe de la Central la orden de suspender todas las actividades; puesto que Nualart y sus compañeros ya están en Barcelona esperándole, decide acudir a la cita para disuadirles de cualquier iniciativa y hacerles regresar. Un rápido viaje de ida y vuelta, un trabajo rutinario y sin el menor riesgo.
Al entregarle los documentos para los otros camaradas y desearle suerte, nos miramos a los ojos; en los suyos se apaga el último resplandor de un sueño, en los míos ya sólo hay ceniza, y el Kim lo sabe:
– Tú no apruebas este viaje -me dice.
– Ni éste ni ninguno más, ya no -le respondo-. Pero menos que ninguno, éste. No veo la necesidad de que vayas, sabrán arreglárselas sin ti.
– Tal vez. Pero ¿y los documentos, y el dinero?
– Creo que todo eso ya no sirve de nada…
– ¿Ah no? -me corta secamente-. Pues aun así, tengo mis razones para ir.
Aprovechará el viaje, dice, para veros a ti y a tu madre, de noche, una visita rápida, un beso y la promesa renovada de sacaros de aquí algún día. Lista y engrasada la pistola, el Denis la ofrece a su jefe, que la rechaza. Nunca antes el Kim había cruzado la frontera sin ir armado.
– ¿Qué demonios te pasa? -dice el Denis.
– No vale la pena tomar tantas precauciones por llevar unos papeles y una contraorden -dice el Kim.
El Denis se muestra contrariado no sólo por eso: también él quisiera besar a su Carmen y a su hijo y de buena gana se iría con el Kim si no tuviera la pata rota. Siempre, en todos sus viajes clandestinos a Barcelona, el Kim se aloja de noche en casa de los padres del Denis, un pequeño chalet en un paraje solitario de Horta, donde vive también la compañera del Denis con su hijo de siete años. Ella es muy joven, tenía dieciséis años cuando se juntó con el Denis, él tuvo que marchar enseguida al Ebro con la quinta del biberón y después al exilio, y Carmen y el niño de meses fueron acogidos por sus suegros, pues en Barcelona no tiene más familia que ellos. El Denis la había conocido recién llegada de Málaga, era una muchacha guapísima y siempre asustada que trabajaba y dormía en la peluquería de una tía suya que la explotaba. Y lo mismo que tu padre, niña, el Denis nunca perdió la esperanza de ver a Carmen y a su hijo reunirse con él en Francia, pero hasta ahora no fue posible; primero se vio confinado en un campo de concentración y de allí pasó a trabajar en una mina para los alemanes durante la ocupación, logró escapar y luchó a favor de la Resistencia, en cuyas filas conoció al Kim y al que luego acompañó en la aventura del maquis, al finalizar la guerra. Pero la historia del Denis es otra historia…
Silba una locomotora en la gare Matabiau, el último sol de la tarde baña la ville rose y hay un chisporroteo de impaciencia en los ojos del Kim mientras observa mi mono blanco manchado de pintura, y me sonríe con afecto: «Pobre pintamonas -dice-, deberías volver con tu madre». Y es que aquí en Barcelona yo había sido ilustrador, además de camarero, pero en Toulouse sólo pude trabajar como pintor de brocha gorda, igual que el Denis; no era mal trabajo, no me quejo.
– Hasta la vuelta. Portaros bien -dice el Kim mientras se guarda los papeles entre las costillas y la camisa-. Te juro que en una de éstas mando las precauciones al carajo y me traigo a Susanita conmigo.
– ¿Estás loco? -dice el Denis-. ¿Cómo quieres pasar la frontera con una niña enferma? Lo que sí podrías hacer, si todo se presenta bien, es ver de traerte a Carmen y a mi hijo; si esta vez lo ves posible, adelante, te daré dinero para los gastos, y otra cantidad para mis padres.
El Kim reflexiona mientras termina de ponerse la cazadora.
– Si no veo riesgo alguno para ella y el niño, vendrán conmigo. Cuenta con ello.
