VIII

Los Florentinos tienen fama, en Italia, de ser arrogantes y de odiar a los turistas que los inundan, cada verano, como un río amazónico. En este momento es difícil comprobar si ello es cierto porque casi no quedan nativos en Firenze. Han ido partiendo, poco a poco, a medida que aumentaba el calor, cesaba la brisa de las tardes, se escurrían las aguas del Arno y los zancudos tomaban posesión de la ciudad. Éstos son verdaderas miríadas volantes que resisten victoriosamente a repelentes e insecticidas y se encarnizan contra sus víctimas de día y de noche, sobre todo en los museos. ¿Son las zanzare de Firenze los animales totémicos, ángeles protectores de Leonardos, Cellinis, Botticellis, Filippos Lippis, Fray Angélicos? Parecería. Porque es al pie de estas estatuas, frescos y cuadros donde he recibido la mayor parte de las picaduras que me han averiado brazos y piernas ni más ni menos que cada vez que viajo a la selva peruana.

¿O son los zancudos los instrumentos de que se valen los florentinos ausentes para tratar de ahuyentar a sus detestados invasores? En todo caso, es inútil. Ni los bichos ni el calor ni nada en el mundo serviría de dique a la multitudinaria invasión. ¿Son solamente sus cuadros, sus palacios, las piedras de su intrincado barrio antiguo lo que nos magnetiza de este modo en Firenze, a pesar de las incomodidades del verano, a nosotros, las hordas de extranjeros? ¿O es ese contubernio de fanatismo y exceso, devoción y crueldad, espiritualismo y refinamiento sensual, de corrupción política y osadía de la inteligencia, de su pasado, lo que nos sujeta en esta ciudad sofocante, desertada por sus vecinos?

En estos dos meses, todo se ha ido cerrando: las tiendas, las lavanderías, la incómoda Biblioteca Nacional de junto al río, los cinemas que eran mi refugio de las noches, y, finalmente, los cafés donde iba a leer a Dante y a Machiavelli y a pensar en Mascarita y los machiguengas de las cabeceras del Alto Urubamba y del Madre de Dios. Se cerró primero el coqueto Caffé Strozzi, con sus muebles y su decoración art-déco, que, además, tenía aire acondicionado, maravilloso oasis para las tardes ardientes; se cerró luego el Caffé Paszkowski, donde, aunque sudando, era posible aislarse, en su segundo piso de viejo aire démodé, con sus confortables de cuero y cortinas de terciopelo sangriento; se cerró luego el Caffé Gillio, y, por último, el más turístico y abarrotado, el Caffé Rivoire, de la Piazza della Signoria, donde tomar un café macchiato me costaba tanto como una cena en una trattoria de barrio. Como no es ni remotamente posible leer o escribir en una gelateria o en una pizzeria (son los pocos enclaves hospitalarios que quedan abiertos), he tenido que resignarme a leer en mi pensión del Borgo dei Santi Appostoli, transpirando la gota gorda, a la rancia luz de una lámpara que parece diseñada con el propósito de dificultar la lectura o penalizar al terco lector con una rápida ceguera. Son incomodidades que, como hubiera dicho el terrible frailecillo de San Marcos -una inesperada consecuencia de esta estancia en Firenze habrá sido, para mí, descubrir, gracias a su biógrafo Rodolfo Ridolfi, que el desprestigiado Savonarola era, después de todo, una figura interesante y acaso mejor que la de sus quemadores-, predisponen favorablemente el espíritu para entender mejor, para casi vivirlos, los suplicios dantescos durante la peregrinación infernal o para meditar, con la calma debida, sobre las aterradoras conclusiones que, en torno a la ciudad de los hombres y el gobierno de sus asuntos, sacó de sus experiencias como funcionario de esta república, Machiavelli, el glacial analista de su historia.

