SAÚL ZURATAS tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado derecho de la cara y unos pelos rojos y despeinados como las cerdas de un escobillón. El lunar no respetaba la oreja ni los labios ni la nariz a los que también erupcionaba de una tumefacción venosa. Era el muchacho más feo del mundo; también, simpático y buenísimo. No he conocido a nadie que diera de entrada, como él, esa impresión de persona tan abierta, sin repliegues, desprendida y de buenos instintos, nadie que mostrara una sencillez y un corazón semejantes en cualquier circunstancia. Lo conocí cuando dábamos los exámenes de ingreso a la Universidad y fuimos bastante amigos -en la medida en que se puede ser amigo de un arcángel- sobre todo los dos primeros años, que cursamos juntos en la Facultad de Letras. El día en que lo conocí me advirtió, muerto de risa, señalándose el lunar:
– Me dicen Mascarita, compadre. A que no adivinas por qué.
Con este apodo lo llamábamos también nosotros, en San Marcos.
Había nacido en Talara y compadreaba a todo el mundo. Palabras y dichos de la jerga callejera brotaban en cada frase que decía, dando incluso a sus conversaciones íntimas un aire de chacota. Su problema, decía, era que su padre había ganado demasiado con el almacén allá en el pueblo, tanto que un buen día decidió trasladarse a Lima. Y desde que se habían venido a la capital al viejo le había dado por el judaísmo. No era muy religioso allá en el puerto piurano, que Saúl recordara. Alguna vez lo había visto leyendo la Biblia, sí, pero nunca se preocupó de inculcarle a Mascarita que pertenecía a otra raza y a otra religión que las de los muchachos del pueblo. Aquí en Lima, en cambio, sí. ¡Qué vaina! A la vejez viruelas. O, mejor dicho, la religión de Abraham y Moisés. ¡Pucha! Nosotros éramos unos suertudos siendo católicos. La religión católica era un pan con mantequilla de simple, una misita de media hora cada domingo y unas comuniones cada primer viernes de mes que se pasaban al vuelo. Él, en cambio, tenía que zambullirse los sábados en la sinagoga, horas y horas, aguantando los bostezos y fingiendo interesarse por los sermones del rabino -que no entendía ni jota- para no decepcionar a su padre, quien, después de todo, era viejón y buenísima gente. Si Mascarita le hubiera dicho que hacía tiempo había dejado de creer en Dios y que, en resumidas cuentas, eso de pertenecer al pueblo elegido a él le importaba un comino, al pobre Don Salomón le hubiera dado un patatús.
Conocí a Don Salomón no mucho después que a Saúl, un domingo. Éste me había invitado a almorzar. La casa estaba en Breña, a la espalda del Colegio La Salle, en una transversal alicaída de la avenida Arica. Era una vivienda profunda, repleta de muebles viejos, y con un lorito hablador de nombre y apellidos kafkianos que repetía todo el tiempo el apodo de Saúl: «¡Mascarita! -¡Mascar¡ta!» Padre e hijo vivían solos, con una sirvienta que se había venido con ellos de Talara y que, además de hacerles la cocina, ayudaba a Don Salomón en la tienda de abarrotes que había abierto en Lima. «Ésa, la de la tela metálica con una estrella de seis puntas, compadre. Se llama La Estrella por la estrella de David, ¿te das cuenta?»
Me impresionaron el afecto y las atenciones que Mascarita prodigaba a su padre, un anciano curvo, sin afeitar, que arrastraba unos pies deformados por los juanetes en unos zapatones que parecían coturnos romanos. Hablaba español con fuerte acento ruso o polaco, y eso que, me dijo, llevaba ya más de veinte años en el Perú. Tenía un aire socarrón y simpático: «Yo, de chico, quería ser trapecista de circo, pero la vida acabó metiéndome de mercachifle, vea usted qué decepción.» ¿Era Saúl su único hijo? Sí, lo era.
¿Y la madre de Mascarita? Había muerto a los dos años de trasladarse la familia a Lima. Hombre, qué pena, a juzgar por esa foto tu mamá debía ser muy joven ¿no, Saúl? Sí, lo era. Bueno, por una parte claro que a Mascarita lo apenaba su muerte. Pero, por otra, tal vez hubiera sido mejor para ella cambiar de vida. Porque su pobre vieja sufría muchísimo en Lima. Me hizo señas de que me acercara y bajó la voz (precaución inútil porque habíamos dejado a Don Salomón profundamente dormido en una mecedora del comedor y nosotros conversábamos en su cuarto) para decirme:
– Mi mamá era una criollita de Talara que el viejo se levantó al poco tiempo de llegar como refugiado. Parece que la tuvo arrejuntada nomás, hasta que nací yo. Sólo entonces se casaron. ¿Te imaginas lo que es para un judío casarse con una cristiana, con lo que llamamos una goie? No, no te lo imaginas.
Allá en Talara la cosa no había tenido la menor importancia porque las dos familias judías del lugar estaban medio disueltas en la sociedad local. Pero, al instalarse en Lima, la madre de Saúl tuvo múltiples problemas. Extrañaba mucho su tierra, desde el calorcito y el cielo sin nubes, de sol radiante todo el año, hasta sus parientes y amistades. Por otra parte, la comunidad judía de Lima nunca la aceptó, por más que ella, para darle gusto a Don Salomón, se había dado el baño lustral y se había hecho instruir por el rabino a fin de cumplir con todos los ritos de la conversión. En realidad -y Saúl me guiñó un ojo travieso- la comunidad no la aceptaba no tanto por ser una goie como por ser una criollita de Talara, una mujer sencilla, sin educación, que apenas sabía leer. Porque los judíos de Lima se habían vuelto unos burgueses, compadre.
Me decía todo esto sin asomo de rencor ni dramatismo, con una aceptación tranquila de algo que, por lo visto, no hubiera podido ocurrir de otra manera. «Yo y mi vieja nos llevábamos como uña y carne. Ella también se aburría como ostra en la sinagoga y, sin que Don Salomón se diera cuenta, para que esos sábados religiosos se pasaran más rápido, jugábamos disimuladamente al Yan-Ken-Po. A la distancia. Ella se sentaba en la primera fila de la galería y yo abajo, con los hombres. Movíamos las manos al mismo tiempo y a veces nos venían ataques de risa que espantaban a los piadosos.» Se la había llevado un cáncer fulminante, en pocas semanas. Y, desde su muerte, a Don Salomón se le vino el mundo abajo.
