PASAN cosas buenas y pasan malas cosas. Mala es que se esté perdiendo la sabiduría. Antes, abundaban los seripigaris y si tenía duda sobre qué comer, la manera de curar el daño, las piedras que protegen contra Kientibakori y sus diablillos, el hombre que anda iba a preguntar. Siempre había algún seripigari cerca. Fumando, tomando cocimiento, reflexionando y conversando con el saankarite en los mundos de más arriba, él averiguaba la respuesta. Ahora hay pocos y algunos no deberían llamarse seripigaris, pues ¿saben acaso dar consejos? Su sabiduría se les secó como raíz agusanada, quizás. Eso está trayendo mucha confusión. Así dicen, por donde voy, los hombres que andan. ¿Será que no nos movemos bastante?, diciendo. ¿Nos habremos vuelto, tal vez, perezosos? Estaremos faltando a nuestra obligación, quizás.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
El seripigari más sabio que conocí se fue. Tal vez habrá vuelto; tal vez no. Vivía al otro lado del Gran Pongo, por el río Kompiroshiato. Tasurinchi se llamaba. No había secretos para él en este mundo ni en los otros. Sabía diferenciar a los gusanos que uno puede comer por el color de sus anillos y su manera de arrastrarse. Los miraba así, arrugando sus ojos, con su mirada profunda. Un buen rato los miraba. Y, ahí, sabía. Todo lo que sé de gusanos lo supe por él. El que se cría en la caña brava, chakokieni, es bueno, y malo el que vive en la lupuna.
Bueno, el de los troncos podridos, shigopi, y el de las ramas de la yuca. Malísimo el que anida en el caparazón de la tortuga. El mejor y el más sabroso, el del bagazo que dejan la yuca y el maíz cribados para hacer masato. Ese gusano, kororo, endulza la boca, limpia el estómago, quita el hambre y hace dormir sin sobresaltos. En cambio, el del cadáver del caimán varado a orillas de la cocha, llaga el cuerpo y da las visiones de una mala mareada.
Tasurinchi, el del Kompiroshiato, mejoraba la vida de la gente. Tenía recetas de todo y para todo, pues. Me enseñó muchas. Ahora me acuerdo de ésta. Al que muere picado de víbora hay que quemarlo rápido; si no, su cadáver criará reptiles y el bosque en torno hervirá de animales ponzoñosos. Y de esta otra. No basta quemar la casa del que se va, hay que hacerlo de espaldas. Mirar a las llamas trae desgracia. Hablar con ese seripigari daba miedo. Uno averiguaba lo mucho que no sabía. De la ignorancia sus peligros, tal vez. «¿Cómo has aprendido tantas cosas?», le preguntaba yo, diciéndole: «Parece que hubieras vivido desde antes que comenzáramos a andar y que lo hubieras visto todo y probado todo.»
«Lo importante es no impacientarse y dejar que lo que tiene que ocurrir, ocurra, me respondía. Si el hombre vive tranquilo, sin impacientarse, tiene tiempo de reflexionar y de recordar», diciendo. Así encontrará su destino, tal vez. Vivirá contento, quizás. Lo aprendido no se le olvidará. Si se impacienta, adelantándose al tiempo, el mundo se enturbia, parece. Y el alma cae en una telaraña de barro. Eso es la confusión. Lo peor, dicen. En este mundo y en el alma del hombre que anda. Entonces, no sabe qué hacer, dónde ir. No sabe defenderse, tampoco, ¿qué haré?, ¿qué he de hacer?, diciendo. Entonces, los diablos y los diablillos se entrometen en su vida y juegan con ella. Como los niños haciendo saltar a las ranas jugarán. Los errores se cometen siempre por la confusión, parece.
«¿Qué hay que hacer para no perder la serenidad, Tasurinchi?» «Comer lo debido y respetar las prohibiciones, hablador.» Si no, a cualquiera puede pasarle lo que a Tasurinchi, aquella vez.
¿Qué le pasó?
Esto le pasó. Eso fue antes.
Era un gran cazador. Sabía el tamaño de la trampa para el sajino, el nudo de la cuerda para el paujil. Sabía disimular la jaula para que entrara el ronsoco. Pero sabía sobre todo manejar el arco. Sus flechas daban en el blanco a la primera, siempre.
Un día que había salido de caza, después de ayunar y de pintarse como requería, sintió moverse las hojas a poca distancia. Presintió una forma y se paró ¡un animal grande! diciendo. Se acercaba despacio, desprevenido. Sin averiguar qué era, precipitándose, lanzó la flecha. Corrió a ver. Ahí estaba, muerto. ¿Qué había caído? Un venado. Se asustó mucho, por supuesto. Ahora le ocurriría algún daño. ¿Qué le pasa al que mata un animal prohibido? No había ningún seripigari cerca para preguntarle. ¿Se llenaría su cuerpo de ampollas? ¿Le atormentarían horribles dolores? ¿Le arrancarían un alma esa noche los kamagarinis y la llevarían a lo alto del árbol para que la picotearan los buitres? Pasaron muchas lunas y nada le ocurrió. Entonces, Tasurinchi se envanecería. «Eso de que no hay que matar venados es engaño», le oyeron decir sus parientes, «habladurías de miedosos nomás». «¡Cómo té atreves a decir eso!», lo reñían, mirando a los lados, arriba y abajo, asustados. «Yo maté a uno y me siento tranquilo y feliz», les respondía.
Diciendo, diciendo, Tasurinchi pasó a hacer lo que decía. Empezó a cazar venados. Les seguía la huella hasta la collpa donde iban a lamer la tierra salobre. Los 185
seguía hasta el remanso donde se reunían a beber. Buscaba las cuevas donde las hembras iban a parirlos. Se apostaba en un escondite y, viendo al venado, lo flechaba. Ellos agonizaban mirándolo con sus ojazos. Apenados, como preguntando: «¿qué me has hecho?» Él se los ponía en el hombro. Contento, tal vez. Sin importarle mancharse con la sangre de lo que había cazado. Nada le importaría ya, pues. Nada temería. Lo llevaba a su casa y le ordenaba a su mujer: «Cocínalo. Como a sachavaca, igual)), diciéndole. Ella le obedecía temblando de miedo. A veces, trataba de prevenirlo. «Esta comida nos va a traer daños», lloriqueando. «A ti y a mí y a todos, tal vez. Es como si te comieras a tus hijos o a tus madres, pues, Tasurinchi. ¿Somos chonchoites, acaso? ¿Cuándo ha comido el machiguenga carne humana?» Él se burlaba de ella. Atragantándose con los bocados de carne, masticando, decía: «Si los venados son gente convertida, los chonchoites tienen razón. Es alimento, es sabroso. Mira el banquete que me doy, mira cómo gozo con esta comida.» Y se tiraba muchos pedos. En el bosque, Kientibakori bebía masato, bailando en la fiesta. Sus pedos parecían truenos; su eructo, el rugido del jaguar.
Y, efectivamente, pese a los venados que flechaba y comía, nada le sucedía a Tasurinchi. Algunas familias se alarmaban; otras, enseñadas por su ejemplo, empezaron a comer carne prohibida. El mundo se volvió confuso, entonces.
Un día, Tasurinchi encontró una huella en el bosque. Se puso contentísimo. Era ancha, se seguía sin dificultad y su experiencia le dijo que era una manada de venados. La recorrió durante muchas lunas, ilusionado, su corazón rebotando. «¿A cuántos cazaré?», soñaba. «A lo mejor a tantos como flechas llevo. Los arrastraré uno por uno hasta mi casa, los cortaré, los salaré y tendremos comida para mucho tiempo.»
La huella terminaba en una pequeña cocha de aguas oscuras; en un rincón, caía una cascada medio oculta por las ramas y hojas de los árboles. La vegetación apagaba el ruido del agua y el sitio no parecía este mundo sino el Inkite. Tan apacible, tal vez. Aquí venía la manada a beber. Aquí se reunirían los venados a comerse los despojos del día. Aquí dormirían, calentándose unos contra otros. Excitado con su hallazgo, Tasurinchi examinó el contorno. Ahí estaba, ése era el mejor árbol. Allí tendría una buena visión, desde allí les soltaría sus flechas. Se trepó, hizo su escondite con ramas y hojas. Quietito, quietito, como si sus almas se hubieran escurrido y su cuerpo fuera un pellejo vacío, esperó.
No mucho tiempo. Al poco rato, su fino oído troc troc de gran cazador percibió, a lo lejos, el tambor de las patas del venado en el bosque: troc troc troc. Pronto lo vio aparecer: un venado alto, arrogante, y su mirada triste de hombre que fue. A Tasurinchi le brillaron sus ojos, pues. Se le humedecerían los labios, quizás, «qué tierno, qué sabroso», pensando. Apuntó y disparó. Pero la flecha pasó silbando junto al venado, como torciéndose para no tocarlo, y fue a perderse en el fondo del monte. ¿Cuántas veces puede morir un hombre? Muchas, parece. Ese venado no murió. Ni se espantó. ¿Qué pasaba? En vez de huir, se dispuso a beber. Alargando el pescuezo desde la orilla de la cocha, metiendo y sacando su hocico del agua, chasqueando su lengua, bebía shh shh. Shh, shh, contento. Como si no hubiera sentido el peligro. Tranquilo. ¿Sería sordo, tal vez? ¿Sería un venado sin olfato? Ya Tasurinchi tenía lista la segunda flecha. Troc, troc. Ahí descubrió que otro venado llegaba, abriendo las ramas, moviendo las hojas. Fue a colocarse junto al primero y se puso a beber. Contentos parecían los dos, tomando agua. Shh shh shh. Tasurinchi largó la flecha. Tampoco esta vez acertó. ¿Qué pasaba? Los dos venados seguían bebiendo, sin asustarse, sin huir. ¿Qué te pasa, pues, Tasurinchi? ¿Te estará temblando la mano? ¿Habrás perdido la vista? ¿Ya no sabrás calcular la distancia? Qué iba a hacer. Dudaba, incrédulo. El mundo se habría vuelto tiniebla para él. Y así estuvo, disparando. Todas sus flechas disparó. Troc, troc. Troc, troc. Los venados seguían llegando. Más y más, tantos, tantísimos. En los oídos de Tasurinchi, los tambores de sus pezuñas resonaban siempre. Troc troc. No parecían venir de este mundo sino del de abajo o del de arriba. Troc troc. Entonces, comprendería. Quizás. ¿Eran ellos o tú quien había caído en la trampa, Tasurinchi?
