DESPUÉS, los hombres de la tierra echaron a andar, derecho hacia el sol que caía. Antes, permanecían quietos ellos también. El sol, su ojo del cielo, estaba fijo. Desvelado, siempre abierto, mirándonos, entibiaba el mundo. Su luz, aunque fuertísima, Tasurinchi la podía resistir. No había daño, no había viento, no había lluvia. Las mujeres parían niños puros. Si Tasurinchi quería comer, hundía la mano en el río y sacaba, coleteando, un sábalo; o, disparando la flecha sin apuntar, daba unos pasos por el monte y pronto se tropezaba con una pavita, una perdiz o un trompetero flechados. Nunca faltaba qué comer. No había guerra. Los ríos desbordaban de peces y los bosques de animales. Los mashcos no existían. Los hombres de la tierra eran fuertes, sabios, serenos y unidos. Estaban quietos y sin rabia. Antes que después.
Los que se iban, volvían, metiéndose en el espíritu de los mejores. Así, nadie solía morir. «Me toca irme», decía Tasurinchi. Bajaba a la orilla del río y se hacía su cama con hojas y ramas secas y una techumbre de ungurabi. Levantaba alrededor una empalizada de cañas filudas para que el ronsoco, en su merodeo por la orilla, no se comiera su cadáver. Se acostaba, se iba y, poco después, volvía, aposentándose en el que había cazado más, peleado mejor o respetado las costumbres. Los hombres de la tierra vivían juntos. Quietos. La muerte no era la muerte. Era irse y regresar. En lugar de debilitarlos, los robustecía, sumando a los que se quedaban la sabiduría y la fuerza de los idos. «Somos y seremos, decía Tasurinchi. Parece que no vamos a morir. Los que se van, han vuelto. Están aquí. Son nosotros.»
¿Por qué, pues, si eran tan puros, echaron a andar los hombres de la tierra? Porque, un día, el sol empezó a caerse. Para que no se cayera más, para ayudarlo a levantarse. Es lo que dice Tasurinchi.
Es, al menos, lo que yo he sabido.
¿Ya había tenido el sol su guerra con Kashiri, la luna? Tal vez. Se puso a parpadear, a moverse, su luz se apagó y apenas se lo veía. La gente empezó a frotarse el cuerpo, temblando. Eso era el frío. Así comenzó después, parece. Entonces, en la semioscuridad, desacostumbrados, asustados, los hombres caían en sus mismas trampas, comían carne de venado creyéndola de tapir y no reconocían el camino de regreso del yucal a su casa. ¿Dónde estoy?, se desesperaban, ambulando a ciegas, tropezando, ¿dónde estarán mis parientes? ¿Qué está pasando en el mundo? Había empezado a soplar el viento. Aullando, manoteando, se llevaba las crestas de las palmeras y arrancaba de cuajo las lupunas. La lluvia caía con estrépito, provocando inundaciones. Se veían manadas de huanganas, ahogadas, flotando patas arriba en la corriente. Los ríos cambiaban de curso, las palizadas reventaban las balsas, las cochas se volvían ríos. Las almas perdieron la serenidad. Eso ya no era irse. Era morir. Hay que hacer algo, decían. Y, mirando a derecha y a izquierda, ¿qué cosa?, ¿qué haremos?, decían. «Echarse a andar», ordenó Tasurinchi. Estaban en plena tiniebla, rodeados de daño. La yuca había empezado a faltar, el agua hedía. Los que se iban ya no volvían, ahuyentados por las calamidades, perdidos entre el mundo de las nubes y el nuestro. Bajo el suelo que pisaban oían correr, espeso, al Kamabiría, río de los muertos. Como acercándose, como llamándolos. ¿Echarse a andar? «Sí, dijo el seripigari, atorándose de tabaco en la mareada. Andar, andar. Y, recuérdense, el día que dejen de andar, se irán del todo. Trayéndose abajo al sol.»
Así empezó. El movimiento, la marcha. Avanzar con o sin lluvia, por tierra o por agua, subiendo el monte o bajando la quebrada. En los bosques, tan espesos, era noche siendo día y los llanos parecían lagunas porque no tenían un solo matorral, como cabeza de hombre que el diablito kamagarini dejó sin pelo. «El sol no se ha caído todavía; los animaba Tasurinchi. Se tropieza y se levanta. Cuidado, se está durmiendo. Despertémoslo, ayudémoslo.» Hemos sufrido daños y muertes, pero seguimos andando. ¿Bastarían todas las chispas del cielo para contar las lunas que han pasado? No. Estamos vivos. Nos movemos.
Para vivir andando, ellos, antes, debieron volverse ligeros y despojarse de lo que tenían. Ellos. Viviendas, animales, sembríos, la abundancia que los rodeaba. La playita donde iban a voltear a las charapas de carne salobre; el monte hirviendo de pájaros cantores. Se quedaron con lo indispensable y echaron a andar. ¿Fue castigo la marcha por el bosque? Más bien celebración, como ir de pesca o. de cacería en la estación seca. Conservaron sus flechas y arcos, sus cuernos con el veneno, sus canutos de tintura de achiote, sus cuchillos, sus tambores, las cushmas que llevaban puestas, las chuspas y las tiras de tela para cargar a los niños. Los recién nacidos nacían andando, los ancianos morían andando. Cuando asomaba la luz ya estaba moviéndose la enramada con el paso de sus cuerpos, ya estaban ellos, de uno en fondo, andando, andando, los hombres con las armas preparadas, las mujeres cargando las bateas y las canastas, los ojos de todos puestos en el sol. No hemos perdido el rumbo todavía. La terquedad nos habrá mantenido puros, pues. El sol no se ha caído, no se termina de caer.
Se va y vuelve, como las almas con suerte. Calienta el mundo. La gente de la tierra no se ha caído, tampoco. Aquí estamos. Yo en el medio, ustedes rodeándome. Yo hablando, ustedes escuchando. Vivimos, andamos. Eso es la felicidad, parece.
Pero ellos, antes, debieron sacrificarse por el mundo de aquí. Soportar catástrofes, padecimientos y daños que a cualquier otro pueblo lo hubieran aniquilado.
Esa vez, los hombres que andan hicieren un alto para descansar. En la noche rugió el tigre y el señor del trueno roncó con ronca voz. Había malas señales. Las mariposas se metían a las viviendas y las mujeres debían apartarlas de las bateas de comida sacudiendo las esteras. Oyeron chillar la lechuza y la chícua. ¿Qué irá a pasar?, decían, asustados. En la noche, el río creció tanto que al amanecer se encontraron rodeados de aguas revueltas, armadas de palos, arbustos, malezas y cadáveres que se deshacían estallando contra las orillas. De prisa cortaron maderas, improvisando balsas y canoas antes de que la inundación se tragara el islote en que se había convertido la tierra. Tuvieron que lanzarse a las aguas fangosas y ponerse a remar. Remaban, remaban, y, mientras unos empujaban las pértigas, los otros iban gritando, señalando, a la derecha, las embestidas de las palizadas, a la izquierda, la boca de los remolinos, y, acá, acá, el coletazo de la yacumama que espera, mañosa, quietecita, bajo el agua, el momento de tumbar la canoa para tragarse a los remeros. Adentro del bosque, el amo de los demonios, Kientibakori, loco de alegría, bebía masato, bailando, entre la muchedumbre de kamagarinis. Muchos se fueron ahogados en las crecientes, cuando algún tronco hundido, invisible, rajaba la balsa y se robaba a las familias.