El Denis le hace entrega de una carta y de cinco mil pesetas, la mitad para sus padres y la otra mitad para Carmen, y los dos amigos se abrazan en medio del cuarto de la pensión, en el centro de aquel rosado resplandor que siempre a esta hora entra por el balcón. Y así he de verles para siempre, fue desde el primer instante como un presentimiento: abrazados los dos y nimbados por una luz que parecía sostenerles en el aire, pensando cada uno para sus adentros, como en tantas otras ocasiones, a pesar de las precauciones y los buenos deseos, que tal vez no volverían a verse nunca más. El Kim acepta finalmente la pistola recién limpiada que le ofrece su amigo. He olvidado las interminables recomendaciones del Denis acerca de los pies delicados de Carmen y su propensión a los resfriados, que no la deje dormir al raso cruzando esos montes, pero no se me olvida la mirada resuelta del Kim cuando le dice:
– Confía en mí, muchacho. Te la traeré sana y salva.
Se encamina hacia la puerta y entonces un gato negro que no estoy seguro de haber visto, que tal vez ronronea y cruza con su paso felino solamente en mi imaginación, quiero decir que no recuerdo que estuviera allí en aquel cuarto, que acaso no existe, se desliza ante él saltando luego del balcón a la calle y casi se me escapa un grito.
– ¿Qué te pasa, Forcat? -dice el Kim.
– Nada. El micifuz.
– ¿Qué micifuz ni qué niño muerto? -mira a su alrededor sin ver nada.
– No me hagas caso -le digo-. Hala, buena suerte.
Desde el balcón le vemos alejarse por la rue de Belfort camino de la estación con su cazadora de piel y su sombrero marrón, va despacio y pensativo, el cigarrillo en los labios, las manos en los bolsillos, como si fuera a dar uno de sus habituales paseos a orillas del Garonne.
– ¡Hola, hola! Llovido del cielo me caes, hijo. Deja que me apoye en tu brazo, se me ha salido el zapato -dijo la señora Anita.
Había topado conmigo en la esquina y se tambaleó descalza de un pie, con el zapato en la mano. Se agarró de mi brazo como pudo, me hizo caer la carpeta y la caja de los lápices y me envolvió con su aliento que apestaba a vino. Sonreía mostrando manchas de carmín en los dientes. Yo acababa de salir de la torre, eran las ocho pasadas y sentía el frío pinchando mis dedos a pesar de los guantes de lana. Ella venía del cine Mundial en la calle Salmerón y seguramente se había parado en media docena de bares. Apoyándose en mi brazo, no acertó a ponerse el zapato y cayó en la acera lastimándose la rodilla. Por muy poco no se dio de morros en el canto de un portal, donde la ayudé a sentarse. Levantó la rodilla hasta la nariz y la examinó cabeceando. La media tenía un agujero del tamaño de un huevo.
– ¿Quiere que la acompañe, señora Anita?
– Eres muy gentil, pero no hace falta. Es este zapato, no sé qué le pasa -lo sostenía ante sus ojos sin saber qué hacer con él, lo miraba del derecho y del revés, pero al zapato no le pasaba nada-. Está viejo, eso es lo que le pasa… y se habrá torcido el tacón. ¡El zapatito de Cenicienta, mira…! -Le devolví la sonrisa, supongo que sin mucha convicción-. ¿Vienes de casa? No habrás dejado sola a Susana.
– El señor Forcat está con ella.
– Ah, por supuesto. Qué bien acompañada está ahora mi niña, ¿no te parece? Todas las tardes contigo y a ratos con esos chavalines del Carmelo, tan graciosos, y con el señor Forcat, que sabe entretenerla tan bien… Qué suerte hemos tenido, ¿no crees, Daniel?
– Sí, señora.
– Qué estupendamente estamos ahora, ¿verdad?
– Sí, señora.
– Y qué bien lo pasamos todos juntos. A que sí, a que lo pasamos de lo más bien.