– Ese viejito que has visto ahí, durmiendo la siesta, era hace un par de años un hombre entero, lleno de energía y amor a la vida. La muerte de mi vieja lo demolió.
Saúl había entrado a San Marcos, a seguir abogacía, para dar gusto a Don Salomón. Por él, se hubiera puesto más bien a ayudarlo en La Estrella, que le daba muchos dolores de cabeza a su padre y le exigía más esfuerzo de los que se merecía, a sus años. Pero Don Salomón fue terminante. Saúl no pondría los pies detrás de ese mostrador. Saúl jamás atendería a un cliente. Saúl no sería un comerciante como él.
– Pero ¿por qué, viejito? ¿Tienes miedo de que con esta cara te ahuyente a la clientela? -Me decía esto entre carcajadas-. La verdad es que, ahora que ha podido ahorrar unos solcitos, Don Salomón quiere que la familia se vuelva importante. Ya me ve llevando el apellido Zuratas a la diplomacia o a la Cámara de Diputados. ¡Pa su diablo!
Volver ilustre el apellido familiar ejerciendo una profesión liberal, era algo que a Saúl tampoco le ilusionaba mucho. ¿Qué le interesaba en la vida? No lo sabía aún, sin duda. Lo fue descubriendo en esos meses y años que fueron los de nuestra amistad, en la década de los cincuenta, en ese Perú que iba pasando -mientras Mascarita, yo, nuestra generación, nos volvíamos adultos de la mentirosa tranquilidad de la dictadura del general Odría a las incertidumbres y novedades del régimen democrático, que renació en 1956, cuando Saúl y yo estábamos en el tercer año.
Para entonces, sin la menor duda, ya había descubierto lo que le interesaba en la vida. No de manera relampagueante, ni con la seguridad que después, pero, en todo caso, el extraordinario mecanismo estaba ya en marcha y, pasito a paso, empujándolo un día acá, otro allá, iba trazando ese laberinto en el que Mascarita entraría para no salir jamás. En 1956 estudiaba Etnología al mismo tiempo que Derecho y había estado varias veces en la selva. ¿Sentía ya esa fascinación de embrujado por los hombres del bosque y la Naturaleza sin hollar, por las culturas primitivas, minúsculas, desperdigadas en las colinas montuosas de la ceja de montaña y la llanura de la Amazonía? ¿Ardía ya en él ese fuego solidario brotado oscuramente de lo más hondo de su personalidad por esos compatriotas nuestros que desde tiempos inmemoriales vivían allá, acosados y lastimados, entre los anchos y lentos ríos, con taparrabos y tatuajes, adorando los espíritus del árbol, la serpiente, la nube y el relámpago? Sí, ya había comenzado todo eso. Y yo me di cuenta de ello a raíz de aquel incidente en el billar, ocurrido a los dos o tres años de conocernos.
Íbamos, de cuando en cuando, entre dos clases universitarias, a jugar una partida en una desvencijada sala de billar, que era también cantina, en el Jirón Azángaro. Andando por la calle con Saúl se descubría lo molesta que tenía que ser su vida, por la insolencia y la maldad de la gente. Se volvían o se plantaban a su paso, para mirarlo mejor, y abrían mucho los ojos, sin disimular el asombro o la repulsión que les inspiraba su cara, y no era raro que, los chiquillos sobre todo, le dijeran majaderías. A él no parecía molestarle; reaccionaba siempre a las impertinencias con alguna salida chistosa.
El incidente, al entrar al billar, no lo provocó él, sino yo, que nada tengo de arcángel.
El borracho estaba bebiendo en el mostrador. Apenas nos vio, vino a nuestro encuentro, tambaleándose, y se plantó ante Saúl, con los brazos en jarras:
– ¡Puta, qué monstruo! ¿De qué zoológico te escapaste, oye?
– De cuál va a ser, pues, compadre, del único que hay, del de Barranco -le respondió Mascarita-. Si vas corriendo, encontrarás mi jaula abierta.
Y trató de pasar. Pero el borracho alargó las manos hacia él, haciendo contra con los dedos, como los niños cuando les mentan la madre.
– Tú no entras, monstruo. -Se había enfurecido súbitamente-. Con esa cara, no debías salir a la calle, asustas a la gente.
– Pero si no tengo otra, qué quieres -le sonrió Saúl-. Déjanos pasar y no te pongas pesado.
Yo, para entonces, perdí la paciencia. Cogí al borracho de las solapas y comencé a zamaquearlo. Hubo un conato de trompeadera, revuelo de gente, empujones, y Mascarita y yo tuvimos que marchamos sin jugar nuestra partida.
Al día siguiente recibí de él un regalo, con unas líneas. Era un huesecillo blanco, en forma de rombo, grabado con unas figuras geométricas de color ladrillo tirando para ocre. Las figuras representaban dos laberintos paralelos, compuestos de barras de distintos tamaños, separadas por distancias idénticas, las pequeñas como cobijándose en las grandes. Su cartita, risueña y enigmática., decía algo así:
Compadre:
A ver si ese hueso mágico te calma los ímpetus y dejas de ir puñeteando a los pobres borrachitos. El hueso es de tapir y el dibujo no es la cojudez que parece, unos palotes primitivos, sino una inscripción simbólica. Se la dictó Morenanchiite, el señor del trueno, a un tigre, y éste a un brujo amigo mío de las selvas del Alto Picha. Si crees que esos símbolos son de remolinos de río o dos boas enroscadas durmiendo la siesta, puede que tengas razón. Pero son, principalmente, el orden que reina en el mundo. El que se deja ganar por la rabia tuerce esas líneas y ellas, torcidas, ya no pueden sostener la tierra. No querrás que por tu culpa la vida se desintegre y volvamos al caos original del que nos sacaron, a soplidos, Tasurinchi, el dios del bien, y Kientibakori, el dios del mal, ¿no, compadre? Así que no tengas más rabietas y menos por culpa mía. De todas maneras, gracias.
Chau,
Saúl
Le pedí que me contara algo más sobre aquello del trueno, el tigre, las líneas torcidas, Tasurinchi y Kientibakori y me tuvo toda una tarde en su casa de Breña, muy entretenido, hablándome de las creencias y costumbres de una tribu desparramada por las selvas del Cusco y de Madre de Dios.