Ésos, no volvían. Sus cuerpos, hinchados, mordisqueados por las pirañas, aparecían a veces en una playa, o colgando en jirones de las raíces de un árbol de la ribera. No hay que engañarse con las apariencias. Los que se van así, se van. ¿Lo sabían entonces los seripigaris? Quién sabe si ya habría llegado la sabiduría. Una vez que los pájaros y las alimañas se comen su cáscara, el alma no encuentra el camino de regreso, parece. Se queda perdida en algún mundo, se vuelve diablillo kamagarini y baja a los de más abajo o se vuelve diosecillo saankarite y sube a los mundos de arriba. Por eso, ellos, antes, desconfiaban del río, de la cocha, incluso del caño de poco fondo. Les tenían enemistad. Por eso, sólo surcaban los ríos cuando todos los caminos quedaban cerrados. Sería que no querían morir, tal vez. Las aguas son traicioneras, dicen. Irse en las aguas será morir.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
El fondo del río, en el Gran Pongo, está repleto de nuestros cadáveres. Serán muchísimos, tal vez. Ahí los soplaron y ahí regresarían a morir. Ahí estarán, abajo, oyendo el llanto del agua que cabecea contra las piedras y se deshace en las rocas filudas. Por eso no habrá charapas después del Pongo, en las tierras montuosas. Son buenas nadadoras y, sin embargo, ninguna habrá podido ir de surcada en esas aguas. Las que trataron, se ahogarían. Ahora estarán también ellas en el fondo, oyendo estremecerse el mundo de arriba. Allí empezamos y allí acabaremos los machiguengas, parece. En el Gran Pongo.
Otros se fueron peleando. Hay muchas maneras de pelear. Esa vez, los hombres que andan habían hecho un alto para tomar fuerzas. Estaban tan cansados que apenas podían hablar. Se habían quedado en un pedazo de monte que parecía seguro. Lo habían limpiado y habían construido sus casas, tejido sus techos. Era alto y creían que las aguas mandadas por Kientibakori para ahogarlos no llegarían hasta allí o que, si venían, las verían a tiempo y podrían escapar. Después de rozar y quemar el monte, plantaron la yuca y sembraron el maíz, el plátano. Había algodón silvestre para tejer las cushmas y plantas de tabaco cuyo olor mantenía apartadas a las culebras. Los huacamayos venían a arrullarse en los hombros de la gente. Las crías del tigrillo mamaban de las tetas de las mujeres. Las madres se iban a lo profundo del bosque y parían, se bañaban y volvían con niños que movían manos y pies, lloriqueando, contentos con el calorcito del sol. No había mashcos. Kashiri, la luna, no provocaba daños todavía; ya había estado en la tierra, enseñando a cultivar la yuca a la gente. Había dejado su mala semilla, tal vez. No lo sabían. Todo parecía bien.
Entonces, una noche un vampiro mordió a Tasurinchi mientras dormía. Le hincó sus dos colmillos en la cara y aunque él lo golpeaba con los puños, no se le quiso desprender. Tuvo que despedazarlo, enmelándose con sus huesos blandos, pegajosos como caca. «Es un aviso», dijo Tasurinchi. ¿Qué decía el aviso? Nadie lo entendió. Se había perdido o no había comenzado la sabiduría. No se fueron. Allí siguieron, miedosos, esperando. Antes de que crecieran los yucales y los maizales, antes de que dieran los plátanos, llegaron los mashcos. No los sintieron venir, no oyeron la música de sus tambores de pieles de mono. De pronto, les llovieron flechas, dardos, piedras. De pronto, grandes llamaradas incendiaron sus casas. Antes de que supieran defenderse, los enemigos ya habían cortado muchas cabezas, ya se habían robado a bastantes mujeres. Y se habían llevado todas las canastas de sal que ellos fueron a llenar al Cerro. Los que se iban así ¿volvían o morían? Quién sabe. Morirían, quizá. Su espíritu se iría a dar más furia y más fuerza a sus robadores, tal vez. O ahí estarán todavía dando vueltas por el bosque, desamparados.
Quién sabe cuántos no habrán vuelto. Los flechados, los apedreados, los caídos en tembladera por el veneno de los dardos y por las malas mareadas. Cada vez que atacaban los mashcos y veía ralear a la gente, Tasurinchi señalaba el cielo: «El sol se cae, diciendo. Algo malo hemos hecho. Nos habremos corrompido, quedándonos tanto tiempo en un mismo lugar. Hay que respetar la costumbre. Hay que volver a ser puros. Sigamos andando.» Y la sabiduría volvía, felizmente, cuando ellos iban a desaparecer. Entonces, se olvidaban de sus sembríos, de sus casas, de todo lo que no se pudiera guardar en las chuspas. Se ponían los collares, las coronas, quemaban lo demás y, tocando los tambores, cantando, bailando, echaban a andar. Otra vez, otra vez. Entonces, el sol se detenía en su caída por entre los mundos del cielo.
Pronto sentían que se despertaba, que se enfurecía. «Ya está calentando de nuevo la tierra», decían. «Estamos vivos», decían. Y ellos seguían andando.
Así llegaron al Cerro aquella vez, los hombres que andan. Ahí estaba. Altísimo, puro, subiendo, subiendo hacia el Menkoripatsa, el mundo blanco de las nubes.
Cinco ríos corrían bailoteando entre las piedras saladas.
Rodeaban el Cerro unos bosquecillos de paja amarilla, con palomitas y perdices, con ratoncitos juguetones y hormigas de gusto de miel. Las rocas eran de sal, el suelo era de sal, el fondo de los ríos era también de sal. Los hombres de la tierra llenaban las canastas, las chuspas, las redes, tranquilos, sabiendo que la sal nunca se acabaría. Estaban contentos, parece. Partían, volvían y la sal se había multiplicado. Siempre había sal para el que subiera a buscarla. Subían muchos. Ashaninkas, amueshas, piros, yaminahuas. Los mashcos subían. Todos conocían el Cerro. Nosotros llegábamos y los enemigos estaban ahí. No nos peleábamos. No había guerras ni cacerías, sino respeto, dicen. Eso es, al menos, lo que yo he sabido. Será cierto, tal vez. Igual que en las collpas, igual que en los bebederos. ¿Acaso en esos lugares escondidos del monte, donde la tierra es salada y la van a lamer, los animales se pelean? ¿Quién ha visto que en una collpa el sajino embista al majaz o el ronsoco muerda al shimbillo? Nada se hacen. Ahí se encuentran y ahí se quedan, cada uno en su lugar, lamiendo tranquilamente del suelo su sal o su agua, hasta que se hartan. ¿No es acaso tan bueno descubrir una collpa o un bebedero? Qué fácil se caza a los animales, entonces. Allí están, descuidados, confiados, lamiendo. No sienten la piedra, no huyen cuando silba la flecha. Caen fácil. El Cerro era su collpa de los hombres, era su gran bebedero. Tenía su magia, quizás. Los ashaninka dicen que es sagrado, que, adentro de la piedra, conversan los espíritus. Tal vez sea, tal vez conversarán. Ellos llegaban con las canastas y las chuspas y nadie los cazaba. Se miraban nomás. Había sal y respeto para todos.
Después, ya no se podía subir más al Cerro. Después, ellos se quedaron sin sal. Después, al que subía lo cazaban. Amarrado, se lo llevaban a los campamentos. Eso era la sangría de árboles. ¡Fuerza, carajo! Después, la tierra se llenó de viracochas buscando y cazando hombres. Se los llevaban y ellos sangraban el árbol y cargaban el jebe. ¡Fuerza, carajo! Los campamentos fue peor que la oscuridad y las lluvias, parece, peor que cuando el daño y los mashcos. Tuvimos muchísima suerte. ¿No estamos andando? Eran astutos los viracochas, dicen. Sabían que la gente subiría con sus canastas y redes a recoger la sal del Cerro. Los esperaban con trampas y escopetazos. Se llevaban al que cayera. Ashaninka, piro, amahuaca, yaminahua, mashco. No tenían preferencias. El que cayera, si no le faltaban manos para sangrar el árbol, dedos para abrirle heridas, colocarle su lata y recoger su leche, hombros para cargar y piernas para correr con las bolas de jebe al campamento. Algunos se escapaban, quizás. Muy pocos, dicen. No era fácil. Más que correr, había que volar. ¡Muere, carajo! Al que huía, lo tumbaba el escopetazo. ¡Machiguenga muerto, carajo! «Es inútil huir de los campamentos, decía Tasurinchi. Los viracochas tienen su magia. Algo nos está pasando.