Se ha cerrado también, naturalmente, la pequeña galería de la calle de Santa Margherita donde, entre una tienda de óptica y otra de abarrotes, cara a cara con la llamada iglesia de Dante, estuvieron exhibiéndose las fotografías machiguengas de Gabriele Malfatti. Pero alcancé a verlas varias veces más, antes de su chiusura estivale. A la tercera vez que me vio entrar, la muchacha flaca, de anteojos, encargada de la galería, me hizo saber abruptamente que ella tenía un fidanzato. Tuve que asegurarle, en mi torpe italiano, que mi asiduidad para con esa exposición era desinteresada, en cierto modo patriótica, y que no tenía que ver con su belleza sino únicamente con las fotografías de Malfatti. No acabó nunca de tragarse aquello de que yo me pasaba tantos minutos contemplándolas por pura nostalgia de mi tierra. ¿Y por qué, sobre todo, aquélla, la del grupo de indios sentados en una postura parecida a la del loto, que escuchaban embebidos a ese hombre gesticulante? Estoy seguro que nunca tomó en serio mis aseveraciones de que la fotografía era una consumada obra maestra, algo que había que degustar con morosidad, como en los Uffizi se contempla La alegoría de la primavera o La batalla de San Romano. Pero, en fin, después de la cuarta o quinta vez que me vio en la solitaria galería, su desconfianza cedió un poco y un día, incluso, tuvo un gesto cordial, avisándome que frente a la Chiesa de San Lorenzo, cada noche, «un conjunto de Incas» tocaba música peruana con instrumentos típicos: por qué no iba a verlos, me traería también recuerdos de la Patria. (Le obedecí, fui y descubrí que los Incas eran dos bolivianos y dos portugueses de Roma que ensayaban una

incompatible mescolanza de fados y carnavalitos cruceños.) Hace una semana, la galería de Santa Margherita cerró y la flaquita de anteojos veranea ahora en Ancona, donde sus genitor¡.

Esa fotografía, en todo caso, no necesito verla más. Me la he aprendido de memoria, en todos sus detalles, milímetro a milímetro. Y he reflexionado tanto sobre ella que, curiosamente, sé que sus figuras desnudas, sentadas, de melenas lacias, la silueta del hablante de pie y el horizonte de penachos de árboles de gruesos troncos y ramas entreveradas bajo un hontanar de nubes grises y panzudas, serán el más perenne recuerdo de este verano florentino. Más durable y conmovedor tal vez que las maravillas arquitectónicas y plásticas del Renacimiento, el armonioso murmullo de la terza rima dantesca o los selváticos ritornellos (en su caso siempre compatibles con la inteligencia luciferina) de la prosa de Machiavelli.

Estoy seguro que la fotografía retrata a un hablador machiguenga. Es lo único sobre lo que no abrigo la menor duda. El hombre que perora, ante ese auditorio arrobado, ¿quién podría ser sino aquel personaje encargado de atizar ancestralmente la curiosidad, la fantasía, la memoria, el apetito de sueño y de mentira del pueblo machiguenga? ¿Cómo consiguió Grabriele Malfatti estar presente en esa sesión y que le permitieran tomar fotografías? Acaso la razón del secreto que rodeaba a los habladores en la época contemporánea -el forastero mudado en machiguenga- ya no existía cuando el italiano visitó la zona. O, tal vez, en estos últimos años, la situación en el Alto Urubamba ha evolucionado tan velozmente que los habladores ya no cumplen la función secular, han perdido autenticidad y se han vuelto, como las ceremonias con el ayahuasca y las curaciones de los chamanes de otras tribus, una pantomima organizada para turistas.

Pero dudo que sea así. La vida ha cambiado en aquella región, sí, pero no en un sentido que pueda haber incrementado el turismo. Surgieron primero los pozos de petróleo, esos campamentos para los que fueron contratados como peones muchos campas, yaminahuas, piros y también, seguramente, machiguengas. Después, o al mismo tiempo, el tráfico de drogas comenzó a extender por la Amazonía, como una peste bíblica, su red de cocales, laboratorios y aeropuertos clandestinos y, consecuencia lógica, sobrevinieron las periódicas matanzas, los arreglos de cuentas entre bandas rivales de colombianos y peruanos, las quemas de sembríos, las expediciones de caza y rastreo de la policía. Y, finalmente -o, acaso también al mismo tiempo, cerrando el triángulo de horror-, el terrorismo y el contraterrorismo. Los destacamentos revolucionarios de Sendero Luminoso, reprimidos con dureza en los Andes, han bajado a la selva y operan también por esa zona de la Amazonía, que es, por lo mismo, periódicamente batida por el Ejército y se dice que, incluso, bombardeada por la Aviación.

