VI

EN 1981 tuve, seis meses, en la televisión peruana, un programa titulado La Torre de Babel. El dueño del Canal, Genaro Delgado, un viejo amigo, me embarcó en esa aventura haciendo espejear ante mis ojos tres abalorios: la necesidad de elevar el nivel de los programas, que, en los doce años precedentes, mientras la televisión permanecía estatizada por la dictadura militar, habían tocado fondo en lo que concierne a estupidez y vulgaridad; lo excitante de experimentar con un medio de comunicación que, en un país como el Perú, era el único capaz de llegar simultáneamente a los públicos más diversos; y un buen salario.

Fue, en efecto, una experiencia extraordinaria para mí, aunque, también, la más fatigosa y enervante que he tenido nunca. «Si te organizas bien y dedicas medio día al programa, te bastará», me había predicho Genaro. «En las tardes, podrás seguir escribiendo.» Pero tampoco en este caso funcionó la práctica de acuerdo con la teoría. En verdad, tuve que dedicar a La Torre de Babel todas las mañanas, tardes y noches de aquellos meses, y, sobre todo, las horas en que aparentemente no hacía nada concreto, sino angustiarme recordando lo que había salido al revés en el programa anterior y tratando de anticipar lo que saldría peor en el siguiente.

Hacíamos La Torre de Babel cuatro personas: Luis Llosa, que se ocupaba de la producción y la dirección de cámaras; Moshé dan Furgang, que era el editor; el camarógrafo Alejandro Pérez y yo. A Lucho y Moshé los llevé yo al Canal. Ambos tenían experiencia de cine -los dos habían hecho cortos cinematográficos- pero, al igual que yo, tampoco habían trabajando antes en televisión. El título del programa revelaba sus ingenuas ambiciones: meter en él de todo, hacer un caleidoscopio de temas. Pretendíamos probar a los telespectadores que un programa cultural no tenía que ser obligatoriamente anestésico, esotérico o pedante, sino que podía ser divertido y al alcance de cualquiera, ya que «cultura» no era sinónimo de ciencia, literatura o cualquier otro conocimiento especializado, sino, más bien, una manera de acercarse a las cosas, un punto de vista susceptible de abordar todos los asuntos humanos. Nuestra intención era, en la hora semanal del programa -la que con frecuencia se alargaba a hora y media-, tocar dos o tres asuntos cada vez, lo más opuestos uno de otro, que mostraran al público que un programa cultural no estaba reñido, digamos, con el fútbol o el boxeo, ni con la música salsa o el humor, y que un reportaje político o un documental sobre las tribus de la Amazonía podía ser ameno a la vez que instructivo.

Cuando, con Lucho y Moshé, hacíamos listas de temas, personas y lugares de los que debería ocuparse La Torre de Babel y planeábamos la manera más ágil de presentarlos, todo funcionaba a las mil maravillas. Estábamos llenos de ideas y con muchas ganas de descubrir las posibilidades creativas del más popular medio de comunicación de nuestro tiempo.

Lo que descubrimos fueron, más bien, las servidumbres del subdesarrollo, el modo sutil con que desnaturaliza las mejores intenciones y frustra los más arduos esfuerzos. Sin exagerar, puedo decir que la mayor parte del tiempo que Lucho, Moshé y yo dedicamos a La Torre de Babel se gastó -se desperdició- no en trabajos creativos, tratando de enriquecer intelectual y artísticamente el programa, sino intentando resolver problemas a simple vista insignificantes, indignos de ser tomados en consideración. ¿Cómo hacer, por ejemplo, para que las camionetas del Canal nos recogieran a la hora debida de modo que no perdiéramos las citas, los aviones, las entrevistas? La solución fue ir a despertar personalmente a los choferes a sus casas y acompañarlos al Canal a recoger el equipo de grabación y luego al aeropuerto o adonde fuera. Pero era una solución que nos quitaba horas de sueño y que tampoco funcionaba siempre, pues podía ocurrir que, además, las benditas camionetas tuvieran la batería baja o que la administración no hubiera ordenado a tiempo que les cambiaran el cárter, el tubo de escape o la rueda que se había hecho trizas la víspera en los baches homicidas de la avenida Arequipa…

Desde el primer reportaje que grabamos, advertí que las imágenes salían afeadas por unas extrañas manchas. ¿Qué eran esas medialunas sucias? Alejandro Pérez nos explicó que se trataba de un problema de los filtros de la cámara. Estaban gastados y había que cambiarlos. Bueno, que se cambiaran, pues. ¿Qué armas emplear para lograrlo? Salvo matar, las intentamos todas y ninguna sirvió. Enviamos memorándums a Mantenimiento, hicimos súplicas, gestiones telefónicas y de viva voz, con los ingenieros, técnicos, administradores y acudimos, creo, hasta al propio dueño del Canal. Todos nos dieron la razón, todos se indignaron, todos ordenaron de manera perentoria que se cambiaran los filtros. A lo mejor se cambiaron. Pero las medialunas grisáceas macularon todos nuestros programas, desde el primero hasta el último. Todavía las veo, a veces, a esas sombras intrusas, con cierta melancolía, cuando enciendo la televisión y pienso: «Ah, la cámara de Alejandro Pérez.»

No sé quién decidió en el Canal que Alejandro Pérez trabajara con nosotros. Resultó un buena decisión, porque -teniendo en cuenta, claro está, las servidumbres del subdesarrollo, que él aceptaba con imperturbable filosofía- Alejandro es un hombre muy hábil cuando tiene una cámara en las manos. Su talento es totalmente intuitivo, un sentido de la composición, del movimiento, del ángulo, de la distancia, que le son innatos. Porque Alejandro resultó camarógrafo de casualidad. Era un pintor de brocha gorda, venido de Huánuco, y alguien le propuso un día que se ganara unos soles extras ayudando a cargar las cámaras de la televisión, en el estadio, los días de fútbol. De tanto cargarlas, aprendió a manejarlas. Un día reemplazó a un camarógrafo ausente, otro día a otro y, como quien no quiere la cosa, resultó el camarógrafo estrella del Canal.

Al principio, su mutismo me ponía nervioso. Sólo Lucho conseguía conversar con él. O, en todo caso, se entendían subliminalmente, porque yo no recuerdo haber oído jamás en esos seis meses a Alejandro pronunciar una frase entera, con sujeto, verbo y predicado. Sólo pequeños gruñidos, de aprobación o desaliento, y una exclamación, a la que yo temía como a la peste bubónica, porque quería decir que habíamos sido -una vez más derrotados por los imponderables todopoderosos y ubicuos: «¡Ya se jodió!» ¿Cuántas veces se «jodió» la grabadora, la cinta, el reflector, la batería, el monitor? Todo podía «joderse» innumerables veces: era una propiedad de las cosas con las que trabajábamos, acaso la única a la que todos mostraron siempre una fidelidad perruna. ¿Cuántas veces proyectos minuciosamente planeados, investigados, entrevistas pactadas después de agotadoras gestiones, se los llevó el diablo porque el lacónico Alejandro pronunció su fatídico gruñido: «¡Ya se jodió!»?

Recuerdo sobre todo lo que nos ocurrió en Puerto Maldonado, una ciudad de la Amazonía, donde habíamos ido para hacer un pequeño documental sobre la muerte del poeta y guerrillero Javier Heraud. Alaín Elías, compañero de Heraud y jefe del destacamento guerrillero que fue desbandado o capturado el día que mataron a Heraud, había accedido a contar ante las cámaras todo lo ocurrido en aquella ocasión. Su testimonio fue interesante y emotivo -Alaín estaba con Javier Heraud en la canoa donde éste fue abaleado y él mismo resultó herido en el tiroteo- y habíamos decidido completarlo con imágenes de los lugares donde sucedieron los hechos y, si lo conseguíamos, con testimonios de vecinos de Puerto Maldonado que recordaran el episodio ocurrido veinte años atrás.

Además de Lucho, Alejandro Pérez y yo, hasta Moshé -que siempre se quedaba en Lima avanzando con la edición de los programas- viajó con nosotros a la selva. En Puerto Maldonado, varios testigos aceptaron ser entrevistados. Nuestro gran hallazgo fue uno de los policías que había participado, primero, en el incidente inicial, en el centro de la ciudad, que reveló a las autoridades la presencia en Puerto Maldonado de los guerrilleros -episodio en el que murió un guardia civil- y, luego, en la persecución y tiroteo de Javier Heraud. Era un hombre ya retirado del servicio, que trabajaba en una chacra. Persuadirlo que se dejara entrevistar fue dificilísimo, pues el ex policía estaba lleno de reticencias y temores. Por fin, lo convencimos. Y logramos, incluso, que nos autorizaran a realizar la entrevista en la Comisaría de donde habían salido las patrullas, aquella vez.

En el instante mismo en que comenzaba a entrevistar al ex policía, empezaron a estallar, como globos de carnavales, los reflectores de Alejandro Pérez. Y cuando reventaron todos, para que no cupiera duda de que los dioses manes de la Amazonía estaban contra La Torre de Babel, se bajó la batería de nuestro motorcito portátil y el registrador de sonido se quedó afónico. ¡Ya se jodió! Sí, y también una de las primicias del programa. Tuvimos que regresar a Lima con las manos vacías.

¿Aumento las cosas para hacerlas más visibles? Tal vez. Pero creo que no mucho. Podría contar decenas de anécdotas como ésta. Y, también, otras, para ilustrar lo que es tal vez el emblema del subdesarrollo: el divorcio entre la teoría y la práctica, las disposiciones y los hechos. Durante aquellos seis meses nosotros experimentamos esta irreductible distancia en todas las fases de nuestro trabajo. Había unas tablas que distribuían equitativamente las cabinas de montaje y los estudios de grabación entre los diferentes realizadores de programas. Pero, en verdad, no eran aquellas tablas, sino el ingenio y la picardía de cada productor o técnico lo que determinaba que uno dispusiera de más o menos tiempo para editar y grabar y que contara con el mejor equipo.