Algo habremos hecho. A ellos los espíritus los amparan y a nosotros nos abandonan. Somos culpables de algo. Mejor clavarse una espina de chambira o tomarse el jugo del cumo. Yéndose así, con espina o veneno, por propia voluntad, hay esperanza de volver. El que se va de escopetazo no vuelve, se queda flotando en el río Kamabiría, muerto entre los muertos, para siempre.» Parecía que los hombres iban a desaparecer. Pero ¿no somos afortunados? Aquí estamos. Todavía andando. Siempre felices. Desde entonces ya no volvieron más a recoger la sal del Cerro. Ahí estará siempre, altísimo,. su alma limpia, mirándole al sol a su cara.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Tasurinchi, el que vive en el codo del arroyo, el que antes vivía en la laguna donde, al desaguarse, en la estación seca, quedan tantas charapas medio muertas, está andando. Fui y lo vi. Soplé el cuerno desde lejos, para anunciarle que venía a visitarlo, y, ya más cerca, se lo hice saber a gritos: «¡He venido! ¡He venido!» Mi lorito repitió: «¡He venido! ¡He venido!» No salió a recibirme y pensé que a lo mejor se había ido a vivir a otra parte y que mi caminata hasta allí era inútil. No. Ahí seguía su casa, junto al codo del arroyo. Me planté de espaldas ante ella, a esperar que me recibiera. Tuve que esperar mucho. Él estaba abajo, en el río, excavando un tronco para hacerse una canoa.
Mientras lo esperaba, estuve observando a su mujer. Ahí, cerquita, sentada junto al telar, teñía unas hebras de algodón con las raíces machucadas del palillo. No se levantó ni me miró. Siguió trabajando como si yo no hubiera llegado o fuera invisible. Tenía puestos más collares que la última vez. «¿Llevas tantos collares para que no se te acerquen los diablillos kamagarini o para que no pueda hacerte un hechizo el brujo machikanari?», le pregunté. Pero ella no me contestó y siguió tiñendo las hebras como si tampoco me oyera. Llevaba también muchos adornos en los brazos, en los tobillos y en los hombros y el pecho de su cushma. La corona de su cabeza era un arcoiris de plumas de huacamayo, de tucán, de loro, de paujil y de pavita kanari.
Por fin llegó Tasurinchi. «He venido», le dije. «¿Estás ahí?» «Aquí estoy», me respondió, contento de verme, y mi loro repitió: «estoy, estoy». Entonces, su mujer se puso de pie y desenrolló dos esteras para que nos sentáramos. Trajo una olla de yucas recién asadas, que vació en unas hojas de plátano, y una vasija de masato. También ella parecía contenta de verme. Estuvimos hablando hasta la luna siguiente, sin parar.
La mujer anda preñada y esta vez el hijo nacerá en el tiempo debido y no se irá. Se lo dijo un diosecillo al seripigari en la mareada. Y le hizo saber que si esta vez el hijo se muere antes de nacer, igual que las otras veces, será culpa de la mujer y no de un kamagarini. En esa mareada el seripigari averiguó muchas cosas. Las otras veces, los hijos nacieron muertos porque ella había tomado bebedizos para que se le murieran adentro y botarlos antes de tiempo. «¿Es verdad eso?», le pregunté a su mujer. Y ella me respondió: «No me acuerdo. Tal vez sea. Quién sabe.» «Sí, es verdad», me aseguró Tasurinchi. La ha prevenido que si esta vez nace el hijo muerto, la matará. «Si nace muerto, me clavará un virote envenenado y me pondrá junto al arroyo, para que me coman los ronsocos», me confirmó la mujer. Se reía, no estaba asustada, más bien parecía burlándose de nosotros.
Le pregunté a Tasurinchi por qué quería tanto que su mujer pariera. El hijo no le preocupa, es ella su inquietud. «¿No es raro que todos los hijos le nazcan muertos?», dice. Le preguntó de nuevo, en mi delante: «¿Los echaste muertos porque tomaste bebedizo?» Ella le repitió lo que me había dicho: «No me acuerdo.» «A veces pienso que no es una mujer sino una diabla, una sopai», me confesó Tasurinchi. No sólo lo de los hijos lo hace maliciar que tiene un alma distinta. También esas pulseras, collares, coronas y adornos que se pone. Y, es verdad, nunca he visto a nadie que lleve tantas cosas en el cuerpo y en la cushma. Quién sabe cómo puede andar con todo ese peso encima. «Mira lo que tiene ahora», me dijo Tasurinchi. Hizo que la mujer se acercara y fue señalando: sonajas de semillas, sartas de collares de huesos de perdiz, dientes de ronsoco, canillas de monito, colmillos de majaz, envolturas de gusano y muchas otras cosas que no me acuerdo. «Dice que esos collares la protegen contra el brujo malo, el machikanari, me contó Tasurinchi. Pero a ratos, viéndola, parece que ella fuera más bien un machikanari y estuviera preparando hechizo contra alguien.» Ella, riéndose, dijo que no creía ser bruja ni diabla sino una mujer nomás, como las otras.
A Tasurinchi no le importaría quedarse solo, si matara a su mujer. «Es preferible, antes que seguir viviendo con alguien que puede robarse todos los pedazos de mi alma», me explicó. Pero pensaba que no sucedería, ya que, según averiguó el seripigari en la mareada, esta vez el hijo nacerá andando. «Tal vez sea así», le oí decir a su mujer, riéndose a carcajadas, sin levantar la mirada de las hebras de algodón. Están bien los dos. Andando. Tasurinchi me dio esta redecilla de fibras. «Para que pesques algo», me dijo. Me dio, también, yucas y maíz. «¿No tienes miedo de viajar solo?», me preguntó. «Los machiguengas siempre cruzamos el bosque acompañados, por lo que pudiéramos encontrar en el camino.» «Yo también viajo acompañado», le respondí. «¿No estás viendo acaso a mi lorito?» «Lorito, lorito», repitió el lorito.
Le conté todo esto a Tasurinchi, el que vivía antes en el río Mitaya y vive ahora monte adentro del río Yavero. Pensativo, reflexionando, me comentó: «No lo comprendo. ¿Teme que su mujer sea una sopa¡ porque bota niños muertos? astas serían diablas también, entonces, porque no sólo paren muertos sino, a veces, sapos y lagartijas. ¿Quién ha enseñado que una mujer es bruja mala cuando lleva muchos collares? Desconozco esa sabiduría. El machikanari es brujo malo porque sirve al soplador de los demonios, Kientibakori, y porque los kamagarinis, sus diablillos, lo ayudan a preparar hechizos, así como al seripigari, brujo bueno, los diosecillos que sopló Tasurinchi lo ayudan a curar daños, deshacer hechizos y descubrir la verdad. Pero tanto el machikanari como el seripigari se ponen collares, que yo sepa.»
Las mujeres se echaron a reír, oyéndole. No debe ser cierto que boten niños muertos porque había un hormiguero de chiquillos, ahí, en la casa del Yavero. «Son muchas bocas», se quejaba Tasurinchi. Antes, en el río Mitaya, siempre caían peces en la red, aunque la tierra no fuera buena para la yuca. Pero donde se ha ido a meter ahora, remontando bien arriba uno de los caños que desaguan en el Yavero, no hay peces. Es un sitio oscuro, lleno de sapos y armadillos. Una tierra húmeda que pudre a las plantas.
Siempre he sabido que la carne del armadillo no se debe comer, pues el armadillo tiene madre impura, trae daño y el cuerpo del que la come se cubre de manchas. Pero, ahí, ellos la comían. Las mujeres despellejaron un armadillo y luego asaron su carne, cortada en trocitos.