Yo estaba echado en su cama y él sentado en un baúl, con su lorito en el hombro. El animal le mordisqueaba los pelos colorados y lo interrumpía a menudo con su chillido mandón: «!Mascarita!» «Quieto, Gregorio Samsa», lo calmaba él.
Los dibujos de sus utensilios y sus cushmas, los tatuajes de sus caras y cuerpos, no eran caprichosos ni decorativos, compadre. Eran una escritura cifrada, que contenía el nombre secreto de las personas y fórmulas sagradas para proteger los objetos del deterioro y el maleficio que a través de ellos podía llegar hasta sus dueños. Los dibujos eran dictados por una divinidad barbada y ruidosa, Morenanchiite, el señor del trueno, quien, desde lo alto de un cerro, en medio de una tempestad, comunicaba el mensaje a un tigre. Éste lo transmitía al curandero o chamán en el curso de una «mareada» de ayahuasca, esos tallos alucinógenos cuyos cocimientos se bebían en todas las ceremonias nativas. Aquel brujo del Alto Picha -«sabio, más bien, patita, digo brujo, para que me entiendas»- lo había aleccionado sobre la filosofía que permitió a la tribu sobrevivir hasta el presente. Lo más importante, para ellos, era la serenidad. No ahogarse nunca en un vaso de agua ni en una inundación. Había que contener todo arrebato pasional pues hay una correspondencia fatídica entre el espíritu del hombre y los de la Naturaleza y cualquier trastorno violento en aquél acarrea alguna catástrofe en ésta.
– La pataleta de un tipo puede hacer que se salga un río, y, un asesinato, que el rayo queme la aldea. Tal vez ese choque del Expreso, en la avenida Arequipa, esta mañana, es culpa de tu puñetazo al borrachito de ayer. ¿No te remuerde la conciencia?
Me quedé asombrado de lo mucho que sabía sobre esa tribu. Y todavía más al advertir la simpatía que desbordaba a raudales de ese conocimiento. Hablaba de aquellos indios, de sus usos y sus mitos, de su paisaje y sus dioses, con el respeto admirativo con que yo me refería a Sartre, Malraux y Faulkner, mis autores preferidos de aquel año. Ni siquiera de su admirado Kafka le oí hablar nunca con tanta emoción.
Debí sospechar ya entonces que Saúl nunca sería abogado y, también, que su interés por los indios de la Amazonía era algo más que «etnológico». No un interés profesional, técnico, sino mucho más íntimo, aunque no fácil de precisar. Algo más emotivo que racional seguramente, acto de amor antes que curiosidad intelectual o que ese apetito de aventura que parecía anidar en la vocación de tantos compañeros suyos del Departamento de Etnología. La actitud de Saúl hacia su nueva carrera, la devoción que mostraba hacia el mundo de la Amazonía, fueron a menudo motivo de conjeturas entre nosotros, sus amigos y colegas, en el Patio de Letras de San Marcos.
¿Se había enterado Don Salomón que Saúl estudiaba Etnología o lo creía concentrado en los cursos de Leyes? La verdad es que, aunque Mascarita estaba aún inscrito en la Facultad de Derecho, descuidaba totalmente las clases. Con excepción de Kafka, y, sobre todo, La metamorfosis, que había releído innumerables veces y poco menos que memorizado, todas sus lecturas eran ahora antropológicas. Recuerdo su consternación por lo poquísimo que se había escrito sobre las tribus y sus protestas por lo difícil que era consultar esa bibliografía pulverizada en separatas y revistas que no siempre llegaban a San Marcos o a la Biblioteca Nacional.
Todo había comenzado, me contó en alguna ocasión, con un viaje a Quillabamba, en Fiestas Patrias. Había ido allí invitado por un primo hermano de su madre, un tío chacarero, emigrado de Piura a esas tierras, que también comerciaba en maderas. El hombre se internaba en el monte en busca de árboles de caoba o de palo de rosa y tenía trocheros y cortadores indígenas que trabajaban para él. Mascarita había hecho buenas migas con estos nativos -bastante occidentalizados la mayoría de ellos-, que lo habían llevado consigo en sus incursiones y alojado en sus campamentos a lo largo de la vasta región bañada por el Alto Urubamba, el Alto Madre de Dios y sus respectivos afluentes. Toda una noche me estuvo relatando, entusiasmado, lo que fue para él cruzar en balsa el Pongo de Mainique, donde el Urubamba, apretado entre dos contrafuertes de la cordillera, se tornaba un dédalo de rápidos y remolinos.
– El terror de algunos cargadores es tan grande que tienen que amarrarlos a las balsas, como hacen con las vacas, para que bajen el Pongo. ¡No te imaginas lo que es eso, compadre!
Un misionero español, de la Misión Dominicana de Quillabamba, le había mostrado misteriosos petroglifos desperdigados por la zona, y había comido mono, tortuga, gusanos, y se había pegado una tremenda borrachera con masato de yuca.
– Los nativos de la región creen que en el Pongo de Mainique principió el mundo. Y te juro que en el lugar hay un vaho sagrado, un no sé qué que te pone los pelos de punta. ¡No te imaginas lo que es eso, compadre! ¡Pa su macho!
La experiencia tuvo consecuencias que nadie pudo sospechar. Ni siquiera él mismo, estoy seguro.
Volvió a Quillabamba en las Navidades y se pasó allí todo el verano. Regresó en las vacaciones de julio y el siguiente diciembre. Cada vez que en San Marcos había una huelga, aun de pocos días, zarpaba hacia la selva en lo que fuera: camiones, trenes, colectivos, ómnibus. Volvía de esos viajes exaltado y locuaz, con los ojos brillando de admiración por los tesoros que había descubierto. Todo lo de allá le interesaba y lo excitaba de manera excesiva. Haber conocido al legendario Fidel Pereira, por ejemplo. Hijo de un cusqueño blanco y de una machiguenga, era una mezcla de señor feudal y cacique aborigen. En el último tercio del XIX, un cusqueño de buena familia, huyendo de la justicia, se internó en esas selvas, donde los machiguengas lo acogieron. Se casó con una mujer de la tribu. Su hijo, Fidel, había vivido a caballo entre las dos culturas, oficiando de blanco entre los blancos y de machiguenga entre los machiguengas. Tenía varias esposas legítimas e infinidad de concubinas y una constelación de hijas e hijos a través de los cuales explotaba todos los cafetales y chacras entre Quillabamba y el Pongo de Mainique, en los que hacía trabajar poco menos que gratis a la gente de su tribu. Pero Mascarita, a pesar de ello, sentía cierta benevolencia por él:
– Se aprovecha de ellos, por supuesto. Pero, al menos, no los desprecia. Conoce su cultura a fondo y se enorgullece de ella. Y cuando otros quieren atropellarlos, los defiende.