¿Qué efecto ha tenido todo esto sobre el pueblo machiguenga? ¿Aceleró su desmembramiento y disolución? ¿Existen aún los poblados que comenzaron a congregarlos hace cinco o seis años? Esas aldeas, claro está, se habrán visto expuestas al irresistible mecanismo perturbador de esa civilización contradictoria, representada por los buenos salarios de la Shell y de Petro Perú, las arcas llenas de dólares del tráfico de la coca y los riesgos de verse atrapados en las carnicerías de la guerra de traficantes, guerrilleros, policías y soldados, sin entender una palabra de lo que está en juego. Como cuando los invadieron los ejércitos incas, los exploradores, conquistadores y misioneros españoles, los caucheros y madereros republicanos, los buscadores de oro y los inmigrantes serranos del siglo XX. Para los machiguengas, la historia no avanza ni retrocede: gira, se repite. Pero, aunque los destrozos a la comunidad hayan sido muy grandes por efecto de todo esto, lo probable es que una buena parte de ellos, ante los trastornos de los últimos años, haya optado para sobrevivir por el reflejo tradicional: la diáspora. Echarse una vez más a andar, como en el más persistente de sus mitos.

¿Anda entre ellos, con ese pasito corto, de palmípedo que asienta a la vez toda la planta del pie, típico de los hombres de las tribus amazónicas, mi ex amigo, el ex judío, ex blanco y ex occidental Saúl Zuratas? He decidido que el hablador de la fotografía de Malfatti sea él. Pues, objetivamente, no tengo manera de saberlo. Cierto que la figura de pie denota en la cara una sombra más intensa -en el lado derecho, donde él tenía el lunar-, que podría ser clave para identificarlo. Pero, a esa distancia, la impresión puede ser engañosa, tratarse de la mera sombra del sol (la cara está ladeada de tal modo que la luz del crepúsculo, cayendo del lado opuesto, sombrea todo el lado diestro de hombres, árboles y nubes). Quizá la pista más sólida sea la conformación de la silueta. Aunque esté lejos, no hay duda: ésa no es la arquitectura típica de un indio de la selva, hombre por lo general bajo, de piernas cortas y ovaladas y ancha caja torácica. Quien está hablando tiene un cuerpo alargado y juraría que una piel -está desnudo de la cintura para arriba- mucho más clara que la de su auditorio. Pero sus pelos muestran, eso sí, el corte circular, como capucha medieval, de un machiguenga. He decidido, también, que ese bulto que hay en el hombro izquierdo del hablador de la foto sea un loro. ¿No sería lo más natural del mundo que un hablador recorra los bosques con un loro de tótem, compañero o monaguillo?

Después de darles muchas vueltas y combinarlas unas con otras, las piezas del rompecabezas casan. Delinean una historia más o menos coherente, a condición de detenerse en la estricta anécdota y no preguntarse por lo que Fray Luis de León llamaba «el principio propio y escondido de las cosas».

Desde aquel primer viaje que hizo a Quillabamba, donde el chacarero pariente de su madre, Mascarita entró en contacto con un mundo que lo intrigó y lo sedujo. Lo que debió ser, al principio, un movimiento de curiosidad intelectual y de simpatía por los hábitos de vida y la condición machiguenga, fue, con el tiempo, a medida que los conocía mejor, aprendía su idioma, estudiaba su historia y empezaba a compartir su existencia por períodos más y más largos, tornándose una conversión, en el sentido cultural y también religioso del término, una identificación con sus costumbres y tradiciones en las que -por razones que puedo intuir pero no entender del todo- Saúl encontró un sustento espiritual, un estímulo, una justificación de vida, un compromiso, que no encontraba en las otras tribus de peruanos -judíos, cristianos, marxistas, etc.- entre las que había vivido.

La transformación debió de ser muy lenta, algo que fue operándose de manera inconsciente, en esos años dedicados a estudiar Etnología en San Marcos. Que se desencantara de los estudios, que viera en la actitud científica del etnólogo una amenaza para aquella cultura primitiva y arcaica (él, entonces, ya no hubiera aceptado estos calificativos), una intromisión en ella de la destructora modernidad, una forma de adulteración, es algo que puedo comprender. La idea del equilibrio entre el hombre y la tierra, la conciencia del estupro del medio ambiente por la cultura industrial y la tecnología moderna, la revaluación de la sabiduría del primitivo, obligado a respetar su hábitat so pena de extinción, es algo que en aquellos años, si todavía no era una moda intelectual, ya comenzaba a echar raíces por todas partes incluido el Perú. Mascarita debió vivir todo esto con una intensidad particular, al ver con sus propios ojos las grandes devastaciones que los civilizados perpetraban en la selva y la manera como, en cambio, los machiguengas convivían armoniosamente con el mundo natural.

El hecho decisivo para el gran paso fue, sin duda, la muerte de Don Salomón, la única persona a la que Saúl estaba atado y a la que sentía obligación de dar cuenta de su vida. Es probable, por la manera como cambió su conducta en el segundo o tercer año de Universidad, que hubiera decidido desde antes que, una vez muerto su padre, lo abandonaría todo para irse al Alto Urubamba. Hasta allí todavía no hay nada de extraordinario en su historia. En los años sesenta y setenta -años de la rebelión estudiantil contra la moral del consumo- muchos jóvenes de clase media abandonaron Lima, espoleados por una mezcla de deseo de aventura y disgusto de la vida capitalina, y se fueron a la sierra o a la selva, a vivir en condiciones a veces muy precarias. Uno de los programas de La Torre de Babel -por desgracia estropeado en gran parte por las crónicas anomalías de la cámara de Alejandro Pérez- estuvo dedicado precisamente a un grupo de muchachos limeños que emigraron al Cusco donde sobrevivían realizando pintorescos oficios. Que, como ellos, Mascarita decidiera renunciar a un porvenir burgués e irse a la Amazona, a la aventura -el regreso a lo elemental, a las fuentes-, no tiene por qué llamar demasiado la atención.

Pero Saúl no se fue como ellos. Se fue borrando las huellas de su partida y de sus intenciones, haciendo creer a quienes lo conocían que se iba a Israel. ¿Qué otra cosa podía querer decir toda esa coartada del judío que hace la allá sino que, al dejar Lima, Saúl Zuratas había decidido ya, irreversiblemente, cambiar de piel, de nombre, de costumbres, de tradición, de dios, de todo lo que había sido hasta entonces? Es evidente que se fue de Lima con la intención de no volver y de ser otro para siempre jamás.

Aunque con cierto esfuerzo, hasta aquí todavía con sigo acompañarlo. Creo que su identificación con la pequeña comunidad errante y marginal de la Amazonía tuvo algo que ver -mucho que ver-, como conjeturaba su padre, con el hecho de que fuera judío, miembro de otra comunidad también errante y marginal a lo largo de su historia, una paria entre las sociedades del mundo en las que, como los machiguengas en el Perú, vivió insertada pero no mezclada ni nunca aceptada del todo. Y seguramente también en aquella solidaridad influyó, como solía bromearle yo, ese enorme lunar que hacía de él un marginal entre los marginales, un hombre cuyo destino estaría, siempre, acosado por un estigma de fealdad. Puedo llegar a aceptar que entre los adoradores del espíritu del árbol y del trueno, los ritualistas del tabaco y el cocimiento de ayahuasca, Mascarita se sintiera más aceptado -disuelto en un ser colectivo- que entre los judíos o los cristianos de su país. De una manera muy personal y sutil, yéndose al Alto Urubamba a nacer de nuevo, Saúl hizo su aliá.

Donde encuentro una dificultad insalvable para seguirlo -una dificultad que me apena y me frustra- es en el estadio siguiente: la transformación del converso en hablador. Es, por supuesto, el hecho que me conmueve más en toda la historia de Saúl, lo que hace que piense en ella continuamente, la anude y desanude mil veces, y lo que ha motivado que, a ver si así me libro de su acoso, la escriba.

Porque convertirse en un hablador era añadir lo imposible a lo que era sólo inverosímil. Retroceder en el tiempo, del pantalón y la corbata hasta el taparrabos y el tatuaje, del castellano a la crepitación aglutinante del machiguenga, de la razón a la magia y de la religión monoteísta o el agnosticismo occidental al animismo pagano, es difícil de tragar pero aún posible, con cierto esfuerzo de imaginación. Lo otro, sin embargo, me opone una tiniebla que mientras más trato de perforar más se adensa.

Porque hablar como habla un hablador es haber llegado a sentir y vivir lo más íntimo de esa cultura, haber calado en sus entresijos, llegado al tuétano de su historia y su mitología, somatizado sus tabúes, reflejos, apetitos y terrores ancestrales. Es ser, de la manera más esencial que cabe, un machiguenga raigal, uno más de la antiquísima estirpe que, ya en aquella época en que esta Firenze en la que escribo producía su efervescencia cegadora de ideas, imágenes, edificios, crímenes e intrigas, recorría los bosques de mis país llevando y trayendo las anécdotas, las mentiras, las fabulaciones, las chismografías y los chistes que hacen de ese pueblo de seres dispersos una comunidad y mantiene vivo entre ellos el sentimiento de estar juntos, de constituir algo fraterno y compacto. Que mi amigo Saúl Zuratas renunciara a ser todo lo que era y hubiera podido llegar a ser, para, desde hace más de veinte años, trajinar por las selvas de la Amazona, prolongando, contra viento y marea -y, sobre todo, contra las nociones mismas de modernidad y progreso- la tradición de ese invisible linaje de contadores ambulantes de historias, es algo que, de tiempo en tiempo, me vuelve a la memoria y, como aquel día en que lo supe, en la oscuridad con estrellas del poblado de Nueva Luz, desboca mi corazón con más fuerza que lo hayan hecho nunca el miedo o el amor.

Ha oscurecido y hay también estrellas, aunque no tan lúcidas como las de la selva, en la noche de Firenze. Presiento que en cualquier momento se me acabará la tinta (las tiendas de la ciudad donde podría encontrar repuesto para mi lapicero están también en chiusura estivale, por supuesto). El calor es intolerable y el cuarto de la Pensión Alejandra hierve de mosquitos que zumban y revolotean alrededor de mi cabeza. Podría ducharme y salir a dar una vuelta, en busca de distracción. Es posible que en el Lungarno haya algo de brisa, y, si lo recorro, el espectáculo de los malecones, puentes y palacios iluminados, siempre hermoso, desemboca en otro espectáculo, más truculento, el del Cascine, de día beatífico paseo de señoras y niños y a estas horas antro de putas, maricones y vendedores de drogas. Podría ir a mezclarme con los jóvenes ebrios de música y marihuana de la Piazza del Santo Spirito o a la Piazza della Signoria que, a estas horas, es una abigarrada Corte de los Milagros donde se improvisan simultáneamente cuatro, cinco y a veces diez espectáculos: conjuntos de maraqueros y tumbadores caribeños, equilibristas turcos, tragafuegos marroquíes, una tuna española, mimos franceses, jazzmen norteamericanos, adivinadoras gitanas, guitarristas alemanes, flautistas húngaros. A veces es agradable perderse un rato en esa multitud variopinta y juvenil. Pero esta noche iría adonde fuera, en vano. Sé que en los puentes de piedras ocres sobre el Arno, bajo los árboles prostibularios del Cascine o bajo los músculos de la fuente de Neptuno y el bronce cagado de palomas del Perseo de Cellini, dondequiera que me refugie tratando de aplacar el calor, los mosquitos, la exaltación de mi espíritu, seguiré oyendo, cercano, sin pausas, crepitante, inmemorial, a ese hablador machiguenga.


Fin


Firenze, julio de 1985 Londres, 13 de mayo de 1987

Загрузка...