Aprendimos rápidamente, claro está, las trampas, astucias, pillerías o gracias de que había que valerse para lograr, nada que fuera un privilegio, sino, apenas, hacer con un mínimo de decoro aquello por lo cual nos pagaban. Todas eran tretas asequibles, pero todas tenían el defecto de privarnos de un tiempo precioso que hubiéramos debido dedicar a lo puramente creativo. Después de haber pasado por aquella experiencia, cuando me ocurre, alguna vez, ver en la televisión un programa bien grabado y editado, ágil, original, mi admiración no tiene limites. Porque sé que, detrás de eso, hay mucho más que empeño y talento: hechicería, milagro. Algunas semanas, luego de haber visionado la edición del programa una última vez, en busca del retoque final, nos decíamos: «Bueno, por fin salió redondo.» Y, sin embargo, ese domingo, en la pantalla del televisor, desaparecía el sonido, la imagen daba volantines, irrumpían baches… ¿Qué se había «jodido» esta vez? Que el técnico de guardia, encargado de pasar las cintas, se había emborrachado o dormido, apretado el botón incorrecto o programado todo al revés… Para quien tiene una manía perfeccionista en su trabajo, la televisión es riesgosa, causa de infinitos desvelos, taquicardia, úlcera, ataque al corazón…

Y, sin embargo, haciendo el balance, aquellos seis meses fueron también apasionantes e intensos. Recuerdo con emoción la entrevista a Borges, en su apartamento del centro de Buenos Aires -no me perdonó nunca, al parecer, haber dicho que su vivienda era modesta y con goteras-, donde el cuarto de la madre se conservaba tal como ella lo dejó el día de su muerte (un vestido violeta, de señora mayor, desplegado sobre la cama), y los retratos de escritores pintados por Sábato, que éste nos dejó filmar, en su casita de Santos Lugares donde fuimos a visitarlo. Desde que viví en España, a comienzos de los setenta, había querido entrevistar a una escritora de melodramas y novelas rosa, Corín Tellado, cuyas historias eran devoradas en libros, radionovelas, fotonovelas y telenovelas por una inconmensurable multitud en España e Hispanoamérica. Aceptó aparecer en La Torre de Babel y pasé una tarde con ella, en las afueras de Gijón, en Asturias -me mostró el sótano con sus miles de novelitas arrumbadas: terminaba una cada dos días, siempre de cien páginas-, donde permanecía recluida porque, en ese momento, era víctima de un intento de extorsión, no estaba claro si de parte de un grupo político o de delincuentes comunes.

De las casas de escritores, llevábamos las cámaras a los estadios -hicimos un programa sobre uno de los mejores clubs de fútbol brasileños, el Flamengo, y entrevistamos a Zico, la estrella del momento, en Río de Janeiro- o a Panamá, donde investigamos, recorriendo los rings de amateurs y de profesionales, cómo y por qué ese pequeño país centroamericano había sido cuna de tantos campeones latinoamericanos y mundiales en casi todas las categorías. En Brasil, nos metimos a la exclusiva clínica del atlético Doctor Pitanguí, cuyos bisturíes volvían bellas y jóvenes a todas las mujeres del mundo en condiciones de pagar sus servicios, y en Santiago de Chile conversamos con los Chicago Boys de Pinochet y con los opositores democristianos que, en medio de una severísima represión, resistían a la dictadura.

Fuimos a Nicaragua, a hacer un reportaje sobre los sandinistas y sus adversarios, en el segundo aniversario de la revolución, y a la Universidad de Berkeley, en San Francisco, donde, en un pequeño cubículo del departamento de lenguas eslavas, trabajaba un gran poeta, Czeslaw Milosz, flamante Premio Nóbel de Literatura. Estuvimos en Coclecito, en Panamá, en la casa que tenía allí el General Omar Torrijos, quien, aunque en teoría estaba apartado del gobierno, seguía siendo el amo y señor del país. Pasamos todo el día con él, y, aunque se mostró muy amable conmigo, no me dejó esa impresión tan grata que ha dejado a otros escritores que fueron sus huéspedes. Me pareció el típico caudillo latinoamericano de ingrata memoria, el «hombre fuerte» providencial, autoritario y machista, al que toda una corte de civiles y militares (que, en el curso del día, fueron desfilando por el lugar) adulaba con un servilismo que daba náuseas. El personaje más llamativo, en la casa de Coclecito, era una de las amantes del General, una rubia curvilínea a la que descubrimos tumbada en una hamaca. Estaba allí como un objeto más del mobiliario, porque el General ni le dirigía la palabra ni la presentaba a ninguno de los comensales que entraban y salían…

Dos días después de haber llegado a Lima, de vuelta de Panamá, Lucho Llosa, Alejandro Pérez y yo nos quedamos fríos: Torrijos acababa de matarse en el avioncito en el que nos mandó llevar de Coclecito a la ciudad de Panamá. El piloto era el mismo con el que habíamos viajado nosotros.

En Puerto Rico, un día, luego de terminar de grabar un pequeño reportaje sobre la maravillosa reconstrucción del viejo San Juan, guiados por el hombre que fue su animador, Ricardo Alegría, caí desvanecido. Estaba deshidratado a causa de una intoxicación contraída en las chicherías de un pueblecito del norte peruano, Catacaos, donde fuimos a hacer un programa sobre los tejedores de sombreros de paja -un arte que los cataqueños cultivan hace siglos-, sobre los secretos del tondero, un baile regional, y sobre sus picanterías de buena chicha y guisos ardientes (fueron estos últimos los que me intoxicaron, por supuesto). No tengo palabras para agradecer a todos los amigos puertorriqueños que prácticamente conminaron a los amables médicos del Hospital San Jorge a que me curaran a tiempo para que La Torre de Babel saliera al aire puntualmente ese domingo.

Los programas salieron siempre, cada semana, y, considerando cómo trabajábamos, eso fue una considerable hazaña. Escribía los libretos en las camionetas o en los aviones y de los aeropuertos pasaba a los estudios de grabación o a las cabinas de montaje y salía de allí a tomar otro avión y hacer cientos de kilómetros a fin de estar en una ciudad o un país a veces menos horas de las que me había tomado llegar allí. En esos seis meses me olvidé de dormir, de comer, de leer y, claro está, de escribir. Como el presupuesto de que disponía el Canal era limitado, varios de esos viajes al extranjero los hacía coincidir con alguna invitación para asistir a un congreso literario o dar conferencias, de modo que así aliviaba al Canal de mis pasajes y estadía. El problema era que este sistema me obligaba a una división esquizofrénica de la personalidad, pues tenía que cambiar, en segundos, del papel de conferenciante a periodista, de escritor al que le ponían el micro para que hablara a entrevistador que, como en represalia, entrevistaba a sus entrevistadores.

Aunque hicimos buen número de programas sobre el extranjero, la mayoría fueron sobre temas peruanos. Bailes y fiestas populares, problemas universitarios, centros arqueológicos prehispánicos, un viejo heladero cuyo triciclo, después de medio siglo, seguía recorriendo las calles de Miraflores, la leyenda de un prostíbulo piurano, el submundo carcelario. Descubrimos que La Torre de Babel había llegado a tener una buena audiencia por las recomendaciones y presiones que empezábamos a recibir de personalidades e instituciones diversas para que nos ocupáramos de ellas. La más inesperada fue, quizá, la de la Policía de Investigaciones (PIP). Un coronel compareció un día en mi oficina a proponerme que consagrara una Torre de Babel a la PIP, con motivo de algún aniversario: para que el programa resultara movido la institución simularía un operativo de captura de traficantes de cocaína con tiros y todo…

Una de las llamadas que recibí, ya cuando el plazo de seis meses a que me había comprometido con el Canal estaba por cumplirse, fue la de una amiga a la que no veía hacía un siglo: Rosita Corpancho. Ahí estaba su voz calurosa, con resabios remolonamente loretanos, ni más ni menos que como en mis años universitarios. Y ahí estaba, intacto y acaso acrecentado, el celo entusiástico de Rosita Corpancho por el Instituto Lingüístico de Verano. ¿Me acordaba del Instituto, no es cierto? Pero, Rosita… Bueno, pues. El Instituto estaba por cumplir no sé cuántos años en el Perú, y, además, pronto haría sus maletas, dando por terminada su misión en la Amazonía. ¿No sería posible, tal vez, que La Torre de Babel…? La interrumpí para decirle que sí. Con mucho gusto haría un documental sobre el trabajo de los lingüistas-misioneros. Y aprovecharía el viaje a la selva, además, para hacer un reportaje sobre alguna de las tribus menos conocidas, algo que figuraba en nuestros planes desde el principio. Feliz, Rosita me dijo que ella coordinaría todo con el Instituto a fin de que pudiéramos movilizarnos por el interior de la selva. ¿Tenía idea de alguna tribu en especial? Sin pensarlo dos veces, le respondí: «Los machiguengas.»


Desde mis frustrados intentos a comienzos de los años sesenta de escribir una historia sobre los habladores machiguengas, el tema había seguido siempre rondándome. Volvía, cada cierto tiempo, como un viejo amor nunca apagado del todo, cuyas brasas se encienden de pronto en una llamarada. Había seguido tomando notas y garabateando borradores que invariablemente rompía. Y leyendo, cada vez que lograba ponerles la mano encima, los estudios y artículos que iban apareciendo, aquí y allá, en revistas científicas, sobre los machiguengas. El desconocimiento de que habían sido víctimas cedía el paso a una curiosidad diversa. Una antropóloga francesa, France-Marie Casevitz-Renard y otro norteamericano, Johnson Allen, habían pasado largos períodos entre ellos y descrito su organización, sus métodos de trabajo, su sistema de parentesco, sus símbolos, su sentido del tiempo. Un etnólogo suizo, Gerhard Baer, que también vivió entre ellos, había estudiado a fondo su religión y el Padre Joaquín Barriales empezaba a publicar, traducida al castellano, su copiosa recopilación de mitos y canciones machiguengas. También algunos antropólogos peruanos, compañeros de Mascarita, como Camino Díez Canseco y Víctor J. Guevara, habían investigado los usos y las creencias de la tribu.