En las anécdotas que me refería, el entusiasmo de Saúl dotaba al episodio más trivial -la roza de un monte o la pesca de una gamitana- de contornos heroicos. Pero era sobre todo el mundo indígena, con sus prácticas elementales y su vida frugal, su animismo y su magia, lo que parecía haberlo hechizado. Ahora sé que aquellos indios, cuya lengua había empezado a aprender con ayuda de los alumnos indígenas de la Misión Dominicana de Quillabamba -una vez me cantó una triste y reiterativa canción incomprensible, acompañándose con el ritmo de una calabaza llena de semillas-, eran los machiguengas. Ahora sé que aquellos carteles con dibujitos, mostrando los peligros de pescar con dinamita, que vi apilados en su casa de Breña, los había hecho para repartírselos a los blancos y mestizos del Alto Urubamba -los hijos, nietos, sobrinos, bastardos y entenados de Fidel Pereira- con la intención de proteger las especies que alimentaban a esos mismos indios que, un cuarto de siglo más tarde, fotografiaría el ahora difunto Gabriele Malfatti.
Visto con la perspectiva del tiempo, sabiendo lo que le ocurrió después -he pensado mucho en esto- puedo decir que Saúl experimentó una conversión. En un sentido cultural y acaso también religioso. Es la única experiencia concreta que me ha tocado observar de cerca que parecía dar sentido, materializar, eso que los religiosos del colegio donde estudié querían decirnos en las clases de catecismo con expresiones como «recibir la gracia», «ser tocado por la gracia», «caer en las celadas de la gracia». Desde el primer contacto que tuvo con la Amazonía, Mascarita fue atrapado en una emboscada espiritual que hizo de él una persona distinta. No sólo porque se desinteresó del Derecho y se matriculó en Etnología y por la nueva orientación de sus lecturas, en las que, salvo Gregorio Samsa, no sobrevivió personaje literario alguno, sino porque, desde entonces, comenzó a preocuparse, a obsesionarse, con dos asuntos que en los años siguientes serían su único tema de conversación: el estado de las culturas amazónicas y la agonía de los bosques que las hospedaban.
– Te has vuelto un temático, Mascarita. Ya no se puede hablar contigo de otra cosa.
– Pucha, es cierto, mi viejo, no te he dejado abrir la boca. Discurséame un rato, si te provoca, de Tolstoi, la lucha de clases o las novelas de caballerías.
– ¿No exageras un poco, Saúl?
– No, compadre, más bien me quedo corto. Te lo juro. Lo que se está haciendo en la Amazonía es un crimen. No tiene justificación, por donde le des vuelta. Créeme, hombre, no te rías. Ponte en el caso de ellos, aunque sea un segundo. ¿Adónde se pueden seguir yendo? Los empujan de sus tierras desde hace siglos, los echan cada vez más adentro, más adentro. Lo extraordinario es que, a pesar de tantas calamidades, no hayan desaparecido. Ahí están siempre, resistiendo. ¿No es para quitarse el sombrero? Caracho, ya me solté otra vez. Hablemos de Sartre, anda. Lo que me subleva es que a nadie le importa un pito lo que está pasando allá.
¿Por qué le importaba a él tanto? No por razones políticas, en todo caso. A Mascarita la política le resultaba la cosa menos interesante del mundo. Cuando hablábamos de política, me daba cuenta que él se forzaba a hacerlo para darme gusto, pues yo, en esa época, tenía entusiasmos revolucionarios y me había dado por leer a Marx y hablar de las relaciones sociales de producción. A Saúl esos asuntos le aburrían tanto como los sermones del rabino. Y acaso tampoco fuera exacto decir que aquellos temas le interesaban por una razón ética general, por lo que la condición de los indígenas de la selva reflejaba sobre las iniquidades sociales de nuestro país, pues Saúl no reaccionaba del mismo modo ante otras injusticias que tenía al frente, acaso ni siquiera las advertía. La situación de los indios de los Andes, por ejemplo -que eran varios millones en vez de los pocos miles de la Amazonía-, o cómo remuneraban y trataban los peruanos de las clases media y alta a sus sirvientes.
No, era sólo aquella específica manifestación de inconsciencia, irresponsabilidad y crueldad humanas, la que se abatía sobre los hombres y los árboles, los animales y los ríos de la selva, la que, por una razón que entonces me era difícil comprender (acaso a él también) transformó a Saúl Zuratas, quitándole de la cabeza toda otra inquietud y tornándolo un hombre de ideas fijas. Al extremo de que si no hubiera sido tan buena persona, tan generoso y servicial, probablemente hubiera dejado de frecuentarlo. Porque lo cierto es que se volvió monótono.
A veces, para ver hasta dónde podía llevarlo «el tema», yo lo provocaba. ¿Qué proponía, a fin de cuentas? ¿Que, para no alterar los modos de vida y las creencias de unas tribus que vivían, muchas de ellas, en la Edad de Piedra, se abstuviera el resto del Perú de explotar la Amazonía? ¿Deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales de tres cuartas partes de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando al boa constrictor? ¿Debíamos ignorar las posibilidades agrícolas, ganaderas y comerciales de la región para que los etnólogos del mundo se deleitaran estudiando en vivo el potlach, las relaciones de parentesco, los ritos de la pubertad, del matrimonio, de la muerte, que aquellas curiosidades humanas venían practicando, casi sin evolución, desde hacía cientos de años? No, Mascarita, el país tenía que desarrollarse. ¿No había dicho Marx que el progreso vendría chorreando sangre? Por triste que fuera, había que aceptarlo. No teníamos alternativa. Si el precio del desarrollo y la industrialización, para los dieciséis millones de peruanos, era que esos pocos millares de calatos tuvieran que cortarse el pelo, lavarse los tatuajes y volverse mestizos -o, para usar la más odiada palabra del etnólogo: aculturarse-, pues, qué remedio.