Tasurinchi me metió un bocado en la boca con sus dedos. Me costó tragarlo, por la aprensión que sentía.
No parece que me haya pasado nada. Si no, no estaría aquí andando, tal vez.
«¿Por qué te has venido tan lejos, Tasurinchi?, le pregunté. Me ha costado encontrarte. Además, por esta región, ahí cerquita, viven los mashcos.» «¿Estuviste por mi casa del Mitaya y no te diste de cara con los viracochas?», se asombró. «Están por todas partes, allá. Sobre todo, en la banda opuesta al lugar donde yo vivía.»
Los forasteros empezaron a pasar por el río, subiendo y bajando, bajando y subiendo, hace muchas lunas.
Había punarunas, venidos de la sierra, y muchos viracochas. No estaban de paso. Se han quedado. Han hecho casas, tumbado árboles. Cazan animales a escopetazos que retumban en el bosque. Venían con ellos, también, algunos hombres que andan. De esos que viven arriba, al otro lado del Gran Pongo, esos que dejaron ya de ser hombres y son también algo viracochas por la manera como se visten y hablan. Venían a ayudarlos, allá, en el Mitaya. Llegaron a visitar a Tasurinchi. Querían convencerlo de que se fuera a trabajar con ellos rozando el monte y cargando piedras para un camino que están abriendo, pegado al río. «No te harán nada», lo animaban, diciéndole. «Trae también a las mujeres, para que te preparen la comida. Míranos a nosotros: ¿nos han hecho algo, acaso? Ya no es como la sangría de árboles. Entonces, sí, esos viracochas eran diablos, querían desangrarnos como a los árboles, querían robarse nuestras almas. Ahora es distinto. Con éstos, trabajas el tiempo que quieras. Te dan comida, te dan cuchillo, te dan machete, te dan arpón para pescar. Si te quedas, puedes tener una escopeta.»
Los que habían sido hombres parecían contentos, tal vez. «Somos gentes afortunadas», diciendo. «Míranos, tócanos. ¿No quieres serlo tú también? Aprende, pues. Haz como nosotros, pues.» Tasurinchi se dejó convencer. «Bueno», les dijo, «iré a ver». Y, cruzando el río Mitaya, los acompañó al campamento de los viracochas. Ahí mismo, llegando, descubrió que había caído en una trampa. Estaba rodeado de diablos. ¿Cómo te diste cuenta, Tasurinchi? Porque el viracocha que le estaba explicando, de una manera difícil de entender, lo que quería que hiciera, de pronto, sin más, le mostró la suciedad de su alma. ¿Y cómo, Tasurinchi? ¿Qué pasó, pues? Le estaba preguntando: «¿Eres buen machetero?»… y se calló de golpe, la cara desfigurada, fruncida. Abrió mucho la boca y lachiss!, lachissl, jachiss! Tres veces seguidas, parece. Los ojos se le mojaron, rojos como candelas. Tasurinchi nunca había tenido tanto miedo, antes. «Estoy viendo a un kamagarini», pensó. «Ésa es su cara, ése su ruido. Hoy mismo he de morir.» Pensando «es diablo, diablo» sintió que la piel se le llenaba de gotitas, como si saliera del agua. El frío le hizo crujir los huesos y se vio por dentro, igual que en la mareada. Tuvo que hacer el mayor esfuerzo de su vida, dice, para moverse. Las piernas no le respondían de tanto temblar. Pudo, al fin. El viracocha estaba hablando de nuevo, sin saber que se había delatado. Un chorrito de moco verde le corría de los huecos de su nariz. Hablaba como si no hubiera pasado nada, hablaba como hablo yo ahora. Se asombró, seguro, al ver que Tasurinchi salía corriendo y lo dejaba con la palabra en la boca. Los que habían sido hombres y estaban por allí, trataron de atajarlo. «No te asustes, no te pasará nada», lo engañaban. «Es estornudo, nomás. A ellos no los mata. Tienen su medicina.» Tasurinchi se subió a su canoa, disimulando: «Sí, bueno, he de volver, ya regresaré, espérenme.» Todavía le chocaban sus dientes, parece. «Son diablos», pensaba. «Hoy he de morir, tal vez.»
Apenas estuvo en la otra orilla, reunió a las mujeres y a los hijos. «Ha llegado el daño, estamos rodeados de kamagarinis», les anunció. «Tenemos que irnos lejos. Vámonos, quizá no sea tarde, quizá podamos andar todavía.» Así lo hicieron y ahora viven en ese caño, monte adentro del río Yavero. Los viracochas no llegarán hasta allí, según él. Tampoco los mashcos, ni siquiera ellos se acostumbrarían en un sitio así. «Sólo los hombres que andan podemos vivir en lugares como éste», decía, orgulloso. Estaba contento de verme. «Temí que nunca vendrías a visitarme hasta aquí», decía. Las mujeres, mientras se escarbaban los pelos la una a la otra, repetían: «Suerte que escapáramos, qué sería de nuestras almas si no.»
Parecían contentas de verme, también. Comimos, bebimos y conversamos muchas lunas. No querían que me fuera. «Cómo te vas a ir, pues», decía Tasurinchi, «todavía no has terminado de hablar. Habla, habla, te queda mucho por decirme». Por él, me tendría aún en el Yavero, hablando.
No ha terminado de hacerse su casa todavía. Pero ya limpió el terreno y cortó los palos y las hojas y preparó los manojos de paja para el techo. Tuvo que ir a traerlas de abajo, porque donde está no hay palmeras ni paja. Un muchacho que quiere casarse con una de sus hijas está viviendo allí, cerca, y ayuda a Tasurinchi a buscar una tierra en la parte más alta, para sembrar la yuca. Abundan los escorpiones y los están haciendo irse, fumándoles los huecos de sus escondrijos. También hay muchos murciélagos, por la noche; ya mordieron a uno de los chiquillos que, en el sueño, se alejó de la fogata. Dice que los murciélagos de allí salen a buscar comida hasta con lluvia, algo que no se ha visto en otra parte. Es una tierra donde los animales tienen diferentes costumbres, ésa del Yavero. «Todavía estoy conociéndolas», me dijo Tasurinchi. «La vida se vuelve difícil cuando uno cambia de sitio», le comenté. «Así es», me repuso. «Menos mal que sabemos andar. Menos mal que hemos estado andando tanto tiempo. Menos mal que siempre estuvimos cambiándonos de sitio. ¡Qué sería de nosotros si fuéramos de esos que no se mueven! Habríamos desaparecido quién sabe adónde. Así ocurrió a muchos, durante la sangría de árboles. No hay palabras para decir qué afortunados somos.»
«Cuando vuelvas a visitar a Tasurinchi recuérdale que es diablo el que hace ¡achiss! y no la mujer que pare niños muertos o se pone muchos collares de chaquira», se burló Tasurinchi, haciendo reír a las mujeres. Y me contó esta historia que ahora les voy a contar. Ocurrió hace muchas lunas, cuando los primeros Padres Blancos comenzaron a aparecer por este lado del Gran Pongo.