– Sí, señora, muy bien.
– Estoy muy contenta, ¿sabes? -suspiró-. Ya mi niña no tendrá que quedarse sola. ¡Uf, mira estas pobres medias, aquí ya no hay zurcido que valga! Y con el frío que hace hoy… -Calló y me dio la impresión de querer perder un poco más de tiempo masajeando su rodilla lastimada. Hasta que observó mis guantes de lana gris, cogió mi mano derecha y la apoyó suavemente sobre el desgarrón de la media y la piel aterida-. ¿Me dejas? ¡Qué calorcito tan bueno, qué alivio…! Y qué guantes tan bonitos. ¿Te los ha hecho tu madre?
– No. La señora Conxa.
– ¿Sabías que hay manos que dan calor sólo con mirarlas? -Flexionó un par de veces la rodilla cerrando los ojos. Al abrirlos de nuevo sus pupilas azules parpadeaban alegremente-. Si lo piensas bien, lo único que se necesita en esta vida es un poco de calor en el momento adecuado, un poquitín nada más, ¿no crees…? Pero lo que tú estás pensando ahora es: la señora Anita lleva una buena merluza, a que sí. -Acertó por fin a ponerse el zapato y se incorporó-. Pero ¿sabes una cosa? No hay mal que cien años dure… ¡Ay, mi rodilla!
– Déjeme ayudarla hasta su casa.
– No, ya estoy llegando…
Pero cojeaba y terminó por aceptar que la acompañara, se colgó de mi brazo y antes de empujar la verja del jardín procuró serenarse, se miró en un espejito de mano, atusó los rizos dorados y mientras restregaba la barra del carmín por sus labios me hizo prometer que no le diría al señor Forcat que la había visto en aquel estado. Al cruzar la verja se volvió sonriendo:
– Y ya sabes, si un día vas al cine Mundial y yo no estoy en la taquilla, le dices al acomodador que eres amigo mío y te dejará pasar gratis.
– Gracias, señora Anita.
Yo no era más que uno de ellos y no de los más valientes, no de los que se jugaban la piel con la pistola, yo sólo manejaba la plumilla y las tintas y raspaba y suplantaba cifras y nombres con la ayuda del filo de hojas de afeitar y de un chocante y variado instrumental; yo sólo falsificaba sus documentos y me inventaba firmas, les proveía de nombres e identidades nuevas: yo les hacía peligrosos, pero yo no lo era. Yo soñaba sus peligros.
El Kim llega de incógnito a Barcelona una lluviosa noche de finales de abril y se refugia en casa de los padres del Denis, a los que entrega la carta y la mitad del dinero que éste le dio en Toulouse; la otra mitad es para Carmen, que lo acepta sin alegría. Una muchacha de veinticuatro años consumida por el trabajo y la soledad, harta de esperar y que ahora mira al Kim casi con odio: sus visitas siempre son una fuente de inquietudes y de tristeza, siempre traen alguna mala nueva; esta vez, el percance del Denis en una refriega con los civiles. ¿Hasta cuándo estos sobresaltos? ¿Valen la pena tantos sacrificios, tantos muertos? ¿Cuándo terminará esta pesadilla? El Kim la comprende y le confiesa -y no es la primera vez; la primera vez me lo confesó a mí al salir de una agitada reunión en París- que también él empieza a estar cansado de luchar para nada. Deseando animarla, le comenta el anhelo del Denis: que allí las cosas ya van un poco mejor para todos y tal vez ya es hora de que ella y el niño manden a paseo esta ciudad y se reúnan con él. Puedo llevarte a mi regreso, dentro de tres días, le dice: el paso de la frontera es un poco fatigoso, pero tenemos un buen guía. Sorprendentemente, Carmen no parece entusiasmada con la idea: como si fuera ya demasiado tarde, como si el Denis hubiese