Mascarita no se enojaba conmigo, porque él no se enojaba nunca por nada y con nadie, y tampoco adoptaba un aire superior de te-perdono-porque-no-sabes-loque-dices. Pero yo sentía, cuando le lanzaba estas provocaciones, que le dolían como si hubiera hablado mal de Don Salomón Zuratas. Lo disimulaba perfectamente, eso sí. Había conseguido ya, quizás, el ideal machiguenga de no sentir jamás rabia para que las líneas paralelas que sostienen al mundo no cedan. No aceptaba, por lo demás, discutir éste ni cualquier otro asunto de manera general, en términos ideológicos. Tenía una resistencia congénita a todo tipo de pronunciamiento abstracto. Los problemas siempre se planteaban para él de manera concreta: lo que había visto con sus ojos y las consecuencias que cualquiera con algo de seso en la mollera podía colegir que aquello tendría en un futuro.
– La pesca con explosivos, por ejemplo. Se supone que está prohibida. Pero, anda y mira, compadre. No hay río o quebrada en toda la selva donde los serranos y los viracochas -así nos llaman a los blancos- no ahorren tiempo pescando al por mayor, con dinamita. ¡Ahorren tiempo! ¿Te imaginas lo que eso significa? Cartuchos de dinamita pulverizando día y noche los bancos de peces. Las especies están desapareciendo, viejito.
Discutíamos en una mesa del Bar Palermo, en La Colmena, tomando cerveza. Afuera había sol, gente apurada, destartalados automóviles de agresivas bocinas y nos rodeaba esa atmósfera humosa, con olor a grasa frita y a orines, de los cafetines del centro de Lima.
– ¿Y la pesca con venenos, Mascarita? ¿No la inventaron acaso los indios de las tribus? También ellos son unos depredadores de la Amazonía, pues.
Se lo dije para que descargara su artillería pesada contra mí. Y la disparó, por supuesto. Era falso, falsísimo. Pescaban con barbasco y cumo, pero en los caños o brazos de río y en las pozas que quedan en las islas cuando las aguas merman. Y sólo en ciertas épocas del año. Jamás en los períodos de desove, que conocían al dedillo. En esas fechas pescaban con redes, arpones y trampas, o con sus manos peladas, te quedarías bizco si los vieras, compadrito. En cambio, los criollos usaban el barbasco y el cumo todo el año, en cualquier parte. Aguas envenenadas miles y miles de veces, a lo largo de decenios. ¿Me daba cuenta? No sólo liquidaban a las crías en los tiempos de desove, también pudrían las raíces de los árboles y plantas de las orillas.
¿Los idealizaba? Estoy seguro que sí. Y, también, tal vez sin proponérselo, exageraba los desastres para fortalecer sus argumentos. Pero era evidente que a Mascarita esas crías de sábalos y bagres envenenados por los tallos del barbasco y el cumo, y los paiches destrozados por los explosivos de los pescadores de Loreto, Madre de Dios, San Martín o Amazonas, le apenaban ni más ni menos que si la víctima hubiera sido su lorito hablador. Y era lo mismo, por supuesto, cuando se refería a las talas masivas ordenadas por los madereros -«Mi tío Hipólito es uno de ellos, aunque me cueste decirlo»- que estaban acabando con los árboles más valiosos. Me habló largamente de las prácticas de los viracochas y serranos bajados de los Andes a conquistar la selva, de desbrozar el bosque mediante incendios que carbonizaban inmensas extensiones de tierras, que, luego de una o dos cosechas, por la falta de humus vegetal y la erosión causada por las aguas, se volvían estériles. Y nada se diga, compadre, del exterminio de animales, la codicia frenética de cueros que, por ejemplo, había hecho de jaguares, lagartos, pumas, serpientes y decenas de animales, rarezas biológicas en vías de extinción. Fue un largo discurso, que recuerdo muy bien por algo que surgió ya al final de la conversación, cuando habíamos despachado varias botellas de cerveza y unos panes con chicharrón (que a él le encantaban). De los árboles y los peces volvía siempre en su perorata al motivo central de sus alarmas: las tribus. También ellas, a este paso, se extinguirían.
– ¿En serio te parece que la poligamia, el animismo, la reducción de cabezas y la hechicería con cocimientos de tabaco representan una forma superior de cultura, Mascarita?
Un serranito echaba baldazos de aserrín sobre los escupitajos y demás suciedades del suelo de losetas rojizas del Bar Palermo y un chino iba detrás, barriendo. Saúl me quedó mirando un buen rato, sin responder. Por fin, negó con la cabeza.
– Superior, no. Nunca lo he dicho ni creído, hermanito. -Se había puesto muy serio-. Inferior, tal vez, si eso se mide en términos de mortalidad infantil, de situación de la mujer, de monogamia o poligamia, de artesanía e industria. No creas que los idealizo. Para nada.
Se calló, como distraído por algo, tal vez aquella disputa en una mesa vecina que se enardecía o enfriaba simétricamente desde que estábamos allá. Pero no era eso. Lo habían distraído sus recuerdos. Y me pareció que, de pronto, se entristecía.
– Hay entre los hombres que andan y los de otras tribus, cosas que te chocarían mucho, mi viejo. No lo niego.
Por ejemplo, que los aguarunas y huambisas del Alto Marañón arrancaran el himen de sus hijas con sus manos y se lo comieran al tener ellas la primera sangre, que en muchas tribus existiera la esclavitud y que en algunas comunidades se dejara morir a los viejos al primer síntoma de debilidad, so pretexto de que sus almas habían sido llamadas y de que su destino estaba cumplido. Pero lo peor de todo, tal vez lo más difícil de aceptar desde nuestro punto de vista, era eso que con un poco de humor negro se podía llamar el perfeccionismo de las tribus de la familia arawak. ¿El perfeccionismo, Saúl? Sí, algo que de entrada me parecería, como le había parecido a él, tan cruel, compañerito. Que a los niños que nacían con defectos físicos, cojos, mancos, ciegos, con más o menos dedos de los debidos o el labio leporino, los mataran las mismas madres echándolos al río o enterrándolos vivos. A quién no le iban a chocar esas costumbres, por supuesto.
Me escrutó un buen rato, en silencio, pensativo, como si estuviera buscando las palabras justas de lo que quería decirme. De pronto, se tocó el inmenso lunar.
– Yo no hubiera pasado el examen, compadre. A mí me hubieran liquidado -susurró-. Dicen que los espartanos hacían lo mismo, ¿no? Que a los monstruitos, a los gregorios samsas, los despeñaban desde el monte Taigeto, ¿no?