Ahí estaban los venados, tranquilos y sin rabia. Bebiendo, comiendo, remoloneando, apareándose. Anudándose sus pescuezos, topeteándose. Como si nada hubiera ocurrido ni fuera a ocurrir. Pero Tasurinchi sabía que ellos sabían que él estaba ahí. ¿Así vengarían a sus muertos? ¿Haciéndolo sufrir con esta espera? No, éste era el comienzo nomás. Lo que tenía que pasar no pasaría con el sol en el Inkite, sino después, a la hora de Kashiri. El resentido, el manchado. Oscureció. El cielo se llenó de estrellas. Kashiri mandó su luz pálida. Tasurinchi veía destellar en los ojos de los venados esa nostalgia de no ser ya hombres, la tristeza de no andar. Los animales, de pronto, como oyendo una orden, empezaron a moverse. Al mismo tiempo, parece. Venían todos hacia el árbol de Tasurinchi. Ahí estaban a sus pies. Había muchísimos. Un bosque de venados, pues. Uno tras otro, de manera ordenada, sin impacientarse, sin estorbarse, topeteaban el árbol. Primero como jugando, después más fuerte. Más fuerte. É1 estaba triste. «Me he de caer», diciendo. Nunca hubiera creído que, antes de irse, estaría igual a un mono shimbillo prendido de una rama, tratando de no hundirse en esa oscuridad de venados. Resistió toda la noche, sin embargo. Sudando y gimiendo resistió, antes de que se cansaran sus brazos y sus piernas. Al amanecer, agotado, se dejó resbalar. «He de aceptar mi suerte», diciendo.
Ahora es un venado él también, como los otros. Ahí andará, pues, arriba y abajo del bosque, troc troc. Huyendo del tigre, miedoso de la serpiente. Troc troc. Cuidándose del puma y de la flecha del cazador que, por ignorancia o maldad, mata y se come a sus hermanos.
Cuando encuentro un venado, recuerdo la historia que le oí al seripigari del río Kompiroshiato. ¿Y si éste fuera Tasurinchi, el cazador? Quién pudiera saberlo. Yo, al menos, no sabría decir si un venado fue o no, antes, hombre que anda. Me aparto nomás, mirándolo. Tal vez me reconoce; tal vez, viéndome, pensará: «Yo fui como él.» Quién sabe.
En una mala mareada un machikanari del río del arcoiris, el Yoguieto, se cambió en tigre. ¿Cómo lo supo? Por la urgencia que sintió de pronto de matar venados y comérselos. «Ciego de rabia me puse», decía. Y, rugiendo de hambre, se echó a correr por el bosque, rastreándolos. Hasta que dio con uno y lo mató. Cuando volvió a ser machikanari, tenía hilachas de carne en los dientes y las uñas sangrando de tanto zarpazo que dio. «Kientibakori estaría contento, pues», decía él. Estaría, quizás.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Como el venado, cada animal del bosque tendrá su historia. El pequeño, el mediano y el grande. El que vuela, como el picaflor. El que nada, como el boquichico. El que corre siempre en manada, como la huangana. Todos fueron antes algo distinto de lo que ahora son. A todos les sucedería algo que puede contarse. ¿Les gustaría saber sus historias? A mí también. Muchas que sé, se las oí al seripigari del Kompiroshiato. Si fuera por mí, todavía estaría escuchándolo, allá, como ustedes aquí, ahora. Pero él, un día, me echó de su casa: «Hasta cuándo te vas a quedar aquí, Tasurinchi», riñéndome. «Tienes que irte. Tú eres hablador, yo seripigari, y ahora, tanto preguntar, tanto hacerme hablar, me estás cambiando en lo que eres. ¿Te gustaría volverte seripigari?
Tendrías que nacer de nuevo, más bien. Pasar todas las pruebas. Purificarte. Tener muchas mareadas, malas y buenas, y, sobre todo, sufrir. Llegar a la sabiduría es difícil. Ya eres viejo, no creo que la alcanzarías. Además, quién sabe si será ése tu destino. Márchate, ponte a andar. Habla, habla. No tuerzas el orden del mundo, hablador.»
Es verdad, yo siempre estaba haciéndole preguntas. Todo sabía y eso aumentaba mi curiosidad. «¿Por qué los hombres que andan se pintan el cuerpo con el achiote?», le pregunté un vez. «A causa del moritoni», me contestó. «¿De ese pajarito, quieres decir?» «Sí, de ese mismo.» Y, entonces, me hizo reflexionar. ¿Por qué crees que los machiguengas evitan matar al moritoni, pues? ¿Por qué, cuando lo encuentran en los pastizales, procuran no pisarlo? ¿Por qué, cuando aparece en el árbol y divisas sus patitas blancas, su pechera negra, sientes agradecimiento? Gracias a la planta del achiote y al pajarito moritoni andamos, Tasurinchi. Sin ella, sin él, los hombres que andan habrían desaparecido. Hervido habrían, ardiendo de ampollas, reventándoles sus burbujas, pues.
Eso fue antes.
El moritoni era, entonces, niño que anda. Una de sus madres sería Inaenka. Sí, el daño que deshace la carne era entonces mujer. El daño que quema la cara dejándola llena de huecos. Inaenka. Ella era ese daño y ella era la madre del moritoni también. Parecía una mujer igual a las otras, pero cojeaba. ¿Todos los diablos cojean? Parece que sí. Dicen que Kientibakori también. Su cojera la hacía rabiar a Inaenka; llevaba una cushma larga, larguísima, y nunca se le veían los pies. No era fácil reconocerla, saber que no era mujer sino lo que era.
Tasurinchi estaba pescando a la orilla del río. De pronto, un súngaro enorme se metió en su red. Él se puso contentísimo. Podría sacar una batea de aceite, tal vez.
En eso vio, al frente, surcando las aguas, una canoa. Distinguió a una mujer remando, a varios niños. Un seripigari, que aspiraba tabaco sentado en la cabaña de Tasurinchi, ahí mismo adivinó el peligro. «No la llames», le advirtió. «¿No ves que es Inaenka?» Pero ya Tasurinchi, impaciente, había lanzado su silbido, ya había hecho su saludo. Las tanganas que impulsaban la canoa se alzaron. Tasurinchi vio acercarse la embarcación a la orilla. La mujer saltó a la playa, contenta.
«Qué lindo súngaro has pescado, Tasurinchi», se le acercó diciendo. Caminaba despacito y él no notaba su cojera. «Anda, llévalo a tu casa, yo te lo voy a cocinar. Para ti, pues.»
Tasurinchi obedeció, vanidoso. Se echó el pescado al hombro y enrumbó hacia su cabaña, ignorante de que había encontrado su destino. Sabiendo lo que le pasaría, el seripigari lo miraba triste. Faltando unos pasos para llegar, el súngaro se resbaló del hombro, atraído por un kamagarini invisible. Tasurinchi vio que, tocando el suelo, el animal comenzaba a perder la piel, como si le hubieran rociado agua hirviendo. Estaba tan sorprendido que no atinaba a llamar al seripigari ni a moverse. Eso era el miedo. Le chocaban sus dientes, tal vez. Lo aturdía, le impedía darse cuenta que a él también le empezaba a pasar lo que al súngaro. Sólo cuando sintió un hervor y olió a carne chamuscada, miró su cuerpo: se estaba pelando él también. En algunos sitios, ya podía ver sus adentros sanguinolentos. Cayó al suelo aterrado, gritando. Pataleando y llorando estaba Tasurinch. Entonces, Inaenka se le acercó y lo miró con su verdadera cara, una ampolla de agua hirviendo. Lo roció bien, de arriba abajo, gozándose de ver cómo Tasurinchi, igual que el súngaro, se pelaba, hervía y moría con el daño.
Inaenka comenzó a bailar, contenta. «Soy la dueña de la enfermedad que mata rápido», gritaba, desafiando 191
a los hombres. Alzaba mucho la voz, para que todo el bosque lo supiera. «Los he matado y, ahora, cocidos y aderezados con achiote, me los he de comer», diciendo. Kientibakori y sus diablillos bailaban también, alegres, empujándose y mordiéndose en el bosque. «Ehé, ehé, ella es Inaenka», cantando.
Sólo entonces advirtió la mujer con cara de ampolla hirviendo que allí estaba también el seripigari. Miraba sereno lo que ocurría, sin rabia, sin miedo, aspirando su tabaco por la nariz. Estornudaba, tranquilo, como si ella no estuviera allí ni hubiera sucedido nada. Inaenka decidió matarlo. Se le acercó y ya le iba a rociar un poco de agua ardiente cuando el seripigari, imperturbable, le mostró dos piedras blancas que bailoteaban colgadas de su cuello.
«No puedes hacerme nada mientras tenga estas piedras», le recordó. «Ellas me protegen de ti y de todos los daños del mundo. ¿No lo sabes, acaso?»
«Es cierto», respondió Inaenka. «Esperaré aquí, a tu lado, a que te duermas. Entonces, te quitaré las piedras, las echaré al río y te rociaré a mi gusto. Nada te salvará. Te pelarás igual que el súngaro y te reventará la piel en ampollas como a Tasurinchi.»
Así sucedería, tal vez. Por más que luchaba contra el sueño, el seripigari no podría resistir. En la noche, atontado con la luz mentirosa de Kashiri, el manchado, se durmió. Inaenka se le acercó cojeando. Con mucha delicadeza le quitó las dos piedras y las largó a la corriente. Entonces, ya pudo salpicarle agua de la gran ampolla que era su cara y gozó viendo cómo el cuerpo del seripigari hervía, se hinchaba en incontables ampollas y empezaba a pelarse, a reventar.
«Qué buen banquete me daré ahora», se la oía gritar, saltando y bailando. Sus hijos, desde la canoa varada a la orilla, habían visto las desgracias de Inaenka. Preocupados estarían, quizás. Tristes, quizás.
Había por allí cerca una planta de achiote. Uno de los hijos de la mujer-daño advirtió que la plantita estiraba sus ramas y agitaba sus hojas en dirección a él. ¿Quería decirle algo, tal vez? El niño se aproximó a ella y se cobijó bajo el vaho ardiente de sus frutos. «Yo soy Potsotiki», la oyó decir con voz trémula. «Inaenka, tu madre, acabará con el pueblo que anda si no hacemos algo.» «¿Qué podemos hacer?», se entristeció el niño. «Ella tiene ese poder, ella es la enfermedad que mata rápido.» «Si quieres ayudarme a salvar a los hombres que andan, podemos. Si ellos desaparecen, el sol se caerá. Dejará de calentar este mundo. ¿O prefieres que todo sea tiniebla y que los demonios de Kientibakori se adueñen de todo?» «Te ayudaré, dijo el niño. ¿Qué debo hacer?»
«Cómeme», le enseñó la planta del achiote. «Cambiarás de cara y tu madre note reconocerá. Te acercarás a ella y le dirás: "Conozco un lugar donde los imperfectos se vuelven perfectos; los monstruos, hombres. Allí, tus pies serán como los de las otras mujeres." Y, entonces, la llevarás a este lugar.» Agitando con sabiduría sus hojas y ramas, haciendo bailar alegremente sus frutos, Potsotiki explicó al niño el rumbo que debía seguir.