muerto para ella. Abraza a su hijo y reflexiona… Podemos imaginarlos a los tres esa noche de lluvia junto al fuego del hogar, después de cenar, los viejos ya en la cama y el niño sin querer dormirse en los brazos de su madre: con estos mismos ojos muy abiertos con que vosotros me miráis ahora, entre fascinados e incrédulos, podemos figurarnos ahora aquel niño mirando y escuchando al Kim, el intrépido amigo de su padre llegado desde el otro lado de la noche y del miedo, allá donde por fin terminarían las fatigas y la amargura de su madre; y así de atenta y silenciosa debía escucharle también ella, la hermosa joven casi analfabeta llegada de Málaga durante la guerra… No conozco los detalles, pero finalmente el Kim logra convencerla hablándole de su experiencia en pasar niños a Francia: años atrás, cuando organizó el primer grupo armado confederado y cruzaba la frontera a menudo, a veces al regresar llevaba al hijo de algún exiliado. La última vez pasó a dos niños de ocho y doce años, hijos de un comandante republicano muerto en el campo de Mauthausen. ¿Por qué entonces aún no has sacado de aquí a tu mujer y a tu hija?, le dice Carmen. Y él: ¿Cómo iba a poder mantenerlas durante estos años viajando siempre de acá para allá y alistado en la Resistencia? Y ahora que podría, mi hija está enferma…
Antes de establecer los contactos previstos, el Kim decide esa misma noche, muy tarde ya, cerca de la madrugada, venir a veros a ti y a tu madre. Llovía mucho y caminó deprisa por calles solitarias y cruzando los descampados de Horta y del Guinardó, hasta que pudo coger un taxi.
Dice que te vio dormida y no quiso despertarte, ni siquiera encendió la luz; me habló del buen olor a eucalipto de esta galería, de sus labios trastornados sobre tu frente abrasada. Te dejó sobre la cama un bolso de plexiglás verde, tu color preferido. Dejó también algún dinero para tu madre. No estuvo ni cinco minutos, pero esos pocos minutos a tu lado le compensaron de muchos sinsabores.
El día siguiente es domingo y amanece despejado y luminoso, con viento y un cielo tan azul que perturba su memoria anestesiada por propia mano, el recuerdo quizá de esta misma luz en este jardín y en días más felices, mientras cruza la ciudad en tranvía y desfilan tras el cristal de la ventanilla los plátanos reverdecidos y las fachadas soleadas, las palmas amarillas en los balcones y la gente que pasea tranquilamente llevando niños de la mano. Y siente en el corazón la punzada que ya otras veces ha sentido: forastero en tu propia ciudad, extranjero en tu propio país, así es cómo te sientes cuando has sido cegado por el odio y la pólvora como lo fue él durante tanto tiempo, cuando lejos de vosotras imaginaba este infierno de represión y miseria, esta interminable desventura que maldijo tantas veces y que hoy de pronto, inesperadamente, pretende desmentir una jornada tan apacible y primaveral, tan propicia a la festiva desmemoria que parecen disfrutar estos endomingados paseantes… Nosotros no viajamos con el Kim en ese tranvía que cruza la ciudad de norte a sur, pero podemos adivinar lo que presiente una vez más y se esfuerza en rechazar: no sólo la temeraria inutilidad de la Browning recién engrasada que lleva en la sobaquera, muy cerca del corazón, sino también la futilidad de los viejos ideales que alberga todavía este corazón. Cada nuevo paso de la frontera, cada nuevo encuentro con esa luz es una recaída en el desaliento.