Se rió, me reí, pero ambos sabíamos que no estaba bromeando y que no había razón alguna para reírse. Me explicó que, curiosamente, esos implacables con los recién nacidos defectuosos eran sin embargo muy tolerantes con los que, ya niños o adultos, resultaban víctimas de algún accidente o enfermedad que los averiaba físicamente. Saúl, al menos, no había notado hostilidad hacia los inválidos o hacia los locos en las tribus. Su mano seguía siempre sobre la escama morada de su media cara.
– Pero eso es lo que son y debemos respetarlos. Ser así los ha ayudado a vivir cientos de años, en armonía con sus bosques. Aunque no entendamos sus creencias y algunas de sus costumbres nos duelan, no tenemos derecho a acabar con ellos.
Creo que aquella mañana, en el Bar Palermo, fue la única vez en que aludió, no en broma sino en serio, incluso con dramatismo, a eso que, por más que lo disimulara con tanta elegancia, tenía que ser una tragedia en su vida, la excrecencia que hacía de él un motivo ambulante de burla y de asco, y que debía afectar todas sus relaciones, especialmente con las mujeres. (Era con ellas de una gran timidez; yo había advertido, en la Universidad, que las evitaba y que sólo trababa conversación con alguna de nuestras compañeras cuando ella le dirigía la palabra.) Retiró por fin la mano de su cara, con un gesto de fastidio, como arrepentido de haberse tocado el lunar, y se lanzó en un nuevo sermón:
– ¿Nos dan derecho nuestros autos, cañones, aviones y Coca-Colas a liquidarlos porque ellos no tienen nada de eso? ¿O tú crees en lo de «civilizar a los chunchos», compadre? ¿Cómo? ¿Metiéndolos de soldados? ¿Poniéndolos a trabajar en las chacras, de esclavos de los criollos tipo Fidel Pereira? ¿Obligándolos a cambiar de lengua, de religión, de costumbres, como quieren los misioneros? ¿Qué se gana con eso? Que los puedan explotar mejor, nada más. Que se conviertan en zombies, en las caricaturas de hombres que son los indígenas semi aculturados de las calles de Lima.
El serranito que echaba baldazos de aserrín en el Palermo tenía esos zapatos -una suela y dos tiras de jebe de llanta- que fabrican los ambulantes y sujetaba su pantalón remendado con un pedazo de cordel. Era un niño con cara de viejo, de pelos tiesos, uñas negras y una costra rojiza en la nariz. ¿Un zombie? ¿Una caricatura? ¿Hubiera sido mejor para él permanecer en su aldea de los Andes, vistiendo chullo, ojotas y poncho y no aprender nunca el español? Yo no lo sabía, yo dudo aún. Pero Mascarita sí lo sabía. Hablaba sin vehemencia, sin cólera, con una firmeza tranquila. Durante mucho rato me explicó el otro lado de aquellas crueldades («que son, decía, el precio que pagan por la supervivencia»), lo que le parecía admirable en esas culturas. Era algo que, por más diferencias que hubiera entre ellas, tenían todas en común: la buena inteligencia con el mundo en el que vivían inmersas, esa sabiduría, nacida de una práctica antiquísima, que les había permitido, a través de un elaborado sistema de ritos, prohibiciones, temores, rutinas, repetidos y transmitidos de padres a hijos, preservar aquella Naturaleza aparentemente tan exuberante, y, en realidad, tan frágil y perecedera, de la que dependían para subsistir. Habían sobrevivido porque sus usos y costumbres se habían plegado dócilmente a los ritmos y exigencias del mundo natural, sin violentarlo ni trastocarlo profundamente, apenas lo indispensable para no ser destruidas por él. Todo lo contrario de lo que estábamos haciendo los civilizados, que malgastábamos esos elementos sin los cuales terminaríamos marchitándonos como las flores privadas de agua.
Yo lo escuchaba y hacía el simulacro de interesarme por sus palabras. Pero, más bien, pensaba en su lunar. ¿Por qué había recurrido a él, de pronto, mientras me explicaba lo que sentía por los nativos de la Amazonía? ¿Estaba ahí la clave de la conversión de Mascarita? Esos shipibos, huambisas, aguarunas, yaguas, shapras, campas, mashcos, representaban en la sociedad peruana algo que él podía entender mejor que nadie: un horror pintoresco, una excepcionalidad que los otros compadecían o escarnecían, pero sin concederle el respeto y la dignidad que sólo merecían quienes se ajustaban en su físico, costumbres y creencias a la «normalidad». Ambos eran una anomalía para el resto de los peruanos; su lunar provocaba en ellos, en nosotros, un sentimiento parecido al que en el fondo alentábamos por esos seres que vivían, allá lejos, semidesnudos, comiéndose los piojos y hablando dialectos incomprensibles. ¿Era ésa la raíz del amor a primera vista de Mascarita por los chunchos? ¿Se había inconscientemente identificado con esos seres marginales debido a su lunar que lo convertía también en un marginal cada vez que ponía los pies en la calle?
Le propuse esta interpretación, a ver si le mejoraba el humor, y, en efecto, se echó a reír.
– ¿Aprobaste el curso de Psicología con el Doctor Guerrita? -me tomó el pelo-. Yo te hubiera jalado, más bien.
Y, siempre riéndose, me contó que Don Salomón Zuratas, más astuto que yo, le había sugerido una lectura judaica del asunto.
– Que yo identifico a los indios de la Amazonía con el pueblo judío, siempre minoritario y siempre perseguido por su religión y sus usos distintos a los del resto de la sociedad. ¿Qué te parece? Una interpretación más noble que la tuya, que se podría llamar el síndrome de Frankestein. Cada loco con su tema, compadre.
Le repliqué que ambas interpretaciones no se excluían. Él terminó fantaseando, divertido.
– Sí, de repente tienes razón. De repente, ser medio judío y medio monstruo me ha hecho más sensible que un hombre tan espantosamente normal como tú a la suerte de los selváticos.
– ¡Pobres selváticos! Los usas de paño de lágrimas. Tú también te sirves de ellos, ya ves.
– Bueno, terminémosla ahí porque tengo una clase -se despidió, levantándose, sin sombra del mal ánimo de un momento atrás-. Pero recuérdame que la próxima vez te corrija lo de «pobres selváticos». Te contaré algunas cosas que te dejarán cojudo, compadre. Por ejemplo, lo que hicieron con ellos en la época de la fiebre del caucho. Si aguantaron eso, no se les debe llamar pobres. Superhombres, más bien. Verás, verás.