Ellos ya estaban viviendo del otro, allá arriba. Tenían sus casas en Koribeni y Chirumbia pero no habían venido por acá, río abajo. El primero que cruzó el Gran Pongo se fue al río Timpía sabiendo que allá había gente que anda. Había aprendido a hablar. Hablaba, parece. Se entendía lo que quería decir. Hacía muchas preguntas. Allí se quedó. Lo ayudaron a limpiar el terreno, a levantar su casa, a abrir chacra. Se iba y volvía. Traía comida, anzuelos, machetes. Los hombres que andan se llevaban bien con él. Parecían contentos. El sol estaba en su sitio, tranquilo. Pero al regresar de uno de sus viajes, el Padre Blanco ya había cambiado de alma, aunque su cara fuera la misma. Se había vuelto kamagarini y traía daño. Pero nadie se daba cuenta, y, por eso, nadie echó a andar. Habían perdido la sabiduría, quizás. Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
El Padre Blanco estaba tumbado en su estera y lo veían hacer muecas. ¡Achiss! ¡Achiss! Cuando se acercaban a preguntarle «¿Qué tienes? ¿Por qué tuerces así la cara? ¿Qué son esos ruidos?», respondía: «No es nada, ya va a pasar.» El daño se había metido en el alma de todos. Niños, mujeres, ancianos. Y también, dicen, los huacamayos, los paujiles, los cerditos monteses, las perdices, todos los animales que tenían. Ellos también: ¡Achiss! ¡Achiss! Se reían, al principio. Creían que era como una mareada alegre. Se golpeaban el pecho y se empujaban, jugando. Y, torciendo sus caras: ¡Achiss! Les salía el moco de sus narices, les salía la baba de sus bocas. Escupían y se reían. Pero ya no podían echarse a andar. Había pasado el tiempo. Ya sus almas, rotas en pedazos, habían comenzado a salirse de sus cuerpos por el alto de sus cabezas. Sólo les quedaba resignarse a lo que sucedería.
Sentían como si adentro del cuerpo les hubieran encendido fogatas. Ardían, llameando. Se bañaban en el río pero el agua, en vez de apagar el fuego, lo aumentaba.
Después sentían un frío terrible, como si hubieran recibido el aguacero toda la noche. Aunque el sol estaba ahí, mirando con su ojo amarillo, ellos temblaban, mareados, asustados, no viendo lo que veían, sin reconocer lo conocido. Rabiaban, adivinando que tenían el daño metido adentro, como el pique en la uña. No habían entendido el aviso, no echaron a andar al primer ¡achiss! del Padre Blanco. Murieron hasta los piojos, parece. Las hormigas, los escarabajos y las arañas que pasaban por ahí también murieron, dicen. Nunca nadie ha vuelto a vivir en ese lugar del río Timpía. Aunque ya no se sabe bien cuál es, porque el monte lo tapó todo de nuevo. No conviene pasar por ahí, mejor dar un rodeo, evitándolo. Se reconoce por un humito blanco que hiede y unos silbidos hirientes. ¿Que si las almas de los que se van así, vuelven? Quién sabe. Quizá vuelvan. O, quizá, se quedan flotando en el Kamabiría, camino de agua de los muertos.
Yo estoy bien. Andando. Ahora estoy bien. Estuve con daño hace algún tiempo y creí que había llegado la hora de armar mi refugio de ramas junto al río. Iba camino de la casa de Tasurinchi, el ciego, el que vive por el rumbo del Cashiriari. De repente, se me fue saliendo todo, mientras andaba. Sólo me di cuenta cuando me vi las piernas manchadas. ¿Qué daño es éste? ¿Qué se ha metido dentro de mi cuerpo? Seguí andando, pero todavía faltaba mucho para llegar al Cashiriari. Cuando me senté a descansar, me vino la tembladera. Estuve viendo qué podía hacer, ojeando los alrededores. Por fin, encontré un árbol de floripondio y le arranqué todas las hojas que pude. Hice cocimiento y me salpiqué el cuerpo. Entibié otra vez el agua de la vasija y le metí, calentada al rojo, la piedra que me había dado el seripigari. Respiré su vaho hasta que me vino el sueño. Estuve así muchas lunas, quién sabe cuántas, tumbado sobre la estera, sin fuerzas para andar, sin fuerzas ni siquiera para sentarme. Se me paseaban las hormigas por el cuerpo y yo no las botaba; cuando alguna se acercaba mucho a mi boca me la tragaba y ésa fue toda mi comida. Entre sueños, oía al lorito, llamándome: «¡Tasurinchi! ¡Tasurinchi!» Medio dormido medio despierto y siempre muerto de frío. Sentía una gran tristeza, quizás.
En eso, se aparecieron unos hombres. Les vi las caras encima de mí, agachándose para mirarme. Uno me movió con su pie y yo no podía hablarle. No eran hombres que andan. No eran mashcos tampoco, felizmente. Ashaninka, más bien, creo, porque pude entender algo de lo que decían. Estuvieron observándome, haciéndome preguntas que yo no tenía fuerzas para contestar, aunque las oía, lejos. Me pareció que discutían sobre si yo sería un kamagarini. También, qué se debe hacer cuando uno se encuentra a un diablillo en el bosque. Discutían. Uno dijo que les traería daño el haber visto alguien como yo en su camino y que lo prudente era matarme. No se ponían de acuerdo. Conversaron y reflexionaron mucho rato. Al fin, decidieron tratarme bien, para mi suerte. Me dejaron unas yucas y como vieron que no tenía fuerzas para cogerlas, uno de ellos me metió un trozo a la boca. No era veneno. Era yuca. Envolvieron las otras en una hoja de plátano y me la pusieron en esta mano. A lo mejor soñé todo eso. No lo sé. Pero, después, cuando me sentí mejor y me volvieron las fuerzas, ahí estaban las yucas. Me las comí y también comió el lorito. Pude reanudar el viaje. Iba despacio, parándome cada ratito a descansar.
Cuando llegué donde Tasurinchi, el ciego, el del río Cashiriari, le conté lo que me había pasado. Me echó humo y me preparó cocimiento de tabaco. «Lo que te pasó fue que tu alma se dividió en muchas», me explicó. «El daño entró en tu cuerpo, porque algún machikanari te lo mandó o porque, de puro desprevenido, te cruzaste en su camino. Tu cuerpo es la cushma del alma, nomás. Su envoltura, como la del gusano. Ya adentro el daño, el alma trató de defenderse. Dejó de ser una y se convirtió en muchas, para confundir al daño. Éste se robó las que pudo. Una, dos, varias. No se llevaría muchas porque te habrías ido del todo. Estuvo bien que te dieran un baño con agua de tohé y que aspiraras su vaho. Pero debiste hacer algo más astuto. Frotarte con tintura de achiote el alto de tu cabeza, hasta que quedara bien rojo. Entonces, el daño no hubiera podido salir de tu cuerpo con su cargamento de almas. Por ahí es por donde sale, ésa es su puerta. El achiote le cierra el camino. Al sentirse prisionero, adentro, pierde su fuerza y se muere. En el cuerpo es igual que en las casas. ¿Los diablos que entran a las casas no se roban las almas escapándose por la parte más alta, por su coronilla del techo? ¿Para qué tejemos con tanto cuidado esa madera, en su alto del techo? Para que el diablo no pueda escaparse, llevándose las almas de los que duermen. Igual con el cuerpo, pues. Te sentiste débil por las almas que perdiste. Pero ellas ya han vuelto a ti de nuevo y por eso estás aquí. Se le escaparían a Kientibakori, aprovechando un descuido de sus kamagarinis. Regresarían a buscarte, ¿no eres su casa de ellas?, y te encontrarían allí, en el mismo sitio, boqueando, moribundo. Entraron a tu cuerpo y renaciste. Ahora, adentro de ti, ya todas las almas se juntaron. Ahora son de nuevo una sola.»
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Tasurinchi, el ciego, el que vive por el Cashiriari, está bien. Aunque no ve casi nada la mayor parte del tiempo, puede limpiar su chacra. Anda. Dice que en la mareada ahora ve más cosas que antes de quedarse ciego. Será una suerte lo que le ha pasado, tal vez. Eso cree. Está domesticando las cosas de manera que su ceguera les cause el menor daño a él y a los suyos. Su hijo menor, el que gateaba la última vez que fui a verlo, se ha ido. Le picó una víbora en la pierna. Cuando se dieron cuenta, Tasurinchi preparó cocimiento e hizo lo que pudo para salvarlo, pero ya había pasado mucho tiempo. Fue cambiando de color, se volvió negro como el huito y se fue.