Pero nunca, en ninguno de estos trabajos contemporáneos, encontré la menor información sobre los habladores. Curiosamente, las referencias a ellos se interrumpían hacia los años cincuenta. ¿Había languidecido hasta desaparecer la institución del hablador justamente en la época en que los esposos Schneil la descubrieron? En los textos de misioneros dominicos que escribieron sobre ellos en los años treinta y cuarenta -los Padres Pío Aza, Vicente de Cenitagoya y Andrés Ferrero- había abundantes alusiones al hablador. Y, también, antes, en algunos viajeros del siglo XIX. Una de las primeras menciones figuraba en el libro del explorador Paul Marcoy, quien, en la orilla del Urubamba, se topó con un orateur, a quien el viajero francés vio literalmente hipnotizar a un auditorio de «antis» durante horas de horas. «¿Crees que esos antis eran los machiguengas?», me preguntó el antropólogo Luis Román, mostrándome la cita. Yo estaba seguro de que sí. ¿Por qué los etnólogos modernos jamás nombraban a los habladores? Era una pregunta que me hacía cada vez que llegaba a mis manos alguno de esos estudios o trabajos de campo y descubría que tampoco esta vez se mencionaba ni siquiera de paso a aquellos ambulantes contadores de cuentos que a mí me parecían el rasgo más delicado y precioso de aquel pequeño pueblo y el que, en todo caso, había forjado ese curioso vínculo sentimental entre los machiguengas y mi propia vocación (para no decir simplemente mi vida).

¿Por qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa. Todos mis intentos culminaban siempre en un estilo que me parecía tan obviamente fraudulento, tan poco persuasivo como aquellos en los que, en el siglo XVIII, cuando se puso de moda en Europa el «buen salvaje», hacían hablar a sus personajes exóticos los filósofos y novelistas de la Ilustración. Pero, pese a los fracasos, quizás a causa de ellos, la tentación estaba siempre allí y cada cierto tiempo, reavivada por una circunstancia fortuita, cobraba bríos y la silueta rumorosa, transeúnte, selvática, del hablador invadía mi casa y mis sueños. ¿Cómo no iba a ser emocionante la perspectiva de ver, por fin, -las caras de los machiguengas?


Desde aquel viaje de mediados de 1958, que me hizo descubrir la selva peruana, había estado varias veces en la Amazonía: en Iquitos, en San Martín, en el Alto Marañón, en Madre de Dios, en Tingo María. Pero no había vuelto a Pucallpa. En los veintitrés años intermedios, aquella localidad pequeñita y polvorienta, que yo recordaba llena de casas funerarias e iglesias evangelistas, había experimentado un «boom» industrial y comercial, luego una crisis, y, en aquel mediodía de septiembre de 1981 en que Lucho Llosa, Alejandro Pérez y yo aterrizamos en ella para hacer el que sería el penúltimo programa de La Torre de Babel, comenzaba a vivir un nuevo «boom», pero esta vez por las malas razones: el tráfico de cocaína. La bocanada de calor y la luz ígnea, en cuyo abrazo las personas y las cosas se perfilan tan nítidas (a diferencia de Lima, donde hasta el sol radiante tiene algo de grisáceo), es algo que, apenas piso la Amazonía, me hace siempre el efecto de una emulsión de entusiasmo.

Pero más todavía que el paisaje amazónico y su temperatura me impresionó descubrir aquella mañana, en el aeropuerto de Pucallpa, a las personas que el Instituto había enviado a esperarnos: los esposos Schneil. Ellos mismos, en persona. Habían cumplido su cuarto de siglo en la Amazonía y, siempre, trabajando entre los machiguengas. Se sorprendieron de que yo me acordara de ellos -tengo el pálpito de que ellos a mí no me recordaban en absoluto- y de que conservara en la memoria tantos detalles de lo que me contaron, aquella vez, en esas dos charlas en la Base de Yarinacocha. Mientras zangoloteábamos en el jeep rumbo al Instituto, me mostraron fotos de sus hijos, un grupo de jóvenes, algunos ya graduados, que vivían en Estados Unidos. ¿Hablaban todos el machiguenga? Por supuesto, era el segundo idioma de la familia, antes todavía que el español. Me alegró saber que los Schneil nos servirían de guías y traductores en las aldeas que visitaríamos.


El lago de Yarina seguía siendo de carta postal y sus crepúsculos todavía más bellos. A sus orillas, los bungalows del Instituto se habían multiplicado. Apenas bajamos del jeep, con Lucho y Alejandro nos pusimos a trabajar y quedamos en que, al anochecer, como anticipo del viaje a las selvas del Alto Urubamba, los Schneil nos adelantarían alguna información sobre los lugares y personas que veríamos allá.

Fuera de los Schneil, no quedaba en Yarinacocha ninguno de los lingüistas que yo había conocido en el viaje anterior. Algunos habían vuelto a Estados Unidos, otros estaban haciendo trabajo de campo en otras selvas del mundo, y, alguno, como el fundador del Instituto, el Doctor Townsend, había fallecido. Pero los lingüistas que conocimos y entrevistamos, y que nos sirvieron de cicerones mientras tomábamos distintas imágenes del lugar, parecían hermanos gemelos de los que yo recordaba. Ellos, con los cabellos muy cortos y un semblante atlético y saludable, de personas que hacen ejercicios a diario, comen de acuerdo a las instrucciones de un dietista, no fuman ni beben alcohol ni toman café, y, ellas, embutidas en unos vestidos tan sencillos como púdicos, sin pizca de maquillaje ni asomo de coquetería y un aire abrumador de eficiencia. Y unos y otras con esas miradas siempre risueñas y como inquebrantables, de personas que creen, que están haciendo lo que creen y que saben a la verdad de su parte, que, a mí siempre me han fascinado y asustado.

Todo el tiempo que lo permitieron la luz y los caprichos del equipo de Alejandro Pérez estuvimos reuniendo material para el programa sobre el Instituto. Un seminario de maestros bilingües de distintas aldeas que tenía lugar en esos días; los silabarios y gramáticas elaborados por los lingüistas; testimonios de éstos y un panorama de la pequeña ciudad que era la Base de Yarinacocha, con su escuela, su hospital, su campo de deportes, su biblioteca, sus iglesias, su centro de comunicaciones y su aeropuerto.

Al anochecer, luego de una cena también de trabajo, con la que pusimos punto final a la parte del programa dedicada al Instituto, comenzamos a preparar la otra, la que grabaríamos en los días siguientes: los machiguengas. En Lima, yo había desenterrado y consultado la documentación que tenía acumulada sobre ellos desde hacía años. Pero fue sobre todo la conversación con los Schneil -otra vez en su cabaña, otra vez mientras tomábamos una taza de té con galletitas preparadas por la señora Schneil- la que nos proporcionó un material de primera mano sobre el estado de esa comunidad que ellos conocían de memoria, pues había sido su hogar en los últimos veinticinco años.

Habían cambiado bastante las cosas para los machiguengas del Alto Urubamba y el Madre de Dios desde el día en que, desnudo, Edwin Schneil se acercó a aquella familia y ella no huyó. ¿Habían sido los cambios para mejor? Estaban firmemente convencidos de que sí. Por lo pronto, también para los machiguengas de allende el Pongo de Mainique había cesado en buena parte la dispersión en la que antes vivían, esa diáspora en grupitos errantes aventados aquí y allá, casi sin contacto entre ellos, luchando cada cual afanosamente por la supervivencia, que, de continuar, hubiera significado pura y simplemente la desintegración de la comunidad, la delicuescencia de su idioma, la asimilación de sus miembros a otros grupos y culturas. Después de muchos esfuerzos, por parte de las autoridades, misioneros católicos, antropólogos y etnólogos, y del propio Instituto, los machiguengas habían ido aceptando la idea de formar aldeas, de congregarse en lugares aparentes para trabajar la tierra, criar animales y desarrollar el comercio con el resto del Perú. Las cosas estaban evolucionando rápidamente. Había ya seis poblados, algunos de recientísimo nacimiento. Nosotros visitaríamos dos: Nuevo Mundo y Nueva Luz.

De los cinco mil machiguengas -cálculo aproximado- cerca de la mitad vivía ya en aquellas aldeas. Una de éstas, por lo demás, era mitad machiguenga y mitad campa (ashaninka) y, hasta ahora, la convivencia de naturales de esas dos tribus no suscitaba el menor problema. Los Schneil eran optimistas y creían que los restantes macliguengas, incluso los más ariscos entre ellos -los llamados kogapakori-, a medida que vieran cómo el haber formado comunidades traía a sus hermanos una serie de beneficios -una vida menos incierta, la posibilidad de recibir ayuda en caso de emergencia irían también abandonando sus refugios en el interior de los bosques para formar nuevos asentamientos. Con verdadero entusiasmo, los Schneil nos refirieron los pasos concretos que se habían dado ya en los poblados para integrarlos al país. Las escuelas y las cooperativas agrícolas, por ejemplo. Tanto en Nuevo Mundo como en Nueva Luz funcionaban escuelas bilingües, con maestros nativos. Ya los veríamos.

¿Significaba esto que los machiguengas comenzaban a dejar de ser el pueblo primitivo, cerrado sobre sí mismo, pesimista, derrotado, que me habían descrito en 1958? En cierta forma, sí. Había en ellos, por lo menos en los machiguengas que ahora vivían en comunidad, menos reticencias a experimentar lo nuevo, a progresar, acaso más amor a la vida. Pero, en cuanto al aislamiento, no se podía hablar aún de cambios radicales. Porque, aunque nosotros llegaríamos a sus poblados en dos o tres horas en los aviones del Instituto, un viaje por río hasta esas aldeas, desde cualquier localidad importante de la Amazonía, era asunto de días y a veces de semanas. Así que, eso de haberse incorporado al Perú, era, ahora, algo menos remoto que en el pasado, pero todavía no una realidad.