Por lo visto, hablaba de su «tema» con Don Salomón. El viejito habría terminado por aceptar que, en lugar de hacerlo en el Foro, Saúl prestigiara el apellido Zuratas en las aulas universitarias y en los dominios de la investigación antropológica. ¿Era eso lo que había decidido ser en la vida? ¿Un catedrático? ¿Un estudioso? Que tenía condiciones para ello se lo oí decir una tarde a uno de sus profesores, el Doctor José Matos Mar, quien dirigía entonces el Departamento de Etnología de San Marcos.
– Ese muchacho, Zuratas, ha resultado de primera. Se pasó los tres meses de vacaciones en el Urubamba, haciendo trabajo de campo con los machiguengas y ha traído un material excelente.
Se lo decía a Raúl Porras Barrenechea, un historiador con el que yo trabajaba por las tardes, y que tenía un santo horror por la Etnología y la Antropología, a las que acusaba de reemplazar al hombre por el utensilio como protagonista de la cultura y de estropear la prosa castellana (que él, dicho sea de paso, escribía a las mil maravillas).
– Bueno, entonces hagamos de ese muchacho un historiador y no un fichador de piedrecitas, Doctor Matos. Sea altruista, pásemelo al Departamento de Historia.
El trabajo que Saúl hizo, en el verano del 56, entre los machiguengas fue más tarde, ampliado, su tesis de Bachiller. La presentó cuando estábamos en quinto año de Facultad, y yo recuerdo muy bien la expresión de orgullo, de íntima alegría, de Don Salomón. Vestido de fiesta, con una almidonada pechera bajo el saco, siguió la ceremonia desde la primera fila del Salón de Grados, y le brillaban los ojitos mientras Saúl leía sus conclusiones, absolvía las preguntas del Jurado -que presidía Matos Mar-, era aprobado y le colocaban la cinta académica correspondiente.
Don Salomón nos invitó a almorzar a Saúl y a mí al Raimondi, en el centro de Lima, para festejar el acontecimiento. Pero él no probó bocado, acaso por no transgredir involuntariamente el dietario judío. (Una de las bromas de Saúl cuando pedía chicharrones o mariscos era: «Y, además, eso de estar cometiendo un pecado al tragármelos, les da un gustito muy especial, compadre, que tú nunca sabrás lo que es.») Don Salomón no cabía en sí de contento con el título de su hijo. A medio almuerzo, dirigiéndose a mí con su masticado acento centroeuropeo, me pidió, con vehemencia:
– Convénzalo a su amigo de que acepte la beca. -Y, al ver mi cara de sorpresa, me explicó-: No quiere ir a Europa para no dejarme solo, como si yo no fuera bastante grande para saber cuidarme. Le he dicho que, si se encapricha, me va a obligar a morirme para que pueda irse tranquilo a Francia, a especializarse.
Así me enteré de que Matos Mar le había conseguido una beca para hacer el Doctorado en la Universidad de Burdeos. Mascarita la había rechazado, pues no quería dejar solo a su padre. ¿Fue ésa la razón por la que no viajó a Burdeos? Entonces lo creí; ahora, estoy seguro de que mentía. Ahora sé que, aunque no lo confesara a nadie y lo tuviera guardado bajo cuatro llaves, aquella conversión había ido fermentando en su interior hasta adquirir las características de un rapto místico, tal vez de una búsqueda de martirologio. No me cabe duda, ahora, que aquel título de Bachiller en Etnología lo sacó, tomándose el trabajo de redactar una tesis, a sabiendas de que nunca sería un etnólogo, sólo para darle esa satisfacción a su padre. Yo que, por esos días, me extenuaba haciendo gestiones para conseguir alguna beca que me permitiera venir a Europa, traté varias veces de convencerlo de que no desperdiciara semejante oportunidad. «Es algo que no se te volverá a presentar, Mascarita. ¡Europa! ¡Francia! ¡No seas bárbaro, hombre!» Fue categórico: no podía irse, él era la única persona que tenía Don Salomón en el mundo y no lo iba a abandonar por dos o tres años, sabiendo lo anciano que estaba.
Por supuesto que le creí. Quien no le creyó del todo fue quien le había conseguido la beca y se había hecho muchas ilusiones académicas con él, su maestro Matos Mar. Se apareció éste una de esas tardes, como solía hacerlo, en casa de Porras Barrenechea, a cambiar ideas y tomar té con biscotelas, y, cariacontecido, le anunció:
– Se armó usted, Doctor Porras. La beca de Burdeos la puede usar este año el Departamento de Historia. Nuestro candidato la ha rechazado. ¿Qué le parece?
– Que yo sepa, es la primera vez en la historia de San Marcos que alguien rechaza una beca a Francia -dijo Porras-. ¿Qué le picó a ese muchacho?
Yo, que estaba fichando los mitos sobre El Dorado y las Siete Ciudades de Cibola en los cronistas del descubrimiento y conquista, en la misma habitación donde conversaban, metí la cuchara para decir que la razón del rechazo era Don Salomón, al que Saúl no quería dejar solo.
– Ésa es la razón que Zuratas da, sí, y ojalá que sea cierta -asintió Matos Mar, haciendo un gesto escéptico-. Pero me temo que haya algo más de fondo. A Saúl le han entrado dudas sobre la investigación y el trabajo de campo. Dudas éticas.
Porras Barrenechea adelantó el mentón y puso los ojitos pícaros que ponía cada vez que iba a decir una maldad.
– Bueno, si Zuratas se ha dado cuenta que la Etnología es una seudociencia inventada por los gringos para destruir las Humanidades, es más inteligente de lo que podía esperarse.
Pero Matos Mar no se sonrió.
– Le hablo en serio, Doctor Porras. Es una lástima, porque el muchacho tiene magníficas condiciones. Es inteligente, perceptivo, muy buen investigador, con mucha capacidad de trabajo. Se le ha metido, imagínese usted, que el trabajo que hacemos es inmoral.
– ¿Inmoral? En fin, vaya uno a saber lo que hacen ustedes entre los buenos chunchos con el pretexto de averiguar sus costumbres -se rió Porras-. Yo, desde luego, no pondría mis manos al fuego por la virtud de los etnólogos.
– Que los estamos agrediendo, violentando su cultura -prosiguió Matos Mar, sin hacerle caso-. Que con nuestras grabadoras y estilográficas somos el gusanito que entra en la fruta y la pudre.