Inaenka, ocupada despedazando los restos de los que había matado, viendo aparecer sus tripas, su corazón, no se daba cuenta de lo que tramaban. Una vez que hubo cortado los pedazos, los asó y los condimentó con achiote, que le gustaba tantísimo. Para entonces, el niño se había comido a Potsotiki. Se había vuelto un niño rojo, rojo greda, rojo color del achiote. Se acercó a su madre y ésta no lo reconoció. «¿Quién eres?», le preguntó. «¿Cómo te me acercas sin temblar? ¿No sabes quién soy, acaso?»
«Claro que lo sé», dijo el niño-achiote. «He venido a buscarte, porque conozco un sitio donde puedes ser feliz. Basta que alguien pise esa tierra y se bañe en sus ríos y lo torcido que tiene se endereza. Entonces, todos los miembros que perdió le vuelven a crecer. Te llevaré hasta allá. Se te quitará la cojera. Serás feliz, Inaenka. Ven, sígueme.»
Hablaba con tanta seguridad que Inaenka, maravillada con este niño de color extraño, que no le temía y que le prometía lo que más ansiaba -unos pies normales-, lo siguió.
Hicieron un viaje interminable. Cruzaron bosques, ríos, cochas, pongos; subieron y bajaron montes y de nuevo otros bosques. Les llovió encima muchas veces. El rayo relampagueó sobre sus cabezas y la tormenta les roncó, ensordeciéndolos. Luego de un lodazal humeante, con mariposas que silbaban, llegaron. Era el Oskiaje. Allí se juntan todos los ríos de este mundo y de los otros; el Meshiareni baja hasta allí desde el cielo de las estrellas y el Kamabiría, cuyas aguas arrastran las almas de los muertos hacia los mundos profundos, pasa también por allí. Había monstruos de todas formas y tamaños, llamando con sus trompas y garras a Inaenka. «Ven, ven, tú eres una de nosotros», gruñéndole.
«¿Para qué me has traído aquí?», murmuró Inaenka, inquieta, rabiando, olfateando por fin el engaño. «He pisado esta tierra y mis pies siguen torcidos.»
«Te he traído aquí por consejo de Potsotiki, la planta del achiote, le reveló su hijo. Para que no sigas destruyendo al pueblo que anda, pues. El sol no se ha de caer por tu culpa.»
«Está bien», dijo Inaenka, resignándose a su suerte. «Los habrás salvado a ellos, quizás. Pero a ti te perseguiré día y noche. Día y noche, hasta rociarte con mi agua de fuego. Te cubriré de ampollas. Veré cómo te pelas, pataleando. Y de tus sufrimientos me reiré. No podrás librarte de mí.»
Pero él se libró. Eso sí, para escapar de Inaenka su alma tuvo que renunciar a su envoltura de hombre. Se salió y, vagando, vagando en busca de refugio, fue a aposentarse en ese pajarito negro, de patas blancas. Ahora es moritoni. Ahora vive junto al río y duerme en los pastizales, abrigadito en la hierba. Gracias a él y a Potsotiki, los hombre que andan se salvaron del daño que despelleja, quema y mata rápido. Por eso nos pintamos el cuerpo con tintura de achiote, parece. Buscando la protección de Potsotiki, pues. Nadie pisa al moritoni que encuentra dormido en el pastizal; más bien, se aparta. Cuando un moritoni cae atrapado en la vara de resina que el cazador coloca en los bebederos, a él lo despega, le quita el frío y el miedo con su aliento y las mujeres lo arrullan entre sus pechos hasta que puede volar. Por eso será, pues.
Nada de lo que pasa, pasa porque sí, decía Tasurinchi, el seripigari del Kompiroshiato. Todo tiene su explicación, todo es causa o consecuencia de algo. Tal vez. Hay más diosecillos y diablillos que gotas de agua en la cocha y el río más grandes, decía. Andan mezclados con las cosas. Los hijos de Kientibakori para desordenar el mundo y los de Tasurinchi para conservarle su orden. El que sabe las causas y las consecuencias tiene la sabiduría, tal vez. Yo aún no la alcancé, diciendo, aunque sea algo sabio y pueda hacer cosas que el resto no. ¿Cuáles, Tasurinchi? Volar, hablar con el alma del muerto, visitar los mundos de abajo y de arriba, meterme en el cuerpo de los vivos, adivinar el porvenir y entender el idioma de ciertos animales. Es mucho. Pero otras tantísimas no sé.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Es verdad, él lo adivinó: si no fuera hablador, `me hubiera gustado ser seripigari. Dirigir las mareadas con sabiduría para que siempre fueran, buenas. Una vez, allá, en el río del tapir, el Kimariato, tuve una mala mareada y viví, en ella, una historia que no quisiera recordar. Pero, a pesar de todo, siempre la recuerdo.
Ésta es la historia.
Eso fue después, en el río del tapir.
Yo era gente. Yo tenía familia. Yo estaba durmiendo. Y en eso me desperté. Apenas abrí los ojos comprendí ¡ay, Tasurinchi! Me había convertido en insecto, pues. Una chicharra-machacuy, tal vez. Tasurinchi-gregorio era. Estaba tendido de espaldas. El mundo se habría vuelto más grande, entonces. Me daba cuenta de todo. Esas patas velludas, anilladas, eran mis patas. Esas alas color barro, transparentes, que crujían con mis movimientos, doliéndome tanto, habrían sido antes mis brazos. La pestilencia que me envolvía ¿mi olor? Veía este mundo de una manera distinta: su abajo y su arriba, su delante y su atrás veía al mismo tiempo. Porque ahora, siendo insecto, tenía varios ojos. ¿Qué te ha ocurrido, pues, Tasurinchi-gregorio? ¿Un brujo malo, comiéndose una mecha de tus pelos, te cambió? ¿Un diablillo kamagarini, entrándose en ti por el ojo de tu trasero, te volvió así? Sentí mucha vergüenza reconociéndome. ¿Qué diría mi familia? Porque yo tenía familia como los demás hombres que andan, parece. ¿Qué pensarían al verme convertido en un animalejo inmundo? Una chicharra-machacuy se aplasta nomás. ¿Sirve acaso para comer? ¿Para curar los daños sirve? Ni para preparar los bebedizos sucios del machikanari, tal vez.
Pero mis parientes nada decían. Disimulando, iban y venían por la cabaña, por el río, como sin darse cuenta de la desgracia que me sucedía. Se avergonzarían, también, ¡Cómo lo han cambiado!, diciendo, y por eso no me nombrarían. Quién sabe. Y, mientras tanto, yo veía todo. El mundo parecía contento, igual que antes. Veía a los niños levantar las piedras de los hormigueros y comerse, dichosos, peleándoselas, a las hormigas de cáscara dulce. A los hombres, yendo a limpiar las hierbas del yucal o pintándose de achiote y huito antes de salir de caza. A las mujeres, cortando la yuca, masticándola, escupiéndola, dejándola reposar en las bateas del masato y desenredando el algodón para tejer las cushmas. Al anochecer, los viejos preparaban el fuego. Los veía cortar dos bejucos y abrirle un huequito cerca del remate al más pequeño, colocarlo en el suelo, sujetarlo con los pies, apoyar el otro bejuco en el hueco y hacerlo girar, girar, con paciencia, hasta que se desprendía por fin el humito. Los veía coger el polvo en una hoja de plátano, envolverla en algodón, agitarla hasta que el fuego brotaba. Entonces encendían las fogatas y alrededor se dormían las familias. Los hombres y las mujeres entraban y salían, continuando su vida, contentos, tal vez. Sin comentar mi cambio, sin demostrar enojo ni sorpresa. ¿Quién preguntaba por el hablador? Nadie. ¿Alguien le llevaba una bolsa de yuca y otra de maíz al seripigari diciendo «Cámbialo de nuevo en hombre que andan? Nadie. Muchos trajinaban. Evitando mirar hacia el rincón donde yo estaba. Tasurinchi-gregorio ¡ay, pobre! Moviendo las alas y las patas con rabia, pues. Tratando de darme la vuelta, luchando por incorporarme ¡ay, ay!
¿Cómo pedir ayuda sin hablar? No sabía. Ése sería el peor tormento, quizá. Sabiendo que nadie vendría a ponerme derecho, sufriría. ¿Nunca volvería a andar? Me acordaba de las charapas. Cuando las iba a cazar, a la playita donde salen a enterrar sus crías. De cómo las volteaba cogiéndolas del caparazón. Así estaba yo ahora, como ellas, pataleando, pataleando en el aire sin poder enderezarme. Era chicharra-machacuy y me sentía charapa. Igual que ellas, tendría sed, tendría hambre y después mi alma se iría. ¿El alma de una chicharramachacuy vuelve? Tal vez volvería.
De pronto, me di cuenta. Me habían encerrado. ¿Quién, quiénes? Mis parientes, pues, ellos. Habían clausurado la cabaña, tapiado todos los huecos por donde podía escapar. Como a las muchachas en su primera sangre me tenían. Pero a Tasurinchi-gregorio ¿quién vendría a bañarlo, a sacarlo luego a la vida, ya puro, ya limpio? Nadie vendría, quizá. ¿Porqué habían hecho eso conmigo? Por la vergüenza sería. Para que ninguna visita pudiera verme y sentir asco de mí y burlarse de ellos. ¿Mis parientes me habrían arrancado una mecha de pelos y se la habrían llevado al machikanari para que me volviera Tasurinchi-gregorio? No, algún diablillo sería, o tal vez Kientibakori. Alguna culpa tendría yo, tal vez, para que, encima de semejante daño, me encerraran como a enemigo. ¿Por qué no traían un seripigari más bien que me devolviera mi envoltura? Tal vez habrían ido donde el seripigari, tal vez te han encerrado para que no te hagas daño saliendo a la intemperie.
Esta esperanza me ayudaba. No te resignes Tasurinchi-gregorio, no todavía, un rayito de sol en medio de la tormenta era. Y, mientras, seguía tratando de voltearme. Me dolían las patas de tanto moverlas a un lado y a otro y las alas crujían con mis esfuerzos como rajándose. Cuánto tiempo pasaría, quién sabe. Pero, de pronto, lo conseguí. ¡Fuerza, Tasurinchi-gregorio! Habría un movimiento más enérgico, estiraría tanto una de las patas. No sé. Pero mi cuerpo se contrajo, se ladeó, giró y ahí lo sentí, debajo de mí, duro. Firme, sólido. Eso era el suelo. Cerré los ojos, borracho. Pero la alegría de haberme enderezado ahí mismo desapareció. ¿Y ese dolor fuertísimo en la espalda? Como si me hubieran quemado, pues. Al brincar tan brusco, o antes, mientras forcejeaba, me había desgarrado el ala derecha en una astilla. Ahí estaba, colgando, partida en dos, arrastrándose. Eso era mi ala, tal vez. Empecé a sentir hambre también. Tenía miedo. El mundo se había vuelto desconocido. Peligroso, quizás. En cualquier momento podían aplastarme. Apachurrarme. Podían comerme. ¡Ay, Tasurinchi-gregorio! ¡Las largatijas! Temblando, temblando. ¿No había visto, acaso, cómo se comían a las cucarachas, a los escarabajos, a todo insecto que cazaban? El ala rota me dolía más y más y apenas me permitía moverme. Y siempre del hambre su espina, rasgándome el vientre. Traté de tragar la paja seca acuñada en el tabique, pero me rasguñó la boca, sin deshacerse, así que la escupí. Comencé a escarbar, aquí y allá, en la tierra húmeda, hasta que, después de mucho, di con un nido de larvas. Pequeñitas, se movían, queriendo escapar. Eran larvas de poco, el gusano de las maderas. Las tragué despacio, cerrando los ojos, feliz. Sintiendo que regresaban a mi cuerpo los pedazos de alma que se estaban yendo. Sí, feliz.
No había terminado de tragar a las larvas cuando un hedor distinto me hizo dar un gran salto, tratando de volar. Sentía un jadeo ajeno, cerca. El calor de su aliento se metía en mi nariz. Olía y era peligro, tal vez. ¡La lagartija! Había asomado, pues. Ahí estaba su cabeza triangular, entre dos tabiques carcomidos. Ahí sus ojos legañosos, mirándome. De hambre, brillando. Pese al dolor yo aleteaba, sin poder elevarme, tratando, tratando. Unos saltitos torpes di, parece. Perdiendo el equilibrio, cojeando. Había aumentado el dolor de mi herida. Ahí venía, ahí. Encogiéndose como culebra, ladeándose, pasó su cuerpo por entre los tabiques y entró. Ahí estaba la largatija, pues. Se me fue acercando despacito y sin quitarme la vista. ¡Qué grande parecía! Rápida, rápida en sus dos patas, corría hacia mí. La vi abrir su bocaza. Vi las dos hileras de sus dientes, curvos, blancos, y su vaho me cegó. Sentí su mordisco, sentí que me arrancaba el ala lastimada. Tenía tanto miedo que el dolor se fue. Me iba mareando más, como durmiendo me iba. Y veía su piel verde, ajada, el buche que le latía, digiriendo, y cómo entrecerraba sus ojotes al tragarse ese bocado de mí. Me resignaría a mi suerte, entonces. Más bien. Con tristeza, quizás. Esperando que acabara de comerme. Luego, ya comida, pude ver, desde su adentro, desde su alma, a través de sus ojos saltones, todo era verde, que regresaba mi familia.
Entraban a la cabaña con la aprensión de antes. ¡Ya 199
no estaba! ¿Dónde se habría ido, pues?, diciendo. Se acercaban al rincón de la chicharra-machacuy, mirando, buscando. ¡Vacío! Respiraban aliviados, como salvados de un peligro. Sonreirían, contentos. Ya nos habremos librado de tanta vergüenza, pensando. No tendrían nada que ocultar a las visitas ya. Ya podrían reanudar la vida de todos los días, tal vez.
Así terminó la historia de Tasurinchi-gregorio, allá por el Kimariato, río del tapir.
Le pregunté a Tasurinchi, el seripigari, el significado de lo que viví en esa mala mareada. Reflexionó un rato e hizo un gesto como para apartar a un invisible. «Sí, fue una mala mareada», reconoció por fin, pensativo. «¡Tasurinchi-gregorio! Cómo será eso. Malo debe ser. Cambiarse en chicharra-machacuy será obra de kamagarini. No sabría decírtelo con seguridad. Tendría que subir por el palo de la cabaña y preguntárselo al saankarite en el mundo de las nubes. Él lo sabría, tal vez. Lo mejor es que te olvides. No hables más de eso. Lo que se recuerda, vive, y puede volver a pasar.» Pero yo no he podido olvidarme y ando contándolo., No siempre fui como me están viendo. No me refiero a mi cara. Esta mancha color del maíz morado siempre la tuve. No se rían, les estoy diciendo la verdad. Nací con ella. De veras, no hay motivo para la risa. Ya sé que no me creen. Ya sé lo que estarán pensando. «Si hubieras nacido así, Tasurinchi, tus madres te hubieran echado al río, pues. Si estás aquí, andando, naciste puro. Sólo después, alguien o algo te volvería como eres.» ¿Es eso lo que piensan? Ya ven, adiviné sin ser adivino y sin necesidad de humo ni de mareada.
Al seripigari le he preguntado muchas veces: «¿Qué significa tener una cara como la mía?» Ningún saankarite ha sabido dar una explicación, parece. ¿Por qué me soplaría así Tasurinchi? Calma, calma, no se enojen. ¿De qué gritan? Bueno, no fue Tasurinchi. ¿Sería Kientiba kori, entonces? ¿No? Bueno, tampoco él. ¿No dice el seripigari que todo tiene su causa? No he encontrado la de mi cara todavía. Algunas cosas no tendrán, entonces. Ocurrirán, nomás. Ustedes no están de acuerdo, ya lo sé. Lo puedo adivinar sólo mirándoles los ojos. Sí, cierto, no conocer la causa no significa que ella no exista.
Antes, esta mancha me importaba mucho. No lo decía. A mí nomás, a mis almas. Lo guardaba y ese secreto me comía. A poquitos me iba comiendo aquí adentro. Triste vivía, parece. Ahora no me importa. Al menos, creo que no. Gracias a ustedes será. Así ha sido, tal vez. Pues me di cuenta que a los que iba a visitar, a hablarles, tampoco les importaba. Se lo pregunté la primera vez, hace muchas lunas, a una familia con la que estaba viviendo por el río Koshireni. «¿Les importa verme? ¿Que sea como soy les importa?» «Lo que las personas hacen y lo que no hacen, importa», me explicó Tasurinchi, el más viejo. Diciendo: «Si andan, cumpliendo con su destino, importa. Si el cazador no toca lo que ha cazado, ni el pescador lo que ha pescado. El respeto de las prohibiciones, pues. Importa si son capaces de andar, para que el sol no se caiga. Para que el mundo esté en orden, pues. Para que no vuelvan la oscuridad, los daños. Es lo que importa. Las manchas de la cara, no, tal vez.» Eso es la sabiduría, dicen.
Quería decirles más bien que yo, antes, no fui lo que soy ahora. Me volví hablador después de ser eso que son ustedes en este momento. Escuchadores. Eso era yo:
escuchador. Ocurrió sin quererlo. Poco a poco sucedió.
Sin siquiera darme cuenta fui descubriendo mi destino.
Lento, tranquilo. A pedacitos apareció. No con el jugo del tabaco ni el cocimiento de ayahuasca. Ni con la ayuda del seripigari. Solo yo lo descubrí.
Iba de un lado a otro, buscando a los hombres que andan. ¿Estás ahí? Ehé, aquí estoy. Me alojaba en sus casas y los ayudaba a limpiar el yucal de hierba mala y a 201
colocar trampas. Apenas me enteraba en qué río, en qué quebrada había una familia de hombres que andan, iba a visitarla, pues. Aunque tuviera que hacer un viaje larguísimo y cruzar el Gran Pongo, iba. Llegaba, al fin. Ahí estaban. ¿Has. venido? Ehé, he venido. Algunos me conocían, otros me fueron conociendo. Me hacían pasar, me daban de comer y de beber. Una estera para dormir me prestaban. Muchas lunas me quedaba con ellos. Me sentía uno de la familia. «¿A qué has venido hasta aquí?», me preguntaban. «A aprender cómo se prepara el tabaco antes de aspirarlo por los agujeros de la nariz, les respondía. A saber cómo se pegan con brea las canillas de la pavita kanari para poder aspirar el tabaco», diciéndoles. Me dejaban escuchar lo que hablaban, aprender lo que eran. Yo quería conocer su vida, pues. De sus bocas oírla. Cómo son, qué hacen, de dónde vienen, cómo nacen, cómo se van, cómo vuelven. Los hombres que andan. «Está bien», me decían ellos. «Andemos, pues.»
Me quedaba maravillado de oírlos. Recordaba todo lo que decían. De este mundo y de los otros. Lo de antes y lo de después. Las explicaciones y las causas recordaba. Al principio, los seripigaris no me tenían confianza. Después, sí. Me dejaban escucharlos también. Las historias de Tasurinchi. Las iniquidades de Kientibakori. Los secretos de la lluvia, del rayo, del arcoiris, del color y de las líneas que los hombres se pintan antes de salir de cacería. Nada de lo que iba oyendo se me olvidaba. A veces, a la familia que iba a visitar, le contaba lo que había visto y aprendido. No todos sabían todo y, aunque lo supieran, les gustaba oírlo de nuevo. A mí también. La primera vez que oí la historia de Morenanchiite, el señor del trueno, me impresionó mucho. Le preguntaba a todos por ella. Hacía que me la contaran una vez, muchas veces. ¿Tiene el señor del trueno un arco? Sí, un arco. Pero en vez de soltar flechas, suelta truenos. ¿Anda rodeado de tigres? Sí. De pumas también, parece. ¿Y sin ser viracocha, tiene barba? Sí, barba. Yo repetía la historia de Morenanchiite por donde iba, pues. Ellos me escuchaban y se pondrían contentos, tal vez. «Cuéntanos eso mismo de nuevo», diciendo. «Cuéntanos, cuéntanos.» Poco a poco, sin saber lo que estaba pasando, empecé a hacer lo que ahora hago.
Un día, al llegar adonde una familia, a mi espalda dijeron: «Ahí llega el hablador. Vamos a oírlo.» Yo escuché. Me quedé muy sorprendido. «¿Hablan de mí?», les pregunté. Todos movieron las cabezas «Ehé, ehé, de ti hablamos», asintiendo. Yo era, pues, el hablador. Me quedé lleno de asombro. Así me quedé. Mi corazón un tambor parecía. Golpeando en mi pecho: bom, bom. ¿Me había encontrado con mi destino? Quizás. Así sería, aquella vez. En una quebradita del río Timpshía, donde había machiguengas, fue. Ya no queda ninguno por allá. Pero cada vez que paso cerca de esa quebrada, mi corazón vuelve a bailar. «Aquí nací la segunda vez», pensando. «Aquí volví sin haberme ido», diciendo. Así comencé a ser el que soy. Fue lo mejor que me ha pasado, tal vez. Nunca me pasará nada mejor, creo. Desde entonces estoy hablando. Andando. Y seguiré hasta que me vaya, parece. Porque soy el hablador.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
¿Es daño una cara como la mía? ¿Nacer con más o menos dedos de los debidos, es daño? ¿Desgracia, parecer monstruo no siéndolo? Será desgracia y daño a la vez. Tal vez. Aparentar, no siéndolo, uno de esos torcidos, hinchados, jorobados, llagados, armados de colmillos y zarpas que sopló Kientibakori el día de la creación, allá en el Gran Pongo. Aparentar ser demonio o diablillo siendo nomás hombre soplado por Tasurinchi, daño y desgracia ha de ser. Será, pues.