¿Podría entrevistar en español a algunos machiguengas? Sí, algunos, aunque pocos. Por ejemplo, el cacique o gobernador de Nueva Luz lo hablaba con fluidez. ¿Cómo? ¿Ahora había caciques entre los machiguengas? ¿No había sido, acaso, distintivo mayor de la tribu no haber tenido nunca una organización política jerárquica, con jefes y subordinados? Sí, cierto. Antes. Pero ese sistema anárquico que era el suyo se explicaba por su dispersión; ahora, reunidos en aldeas, necesitaban autoridades. El administrador o jefe de Nueva Luz era un hombre joven y un magnífico líder comunitario, graduado en la Escuela Bíblica de Mazamari. ¿Pastor protestante, entonces? Bueno, en cierta forma. ¿Existía ya una traducción de la Biblia al machiguenga? Por supuesto, y era obra de ellos. En Nuevo Mundo y Nueva Luz podríamos filmar los ejemplares del Nuevo Testamento en machiguenga.

Me acordé de Mascarita, de nuestra última conversación en aquel cafetín de la avenida España. Volví a oír sus vituperios y profecías. Según lo que nos contaban los Schneil, los temores de Saúl Zuratas, aquella tarde, se habían venido confirmando. Al igual que otras tribus, los machiguengas se hallaban en pleno proceso de aculturación: la Biblia, escuelas bilingües, un líder evangelista, la propiedad privada, el valor del dinero, el comercio, sin duda ropas occidentales… ¿Había sido todo eso para bien? ¿Les había traído beneficios concretos como individuos y como pueblo, según aseguraban enfáticamente los Schneil? ¿O, más bien, de «salvajes» libres y soberanos habían empezado a convertirse en «zombies», caricaturas de occidentales, según la expresión de Mascarita? ¿Me bastaría una visita de apenas un par de días para darme cuenta? No, naturalmente que no me bastaría.

Aquella noche, en el bungalow de Yarinacocha, permanecí mucho rato desvelado, reflexionando. Por la tela metálica de la ventana, veía un pedazo de lago, con una estela dorada, pero a la luna -que imaginaba redonda y luciente- me la cubría un macizo de árboles. ¿Era buen o mal signo que Kashiri, ese astro macho, maligno a veces y otras benéfico, de la mitología machiguenga, me ocultara su cara con manchas? Habían pasado veintitrés años desde que dormí en uno de esos bungalows la primera vez, y, en todo ese tiempo, no sólo yo había cambiado, vivido mil experiencias, envejecido. También esos machiguengas que conocía, apenas, por dos breves testimonios de esta pareja de norteamericanos, mi conversación madrileña con un dominico y unos cuantos trabajos etnológicos, habían experimentado grandes cambios. Por lo visto, ya no encajaban en esas imágenes que yo había fraguado de ellos. Ya no eran ese puñado de seres indómitos y trágicos, esa sociedad fracturada en minúsculas familias, huyendo, huyendo siempre, del blanco, del mestizo, del serrano, de otras tribus, esperando y aceptando estoicamente la fatídica extinción individual y comunitaria, pero sin renunciar a su idioma, a sus dioses, a sus costumbres. Una irreprimible melancolía me embargó al pensar que esa sociedad pulverizada en el seno de los húmedos e inmensos bosques, a la que unos contadores de cuentos trashumantes servían de savia circulante, estaría desapareciendo.

¿Cuántas veces, en estos veintitrés años, había pensado en los machiguengas? ¿Cuántas veces había tratado de adivinarlos, de escribirlos, cuántos proyectos había hecho para viajar a sus tierras? Por culpa de ellos, todos los personajes o instituciones que pudieran parecerse o de alguna manera asociarse en el mundo con el hablador machiguenga habían ejercido una instantánea fascinación sobre mí. Como los troveros ambulantes de los sertones bahianos, que, acompañados por el bordón de su guitarra, entreveraban, en las polvorientas aldeas del Nordeste brasileño, viejos romances medievales y chismografías de la región. Me bastó ver a uno de ellos, aquella tarde, en el mercado de Uauá, para divisar, superponiéndose a la silueta del caboclo con chaleco y sombrero de cuero que contaba, cantando, ante un corro burlón, la historia de La princesa Magalona y los doce pares de Francia, la piel amarillo verdosa, decorada con simétricas rayas rojizas y manchas oscuras, del hablador semidesnudo que, lejísimos de allí, en una playita oculta bajo el ramaje del Madre de Dios, refería a una familia atenta, en cuclillas, la disputa a soplidos de Tasurinchi y Kientibakori de la que resultaron todos los seres buenos y malos de este mundo.

Pero todavía más que el trovero del sertón, fue el seanchaí irlandés quien me había evocado, y con qué fuerza, a los habladores machiguengas. Seanchaí: «decidor de viejas historias», «aquel que sabe cosas», tradujo al inglés, distraídamente, alguien, en un bar de Dublín. ¿Cómo explicar, si no es por los machiguengas, aquella emoción, aquel aceleramiento brusco en el pecho, que me llevó a entrometerme, a preguntar y, más tarde, a atosigar y enloquecer a conocidos y amigos irlandeses hasta que me pusieron frente a un seanchaí? Reliquia viviente de los viejos aedas de Hiberna, que, como aquellos antepasados suyos cuyas siluetas se confunden, en la noche de los tiempos, con los mitos y las leyendas célticas que son los cimientos culturales de Irlanda, el seanchaí cuenta aún, en nuestros días, en el calor humoso de un pub, en una fiesta suspensa de pronto ante el hechizo de su palabra, o en una casa familiar, junto a la chimenea, mientras afuera gotea la lluvia o ruge la tormenta, antiquísimas fábulas, historias épicas, amoríos terribles, inquietantes milagros. Es un patrón de bar, un chofer de camión, un pastor, un mendigo, alguien misteriosamente tocado por la varita mágica de la sabiduría y el arte de contar, de recordar, de reinventar y enriquecer lo ya contado a lo largo de los siglos, un mensajero de los tiempos del mito y de la magia, anteriores a la historia, a quien los irlandeses contemporáneos escuchan todavía, horas y horas, encandilados. Siempre supe que aquella emoción intensa con que viví ese viaje a Irlanda gracias al seanchaí, fue metafórica, una manera de escuchar, a través de él, al hablador y de vivir la ilusión de formar parte, apretado entre sus oyentes, de un auditorio machiguenga.

Y, por fin, mañana, de esta manera impremeditada, y guiado nada menos que por los propios esposos Schneil, iba a conocer a los machiguengas. ¿La vida tenía cosas de novela, pues? Sí señor, las tenía. «Te he dicho que quiero terminar con un zoom, coño, Alejandro», desvarió Lucho Llosa, en la cama de al lado, revolviéndose bajo el mosquitero.

Partimos al amanecer, en dos monomotores Cessna del Instituto, con tres pasajeros en cada uno. El piloto del avioncito en que iba yo, pese a su cara de adolescente, llevaba ya varios años con los lingüistas misioneros y, antes de pilotar sus aviones en la Amazonía, lo había hecho en las selvas de Centroamérica y en las de Borneo. Era una mañana diáfana, en la que, desde el aire, se podía seguir con pulcritud todos los meandros del Ucayali, primero, y, luego, del Urubamba -sus islotes, sus lanchas tartamudas con motor fuera de borda o pequepeques, sus canoas, sus caños, sus pongos, sus afluentes- y las diminutas aldeas que, muy de tanto en tanto, abrían un claro de cabañas y de tierra rojiza en la interminable llanura verde. Pasamos sobre la Colonia Penal del Sepa y sobre la misión dominicana de Sepahua y luego abandonamos el curso del Alto Urubamba, para seguir la enrevesada trayectoria del río Mipaya, una serpiente lodosa a cuyas orillas, a eso de las diez de la mañana, avistamos nuestro primer destino: Nuevo Mundo.

El nombre del Mipaya tenía resonancias históricas.

Bajo esta maraña vegetal proliferaron, hacía un siglo, campamentos caucheros Después de la terrible mortandad que la tribu sufrió, pasivamente, en los años del caucho, los ex caucheros arruinados intentaron en la década del veinte abrir haciendas en esta zona, proveyéndose de brazos mediante el viejo sistema de las cacerías de indígenas. Fue entonces que, aquí, a orillas del Mipaya, se produjo el único caso conocido en la historia de resistencia machiguenga. Cuando un hacendado de la región vino a llevarse a los jóvenes y a las mujeres, los machiguengas los recibieron a flechazos y mataron e hirieron a varios viracochas, antes de ser exterminados. La selva había cubierto el escenario con su espesa maleza de troncos, ramas, hojarasca, y no quedaba ya rastro de aquellas ignominias. Antes de aterrizar, el piloto trazó varios círculos sobre la veintena de cabañas de techos cónicos, a fin de que los machiguengas de Nuevo Mundo retiraran a los niños de la única calle del poblado, que servía de pista de aterrizaje.

Los Schneil venían en el mismo avión que yo, y, apenas los vieron descender del aparato, un centenar de vecinos los rodeó, dando muestras de mucha excitación y alegría. Todos pugnaban por tocarlos, palmearlos, y unos y otros hablaban al mismo tiempo en un lenguaje cadencioso, áspero, lleno de modulaciones extremas. Salvo la maestra, quien vestía falda y blusa y calzaba sandalias, todos los machiguengas andaban descalzos, ellos con un breve taparrabo o con cushma y ellas también con esas túnicas de algodón, ocres o grises, comunes a muchas tribus. Sólo algunas ancianas llevaban la pampanilla, delgada manta recogida en la cintura que les dejaba los pechos al aire. Casi todos, hombres y mujeres, lucían tatuajes rojizos o negros.