Contó que, hacía pocos días, había habido una discusión en el Departamento de Etnología. Saúl Zuratas desconcertó a todos proclamando que las consecuencias del trabajo de los etnólogos eran semejantes a la acción de los caucheros, madereros, reclutadores del Ejército y demás mestizos y blancos que estaban diezmando a las tribus.
– Dijo que hemos retomado el trabajo donde lo dejaron los misioneros en la Colonia -añadió-. Que nosotros, con el cuento de la ciencia, como ellos con el de la evangelización, somos la punta de lanza de los exterminadores de indios.
– ¿Resucita el indigenismo fanático de los años treinta en los patios de San Marcos? -suspiró Porras-. No me extrañaría, pues viene por épocas, como los catarros.
Ya veo a Zuratas escribiendo panfletos contra Pizarro, la conquista española y los crímenes de la Inquisición. ¡No lo quiero en el Departamento de Historia! Que acepte esa beca, se nacionalice francés y haga carrera promoviendo la Leyenda Negra.
No le di mucha importancia a lo que le oí decir aquella tarde a Matos Mar, entre los polvorientos estantes llenos de libros y estatuillas de Quijotes y Sancho Panzas, de la casa miraflorina de Porras Barrenechea, en la calle Colina. Ni tampoco creo habérselo mencionado a Saúl. Pero ahora, aquí, en Firenze, mientras recuerdo y tomo apuntes, ese episodio adquiere retroactivamente una significación grande. Aquella simpatía, solidaridad, hechizo o lo que fuera, había para entonces alcanzado un clímax y cambiado de naturaleza. Si cuestionaba a los etnólogos, de quienes lo menos que se podía decir era que, con todas las miopías que tuvieran, estaban perfectamente conscientes de la necesidad de entender en sus propios términos la manera de ver el mundo de los indígenas de la selva, ¿qué defendía Mascarita? ¿Algo tan quimérico como que, reconociéndoles unos derechos inalienables sobre sus tierras, el resto del Perú declarara en cuarentena a la selva? ¿Nunca nadie más debería entrar allá a fin de evitar la contaminación de esas culturas con las miasmas degenerantes de la nuestra? ¿Había llegado a esos extremos el purismo amazónico de Saúl?
La verdad es que no nos vimos mucho los últimos meses que pasamos en la Universidad. Yo andaba también muy ocupado, escribiendo mi tesis. Él prácticamente había abandonado Derecho. Me lo encontraba, muy de cuando en cuando, las pocas veces que se aparecía por el Departamento de Literatura, contiguo entonces al de Etnología. Tomábamos un café o nos fumábamos un cigarrillo, charlando, bajo las palmeras amarillentas de la casona del Parque Universitario. Al crecer, enrumbarnos en quehaceres y proyectos distintos, nuestra amistad, bastante estrecha los primeros años, se había ido convirtiendo en una relación esporádica y superficial. Yo le preguntaba por sus andanzas, pues él estaba siempre regresando o a punto de partir a la selva y yo asociaba eso, hasta aquel comentario de Matos Mar al Doctor Porras, a su trabajo universitario, a una especialización creciente de Saúl en las culturas amazónicas. Pero es verdad que, salvo aquella última charla -la de nuestra despedida y la de su catilinaria contra el Instituto Lingüístico y los esposos Schneil-, creo que en esos últimos meses no volvimos a tener los diálogos interminables, de confidencias libérrimas, con el corazón en la mano, que celebramos muchas veces entre 1953 y 1956.
Si los hubiéramos continuado teniendo ¿me habría abierto su pecho, dejándome entrever lo que iba a hacer? Probablemente no. Ese género de decisión, la de los santos y los locos, no se publicita. Se va forjando poco a poco, en los repliegues del espíritu, al sesgo de la propia razón y al resguardo de miradas indiscretas, sin someterla a la aprobación de los otros -que jamás la concederían- hasta que se pone en práctica. Me imagino que en el curso de ese proceso -la forja del proyecto y su mutación en acto- el santo, iluminado o loco, se va aislando, amurallando en una soledad que los demás no están en condiciones de hollar. Yo, por mi parte, no sospeché siquiera que Mascarita podía estar viviendo, en esos últimos meses de nuestra vida sanmarquina -ya éramos hombres los dos- una revolución interna semejante. Que era una persona más retraída que el resto de los mortales, o, más bien, que se había vuelto más reservado al dejar atrás la adolescencia, sí lo advertí. Pero lo atribuí exclusivamente a su cara, que interponía esa tremenda fealdad entre él y el mundo, dificultando sus relaciones con las otras personas. ¿Seguía siendo ese ser jovial, simpático, buena gente, de los años anteriores? Se había vuelto más serio y lacónico, menos suelto que antes, me parece. Aunque no me fío mucho de mi memoria en esto. Tal vez siguiera siendo el mismo Mascarita risueño y parlanchín al que conocí en 1953 y mi fantasía lo cambie para que encaje mejor con el otro, el de los años futuros, ese que ya no conocí y al que -puesto que he cedido a la maldita tentación de escribir sobre él- debo inventar.
La memoria no me traiciona, sin embargo, estoy seguro, en lo que concierne a su atuendo y a su físico. Esos pelos colorados, con un remolino en la coronilla del cráneo, rebeldes al peine, andaban siempre flameando, removiéndose, danzando sobre esa cara bifronte, que, en el lado sano, era de tez muy pálida y pecosa. Tenía ojos y dientes parejos. Era alto, flaco, y estoy seguro de que, salvo el día de su graduación de Bachiller, nunca lo vi con corbata. Andaba siempre con unas camisas sport baratas, de tocuyo, sobre las que, en invierno, se embutía una chompa de cualquier colorín, y con unos pantalones vaqueros descoloridos y arrugados. Sobre sus zapatones jamás debió pasar una escobilla. No creo que tuviera confidentes ni que estrechara una amistad íntima con nadie. Probablemente sus otras amistades fueron parecidas a la que nos unió, cordialísimas pero bastante epidérmicas. Conocidos sí tuvo, muchos, en la Universidad y sin duda en su barrio, pero juraría que nadie llegó a saber, por boca suya, lo que le estaba ocurriendo ni lo que se proponía hacer. Si es que aquello lo planeó cuidadosamente y no sucedió, más bien, de manera gradual, insensiblemente, por obra de las circunstancias más que por elección suya. Es algo en lo que he pensado mucho en estos años y que, por supuesto, nunca llegaré a saber.