Pero este sentimiento de exclusión conlleva ciertas ventajas: el instinto que te avisa del peligro se agudiza y te mantiene alerta. El Kim guarda los documentos en una vieja cartera de mano y las órdenes en la cabeza: suspender momentáneamente todas las acciones a mano armada, destinadas a recaudar fondos, incluido el atraco de mañana. Tal es la consigna de la Central, y el receptor será Josep Nualart. El contacto está previsto en la terraza de un café próximo a la estación de Sants, a las once de la mañana. El Kim baja del tranvía, se para a curiosear en un quiosco, a unos treinta metros del café, y observa a Nualart que espera sentado frente a un vermut, solo, en una mesa del extremo de la terraza. Todo parece normal. La terraza está muy concurrida, atendida por una diligente muchacha rubia con gorrito blanco y falda plisada. Nualart está entretenido en la lectura del periódico, cuyas hojas revuelve el viento, y aún no ha visto al Kim. Es un hombre de treinta y cinco años, robusto, con pelo de cepillo y gafas de montura metálica. Ya os he hablado del instinto del Kim para captar el peligro, pero lo que le salvará esta vez es un pensamiento dedicado a ti, Susana. Gingiol
Se oye el frenazo de un coche y Nualart levanta bruscamente la cabeza del periódico, pero no advierte nada anormal. Dos niños corretean entre las mesas de la terraza, el viento arrecia y se hace muy molesto. Nualart parece presentir la proximidad del Kim y empieza a girar la cabeza en dirección al quiosco, pero en este preciso instante, un golpe de viento levanta la falda de la muchacha que pasa con una bandeja de bebidas y el incidente reclama su risueña atención y la de otros clientes. Al intentar bajarse la falda, la joven camarera, muy azorada, casi vuelca la bandeja y todo su contenido sobre la cabeza de Nualart. Se oyen algunas risas. Y son las piernas de la muchacha, este inesperado regalo para la vista -así lo habría calificado el propio Nualart, riéndose-lo que le impide advertir la llegada de su jefe y hacerle tal vez una seña, lo cual, combinado con el hecho de que tú padre se entretiene en el quiosco unos segundos más mirando las ilustraciones de una novelita juvenil cuyo título, Los peligros de Susana, piensa que te divertirá, es lo que salva al Kim.
Se dispone a comprar el libro, pero ya no hay tiempo para nada. Una mantilla negra que el viento arrebata de la cabeza de una mujer cruza la terraza revoloteando como un cuervo hasta quedar prendida en la rama baja de un árbol. Es la señal, el mal presagio que Nualart no capta. En el quiosco, el Kim pregunta el precio de la novelita, y, al volverse, ya lo ve de pie y como si fuera a caerse, debatiéndose contra el viento y contra su propia sorpresa: flanqueado estrechamente por dos hombres con gabardina, Nualart intenta inclinarse para coger algo del suelo, una boina, pero ellos le sujetan y uno examina su documentación mientras el otro le pone las esposas. No ofrece resistencia y se lo llevan hacia un coche negro en medio de la curiosidad pública, a empellones, pero aún tiene tiempo y humor de echar por encima del hombro una última mirada a las piernas de la camarera, quién sabe si esperando que el viento se decidiera a jugar otra vez con su airosa falda plisada, Nualart era así, siempre tan animoso, un hombre enamorado de la vida y las mujeres…
El Kim permanece junto al quiosco hasta que el coche desaparece y luego se va. Es de suponer que la policía ignoraba que Nualart tenía una cita con él, de lo contrario habrían esperado su llegada para trincarlo a él también. Sin embargo, todo parecía indicar que la bofia había actuado después de recibir un soplo, porque en aquel mismo instante los otros hombres del Kim, Betancort y Camps, así como nuestro enlace para el reparto de propaganda, un mecánico de Gracia, eran también apresados en un piso del Poblenou.
El Kim se entera a las pocas horas, después de correr muchos riesgos, y decide que lo mejor es largarse cuanto antes. No le parece prudente volver al chalet de Horta y cita a Carmen por teléfono en la estación de Francia, ella acude con su hijo y una pequeña maleta y esta misma tarde los tres emprenden la primera etapa del viaje que les llevará a cruzar la frontera durante la noche.
La misión ha fracasado, pero el Kim cumplirá la promesa hecha al Denis de traer a su compañera y a su hijo sanos y salvos hasta Toulouse.