Ahí estaban, pues. Ésos eran los machiguengas.

No tuve ni tiempo de conmoverme. Para aprovechar al máximo la luz nos pusimos a trabajar de inmediato y, afortunadamente, ninguna catástrofe nos impidió tomar imágenes de las cabañas -todas idénticas: una simple plataforma de troncos sostenida sobre pilotes, unos delgados tabiques de caña que sólo cubrían la mitad de los lados, el penacho de hojas de palmera que era el techo, y unos interiores austeros, pues sólo albergaban esteras enrolladas, bateas, redes de pescar, arcos y flechas y puñaditos de yuca, maíz y unos porongos- ni entrevistar a la maestra, la única que podía expresarse, aunque con dificultad, en español. Era también la administradora de la tienda del pueblo, adonde dos veces al mes llegaba un lancha trayendo provisiones. Mis intentos de obtener de ella alguna información sobre los habladores fueron inútiles. ¿Alcanzaba a entender a quiénes me refería? Parecía que no. Me miraba con una expresión sorprendida, ligeramente inquieta, como rogándome que me volviera inteligible.

Aunque no podíamos conversar directamente con ellos, sino a través de los Schneil, los otros machiguengas se mostraron bastante serviciales y pudimos grabar algunos cantos y bailes y la refinada operación mediante la cual una anciana se iba pintando, en la cara, dibujos geométricos, con tintura de achiote. Tomamos vistas de los nacientes sembríos, de los corralitos de aves, de la escuela, y la maestra se empeñó en que escucháramos a los alumnos cantar el Himno Nacional en machiguenga. Uno de los niños tenía la cara destruida por esa especie de lepra que es la uta -los machiguengas la atribuyen a la picadura de una luciérnaga de color rosado, con el abdomen hirviendo de puntitos brillantes- y, por la manera desinhibida y natural con que actuaba y correteaba entre los otros chiquillos, no parecía, a simple vista al menos, objeto de discriminación y burlas a causa de su deformidad.

Cuando, al comenzar la tarde, cargábamos ya las cosas para emprender viaje al pueblo donde pernoctaríamos -Nueva Luz-, nos enteramos que Nuevo Mundo, probablemente, tendría que mudarse pronto de ubicación. ¿Qué había ocurrido? Una de esas arbitrariedades geográficas que son el pan de cada día en la selva. El río Mipaya, en la última estación de lluvias, a causa de la gran creciente, había modificado radicalmente su cauce, apartándose tanto de Nuevo Mundo que, ahora, al bajar las aguas a su nivel invernal, los vecinos tenían que hacer una larguísima caminata para llegar a sus orillas. Estaban, pues, buscando otro lugar, sujeto a menos contingencias, para instalar la aldea. No sería complicado para quienes se habían pasado la vida mudándose -sus ciudades, por lo visto, nacían también bajo el signo atávico de la marcha, del destino peripatético-, y, por otra parte, esas cabañas de troncos, cañas y hojas de palmera, eran más fáciles de desarmar y de volver a armar que las casitas de la civilización.

Nos explicaron que los veinte minutos de vuelo que nos tomó ir de Nuevo Mundo a Nueva Luz eran engañosos, pues, andando por la selva, esa distancia exigía cuando menos una semana de viaje, y, en canoa, un par de días.

Nueva Luz era el más antiguo de los pueblos machiguengas -acababa de celebrar su segundo cumpleaños- y tenía algo más del doble de cabañas y de vecinos que Nuevo Mundo. También aquí, sólo Martín, el curaca gobernador y maestro de la escuela bilingüe, vestía camisa, pantalón y zapatos y tenía los cabellos cortados a la manera occidental. Era bastante joven, menudo, de una seriedad funeral, y hablaba un español ágil, suelto y sincopado, lleno de apócopes. Igual que en la aldea anterior, en Nueva Luz el recibimiento de los machiguengas a los Schneil fue exuberante y ruidoso, y todo el resto del día y buena parte de la noche vimos a grupos e individuos esperando pacientemente que otros se despidieran para acercarse a ellos y entablar una conversación crepitante, adornada de gestos y ademanes.

También en Nueva Luz grabamos bailes, cantos, solos de tambora, la escuela, la tienda, los sembríos, los telares, los tatuajes, y una entrevista con el dirigente egresado de la Escuela Bíblica de Mazamari, un hombre joven, muy delgado, con el cabello cortado casi al rape, de gestos ceremoniosos. Era un discípulo aprovechado de sus maestros, pues, antes que de los machiguengas, prefería hablar de la Palabra, del Verbo, del Espíritu Santo. Tenía una manera cazurra de irse por las ramas y eternizarse en vaguedades bíblicas, cada vez que no quería contestar a una pregunta. Dos veces intenté tirarle la lengua sobre el tema de los habladores y, las dos, mirándome sin comprender, volvió a explicarme que ese libro que tenía en las rodillas era la palabra de Dios y de sus apóstoles en lengua machiguenga.

Terminado el trabajo nos fuimos a bañar en una quebrada del Mipaya, a unos quince minutos de marcha del pueblo, guiados por los dos aviadores del Instituto. Era el comienzo del crepúsculo, la hora más misteriosa y más bella de la Amazonía siempre que no haya aguacero. El sitio era un verdadero hallazgo. Un brazo del Mipaya se desviaba, por obra de un arrecife natural de rocas, formando una especie de ensenada, en la que se podía nadar en unas aguas quietas y tibias, o, si uno lo prefería, recibir, protegido por el rastrillo de rocas, el impacto de la corriente. Hasta el lacónico Alejandro Pérez comenzó a chapotear y a reírse, loco de felicidad en ese jacuzzi amazónico.

Cuando regresamos a Nueva Luz, el joven Martín (su cortesía era extremada y sus gestos de una elegancia real) me invitó una infusión de hierbaluisa, en su cabaña, contigua a la escuela y a la tienda del pueblo. Tenía un aparato transmisor de radio, con el que se comunicaba con la Base de Yarinacocha. Estábamos los dos solos en el cuarto cuyo aseo eran tan meticuloso como el del propio Martín; Lucho Llosa y Alejandro Pérez habían ido a ayudar a los pilotos a descargar las hamacas y mosquiteros en que dormiríamos. La luz caía rápidamente y crecían manchas de sombras a nuestro rededor. La selva entera había comenzado a chirriar sincrónicamente, igual que siempre a esta hora, recordándonos que, bajo su maraña verde, miríadas de insectos dominaban el mundo. Pronto, el cielo se llenaría de estrellas.

¿Creían de veras los machiguengas que las estrellas eran el fulgor que despedían las coronas de los espíritus? Martín, inmutable, asintió. ¿Que las estrellas fugaces era las flechas de fuego de esos diosecillos-niños, los Ananeriite, y el rocío del amanecer, sus orines? Martín esta vez se rió: sí, creían eso. ¿Y, ahora que los machiguengas habían dejado de andar, para echar raíces en aldeas, se caería el sol? Seguramente que no: Dios se encargaría de sostenerlo. Me examinó un momento, con expresión divertida: ¿cómo me había enterado yo de esas creencias? Le dije que los machiguengas me interesaban desde hacía casi un cuarto de siglo; que, desde entonces, procuraba leer todo lo que se escribía sobre ellos. Y le conté por qué. Mientras yo hablaba, su cara, benevolente y risueña al principio, fue tornándose grave, desconfiada. Me escuchó con severa atención, sin mover un músculo de la cara.

– Ya ve usted, mis preguntas sobre los habladores no eran una simple curiosidad, sino algo mucho más serio. Ellos son muy importantes para mí. Acaso tanto como para los machiguengas, Martín. -Él permanecía mudo y quieto, con una lucecita vigilante en el fondo de las pupilas-. ¿Por qué no ha querido contarme nada sobre ellos? Tampoco la maestra de Nuevo Mundo quiso decirme ni una palabra. ¿Por qué tanto misterio con los habladores, Martín?

Me aseguró que no comprendía lo que estaba diciéndole. ¿Qué era eso de los «habladores»? Nunca había oído hablar de ellos, ni en este pueblo ni en ningún otro de la comunidad. Quizás existían en otras tribus, pero no entre los machiguengas. Estaba diciéndome esto, cuando entraron los Schneil. ¿No nos habríamos tomado toda esa hierbaluisa, que era la más perfumada de la Amazonía, no? Martín cambió de tema y a mí me pareció prudente no insistir.

Pero, una hora más tarde, cuando nos despedimos de Martín, y, luego de armar mi hamaca y mosquitero en la cabaña que nos habían prestado, salí con los Schneil a tomar el fresco de la noche, paseando por el descampado circuido por las viviendas de Nueva Luz, el tema me vino a los labios otra vez, irresistible.

– En las pocas horas que he estado entre los machiguengas no he podido darme cuenta de muchas cosas -les dije-. Pero, al menos de una sí me he dado. Una cosa importante.

El cielo era un bosque de estrellas y una mancha de nubes ocultaba la luna, a la que sólo se presentía por un difuminado resplandor. En Nueva Luz habían encendido una fogata en una de las extremidades de la aldea, y, en su contorno, se insinuaban de pronto fugitivas siluetas. Todas las cabañas estaban a oscuras, con excepción de la que nos habían prestado, iluminada, a cincuenta metros de nosotros, con la luz verdosa de una lámpara portátil. Los Schneil esperaban que yo continuara. Caminábamos despacio, sobre un tierra blanda, de hierba alta. Pese a las botas, había comenzado a sentir, en los tobillos y empeines, las picaduras de los jejenes.

– ¿Y cuál es? -preguntó, por fin, la señora Schneil.

– Que todo esto es muy relativo -proseguí, atolondrado-. Quiero decir, lo de bautizar a este pueblo con el nombre de Nueva Luz y al curaca con el de Martín. Esto del Nuevo Testamento en machiguenga, esto de enviar a los nativos a las escuelas bíblicas y volverlos pastores. El paso violento de la vida nómada a la sedentaria. La occidentalización y cristianización aceleradas. La supuesta modernización. Me he dado cuenta que es pura apariencia. Por más que hayan comenzado a comerciar, a servirse del dinero, el peso de su propia tradición es mucho más fuerte en ellos que todo eso.

Me callé. ¿Los estaba ofendiendo? Yo mismo no sabía qué conclusión sacar de todo ese razonamiento precipitado.

– Sí, desde luego -tosió Edwin Schneil, algo confuso-. Naturalmente. Cientos de años de unas creencias, de unas costumbres, no desaparecen de la noche a la mañana. Tomará tiempo. Lo importante es que han comenzado a cambiar. Los machiguengas de ahora ya no son lo que eran cuando llegamos aquí, se lo aseguro.

– Me he dado cuenta que hay un fondo para ellos todavía intocable -lo interrumpí-. Tanto a la maestra de Nuevo Mundo como, aquí, a Martín, les pregunté sobre los habladores. Y la reacción de ambos fue idéntica: negar que existieran, aparentar no saber siquiera de qué les hablaba. Quiere decir que, aun en los machiguengas más occidentalizados, como la maestra y Martín, queda un reducto de lealtad hacia las creencias propias. Ciertos tabúes a los que no están dispuestos a renunciar. Por eso los mantienen rigurosamente ocultos de los forasteros.

– ¿Los habladores? -preguntó Edwin Schneil. Su sorpresa parecía genuina.

Hubo una larga pausa, en la que el chirriar de los invisibles insectos nocturnos pareció volverse ensordecedor. ¿Me iba a preguntar él a mí quiénes eran los habladores? ¿Me dirían también los Schneil, como la maestra y el curaca-pastor, que nunca habían oído hablar de ellos? Pensé que, de veras, los habladores no existían: yo los había inventado y domiciliado luego en falsos recuerdos para darles realidad.

– ¡Ah, los habladores! -exclamó la señora Schneil, por fin. Y crepitó ese vocablo o frase como de hojas pisoteadas. Me pareció que venía hasta mí, cruzando el tiempo, desde el bungalow a orillas de la cocha de Yarina donde lo había oído por primera vez cuando era poco más que un adolescente.

– Ah -repitió Edwin Schneil, remedando la crepitación, una, dos veces, con un dejo de desconcierto-. Los habladores. Los speakers. Sí, claro, es una traducción posible.

– ¿Y cómo sabe usted de ellos? -dijo la señora Schneil, volviendo un poco la cabeza hacia donde yo estaba.

– Por usted, por ustedes dos -murmuré.

Adiviné que, en la penumbra, abrían mucho los ojos y que cambiaban una mirada entre ellos, sin entender. Les revelé entonces que, desde aquella noche, en su bungalow, a orillas del lago de Yarina, en que me habían contado sobre ellos, los habladores machiguengas habían vivido conmigo, intrigándome, desasosegándome, y que desde entonces mil veces traté de imaginarlos en sus peregrinaciones a través de la floresta, recogiendo y llevando historias, cuentos, chismes, invenciones, de una islita machiguenga a otra, en ese mar amazónico en el que flotaban, a la deriva de la adversidad. Les dije que, por una razón difícil de explicar, la existencia de esos habladores, saber lo que hacían y la función que ello tenía en la vida de su pueblo, había sido en esos veintitrés años un gran estímulo para mi propio trabajo, una fuente de inspiración y un ejemplo que me hubiera gustado emular. Me di cuenta de que hablaba con exaltación y me callé.

Sin habernos puesto de acuerdo, nos habíamos detenido junto a un alto de troncos y ramas, amontonados en el centro del claro como para encender una hoguera. Nos habíamos sentado o recostado contra los leños. Ahora se veía a Kashiri, en cuarto creciente, de un amarillo anaranjado, rodeada de su vasto harén de luciérnagas chisporroteantes. Además de los jejenes había muchos zancudos y teníamos que manotear todo el tiempo para alejarlos de nuestras caras.

– Bueno, qué curioso, quién se hubiera imaginado que usted recordara eso, y, sobre todo, que llegara a tener tanta significación en su vida -dijo por fin, por decir algo, Edwin Schneil. Parecía perplejo y algo incómodo-. Yo ni me acordaba que aquella vez habíamos tocado el tema de ¿los contadores?, no, de los ¿habladores, verdad? Qué curioso, qué curioso.

– No me sorprende nada que Martín y la maestra de Nuevo Mundo no hayan querido decirle nada sobre ellos -intervino, luego de un momento, la señora Schneil-. Es un tema que a ningún machiguenga le gusta tocar. Un asunto muy privado, muy secreto. Ni con nosotros, que los conocemos ya tanto tiempo, que hemos visto nacer a muchísimos de ellos. Yo no lo entiendo. Porque ellos lo cuentan todo, de sus creencias, de sus ritos con el ayahuasca, de los brujos. No tienen reservas sobre nada. Pero sobre los habladores,-sí. Es lo único que evitan siempre. Edwin y yo nos hemos preguntado muchas veces por qué ese tabú.

– Sí, es una cosa extraña -asintió Edwin Schneil-. No se comprende, porque ellos son muy comunicativos y jamás tienen reparos en contestar cualquier pregunta. Los mejores informantes del mundo, pregúnteselo a cualquier antropólogo que haya estado por acá. Tal vez no les gusta hablar de ellos, ni que se los conozca, porque los habladores son depositarios de los secretos de la familia. Saben todas las intimidades de los machiguengas. ¿Cómo es ese dicho? ¿Que los trapos sucios sólo deben lavarse en casa, no es eso? Tal vez el tabú sobre los habladores responde a un sentimiento parecido.

En la oscuridad, la señora Schneil se rió.

– Bueno, es una, teoría que a mí no me convence -dijo-. Porque los machiguengas no son nada reservados sobre las cosas íntimas. Si usted supiera las veces que me han dejado atónita y con la cara ardiendo por lo que contaban…

– Pero, en todo caso, le aseguro que se equivoca si cree que es un tabú religioso -afirmó Edwin Schneil-. No lo es. Los habladores no son brujos ni sacerdotes, como el seripigari o el machikanari. Son simplemente eso, habladores.

– Ya lo sé -le dije-. Ya me lo explicó usted la primera vez. Y es eso, precisamente, lo que a mí me conmueve. Que los machiguengas consideren tan importantes, como para guardarlos en secreto, a unos simples contadores de cuentos.

De tanto en tanto, una sombra silente pasaba junto a nosotros, crepitaba brevemente, los Schneil crepitaban una respuesta que debía equivaler a un «buenas noches», y la sombra desaparecía en la tiniebla. Ningún ruido venía de las cabañas. ¿Dormía ya todo el pueblo?

– ¿Y en todos estos años no oyeron nunca a un hablador? -les pregunté.

– Yo no he tenido esa suerte -dijo la señora Schneil-. A mí no me dieron hasta ahora la oportunidad. Pero a Edwin, sí.

– Y hasta dos veces -se rió él-. Aunque, en un cuarto de siglo, no es mucho, ¿verdad? Espero que esto que le digo no lo vaya a defraudar, pero creo que no me gustaría repetir la experiencia.

La primera vez había sido de pura casualidad, hacía de eso lo menos diez años. Los Schneil llevaban unos meses viviendo en un pequeño asentamiento machiguenga del río Tikompinía, y, una mañana, dejando allí a su esposa, Edwin fue a hacer una visita a otra familia de la comunidad, a algunas horas de canoa, río arriba. Viajó acompañado de un chiquillo, que lo ayudaba a remar. Cuando llegaron, encontraron que, en vez de los cinco o seis machiguengas que vivían allí, y a los que Edwin Schneil conocía, había lo menos una veintena, algunos venidos de caseríos lejanos. Estaban en cuclillas en medio círculo, viejos y niños, hombres y mujeres, en torno a un hombre que peroraba, sentado y con las piernas cruzadas, encarándolos. Era un hablador. Nadie objetó que Edwin Schneil y el muchacho se sentaran también, a escuchar. Y el hablador no interrumpió su monólogo mientras ellos se incorporaban al auditorio.

– Era bastante viejito y hablaba tan rápido que me costó trabajo seguirlo. Ya debía llevar buen tiempo hablando. No parecía cansado ni mucho menos. El espectáculo duró varias horas más todavía. A ratos, le alcanzaban una calabaza de masato para que se aclarara la garganta con un traguito. No, nunca había visto antes a ese hablador. Bastante viejo, a primera vista, aunque, usted sabe, aquí en la selva se envejece rápido. Viejo, entre los machiguengas, puede significar treinta años. Era un hombre bajo, fortachón, muy expresivo. Yo, usted, cualquiera que hable y hable esa cantidad de horas, quedaría ronco y extenuado. Pero él, no. Hablaba y hablaba, con mucha energía. En fin, era su oficio y sin duda lo hacía bien.

¿De qué hablaba? Bueno, imposible recordarlo. ¡Qué caos! De todo un poco, de las cosas que se le venían a la cabeza. De lo que había hecho la víspera y de los cuatro mundos del cosmos machiguenga, de sus viajes, de hierbas mágicas, de las gentes que había conocido y de los dioses, diosecillos y seres fabulosos del panteón de la tribu. De los animales que había visto y de la geografía celeste, un laberinto de ríos cuyos nombres no hay quien recuerde. A Edwin Schneil le costaba trabajo seguir, concentrado, ese torrente de palabras en que se saltaba dé una cosecha de yucas a los ejércitos de demonios de Kientibakori, el espíritu del mal, y de allí a los partos, matrimonios y muertes en las familias o las iniquidades del tiempo de la sangría de árboles, como llamaban ellos a la época del caucho. Muy pronto, Edwin Schneil estuvo más interesado que en el hablador, en la atención fascinada, estática, con que los machiguengas lo escuchaban, celebrando sus chistes a grandes carcajadas o entristeciéndose con él. Las pupilas ávidas, boquiabiertos, las cabezas enhiestas, no se perdían una pausa, una inflexión, de lo que el hombre decía.

Yo escuchaba al lingüista como ellos a aquél. Sí, existían, y se parecían a los de mi sueños.

– La verdad, me acuerdo poco de lo que contaba -dijo Edwin Schneil-. Le doy sólo unos ejemplos. ¡Qué mescolanza! Me acuerdo, sí, que contó la ceremonia de iniciación de un joven chamán, con el ayahuasca, bajo la dirección de un seripigari. Relató las visiones que tuvo. Extrañas, incoherentes, como ciertos poemas modernos. Habló, también, de las propiedades de un pajarito, el chobíburiti; si se entierran los huesecillos del ala, machacados, en el suelo de la casa, está garantizada la concordia familiar.

– Aplicamos la receta y, la verdad, no nos dio tan buenos resultados -bromeó la señora Schneil-. ¿Qué dices tú, Edwin?

Él se rió.

– Los entretienen, son sus películas, su televisión -añadió, ya serio, después de una pausa-. Sus libros, sus circos, esas diversiones que tenemos los civilizados. Para ellos, la diversión es una sola en el mundo. Los habladores no son nada más que eso.

– Nada menos que eso -lo corregí yo, suavemente.

– ¿Sí? -dijo él, desconcertado-. Bueno, sí. Pero, perdóneme que insista, no creo que haya nada religioso detrás. Por eso llama la atención todo ese misterio, el secreto de que los rodean.

– Se rodea de misterio lo que para uno es importante -se me ocurrió decir.

– Sobre eso no hay la menor duda -afirmó la señora Schneil-. Para ellos, los habladores son muy importantes. Pero no hemos descubierto por qué.

Pasó otra sombra furtiva, crepitó y los Schneil crepitaron. Le pregunté a Edwin si había conversado, aquella vez, con el viejo hablador.

– Apenas tuve tiempo. La verdad, cuando terminó de hablar, ya estaba rendido, me dolían todos los huesos. Así que en seguida me dormí. Dése cuenta, cuatro o cinco horas sentado, sin cambiar de postura, después de remar contra la corriente casi todo el día. Y oyendo ese chisporroteo de anécdotas. No tenía ánimos para nada. Me eché a dormir y, cuando desperté, el hablador ya se había marchado. Como a los machiguengas no les gusta hablar del asunto, no he vuelto a saber de él.

Ahí estaba. En la rumorosa oscuridad de Nueva Luz que me envolvía, lo vi: la piel entre cobriza y verdosa, recogida por los años en pliegues innumerables; los pómulos, la nariz, la frente engalanada con rayas y círculos cuya función era protegerlo de la zarpa y los colmillos de la fiera, las inclemencias de los elementos y la magia y los dardos del enemigo; bajito, de piernas cortas y nudosas, un pequeño lienzo en la cintura, y, sin duda, un arco y un bolsón lleno de flechas en la mano. Ahí estaba: andando entre los matorrales y los troncos, semiinvisible en la tupida maraña, andando, andando, después de haber hablado diez horas, hacia su próximo auditorio, para seguir hablando. ¿Cuántos años llevaba haciéndolo? ¿Cómo había comenzado? ¿Era un quehacer que se heredaba? ¿Uno lo elegía? ¿Se lo imponían los demás?

La voz de la señora Schneil borró la imagen:

– Cuéntale del otro hablador -dijo-. Ese que fue tan agresivo. El albino. Le interesará, sin duda.

– Bueno, no sé si era realmente un albino -se rió, en la oscuridad, Edwin Schneil-. Le decíamos también el gringo, entre nosotros.

Esta vez no había sido de casualidad. Edwin Schneil estaba en un asentamiento del río Timpía, con una familia de antiguos conocidos, cuando sorpresivamente llegaron allí otras familias de los contornos, en estado de gran excitación. Edwin advirtió conciliábulos; lo señalaban, se apartaban para discutir. Adivinó el motivo de su alarma. Les dijo que no se preocuparan, se iría de inmediato. Hubo un momentáneo consenso sin embargo, a insistencia de los dueños de casa, y le indicaron que podía quedarse. Pero cuando llegó el que esperaban, surgió una nueva discusión, áspera, larga, porque el hablador exigió de mal modo, gesticulando, que el forastero se fuera, en tanto que la familia del lugar estaba empeñada en que se quedara. Edwin Schneil optó por despedirse de sus huéspedes, diciéndoles que no quería ser la causa de una disputa. Hizo un lío con sus cosas y se marchó. Iba rumbo a otro asentamiento, por la trocha, cuando los machiguengas donde estuvo alojado vinieron a darle alcance. Podía regresar, podía quedarse. Habían convencido al hablador.

– La verdad, no estaban convencidos ni unos ni otros de que yo me quedara y menos todavía que ellos el hablador -añadió-. A éste no le hacía ninguna gracia mi presencia allí. Me hizo sentir su hostilidad no mirándome ni una sola vez. Ésa es la manera machiguenga: volverlo a uno invisible con su odio. Pero esa familia del Timpía y nosotros teníamos una relación muy estrecha, un parentesco espiritual, nos tratábamos de «padres» e «hijos»…

– ¿Es muy fuerte la ley de la hospitalidad entre los machiguengas?

– La ley del parentesco, más bien -dijo la señora Schneil-. Si unos «parientes» van a alojarse a casa de otros, son tratados como príncipes. No ocurre con frecuencia, por las grandes distancias a que viven. Por eso hicieron regresar a Edwin y se resignaron a que oyera al hablador. No querían ofender a un «pariente».

– Mejor hubieran sido menos hospitalarios y me hubieran dejado partir -suspiró Edwin Schneil-. Todavía me duelen los huesos, y, sobre todo, la boca, de tanto bostezar, recordando esa noche.

El hablador había comenzado sus relatos al atardecer, antes de que se ocultara el sol, y habló todo el resto de la noche, sin interrupción. Cuando calló, la luz encendía las copas de los árboles. Era cerca de media mañana. Edwin Schneil tenía las piernas tan acalambradas, tantas agujetas en el cuerpo, que habían tenido que ayudarlo a ponerse de pie, a dar unos pasos, a aprender de nuevo a andar.

– Nunca he sentido tanta desazón en mi vida -murmuró-. No podía más de la fatiga, de la incomodidad. Toda una noche resistiendo el sueño, el dolor de los músculos. Si me hubiera levantado, se hubieran resentido muchísimo. Sólo la primera hora, o tal vez las dos primeras, estuve siguiendo los cuentos. Después, no hice otra cosa que luchar conmigo mismo para no caer dormido. Y, a pesar de mis esfuerzos, todo el tiempo se me iba la cabeza a un lado y a otro, como el badajo de una campana.

Se rió, bajito, enfrascado en sus recuerdos.

– Edwin todavía tiene pesadillas, acordándose de esa noche en vela, aguantando los bostezos y sobándose las piernas -se rió la señora Schneil.

– ¿Y el hablador? -pregunté.

– Tenía un gran lunar -dijo Edwin Schneil. Hizo una pausa, buscando sus recuerdos o las palabras para describirlos-. Y unos pelos más colorados que los míos. Un tipo raro. Lo que los machiguengas llaman un serigórompi. Quiere decir un excéntrico, alguien distinto de lo normal. Por esos pelos color zanahoria le decimos el albino, el gringo, entre nosotros.

En mis tobillos, los jejenes estaban haciendo estragos. Sentía sus lancetas y me parecía verlas, hundiéndose en la piel, que, ahora, se hincharía en pequeños abscesos de intolerable escozor: era el precio que tenía que pagar cada vez que venía a la selva. La Amazonía no había dejado de cobrármelo nunca.

– ¿Un gran lunar? -balbuceé, con dificultad-. ¿Quiere usted decir, la uta? ¿Tenía, como el chiquillo que vimos esta mañana en Nuevo Mundo…?

– No, no, un lunar, un gran lunar oscuro -me atajó Edwin Schneil, alzando la mano-. Le cubría todo el lado derecho de la cara. Una apariencia impresionante, le aseguro. No había visto un hombre con un lunar así, nunca, ni entre los machiguengas ni en otra parte. Y no lo he vuelto a ver, tampoco.

Sentí, también, las picaduras de los zancudos en todas las partes descubiertas del cuerpo: la cara, el cuello, los brazos, las manos. Las nubes que la ocultaban se habían corrido y, ahora, Kashiri estaba allí, incompleta y lúcida, mirándonos. Un escalofrío me cruzó el cuerpo, de la cabeza a los pies.

– ¿Tenía los pelos colorados? -murmuré, muy lentamente. Se me había secado la boca y mis manos, en cambio, sudaban.

– Más que yo -se rió él-. Un verdadero gringo, palabra. Tal vez un albino, después de todo. No tuve mucho tiempo de observarlo, tampoco. Ya le dije en qué estado quedé, después de esa sesión de cuentos. Como anestesiado. Y cuando desperté, él ya se había marchado, por supuesto. Para no tener que hablar conmigo ni verme más la cara.

– ¿Qué edad podía tener? -articulé, con una fatiga grande, como si fuera yo el que hubiera estado hablando toda la noche.

Edwin Schneil se encogió de hombros.

– Quién sabe -suspiró-. Ya se habrá dado cuenta lo difícil que es adivinarles la edad. Ellos no lo saben, no la calculan a la manera nuestra, y, además, todos alcanzan muy pronto esa edad promedio. La edad machiguenga, diremos. Pero más joven que yo, seguramente. Como usted, tal vez, o acaso menos.

Tosí, sin ganas, dos o tres veces, disimulando mi ansiedad. Y sentí, de pronto, unas ganas feroces, inaguantables, de fumar. Como si todos los poros del cuerpo se me hubieran abierto de repente exigiendo aspirar una, mil bocanadas de humo. Hacía cinco años que había fumado el que creí sería mi último cigarrillo, estaba seguro de haberme librado para siempre del tabaco, hacía ya bastante que el simple olor del cigarrillo me irritaba, y he aquí que, de pronto, en la noche de Nueva Luz, de no sé qué profundidades misteriosas, surgía, avasallador, urgentísimo, el deseo de fumar.

– ¿Hablaba bien el machiguenga? -me oí decir, bajito.

– Bien? -preguntó Edwin Schneil-. Bueno, hablaba, hablaba sin parar, sin pausas, sin puntos. -Se rió, exagerando-. Como hablan los habladores. Contando todas las cosas habidas y por haber. Era lo que era, pues.

– Sí -dije yo-. Quiero decir, el machiguenga, ¿lo hablaba bien? ¿No podía ser…?

– ¿Sí? -dijo Edwin Schneil.

– Nada -dije yo-. Una tontería. Nada, nada.

Todavía, como en sueños, creyendo estar muy atento a las lancetas de los jejenes y de los zancudos y al deseo de fumar, debo haber preguntado a Edwin Schneil, con un extraño dolor en las mandíbulas y en la lengua, como si las tuviera extenuadas de tanto usarlas, cuánto tiempo hacía que ocurrió aquello -«Oh, hará unos tres años y medio», respondió- y si lo había vuelto a oír, ver o a saber de él, y haberle escuchado responder que no a las tres preguntas: ya lo sabía yo, era un tema sobre el que los machiguengas no se mostraban locuaces.

Cuando me despedí de los Schneil -dormían en la casa de Martín, ellos- y fui a la cabaña donde estaba mi hamaca, desperté a Lucho Llosa, para pedirle un cigarrillo. «¿Desde cuándo fumas?», se extrañó, alcanzándome uno, con manos torpes de sueño.

No lo encendí. Lo tuve entre los dedos, en los labios, mimando los gestos del fumar, en el curso de esa larga noche, mientras me balanceaba suavemente en la hamaca, oía la respiración pausada de Lucho, de Alejandro y de los pilotos, oía chirriar el bosque y sentía pasar, uno por uno, lentos, solemnes, inverosímiles, impregnados de pasmo, los segundos.

Retornamos a Yarinacocha muy temprano. Debimos hacer un aterrizaje imprevisto, a medio vuelo, porque nos sorprendió un temporal. En el pequeño poblado campa donde nos refugiamos, a orillas del Urubamba, había un misionero norteamericano, que parecía uno de esos personajes faulknerianos de una sola idea, testarudez intrépida y alarmante heroísmo. Vivía en esas soledades hacía ya años, con su mujer y varios hijos pequeños, y, en la memoria, lo veo todavía, bajo el aguacero torrencial, dirigiendo con enérgicos movimientos de los brazos unos himnos que él mismo, para dar el ejemplo, entonaba a voz en cuello, bajo un cobertizo que las trombas de agua amenazaban con arrancar en cualquier momento. La veintena de campas movía apenas los labios, daba la impresión de no emitir ningún sonido, pero lo miraba fijamente, con la atención y el embeleso con que seguramente los machiguengas miraban a sus habladores.

Cuando reanudamos el vuelo, los Schneil me preguntaron si no me sentía bien. Respondí que perfectamente, aunque algo cansado, pues había dormido poco. En Yarinacocha, estuvimos apenas los minutos indispensables para trepar a un jeep que nos llevara a Pucallpa, a fin de alcanzar el vuelo de Faucett a Lima. En el avión, Lucho me preguntó: «¿Y esa cara? ¿Qué es lo que salió mal esta vez?» Estuve a punto de revelarle por qué andaba yo mudo y como alelado, pero en cuanto abrí la boca me di cuenta que no iba a poder. No cabía en una anécdota; era demasiado irreal y literario para ser verosímil y demasiado serio para bromear como si se tratara de una simple ocurrencia.

Ahora sabía la razón del tabú. ¿La sabía? Sí. ¿Podía ser posible? Sí, podía. Por eso eludían hablar de ellos, por eso se los habían ocultado celosamente a los antropólogos, a los lingüistas,_ a los misioneros dominicos en los últimos veinte años, por eso no asomaban en los escritos de los etnólogos contemporáneos sobre los machiguengas. No protegían a la institución, al hablador en abstracto. Lo protegían a él. A pedido de él mismo, sin duda. No despertar la curiosidad del viracocha sobre ese extraordinario injerto en la tribu. Y ellos lo habían venido haciendo como él se lo pidió, desde hacía tantos años, guareciéndolo dentro de un tabú que fue contagiándose a la institución toda, al hablador en abstracto. Si había sido así, lo respetaban mucho. Si era así, para ellos él era ya uno de ellos.

Empezamos a editar el programa esa misma medianoche, en el Canal, después de haber ido a nuestras casas a ducharnos, cambiarnos, y, yo, a una farmacia en busca de pomadas y antialérgicos para las picaduras de los jejenes. Decidimos que el programa tuviera el formato de un diario de viaje, en el que iría mezclando comentarios y recuerdos con las entrevistas hechas en Yarinacocha y en el Alto Urubamba. Como siempre, Moshé, mientras visionaba el material, iba riñéndonos por no haber tomado esas imágenes de aquella otra manera o por haberlas tomado de ésta. Entonces, me acordé que él también era judío.

– ¿Cómo te llevas con el pueblo elegido, aquí en el Perú?

– Como la mona, por supuesto -me dijo-. ¿Por qué? ¿Quieres circuncidarte?

– A que no me haces un favor. ¿Habría manera de averiguar dónde anda una familia de la comunidad que se fue a Israel?

– ¿Vamos a hacer una Torre de Babel sobre los kibbutz? -preguntó Lucho-. Entonces, habrá que hacer otra sobre los refugiados palestinos. Pero, cómo, ¿no se acaba el programa la próxima semana?

– Los Zuratas. El padre, Don Salomón, tenía una tiendecita en Breña. Yo era amigo de su hijo, Saúl. Se fueron a Israel a comienzos de los años sesenta, parece. Si fuera posible saber su dirección allá, me harías un gran favor.

– Veré qué puedo hacer -me contestó Moshé-. Me imagino que en la comunidad llevan un registro de esas cosas.

El programa sobre el Instituto Lingüístico y los machiguengas salió más largo de lo previsto. Cuando lo entregamos a Control nos advirtieron que ese domingo había un espacio vendido, a horas inmutables, de modo que, si no lo reducíamos nosotros mismos a una hora justa, lo haría el operador al momento de sacarlo al aire, a la bruta. Tuvimos que cortarlo a la carrera y echando bilis pues el tiempo nos ganaba. Ya para entonces estábamos editando la última Torre de Babel, la del domingo siguiente. Habíamos acordado que ésta fuera una antología de los veinticuatro programas anteriores. Pero, como siempre, tuvimos que cambiar los planes. Desde que iniciamos el programa, yo había intentado convencer a Doris Gibson que se dejara entrevistar y nos ayudara a hacer una nota sobre su vida de fundadora y directora de revistas, mujer de empresa, luchadora contra las dictaduras y víctima de ellas -en una célebre ocasión había abofeteado a los policías que venían a requisar los ejemplares de Caretas- y, sobre todo, de mujer que, en una sociedad entonces mucho más machista y prejuiciosa que la de ahora, había sido capaz de abrirse camino y tener éxito en dominios que se creían monopolio del hombre. A la vez, Doris había sido una de las mujeres más bellas de Lima, cortejada por millonarios y musa de pintores y poetas célebres. La impetuosa Doris, que sin embargo es muy tímida, se negó a mi pedido pues decía que la cámara la intimidaba. Pero esa última semana cambió de opinión y me mandó decir que aceptaba aparecer en el programa.

La entrevisté, pues, y esa entrevista, junto con la antología, puso fin a La Torre de Babel. Fiel a su destino, el último programa, que Moshé, Lucho, Alejandro y yo vimos en mi casa, alrededor de una mesa con viandas chinas y vasos de cerveza helada, fue víctima de un imponderable técnico. Por una de esas misteriosas razones -el sabotaje celeste- que eran el pan de cada día en el Canal, en el momento de la transmisión una inesperada música de jazz se hizo presente y acompañó, como fondo sonoro, todas las anécdotas que Doris contaba sobre la dictadura del General Odría, los secuestros policiales de Caretas o la pintura de Sérvulo Gutiérrez.

Cuando terminó el programa y estábamos brindando por su muerte y no-resurrección, sonó el teléfono. Era Doris, para preguntarme si no hubiera sido más apropiado que, en vez de esos compases de jazz un tanto insólitos, hubiésemos animado su entrevista con yaravíes arequipeños (ella es, entre otras cosas, una arequipeña recalcitrante). Cuando Lucho, Moshé y Alejandro terminaron de reírse de las explicaciones que yo había inventado para justificar la presencia del jazz en el programa, Moshé dijo:

– A propósito, me estaba olvidando. Ya te hice la averiguación.

Había pasado más de una semana y yo no se lo había recordado, porque imaginaba la respuesta y me asustaba un poco que me la confirmara.

– Parece que no se fueron a Israel -dijo-. ¿De dónde sacaste que se fueron?

– ¿Los Zuratas? -le pregunté, sabiendo muy bien de lo que hablaba.

– Por los menos, Don Salomón Zuratas no se fue. Se murió aquí. Está enterrado en el cementerio judío de Lima, el de la avenida Colonial. -Moshé sacó un papelito del bolsillo y leyó-. El 23 de octubre de 1960. Ese día lo sepultaron, para más datos. Mi abuelo lo conocía y estuvo en su entierro. Respecto a su hijo, a tu amigo, quizás él se fuera a Israel, pero no he podido averiguar nada. A todos los que les pregunté, no saben nada.

Pero yo sí, pensé. Yo lo sé todo.

– ¿Tenía un gran lunar en la cara? -preguntó Moshé-. Mi abuelo se acuerda incluso de eso. ¿Le decían el fantasma de la ópera?

– Uno enorme. Le decíamos Mascarita.

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