Pero sus padres tuvieron la alegría de verlo una vez más.
Ocurrió así.
Fueron donde el seripigari y le dijeron que estaban muy apenados con la partida del niño. Le rogaron: «Averigua qué ha sido de él, en cuál de los mundos está, diciéndole. Y pídele que vuelva a visitarnos siquiera una vez.» El seripigari así lo hizo. Su alma, en la mareada, guiada por un saankarite, viajó hasta el río de los espíritus puros, el Meshiareni. Allí encontró al niño. Los saankarite lo habían bañado, había crecido, tenía una casa y pronto tendría también una esposa. Contándole lo tristes que se habían quedado sus padres, el seripigari lo convenció de que volviera a esta tierra a hacerles una última visita. Lo prometió y lo cumplió.
Tasurinchi, el ciego, dice que en la casa del Cashiriari se presentó de pronto un joven, vestido con una cushma nueva. Todos lo reconocieron, a pesar de que ya no era niño sino un joven. Tasurinchi, el ciego, supo que era él por el perfume que despedía. Se sentó entre ellos y probó un bocado de yuca y unas gotas de masato. Les estuvo contando su viaje, desde que su alma se escapó de su cuerpo por el alto de la cabeza. Estaba oscuro pero él pudo reconocer la entrada de la cueva por donde se baja al río de las almas muertas. Se echó al Kamabiría y flotó en las aguas espesas, sin hundirse. No necesitaba mover los pies ni las manos. La corriente, plateada como telaraña, lo llevaba, despacio. A su rededor, otras almas viajaban también por el Kamabiría, río ancho a cuyas orillas, tal vez, hay rocas más escarpadas que las del Gran Pongo. Por fin llegó al lugar donde las aguas se dividen, arrastrando por su despeñadero de cascadas y remolinos a los que bajan al Gamaironi, a sufrir. La misma corriente del río iba separando a unos de otros. Aliviado, el hijo de Tasurinchi, el ciego, sintió que las aguas lo apartaban del despeñadero; feliz, supo que él seguiría viajando por el Kamabiría, con los que iban a subir, por el río Meshiareni, hasta el mundo de más arriba, el mundo del sol, el Inkite. Para llegar allá, viajó mucho todavía. Tuvo que pasar por el fin de esta tierra, el Ostiake, donde desaguan todos los ríos. Es una región pantanosa, llena de monstruos; Kashiri, la luna, baja a veces a urdir allí sus fechorías.
Esperaron a que el cielo estuviera limpio de nubes y que las estrellas se reflejaran en las aguas, nítidas. Entonces, el hijo de Tasurinchi pudo ascender con sus compañeros de viaje, por el Meshiareni, que es una escalera de luceros, hasta el Inkite. Los saankarites lo recibieron con una fiesta. Comió un fruto de sabor dulce que lo hizo crecer y le mostraron la casa donde viviría. Ahora, al regresar, le tendrían preparada una esposa. Estaba contento, parece, en el mundo de más arriba, No se acordaba de la picadura de la víbora.
«¿No extrañas nada de esta tierra?», le preguntaron sus parientes. Sí, algo. La dicha que sentía cuando su madre le daba de mamar. Y entonces, me contó el ciego del Cashiriari, pidiendo permiso para hacerlo, el joven se acercó a su madre, le abrió la cushma y con mucha delicadeza le chupó los pechos, como hacía de recién nacido. ¿Le salió a ella su leche? Quién sabe. Pero él se sintió dichoso, quizá. Se despidió de ellos, contento.
Se fueron también las dos hermanas más jóvenes de la mujer de Tasurinchi. A una la pillaron unos punarunas que se aparecieron por el rumbo del Cashiriari y la tuvieron cocinándoles y usándola como mujer, muchas lunas. Era el período en que debía estar pura, con los cabellos recortados, sin comer, sin hablar con nadie y sin que su marido la tocara. Dice Tasurinchi que él no la avergonzó por lo que le había pasado. Pero ella se atormentaba con su suerte. «Ya no merezco que nadie me hable, diciendo. No sé, tampoco, si merezco vivir.» A la anochecida, se fue despacito hasta la orilla, hizo su cama con ramitas y se clavó una espina de chambira. «Estaba tan triste que yo maliciaba que haría eso», me dijo Tasurinchi, el ciego. La envolvieron en dos cushmas para que no la picoteen los buitres y, en vez de soltarla en una canoa en medio del río o enterrarla, la han colgado en lo alto de un árbol. De una manera muy sabia, pues a sus huesos los lamen los rayos del sol mañana y tarde. Tasurinchi me mostró dónde y yo me asombré. «¡Qué alto! ¿Cómo pudiste llegar hasta allí?» «No tendré vista, pero para trepar al árbol no se necesitan ojos sino piernas y brazos, y los míos están todavía fuertes», me respondió.
La otra hermana de la mujer de Tasurinchi, el ciego del Cashiriari, se cayó de una quebrada, regresando del yucal. Tasurinchi la había mandado a revisar las trampas que pone alrededor de la chacra y en las que, dice, siempre caen los agutís. Se pasaba la mañana y ella no volvía. La salieron a buscar y la encontraron al fondo de la quebrada. Se había rodado, resbalando tal vez, o por un derrumbe bajo sus pies. Pero a mí me sorprendió. No es un barranco profundo. Cualquiera podría saltar o rodar hasta el fondo, sin matarse. Ella murió antes, tal vez, y su cuerpo vacío, sin alma, rodaría quebrada abajo. Tasurinchi, el ciego del Cashiriari, dice: «Siempre pensamos que esa muchacha se iría sin explicación.» Se pasaba la vida canturreando unas canciones que nadie había oído. Tenía arrebatos raros, hablaba de sitios desconocidos, y, al parecer, los animales le contaban secretos cuando no había nadie cerca para escucharlos. Ésos son indicios de que uno se va a ir pronto, según Tasurinchi. «Ahora que se fueron esas dos, hay más comida para repartir, qué suerte tenemos», bromeaba.
Ha enseñado a sus hijos más pequeños a cazar. Los tiene practicando todo el día, por lo que pueda ocurrirle. Les pidió que me mostraran lo que habían aprendido. Es cierto, ya manejan el arco y el cuchillo, aun los que empiezan a andar. También son diestros haciendo trampas y pescando. «Como puedes ver, no les faltará que comer», me dijo Tasurinchi. Me gusta el ánimo que tiene. Es un hombre al que nada entristece. Estuve varios días con él, acompañándolo a poner sus anzuelos, a armar sus trampas, y lo ayudé a limpiar su chacra. Trabajaba doblado en dos, arrancando la hierba, como si sus ojos vieran. También fuimos a una cocha donde hay súngaros, pero nada pescamos. No se cansaba de escucharme. Me hacía repetir las mismas historias: «Así, cuando te vayas, volveré a contarme yo mismo lo que ahora me cuentas», diciendo.
«Qué miserable debe ser la vida de los que no tienen, como nosotros, gentes que hablen, reflexionaba. Gracias a lo que cuentas, es como si lo que ha pasado volviera a pasar muchas veces.» A una de sus hijas, que se durmió mientras yo hablaba, la despertó de un golpe: «Escucha, no desperdicies estas historias, criatura, diciéndole. Conoce las maldades de Kientibakori. Aprende los daños que nos han hecho y nos pueden hacer todavía sus kamagarinis.»