Cuando empezaba a andar, oía que una mujer había ahogado en el río a su hija recién nacida porque le faltaba un pie o la nariz, porque tenía manchas o porque habían nacido dos hijos en vez de uno. No entendía, parece. «¿Por qué haces eso? ¿Por qué lo has matado?» «No era perfecto, pues. Tenía que irse.» Yo no entendía. «Tasurinchi sólo sopló mujeres y hombres perfectos», me explicaban. «A los monstruos los sopló Kientibakori.» Nunca entendería bien, quizás. Por ser como soy, teniendo la cara que tengo, me será difícil. Cuando oigo «La eché al río porque nació diablilla, lo maté porque nació demonio», vuelvo a no entender. ¿De qué se ríen?
Si los imperfectos eran impuros, hijos de Kientibakori, ¿por qué había hombres que cojeaban, marcados en su piel, ciegos, con las manos agarrotadas? ¿Cómo estaban ahí, andando? ¿Por qué no los habían matado, pues? ¿Por qué no me mataban a mí, con mi cara? Les preguntaba. Se reían ellos también: «¡Cómo van a ser hijos de Kientibakori, cómo van a ser diablos o monstruos! ¿Acaso nacieron así? Puros eran; perfectos nacieron. Se volvieron así después. Su culpa sería, o de algún kamagarini u otro demonio de Kientibakori. Quién sabe por qué los cambiaron. Su envoltura nomás es de monstruos, por adentro serán siempre puros.»
Aunque ustedes no lo crean, a mí no me volvieron así los diablillos de Kientibakori. Monstruo nací. Mi madre no me echó al río, me dejó vivir. Eso que, antes, me parecía una crueldad, ahora me parece suerte. Cada vez que voy a visitar a una familia que aún no conozco, se me ocurre que se asustará, «Éste es monstruo, éste es diablillo», diciendo al verme. Ya se están riendo otra vez. Así se ríen todos cuando les pregunto: «¿Seré diablo? ¿Esta cara querrá decir eso?» «No, no, no eres, tampoco monstruo. Eres Tasurinchi, eres el hablador.» Me hacen sentir tranquilo. Contento, tal vez.
El alma de los niños que las madres ahogan en los ríos y las cochas, baja a su hondo del Gran Pongo. Eso dicen. Abajo, a lo profundo. Más adentro de los remolinos y las cascadas de agua sucia, a unas cuevas repletas de cangrejos. Allí estarán, entre las rocas enormes, sordos de tanta bulla, padeciendo. Allí se reunirán las almas de esos niños con los monstruos que sopló Kientibakori cuando peleó con Tasurinchi. Ése fue el principio, parece. Antes, el mundo en que andamos, estaría vacío. El que se ahoga en el Gran Pongo, ¿regresa? Se hunde, va hundiéndose en el estrépito de las aguas, un remolino atrapa su alma y, haciéndola girar, girar, la baja. Hasta el fondo oscuro, lodoso, la bajará, ahí donde viven los monstruos. Allí se sentará entre las almas de los otros niños ahogados, pues. A los diablos, a los monstruos, los escuchará lamentarse de aquel día en que Tasurinchi empezó a soplar. Ese día en que aparecieron tantos machiguengas.
Ésta es la historia de la creación.
Ésta es la pelea de Tasurinchi y Kientibakori.
Eso era antes.
Allí ocurrió, en el Gran Pongo. Allí el principio principió. Tasurinchi bajó desde el Inkite por el río Meshiareni con una idea en la cabeza. Hinchando su pecho, empezaría a soplar. Las buenas tierras, los ríos cargados de peces, los bosques repletos, tantos animales para comer, irían apareciendo. El sol estaba fijo en el cielo, calentando el mundo. Contento, mirando lo que aparecía. A Kientibakori le dio su rabieta terrible. Vomitaría culebras y sapos viendo lo que ocurría allá arriba. Tasurinchi soplaba y habían comenzado a aparecer también los machiguengas. Entonces, Kientibakori abandonó el mundo de aguas y nubes negras del Gamaironi y subió por un río de orines y caca. Rabiando, humeando de cólera, «Yo lo he de hacer mejor», diciendo. Apenas llegó al Gran Pongo, se puso a soplar. Pero de sus soplidos no salían machiguengas. Tierras podridas donde no crecía nada, más bien; cochas cenagosas donde sólo los vampiros podían resistir el aire tan hediondo. Culebras salían. Víboras, lagartos, ratones, zancudos y murciélagos. Hormigas, gallinazos. Todas las plantas que producen ardor salían, las que queman la piel, las que no se puede comer. Ésas nomás. Kientibakori seguía soplando y, en lugar de machiguengas, aparecían los kamagarinis, los diablillos de pies curvos y filudos, con espolones. Las diablas aparecían, con sus caras de asno, comiendo tierra y musgo. Y los hombres cuadrúpedos, achaporo, tan peludos y tan sanguinarios. Kientibakori rabiaba. Tanta rabia tenía que los seres que iba soplando salían, como los daños y las alimañas, más impuros, más malvados. Cuando terminaron de soplar y se volvieron, Tasurinchi al Inkite y Kientibakori al Gamaironi, este mundo era lo que es ahora.
Así comenzó después, parece.
Así empezamos a andar. En el Gran Pongo. Desde entonces estamos andando, pues. Resistiendo los daños, sufriendo las crueldades de los diablos y diablillos de Kientibakori estamos. El Gran Pongo era prohibido, antes. Sólo regresaban hasta allí los muertos, almas que se iban sin volver. Ahora van muchos; viracochas y punarunas van. También machiguengas. Con miedo y con respeto irán. Pensarán: ¿ese ruido fuertísimo es sólo agua chocando contra las rocas al caer? ¿Sólo río al cerrarse entre paredes de piedra es? No, parece. Es ruido que sube de abajo, también. Gemidos y llantos de niños ahogados será. Sube desde las cuevas del fondo. En las noches de luna se oye. Estarán gimiendo, tristes. Los monstruos de Kientibakori los maltratarán, tal vez. Les harán pagar con tormentos el estar ahí. No los creerán impuros sino machiguengas, quizás.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Un seripigari me dijo: «El peor daño no es nacer con una cara como la tuya; es no saber su obligación.» ¿No emparejarse con su destino, pues? Eso me ocurría antes de ser el que soy ahora. Era envoltura nomás, una cáscara, cuerpo del que se fue su alma por el alto de la cabeza. También para una familia y para un pueblo será el peor daño no saber su obligación. Familia-monstruo, pueblo-monstruo será, al que le faltan o le sobran manos, pies. Nosotros estamos andando, el sol arriba está. Será nuestra obligación ésa. La estamos cumpliendo, parece. ¿Por qué sobrevivimos a los daños de tanto diablo y diablillo? Por eso será. Por eso estaremos aquí ahora, yo hablando, ustedes escuchando. Quién sabe.
El pueblo que anda es ahora el mío. Antes, yo andaba con otro pueblo y creía que era el mío. No había nacido aún. Nací de verdad desde que ando como machiguenga. Ese otro pueblo se quedó allá, atrás. Tenía su historia, también. Era pequeño y vivía muy lejos de aquí, en un lugar que había sido suyo y ya no lo era, sino de otros. Porque fue ocupado por unos viracochas astutos y fuertes. ¿Como en la sangría de árboles? Así mismo. Pese a la presencia del enemigo en sus bosques, ellos vivían dedicados a cazar el tapir, a sembrar la yuca, a preparar el masato, a bailar, a cantar. Un espíritu poderoso los había soplado. No tenía cara ni cuerpo. Era Tasurinchijehová. Los protegía, parece. Les había enseñado lo que debían hacer y también las prohibiciones. Sabían su obligación, pues. Vivirían tranquilos. Contentos y sin rabia vivirían, quizás.
Hasta que un día en una quebradita perdida, nació un niño. Era distinto. ¿Un serigórompi? Sí, tal vez. Empezó a decir: «Soy el soplido de Tasurinchi, soy el hijo de Tasurinchi, soy Tasurinchi. Soy esas tres cosas a la vez.» Eso decía. Y que había bajado del Inkite a este mundo, enviado por su padre, que era él mismo, a cambiar las costumbres pues las gentes se habían corrompido y ya no sabían andar. Ellos lo escucharían, sorprendidos. «Será un hablador», diciendo. «Serán historias que cuenta», diciendo. Él iba de un lado a otro, como yo. Hablando, hablando iba. Enredaba y desenredaba las cosas, dando consejos. Tenía otra sabiduría, parece. Quería imponer nuevas costumbres porque, según él, las que la gente practicaba eran impuras. Daño eran. Desgracia traían. Y a todos les repetía: «Soy Tasurinchi.» Debía ser obedecido, pues; respetado, pues. Sólo él, nadie más que él. Los otros no eran dioses sino diablos y diablillos soplados por Kientibakori.
Era un buen convencedor, dicen. Un seripigari con muchos poderes. Tenía su magia, también. ¿Sería un brujo malo, un machikanari? ¿Sería uno bueno, un seripigari? Quién sabe. Podía convertir unas pocas yucas y unos cuantos bagres en tantísimos, en muchísimas yucas y pescados para que toda la gente comiera. Devolvía los brazos a los mancos, los ojos a los ciegos y hasta hacía regresar a su mismo cuerpo a las almas que se habían ido. Impresionados, algunos empezaron a seguirlo y a obedecer lo que decía. Renunciaban a sus costumbres, no obedecían las antiguas prohibiciones. Se volverían otros, tal vez.
Los seripigaris se alarmaron mucho. Viajaron, se reunieron en la casa del más viejo. Tomaron masato, sentados en las esteras, formando círculo. «Nuestro pueblo va a desaparecer», diciendo. Se desharía como una nube, tal vez. Viento sería, al final. «¿Qué nos diferenciará de los otros?», se asustaban. ¿Serían como los mashcos? ¿Serían ashaninka o yaminahua? Nadie sabría quién era quién, ni ellos ni los otros lo sabrían. «¿No somos lo que creemos, las rayas que nos pintamos, la manera en que armamos las trampas?», discutían. Si, haciendo caso a ese hablador, todo lo hacían distinto, todo al revés, ¿no se caería el sol? ¿Qué los mantendría unidos si se volvían iguales a los demás? Nada, nadie. ¿Todo sería confusión? Los seripigaris entonces, por haber venido a empañar la claridad del mundo, lo condenaron. «Es un impostor, diciendo, un mentiroso; un machikanari será.»
Los viracochas, los poderosos, también se inquietaban. Había mucho desorden, la gente andaba agitada, dudosa, con las habladurías de ese hablador. «¿Cierto o mentira será? ¿Debemos obedecerle?» Y se quedaban pensando en lo que contaba. Entonces, creyendo que así se librarían de él, los que mandaban lo mataron. Según su costumbre cuando alguien hacía una maldad, robaba o rompía la prohibición, los viracochas lo azotaron y le pusieron una corona de espinas de chambira. Luego, como a los paiches del río para que se escurra su agua, lo clavaron en dos troncos de árbol cruzados, dejándolo desangrarse. Se equivocaron. Porque, después de irse, ese hablador regresó. Para seguir desarreglando este mundo todavía más que antes regresaría. Empezaron a decirse entre ellos: «Era cierto. Hijo de Tasurinchi es, el soplido de Tasurinchi será, es el mismo Tasurinchi. Las tres cosas juntas, pues. Ha venido. Se ha ido y ha vuelto a venir.» Y, entonces, empezaron a hacer lo que les enseñó y a respetar sus prohibiciones.
Desde que ese seripigari o dios murió, si es que murió, terribles desgracias le ocurrieron al pueblo en el que había nacido. Ése, el soplado por Tasurinchi-jehová. Los viracochas lo expulsaron del bosque en el que hasta entonces vivió. ¡Fuera, fuera! Como los machiguengas, tuvo que echarse a andar por los montes. Los ríos, las cochas y las quebradas de este mundo lo vieron llegar y partir. Sin seguridad de que podría quedarse en el lugar al que llegaba, se acostumbró a vivir andando él también. La vida se volvió peligro, como si en cualquier momento le pudiera saltar el tigre o caerle la flecha del mashco. Vivirían asustados ellos, esperando el daño. Los hechizos de los machikanaris esperando. Lamentando su suerte vivirían, tal vez.
De todos los sitios donde acampaban venían a expulsarlos. Armaban sus cabañas y ahí caían los viracochas. Los punarunas, los yaminahuas caían, acusándolos. De todas las maldades y desgracias los acusaban. Hasta de haber matado a Tasurinchi. «Él se hizo hombre, vino a este mundo y ustedes lo traicionaron», les decían, apedreándolos. Si por algún lugar pasaba Inaenka rociando su agua hirviendo a las gentes y éstas se despellejaban y morían, nadie decía: «Son las calamidades de la ampolla hirviendo, los estornudos y pedos de Inaenka son.» «La culpa es de esos malditos forasteros que mataron a Tasurinchi, decían. Ahora han hecho hechizo, para cumplir con su amo que es Kientibakori.» Por todas partes había corrido esa creencia: que ayudaban a los diablillos, bailando y bebiendo masato juntos, quizás. Entonces, iban a las cabañas de los soplados por Tasurinchijehová. Entonces, los golpeaban; les quitaban lo que tenían, los flechaban, los quemaban vivos. Y ellos tenían que correr. Escapándose, ocultándose. Desparramados por todos los bosques del mundo andaban. «¿Cuándo vendrán a matarnos?», pensarían, «¿Quién nos matará esta vez? ¿Los viracochas? ¿Los mashcos?». En ninguna parte querían alojarlos. Cuando se aparecían de visita y preguntaban al dueño de casa: «¿Estás ahí?», la respuesta siempre era: «No, no estoy.» Igual que el pueblo que anda, tuvieron que separarse unas de otras las familias para ser aceptadas. Si eran pocos, si no hacían sombra, otros pueblos les dejaban un sitio para sembrar, cazar y pescar. A veces les ordenaban: «Puedes quedarte pero sin sembrar. O sin cazar. Ésa es la costumbre.» Así duraban unas lunas; muchas, tal vez. Pero siempre terminaban mal. Si llovía mucho o si había sequía, si alguna catástrofe ocurría, empezaban a odiarlos. «Ustedes tienen la culpa», diciendo. «¡Fuera!» Los expulsaban de nuevo y parecía que iban a desaparecer.
Porque esta historia fue repitiéndose en muchísimos lugares. Siempre la misma, como un seripigari que no puede regresar de una mala mareada y se queda dando vueltas, desorientado, entre las nubes. Y, sin embargo, pese a tantas desgracias, no desapareció. A pesar de sus sufrimientos, sobrevivió. No era guerrero, nunca ganaba las guerras, y ahí está. Vivía disperso, sus familias aventadas por los bosques del mundo, y quedó. Pueblos más grandes, de guerreros, pueblos fuertes, de mashcos, de viracochas, de seripigaris sabios, pueblos que parecían indestructibles, se iban. Desapareciendo, pues. Ni rastro quedaba de ellos en este mundo; nadie los recordaba, después. Ellos, en cambio, ahí seguirían. Viajando, yendo y viniendo, escapándose. Vivos y andando, pues. A lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo, también.
Sería que, pese a todo lo que le ocurrió, el pueblo de Tasurinchi-jehová no se desemparejó de su destino. Cumpliría su obligación, siempre. Respetando las prohibiciones, también. ¿Por ser distinto a los demás sería odiado? ¿Por eso no lo aceptarían los pueblos entre los que estuvo? Quién sabe. A la gente no le gusta vivir con gente distinta. Desconfiará, tal vez. Otras costumbres, otra manera de hablar la asustarán, como si el mundo fuera confuso, oscuro, de repente. La gente quisiera que todos fueran iguales, que los demás se olvidaran de sus costumbres, mataran a sus seripigaris, desobedecieran las prohibiciones e imitaran las de ella. Si lo hubiera hecho, el pueblo de Tasurinchi-jehová habría desaparecido. No hubiera quedado de él ni un hablador para contar su historia. Yo no estaría aquí, hablando, tal vez.
«Es bueno que el hombre que anda, ande», dice el seripigari. Eso es la sabiduría, creo. Bueno será. Que el hombre sea lo que es, pues. ¿No somos los machiguengas ahora como éramos hace muchísimo tiempo? Como ese día, en el Gran Pongo, en que Tasurinchi empezó a soplar, somos. Por eso no hemos desaparecido, pues. Por eso seguimos andando, quizás.
Eso lo aprendí de ustedes. Antes de nacer, pensaba: «Un pueblo debe cambiar. Hacer suyas las costumbres, las prohibiciones, las magias, de los pueblos fuertes. Adueñarse de los dioses y diosecillos, de los diablos y diablillos, de los pueblos sabios. Así todos se volverán más puros», pensaba. Más felices, también. No era cierto. Ahora sé que no. Lo aprendí de ustedes, sí. ¿Quién es más puro y más feliz renunciando a su destino, pues? Nadie. Seremos lo que somos, mejor. El que deja de cumplir su obligación para cumplir la de otro, perderá su alma. Y su envoltura también, quizás, como el Tasurinchi-gregorio que se volvió chicharra-machacuy en esa mala mareada. Será que cuando uno pierde su alma, los seres más repugnantes, las alimañas más dañinas harán su guarida en el cuerpo vacío. A la mosca se la traga el moscardón; al moscardón el pajarito; al pajarito la víbora. ¿Queremos que nos traguen? No. ¿Queremos desaparecer sin dejar rastro? Tampoco. Si nos acabamos, se acabará el mundo también. Mejor seguir andando, parece. Sujetando el sol en el cielo, el río en su cauce, el árbol en la raíz y el monte en la tierra, pues.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Tasurinchi está bien. Andando. Iba a visitarlo a su casa, en el río Timpinía, cuando me lo encontré por la trocha. Con dos de sus hijos regresaba de donde los Padres Blancos, los que viven a orillas del Sepahua. Les había llevado su cosecha de maíz. Está haciendo eso hace ya tiempo, me contó. Los Padres Blancos le dan semillas, machetes para rozar el monte, palas para remover la tierra y sembrar papa, camote, maíz, tabaco, café y algodón. Después, él les vende lo que no necesita y así compra más cosas. Me mostró las que tenía: ropa, comida, una lámpara de aceite, anzuelos, un cuchillo. «Quizá la próxima vez me podré comprar también una escopeta», diciendo, y que entonces cazaría de todo por el monte. Pero no estaba contento Tasurinchi. Preocupado, más bien; su frente con arrugas y los ojos duros, pues. «En esas tierras del Timpinía sólo se puede sembrar un par de veces en el mismo sitio, nunca más», lamentándose. «Y en algunas partes, sólo una vez. Mala tierra es, parece. La última siembra de yucas y de papas dio una cosecha pobrísima.» Es una tierra que se cansa pronto, parece. «Está queriendo que la deje en paz», decía Tasurinchi. Se me quejó amargamente. «Tierras perezosas son estas del Timpinía», diciendo. «Apenas se las hace trabajar ya piden descanso. Así son.»
Conversando de ésa y otras cosas, llegamos a su casa. Salió a darnos el encuentro su mujer, muy agitada. Se había pintado la cara de duelo y, moviendo las manos, señalando, dijo que el río era ladrón. Se había robado a una de sus tres gallinas, pues. Ella la tenía en los brazos para calentarla, porque parecía enferma, mientras sacaba agua en la vasija. Y, de pronto, todo comenzó a temblar. La tierra, el bosque, la casa, todo, a temblar. «Como con daño», decía. «Como bailando temblaba.» Con el susto, soltó a la gallina y vio que la corriente se la llevaba y se la comía, sin darle tiempo a rescatarla. En esa quebrada del Timpinía, el agua es muy torrentosa, verdad. Hasta en las mismas orillas anda alborotada, pues.
Tasurinchi comenzó a pegarle, furioso. «No te pego por haberla dejado caer al río, eso le pasa a cualquiera», diciendo. «Sino por mentir. ¿Por qué en vez de inventarte que la tierra tembló no dices que te quedaste dormida? ¿Se te resbaló de los brazos, no es cierto? O la dejarías ahí en la orilla y se rodó. O la echaste al río porque te vino la rabia. No digas lo que no ha pasado. ¿Eres hablador, tú? ¿No hacen daño a las familias las mentiras? Quién te va a creer que la tierra se puso a bailar. Yo lo habría sentido también, entonces.»
Y, cuando Tasurinchi estaba riñéndola así, rabiando y pegándole, la tierra comenzó a temblar. No se rían. No es invención, no lo soñé. Ocurrió. Se puso a bailar. Oímos primero un ronquido, hondo, como si el amo del trueno estuviera ahí debajo haciendo gruñir a sus jaguares. Un rumor de guerra, unos tambores golpeando al mismo tiempo, abajo, en su adentro de la tierra. Un ruido profundo; amenazador, pues. Y ahí sentimos que el mundo ya no estaba en paz. La tierra se movía, bailaba, saltando como si se hubiera emborrachado. Se movían los árboles, la casa de Tasurinchi, las aguas del río borboteaban, agitadas, como la yuca hirviendo en la batea. Había rabia en el aire, tal vez. El cielo se llenó de pájaros despavoridos, de loritos chillando en los árboles, y del bosque venían gruñidos, silbidos, graznidos, de animales asustados. «Otra vez, otra vez», gritaba la mujer de Tasurinchi. Y nosotros, confusos, mirábamos a un lado y a otro, no sabiendo si quedarnos o correr. Los chiquillos se habían puesto a llorar; prendidos de Tasurinchi lloraban. Él se asustó también, yo también. «¿Se estará acabando este mundo?», decía, «¿Vendrá otra vez la oscuridad, el caos vendrá?»
Cuando por fin dejó de temblar, el cielo se puso oscuro como si el sol hubiera empezado a caerse. Rápido se oscureció, rapidísimo. Y se levantó una gran polvareda, de todas partes, cubriendo este mundo de color ceniza. Casi no podía ver a Tasurinchi y a su familia en el terral. Todo era gris. «Está ocurriendo algo muy grave y no sabemos qué es», decía Tasurinchi, miedoso. «¿Será el fin de los que andamos? Llegó la hora de irnos, tal vez. El sol se ha caído. Ya no se levantará, pues.»
Ya sé que no se cayó. Ya sé que, si se hubiera caído, no estaríamos aquí. La polvareda pasó, el cielo se aclaró de nuevo y la tierra se quedó por fin quieta. Había un olor a salmuera y a plantas podridas, un olor que daba náuseas. El mundo no estaría contento, quizás. «Ya ves que no mentí, ya ves que tembló. Fue por eso que el río se comió a la gallina», decía la mujer de Tasurinchi. Pero él se entercó, diciendo «No es cierto.» Rabiando estaba: «Has mentido», le gritaba a su mujer, «tal vez por eso la tierra temblaría ahora». Volvió a pegarle, hinchándose, rugiendo de tanta fuerza que hacía. Tasurinchi, el del Timpinía, es hombre muy terco. No es la primera rabia que le da. Otras le he visto. Por eso será que pocos van a visitarlo. No reconoció que se había equivocado, pero yo me di cuenta, cualquiera se habría dado, que su mujer había dicho la verdad.
Comimos, nos fuimos a descansar a las esteras, y, al poco rato, mucho antes del amanecer, sentí que él se levantaba. Vi que se iba a sentar sobre una piedra, a pocos pasos de la cabaña. Ahí estaba Tasurinchi, a la luz de la luna, caviloso. Me levanté en la semioscuridad y fui a conversar con él. Estaba moliendo polvo de tabaco, para aspirar. Lo vi asentar el polvito en la canilla hueca de la pava y me pidió que se lo soplara. Se lo puse primero en un hueco de la nariz y le soplé; él aspiraba fuerte, con ansia, cerrando sus ojos. Luego hice lo mismo en el otro. Después, el polvo que quedaba, él lo sopló en mi nariz. Estaba inquieto, Tasurinchi. Atormentado, pues. «No puedo dormir», diciendo, con la voz de un hombre muy cansado. «Han ocurrido dos cosas que dan que pensar. El río se robó a una de mis gallinas y la tierra se puso a temblar. Oscureciéndose el cielo, además. ¿Qué debo hacer?» Yo no lo sabía, yo estaba tan desconcertado como él. ¿Por qué me preguntas eso, Tasurinchi? «Que hayan ocurrido esas cosas, una juntito a la otra, casi al mismo tiempo, significa que debo hacer algo», me dijo. «Pero no sé qué. No hay a quién preguntárselo, aquí. El seripigari está a muchas lunas de marcha, aguas arriba del Sepahua.»
Tasurinchi permaneció todo el día sentado en esa piedra, sin hablar con nadie. Sin beber ni comer. Cuando su mujer fue a llevarle unos plátanos machacados, ni siquiera la dejó acercarse; la amenazó con la mano, como para pegarle de nuevo. Y esa noche no entró a su casa. Kashiri brillaba mucho allá arriba y yo lo veía a él, sin moverse del sitio, su cabeza hundida en el pecho, esforzándose por entender esas desgracias. ¿Qué le mandaban hacer, pues? Quién sabe. Todos en la familia estaban mudos, inquietos, hasta las criaturas. Espiándolo, quietitos, ansiosos. ¿Qué irá a ocurrir?, pensando.
A eso del mediodía, Tasurinchi, el del río Timpinía, se levantó de la piedra. A paso vivo se acercó a la casa; llamándonos con sus dos brazos lo vimos venir. Tenía una expresión resuelta, parece.
«Nos ponemos a andar», dijo, con voz grave, ordenando. «A andar. Ahora mismo. Hay que irse lejos de aquí. Eso es lo que significa. Si nos quedamos, daños habrá, catástrofes ocurrirán. Ése es el mensaje. Al fin lo he entendido. Este lugar está harto de nosotros. Tenemos que irnos, pues.»
Difícil le habría sido decidirse. Por las caras de las mujeres, de los hombres, por la tristeza de sus parientes, se veía cuánto les costaba marcharse. Llevaban buen tiempo en el río Timpinía ya. Con las cosechas que vendían a los Padres Blancos del Sepahua estaban comprando cosas. Parecían contentos, tal vez. ¿Habían encontrado su destino, quizás? No era así, parece. ¿Se estarían corrompiendo de estarse quietos tanto tiempo? Quién sabe. Dejar todo eso, así, de pronto, sin saber adónde irían, sin saber si volverían a tener lo que dejaban, gran sacrificio sería. Dolor para todos, pues.
Pero nadie en la familia protestó; ni la mujer, ni los hijos, ni el muchacho que estaba viviendo allí cerca porque quería casarse con la hija mayor de Tasurinchi, se quejaron. Grandes y chicos comenzaron ahí mismo los preparativos. «Rápido, rápido, hay que salir de aquí, este lugar se ha vuelto enemigo», los apuraba Tasurinchi. Se lo notaba animoso, impaciente por partir. «Sí, rápido, andemos, pues, escapemos», diciendo, apurándose, empujándose.
Yo los ayudé en los preparativos y partí con ellos, también. Antes, quemamos las dos cabañas y todo lo que no se podía cargar, como si hubiera muerto alguien.
«Aquí se queda todo lo impuro que tenemos», aseguró Tasurinchi a su familia. Estuvimos andando varias lunas. Había poca comida. Los animales no caían en las trampas. Por fin, en una cocha, pescamos unos bagres. Comimos. En la noche, nos sentamos y hablamos. Toda la noche les hablé, quizás.
«Ahora me siento más tranquilo», me dijo Tasurinchi, cuando me despedí de ellos, unas lunas después. «Ya no tendré más rabia, creo. Mucha he tenido, últimamente. Ahora ya no, tal vez. Hice bien poniéndome a andar, parece. Aquí en el pecho lo siento.» «¿Cómo supiste que tenías que irte de allí?», le pregunté. «Me acordé de algo que nací sabiendo», me respondió. «O lo aprendería en la mareada, tal vez. Si un daño ocurre en la tierra es porque la gente ya no le presta atención, porque no la cuida como hay que cuidarla. ¿Puede la tierra hablar, como nosotros? Para decir lo que quiere, algo tendrá que hacer. Temblar, quizás. No se olviden de mí, diciendo. Yo también vivo, diciendo. No quiero que me maltraten. De eso estaría quejándose mientras bailoteaba, pues. Tal vez yo la hice sudar demasiado. Tal vez, los Padres Blancos no son lo que parecen, sino kamagarinis aliados de Kientibakori, y aconsejándome que viviera siempre allí querían hacerle daño a la tierra. Quién sabe. Pero, si ella se quejaba, algo tenía que hacer yo, pues. ¿Cómo ayudamos al sol, a los ríos? ¿Cómo ayudamos a este mundo, a lo que vive? Andando. He cumplido la obligación, creo. Mira, ya estará dando resultado. Escucha el suelo bajo tus pies; písalo, hablador. ¡Qué quieto y qué firme está! Se habrá puesto contento, ahora que de nuevo nos siente andando sobre él.»
Dónde estará ahora Tasurinchi. No lo sé. ¿Se habrá quedado por esa región donde nos despedimos? Quién sabe. Algún día lo sabré. Bien ha de estar. Contento.
Andando, tal vez.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Cuando me separé de Tasurinchi, media vuelta di y eché a andar rumbo al río Timpinía. No había ido a visitar allí a los machiguengas hacía tiempo. Pero antes de llegar me ocurrieron varias sorpresas y tuve que cambiar de rumbo. Por eso estaré aquí, con ustedes, quizás.
Tratando de saltar un matorral de ortigas, una espina me clavé. Aquí, en este pie. Me lo chupé y la escupí. Algún daño se quedaría en su adentro, porque, al poco rato, empezó a dolerme. Mucho me dolía, pues. Dejé de andar y me senté. ¿Por qué me había ocurrido esto? Rebusqué en mi bolsón. Allí seguían las hierbas que me dio el seripigari contra la picadura de la víbora, contra la enfermedad, contra las cosas extrañas. Y en la tira de mi chuspa estaba el iserepito que protege contra el mal hechizo. Esta piedrecita, pues, todavía la llevo prendida. ¿Por qué ni las hierbas ni el iserepito me defendieron contra el diablillo de la ortiga? El pie se me había hinchado tanto; parecía de otro. ¿Estaría cambiándome en monstruo? Hice una fogata y puse el pie cerca de la llama para que, sudando, se saliera el daño de su adentro. Mucho dolía; rugiendo, traté de asustarle al dolor. Tanto sudar y gritar, me quedaría dormido. Y, en el sueño, estuve oyendo palabrerío y risas de loros, pues.
Tuve que quedarme muchas lunas en ese lugar mientras se deshinchaba mi pie. Intentaba andar y ay ay me dolía muchísimo. No me faltó de comer, felizmente; en mi chuspa tenía yuca, maíz y algunos plátanos. Además, la suerte me ayudaría. Allí mismo, sin necesidad de levantarme, arrastrándome, clavé una maderita blanda, y la curvé con una cuerda anudada que escondí en el suelo. Al poco rato, cayó en la trampa una perdiz. Me dio de comer un par de días. Pero días de tormento fueron, no por la espina sino por los loros. ¿Por qué había tantos, pues? ¿Por qué esa vigilancia? Eran muchas bandadas; se habían instalado en todas las ramas y arbustos del rededor. A cada momento llegaban más y más. Todos se habían puesto a mirarme. ¿Estaría pasando algo? ¿Por qué chillarían tanto? ¿Esos parloteos tendrían que ver conmigo? ¿Estarían hablando de mí? A ratos, lanzaban sus risotadas, esas que lanzan los loros pero que parecen de gente. ¿Burlando se estarían? ¿De aquí no saldrás nunca, hablador, diciendo? Les tiré piedras para espantarlos. Inútil, se alborotaban un momento y volvían a sus sitios. Ahí estaban, tantísimos, sobre mi cabeza. ¿Qué quieren? ¿Qué va a pasar?
Al segundo día, de repente, se fueron. Asustadísimos partieron los loros. Todos a la vez, chillando, perdiendo plumas, chocándose, como si se acercara el enemigo. Habían olido el peligro, parece. Porque ahí mismo pasó sobre mí, saltando de árbol en árbol, un mono hablador. El yaniri. Sí, el mismo, ese mono rojo, grande y chillón, el yaniri. Enorme, ruidoso, rodeado de su banda de hembras. Ellas brincaban, manoteando a su alrededor, dichosas de estar con él. Dichosas de ser sus hembras, quizás. «¡Yaniri, yanirib!, le grité. «¡Ayúdame! ¿No fuiste, antes, seripigari? Baja, cúrame este pie, quiero seguir mi camino.)) Pero el mono hablador no me hizo caso. ¿Cierto será que fue, antes, seripigari que andaba? Por eso no hay que cazarlos ni comerlos, tal vez. Cuando se cuece a un mono hablador el aire se llena de olor a tabaco, dicen. El que aspiró y bebió en las mareadas el seripigari que fue.
Apenas despareció el yaniri con su banda de hembras, volvieron los loros. Acompañados de otros más. Me puse a observarlos. De todas clases eran. Grandes, chicos, chiquitos; de picos corvos y larguísimos y de picos chatos; había loritos, tucanes y papagayos. Pero, sobre todo, cotorras. Parloteaban al mismo tiempo, fuerte, seguido, me entraba a los oídos un trueno de loros. Inquieto estaba, mirando. A unos y a otros los miraba, despacito. ¿Qué hacían ahí? Algo iba a pasar, seguro, a pesar de mis hierbas contra las cosas extrañas. «Qué quieren, qué están diciendo», comencé a gritarles. «De qué hablan, de qué se burlan.» Asustado, pero al mismo tiempo curioso. Nunca había visto juntos a tantos. No sería casualidad, no sería porque sí. ¿Cuál era el motivo, entonces? ¿Quién me los había mandado?
Acordándome de Tasurinchi, el amigo de las luciérnagas, traté de entender su parloteo. Si estaban ahí, a mi alrededor, hablando con tanta insistencia, ¿no habrían venido por mí? ¿Algo querrían decirme? Cerraba los ojos, prestaba atención, me concentraba en su charla. Tratando de sentirme loro, pues. Difícil era. Pero el esfuerzo me hacía olvidar el dolor del pie. Imité sus chillidos, sus gárgaras; sus murmullos imité. Todos sus ruidos. Y, entre pausa y pausa, a poquitos, palabritas sueltas, lucecitas en la oscuridad, empecé a oír. «Cálmate, Tasurinchi», «No te asustes, hablador», «Nadie va a hacerte daño, pues.» Entendiendo lo que decían, tal vez. No se rían, no estaba soñando. Lo que ellos hablaban, sí. Cada vez más claro entendí. Me sentí tranquilo. Mi cuerpo dejó de temblar. El frío se fue. No estarían ahí mandados por Kientibakori, entonces. Ni por hechizo de machikanari. ¿Por curiosidad, más bien? ¿Para hacerme compañía?
«Eso mismo, Tasurinchi», parloteó una voz, sobresaliendo de las otras. Ahora ya no había duda. Hablaba y yo le entendía. «Aquí estamos para acompañarte, dándote ánimos mientras te sanas. Aquí seguiremos hasta que vuelvas a andar. ¿Por qué te asustaste de nosotros? Te crujían los dientes, hablador. ¿Has visto que un loro se comiera a un machiguenga? En cambio, nosotros hemos visto a tantos machiguengas comerse a los loros. Ríete, más bien, Tasurinchi. Mucho hace que te seguimos. Por todas partes adonde vas, ahí estamos. ¿Sólo ahora te das cuenta?»
Sólo ahora me daba. Con la voz temblando le pregunté: «¿Te estás burlando de mí?» «Digo la verdad», insistió el loro, batiendo el follaje a aletazos. «Has tenido que clavarte una espina para descubrir a tus acompañantes, hablador.»
Tuvimos una larga conversación, parece. Todo el tiempo que estuve ahí, esperando que el daño se fuera, conversamos. Mientras hacía sudar mi pie en la fogata, para que el dolor saliera, hablábamos. Con ese loro; también con otros. En el palabrerío, todos se quitaban la voz. A ratos, no entendía lo que me decían. «Cállense, cállense. Hablen más despacio, pues, y uno por uno.» No me obedecían. Eran como ustedes, igual. ¿De qué se están riendo tanto? Parecen loros, pues. No esperaban que uno terminara para hablar todos. Estaban contentos de que, por fin, nos entendiéramos. Se atropellaban, aleteando. Yo me sentía aliviado. Contento. «Qué extraordinario lo que está pasando, pues», pensaba.
«Vaya, menos mal, te has dado cuenta de que somos habladores», dijo, de pronto, uno de ellos. Y se quedaron mudos los demás. Había un gran silencio en el bosque.
«Ahora entenderás por qué estamos aquí, acompañándote. Ahora te darás cuenta por qué, desde que volviste a nacer y empezaste a andar, a hablar, te seguimos. Día y noche, pues; por los bosques y por los ríos, pues. También eres hablador, ¿no, Tasurinchi? ¿No nos parecemos, acaso?»
Me acordé, entonces. Todo hombre que anda tiene su animal que lo sigue, ¿no es así? Aunque él no lo vea ni lo llegue a adivinar. Según lo que es, según lo que hace, la madre del animal lo escoge, diciéndole a su cría: «Este hombre es para ti, cuídalo.» El animal se vuelve su sombra, parece. ¿El mío era el loro? Sí, lo era. ¿No es el animal hablador? Lo supe y me pareció que desde antes había estado sabiéndolo. ¿Por qué, si no, sentí siempre preferencia por los loros? Muchas veces, en mis viajes, me quedé escuchando sus parloteos, riéndome con sus aleteos y su bullicio. Éramos pues parientes, quizás.
Bueno ha sido saber que mi animal es el loro. Ahora, viajó más confiado. Nunca más me sentiré solo, tal vez. Si viene el cansancio, el temor, si viene la rabia por algo, ya sé qué hacer. Levantar la vista hacia los árboles y esperar. No me fallará, creo. Como lluviecita después del calor, el parloteo brotará. Ahí estarán los loros, pues. «Sí, aquí, no te hemos abandonado», diciendo. Por eso habré podido viajar solo tanto tiempo. Porque no viajaba solo, pues.
Cuando empecé a ponerme cushma y a pintarme con huito y achiote, a aspirar tabaco por la nariz y a andar, muchos se extrañaban de que viajara solo. «Es una temeridad», me advertían. «¿No está lleno el monte de los demonios horribles y de las diablas inmundas que sopló Kientibakori? ¿Qué harás si te salen al encuentro? Viaja como machiguenga, más bien. Con un chiquillo y, al menos, una mujer. Cargarán los animales que caces, desprenderán a los que caigan en la trampa. No te corromperás, cogiendo el cadáver de los que mataste. Tendrás con quien conversar, además. Varios se ayudan mejor si aparecen los kamagarinis. ¡Dónde se ha visto un machiguenga solo por el bosque!» Yo no les hacía caso porque nunca me sentí solo en mis andanzas. Ahí, entre las ramas, confundidos con las hojas de los árboles, mirándome con sus ojazos verdes, me seguirían mis compañeros. Y los sentiría aunque no lo supiera, tal vez.
Pero no es ésa la razón por la que tengo a este lorito. Ésa es otra historia, parece. Se la puedo contar ahora que se ha dormido. Si de pronto me callo y hablo tonterías, no crean que perdí la cabeza. Será, nomás, que el lorito se despertó. Es una historia que no le gusta oír, una que debe dolerle tanto como me dolió a mí esa espina de la ortiga.
Eso fue después.
Estaba yendo al Cashiriari a visitar a Tasurinchi y había cazado un paujil, con una trampa. Lo cociné y empecé a comérmelo, cuando sentí un parloteo junto a mi cabeza. Había un nido, entre las ramas, medio oculto por una gran telaraña. Éste acababa de nacer. No había abierto los ojos todavía; estaba envuelto en su moco blanco, como todas las crías al romper la cáscara. Lo estuve espiando, sin moverme, quietito, para no irritar a la lora, para no ponerla rabiosa acercándome mucho a su cría. Pero la lora no se preocupaba de mí. Estaba examinando al recién nacido, seriota. Disgustada parecía. Y, de pronto, comenzó a darle de picotazos. Sí, picotazos con su pico corvo. ¿Quería quitarle su moco blanco? No. Quería matarla. ¿Hambre tendría? La cogí de las alas, no la dejé picotearme, la alejé del nido. Y para que se calmara le di unas sobras del paujil. Contenta comió; parloteando y aleteando estuvo comiendo. Pero sus ojazos seguían furiosos. Una vez que terminó su comida, regresó volando al nido. Fui a ver y estaba dándole de picotazos otra vez. ¿No te has despertado, lorito? No te despiertes, déjame terminar antes tu historia. ¿Por qué quería matar a su cría? No era por hambre, pues. Cogí a la lora de las alas y la lancé al aire con fuerza. Después de dar unos volteretazos, volvió. Enfrentándoseme. Rabiosa, picoteando y chillando, volvió. Se le había entercado matar a su cría, parece.
Sólo ahí comprendí por qué. No había nacido como ella esperaba, tal vez. Tenía la pata torcida y los tres deditos en muñón. Hasta entonces yo no había aprendido eso que todos ustedes saben: que los animales matan a las crías que nacen distintas. ¿Por qué el puma le clava las garras a su cachorro cojo o tuerto? ¿Por qué el gavilán despedaza a su cría de ala rota? Adivinarán que, no siendo perfectos, su vida será difícil, con sufrimiento, pues no sabrán defenderse, volar, cazar, huir ni cumplir su obligación. Que vivirán poco, pues otros animales se los comerán pronto. «Para eso me la como yo, que por lo menos me alimente», diciendo. ¿O será que, como los machiguengas, tampoco ellos aceptan la imperfección? ¿También ellos creerán que la cría que no es perfecta la sopló Kientibakori? Quién sabe.
Ésta es la historia del lorito. Siempre está así, acurrucado en mi hombro. Qué me importa que no sea puro, que tenga su pata enfurruñada, que cojee, que apenas se eleva a esta altura se caiga. Porque también las alas le salieron muy cortas, parece. ¿Soy yo perfecto? Pareciéndonos, nos entendemos y nos acompañamos. Viaja en este hombro y, cada cierto tiempo, para distraerse, trepándose por mi cabeza, se pasa al otro. Va y regresa, viene y va. Se prende de mis pelos cuando está trepando. Jalándomelos, como advirtiéndome: «Cuidado me caiga, cuidado no me recojas del suelo.» No me pesa nada, ni lo siento. Duerme aquí, dentro de mi cushma. Como no puedo llamarlo padre, ni pariente, ni Tasurinchi, lo llamo con una palabra que inventé para él. Un ruido de loros, pues. A ver, imítenlo. Despertémoslo, llamémoslo. Él lo aprendió y lo repite muy bien: Mas-ca-ri-ta, Mas-cari-ta, Mas-ca-ri-ta…