A TASURINCHI, un kamagarini travieso, disfrazado de avispa, le picó la punta del pene mientras orinaba. Él está andando. ¿Cómo? No lo sé. Pero anda, yo lo vi. No lo han matado. Pudo perder los ojos y la cabeza, pudo salírsele el alma por lo que hizo, allá, entre los yaminahuas. Nada le pasó, parece. Está bien, andando, contento. Sin rabia y riéndose, tal vez. «No hay razón para tanto alboroto», diciendo. Mientras iba rumbo al río Mishahua a visitarlo, yo pensaba: «No lo encontraré. Si es cierto que hizo eso, se habrá escapado lejos, donde los yaminahuas no lo hallen. O ya lo habrán matado; quizás, a él y también a sus parientes.» Pero ahí estaba y lo mismo su familia y la mujer que se robó. «¿Estás ahí, Tasurinchi?» «Ehé, ehé, estoy aquí.»
Ella está aprendiendo a hablar. «Hazlo, que el hablador vea que tú también hablas», le ordenó. Apenas se comprendía lo que la yaminahua decía, y las otras mujeres, burlándose, «¿qué son esos ruidos que estamos oyendo?», haciéndose las que buscaban, «¿qué animal se habrá metido a la casa?», levantando las esteras. La hacen trabajar y la tratan mal. «Cuando abre sus piernas a ella también le saldrán pescados, como a Pareni», diciendo. Y cosas peores todavía. Pero, es cierto, está aprendiendo a hablar. Algunas cosas que decía, entendí. «El hombre anda», le entendí.
«Entonces, es verdad, te robaste a una yaminahua», le comenté a Tasurinchi. Dice que no se la robó. La cambió por una sachavaca, un saco de maíz y otro de yuca, más bien. «Los yaminahuas deberían alegrarse, eso que les di vale más que ella», me aseguró. Le preguntó a la yaminahua en mi delante: «¿No es así?» Y ella asintió: «Sí, lo es», diciendo. También eso le entendí.
Desde que el kamagarini travieso le picó en el pene, Tasurinchi tiene que hacer cosas que bruscamente se le antojan, sin saber cómo ni por qué. «Es una orden que oigo y la tengo que obedecer», dice. «Vendrá de un diosecillo o de un diablillo, de algo que se me metió por el pene bien adentro, cómo será.» El robarse a esa mujer fue una de esas órdenes, parece.
El pene lo tiene ahora igual que antes. Pero se le ha quedado, en el alma, un espíritu que le manda ser distinto y hacer cosas que no comprenden los demás. Me mostró dónde estaba orinando cuando el kamagarini le picó. ¡Ay!, ¡ay!, le hizo chillar, lo hizo saltar, y ya no pudo seguir orinando. Espantó a la avispa de un mantón y la oyó reírse, quizás. Un rato después, su pene comenzó a crecer. Cada noche se hinchaba más, cada mañana más. Todos se reían de él. Avergonzado, se hizo tejer una cushma más grande. Lo escondía en su bolsón. Pero el pene seguía creciendo, creciendo, y ya no lo pudo ocultar. Le molestaba al moverse, lo arrastraba como su cola el animal. A veces la gente se lo pisaba sólo para oírlo chillar: ¡Ay! ¡Atatau! Tuvo que enrollarlo y ponérselo en el hombro, como yo a mi lorito. Iban así en los viajes, cabeza con cabeza, acompañándose. Tasurinchi le hablaba, para distraerse. El otro lo oía, callado, atento, como ustedes me oyen a mí, mirándolo con su gran ojazo. ¡Tuerto! ¡Tuertito! Fijo lo miraba, pues. Había crecido muchísimo. Creyéndolo árbol, los pájaros se posaban en él para cantar. Cuando Tasurinchi orinaba, salía de su bocaza una cascada de agua caliente, espumosa como las cataratas del Gran Pongo. Tasurinchi podía bañarse y su familia, tal vez. Le servía de asiento cuando se detenía a descansar. En las noches, de camastro. Y si iba de caza, de honda y de lanza. Podía dispararlo hasta la cresta del árbol para derribar a los shimbillos y, usándolo como pedrón, matar con él al puma.
Para purificarlo, el seripigari le envolvió el pene en hojas de helechos calentados a las brasas. El jugo del cocimiento se lo hizo tomar a sorbitos, cantando, toda una noche, mientras él bebía tabaco y ayahuasca, bailaba, desaparecía por el techo y volvía, transformado en saankarite. Entonces, le pudo chupar el daño y escupirlo. Era amarillo, espeso y olía a vómito de borrachera. De amanecida, el pene comenzó a enflaquecer y unas lunas después era el enanito de antes. Pero desde entonces Tasurinchi oye esas órdenes. «En algunas de mis almas, hay una madre caprichosa», dice. «Por eso me traje a la yaminahua, pues.»
Parece que ella se ha acostumbrado a su nuevo marido. Ahí está, en el Mishahua, tranquila, como si hubiera sido siempre mujer de Tasurinchi. Las otras, en cambio, andan rabiando, insultándola, y con cualquier pretexto le pegan. Yo las vi y las oí. «Ésta no es como nosotras», diciendo, «no es gente, quién será pues. Tal vez una mona, tal vez el pescado que se le atoró a Kashiri en la garganta». Ella seguía masticando la yuca como si no las oyera.
Otra vez, estaba trayendo un cántaro con agua y, sin darse cuenta, dio un encontrón a un niño, derribándolo. Entonces, todas se le echaron encima: «Lo hiciste adrede, quisiste matarlo», diciendo. No era verdad pero así le decían. Ella cogió un palo y se les enfrentó, sin rabiar. «Un día la matarán», le dije a Tasurinchi. «Sabe defenderse», me respondió. «Caza animales, algo que nunca supe hicieran las mujeres. Y es la que aguanta más carga en la espalda, cuando traemos las yucas de la chacra. Mi temor es que ella, más bien, mate a las otras. Los yaminahuas son gente de pelea, igual que los mashcos. Sus mujeres también, quizás.»
Le dije que, por eso mismo, debería estar inquieto. Y mudarse a otro lugar cuanto antes. Los yaminahuas estarían rabiando por lo que les hizo. ¿Y si venían a vengarse? Tasurinchi se echó a reír. Todo estaba arreglado, parece. El marido de la yaminahua vino a verlo, con dos más. Conversaron, bebiendo masato. Se entendían, pues. No querían a la mujer sino una escopeta, además de la sachavaca, el maíz y la yuca que les dio. Los Padres Blancos les habían dicho que tenía una escopeta. «Busquen», les ofreció. «Si la encuentran, llévensela.» Al final, se fueron. Contentos, parece. Tasurinchi no va a devolver a la yaminahua a sus parientes. Porque ella ya está aprendiendo a hablar. «Las otras se acostumbrarán a ella cuando tenga un hijo», dice Tasurinchi. Porque los niños ya se han acostumbrado. La tratan como si fuera gente, mujer que anda, «Madre», diciéndole.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Quién sabe si a Tasurinchi, el del Mishahua, esa mujer le dará felicidad. Puede traerle desgracia, también. A Kashiri, la luna, bajar a este mundo para casarse con una machiguenga lo desgració. Eso es lo que dicen, al menos. No deberíamos lamentarnos, tal vez. Las desdichas de Kashiri nos dan de comer y nos permiten calentarnos. ¿No es la luna el padre del sol en una machiguenga?
Eso era antes.
Joven fuerte, sereno, Kashiri se aburría en el cielo de más arriba, el Inkite, donde aún no había estrellas. Los hombres, en vez de yuca y plátano, comían tierra. Era su única comida. Kashiri bajó por el río Meshiareni, bogando con sus brazos, sin pértiga. La canoa esquivaba los remolinos y las piedras. Bajaba, flotando. El mundo estaba a oscuras todavía y soplaba mucho viento. Llovía a cántaros. En el Oskiaje, donde esta tierra se junta con los mundos del cielo, donde viven los monstruos y donde van a morir todos los ríos, Kashiri saltó a la orilla. Miró a su alrededor. No sabía dónde estaba pero se le veía contento. Empezó a andar. No mucho después vio, sentada, tejiendo una estera, cantando bajito una canción para ahuyentar a la culebra, a la machiguenga que le traería la dicha y la desdicha. Tenía pintadas las mejillas y la frente; dos rayas rojas le subían desde la boca hasta las sienes. Era, pues, soltera; aprendería, pues, a cocinar y hacer masato.
Para agradarla, Kashiri, la luna, le enseñó qué es la yuca, qué el plátano. Le mostró cómo se plantaban, recogían y comían. Desde entonces hay en el mundo comida y masato. Así comenzó después, parece. Luego, Kashiri se presentó en casa del padre de la muchacha. Llevaba los brazos cargados de animales que había pescado y cazado para él. Finalmente, le ofreció abrirle una chacra en la parte más alta del monte y trabajar, sembrando y arrancando la hierba, hasta que las yucas crecieran. Tasurinchi aceptó que se llevara a su hija. Tuvieron que esperar la primera sangre de la joven. Tardó en llegar y, mientras, la luna rozó, quemó y limpió el bosque y sembró plátano, maíz, yuca, para la que sería su familia. Todo iba muy bien.
La muchacha, entonces, comenzó a sangrar. Permaneció encerrada, sin decir una palabra a sus parientes. La anciana que la protegía no se separaba de ella ni de día ni de noche. La muchacha hilaba e hilaba las fibras del algodón, sin descanso. Ni una sola vez se acercó al fuego ni comió ají, para no atraer desgracias sobre ella o sus parientes. Ni una sola vez miró al que sería su marido ni tampoco le habló. Así estuvo hasta que dejó de sangrar. Luego, se cortó los cabellos y la anciana la ayudó a bañarse en agua tibia; le iba mojando el cuerpo con los chorritos del cántaro. Por fin, la joven pudo irse a vivir con Kashiri. Por fin, pudo ser su mujer.
Todo seguía andando. El mundo estaba tranquilo. Las bandadas de loritos pasaban sobre ellos, ruidosos y contentos. Pero en el caserío había otra muchacha que no era, tal vez, mujer sino un ¡ton¡, ese diablillo perverso. Ahora se viste de paloma pero, entonces, se vestía de mujer. Se llenó de rabia, parece, viendo los regalos de Kashiri a sus nuevos parientes. Ella hubiera querido que él fuera su marido, ella hubiera querido, pues, parir al sol. Porque la mujer de la luna había parido a ese niño robusto que, creciendo, daría calor y luz a nuestro mundo. Para que todos supieran su furia, ella se pintó la cara de rojo, con tintura de achiote. Y fue a apostarse en un rincón del camino por donde Kashiri tenía que pasar regresando del yucal. Acuclillada, vació su cuerpo. Pujaba fuerte, hinchándose. Luego enterró sus manos en la suciedad y esperó, rebalsándose de rabia. Cuando lo vio acercarse, se abalanzó sobre Kashiri, de entre los árboles. Y antes de que la luna pudiera escapar, le refregó la cara con la caca que acababa de cagar.
Kashiri supo ahí mismo que nunca se le borrarían esas manchas. ¿Qué iba a hacer en este mundo con semejante vergüenza? Entristecido, se volvió al Inkite, el cielo de más arriba. Ahí se ha quedado. Se le apagó la luz por esas manchas. Pero su hijo resplandece, más bien. ¿No brilla el sol? ¿No calienta? Nosotros lo ayudamos andando. Levántate, diciéndole, cada noche que se cae. Su madre fue una machiguenga, pues.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Pero el seripigari de Segakiato lo cuenta de otra manera.
Kashiri bajó a la tierra y divisó a la muchacha en el río. Estaba bañándose y cantando. Se le acercó y le aventó una puñada de tierra que le dio en el vientre. Enojada, ella comenzó a apedrearlo. Se había puesto a llover, de repente. Kientibakori estaría en el bosque, bailando, harto de masato. «Mujer tonta», le decía la luna a la joven, «te eché barro para que tengas un hijo». Todos los diablillos estaban felices entre los árboles, tirándose pedos. Y así pasó. La muchacha quedó preñada. Pero, cuando le tocó parir, murió. También murió su hijo. Los machiguengas se pondrían rabiosos, entonces. Cogerían sus flechas, sus cuchillos. Irían donde Kashiri y diciéndole «Tienes que comerte ese cadáver» lo rodearían. Lo amenazarían con sus arcos, le harían oler sus piedras. La luna se resistiría, temblando. Y ellos: «Cómetela, has de comerte a la muerta.»
Al fin, llorando, con un cuchillo abriría el vientre de su mujer. Ahí estaba la criatura, destellando. La sacó y ella resucitó, parece. Se movía y chillaba, agradecida. Viva estaba. Arrodillado, Kashiri empezó a tragarse el cuerpo de su esposa por los pies. «Está bien, ya puedes irte», le dijeron los machiguengas cuando había llegado a la barriga. Entonces, la luna, echándose al hombro los restos se regresó al cielo de más arriba, caminando. Ahí estará, mirándonos. Oyéndome estará. Sus manchas son los pedazos que no se comió.
Furioso por lo que hicieron con Kashiri, su padre, el sol, se estuvo quieto, quemándonos. Secaba los ríos, hacía arder las chacras y los bosques. A los animales los mataba de sed. «Nunca más se va a mover», decían los machiguengas, arrancándose los pelos. Miedosos estaban. «Habrá que morir», cantando, tristes. Entonces, el seripigari subió al Inkite. Habló con el sol. Lo convenció, parece. Se movería de nuevo, pues. «Andaremos juntos», dicen que le dijo. La vida fue desde entonces así, siendo como es. Ahí terminó antes y empezó después. Por eso seguimos andando.
«¿De ahí es tan floja la luz de Kashiri?», le pregunté al seripigari del río Segakiato. «Sí», me contestó. «La luna es un hombre a medias nomás. Otros dicen que, comiendo un pescado, se le atracó una espina en la garganta. Y que desde entonces se apagó.»
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Cuando estaba viniendo, aunque conocía el camino, me perdí. Sería culpa de Kientibakori, de sus diablillos o de algún machikanari con muchos poderes. La lluvia empezó de pronto, sin aviso, sin que se oscureciera antes el cielo y sin volverse el aire salmuera. Yo estaba vadeando un río y la lluvia caía ya con tanta fuerza que no me dejaba trepar la pendiente. Daba dos o tres pasos, resbalaba, la tierra se deshacía bajo mis pies y me regresaba al fondo del caño. Asustado, el lorito se puso a aletear y, chillando, se escapó. Pronto, la pendiente fue torrentera. Lodo y agua, también piedras, ramas, matorrales, árboles partidos por la tormenta, cadáveres de pájaros e insectos. Todo rodando contra mí. El cielo se puso negro; a ratos había incendio de rayos. Tronaba como si todos los animales del monte se hubieran puesto a rugir. Cuando el señor del trueno rabia así, algo grave está pasando. Yo seguía queriendo subir la quebrada. ¿Podría? Si no me trepo a un árbol bien alto, me iré, pensaba. Pronto todo esto será un hervidero de agua del cielo. Ya no tenía fuerzas para forcejear; mis piernas y brazos estaban llenos de heridas de los golpes que me daba en las caídas. Tragaba agua por la nariz y por la boca. Hasta por los ojos y por el ano se me estaría metiendo el agua en el cuerpo. Será tu fin, Tasurinchi, tu alma se escapará quién sabe adónde. Y me tocaba la coronilla para sentirla salir.
No sé cuánto estuve así, trepando, rodando, volviendo a trepar, volviendo a caer. El caño se había vuelto un río anchísimo, después de tragarse las orillas. Hasta que, de tan cansado, me dejé hundir. «Voy a descansar», diciendo, «basta de lucha inútil». Pero los que se van así, ¿descansan? ¿No es ahogarse la peor manera de irse? Prontito estaría flotando en el río de los muertos, el Kamabiría, hacia el abismo sin sol y sin pescados que es el mundo de más abajo, la tierra oscura de Kientibakori. Y mientras, sin darme cuenta, mis manos se habían prendido de un tronco que la tormenta echaría al río, tal vez. No sé cómo pude encaramarme. Tampoco si en ese mismo momento me quedé dormido. El sol se había caído. La oscuridad estaba fría. Sobre mi espalda, las gotas parecían piedras.
En el sueño, descubrí la trampa. Lo que yo creía un tronco era un lagarto, pues. Esa costra tan dura, tan punzante, ¿qué corteza podía ser? Es el lomo del caimán, Tasurinchi. ¿Se había dado cuenta el lagarto que me tenía sobre él? Hubiera empezado a coletear, tal vez. O se hubiera hundido para obligarme a soltarlo y darme de mordiscos debajo del agua, como hacen siempre los caimanes. ¿Estaría muerto, quizá? Si hubiera estado, flotaría patas al cielo. ¿Qué vas a hacer, Tasurinchi? ¿Deslizarte al agua, despacito, y nadar hasta la orilla? Nunca hubiera llegado, en esa tempestad. Ni siquiera se veían los árboles. A lo mejor ya no quedaba tierra en este mundo. ¿Tratar de matar al lagarto? No tenía con qué. Allá en el caño, mientras luchaba contra la pendiente, había perdido mi bolsón, mi cuchillo y mis flechas. Mejor quedarme quieto, montadito en el lagarto. Mejor esperar que alguien o algo decidiera.
Estuvimos flotando, al capricho del agua. Sentía mucho frío, temblaba y me chocaban los dientes. «Dónde estará el lorito», pensando. El lagarto no movía sus patas ni su cola, se dejaba llevar donde el río quisiera. Poco a poco fue aclarando. Aguas fangosas, cadáveres de animales, palizadas de techos, de casas, de ramas y canoas. De cuando en cuando, hombres medio comidos por las pirañas y otras bestias del agua. Había nubarrones de mosquitos, había arañas del agua caminando por mi cuerpo. Las sentía picarme. Tenía mucha hambre y hubiera podido, tal vez, coger uno de esos peces muertos que el agua arrastraba, pero ¿y si llamaba la atención del lagarto? Bebía, nomás. Para aplacar la sed no necesitaba moverme, sólo abrir la boca. La lluvia me la llenaba de agua fresquita.
Entonces, se me paró en el hombro un pajarito. Por su cresta roja y amarilla, sus plumas, su pecho dorado y su pico tan puntiagudo, parecía un kirigueti. Pero era, tal vez, un kamagarini o, acaso, un saankarite. Porque ¿quién ha visto que los pajaritos hablen? «Estás en una situación muy difícil», dijo su vocecita chirriante. «Si te sueltas, el lagarto te descubrirá. Sus ojitos chuecos miran larguísimo. Te atontará de un coletazo, te cogerá por la barriga con su bocaza dientuda y te comerá. Con huesos y pelos te comerá, porque tiene tanta hambre como tú. ¿Pero, te puedes quedar prendido de ese caimán toda tu vida?»
«¿De qué me sirve que me digas lo que de sobra sé?», le respondí. «¿No podrías, más bien, darme un consejo? Dime cómo hago para salir del agua.»
«Volando», pió, revoloteando su cresta rojiamarilla. «No hay otra forma, Tasurinchi. Como hizo tu lorito en la pendiente o, así, como yo.» Y, dando un brinquito, haciendo círculos, desapareció.
¿Acaso es tan sencillo volar? Los seripigaris y los machikanaris vuelan, en la mareada. Pero ellos tienen la sabiduría; los cocimientos, diosecillos y diablillos los ayudan. Yo, ¿qué tengo? Las cosas que me cuentan y que cuento, nada más. Eso, tal vez, no ha hecho volar a nadie todavía. Estaba maldiciendo al kamagarini vestido de kirigueti cuando sentí que me rascaban la planta de los pies.
En la cola del lagarto había venido a posarse una garza. Le vi sus largas patas rosadas, le vi su pico torcido. Me escarbaba los pies, buscando gusanos o creyendo tal vez que eran comida. Hambrienta andaba ella también. Por más miedo que sentía, me vino la risa. No pude contenerme, pues. Empecé a reírme. Así como ustedes ahora me reía. Torciéndome y retorciéndome de las carcajadas. Igualito que tú, Tasurinchi. Y el lagarto se despertó, pues. Ahí mismo se dio cuenta que a su espalda pasaban cosas que no veía ni entendía. Abrió su bocaza, roncó, coleteó rabioso y yo, sin saber lo que hacía, ya estaba prendido de la garza. Como un monito de la mona, como un recién nacido de la madre que le está dando de mamar. Asustada con los coletazos, la garza trataba de irse, volando. Y, como no podía, pues yo estaba prendido de ella, chillaba. Sus chillidos lo asustaban más al lagarto y también a mí. Los tres chillábamos, parece. Chilla y chilla a cual más estábamos los tres.
Y, de pronto, vi, abajo, alejándose, al lagarto, al río, al fango, y un viento fuertísimo me dejaba apenas respirar. Ahí estaba yo. Sí, en el aire, allá arriba. Ahí se iba Tasurinchi, el hablador, volando. La garza volaba y yo, colgado de su pescuezo, mis piernas enroscadas en sus patas, también. Abajo, se veía la tierra, amaneciendo. Brillaba de agua por todas partes. Esas manchitas oscuras serían los árboles; esas serpientes, los ríos. Hacía más frío que nunca. ¿Habíamos salido de la tierra? Esto debía ser, pues, Menkoripatsa, el mundo de las nubes. No aparecía su río. ¿Dónde estaba el Manaironchaari, de aguas de algodón? ¿Era cierto que estaba volando? La garza habría crecido para poder sostenerme. O tal vez yo me habría vuelto del tamaño de un ratón. Quién sabe cómo sería. Ella volaba, tranquila, moviendo sus alas, dejándose llevar por el viento. Sin que mi peso la molestara, tal vez. Cerré los ojos para no ver lo lejos que había quedado la tierra. Qué hondo, qué abajo. Sintiendo tristeza por ella, quizá. Cuando los abrí, vi sus alas blancas, los bordes rosados, el aleteo a compás. El calorcito de su plumón me defendía contra el frío. Ella gargajeaba a ratos, estirando su cuello, alzando su pico, como hablándose. Éste era el Menkoripatsa, pues. Hasta este mundo subían los seripigaris en las mareadas; entre estas nubes consultaban con los diosecillos saankarites sobre los daños y enredos de los malos espíritus. Cuánto hubiera querido ver a un seripigari allí, flotando. «Ayúdame, sácame de este apuro, Tasurinchi», diciéndole. Porque, ahí arriba, volando entre las nubes, ¿no estaba todavía peor que montado encima del caimán?
Quién sabe cuánto estuve volando con la garza. ¿Y ahora, Tasurinchi? No vas a resistir mucho. Los brazos y las piernas se te están cansando. Te soltarás, en el aire tu cuerpo se irá deshaciendo y cuando llegues a la tierra serás agua. Había parado de llover. Se estaba levantando el sol. Eso me dio ánimos. ¡Fuerza, Tasurinchi! Di patadas, jalones, cabezazos y hasta mordí a la garza para obligarla a bajar. No entendía, ella. Asustada, ya no gargajeaba; comenzó a chillar, picoteando aquí, allá. Haciendo piruetas, así, así, para soltarme. Casi me gana el forcejeo, pues. Varias veces estuve a punto de zafarme. Y, de pronto, me di cuenta que cuando le estrujaba su ala, nos caíamos, como si se tropezara en el aire. Eso me salvó, tal vez. Con las fuerzas que me quedaban, enredé mis pies en una de sus alas, atracándola. Ya no pudo aletear esa ala, casi. ¡Fuerza, Tasurinchi! Ocurrió lo que quería, entonces. Moviendo sólo la otra, por más que lo hacía rapidito, rapidito, ya no volaba como antes. Se cansó, empezó a bajar. Bajando, bajando, entre chillidos; desesperada, quizás. Yo, en cambio, feliz. La tierra se acercaba. Más, más. Qué suerte tienes, Tasurinchi. Ahí está, ya. Cuando me rozaron las copas de los árboles, me solté. Cayendo, cayendo, vi a la garza. Parloteando, aleteando dichosa otra vez con sus dos alas, elevándose. Iba dándome muchos golpes, arañazos. Iba rebotando entre las ramas, las rompía, descascaraba los troncos y sentía que me estaba rompiendo yo también. Trataba de sujetarme, con las manos, con los pies, «Qué suerte tienen los monos, quién tuviera una cola para colgarse», pensando. Las hojas y las ramitas, los bejucos, las enredaderas, las telarañas, las lianas me irían parando en mi caída, tal vez. Cuando me estrellé en la tierra el golpe no me mató, creo… Qué alegría, sintiendo la tierra bajo mi cuerpo. Era blanda, tibia. Húmeda, también. Ehé, aquí estoy, he llegado. Éste es mi mundo. Ésta es mi casa. Lo mejor que me ha pasado es vivir acá, en esta tierra, no en el agua, no en el aire.
Cuando abrí los ojos, ahí estaba Tasurinchi, el reripigari, mirándome. «Tu lorito te ha esperado mucho rato», me dijo. Y ahí estaba él, carraspeando. «¿Cómo sabes que es el mío?», me burlé. «Hay muchos loros en el monte.» «Éste se parece a ti, pues», me respondió. Era mi lorito, sí. Parloteaba, contento de verme. «Has dormido no sé cuántas lunas», me contó el seripigari.
«Me han pasado muchas cosas en este viaje, viniendo a verte, Tasurinchi. Ha sido difícil llegar hasta aquí. Nunca hubiera llegado, de no haber sido por un lagarto, un kirigueti y una garza. A ver si tú me explicas cómo fue eso posible.»
«Te salvó no tener rabia durante toda tu aventura», me comentó, después que le conté lo que les acabo de contar. Así será, pues. La rabia es un desarreglo del mundo, parece. Si los hombres no tuvieran rabia, la vida sería mejor de lo que es. «Ella es culpable de que haya cometas -kachiborérine- en el cielo», me aseguró. «Con sus colas de fuego y sus carreras, ellos son una amenaza de confusión para los cuatro mundos del Universo.»
Ésta es la historia de Kachiborérine.
Eso era antes.
El cometa era un machiguenga, al principio. Joven y sereno. Andaba. Contento estaría. Se le murió la mujer, dejándole un hijo que creció sano y fuerte. Él lo crió y tomó una nueva mujer, hermana menor de la que había perdido. Un día, cuando regresaba de pescar boquichicos, encontró al muchacho montado sobre su segunda esposa. Los dos jadeaban, bien contentos. Kachiborérine se apartó de la cabaña, preocupado. «Tengo que conseguirle una mujer a mi hijo», pensando. «Necesita una esposa, pues.»
Fue a consultar al seripigari. Éste habló con el saankarite y regresó: «El único lugar donde puedes conseguir una esposa para tu hijo es en la región donde viven los chonchoites», diciéndole. «Pero ten cuidado, ya sabes por qué.»
Kachiborérine fue allí, sabiendo muy bien que los chonchoites se afilan los dientes con cuchillos y comen carne humana. Apenas entró en su territorio, nada más cruzar la cocha donde empieza, sintió que se lo tragaba la tierra. Vio todo oscuro. «He caído en una tseibarintsi», pensó. Sí, ahí estaba, en un hueco disimulado en el suelo con ramas y hojas y lanzas para que se ensarten el sajino y el tapir. Los chonchoites lo sacaron de allí magullado y miedoso. Tenían máscaras de diablos que dejaban ver sus fauces hambrientas. Contentos estaban, oliéndolo y lamiéndolo. Por todas partes le pasaban sus narices y sus lenguas. Sin más, le sacaron los intestinos, como a un pescado. Y ahí mismo los pusieron a asar sobre piedras calientes. Mientras los chonchoites, aturdidos, dichosos, se comían sus tripas, el pellejo semivacío de Kachiborérine se escapó y cruzó la cocha.
En el viaje de regreso a su casa, preparó cocimiento de tabaco. También era seripigari, tal vez. La mareada le hizo saber que su mujer estaba calentando un bebedizo con veneno de cumo, para matarlo. Sin dejarse llevar todavía por la rabia, Kachiborérine le mandó un mensajero, aconsejándola. «¿Por qué le quieres matar a tu marido?», diciendo. «No hagas eso. Ha sufrido mucho. Prepárale, más bien, un cocimiento que le reponga los intestinos que se comieron los chonchoites.» Ella escuchaba sin decir nada, mirando de reojo al muchacho que era ahora su marido. Contentos estaban los dos viviendo juntos.
Poco después, Kachiborérine llegó a su casa. Cansado de tanto viajar; triste por su fracaso. La mujer le alcanzó una vasija. El líquido amarillento parecía masato, pero era chicha de maíz. Soplando la espumita de la superficie, él bebió, ansioso. Pero el líquido se le salió por el cuerpo, que era puro pellejo, mezclado con chorros de sangre. Llorando, Kachiborérine comprendió que estaba vacío; llorando, que era un hombre sin tripas ni corazón.
Entonces, tuvo rabia.
Llovió, hubo relámpagos. Todos los diablos saldrían al bosque a bailar. Asustada, la mujer echó a correr. Hacia la chacra, monte arriba, tropezándose corría. Allí se ocultó en el tronco de un árbol que su marido había excavado para hacer una canoa. Kachiborérine la buscaba, gritando rabioso: «He de despedazarla.» Preguntaba su paradero a las yucas del yucal y, como no sabían responderle, las arrancaba a manotones. Preguntaba a la maguna, al floripondio: no sabemos. Ni las plantas ni los árboles le decían su paradero. Entonces, con su machete las tajaba y después las pisoteaba. En el fondo del bosque, bebiendo masato, Kientibakori bailaba, feliz.
Por fin, mareado de buscar, ciego de tanta rabia, Kachiborérine volvió a su casa. Cogió una caña de bambú, machacó uno de sus extremos, lo empapó bien con resina del árbol de ojeé y le prendió fuego. Cuando la llama estuvo alta, tomó la caña por la otra punta y se la metió en el ano, bien adentro. Miraba el suelo, miraba el bosque, brincando y rugiendo. Por fin, ahogado de rabia, señalando el cielo, exclamó: «¿Adónde he de ir, pues, que no sea este mundo maldito? Allá arriba iré, allá estaré mejor, quizás.» Ya vuelto diablo, comenzó a subir, a subir. Y, desde entonces, allá está. Desde entonces es ese que vemos, de cuando en cuando, en el Inkite: Kachi borérine, el cometa. No se ve su cara. No se ve su cuerpo.
Sólo la caña llameante que lleva en el ano. Andará siempre rabiando, quizá.
«Menos mal que no te encontraste con él, cuando volabas prendido de la garza», se burló de mí Tasurinchi, el seripigari. «Te hubiera quemado con su cola, pues.» Según él, Kachiborérine baja a este mundo, a veces, a recoger cadáveres de machiguengas, de las orillas de los ríos. Los carga a su espalda y se los sube, allá. Los convierte en estrellas furtivas, dicen.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Estábamos conversando en esa región donde hay tantas luciérnagas. Había anochecido mientras hablaba con Tasurinchi, el seripigari. El bosque se encendía por allá, se apagaba por aquí, se encendía más allá. Haciéndonos guiños parecía. «No sé cómo puedes vivir en este sitio, Tasurinchi. Yo no viviría aquí. Yendo de un lado a otro, he visto muchas cosas entre los hombres que andan. Pero te aseguro que en ninguna parte vi tantas luciérnagas. Todos los árboles se han puesto a chispear. ¿No será anuncio de desgracia? Cada vez que vengo a visitarte, tiemblo acordándome de estas luciérnagas. Parece que estuvieran mirándonos, escuchando lo que te digo.»
«Claro que nos están mirando», me aseguró el seripigari. «Claro que escuchan con atención lo que hablas. Igual que yo, esperan tu venida. Se alegran viéndote llegar y oyendo tus historias. Tienen buena memoria, a diferencia de lo que me pasa a mí. Yo estoy perdiendo la sabiduría al mismo tiempo que las fuerzas. Ellas se conservan jóvenes, parece. Cuando te vas, me entretienen recordándome lo que te oyeron contar.»
«¿Te estás burlando de mí, Tasurinchi? He visitado a muchos seripigaris y a todos les he oído algo extraordinario. Pero nunca supe que alguno conversara con luciérnagas.»
«Pues aquí estás viendo uno», me dijo Tasurinchi, riéndose de mi sorpresa. «Para oír, hay que saber escuchar. Yo he aprendido. Si no, habría dejado de andar hace tiempo. Acuérdate, yo tenía una familia. Todos se fueron, matados por el daño, el río, el rayo y el tigre.
¿Cómo crees que pude resistir tantas desgracias? Escuchando, hablador. Aquí, en este rincón del monte, nunca viene nadie. Muy de cuando en cuando, algún machiguenga de las quebradas de más abajo, buscando ayuda.
Viene, se marcha y me vuelvo a quedar solo. Nadie vendrá a matarme aquí; no hay viracocha, mashco, punaruna o diablo que suba este monte. Pero la vida de un hombre tan solo se acaba rápido.
»¿Qué podía hacer? ¿Rabiar? ¿Desesperarme? ¿Ir a la orilla del río y clavarme una espina de chambira? Me puse a reflexionar y me acordé de las luciérnagas. A mí también me producían cierta inquietud, como a ti. ¿Por qué había tantas, pues? ¿Por qué en ninguna otra parte del monte, se reunían como en este lugar? En la mareada lo averigüé. Se lo pregunté al espíritu de un saankarite, allá en el techo de mi casa. "¿No será por ti?", me respondió. "¿No habrán venido para acompañarte? Un hombre necesita su familia, para andar." Me dejó pensando, pues. Y, entonces, les hablé. Me sentía raro, hablando a unas luces que se apagaban y encendían, sin contestarme. "He sabido que están aquí para hacerme compañía. El diosecillo me lo explicó. Bruto fui de no adivinarlo antes. Les agradezco que hayan venido, que estén rodeándome." Pasó una noche, otra noche y otra. Cada vez que el monte se oscurecía y se llenaba de lucecitas, yo me purificaba con agua, preparaba el tabaco, los cocimientos, y les hablaba, cantándoles. Toda la noche les cantaba. Y, aunque no me respondían, las escuchaba. Con atención. Con respeto. Pronto estuve seguro de que me entendían. "Comprendo, comprendo. Están probando la paciencia de Tasurinchi." Callado, inmóvil, sereno, cerrando los ojos, esperando. Las escuchaba, sin oír. Por fin, una noche después de muchas, ocurrió. Ahí, ahora. Unos ruidos distintos a los ruidos del monte cuando anochece. ¿Los oyes? Murmullos, susurros, quejidos.
Una cascada de voces bajitas. Remolinos de voces, voces que se atropellan y se cruzan, voces que apenas se pueden oír. Escucha, escucha, hablador. Siempre es así, al principio. Como una confusión de voces. Después, ya se entiende. Había ganado su confianza, quizás. Pronto, pudimos conversar. Y ahora son mis parientes.»
Así ha sido, parece. Se han acostumbrado ellas y Tasurinchi. Ahora se pasan las noches conversando. El seripigari les cuenta de los hombres que andan y ellas le cuentan su historia de siempre. No están contentas, las luciérnagas. Antes, estarían. Perdieron la felicidad hace muchas lunas, aunque sigan chispeando. Porque todas las luciérnagas de aquí son machos. Ésa es su desgracia, pues. Sus hembras son las luces de allá arriba. Sí, las estrellas del Inkite. ¿Qué hacen ellas en el mundo de arriba y ellos en éste? Ésa es la historia que cuentan, según Tasurinchi. Miren, mírenlas. ¿Lucecitas que aparecen y desaparecen? Sus palabras, tal vez. Ahora mismo, aquí, alrededor nuestro, se estarán contando cómo perdieron sus mujeres. No se cansan de hablar de eso, dice él. Viven recordando su desgracia y maldiciendo a Kashiri, la luna.
Ésta es la historia de las luciérnagas. Eso era antes.
En ese tiempo formaban una sola familia, los machos tenían sus hembras y las hembras sus machos. Había paz, comida y las que se iban volvían sopladas por Tasurinchi.
Los machiguengas todavía no comenzábamos a andar. La luna vivía entre nosotros, casado con una machiguenga. Insaciable, sólo quería estar encima de ella. La preñó y nació el sol. Kashiri se la montaba más y más. El seripigari le advirtió: «Un daño ocurrirá, en este mundo y en los de arriba, si sigues así. Déjala descansar a tu mujer, no seas tan hambriento.» Kashiri no le hizo caso pero los machiguengas se asustaron, pues. El sol perdería su luz, tal vez. La tierra se quedaría a oscuras, fría; la vida iría desapareciendo, quizás. Y así fue. Hubo trastornos terribles, de pronto. El mundo tembló, se salieron los ríos, del Gran Pongo emergieron seres monstruosos que devastaron las regiones. Los hombres que andan, confundidos, malaconsejados, estaban viviendo de noche, huidos del día, para dar gusto a Kashiri. Porque la luna, envidiosa de su hijo, detestaba el sol. ¿Íbamos todos a morir? Parecía. Entonces, Tasurinchi sopló. Sopló de nuevo. Siguió soplando. No mató a Kashiri pero lo apagó, dejándolo con la luz débil que ahora tiene. Y lo despachó de vuelta al Inkite, de donde había bajado en busca de mujer. Así empezaría después.
Pero para que la luna no se sintiera solitaria, «Llévate una compañía, la que quieras», le dijo su padre, el sol. Kashiri, entonces, señaló a las hembras de estas luciérnagas. ¿Porque brillaban con luz propia? Le recordarían la luz que perdió, tal vez. La región del Inkite adonde el padre del sol fue expulsado, será la noche. Las estrellas de allí arriba, las hembras de estas luciérnagas. Allí estarán ellas, arriba. Dejándose montar por la luna, macho insaciable, estarán. Y ellos, aquí, sin sus mujeres, esperándolas. ¿Por eso será que cuando se divisa una estrella cayendo, rodando, se enloquecen las luciérnagas? ¿Por eso chocarán unas con otras, se estrellarán contra los árboles, revoloteando? «Es una de nuestras mujeres», pensarán. «Se ha escapado de Kashiri», diciendo. Todos los machos soñando: «La que se escapa, la que viene, es mi mujer.»
Así empezaría después, acaso. El sol vive solo, también; alumbra y da calor. Por culpa de Kashiri hubo noche. El sol quisiera tener familia, a veces. Estar cerca de su padre, por malvado que haya sido. Irá a buscarlo. Y, entonces, se cae, una vez, otra vez. Ésas son las caídas del sol, parece. Por eso nos echaríamos a andar. Para poner el mundo en orden y evitar la confusión. Tasurinchi, el seripigari, está bien. Contento. Andando. Rodeado de luciérnagas está.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Mucho aprendo en cada viaje, escuchando. ¿Por qué los hombres pueden plantar y recoger la yuca en el yucal y no las mujeres? ¿Por qué las mujeres pueden plantar y arrancar el algodón en la chacra y no los hombres? Hasta que, una vez, allá por el río Poguintinari, escuchando a los machiguengas, lo entendí. «Porque la yuca es macho y el algodón hembra, Tasurinchi. A la planta le gusta tratar con su igual, pues.» Hembra con hembra, macho con macho. Ésa es la sabiduría, parece. ¿Cierto, lorito?
¿Por qué la mujer que perdió a su marido puede ir de pesca y, en cambio, no puede cazar sin que peligre el mundo? Cuando flecha a algún animal, la madre de las cosas sufre, dicen. Sufrirá, tal vez. En las prohibiciones y en los peligros pensaba mientras venía. «¿No tienes miedo de viajar solo, hablador?», me preguntan. «Acompáñate con alguien, más bien.» Me acompaño, a veces. Si alguien va por mi rumbo, andamos juntos. Si veo a una familia andando, ando con ella. Pero no siempre es fácil hallar compañía. «¿No tienes miedo, hablador?» No tenía, antes, porque no sabía. Ahora tengo. Ahora sé que podría encontrarme, en una quebrada, en un caño, a un kamagarini o a uno de los monstruos de Kientibakori. ¿Qué haría entonces? No lo sé. A veces, cuando he levantado el refugio, clavado los palos en la orilla del río, puesto encima las hojas de la palmera, empieza a llover. ¿Y si se aparece el diablillo, qué harás?, pienso. Y me paso la noche despierto. Hasta ahora no se apareció. Quizá lo espantan las hierbas de mi chuspa; quizá, el collar que el seripigari me colgó, diciendo: «Te protegerá contra los demonios y las mañoserías del machikanari.» Nunca me lo he quitado desde entonces. El que ve a un kamagarini perdido en el bosque, ahí mismo muere, aseguran. No habré visto a ninguno todavía. Quizá.
Tampoco es bueno viajar solo por el monte debido a las prohibiciones de la cacería, me explicó el seripigari. «¿Cómo harás cuando caces un mono o fleches una pavita?», diciendo. «¿Quién ha de recoger el cadáver, pues? Si tocas al animal que mataste, te corromperás.» Es peligroso, parece. Escuchando, aprendí cómo hay que hacer. Limpiar la sangre primero, con hierbas o agua. «Le limpias bien su sangre y le puedes tocar. Porque la corrupción no está en la carne ni en los huesos, sino en la sangre del que murió.» Así lo hago y aquí estoy. Hablando. Andando.
Gracias a Tasurinchi, el seripigari de las luciérnagas, nunca me aburro cuando estoy viajando. Tampoco siento tristeza, «Cuántas lunas faltarán todavía para encontrar al primer hombre que anda», pensando. Más bien, me pongo a escuchar. Y aprendo. Escucho con atención, como él hacía. Con cuidado, con respeto, escuchando. Luego de un tiempo la tierra se suelta a hablar. Igual que en la mareada se suelta la lengua de todos y de todas. Las cosas que uno menos creería, hablan. Ahí están: hablando. Los huesos, las espinas. Los guijarros, los bejucos. Las matitas y las hojas que están brotando. El alacrán. La fila de hormigas que arrastra el moscardón al hormiguero. La mariposa con arcoiris en las alas. El picaflor. Habla el ratón trepado en la rama y hablan los círculos del agua. Quietecito, tumbado, con los ojos sin abrir, el hablador está escuchando. Que todos se olviden de mí, pensando. Una de mis almas se va, entonces. Y viene a visitarme la madre de algo que me rodea. Oigo, comienzo a oír. Ya estoy entendiendo. Todos tienen algo que contar. Eso es, quizá, lo que aprendí escuchando. El escarabajo, también. La piedrecita que apenas se ve, sobresaliendo del barro, también. Hasta el piojo del pelo que uno parte en dos con la uña, tiene una historia que contar. Ojalá recordara todo lo que voy oyendo. No se cansarían de oírme, tal vez.
Algunas cosas saben su historia y las historias de las demás; otras, sólo la suya. El que sabe todas las historias tendrá la sabiduría, sin duda. De algunos animales yo aprendí su historia. Todos fueron hombres, antes. Nacieron hablando, o, mejor dicho, del hablar. La palabra existió antes que ellos. Después, lo que la palabra decía. El hombre hablaba y lo que iba diciendo, aparecía. Eso era antes. Ahora, el hablador habla, nomás. Los animales y las cosas ya existen. Eso fue después.
El primer hablador sería Pachakamue, entonces. Tasurinchi había soplado a Pareni. Era la primera mujer. Se bañó en el Gran Pongo y se puso una cushma blanca. Ahí estaba: Pareni. Existiendo. Luego, Tasurinchi sopló a su hermano de Pareni: Pachakamue. Se bañó en el Gran Pongo y se puso una cushma color greda. Ahí estaba él: Pachakamue. El que, hablando, nacería a tantos animales. Sin darse cuenta, parece. Les daba su nombre, pronunciaba la palabra y los hombres y las mujeres se volvían lo que Pachakamue decía. No quiso hacerlo. Pero tenía ese poder.
Ésta es la historia de Pachakamue, cuyas palabras nacían animales, árboles y rocas. Eso era antes.
Una vez fue a visitar a su hermana, Pareni. Cuando empezaban a tomar masato, sentados en las esteras, él le preguntó por sus hijos. «Están jugando allá, trepados en el árbol», dijo ella. «Cuidado se vuelvan montos», se rió Pachakamue. Y, apenas lo dijo, los que habían sido niños, ya con pelos, ya con cola, atronaron el día de tanto chillido. Prendidos de las ramas con sus colas, se balanceaban, contentos.
En otra visita a su hermana, Pachakamue preguntó a Pareni: «¿Y tu hija?» La muchacha había tenido la primera sangre y estaba purificándose, en un refugio de hojas y cañas, a la espalda de su casa. «La tienes encerrada como a una sachavaca», comentó Pachakamue.
«¿Qué quiere decir sachavaca?», exclamó Paren¡. Al instante escucharon un mugido y un escarbar de patas en la tierra. Y ahí salió, despavorida, husmeando el aire, rumbo al monte, la sachavaca. «Eso querrá decir, pues», murmuró Pachakamue, señalándola.
Entonces Pareni y su marido Yagontoro se alarmaron. Con las palabras que decía ¿Pachakamue no desarreglaba el mundo? Era prudente matarlo. ¡Qué daños ocurrirían si seguía hablando! Lo invitaron a tomar masato. Cuando estuvo borracho, con mañas lo llevaron a orillas de un barranco. «Mira, mira», le dijeron. Él miró y entonces lo empujaron. Pachakamue rodó y rodó. Al llegar al fondo, ni siquiera se había despertado. Seguía durmiendo y eructando, su cushma vomitada de masato.
Al abrir sus ojos se sorprendió mucho. Pareni lo espiaba desde el borde. «¡Ayúdame a salir de aquí, pues!», le pidió. «Transfórmate en un animal y escala el precipicio», se burló ella. «¿No haces eso con los machiguengas?» Siguiendo su consejo, Pachakamue pronunció la palabra «Sankori». Y ahí mismo se transformó en hormiga sankori, la que construye galerías colgantes en los troncos y en las rocas. Pero, esta vez, las construcciones de la hormiguita tenían misterio; se deshacían cada vez que se acercaban al filo del barranco. «¿Qué hago ahora?», gimió el hablador, desesperado. Pareni le aconsejó: «Hablando, haz que crezca algo entre las piedras. Y trépate por él.» Pachakamue dijo «Carrizo» y un carrizo brotó y creció. Pero cada vez que él se izaba, la caña se partía en dos y el hablador rodaba al fondo de la quebrada.
Entonces, Pachakamue se marchó en la otra dirección, siguiendo la curva del precipicio. Rabioso estaba. «He de causar desgracias», diciendo. Yagontoro lo persiguió para matarlo. Fue una persecución difícil, larga. Pasaban las lunas y el rastro de Pachakamue se perdía. Una mañana, Yagontoro encontró una planta de maíz.
En la mareada supo que la planta había crecido de unos granos de maíz tostado que Pachakamue llevaba en su chuspa; habrían caído al suelo sin que lo notara. Lo estaba alcanzando, por fin. En efecto, no mucho después lo divisó. Pachakamue represaba un río, taponeándolo con árboles y piedras que hacía rodar. Quería desviarlo para inundar un caserío y ahogar a los machiguengas. Se tiraba pedos, rabioso. Allá en el bosque, Kientibakori y sus kamagarinis bailarían, borrachos de felicidad.
Yagontoro, entonces, le habló. Lo hizo recapacitar y lo convenció, parece. Lo invitó a que regresaran juntos donde Pareni. Pero, a poco de iniciado el viaje, lo mató. Hubo una tormenta que enfureció los ríos y arrancó de cuajo muchos árboles. Llovió a cántaros, con truenos. Yagontoro, impasible, seguía cortándole la cabeza al cadáver de Pachakamue. Después, traspasó la cabeza con dos espinas de chonta, una vertical, otra horizontal, y la enterró en un sitio secreto. Pero se olvidó de cortarle la lengua y ese error lo pagamos todavía. Hasta que no se la cortemos, seguiremos en peligro, parece. Porque esa lengua a veces habla, desarreglando las cosas. Dónde estará enterrada esa cabeza, no se sabe. El sitio hiede a pescado podrido, dicen. Y los helechos del rededor humean siempre, como una fogata apagándose.
Yagontoro, después de decapitar a Pachakamue se dispuso a regresar donde Pareni. Estaba contento, creía haber salvado a este mundo del desorden. Ahora todos vivirán tranquilos, pensaría. Pero, a poco de estar andando, se sintió pesado. ¿Y por qué, además, tan torpe? Asustado, notó que sus pies eran patas; sus manos, antenas; sus brazos, alas. En vez de hombre que anda, era ya carachupa, como su nombre indica. Debajo del bosque, atragantándose de tierra, a través de los dos virotes, la lengua de Pachakamue habría dicho: «Yagontoro.» Y Yagontoro se había vuelto, pues, yagontoro.
Muerto y decapitado, Pachakamue seguía transformando las cosas para que se parecieran a sus palabras. ¿Qué sería de este mundo, pues? Para entonces, Pareni tenía otro marido y estaba andando, contenta. Una mañana, mientras ella tejía una cushma, cruzando y descruzando las fibras del algodón, su marido se acercó a lamerle el sudor que le corría por la espalda. «Pareces una abejita chupadora de flores», dijo una voz desde su adentro de la tierra. Él ya no la pudo escuchar porque revoloteaba y zumbaba, ligero en el aire, abeja feliz.
Pareni se casó poco después con Tzonkiri, que era todavía hombre. Él advirtió que su mujer le daba de comer, cada vez que volvía de deshierbar el yucal, unos pescados desconocidos: los boquichicos. ¿De qué río, de qué cocha salían? Pareni no probaba jamás bocado de ellos. Tzonkiri malició que algo grave ocurría. En vez de ir a la chacra, se escondió en la maleza y espió. Lo asustó mucho lo que vio: los boquichicos le salían a Pareni de entre las piernas. Los paría, como a hijos. Tzonkiri se llenó de rabia… Y se abalanzó sobre ella para matarla. Pero no pudo hacerlo, porque una voz remota, subida de la tierra, dijo antes su nombre. ¿Y acaso los picaflores pueden matar a una mujer? «Nunca más comerás ya boquichicos, se burló Pareni. Ahora andarás de flor en flor, sorbiendo polen.» Tzonkiri es, desde entonces, lo que es.
Pareni ya no quiso tener otro marido. Acompañada de su hija, se echó a andar. Subió a una canoa y remontó los ríos; trepó quebradas, cruzó montes enmarañados. Después de muchas lunas, llegaron al Cerro de la Sal. Allí, ambas escucharon, pronunciadas lejos, lejos, las palabras de la cabeza enterrada que las petrificaron. Ahora son dos rocas enormes, grises, cubiertas de musgo. Todavía estarán allá, quizás. A su sombra se sentaban a tomar masato y a conversar los machiguengas, parece. Cuando subían a recoger la sal.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Tasurinchi, el hierbero, el que vivía por el río Tikompinía, está andando. Las hierbas que llevo en mi chuspa me las dio él, para qué sirve cada hojita y cada manojo, explicándome. Ésta, la de los bordes quemados, le cierra al tigre su nariz y ya no puede olfatear al hombre que anda. Esta otra, la amarillenta, protege contra la víbora. Son tantas que se me confunden. Cada una sirve para algo distinto. Contra el daño y los forasteros. Para que los peces de la cocha entren a la red. Para que la flecha no se desvíe del blanco. Y, ésta, para no tropezar ni caerse al barranco.
Fui a visitar al hierbero sabiendo que esa región se llenó de viracochas. Es cierto; ahí están todavía. Y hay muchos. Cuando me acercaba por la trocha, vi botes en el río, roncando, de surcada y de bajada, repletos de viracochas. En los bancos de arena, donde salían en las noches las charapas a poner sus crías y adonde iban los hombres a voltearlas, viven ahora los viracochas. Y, también, donde estaba la casa del hierbero. Éstos no han ido allí por las tortugas ni a hacer chacras ni a cortar árboles, parece. Sino a llevarse las piedritas y la arena del río. Buscando oro, parece. No me acerqué, no me dejé ver. Pero, aunque lejos, me di cuenta que eran muchos. Han hecho sus casas. Están ahí para quedarse, quizás.
No encontré rastro de Tasurinchi, el hierbero, ni de sus parientes ni de ningún hombre que anda en los alrededores. «Hiciste un viaje inútil», pensé. Inquieto estaba con tantos viracochas cerca. ¿Y si me topaba con alguno de ellos, qué pasaría? Así que me escondí, hasta que fuera de noche, para alejarme del Tikompinía. Me trepé a un árbol y, oculto entre las ramas, estuve espiándolos. En las dos orillas del río sacaban tierra y piedras, con manos, palos y lampas. Y las colaban en unos cernidores grandes, como se cuela la yuca para el masato. También molían las piedrecitas en una batea. Algunos entraban al monte a cazar y se oían sus escopetazos.
El ruido estremecía los árboles y los pájaros chillando se espantaban. Con tanto ruido, pronto no quedará un animal en esa región. Se irán, como Tasurinchi, el hierbero. Una vez que oscureció, bajé del árbol y me alejé rápido. Cuando estuve bastante lejos, hice un refugio de hojas de ungurabi, y me dormí.
Al despertar, vi acuclillado a uno de los hijos del hierbero. «¿Qué haces acá?», le pregunté. «Esperando que te despiertes», me dijo. Me había seguido desde que, la víspera, me divisó en la trocha, acercándome al río donde están los viracochas. Su familia se ha trasladado a tres lunas de camino, aguas arriba de un caño del Tikompinía. Hicimos el viaje despacio, para no toparnos con los forasteros. El monte, allá, es difícil de atravesar. No hay trocha. Los árboles están juntitos y se enredan unos en otros, peleándose. A uno se le cansan los brazos de tanto machetear las ramas y los matorrales que se cierran como diciendo «No has de pasar». Estaba todo enfangado. En las pendientes, resbalosas con la lluvia, nos hundíamos y nos rodábamos. Riéndonos de vernos tan manchados y arañados. Por fin, llegamos. Ahí estaba, pues, Tasurinchi. «¿Estás ahí?» «Ehé, aquí estoy.» Su mujer sacó esteras para sentarnos. Comimos yuca y bebimos masato.
«Te has metido tan adentro que aquí sí que no llegarán nunca los viracochas», le dije. «Llegarán», me respondió. «Puede que tarden, pero aparecerán también por aquí. Tienes que aprender eso, Tasurinchi. Ellos llegan siempre donde estamos. Ha sido así desde el principio. ¿Cuántas veces tuve que irme porque llegaban? Desde antes de nacer, parece. Y así será cuando me vaya y vuelva, si es que mi alma no se queda en los mundos de allá. Siempre nos hemos estado yendo porque alguien venía. ¿En cuántos lugares viví? Quién sabe, pero han sido muchos. "Vamos a buscar un lugar tan difícil, tan enmarañado, al que nunca llegarán", diciendo. "O, si llegan, en el que nunca querrán quedarse." Y ellos siempre llegaban y siempre querían quedarse. Es cosa sabida. No hay engaño. Vendrán y me iré. ¿Es malo eso? Bueno, más bien. Será nuestro destino, Tasurinchi. ¿No somos los que andan? Habrá que agradecer a los mashcos y a los punarunas, entonces. También a los viracochas. ¿Invaden los sitios donde vivimos? Nos obligan a cumplir nuestra obligación. Sin ellos nos corromperíamos. El sol se caería, tal vez. El mundo sería oscuridad; la tierra, de Kashiri. No habría hombres y sí tanto frío.»
Tasurinchi, el hierbero, habla como un hablador.
El tiempo peor fue la sangría de árboles, según él. No lo vivió, pero sí su padre y sus madres. Y oyó tantas historias que es como si lo hubiera vivido. «Tantas que a veces me parece que yo también lastimé los troncos para sacarles su leche y que también me cazaron como a sajino para llevarme al campamento.» Cuando suceden cosas así, no desaparecen. Quedan, en alguno de los cuatro mundos, y el seripigari puede ir a verlas en la mareada. Los que las ven, regresarán descompuestos, sus dientes chocándoles de asco. El miedo era tan grande y tanta la confusión que se perdió la confianza. Nadie creía en nadie, los hijos maliciando que los padres iban a cazarlos y los padres que los hijos, al menor descuido, se los llevarían atados a los campamentos. «No necesitaron magia para robarse a la gente que les hacía falta. Con maña nomás consiguieron toda la que querían. Los viracochas serán sabios», dice Tasurinchi, admirado.
Al principio, ellos recorrían la tierra cazando a la gente. Entraban a los caseríos, disparaban sus escopetas. Sus perros ladraban y mordían: eran cazadores, -también. Asustados con el ruido los hombres que andan se espantaban, como los pájaros que vi en el río. Pero ellos no podían echarse a volar. Los laceaban, en las casas; los laceaban en las trochas y en las canoas si se estaban huyendo por el río. ¡Fuerza, carajo! ¡Fuerza, machiguenga! A los que tenían manos para sacar su sangre del árbol, se los llevaban. Pero a los recién nacidos y a los viejos, no. «Éstos no sirven», diciendo. A las mujeres también se las llevaban para cuidar las chacras y hacer la comida. ¡Fuerza! ¡Fuerza! Amarrados de sus pescuezos entraban en los campamentos. Ahí estaban todos los que habían caído. ¡Fuerza, machiguenga! ¡Fuerza, piro! ¡Fuerza, yaminahua! ¡Fuerza, ashaninka! Ahí se quedaban, revueltos. Les servían bien, parece. Estaban contentos los viracochas. De los campamentos pocos salían. Rápido se irían, tan rabiosos o tan tristes que sus almas no volverían; tal vez.
Lo peor, cuenta Tasurinchi, el hierbero, fue cuando en los campamentos empezó a faltar gente por tantos que se iban. ¡Fuerza, carajo! Ya no había, pues. Se les había acabado. Sin poder levantar sus brazos, se morían. Los viracochas rabiaban. «¿Qué haremos sin brazos?», diciendo. «¿Qué hemos de hacer?» Mandaban a los amarrados, entonces, a cazar gente. «Cómprate tu libertad, diciéndoles. Y, además, regalos. Ahí está comida. Ahí está ropas. Ahí está escopeta, también. ¿Te conviene?» A todos le convenía, parece. Al piro, aconsejándole: «Cazas a tres machiguengas y te puedes ir para siempre. Ten tu escopeta.» Y al mashco: «Cázate a unos cuantos piros y puedes volver a tu casa, llevándote a tu mujer y estos regalos. Ten al perro, para que te ayude.» Estaban felices, tal vez. Con tal de salir del campamento, se volvían cazadores de hombres. Igual que los árboles, las familias comenzaron a sangrar. Todos cazaban a todos. Con escopeta, con flecha, con trampas, con lazo, con cuchillo. ¡Fuerza, carajo! Y se aparecían en los campamentos: «Ahí está, te los cacé. Dame a mi mujer», diciendo. «Dame mi escopeta. Dame regalo. Ahora me voy.»
Se perdió la confianza, pues. Todos eran enemigos de todos, entonces. ¿Kientibakori estaba bailando, feliz? ¿Temblaría la tierra? ¿Los ríos se llevarían las casas? Quién sabe. «Todos nos hemos de ir», decían ellos, asustados. Habían perdido el conocimiento también. «Haciendo qué nos habremos corrompido tanto, pues», lloraban. Había matanzas cada día. Los ríos andarían rojos y los árboles salpicados de sangre, también. Las mujeres parían niños muertos; se iban antes de nacer, no queriendo vivir donde todo era daño y confusión. Muchos eran los hombres que andan, antes; después, pocos. Eso era la sangría de árboles. «El mundo se ha vuelto desorden», rabiaban. «Se ha caído el sol.»
¿Las cosas que han sucedido pueden volver a suceder? El hierbero dice que sí. «Están ahí, en alguno de los mundos, y, como las almas, pueden regresar. Será nuestra culpa si sucede, tal vez.» Mejor ser prudentes y tener la memoria despierta.
Tres de los hijos de Tasurinchi, el hierbero, se han ido desde que vive allá arriba. Al ver que se le iban uno tras otro, pensó: «¿Estará volviendo el daño que se llevaba a familias enteras?» No ha podido averiguar si sus almas volvieron. «Cómo será, pues», me dijo. Todavía no conoce bien el lugar en el que vive y no sabe por qué ocurren ciertas cosas. Todo es aún misterioso allí, para él. Pero hay muchas hierbas, también. Algunas ya las conocía; otras, no. Está aprendiendo a conocerlas. Las recoge, se pasa mucho rato observándolas, comparándolas, oliéndolas, y, a veces, se las mete a la boca. Las mastica y las escupe, o se las traga. «Ésta sirve», diciendo.
Sus tres hijos se fueron de la misma manera. Despertándose aturdidos, temblando y sudando. Y tan débiles como si hubieran estado borrachos. No podían tenerse en pie. Trataban de andar, de bailar, y se caían. Ni siquiera podían hablar, parece. Tasurinchi, cuando le pasó eso al mayor, creyó que era un aviso para que se fuera. El sitio no sería bueno para vivir, tal vez. «No lo he podido saber», dice. «Era un daño distinto a los otros, no había hierba contra eso.» Maldades de kamagarini, quizás. Esos diablillos siempre salen a hacer daños cuando llueve. Kientibakori los espía desde la orilla del bosque, riéndose. Había habido truenos y caído mucha agua la víspera y es sabido que cuando eso ocurre hay algún kamagarini acercándose.
Cuando ese hijo se fue, la familia de Tasurinchi subió un poco más arriba, en el monte. Al poco tiempo comenzó el segundo hijo a marearse y a caerse. Igual que el primero, pues. Cuando éste se murió, nuevamente cambiaron de lugar. Y entonces le sucedió lo mismo al tercero. Decidió no moverse más. «Los que se fueron se encargarán de protegernos contra el kamagarini que quiere echarnos de aquí», diciendo. Así habrá sido, pues. Nadie más ha vuelto a marearse y a caerse, desde entonces.
«Eso tiene una explicación», dice el hierbero. «Todo lo tiene. Las cacerías de hombres cuando la sangría de árboles, también. Pero no es fácil averiguarla. Ni el seripigari la averigua siempre. A lo mejor, los tres se fueron para conversar, allá, con las madres de este sitio. Con tres muertos aquí, ellas no nos mirarán como intrusos. Somos de aquí, ahora. ¿No nos conocen estos árboles, estos pájaros? ¿No nos conocen el agua y el aire de aquí? Quizás ésa sea la explicación. Desde que se fueron, no hemos sentido enemistad. Como si nos hubieran aceptado, aquí.»
Estuve muchas lunas con él. Poco faltó para que me quedara a vivir allá, cerca del hierbero. Lo ayudaba a poner trampas para las pavitas e iba con 61 a la cocha, a pescar boquichicos. Trabajé con Tasurinchi rozando el monte, donde va a hacer la nueva chacra cuando la que tiene ahora necesite descansar. En las tardes, hablábamos. Mientras las mujeres se mataban las liendres, hilaban, tejían las esteras y las cushmas, y masticaban y escupían la yuca, preparando masato, conversábamos.
El hierbero me hacía contarle de los hombres que andan. De los que ha conocido y de los que nunca vio, también. De ustedes le conté, como a ustedes de él. Pasaban las lunas y no tenía ganas de irme. Me estaba sucediendo algo que no me había pasado antes. «¿Te estás cansando de andar?», me preguntó. «Eso les pasa a muchos. No debes preocuparte, hablador. Si es así, cambia de costumbres. Quédate en un lugar y ten familia. Levanta tu casa, roza el monte, cuida tu chacra. Hijos tendrás. Deja de andar y, también, de hablar. Aquí no puedes quedarte, en mi familia somos muchos. Pero puedes ir más arriba, de surcada, a dos o tres lunas de viaje. Hay una quebrada que está esperándote, creo. Puedo acompañarte hasta allá. ¿Quieres una familia? También puedo ayudarte, si es lo que quieres. Llévate a esta mujer. Es vieja y tranquila y te ayudará porque sabe cocinar e hilar como pocas. O,, si prefieres, ahí tienes a la menor de mis hijas. No podrás tocarla todavía porque no ha sangrado. Si la montaras ahora, alguna desgracia ocurriría, quizá. Pero, espera un poco y, mientras, ella irá aprendiendo a ser tu mujer. Sus madres le enseñarán. Después que sangre, me traerás un sajino, unos pescados, unos frutos de la tierra, mostrándome reconocimiento y respeto. ¿Eso quieres, Tasurinchi?»
Estuve pensando en su propuesta. Sentí ganas de aceptarla. Hasta soñé que la había aceptado y que cambiaba de vida. Esta que llevo es una buena vida, ya lo sé. Los hombres que andan me reciben con alegría, me dan de comer y, me hacen halagos. Pero vivo viajando ¿y cuánto tiempo más podré hacerlo? Las distancias entre las familias son cada vez más grandes. últimamente pienso mucho, mientras ando, que un día las fuerzas me faltarán. ¿No, lorito? Me quedaré ahí, agotado, en una trocha. Ningún machiguenga pasará, tal vez. Mi alma se irá y mi cuerpo vacío comenzará a pudrirse mientras lo picotean los pájaros y lo caminan las hormigas. Crecerá la hierba entre mis huesos, quizás. El ronsoco se comerá el vestido de mi alma, también. Cuando a un hombre le viene ese temor, ¿debe cambiar de costumbres? Así le pareció a Tasurinchi, el hierbero.
«Acepto tu propuesta, pues», le dije. Él me acompañó hasta el lugar que me estaba esperando. Nos demoramos dos lunas en llegar. Había que subir y bajar por unos bosques donde se perdía la trocha, y, al trepar una pendiente, desde lo alto de unas ramas, unos monos shimbillos que hacían un griterío terrible, nos atacaron con cáscaras. En la quebrada, encontramos un tigrillo cachorro enredado en una mata llena de espinas. «Ese tigrillo quiere decir algo», se preocupó el hierbero. Pero no supo averiguar qué. Por eso, en lugar de matarlo y arrancarle la piel, lo soltó en el bosque. «¿No es éste un buen lugar para vivir?», me preguntó, mostrándomelo. «Puedes hacer el yucal en ese monte alto. Allá no habrá nunca inundación. Hay muchos árboles y poca hierba, así que la tierra será buena y la yuca crecerá bien.» Sí, era un sitio donde se podía vivir. Aunque, en las noches, hacía más frío que el que he sentido jamás en otro lugar. «Antes de que te decidas, vamos a ver si hay animales para cazar», dijo Tasurinchi. Pusimos trampas. Cayeron un ronsoco y un majaz. Luego, desde un refugio en la copa de un árbol, flechamos a una pavita kanari. Decidí quedarme allí y hacer mi casa.
Pero antes de empezar a tumbar los árboles, se apareció el hijo del hierbero, el mismo que me había guiado hasta su nueva casa. «Ha ocurrido algo», diciendo. Regresamos. La vieja que Tasurinchi me iba a dar como mujer estaba muerta. Había machacado barbasco y preparado cocimiento, murmurando: «No quiero que rabien contra mí, diciendo "Por ella nos quedamos sin hablador". Dirán que le hice mañoserías, que le di bebedizo para que me tomara de mujer. Prefiero irme.»
Ayudé al hierbero a quemar la casa, la cushma, las ollas, los collares y las demás cosas que pertenecían a la mujer. La envolvimos en varias esteras y la pusimos en una balsita de rajas de chonta. La empujamos hasta que la corriente del río se la llevó, aguas abajo.
«Es un aviso que debes aceptar o rechazar», me dijo Tasurinchi. «Si yo fuera tú, no lo rechazaría. Cada hombre tiene su obligación, pues. ¿Para qué andamos? Para que haya luz y calor, para que todo esté tranquilo. Ése es el orden del mundo. El que conversó con las luciérnagas hace lo que debe hacer. Yo cambio de lugar cuando aparecen los viracochas. Será mi destino, tal vez. ¿Y el tuyo? Visitar a la gente, hablándole. Es peligroso desobedecer el destino. Fíjate, ya se ha ido la que iba a ser tu mujer. Si yo fuera tú, me echaría a andar cuanto antes. ¿Qué decides?»
Decidí lo que me aconsejó Tasurinchi, el hierbero. Y a la mañana siguiente, cuando el ojo del sol comenzó a mirar este mundo desde el Inkite, ya estaba yo andando. Ahora pienso en esa machiguenga que se fue para no ser mi mujer. Ahora les hablo a ustedes. Mañana cómo será.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.