Ahora sabemos muchas cosas de Kientibakori que, ellos, antes, no sabían. Sabemos que tiene muchos intestinos, como el renacuajo inkiro. Sabemos que nos odia a los machiguengas. Ha tratado de destruimos muchas veces. Sabemos que él sopló todo lo malo que existe, desde los mashcos hasta el daño. Las rocas filudas, las nubes oscuras, la lluvia, el barro, el arcoiris, él los sopló. Y los piojos, las pulgas, los piques, las culebras y las víboras venenosas, los ratones y los sapos. Él sopló las moscas, los mosquitos, los zancudos, los murciélagos y los vampiros, las hormigas y los gallinazos. Él sopló las plantas que hacen arder la piel y las que no se pueden comer; y las tierras rojas, que sirven para hacer vasijas pero no para plantar la yuca. Esto lo aprendí en el río Shivankoreni, por boca del seripigari. El que más sabe sobre las cosas y los seres soplados por Kientibakori, quizá.
La vez que estuvo más cerca de destruirnos fue esa vez. Ya no era el tiempo de la abundancia. Tampoco el de la sangría de árboles. Antes que éste y después que aquél, parece. Vino un kamagarini disfrazado de gente y dijo a los hombres que andan: «Quien verdaderamente necesita ayuda no es el sol. Sino Kashiri, la luna, que es el padre del sol.» Les dio sus razones, con palabras que los dejaron cavilosos. ¿El sol, tan fuerte, no hacía llorar a quienes se atrevían a mirarlo fijo, sin pestañear? Qué ayuda iba a necesitar, pues. Eso de que se caía y levantaba era maña. Kashiri, en cambio, con su luz tenue, bondadosa, estaba siempre luchando contra las tinieblas, en condiciones difíciles. Si la luna no estuviera allí, en las noches, espiando en el cielo, la oscuridad sería completa, una tiniebla espesa: el hombre caería en el precipicio, pisaría la víbora y no podría encontrar su canoa ni salir a cultivar la yuca o cazar. Viviría prisionero en un mismo sitio y los mashcos podrían cercarlo, flecharlo, cortarle la cabeza y robarle el alma. Si el sol se caía del todo sería noche, tal vez. Pero mientras hubiera luna, la noche nunca sería noche del todo, sólo oscuridad a medias, y la vida continuaría, tal vez. ¿No debían ayudar los hombres a Kashiri, más bien? ¿No era ésa su conveniencia? Si lo hacían, la luz de la luna brillaría más intensa, y la noche sería menos noche, una penumbra buena para andar.
El que les decía estas cosas parecía un hombre pero era un kamagarini. Uno de esos que Kientibakori sopló para que vayan por este mundo sembrando desgracias. Ellos, antes, no lo reconocían. A pesar de que llegó en medio de una gran tormenta, como llegan siempre los diablillos a las aldeas. Ellos, antes, no lo entendían, quizá. Si alguien aparece cuando el señor del trueno está rugiendo y caen trombas de agua no es hombre, es kamagarini. Ahora sabemos. Ellos no lo aprendían aún. Se dejaron convencer. Y, cambiando sus costumbres, empezaron a hacer de noche lo que hacían antes de día y de día lo que hacían antes de noche. Pensando que, así, Kashiri, la luna, brillaría más.
Apenas asomaba su ojo del sol en el cielo se ponían bajo techo, diciéndose unos a otros: «Es hora de descansar», «Es hora de prender las fogatas», «Es hora de sentarse a escuchar al que habla». Así lo hacían: descansaban con el sol o se reunían a oír al hablador hasta que empezaba a oscurecer. Entonces, desperezándose, decían: «Ha llegado el momento de vivir.» De noche viajaban, de noche cazaban, de noche construían sus viviendas y de noche rozaban el monte y limpiaban de hierbas y malezas los yucales.
Se fueron acostumbrando al nuevo modo de vida. Tanto, que ya no resistían estar al aire libre a las horas de luz. El calor del sol les hacía arder la piel y el fuego de su ojo los cegaba. Frotándose, decían: «No vemos, qué terrible es esta luz, la odiamos.» En cambio, en la noche, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y veían en ella como ustedes y yo durante el día. Decían: «Era cierto, Kashiri, la luna, nos agradece la ayuda que le prestamos.» Empezaron a llamarse, ya no hombres de la tierra, ya no hombres que andan, ya no hombres que hablan. Sino los hombres de la tiniebla.
Todo estaba muy bien, tal vez. Parecían contentos, quizás. La vida transcurría sin ocurrencias. Se sentían serenos. Los que se iban, volvían, y, mal que mal, no les faltaba la comida. «Fuimos sabios haciendo lo que hicimos», decían. Estaban equivocados, parece. Habían perdido la sabiduría. Todos se estaban volviendo kamagarinis, pero no lo sospechaban. Hasta que empezaron a sucederles ciertas cosas. A Tasurinchi, un buen día, le amanecieron escamas y una cola donde tenía los pies. Parecía una enorme carachama. Sí, ese pez que vive en el agua y en la tierra, ese pez que nada y anda. Arrastrándose con dificultad fue a meterse a la cocha, murmurando apesadumbrado que no podía soportar la vida en la tierra, pues echaba de menos el agua. A Tasurinchi, al despertarse, unas lunas después, le habían salido alas en el sitio de los brazos. Dio un pequeño salto y vieron que se elevaba y desaparecía sobre los árboles, aleteando como picaflor. A Tasurinchi le creció una trompa y sus hijos, desconociéndolo, gritaron desaforados: «Un sajino, comámonoslo.» Cuando trató de decirles quién era, emitió un ronquido y gruñó. Tuvo que escapar, trotando. Torpe trotaba en sus cuatro patas que apenas si sabía usar, perseguido por la gente hambrienta que le tiraba flechas y piedras, «Cojámoslo, cacémoslo», diciendo.
Esta tierra se fue quedando sin hombres. Unos se volvían pájaros, otros peces, otros tortugas, otros arañas, y se iban a hacer la vida de los diablillos kamagarinis. «Qué nos está pasando, qué desgracias son éstas», se preguntaban, aturdidos, los sobrevivientes. Estaban miedosos y ciegos, no se daban cuenta. Una vez más, se había perdido la sabiduría. «Vamos a desaparecer», se lamentaban. Tristes, tal vez. Entonces, en medio de tanta confusión, los mashcos les cayeron encima e hicieron una gran matanza. Les cortaron las cabezas a muchos y se llevaron sus mujeres. Parecía que las catástrofes no terminarían nunca. Entonces, en su desesperación, a uno se le ocurrió: «Vamos a visitar a Tasurinchi.»
Era un seripigari ya viejo, que vivía solo, por el río Timpía, detrás de una cascada. Los escuchó sin decir nada. Fue con ellos hasta el lugar donde vivían. Con sus ojos legañosos contempló el desamparo y el desorden que reinaban en el mundo. Ayunó varias lunas, mudo, reconcentrado, meditando. Preparó los cocimientos para la mareada. Machacó tabaco verde en el batán, estrujó las hojas sobre un cernidor, echó agua y puso a hervir la vasija hasta que el cocimiento espesó y eructó. Machacó la raíz del ayahuasca, exprimió su jugo pardo, lo hirvió y dejó que se enfriara. Apagaron la fogata, rodearon la casa con hojas de plátano para que la oscuridad fuera completa. El seripigari los fumó uno por uno a todos y cantó, y ellos le respondieron, cantando. Luego, tomó sus cocimientos, siempre cantando. Ellos aguardaban, anhelantes. Él seguía agitando su manojo de hojas y cantando. No entendían lo que decía. Por fin, ya vuelto espíritu, vieron su sombra escalar el palo del centro de la choza y desaparecer en el techo, por el mismo lugar por donde el diablo se lleva a las almas. Al poco rato, volvió. Tenía su mismo cuerpo, pero ya no era él, sino un saankarite. Los reprendió, furioso. Les recordó lo que habían sido, lo que habían hecho, tantos sacrificios desde que comenzaron a andar. ¿Cómo habían podido dejarse engañar por las astucias de su enemigo de siempre? ¿Cómo habían podido traicionar al sol por Kashiri, la luna? Al cambiar su manera de vivir, perturbaron el orden del mundo, desorientando a las almas de los que se fueron. En la oscuridad en la que se movían, las almas no los reconocían, no sabían si estaban erradas. Por eso ocurrían las desgracias, quizás. Los espíritus de los que se iban y volvían, confundidos con los cambios, se iban de nuevo. Erraban por el bosque, huérfanos, gimiendo en el viento. A los cuerpos abandonados, sin el sustento de las almas, el kamagarini se les metía adentro para corromperlos; por eso les salían plumas, escamas, hocicos, garras, aguijones. Pero todavía estaban a tiempo. La disolución y la impureza las había traído un diablo, viviendo entre ellos vestido de hombre. Salieron en su busca, decididos a matarlo. Pero el kamagarini ya había huido al fondo del bosque. Ellos, entonces, comprendieron. Avergonzados, volvieron a hacer lo que habían hecho antes, hasta que el mundo, la vida, fueron lo que eran y debían ser. Apenados, arrepentidos, echaron a andar. ¿No debe hacer cada cual lo que le corresponde? ¿No les tocaba a ellos andar, ayudando al sol a levantarse? Su obligación la han cumplido, tal vez. ¿Nosotros la estamos cumpliendo? ¿Andamos? ¿Vivimos?
Entre todas las clases de kamagarinis que sopló Kientibakori, el peor de los diablillos es el kasibarenini, parece. Pequeñito como niño, si asoma con su cushma color tierra por algún lugar, es porque allí hay algún enfermo. Quiere apoderarse de su alma para impulsarlo a hacer crueldades. Por eso no hay que dejar a los enfermos ni un momento solos. Basta un pequeño descuido para que el kasibarenini haga de las suyas. Tasurinchi dice que eso le pasó a él. Ese que ha vuelto, ese que está viviendo ahora por el río Camisea. Tasurinchi. Según él, un kasibarenini tuvo la culpa de lo que le ocurrió allá en Shivankoreni, donde todavía la gente rabia recordándolo. Fui a verlo, a la playita del Camisea donde ha hecho su casa. Se asustó al verme aparecer. Cogió su escopeta. «¿Vienes a matarme?», diciendo. «Cuidado, mira lo que tengo en las manos.» No estaba rabioso sino triste. «Vengo a visitarte», lo tranquilicé. «Y a hablarte, si me quieres oír. Si prefieres que me vaya, me iré.» «Cómo no voy a querer que me hables», me respondió, extendiendo dos esteras. «Ven, ven. Cómete toda mi comida, llévate todas las yucas que tengo. Todo es tuyo.» Se quejó amargamente de que no le permitan regresar a Shivankoreni. Se acerca y sus antiguos parientes le salen al encuentro con flechas y piedras, gritándole: «Diablo, maldito diablo.»
Además, han pedido a un brujo malo, un machikanari, que le haga daño. Tasurinchi lo sorprendió metiéndose a ocultas en su casa, de noche, para robarse una mecha de sus pelos, o alguna cosa suya, y poder hacerlo enfermar y morir de muerte horrible. Hubiera podido matar al machikanari, pero sólo lo hizo correr, disparando un escopetazo al aire. Eso prueba, según él, que su alma está de nuevo pura. «No es justo que me tengan tanto odio», dice. Me contó que fue donde Tasurinchi, río arriba, llevándole comida y regalos. Ofreciéndose a abrirle una chacra nueva en el monte, le pidió que le diera como mujer a cualquiera de sus hijas. Tasurinchi lo insultó: «Liendre, caca, falso, cómo te atreves a venir por acá, te he de matar ahora mismo.» Y había intentado machetearlo.
Se quejó, llorando, de su suerte. Dijo que no era verdad que fuera un diablo kasibarenini disfrazado de hombre. Lo habría sido por un tiempo, tal vez, antes. Pero, ahora, es igual a cualquiera de los machiguengas de Shivankoreni que no lo dejan acercarse. Su desgracia empezó aquella vez que tuvo el daño. Estaba tan flaco y tan débil que no podía levantarse de la estera. Tampoco podía hablar; abría la boca y no le salía la voz. «Me estaré volviendo pez», parece que pensaba. Pero veía y entendía lo que ocurría a su alrededor, en las otras viviendas de Shivankoreni. Se asustó mucho cuando advirtió que, todos, en la casa, se quitaban las pulseras y los adornos de muñecas, brazos y tobillos., Los oía diciendo: «Se va a morir pronto. Pero, antes de irse, su espíritu se sacará las venas y con ellas, cuando estemos durmiendo, nos amarrará por las partes del cuerpo donde teníamos adornos.» Él quería tranquilizarlos, decirles que nunca haría eso con ellos y que tampoco estaba muriéndose. Pero no le salía la voz. Y, en eso, lo divisó, bajo la lluvia. Merodeaba por el pueblo, haciéndose el inocente. Era un niño con una cushma color tierra y parecía entretenido jugando con unas semillas de floripondio e imitando con su mano el revolotear de un colibrí. A Tasurinchi no se le ocurrió que podía ser un diablillo. Por eso, no se alarmó cuando sus parientes partieron a pescar rumbo a la cocha. Entonces, cuando lo vio solo, el kasibarenini se transformó en hormiga y se metió en el cuerpo de Tasurinchi por el huequito de la nariz por donde se aspira el jugo del tabaco. Ahí mismo se sintió curado del daño que tenía, ahí mismo le volvieron las fuerzas y engordó. Pero sintió, también, un impulso irresistible de hacer lo que hizo. Y, sin más, corriendo, aullando, golpeándose el pecho como un mono, empezó a quemar las viviendas de Shivankoreni. Dice que no era él, sino el diablillo, el que encendía la paja y esparcía las candelas de un lado a otro, rugiendo y brincando, feliz. Tasurinchi se acuerda del griterío de los loros y de la sofocación que sentía, entre las nubes de humo, mientras adelante, atrás, a la derecha y a la izquierda, todo ardía. Si no hubieran llegado los demás, hoy, Shivankoreni no existiría. Dice que apenas vio venir a la gente se arrepintió de lo que había hecho. Tuvo que escaparse, asustadísimo, diciéndose: «Qué me está pasando.» Querían matarlo, lo perseguían gritándole: «Diablo, diablo.»
Pero, según Tasurinchi, eso es historia vieja. El diablillo que le hizo prender fuego a Shivankoreni se lo chupó un seripigari de Koribeni: se lo sacó por la axila y lo vomitó, después. Tasurinchi lo vio: tenía la forma de un huesito blanco. Dice que, desde entonces, él es de nuevo como yo o como cualquiera de ustedes. «¿Por qué crees que no me dejan vivir en Shivankoreni?», me preguntó. «Porque desconfían de ti», le expliqué. «Todos se acuerdan de ese día que te curaste sólo para quemar sus casas. Y, además, saben que has estado viviendo, allá, al otro lado del Gran Pongo, entre los viracochas.» Porque Tasurinchi no estaba vestido con cushma, sino con camisa y pantalón. «Allá, entre ellos, me sentía un huérfano», me dijo. «Soñaba con volver a Shivankoreni. Y, ahora que estoy aquí mis parientes me hacen sentir un huérfano también. ¿Viviré siempre en una soledad así, sin familia? Lo único que quisiera es una mujer que ase las yucas y tenga hijos.»
Estuve con él tres lunas. Es un hombre huraño y distraído que, a veces, habla solo. Alguien que vivió con un diablo kasibarenini adentro del cuerpo no puede volver a ser el que era, tal vez. «Que tú hayas venido a visitarme es el principio de un cambio, quizás», me dijo. «¿Crees que dentro de poco los hombres que andan me permitirán andar con ellos?» Quién sabe, le respondí. «No hay nada más triste que sentirse alguien que ya no es un hombre», me dijo, al despedirnos. Cuando me iba por el río Camisea lo divisé, a lo lejos. Se había subido a una loma y me iba siguiendo con la vista. Yo me acordaba de su cara hosca, desamparada, pero ya no la veía.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido…