Cuarta Parte

EL PROYECTO MANHATTAN

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El Llanero Solitario

Entre las muchas actividades criminales en las que participaba Richard, dirigía también una cuadrilla de ladrones de casas. Los miembros de la cuadrilla eran Al Rinke, Gary Smith, Danny Deppner y Percy House. Richard había ido conociéndolos a lo largo de los años en la tienda de Phil Solimene. Entraban en casas de toda Nueva Jersey y robaban todos los objetos de valor que pudieran llevarse. Una buena parte de lo robado lo vendía Phil Solimene, repartiendo los beneficios con la banda. Hasta se llevaban los coches de los garajes de las casas. Richard era tanto el cerebro como el músculo de la cuadrilla, y también era el que imponía disciplina: se cercioraba de que nadie hablara ni hiciera nada que comprometiera a la banda o, peor todavía, a él mismo.

El capataz era Percy House. Era un hombre bajito, rechoncho, brusco, que siempre daba la impresión de ir sin lavar y sin afeitar… un sujeto verdaderamente desagradable. Gary Smith era alto, desgarbado, y llevaba unas gafas gruesas de plástico negro, barba al estilo de Abraham Lincoln, y tenía labio leporino. Danny Deppner también era alto y delgado, ancho de hombros y fuerte, con cabellera negra e indómita que siempre parecía revuelta por el viento. Al Rinke era pequeño y frágil y parecía un ratón. Ninguno de ellos tenía siquiera estudios secundarios, y no eran muy listos, pero obedecían bastante bien las órdenes y, en general, hacían lo que les decía Richard. Todos tenían un miedo mortal a Richard. Por entonces, Richard se había ganado una reputación merecida de hombre peligroso, de asesino frío, y era un depredador que ocupaba el lugar más alto en la pirámide alimenticia del mundo criminal. Lo que decía, valía. Era el jefe. El juez supremo. Dios.

En aquel mundo imperaba la ley del más fuerte.

Richard siempre había querido tener su propia banda, al estilo de las familias de la Mafia. También a él le habría gustado ingresar en una familia mafiosa; pero sabía que era imposible, porque no era italiano, de modo que en cierto modo se dedicaba a desarrollar su propio imperio criminal, a su manera. El problema era que aquellos tipos eran indisciplinados y cortos de entendederas. A la larga, se convertirían en el punto flaco del camuflaje que hacía invisible a Richard, poniendo fin a su increíble buena suerte.


Louis Masgay tenía un bazar en Forty Fort, en Pensilvania. Compraba a Phil Solimene mucho material que vendía en su tienda. También acudía los fines de semana por la noche a las partidas de cartas en la tienda de Solimene. Masgay había comprado a Solimene y a Richard cintas vírgenes de vídeo robadas. Quería más, y no dejaba de insistir a Richard: «¿Cuándo tendréis más? Me llevo todas las que tengáis… pago al contado… sin hacer preguntas».

La cosa siguió así durante meses. Masgay empezaba a fastidiar a Richard, que procuraba darle esquinazo. Pero Masgay seguía apareciendo por la tienda de Solimene, pidiendo un buen cargamento de cintas vírgenes, diciendo que tenía «dinero al contado».

Por fin, el primer día de julio de 1981, Masgay se pasó por la tienda de Solimene a última hora. Solimene le dijo que acababa de llegar un nuevo cargamento de cintas robadas. Masgay se alegró mucho. Solimene le preguntó si tenía el dinero al contado. Louis Masgay, que se fiaba de Solimene, le dijo que sí, que el dinero estaba escondido dentro de la puerta de su furgoneta. Solimene, al oír esto, tomó el teléfono y llamó a Richard (era de las pocas personas que tenían el número de teléfono de casa de Richard) y le dijo lo que había. Richard dijo que llegaría allí dentro de una hora. Masgay se alegró.

Richard entró en la tienda al cabo de una hora. Llevaba en el bolsillo una pistola del 22 con silenciador. La tienda ya estaba cerrada.

– ¿Dónde está? -preguntó Richard.

– En el baño -dijo Solimene.

Richard se dirigió tranquilamente al baño, sacando por el camino la pistola del 22. Sin decir palabra, abrió bruscamente la puerta del baño. Masgay, sorprendido, estaba sentado en el retrete. Richard levantó la pistola y le pegó un tiro en la frente, por encima del ojo izquierdo, y un segundo tiro en plena frente, que lo dejó muerto al instante.

– Espero que no te moleste que lo haya hecho aquí mismo -dijo Richard.

– Aunque me molestara, ya no tendría remedio -dijo Solimene. Richard confiaba en Phil Solimene. Habían hecho juntos muchas cosas ilegales a lo largo de los años sin que hubiera habido problemas nunca. Richard tenía a Solimene por amigo; era, quizá, el único amigo que había tenido en su vida.

Metieron a Louis Masgay en una bolsa grande de plástico negro, fueron a la furgoneta de Masgay, desmontaron por dentro la puerta y encontraron allí un bonito fajo de billetes sujetos con dos gomas elásticas. Contaron el dinero en la tienda; había noventa mil dólares. Richard y Solimene se repartieron el dinero a partes iguales. Richard metió a Masgay en su furgoneta y se llevó el cadáver al almacén que tenía en North Bergen. Al fondo del local había un hoyo, un antiguo pozo del que brotaba un manantial de agua fría como el hielo.

Entre Robert Pronge y Richard habían congelado una vez a un hombre al que había matado Pronge, y habían guardado el cuerpo en un congelador para carne. La esposa de aquel hombre se había puesto en contacto con Pronge y le había pedido que matara a su marido para que ella pudiera cobrar el dinero del seguro. Para que aquello saliera bien, tenía que parecer que el hombre había muerto en fecha posterior a la fecha efectiva del asesinato, para que a la mujer le diera tiempo de preparar la póliza de seguro.

Pronge mató al hombre con su espray de cianuro en presencia de Richard; lo guardaron congelado durante varios meses, y por último lo dejaron en un lugar visible. La viuda cobró, en efecto, el seguro de vida, que repartió con Richard y con Pronge.

Richard se estaba preguntando si el agua casi congelada del pozo serviría para retardar el proceso de descomposición de un cadáver. Solimene le había dicho que la familia de Richard Masgay sabía que este había ido a visitarlo, y Richard pensaba congelar a Masgay para dejarlo en un lugar visible meses más tarde. Richard llevó el cadáver de Masgay al pozo y lo echó dentro, le puso encima un neumático, después una tabla de madera contrachapada, y vertió por fin algo de cemento sobre la madera, cegando casi por completo el hoyo. Se volvió a la tienda de Solimene, y este siguió a Richard, que llevó la furgoneta de Masgay a la carretera de peaje y la dejó al borde de la carretera, a la vista de todo el mundo. Richard se subió al coche de Solimene y los dos se volvieron de nuevo a la tienda.

Otro trabajo bien hecho, al parecer. Solimene y Richard se abrazaron y se dieron la mano, y Richard se volvió a Dumont con cuarenta y cinco mil dólares en el bolsillo, asegurándose de que no lo seguía nadie por el camino, escuchando música country.


Pero Phil Solimene tenía la boca muy grande. Varias semanas después del asesinato, contó a Percy House lo que habían hecho a Masgay, y le contó también que Richard había matado a George Malliband. Solimene debía dinero a House y este le estaba apretando los tornillos, y Solimene, a su vez, amenazaba a House con Richard a base de indirectas.

Percy House acabó contando a otros miembros de la banda lo que había oído, y estos, a su vez, se lo contaron a otras personas, a sus esposas, a sus amigos… y al cabo de poco tiempo ya había docenas de personas que sabían lo relativo a los asesinatos de Malliband y de Masgay.

Así, por primera vez, empezaba a descubrirse el pastel, como suele decirse.

42

La banda que no sabía disparar

Pat Kane, el joven que se había licenciado de las Fuerzas Aéreas y que se había hecho agente de la Policía estatal convencido por su hermano Ed, ya era detective, el más joven del cuartelillo de Newton, Nueva Jersey, donde estaba destinado.

Pat era un hombre religioso que iba a la iglesia todos los domingos v que disfrutaba con su trabajo. Se consideraba el tipo más afortunado del mundo, pues le pagaban por hacer lo que más le gustaba en la vida: meter a los malos donde tenían que estar, a la sombra. Solía trabajar al aire libre, y tenía la posibilidad de mejorar el mundo. ¿Qué más podía pedir? Para Pat, ser policía no era un simple trabajo, era una vocación, era su pasión en la vida. Estaba cumpliendo una misión, literalmente, una misión que consistía en proteger a las mujeres y a los niños de los depredadores de largos colmillos que se movían con tanta facilidad en una sociedad libre. Pat se ceñía siempre a los reglamentos. Era un hombre verdaderamente honrado; no aceptaba jamás de nadie una invitación a comer ni a tomar una copa, ni siquiera a un café. Había llegado a la conclusión de que la Policía era el último frente de defensa que tenía la sociedad contra la anarquía. Aunque Pat Kane era muy religioso, si se veía en la necesidad de matar a un tipo tampoco se lo pensaba dos veces. El detective Kane era un investigador diligente y dolado de iniciativa, un hombre de los que no sueltan su presa cuando la tienen entre los dientes. Era terco y tenaz como un bulldog.

El jefe de Pat Kane era el teniente John Leck, hombre alto, grueso y calvo que se parecía a Telly Savalas. A finales de 1981, Leck llamó a su despacho al detective Kane. Se había producido un número fuera de lo común de robos en casas por el norte de Nueva Jersey, y el teniente Leck estaba preocupado. Le explicó que una banda de ladrones profesionales entraban en las casas con una impunidad arrogante y robaban todo lo que se pudiera trasladar. Solían elegir casas buenas en zonas apartadas, y las asaltaban y las robaban a voluntad, como si tuvieran licencia divina para robar lo que les diera la gana. El propietario de una casa había atrapado en su domicilio a un hombre que decía ser miembro de la banda, y este hombre estaba ahora en el despacho del teniente Leck, intentando cerrar un trato. De momento, el teniente no sabía si el hombre hablaba de verdad o si les quería meter un cuento. Sobre la mesa del teniente había un mapa con docenas de puntos marcados con rotulador rojo donde se habían producido robos en casas sin resolver, según explicó el teniente Leck. El teniente dijo a Kane que se llevara a ese ladrón y viera si él, Kane, podía hacer concordar lo que decía el ladrón con los robos reales. Kane comprendió que el teniente Leck no sabía con certeza si aquel tipo de cara de roedor decía la verdad o si estaba tirándose un farol, como tantas ratas acorraladas que intentaban salir de un apuro por cualquier medio. Vaya novedad, pensó.

En la calle, cuando se dirigían al coche de Policía camuflado de Kane, el roedor dijo:

– Voy a ayudarle a usted y a todos, ¿sabe?, voy a enseñarle todos los golpes; pero si ellos se enteran de lo que estoy haciendo aquí, soy hombre muerto. Son mala gente, ¿me entiende usted?

– Sí, entendido -dijo Kane, pensando que aquel tipo se estaba poniendo melodramático, sin duda. Poco se figuraba Kane lo peligrosa que era aquella banda en realidad. El propio Kane acabaría estando en su punto de mira, lo seguirían, lo acecharían y planearían el modo de matarlo.

Kane siguió las indicaciones del informador, y fueron recorriendo poco a poco tres condados rurales del norte de Nueva Jersey, recorriendo en un sentido y en otro carreteras secundarias llenas de baches, levantando polvo, botando en los baches, mientras el informador iba señalando las casas donde había robado la banda. Kane anotaba las direcciones. Algunas casas estaban tan apartadas que ni siquiera tenían dirección. Tendría que comprobar una por una con el mapa de Leck para ver si en las casas indicadas se habían cometido robos, en efecto. Parecía que el informador conocía, en efecto, el interior de aquellas casas, que incluso sabía lo que se había robado en cada una.

El informador señaló cuarenta y tres casas a lo largo de dos días. Al joven detective se le presentaba una tarea monumental. Ahora, trabajando en solitario, tendría que verificar todos aquellos robos para contrastarlos con lo que había dicho el informador. Por otra parte, el informador dijo también los nombres de sus cómplices: Danny Deppner, Gary Smith, Percy House, y el jefe de la banda, un tipo al que conocían únicamente por el nombre de Richard, el Grandullón.

Kane se preguntó quién sería aquel Richard, el Grandullón.

Kane se puso manos a la obra y empezó a investigar cuidadosamente cada uno de los robos. Acabó por tardar varios meses en verificar todos aquellos robos, para presentar sus conclusiones a un fiscal de Nueva Jersey, quien, a su vez, presentó el caso a un gran jurado. En octubre del 1982, el detective Kane había conseguido preparar, él solo, una orden de detención por 153 delitos contra los miembros de la banda. Consiguió encontrar y detener a Percy House, pero los demás no estaban localizables. Era como si se hubieran desvanecido en el aire. Decidido a localizar al resto de la banda, Kane los buscó por todas partes. Vigiló los apartamentos de Cary Smith y de Danny Deppner. Nada. Llegaron las fiestas de Navidad. Terry Kane quería que Pat volviera a casa con su familia, con sus dos hijos. Sabía que aquel caso nuevo tenía obsesionado a su marido, y aquello no le gustaba. El le aseguró que pasaría las fiestas en casa: el teniente Leck le había prometido que le daría tiempo libre. Pero las cosas no salieron así. Pat pasó la Nochebuena y la Navidad de guardia, vigilando, buscando a Deppner y a Smith. Sí, habían metido en la cárcel al capataz de la banda, Percy House; pero este se negaba a soltar una palabra sobre nada en absoluto. Ni siquiera quería dar su nombre. Odiaba a los policías y no le daba reparo manifestar sus sentimientos al respecto.

Kane, preguntándose dónde diablos se habrían metido Deppner y Smith, siguió buscándolos, pues tenía la sensación de que detrás de aquello había algo más grande. Una de las grandes preguntas que le salían al paso era dónde habían ido a parar todos los artículos robados: televisores, vídeos, contestadores de teléfono, joyas de todas clases, armas de fuego, coches y equipos de alta fidelidad. Cuando Kane interrogaba al informador sobre este punto, este le decía que lo único que sabía era que Richard el Grandullón se ocupaba de aquel asunto, que Richard el Grandullón se pasaba a veces por una tienda de Paterson a la que llamaban «la tienda».

– ¿Qué tienda? ¿Cómo se llama? -preguntó Kane.

– No lo sé -dijo el informador de cara de roedor-. «La tienda», nada más.


En los meses en que Pat Kane intentaba descubrir cómo funcionaba aquella banda de ladrones de casas, Richard estaba especialmente ocupado matando a gente. Solo en aquellos meses llevó a cabo quince encargos de asesinato, todos ellos ejecuciones aprobadas por la Mafia. Richard se llevaba a todas las víctimas a su garaje-almacén de North Bergen. Era un barrio completamente desierto de noche, ideal para las necesidades de Richard, y este mató a los quince hombres a golpes. Podría haberlos matado de un tiro o haberlos degollado, pero prefería matarlos con sus manos, golpearlos con una palanca, con un destornillador largo, con martillos y con cañerías. También utilizaba el destornillador, muy grueso y de cuarenta centímetros de largo, para clavárselo a sus víctimas y destrozarles la espina dorsal, dejándolas paralizadas pero vivas, y las seguía pegando cuando no podían moverse.

Estaba rabioso, explicó hace poco. Los mataba a golpes y disfrutaba con ello. Así era más… más personal, ¿sabe?, más íntimo, y a mí… a mí me venía bien aquel ejercicio. También lo hacía, quiero decir, lo de matarlos a golpes, para descargar mis frustraciones, mi ira… mi odio hacia el mundo; supongo que se podría llamar así.

Richard amordazaba a la mayoría de sus víctimas con cinta adhesiva para que no pudieran gritar mientras él les pegaba, las apaleaba y destrozaba sus cuerpos. Había comprado un camión de bidones de doscientos litros, y tenía los bidones guardados en el garaje. Había espacio para tres coches. También había un grifo con manguera, y Richard la usaba para lavarla sangre del suelo, aunque había manchas de sangre también por las paredes, incluso en el techo.

Richard se deshizo de aquellas quince víctimas de dos maneras. Inspirado por DeMeo, desangraba los cadáveres hasta dejarlos secos, y después los descuartizaba, amputando los brazos y las piernas por las articulaciones para no tener que serrar los huesos. Así es más fácil. A algunas de las víctimas las metía en bolsas de plástico negras, que iba dejando en diversos contenedores que encontraba. Pero a la mayoría las metía, cortadas en varios pedazos, en los bidones de doscientos litros. Después, abría en los bidones agujeros del tamaño de un palmo, y los cerraba bien soldando la tapa. Había aprendido a hacerlo porque a george Malliband lo habían encontrado detrás de aquella fábrica de Jersey City porque había saltado la tapa del bidón. Aquello no volvería a suceder. Después, Richard metía el bidón en su furgoneta, atravesaba el tunel Lincoln y volvía a su antiguo cazadero, el West Side de Manhattan. Alli había kilómetros enteros de muelles destartalados donde podía llevar la furgoneta marcha atrás hasta el borde mismo del agua, abrir la puerta trasera y arrojar el bidón al río Hudson. Los bidones se hundían enseguida gracias a los agujeros que les había hecho, y al poco tiempo, los cangrejos, unos carroñeros muy eficientes, empezaban a darse un banquete con la carne de los cuerpos que estaban dentro de los bidones. Podían entrar y salir con facilidad, y terminaban por no dejar ni una brizma de carne. Richard sabía que como los bidones eran metálicos, el agua salada los corroía en poco tiempo, y las corrientes del río se llevaban los huesos. Esta idea se le había ocurrido a Richard viendo a la gente que pescaba cangrejos a orillas del río, y por una película de piratas en la que echaban a alguien a los cangrejos. Richard había desarrollado así un nuevo sistema singular para deshacerse de los cadáveres. Explicó que si iba al West Side de Manhattan era porque allí había mucho tráfico, muchas furgonetas y camiones, y sabía que allí no llamaría la atención. Los muelles y los embarcaderos de Jersey City y de Hoboken estaba desiertos de noche, pero allí era más probable que le diera el alto algún policía curioso. En el West Side se fusionaba con el bullicio constante de la ciudad.

Resulta interesante cómo volvía Richard una y otra vez al West Side, a su primer cazadero, como si fuera su alma máter, el lugar donde había estudiado el arte de matar para licenciarse con premio extraordinario, para doctorarse en asesinato.


Aquellas Navidades fueron muy alegres en casa de los Kuklinski. Eran las fiestas favoritas de Barbara. Esta puso todo su empeño en decorar un hermoso árbol y rodearlo de muchos regalos costosos, envueltos cuidadosamente, adornados con lazos y con papel de colores. Barbara pintó escenas navideñas en las ventanas de la calle: un Papá Noel sonriente que saludaba, colinas nevadas con niños sonrientes. Barbara y los niños instalaron luces navideñas en el exterior de la casa. Richard no colaboró en nada de aquello. Compraba con mucho gusto todo lo que quería Barbara, pero no participaba en las labores. Parecía como si la Navidad le gustara y la aborreciera a la vez. Cuando llegó el momento de comprar el árbol, Barbara y Richard fueron a unos viveros, y Richard iba levantando en vilo diversos árboles para que Barbara decidiera cuál era el mejor. En estas cosas mandaba Barbara. Ella siempre mandaba en todas las cosas relacionadas con las fiestas. Eligió un árbol enorme, como de costumbre, y Richard lo llevó obedientemente al coche, y después lo metió en la casas y lo montó sobre un gran soporte. Barbara y los chicos decoraron el árbol con cuidado, con cariño, mientras Richard los miraba, dando muestras de agrado, pero sin participar. Barbara habría preferido que Richard no estuviera presente, porque siempre que estaba él había tensión. Según dice ella, nunca se sabía cuándo podía estallar. Barbara puso villancicos en el equipo de música, clásicos navideños cantados por Johnny Mathis y Barbra Streisand.

Una de las hijas, Merrick, ya tenía novio fijo, Richie Peterson, y también él ayudó a decorar el árbol. Richie Peterson medía un metro noventa y seis, era rubio y tenía los ojos azules. Al parecer, Richard lo apreciaba, aunque al cabo de algún tiempo Peterson acusaría a Richard y contaría muchas cosas de él.

Aquella Nochebuena, Barbara había preparado su banquete de vigilia habitual. Richard estaba… raro; oscilaba entre la animación y el abatimiento. La Navidad le recordaba a su infancia, a Stanley… los malos tratos, la pérdida de Florian; y él se deprimía, inevitablemente. Por otra parte, disfrutaba mucho comprando regalos para los chicos, viendo cómo decoraban estos la casa. Para sus hijos, todo era poco. Daba a Barbara todo el dinero que le pedía. Sin problema. Sin hacer preguntas. Toma.

Barbara sabía bien que Richard podía quedarse callado y sombrío durante las fiestas, podía quedarse sentado en su gran sillón mirando fijamente el suelo, como si estuviera viendo cosas de un pasado lejano, como si estuviera viendo algo, a alguien a quien quisiera hacer daño. Barbara hacía todo lo que estaba en su mano para mantener un ambiente alegre, pero aquello, con Richard, era una lucha contra viento y marea.

El día de Navidad por la mañana, la madre de Barbara vino temprano con su novio, Primo, para estar presentes cuando se abrieran los regalos. Richard se puso un gorro rojo de Papá Noel y repartió los regalos con alegría. Parecía que disfrutaba enormemente con aquello. Tomaba un regalo, leía el nombre que llevaba escrito y, sonriente, lo entregaba a su dueño. Era un tiempo de júbilo para Richard, era lo que había soñado de niño sin poder tenerlo. Era lo mejor que podía ofrecerle la vida: estar rodeado de una familia feliz, todos contentos, sonrientes y llenos de alegría.

Después de abrir los regalos, Richard se llevó a toda la familia a desayunar al Seville Diner, en Westwood. Allí estaba también Richie Peterson, el novio de Merrick. Barbara le había regalado por Navidad un jersey azul de cachemira, y Richie lo llevaba puesto con orgullo. Merrick pasaba del metro ochenta, y Richie y ella hacían muy buena pareja en todas partes, aunque imponían por su altura.

Más tarde se sentaron a hacer la comida de Navidad, un banquete de seis platos con entrantes, cóctel de gambas, ensalada, rosbif con jamón, patatas al romero, alcachofas rellenas y champiñones, seguido de pasteles, fruta, café y frutos secos, según la costumbre italiana. Después, jugaron al bingo casero.

En aquellas navidades la vida era hermosa para los Kuklinski, llena de regalos bonitos, de sentimientos de afecto, de mucho amor.


Aquel día de Navidad, al caer la noche, Pat Kane mojaba una rosquilla de canela algo dura en una taza de plástico con café tibio. Estaba en su coche, vigilando el apartamento de Danny Deppner, esperando que apareciera.

Pat echaba mucho de menos a su mujer y a sus hijos: eran las primeras navidades que pasaba sin ellos; pero era un hombre dedicado a su misión. Estaba seguro de que allí había algo grande, aunque todavía no estaba seguro de qué demonios se trataba. El viento helado de finales de diciembre soplaba con fuerza. Las ramas desnudas, artríticas, de los árboles se agitaban con violencia. Deppner no apareció en toda la noche. Kane pasó los días siguientes buscándolo en todos los lugares que había frecuentado, pero sin encontrar rastro de él.


El 3 de enero, a las 9 de la mañana, Pat Kane estaba en su despacho repasando un atestado sobre un robo en una casa cuando sonó el teléfono. Kane había comunicado a todas las jurisdicciones policiales de los alrededores que estaba buscando a Smith y a Deppner. Le llamaba un policía de la localidad próxima de Franklin.

– Pat -le dijo-, tengo aquí conmigo a la esposa de Danny Deppner, y está fuera de sí, histérica por así decirlo.

– ¿Por qué?

– Pat, creo que se trata de un homicidio. ¿Puedes venir por aquí?

– Un homicidio… claro, voy para allá -dijo Kane. Tomó su coche y fue a toda prisa a Franklin, la localidad vecina. Entró en el edificio, semejante a un cuartel, sin esperarse la tormenta que se le venía encima.

Barbara Deppner era una mujer pequeña, frágil, de pelo color rubio sucio. Puede que hubiera sido atractiva alguna vez, pero ahora parecía agotada, consumida, ajada, como si llevara mucho tiempo sin dormir y más tiempo todavía sin comer bien. Parecía que se le habían manifestado en el rostro todas las crueldades de la vida. Tenía los labios estrechos rodeados de arrugas, ojeras bajo los ojos enrojecidos, los dientes en mal estado; parecía sucia. Había tenido ocho hijos con diversos hombres, uno de los cuales era Danny Deppner. Pat no tardó en enterarse de que era amante de Percy House, que seguía en la cárcel y seguía negándose a hablar. De hecho, Barbara esperaba un hijo de House.

Kane, según su costumbre, se presentó educadamente y se sentó, y Barbara Deppner empezó a desvelar una de las historias criminales más horribles y sensacionales que habían oído nunca Pat Kane ni nadie de ningún cuerpo policial. Aquello no era más que el principio, el primer acto de una tragedia digna de Shakespeare que abarcaría cuarenta y siete años, desde el asesinato de Florian Kuklinski y el asesinato de Charley Lañe.

– He tenido noticias de Danny -dijo Barbara Deppner-. Está escondido de la Policía. Cuando detuvieron a Percy, se largaron. No tenían más remedio. Le tienen un miedo mortal a él. ¡Es el demonio!

– ¿Quién? -preguntó Kane con curiosidad, frunciendo la ancha frente.

– Richard Kuklinski. Es un asesino. Quiero decir, que a eso es a lo que se dedica. ¡A asesinara la gente! -dijo ella.

– ¿Es un hombre grande? ¿Lo llaman Richard, el Grandullón? -preguntó Kane.

– Sí; ese es. Al principio, Kuklinski les ayudó; quiero decir que los escondió. No quería que la Policía, ya sabe, que ustedes los encontraran. Los metió en un hotel y les dijo que se quedaran en el sitio. ¡Pero Gary lo desobedeció! Gary fue a ver a su hija pequeña, fue haciendo dedo. Kuklinski se enteró y lo mató; asesinó a Gary por haber ido a ver a su niña.

– Lo mató… no entiendo, ¿por qué?

– Por haber desobedecido a Kuklinski. Se lo estoy diciendo, es un verdadero asesino, es el demonio -dijo ella. Kane advirtió que le temlaban las manos al hablar. No sabía si aquella mujer le estaba diciendo la verdad o no, pero estaba claro que creía que lo que decía era la verdad. Saltaba a la vista que estaba «tiesa de miedo», como explicaría Kane más tarde.

Era aquel miedo lo que había impulsado a Barbara a huir de su casa para alojarse con su hermana, por lo que la Policía había acabado por fijarse en ella. Cuando la hermana de Barbara se había enterado de la causa de su miedo, le había exigido que se marchara, temiendo que también la mataran a ella. Discutieron. Un vecino había avisado a la Policía. Barbara había contado el caso a los policías, y estos la habían llevado a la comisaría para tomarle declaración.

– Así pues, Kuklinski se enteró -siguió contando Barbara-. Aquella noche fue a la habitación. Llevaba tres hamburguesas; dos con pepinillos y una sin ellos. Gary se comió esta última. Al cabo de unos minutos se atragantó, se puso azul y cayó al suelo.

– ¿Esto se lo contó a usted Danny? -preguntó Kane, incrédulo.

– Sí. Kuklinski había envenenado la hamburguesa, ¿entiende? Es lo que le digo. Es un asesino. Un asesino profesional… ¿me entiende?

– Sí-dijo Kane, aunque le estaba costando trabajo asimilar todo aquello. ¿Por qué iba a cometer alguien un asesinato por una serie de robos en casas? ¿A qué venía todo aquello? ¿Cómo podía ser?

– Pero Gary no había muerto, y Kuklinski obligó a Danny a que estrangulara a Gary hasta matarlo con un cable, con un cable de una lámpara de la habitación. El me lo contó, Danny me lo contó.

– ¿En qué hotel?

– El motel York, a la entrada del túnel Lincoln. Habitación 31 -dijo ella con seguridad-. Así que, Danny lo hizo, hizo lo que le decía Kuklinski; estranguló a Gary con el cable.

– ¿De verdad? -dijo Kane, empezando a creerla, percibiendo que aquella mujer decía la verdad, pero desconfiando todavía.

– Sí, de verdad -dijo ella.

Aquello era difícil de tragar. Kane se preguntó por qué aquel tal Kuklinski iba a matar a Gary Smith, por qué se iba a arriesgar a que lo condenaran por asesinato, por un simple asunto de robos en casas. Aquello no tenía sentido. Por otra parte, le bastaba con ver a Barbara, con ver sus manos temblorosas, su cara de preocupación, para saber que estaba diciendo la verdad.

– ¿Dónde… dónde está ahora Gary Smith? -le preguntó.

– Lo dejaron allí, en la habitación 31, debajo de la cama, nada menos. Allí lo encontró la Policía. Compruébelo usted, si no me cree -dijo ella-. Vamos, compruébelo.

Kane le tomó la palabra inmediatamente. Agarró el teléfono y llamó a la Policía de North Bergen.


Cuando detuvieron a Percy House y se emitieron órdenes de detención contra Danny y Gary, Richard comprendió que debía tomar medidas rápidas y decisivas. Ya se arrepentía de haber tenido tratos con Percy House y con aquella cuadrilla abigarrada, pero House era cuñado de Phil Solimene, Phil lo había avalado de todas las maneras posibles, y Richard había ido relacionándose más y más con ellos poco a poco, a lo largo de varios años… y, ahora, todo se le venía encima.

Al principio, Richard había intentado ayudar a Gary y a Danny, ocultarlos de la Policía. Era cierto que los había metido en el Hotel York, que les había dado dinero para que se quedaran allí, que les había advertido con firmes amenazas que no salieran de allí. Pero Gary había salido para ver a su hija de cinco años. Richard sabía que la Policía lo podía haber detectado y detenido; de manera que Gary tenía que desaparecer. Por lo que a Richard respectaba, Gary se había matado a sí mismo al desobedecerle. Richard fue a una casa de comidas próxima al hotel, compró tres hamburguesas, echó cianuro en la de Gary, fue al hotel, muy amable y amistoso, repartió las hamburguesas y se sentó a comer con Danny y con Gary como si fuera un buen amigo, cuando en realidad era la parca. Richard se había convertido en un gran actor. Si se ponía a ello, engañaba al más pintado. Gary sufrió casi inmediatamente los efectos del veneno; cayó al suelo con espasmos, se puso azul, pero no murió, y Richard obligó a Danny a que lo estrangulara para que Danny fuera partícipe del asesinato, cómplice activo, y así no pudiera decir nada de aquello.

Después, cuando aquello estuvo hecho, Richard cometió otro error como el que había cometido con George Malliband: no se deshizo del cadáver de Gary de forma definitiva. Cometió la tontería de obligar a Danny a esconderlo bajo el somier de la cama. Aunque limpió cuidadosamente todas las huellas dactilares de la habitación, dejaron allí a Gary, muerto, morado como una violeta mustia. Hace poco, a la pregunta de por qué no se deshizo del cadáver de Gary, respondió: En el motel había un tipo de seguridad y había gente por allí. Pero podría haberlo metido en un baúl y haberlo sacado de la habitación, en vez de dejarlo allí, sin más, para que lo encontraran.

La habitación había estado ocupada por otros huéspedes en doce ocasiones; varias parejas habrían hecho el amor con alegría en la cama con Gary debajo, pudriéndose, hasta que al fin, por el hedor que salía de la cama se descubrió el cadáver y se avisó a la Policía. Por otra parte, si no lo hubieran escondido bajo la cama, la muerte podría haberse achacado a un ataque al corazón.

Mientras tanto, Richard metió a Danny en el apartamento de Richie Peterson, mientras Kuklinski alojaba a Richie en la habitación de huéspedes de su propia casa. Al principio no quería matar a Danny, pero no tardó en cambiar de opinión.


El detective Pat Kane descubrió enseguida que, en efecto, se había encontrado un cadáver en la habitación 31 de aquel hotel. Aquello no demostraba que lo que decía Barbara fuera verdad, pero desde luego que apuntaba en ese sentido. Pidió a los policías de North Bergen que volvieran a la habitación y comprobaran si faltaba el cable de una lámpara. Llamaron a Kane al cabo de media hora. Faltaba el cable de la lámpara.

Seguro ya de que Barbara Deppner había contado la verdad, de que conocía lo que había detrás de los hechos, Kane se encontraba ante un homicidio diabólico… y la posibilidad de otro. Si aquel tal Richard Kuklinski había matado a Gary solo porque este había ido a ver a su hija, no cabía duda de que mataría a Danny Deppner y a quien hiciera falta. Lo primero que hizo Kane fue encontrar un lugar seguro para Barbara y sus ocho hijos. Después, centró sus energías en localizar a Danny Deppner, en llegar al fondo de lo sucedido y en encontrar a aquel Richard Kuklinski. Kane no podía quitarse de la cabeza la manera en que Barbara repetía que Kuklinski era el demonio, lo aterrorizada que estaba. Según contaría más tarde, aquello era «desconcertante».

Kane dedicó entonces su atención a encontrar a Richard Kuklinski. No tardó mucho. Se enteró enseguida de que Kuklinski, de hecho, vivía cerca de él, en el segundo pueblo, y de que estaba casado y tenía tres hijos. También se enteró de que era distribuidor de películas de cine. Kane llamó a la Policía de Dumont, habló con un detective y se enteró de que Kuklinski, al parecer, tenía muy mal genio. En dos ocasiones había roto las ventanillas de los coches de otros conductores que le habían molestado de alguna manera. Una vez había roto de un puñetazo el parabrisas de un coche lleno de adolescentes, y en un segundo incidente, una mujer le había reñido en un semáforo, y él se había bajado de su coche y había roto de un puñetazo la ventanilla del pasajero. Kane sabía que romper de un puñetazo la ventanilla o el parabrisas de un coche no era tarea fácil, pero aquel tipo, Kuklinski, lo había hecho en dos ocasiones. Se enteró de que medía un metro noventa y seis, pesaba ciento treinta kilos, y estaba dotado, evidentemente, de una gran fuerza física.

Lleno ya de curiosidad, dispuesto a emprender la caza, Kane fue en su coche a Dumont. Pasó despacio ante la casa de los Kuklinski. En el camino particular había dos coches. Anotó las matrículas, y se dirigió al cuartelillo de la Policía de Dumont. Allí se reunió con un detective conocido suyo, que le dijo que el año anterior habían detenido a Kuklinski por un asunto de un cheque sin fondos, pero que la cosa no había pasado de allí porque Kuklinski había abonado el cheque.

– Pero le sacamos la foto.

– La foto -dijo Kane, contento.

– Eso es -dijo el detective. Buscó en su escritorio y entregó a Kane la foto. Este vio a un hombre que se estaba quedando calvo, de ojos severos, que llevaba una perilla bien recortada. El detective de Dumont hizo una copia de la foto para Kane, y este se volvió a su despacho, sacó una carpeta archivadora amarilla, escribió en él el nombre Richard Kuklinski y lo puso en su cajón superior derecho. Así comenzó una investigación exhaustiva que duraría cuatro años y medio, que pondría en tensión el matrimonio de Kane, que merecería a este las burlas de sus colegas; una investigación que acabaría por descubrir a uno de los asesinos más prolíficos de los tiempos modernos; una ininvestigación que pondría a Pat Kane en el punto de mira del rifle Ruger del 22 de Richard Kuklinski.

Kane sabía que debía encontrar a continuación a Danny Deppner; y esto resultaba difícil. Pero Kane seguía profundizando, y no tardó en enterarse de que Richard Kuklinski era un gran distribuidor de películas pornográficas y tenía posibles vínculos con el crimen organizado. Añadió aquellos datos al expediente Kuklinski que tenía en su escritorio.


Para Richard, matar a Gary Smith no había sido más que matar a una mosca molesta. Richard sabía que Gary podía implicarlo a él en los robos en las casas, y que probablemente lo haría, y había pensado que más valía prevenir que curar. Richard había resuelto aquel posible problema por su sistema de costumbre, el asesinato, y había matado a Gary. Ahora tenía que encargarse de Danny Deppner. Al principio había intentado ayudar a Danny, ocultarlo de la Policía, pero Richard no había tardado en enterarse de que Danny había contado a su ex esposa (Barbara) todo lo relacionado con el asesinato de Gíiry; y para Richard aquello era motivo suficiente para matar a Danny, cosa que hizo dos semanas después de haber matado a Gary Smith.

Danny estaba escondido en el apartamento de Richie Peterson, donde Richard le llevaba las comidas. Cuando Richard tomó la decisión de matar a Deppner lo hizo con cianuro. Deppner se comió tranquilamente un emparedado de rosbif que le había llevado Richard, y pronto estuvo al borde de la muerte. Richard lo remató de un tiro en la cabeza con una 22 con silenciador. El problema era que Richard tenía una lesión en la espalda y no podía llevar a cuestas el cadáver de Deppner para deshacerse de él. Por ello, según dice, pidió a Richie Peterson, el novio de su hija, que le ayudara a deshacerse del cadáver, y Peterson le hizo el favor. Richard dijo a Peterson que Deppner había muerto de una sobredosis de drogas, y él lo creyó. Peterson tenía por oficio clavar postes de cercas y tenía una fuerza notable. Cuando Richard hubo envuelto el cadáver, grande, de noventa y tres kilos, en bolsas negras de las que se usan para las hojas secas, Peterson lo llevó al coche de Richard. Fueron a la carretera de Clinton, en West Milford y echaron el cadáver, ya rígido, en un lugar apartado, cerca de un embalse, quedó allí para servir de banquete a los seres de todo tipo que se alimentan de cuerpos muertos.

Paul Hoffman, el farmacéutico malhechor que llevaba varios años vendiendo a Richard los venenos mortales, quería comprar Tagamet robado. El Tagamet es un medicamento muy usado contra el dolor que provocan las úlceras. Era fácil de vender, y Hoffman insistía mucho a Richard y a Phil Solimene para que le localizaran un cargamento robado.

– Tengo dinero al contado -repetía a Phil; y este, naturalmente, se lo hizo saber a Richard. Al decir a tipos como Richard Kuklinski y a Phil Solimene que tenía mucho dinero y que estaba deseoso de gastarlo, Paul Hoffman estaba escribiendo su propia sentencia de muerte. Richard no había apreciado nunca a Hoffman. Le parecía una rata avariciosa capaz de vender a su propia madre para ganarse un dólar. Bien podía haberlo matado hacía mucho tiempo, si no fuera porque le proporcionaba ganancias.

El 21 de abril de 1982, Paul Hoffman se presentó en la tienda de Solimene diciendo que llevaba encima veinticinco mil dólares y que quería Tagamet. El medicamento se vendía por entonces a treinta y seis dólares las cien tabletas. Hoffman creía que las iba a comprar a nueve dólares. Richard le había dicho de pasada varias veces que podría conseguirle un cargamento, pero que no lo tenía de momento. Estaba tendiéndole el cebo. Phil llamó entonces a Richard y le dijo que Hoffman estaba en la tienda y decía que llevaba encima todo ese dinero.

– Voy ahora mismo -dijo Richard; y salió de su casa y se fue en su coche hasta Paterson.

Richard sabía que un detective de la Policía estatal había estado haciendo preguntas sobre él, que había estado pasando en coche por delante de su casa; pero suponía (erróneamente) que, ahora que Deppner y Smith habían muerto, ya no tenía de qué preocuparse. Percy House seguía en la cárcel, no conseguía salir bajo fianza, pero Phil había asegurado a Richard una docena de veces que Percy era «legal», que tendría la boca callada. Richard hasta había dado dinero a Phil para pagar el abogado a Percy. Según contó hace poco, procuraba portarse con él como es debido. Richard pensaba que aquel detective de la Policía estatal había oído campanas pero sin saber dónde, como dice él, y ahora que Smith y Deppner habían muerto, él no se preocupaba demasiado.

Aquel día, Richard fue a Paterson en su coche sin ninguna preocupación. Iba armado, como siempre; llevaba encima dos pistolas, y un cuchillo de caza atado a la enorme pantorrilla. Como siempre, se aseguró de que no lo seguían, hacía cambios de sentido repentinos, se detenía al borde de la carretera, esperaba un rato y seguía adelante. Era un

Bonito día de primavera con temperatura agradable, veintidós grados.

Richard se reunió con Hoffman en la tienda. Hablaron. Hoffman le aseguró que tenía el dinero, Richard dijo que había llegado el cargamento de Tagamet, que lo tenía en su garaje de North Bergen, donde seguía escondido el cadáver de Louis Masgay en el pozo de agua helada. El garaje era el lugar perfecto para lo que tenía pensado Richard, un asesinato repentino. Richard salió hacia North Bergen en su coche y Hoffman lo siguió.

Habia unas cuantas cajas vacías apiladas contra la pared del fondo del garaje. Richard dijo que el Tagamet estaba en las cajas. Hoffman metió su coche en el garaje, pensando que había conseguido por fin hacerse con aquel medicamento valioso. Era el momento oportuno. Kiehard sacó una 25 automática y disparó a Hoffman un tiro en el cuello sin pensárselo un momento. Volvió a apretar el gatillo, pero la automática se había encasquillado y no disparaba. Hoffman saltó de su coche como un poseso y atacó a Richard como un león. Luchaba a vida o muerte. Hoffman no era un hombre grande ni especialmente fuerte, pero la carga de adrenalina le daba una fuerza casi sobrehumana, y peleo con Richard con tal furia que estuvo a punto de imponerse, aun a pesar del tiro que tenía en el cuello y que le hacía sangrar profusamente. Richard consiguió por fin apoderarse de un desmontable de rueda con el que pegó a Hoffman en la cabeza, sometiéndolo por fin, destruyéndolo, matándolo allí mismo, en el garaje.

Richard estaba cubierto de la sangre de Hoffman. Tenía sangre por todas partes, hasta dentro de los zapatos. Richard llevaba, como siempre, ropa de repuesto en el maletero de su coche. Después de haberse lavado y cambiado, metió los restos de Paul Hoffman en uno de los bidones negros metálicos de doscientos litros, lo selló bien y lo metió en su furgoneta. Acto seguido, fue a la tienda de Solimene y se ofreció a repartir el dinero con él, pero cuando Solimene se enteró de lo sucedido le dijo que se quedara con todo. Richard se quedó con los veinticinco mil dólares.

Richard quería deshacerse del cadáver de Hoffman, y para ello fue en su furgoneta hasta el restaurante Harry, en la Ruta 46, en Hackensack. Se tomó un emparedado de rosbif y una pepsi light y decidió dejar el bidón donde estaba Hoffman a espaldas del restaurante Harry. Lo dejó allí como quien tira un neumático usado que ya no sirve para nada. El bidón siguió allí muchísimo tiempo; Richard llegó a almorzar varias veces allí, se comió un buen emparedado de los de Harry, apoyándose en el bidón mismo. Un día, desapareció sin más, sin que nadie dijera nada de haber encontrado un cadáver. Todo aquello divertía a Richard. Hasta la fecha, no tiene la menor idea de dónde fue a parar el bidón que contenía los restos de Paul Hoffman.

43

Desmontando a Roy DeMeo

Roy DeMeo se había metido en líos bien grandes. Su actitud de ególatra que se creía intocable había terminado por llevarlo a mal fin, y ahora estaba hundido hasta el cuello.

En primer lugar, volvían a asediarlo las consecuencias del asesinato sin sentido de Vinnie Governara. Dominick Montiglio, sobrino de Nino Gaggi, se había metido en líos por asuntos de drogas y había acabado por llegar a un acuerdo con los federales, de manera que podría salir del paso a cambio de entregar a su tío Nino y a Roy DeMeo; y eso fue lo que hizo. Además, a DeMeo lo habían detenido por compraventa de coches robados, y fue responsable de que detuvieran a Nino Gaggi por haber matado a Jimmy Esposito y a su hijo Jimmy. Había habido mala sangre entre DeMeo y Jimmy hijo a raíz de una operación de tráfico de cocaína en la que Jimmy hijo creía que le habían estafado varios centenares de miles de dólares. Esposito padre, siciliano de la antigua escuela al que había «hecho» el propio Carlo Gambino, se quejó a Paul Castellano de que Nino y Roy estaban vendiendo cocaína. En otros tiempos, bajo el reinado de Carlo, esto podría haber equivalido a una sentencia de muerte para Nino y para Roy, y, en efecto, Esposito buscaba la muerte de los dos. Pero habían cambiado los tiempos. El propio Castellano había estado recibiendo mucho dinero ganado «de manera extraoficial», y acabó por dar a Nino luz verde para acabar con Jimmy padre y Jimmy hijo.

Pero aquello no era tarea fácil. Esposito padre era un siciliano astuto. No se fiaba de Gaggi, ni mucho menos de DeMeo. Por fin, Nino consiguió atraer a Jimmy padre a «una sentada amistosa» en casa de Roy. Por el camino, en un área de descanso al borde de la carretera Belt Parkway, Nino y DeMeo mataron a tiros a los dos Esposito, padre e hijo. Este fue un crimen estúpido y mal preparado, pues lo presenciaron varios automovilistas que circulaban por la Belt Parkway, que avisaron a la Policía, y Nino Gaggi quedó detenido tras una breve persecución. DeMeo había conseguido escapar, pero en esencia el plan había sido suyo, y ahora se encontraba hundido en la mierda: había sido causante indirecto de que a su jefe, un capitán de la Mafia, lo detuvieran y lo acusaran de un doble homicidio. Era una posible sentencia de muerte.

Roy creía que tenía los días contados. Los efectos de la tensión saltaban a la vista. Parecía que había perdido el control de sí mismo. Tenía el aspecto de un hombre hundido, desaliñado, alcoholizado, a punto de hundirse; de un hombre que muy bien podía acudir a la Policía para intentar llegar a un acuerdo para salvarse a sí mismo, a su familia, para conservar su dinero, para conseguir una nueva identidad. El mundo del hampa sabía que DeMeo tenía un primo, Paul DeMeo, que era un catedrático de Derecho célebre y respetado, y empezaron a correr rumores de que DeMeo no era de fiar, de que su primo le estaba aconsejando que llegara a un acuerdo con el Gobierno. Así, DeMeo tuvo los días contados. Los hombres de todas las familias del crimen organizado empezaron a reunirse a hablar del peligro que representaba DeMeo, de todo lo que sabía; hablaban de quitar a DeMeo de la circulación.

Naturalmente, Richard oyó estos tambores que sonaban con fuerza en la selva del hampa.


La investigación del detective Pat Kane no conducía a nada. No encontraba por ninguna parte a Danny Deppner. Barbara Deppner no había recibido ninguna noticia suya, y repetía a Kane que debía de estar muerto, que Richard Kuklinski lo habría matado, sin duda. Pero no había ninguna prueba de esto, ningún cadáver, nada.

Pero el detective Kane seguía creyendo que Richard era un frío asesino a sueldo, un maestro del crimen capaz de cometer asesinatos impunes. Todo esto afectaba mucho al joven Kane. Aquello estaba derrumbando su fe en los conceptos del bien y de la justicia. Empezaba a beber más de lo conveniente. Sus relaciones con su esposa, Terry, se estaban volviendo tensas. Hasta sus colegas opinaban que «daba más importancia a aquel asunto de la que tenía en realidad».

Pero Kane no estaba dispuesto a rendirse. Siguió trabajando en el caso sin descanso, siguió estudiando la mentira descarada, insidiosa, que era, según creía, la vida de Richard Kuklinski. Kane sabía que a Richard lo apreciaban sus vecinos, que lo consideraban un buen padre de familia. Sabía también que iba a misa todos los domingos, que hasta ejercía de sacristán en la iglesia. Pero estaba convencido de que Richard era un monstruo, un agente del mismo diablo, disfrazado de padre de familia. Kane era hombre religioso, creía fervorosamente en la Iglesia católica y en todas sus enseñanzas y preceptos. Estaba seguro de que Dios le había encomendado la misión de poner fin a la carrera sangrienta de Richard Kuklinski, una misión en la que él no podía fracasar.

Kane no podía dejar de acordarse de cómo había matado Kuklinski a Gary Smith con una hamburguesa envenenada porque este había ido a ver a su hija pequeña. ¿Qué diablo de hombre era capaz de hacer una cosa así? Recordaba también cómo había roto de un puñetazo los parabrisas de los coches de un adolescente y de una mujer por discusiones de tráfico sin importancia.

En vista de que no podía acudir a ninguna otra parte, Kane volvió a empezar por el principio y fue a visitar a Percy House. House seguía en la cárcel, seguía sin poder salir bajo fianza.

Percy House era un forajido brutal, un matón bravucón que abusaba de los que eran más débiles que él. Solía pegar a Gary Smith y a Danny por no cumplir sus órdenes; pegaba a Barbara Deppner; hasta pegaba a los hijos de esta.

A Richard no le caía bien en absoluto Percy House. Había visto a Gary después de que Percy le hubiera dado una paliza, y parecía que lo había atropellado un camión. Richard habría matado a Percy House sin dudarlo si no hubiera sido porque la hermana de este estaba casada con Phil Solimene. House llevaba ya muchos meses metido en la cárcel, y se le había amargado todavía más el carácter, si cabe. Cuando Kane habló con él, fue directamente al grano.

– Quiero a Kuklinski. Sé quién es y a qué se dedica. Si me ayudas a atraparlo, me encargaré de que puedas llegar a un acuerdo de alguna manera, para que puedas salir de esta. Si tú me ayudas, yo te ayudaré a ti. Te doy mi palabra de honor. Si no, ¡me encargaré de que te pudras en la cárcel! ¡De que te pudras de verdad! -añadió.

Percy House tenía miedo a Richard. Sabía lo peligroso que era Richard, sabía que para él matar era tan natural como rascarse. Pero no le gustaba nada estar en la cárcel; quería salir libre, y sabía que la única manera de salir sería hablar, contar lo que sabía, llegar a un acuerdo. Sin embargo, la perspectiva de tener que entendérselas con Richard era temible, aterradora. Respiró hondo, y dijo por fin:

– Mire… puedo darle algunos nombres. No digo que los matara Richard, el Grandullón… pero hay quien dice que los mató él.

Y House habló a Kane de los asesinatos de tres personas: Louis Masgay, George Malliband y Paul Hoffman. Había oído hablar de estas muertes porque se las había contado su cuñado, Phil Solimene; y así cobró nueva vida de pronto la investigación sobre Richard Kuklinski.

Kane, provisto de esta información, se puso a investigar las tres muertes. No apreciaba a Percy House, ni confiaba en él, pero le parecía que estaba diciendo la verdad; aunque necesitaría pruebas tangibles para presentarlas ante un tribunal. Kane no tardó mucho tiempo en enterarse de que Richard Kuklinski había sido interrogado brevemente tras los asesinatos de Hoffman y de Masgay, y que había negado conocer a ninguno de los dos. La cosa había quedado así en ambos casos. Kane comprendió enseguida que el hecho de que los crímenes hubieran sucedido en jurisdicciones policiales distintas estaba impidiendo el avance de una investigación seria. Kane expuso lo que había descubierto al fiscal del Estado, Ed Denning.

– Espere un momento -dijo Denning-. Kuklinski… ese apellido me suena. Pero no en relación con esos asesinatos. Hace algún tiempo hubo un asesinato macabro, mataron a un sujeto llamado George Malliband. Este era uno de los nombres que dijo Percy House. Lo encontraron en Jersey City, metido en un bidón. Le habían pegado cinco tiros y lo habían descuartizado, le habían cortado una pierna para meterlo en el bidón. Era un hombre grande. El día que lo asesinaron había dicho a su hermano que iba a verse con ese tipo… con ese tal Richard Kuklinski.

– ¿Lo dice en serio? -dijo Kane, atónito.

– Pero nadie había visto a Kuklinski con Malliband -prosiguió Denning-, y la investigación no condujo a ninguna parte.

Ahora seguirá adelante, pensó Kane, y se prometió a sí mismo que no descansaría, pasara lo que pasara, hasta haber llegado hasta el fondo de aquel asunto. Todo lo que tenía importancia en su vida, sus hijos, su mujer, los demás casos de que se ocupaba, pasarían a un lugar secundario.

De vuelta en su despacho, Pat Kane escribió un informe en el que detallaba meticulosamente todo lo que había descubierto. El expediente de Richard Kuklinski iba creciendo. Por primera vez, un agente policial estudiaba las piezas, las sometía a un análisis detallado, intentaba encajar una con otra.

Pero cuando Kane contó a sus superiores y a sus compañeros lo que tenía, lo que creía, sencillamente no le creyeron. De hecho, se burlaron de él, se reían a sus espaldas, hacían bromas a costa de Kane. Al expediente que llevaba Kane sobre Kuklinski lo llamaban con sarcasmo «el proyecto Manhattan», que era el nombre que había recibido el proyecto de creación de la bomba atómica, por lo grueso que se había vuelto el archivador, lleno ya por entonces de fotos de los lugares de los crímenes y de los cadáveres, de mapas y de atestados policiales procedentes de muchas jurisdicciones.

Kane estaba en lo cierto, pero lo tomaban por tonto.

– Pat -le dijo con condescendencia uno de sus jefes-, estás diciendo que andas detrás de un tipo que envenena a sus víctimas, que las mata a tiros y las estrangula, y que también les corta las piernas. Eso no tiene consistencia. Vamos, Pat, ¡abre los ojos!

Pero Pat Kane seguía creyendo con firmeza que Richard Kuklinski era un asesino en serie diabólico oculto pero a la vista de todo el mundo, un maestro del crimen, y él estaba decidido a demostrarlo. Pero ¿cómo?, ¿por dónde empezar?

Kane sabía también que si estaba en lo cierto respecto de Kuklinski, su familia y él podían correr peligro fácilmente. Estaba seguro de que Percy House era capaz de hablar a Kuklinski de él. Sabía que Percy House podía intentar servirse de Kuklinski para quitarlo de la circulación a él, a Kane. Si faltaba Kane, House lo tendría más fácil para salir del apuro. Había sido Pat Kane quien había preparado toda la acusación contra House, quien había recopilado todos los detalles.

El jefe de Kane, John Leck, estaba preocupado por el joven Kane. Creía que era víctima de una fantasía. Los recursos eran escasos, y Leck no podía permitirse tener dedicado a uno de sus investigadores a asesinatos que habían tenido lugar en otras jurisdicciones, sobre todo teniendo en cuenta que las víctimas eran ladrones y tahúres, la escoria de la sociedad. ¿A quién le importaba aquello? Leck atribuyó los errores de Kane a su juventud, y recomendó a este que se centrara en otros casos, que superara aquella «obsesión» que tenía.

– Sí, señor-respondió Kane, apretando los dientes.


A finales de aquel mes de febrero, Roy DeMeo se puso en contacto con Richard y acordaron una reunión para el día siguiente. Richard salió para Brooklyn poco después del mediodía. Llevaba en los pantalones una 38 de cañón corto, y llevaba atados a la pantonilla una pistola y un cuchillo.

Richard se reunió con Roy en el Gemini, según lo acordado. Roy tenía muy mal aspecto. Desde la última vez que lo había visto Richard, hacía cosa de un mes, parecía que había envejecido diez años. Estaba demacrado, despeinado, y tenía ojeras de color de berenjena. Subieron al Cadillac de Roy y, mientras este conducía, contó a Richard sus preocupaciones, las acusaciones que pesaban sobre él, que el fiscal federal Walter Mack pensaba acusarlo del asesinato de los dos Esposito.

Richard pensó que Roy parecía un hombre derrotado, un hombre que ya no sabía qué hacer. Aparcaron en un lugar apartado de la bahía de Sheepshead y Roy siguió habiéndole de sus problemas, contándole que todo se había vuelto en su contra. Richard siempre había considerado a Roy un tipo duro, arrojado. Pero el hombre que tenía entonces a su lado no era más que una sombra del que había conocido.

Richard estaba preocupado… muy preocupado, de hecho: al fin y al cabo, DeMeo conocía hasta los últimos detalles de muchos asesinatos que había cometido Richard. Allí sentado, escuchando los lamentos de DeMeo, Richard recordó cómo le había pegado DeMeo con una pistola, cómo lo había encañonado con una Uzi cargada, cómo lo había puesto en evidencia delante de todo el mundo.

La rabia empezó a sustituir a cualquier sentimiento de solidaridad que hubiera podido sentir Richard hacia DeMeo. Decidió allí mismo desquitarse de una vez; y, antes de que DeMeo tuviera tiempo de reaccionar, sacó su 38 y disparó a DeMeo cinco tiros, dos de ellos en la cabeza, y lo dejó muerto. Después, lo golpeó repetidas veces con la culata del 38, como Roy le había golpeado a él, insultándolo al mismo tiempo. Richard abrió el maletero del coche de DeMeo, arrojó dentro su cadáver. Advirtió que en el asiento trasero del coche había una lámpara. Richard sabía que la lámpara era de Gladys, la esposa de Roy, y la retiró del asiento trasero y la puso con cuidado sobre el cadáver de Roy. Según explicó, no quería que la robaran. Cerró el maletero y dejó así el cadáver de DeMeo, con la lámpara encima.

Mientras Richard se alejaba caminando hacia Flatbush, lo que acababa de hacer le producía sentimientos contrapuestos. Por una parte, se alegraba: al fin había conseguido la venganza que tanto había esperado. Por otra parte, estaba triste: había llegado a apreciar a Roy en parte. Sabía que los dos se parecían de muchas maneras. En cualquier caso, Richard siguió caminando, contento de que DeMeo hubiera muerto, pues los muertos no hablan.


Era un buitre grande, pardo oscuro, de ojos malignos, y picoteaba con afán algo que estaba envuelto en plástico negro, arrancaba con violencia pedazos de carne.

Por pura casualidad, un hombre que pasaba en bicicleta de montaña por la carretera de montaña próxima al embalse de West Milford se fijó en el ave, redujo la velocidad para ver qué estaba comiendo. Por un agujero de la bolsa, que había abierto sin duda el buitre con su pico afilado, el ciclista percibió un brazo humano, vio claramente un brazo humano semiesquelético que asomaba de la bolsa como si pidiera auxilio, ayuda. El buitre, sobresaltado, echó a volar. El ciclista, sin estar seguro de si el brazo era auténtico o no, se acercó y vio una cabeza humana que asomaba de la bolsa. Tenía bigote de Fu Manchú y le faltaban varios dientes delanteros. El ciclista fue inmediatamente a llamar a la Policía, pedaleando con tal furia que estuvo a punto de caerse dos veces por el camino.

La Policía llevó la bolsa con los restos a la oficina del forense. Cuando el forense retiró el plástico, que tiende a conservar los cadáveres, salió primero una gran nube de moscas, y después salieron por todos los orificios centenares de escarabajos carroñeros que se movían rápidamente. El forense encontró en un bolsillo del muerto una cartera con de fotos de niños. Expuso las fotos en el vestíbulo de la oficina del forense, con la esperanza de que alguien reconociera a los niños.

También por pura casualidad, un detective que conocía a Pat Kane y que sabía del caso en el que este había estado trabajando reconoció, en efecto, a los niños. Eran los hijos de Barbara Deppner. Habían encontrado a Danny Deppner. Avisaron enseguida a Pat Kane. Este acudió a toda prisa a la oficina del forense y confirmó que los niños de las fotos eran los hijos de los Deppner. Llamaron a Barbara Deppner, y esta certificó que la cartera y las fotos eran de Danny.

– ¡Ya se lo decía yo! ¡Ya se lo decía yo! -repetía.

Según dijeron en un primer momento a Kane, la muerte se había producido por estrangulación, aunque no había señales de lucha, y en el estómago de Deppner quedaban algunos restos de comida digerida, judías guisadas, lo que hizo pensar a Kane que Deppner había sido envenenado y estrangulado, como Gary Smith. Pero después dijeron a Kane que a Danny le habían disparado un tiro en la cabeza.

Para Pat Kane, aquello demostraba lo que él había dicho y creído desde el primer momento; pero sus superiores, increíblemente, siguieron sin convencerse, y Pat Kane, frustradísimo, estaba a punto de darse de cabezadas contra la pared.

¿Cómo culparlo? Para desahogarse, Kane se dedicaba a dar puñetazos a un saco pesado que había instalado en el sótano de su casa. Salía a correr largo rato, hasta cansarse. ¿Qué tenía que pasar, pensaba, decía en voz alta, para que sus superiores vieran la luz, para que entendieran que andaba suelto un asesino en serie astuto, implacable, que mataba a voluntad, cuando quería, donde quería y como le daba la gana?


Richard estaba inquieto por Robert Pronge. Empezaba a creer que Pronge estaba verdaderamente loco, completamente fuera de la realidad. El principio del fin de sus relaciones llegó cuando Pronge pidió a Richard que asesinara a su esposa y a su hijo de ocho años. Auque Richard era, sin duda, un asesino despiadado, no era capaz de matar a una mujer ni a un niño. Para él, aquello era anatema, era una infamia nefanda, y se lo dijo así a Pronge. Así se había producido un cierto distanciamiento entre los dos hombres, y aquello inquietaba a Richard. Había llegado a descubrir que Pronge era un psicópata furioso, y pensaba que muy bien podría matarlo a él por haberse negado a asesinar a su esposa y a su hijo… por haberlo criticado.

La segunda cuestión que distanció a los dos hombres fue el plan que tenía Pronge de envenenar con ricina un pequeño embalse que servía de depósito de agua potable de una comunidad rural de aquel estado. Pronge dijo que un hombre le había ofrecido varios centenares de miles de dólares por aquel encargo, que consistía en matar a una familia determinada que bebía el agua de aquel embalse. El problema era que aquella agua se usaba también en muchas casas, y el plan de Pronge acarrearía la muerte a centenares de inocentes, mujeres y niños. Aquello encolerizó de verdad a Richard, que se decidió a parar los pies a Pronge.

A mediados de agosto, Richard, que calzaba zapatos con suelas de goma, entró en el garaje donde guardaba Pronge su furgoneta de helados de Mister Softee. Pronge había cubierto el suelo de gravilla para que resultara difícil caminar por ahí sin hacer ruido; pero Richard aprovechó sus dotes de felino para llegar hasta la furgoneta en silencio. Pronge estaba dentro, limpiándola. Sin decir palabra, Richard le disparó cinco tiros con una pistola del 22 con silenciador, matándolo, y lo dejó allí, muerto, en su furgoneta de Mister Softee. Richard pensó que aquello parecía muy apropiado. Pronge no llegó a saber lo que se le venía encima, quién lo había matado, ni siquiera por qué.

Cuando descubrieron el cuerpo de Pronge, Richard decidió dejar el almacén, deshacerse por fin del cadáver de Masgay. Rompió el cemento que cegaba el pozo, recuperó el cuerpo de Masgay, lo llevó a una zona rural poco frecuentada del Estado de Nueva York y lo dejó allí, envuelto en bolsas negras de las que sirven para las hojas secas.

Alguien encontró el cadáver a los pocos días, también por pura casualidad, y llamó a la Policía. Lo interesante era que el agua del pozo, casi helada, había conservado el cadáver perfectamente. Aunque Masgay llevaba muerto dos años, parecía como si acabara de morir, de ser asesinado, el día anterior. Se comparó la ropa que llevaba puesta con los datos de los archivos de personas desaparecidas, y las autoridades descubrieron por este medio que se trataba de Louis Masgay, al que se había dado por desaparecido hacía tanto tiempo.

La Policía sabía que el día de su desaparición Masgay había ido a ver a Richard Kuklinski llevando encima noventa mil dólares en metálico. Cuando llegó a oídos del detective Kane la noticia de este descubrimiento, se apresuró a decírselo al teniente Leck.

– Pat… Pat, al final me has convertido en creyente -dijo el teniente a Kane, y le dio la mano. Aquel asesinato confirmaba por fin las tesis de Kane, y este se sentía con la cabeza en las nubes.

Contando ya con el permiso y con el apoyo de Leck, Kane profundizó más en el asunto y no tardó en enterarse de que la última vez que se vio con vida a Masgay, el día de su desaparición, este se dirigía a cenar con Kuklinski. Kane descubrió también que Masgay había estado comprando a Kuklinski pornografía y cintas vírgenes. Kane volvió a investigar entonces el asesinato de George Malliband, habló con su hermano Gene, y se enteró de que Malliband tenía el vicio del juego y estaba muy endeudado con prestamistas y «tipos de la Mafia».

Kane salió a correr mientras daba vueltas a esto en la cabeza, intentando encajar las piezas irregulares de aquel rompecabezas sangriento. Cuando corría solían venirle muy buenas ideas, conseguía ver las cosas de otra manera desde distintos ángulos, como dice él. Estaba corriendo cuando se le ocurrió la idea de ponerse en contacto con la unidad de Crimen Organizado del Departamento de Policía de Nueva York (DPNY) para ver si le podían aportar algo más acerca de Richard Kuklinski. Sabía que necesitaba ayuda. Él no era más que un modesto detective del pequeño cuartel de la Policía estatal de Newton, Nueva Jersey, que contaba con unos recursos mínimos. Se encontraba en gran desventaja, y tuvo el buen sentido de reconocerlo. La solicitud de información al Departamento de Policía de Nueva York resultó fructífera. No solo preguntó por Kuklinski, sino que proporcionó a la unidad de Crimen Organizado la foto policial de Kuklinski; se la enseñaron a un informador de la Mafia, Freddie DiNome, y Kane no tardó en saber que la foto era del Polaco, un hábil asesino a sueldo que había trabajado con Roy DeMeo, al que, a su vez, habían matado hacía poco.

– Según se dice, es un especialista en deshacerse de los cadáveres -dijo a Kane un detective del DPNY.

Aquello confirmaba lo que Kane había sospechado siempre; pero oírselo decir a la Unidad de Crimen Organizado del DPNY resultaba impresionante. Le producía escalofríos.

¿A cuantas personas ha matado? se preguntaba Kane; y repasaba mentalmente la larga lista de asesinatos mafiosos que se habían producido en toda Nueva Jersey. Al conocer esta nueva información, Kane se preocupó todavía más por su propia seguridad y por la de su familia. Si Kuklinski era un asesino a sueldo, ¿qué le iba a impedir que persiguiera a Kane, o a su esposa, o incluso a sus hijos? Kane procuró hacerse con las matrículas de todos los vehículos de Richard, y también de los de su familia. Provisto de esta información, se llevó aparte a Terry y le explicó que andaba persiguiendo a un homicida peligroso, a un asesino a sueldo que vivía allí cerca, a diez minutos en coche, y que «podría», según dijo, aparecer por allí para intentar hacer daño a Pat. Esto llenó a Terry de inquietud y de confusión.

– ¿Por qué iba a venir por ti, Patrick -le preguntó- en vez de por cualquiera de los otros?

– Porque llevo algún tiempo persiguiéndolo y creo… bueno, me parece que puede ser que se haya enterado de que soy yo.

– ¿Quieres decir que eres solo tú?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Terry, el asunto es largo y complicado. Baste decir que… que estoy preocupado, y quiero que tú estés…

– ¿Que esté cómo, Patrick?

– En guardia… alerta -dijo él-. Ten los ojos abiertos.

– ¿Y los niños, Patrick? Ese hombre… ya sabes, ¿les haría daño? -le preguntó ella.

– Terry, solo quiero que tengas los ojos abiertos, nada más. No; no haría daño a los niños -dijo Kane; aunque, en realidad, no sabía lo que podía hacer Richard, de lo que era capaz.


El novio de Merrick Kuklinski, Richie Peterson, empezaba a maltratarla. Empezó por dar empujones a Merrick; después, llegó a pegarle y a romper cosas. A pesar de lo mucho que Merrick quería a Peterson, juró que no iba a entrar en una relación de pareja con malos tratos como la que había tenido que sufrir su madre. Por tanto, puso fin a toda relación sentimental y a todo trato con Peterson, irrevocablemente y sin disculparse. Este se quedó descorazonado, hundido. Perseguía a Merrick, le suplicaba que se lo pensara, le prometía que cambiaría; pero ella no quiso atender a sus súplicas.

Si Merrick hubiera contado a su padre que Richard Peterson la había maltratado, Richard lo habría matado y lo habría echado a las ratas. Pero Merrick se callaba los malos tratos, y Richard seguía tratando bien a Peterson. Lo trataba con una confianza fuera de lo común por parte de Richard. Peterson era joven, no estaba fuera de la ley, y llevaba mucho tiempo saliendo con Merrick. Para Richard, Peterson era como un hijo adoptivo. Pero aquella familiaridad acabaría por volverse en contra de Richard.


Chris Kuklinski seguía reafirmando su individualidad a base de relacionarse con muchos amigos masculinos. A veces tenía relaciones con ellos en furgonetas aparcadas delante de la casa, estando Richard en casa; otras veces llevaba a chicos a su dormitorio de la planta baja, mientras Richard veía la televisión en el primer piso.

Chris conocía bien el mal genio de su padre, por supuesto, pero no sabía nada de la doble vida de este. No tenía idea de que al hacer aquellas cosas estaba provocando una situación que podía ser muy delicada y peligrosa. Si Richard la hubiera encontrado haciendo esas cosas, se habría vuelto loco, y al chico que estuviera con ella lo habría mandado al hospital o, peor aún, a la tumba. La tragedia podía producirse en cualquier momento.


Pat Kane intentó seguir a Richard varias veces, pero aquello resultó ser muy difícil. La costumbre de Richard de hacer cambios de sentido y giros repentinos, de detenerse al borde de la carretera y pasar un rato esperando, hacía que resultara casi imposible seguirlo. Kane también pensó en visitar la tienda de Phil Solimene, en Paterson, para ver de qué podía enterarse; pero por una serie de circunstancias fortuitas Solimene conocía a Pat Kane y sabía que era policía, de modo que lo reconocería en cuanto entrara.

Kane llegó a considerar que Solimene era un posible punto flaco, un medio que podía servir para demostrar algo contra Richard, pero la cuestión era ¿cómo? En realidad, Solimene era un verdadero forajido con el alma negra y que sabía muy bien lo peligroso que era Richard, y tendría que encontrarse muy apurado para traicionar a Richard o para ayudar a la Policía de alguna manera.

Pero aquello acabaría por cambiar con el tiempo.

Kane, tenaz por naturaleza, se dedicó a continuación a estudiar los datos telefónicos de Kuklinski, y descubrió al poco tiempo que tenía cuatro líneas telefónicas diferentes y que pagaba facturas de teléfono enormes, de varios miles de dólares al mes.

Al estudiar con mayor detenimiento las llamadas de Richard, Kane advirtió que este había estado llamando por teléfono al número de Louis Masgay, pero había dejado de llamarlo precisamente a partir del día de la desaparición de este.

– Interesante -observó el teniente Leck cuando Kane se lo comentó-. Sobre todo, si tenemos en cuenta que Kuklinski negó conocer siquiera a Masgay.

Aunque aquello resultaba francamente sugestivo, tampoco demostraba de ningún modo que Kuklinski hubiera matado a Louis Masgay, aunque desde luego que apuntaba en dicho sentido. Kane siguió comprobando los centenares de números de teléfono a los que se había llamado desde la casa de los Kuklinski. Revisar todos aquellos números sin relación aparente entre sí era un trabajo monótono y agotador; pero de pronto, fue como si uno de los números saltara del papel a la cara de Pat Kane.

– ¡Bingo! -exclamó este; y entró corriendo en el despacho del teniente Leck-. Ya lo tenemos -anunció.

– ¿Qué hay? -preguntó Leck.


Richard seguía trabajando como de costumbre. Aceptaba contratos para realizar asesinatos por todo el país. Compraba y vendía mercancías robadas, drogas y armas de fuego; distribuía pornografía de un extremo a otro de los Estados Unidos. Por entonces alquiló unas oficinas en Emerson y puso en marcha una nueva empresa a la que dio el nombre de Sunset Inc. Se servía de la empresa para comprar y vender partidas de artículos con defectos y para vender artículos falsificados, ropa vaquera y jerséis, bolsos, incluso perfumes. Richard hacía coser etiquetas falsas a las prendas y las vendía como auténticas. Los mayoristas que vendían en todos los mercadillos del país se las llevaban a manos llenas. Richard no llevaba nunca a su casa la pornografía que distribuía. Barbara no habría consentido una cosa así. Pero de cuando en cuando sí guardaba de un día para otro en el garaje de la casa partidas de películas X envueltas en plástico. El hijo de Richard, Dwayne, encontró una vez uno de estos cargamentos y se quedó atónito al ver aquellas cajas con las carátulas llenas de fotos pornográficas procaces. Era un espectáculo excitante para cualquier chico adolescente normal.

Dwayne no se había sentido nunca unido a su padre. Aunque Barbara y sus hermanas hacían todo lo posible por ocultar la verdad a Dwayne, este sabía que Richard pegaba a su madre, que destrozaba los muebles, que rompía cosas. Dwayne suponía que su padre acabaría por descargar su ira en él, tarde o temprano. Él estaba dispuesto a defender a su madre aunque le costara la vida, y solía pensar en ello, en que un día intentaría impedir que su padre maltratara a su madre y él mismo se convertiría en blanco de la agresión. Dwayne seguía procurando tener armas al alcance de la mano para poder defenderse, para eslar pro parado, dispuesto para la acción, si llegaba el momento de tener que defender a su madre de Richard.

Pero Dwayne no tenía idea de lo peligroso, de lo francamente mortífero que era Richard, y por muchos preparativos que hiciera, jamás tendría ninguna posibilidad de sobrevivir si entablaba combate con su padre.

Richard hacía todo lo que podía por agradar a su hijo. Intentaba ser un buen padre. Compraba constantemente regalos para Dwayne, que solían consistir en armas de diversos tipos: una espada, cuchillos de todas clases, pistolas de aire comprimido, una ballesta. No se trataba de una ballesta cualquiera, sino de una de superlujo con la que se podría haber abatido a un oso, con flechas con punta de caza, afiladas como hojas de afeitar y hechas para matar, para atravesar fácilmente la carne y los músculos y romper los huesos. A Dwayne no le interesaba ninguna de aquellas armas, rara vez usaba la ballesta, pero sí llegó a pensar en usarla contra su padre, en matarlo con ella, de hecho, para proteger a su madre. Dwayne estaba muy unido a Barbara, pero tampoco era ni mucho menos un niño de mamá. Le encantaban los deportes y la acción, levantaba pesas y tenía el cuerpo esbelto y musculoso. La gran pasión de Dwayne era la lucha libre, y brillaba en este deporte, en el que ganaba casi todos los combates. Toda su familia, Richard incluido, acudía a ver sus combates de lucha libre, y lo animaban con desenfreno. La asistencia de Richard a los combates de Dwayne era una de las pocas cosas en las que a Dwayne le gustaba que participara su padre. Richard no lo llevaba a ver partidos de béisbol, de fútbol ni de fútbol americano; no iba con él de pesca ni hacía nunca las cosas que suelen hacer juntos los padres con los hijos. Pero a Dwayne sí que le gustaba que su padre acudiera a ver sus encuentros de lucha libre y lo animara.

Parecía que a Richard le sentaba bien la vida familiar. Le gustaba mucho estar en su casa, con su familia, haciendo barbacoas, viendo películas juntos, saliendo a comprar provisiones, hasta ir a misa con la familia los domingos por la mañana. Richard siempre había querido tener una familia sana y llena de amor; había soñado con ello, y ya lo tenía por fin. Sin embargo, todo aquel deleite, todo su evidente amor a la vida del hogar, podía convertirse en una furia explosiva por menos de nada. Seguía pegando a Barbara, le rompía la nariz, le ponía los ojos morados. Aunque estos incidentes eran bastante menos frecuentes que en años anteriores, seguían sucediendo. Tanto Merrick como Chris se habían convertido en unas jovencitas altas y dotadas de fuerza física, que corrían a interponerse entre su madre y Richard cuando este tenía uno de sus arrebatos.

Richard tenía un trastorno bipolar y debería haber tomado medicación para estabilizar su conducta, sus fases repentinas de euforia y depresión; pero para él era impensable acudir a un psiquiatra. Tendría que reconocer que le pasaba algo malo, y él no estaba dispuesto a ello de ninguna manera.

Por otra parte, empezaba a pensar que la vida familiar lo estaba ablandando, le estaba quitando la agudeza, y por ello se estaba volviendo… vulnerable. Pero no podía hacer nada al respecto. Lo único que importaba a Richard Kuklinski en este mundo era su familia, y solía jurarse a sí mismo que preferiría morir antes que perderlos.

Solía acariciar el sueño de ganar mucho dinero y retirarse del mundo del crimen, seguir por el camino recto, comprarse una casa cerca del mar y disfrutar de la vista todos los días, ir a dar largos paseos con Barbara. Richard sabía que la buena suerte ya le había durado mucho tiempo, y sabía muy para sus adentros que la suerte le cambiaría algún día, que tenía que cambiarle por pura lógica de las leyes del azar.

Pero Richard no hacía gran cosa por exponerse menos, por replantearse su vida con ojo crítico y racional. Seguía su loca carrera, con una sola idea en la cabeza: ganar dinero, sacar adelante a su familia y retirarse algún día. Pero para aquello necesitaba mucho dinero, y los riesgos que corría adquirían una importancia secundaria. Formaban parte natural del paisaje, y él los aceptaba. Se prometía a sí mismo que sería más cuidadoso, que trazaría los planes de manera metódica para actuar solo en el momento oportuno.

Otro posible problema para Richard era su carácter explosivo, homicida. Seguía discutiendo con la gente por su manera de conducir, y las discusiones podían degenerar rápidamente en episodios de violencia repentina, incluso en asesinatos. La persona que no respetaba la preferencia de paso de Richard en el tráfico se estaba jugando la vida.

Una tarde, Richard regresaba a Nueva Jersey y acababa de cruzar el puente George Washington cuando vio a un autoestopista alto y larguirucho. El hombre le hizo señas para que se detuviera, pero Richard siguió adelante, y el autoestopista le hizo la seña de levantar el dedo medio. Este gesto grosero siempre enfurecía a Richard, por algún motivo: no era capaz de pasarlo por alto. Dio marcha atrás mientras sacaba una pistola de la pistolera que llevaba atada a la pantorrilla, bajó la ventanilla, llegó hasta el autoestopista y le pegó un tiro en el pecho, matándolo. Un ciclista encontró al autoestopista y avisó a la Policía. No había testigos, ni motivos, ni armas, ni pistas. Un nuevo homicidio sin resolver para los archivos.

En otra ocasión, Richard quería probar un arma nueva, una ballesta metálica negra, pequeña, fabricada en Italia. Parecía un buen arma para un asesinato de encargo, pues era muy silenciosa, muy pequeña, del tamaño de un guante de béisbol; pero se preguntaba si daría resultado de verdad. Para ponerla a prueba, Richard salió en su coche y se puso a buscar a alguien a quien pudiera disparar con la ballesta. No estaba furioso ni había bebido; no era más que una prueba, para comprobar si aquella ballesta pequeña podía matara un ser humano, según explicó. Vio a un hombre, su conejillo de indias, que iba caminando tranquilamente por una calle apartada. Redujo la velocidad, detuvo el coche y le preguntó, con esa amabilidad suya, por dónde se iba a cierto sitio. El hombre se acercó al coche de Richard para responderle, y al cabo de un instante Richard le había disparado a la frente la saeta de acero de quince centímetros. El hombre cayó redondo con la saeta clavada en el cerebro, sin saber qué le había pasado ni por qué… y murió al poco rato.

44

El muskie escurridizo

UN hombre de Vineland, Nueva Jersey, debía mucho dinero a tipos de la Mafia, más de cien mil dólares. Era jugador y degenerado sexual, y se había endeudado hasta los ojos con usureros de origen italiano. Pagó su deuda con un cheque que resultó no tener fondos… dos veces. Pidieron a Richard que fuera a ver a aquel hombre. Se llamaba John Spasudo, y acabaría desempeñando un papel importante en la vida de Richard.

Spasudo, como Richard, era un hombre grande, aunque a diferencia de este tenía el pelo largo y oscuro. Tenía buena labia; si se lo proponía, era capaz de vender paraguas en el Sahara. Pero Richard ya lo había oído todo muchas veces, y no se tragó los cuentos de Spasudo. Richard, tranquilamente, procedió a poner las cosas bien claritas a Spasudo, y finalmente acabó por cobrar a los pocos días todo el dinero que se debía.

En el transcurso de aquellos días, Spasudo habló a Richard de una «gran oportunidad» que tenía de hacer dinero comprando y vendiendo divisas de Nigeria y krugerrands de Sudáfrica, que son unas monedas de oro puro. Y expuso a Richard la idea que estaba trazando con Louis Arnold, que era un rico hombre de negocios de Pensilvania. La idea era abrir una serie de estaciones de servicio a lo largo de la carretera interestatal, dirigidas expresamente a los camioneros: tendrían hotel, restaurante y taller donde se podrían reparar rápidamente los problemas mecánicos. La idea parecía razonable, y a Richard le pareció interesante.

Richard, como siempre, buscaba nuevas maneras de ganar dinero, y escuchó a Spasudo con mucha atención, le oyó contar más detalles acerca del dinero que se podía ganar con las monedas de oro y la compraventa de divisas, y al poco tiempo salía camino de Zúrich, en Suiza, con toda una nueva gama de oportunidades delante, y con una nueva lista de víctimas que enviaría a la tumba.


Pat Kane entró corriendo en el despacho del teniente Leck, emocionado. Estaba seguro de que acababa de encontrar la cuerda que podría servirles para ahorcar a Richard Kuklinski.

– Teniente -dijo-, tengo aquí una prueba clara, irrefutable, que relaciona a Kuklinski con el motel York. Hizo una llamada telefónica al hotel el 21 de diciembre, cuando Deppner y Smith estaban alojados allí. ¡Que intente negarlo!

– Bien, muy buen trabajo -dijo Leck. Si bien aquello no era más que una prueba circunstancial que no demostraba que Kuklinski hubiera matado a nadie, sí que relacionaba directamente a Kuklinski con el lugar donde habían encontrado a Gary Smith.

Pero para Pat Kane aquello representaba una nueva prueba de lo que él venía diciendo desde ya hacía años. Sin embargo, no tenían pruebas suficientes para ir a poner las esposas a Kuklinski. Kane deseaba, más que ninguna otra cosa en su vida, ir a detener a Richard Kuklinski y meterlo en un calabozo, encerrarlo como lo que Kane creía que era, un animal furioso. Aquella investigación había llenado a Kane de frustraciones y de desánimo. Sabía que Kuklinski era un asesino a sueldo al servicio de la Mafia, que era distribuidor de pornografía; que había matado a cinco personas, que él supiera (Masgay, Hoffman, Malliband, Smith y Deppner), y él no podía hacer nada al respecto, al menos de momento. Kane se estaba volviendo retraído y taciturno. Terry apenas era capaz de animarlo a hablar, a que se comunicara con ella o con los hijos. Siempre había sido un marido cariñoso, muy entregado y atento, un padre amantísimo; pero ahora se había convertido en un hombre completamente distinto. Estaba allí, en la casa, en la cama junto a su esposa, pero en realidad no estaba presente, no formaba parte de la familia. Pasaba casi todo el tiempo como ausente, explicaría más tarde Terry Kane. Pat tampoco dormía bien. Pasaba las noches dando vueltas en la cama. Tenía ojeras. A veces, por la noche, oía un ruido en el exterior de la casa, se levantaba de la cama y salía con una pistola en la mano. Si Kuklinski se presentaba con intención de hacerle daño a él o a su familia, lo mataría. Y punto.

Para poder detener a Kuklinski, para poner fin a aquella matanza que iba realizando en solitario, Kane sabía que necesitaba pruebas tangibles, irrefutables: la clásica pistola todavía humeante; testigos, huellas dactilares, pruebas reales que tuvieran validez ante un tribunal. Pat Kane salía a echar largas carreras, daba puñetazos a su saco pesado, mientras pensaba únicamente en aquel caso, en cómo sacar de la calle a Kuklinski. Solía tener fantasías en las que mantenía un tiroteo con Kuklinski y lo mataba. Kane tenía una puntería excelente, y le habría gustado vérselas cara a cara con Kuklinski. Estaba convencido de que si en el mundo había que matar a alguien, ese alguien era sin duda Richard Kuklinski. Pero sabía que aquello no era posible. El había ido siempre, durante toda su vida, por el camino recto, respetando las reglas y los reglamentos de la sociedad, y no estaba dispuesto a cambiar ahora, a convertirse en un homicida, por causa de Kuklinski. Sin embargo, sí que le habría gustado que Kuklinski le hubiera dado motivos para matarlo como a lo que era sin duda, como a un perro rabioso.

Un domingo que había ido a pescar lucios de los Grandes Lagos, su pasatiempo favorito, a Kane se le ocurrió por primera vez una idea que le pareció que podría hacer avanzar la investigación, incluso llevarla a su fin con éxito. El lucio de los Grandes Lagos (Esox masquinongy) es un pez de agua dulce, predador, algunos dicen que verdaderamente astuto, de la familia de los lucios. Estos peces, a los que se conoce en Estados Unidos con el nombre de muskellunges, o vulgarmente musties, viven en lugares apartados de los lagos de agua dulce. Son muy difíciles de pescar; no se los engaña fácilmente con cebos ni señuelos. Pueden alcanzar un metro ochenta de largo, son veloces y violentos y tienen dientes afilados como hojas de afeitar. Son tan agresivos que no solo se alimentan de otros peces, sino que llegan a atacar y a devorar a las ratas de agua, a los patos y a otros vertebrados de sangre caliente. Si en las aguas dulces del norte de Nueva Jersey hay un asesino en serie despiadado, se trata sin duda del mustie. Aquel domingo, mientras Kane intentaba pescar al mustie escurridizo con cebos vivos, se le ocurrió la idea de utilizar un cebo vivo para atrapar a Kuklinski.

Kane pensó que Kuklinski se parecía mucho a un mustie: atacaba donde quería, era astuto, era un asesino difícil de cazar.

Sí: lo que necesitaba Kane para atrapar a Kuklinski era un cebo vivo, un señuelo seductor capaz de engañarlo y de hacerlo salir al descubierto. Pat Kane empezó a buscar a un hombre capaz de acercarse a

Kuklinski, un buen policía de paisano que dominara el arte de infiltrarse y que fuera capaz de hacer que se descubriera.


También John Spasudo tenía las manos en muchos negocios. Le habían retirado el pasaporte porque estaba en libertad bajo fianza por un asunto de falsificación, y por eso había pedido a Richard que fuera al extranjero para llevara cabo aquella operación de intercambio de divisas. Unos funcionarios corruptos de Nigeria habían robado mucho dinero en billetes y habían conseguido sacarlo del país y llevarlo a Zúrich. El problema era que el dinero no se podía convertir a ninguna otra divisa porque nadie quería la divisa nigeriana. Sin embargo, había otro funcionario de Nigeria que volvería a permitir la entrada del dinero en el país a cambio de una comisión de diez centavos por dólar. El funcionario daría al dinero la calificación de legítimo y haría emitir un cheque contra una segunda empresa que abriría Richard, cheque que se abonaría en dólares.

A Richard le gustaba Zúrich. Era una ciudad limpia y ordenada, y la gente era agradable y complaciente. Tomó una habitación en un hotel del centro, el Hotel Zúrich; se reunió con el hombre que tenía acceso a todo aquel dinero nigeriano, un belga llamado Remi, que era un individuo bajo y corpulento, de gruesas cejas. Richard desconfiaba, pero Remi se lo llevó a unas oficinas en las afueras de la ciudad y le enseñó allí el dinero nigeriano, en gruesos paquetes embalados en plástico: setenta kilos en total. Richard tendría que llevarse el dinero a Nigeria. No le hacía mucha gracia la idea de ir a África, pero estaba dispuesto a ir donde hiciera falta para ganar dinero. Ya estaba todo dispuesto para que el dinero se transportara de nuevo a Nigeria. Richard volaría en el mismo avión, que partiría al día siguiente. Richard siempre había tenido deseos de ver mundo y tenía curiosidad por ver Nigeria, uno de los países más pobres y más violentos del mundo, donde todavía se vendía y compraba a personas, donde todavía se practicaban los sacrificios humanos. Tal como se había acordado, Richard se reunió con el funcionario, un hombre alto, cadavérico, de piel oscura, y se aprobó sin problemas la importación del dinero en el país. Richard tuvo que quedarse hasta el día siguiente para tomar el vuelo de vuelta a Zúrich. No le gustó nada de lo que vio en Nigeria, su desorden, su pobreza abrumadora, sus carreteras polvorientas, las palmeras marchitas, los perros callejeros atribulados que parecían temer que alguien se los comiera en cualquier momento. Decir que Richard Kuklinski, con su tez clara de mezcla de polaco e irlandesa, llamaba la atención, era decir poco. Se alegró de marcharse al día siguiente, y esperó no tener que volver por allí.

Zúrich era todo lo contrario, una ciudad ordenada, limpia y próspera. Richard, como tenía por costumbre, daba largos paseos observando con curiosidad a los suizos escrupulosos que hacían sus vidas ordenadas y escrupulosas. Lo que más llamó la atención a Richard, lo que todavía recuerda con claridad después de tantos años, era lo limpio que estaba todo, ni un papel en el suelo. Richard encontró un parque que estaba abierto toda la noche y por donde la gente paseaba tranquilamente, sin miedo a sufrir atracos ni violencia. Mientras esperaba la llegada del cheque de Nigeria, Richard hacía unas comidas estupendas, principalmente a solas, pero a veces con su nuevo amigo Remi.

Remi habló a Richard de un segundo plan que había estado elaborando. Un hombre que trabajaba en un banco suizo le proporcionaría los números de cuentas suizas numeradas, hasta cheques bancarios contra esas cuentas.

– Te estoy hablando de cuentas inmensas de grandes empresas y de personas que tienen mucho dinero que esconder, de personas que no podrían acudir jamás a la Policía, ¿entiendes? -dijo Remi, hablando sin apenas mover los labios, como si fuera un ventrílocuo.

– Entiendo.

– Necesitamos una cuenta en los Estados Unidos donde poder cobrar los cheques. ¿Te interesaría a ti participar en la empresa?

– ¿Qué ganamos nosotros?

– La mitad debe ser para el banquero. Nosotros nos repartiremos la otra mitad.

– ¿Y dices que lo único que tengo que hacer es abrir una cuenta y depositar esos cheques?

– Exactamente.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando?

– De no más de setecientos cincuenta mil dólares. Si se supera esa cantidad, la transacción pasa automáticamente a controlarse más.

– Estás de broma.

– Yo no hago bromas con el dinero.

– Me apunto, claro -dijo Richard, y accedió a abrir otra cuenta de empresa en los Estados Unidos para facilitar esta operación. Todo parecía demasiado fácil para ser verdad, pero Richard había oído contar cosas más raras todavía, y conocía bien el negro instinto de rapacidad que se escondía en los corazones de los hombres; por ello, aceptó de buena gana el trato que le había propuesto Remi.

El cheque de Nigeria no tardó en llegar. Era de 455.000 dólares. A Richard le correspondía un 25%. Richard lo tomó y se volvió a los Estados Unidos en un asiento de primera clase de un vuelo de la Pan Am, con intención de volver pronto a Zúrich.


Pat Kane entró en el despacho del teniente Leck y dijo:

– La única manera en que podremos atrapar a Kuklinski es poniendo cerca de él a alguno de los nuestros. Vamos a tener que infiltrar a alguien verdaderamente bueno. A alguien capaz de engañarlo, de hacerlo salir al descubierto.

– ¿Habías pensado en alguien? -le preguntó Leck.

– He estado hablando con el jefe de homicidios del condado de Bergen, Ed Denning. Dice que conoce a un infiltrado de primera, es del ATF [8].

– Claro, prueba a ver. ¿Por qué no? -dijo Leck, sabiendo que Kane tenía razón, que la había tenido desde el principio.

A principios de abril, Pat Kane fue en su coche a Trenton, Nueva Jersey, para reunirse con aquel superagente infiltrado.

45

¿Cómo te va, joder?

Dominick Polifrone tenía treinta y nueve años; ojos oscuros, duros, callejeros; pómulos marcados; bigote de Fu Manchú; llevaba un peluquín negro que le sentaba mal. Medía cerca de un metro ochenta; era un hombre tuerte, robusto, ancho de hombros, hijo de inmigrantes italianos, de piel oscura y cetrina. Polifrone estaba casado y era feliz en su matrimonio, y tenía tres hijos pequeños. Se había infiltrado con éxito muchas veces en círculos de la Mafia; había recogido pruebas sólidas que habían servido para conseguir condenas en tribunales federales, y ninguno de los condenados por mediación suya se había enterado de que la culpa había sido de él. Polifrone sabía andar y hablar, sabía vestir, sabía qué decir y cómo decirlo. Había adoptado la personalidad, la apariencia ruda, los andares contoneantes, el habla y los dichos de los tipos de la Mafia. En muchas ocasiones hablaba poniendo un «joder» en cada frase. Polifrone impresionó inmediatamente a Pat Kane. Cuando se conocieron, Pat no solo pensó que era capaz de hacer el trabajo, sino que podía hacerlo muy bien. Según contaría más tarde Pat, Polifrone era perfecto, «como salido de una película de mafiosos». De hecho, según dijo también Kane, «casi parecía demasiado auténtico para ser de verdad».

Los dos hombres, tan diferentes como el día y la noche, uno osado y audaz, el otro cortés e introspectivo, se sentaron a hablar, y Pat Kane le contó poco a poco todo lo que tenía. Mientras hablaba, Polifrone iba frunciendo la ancha frente con curiosidad, con surcos que se hacían más profundos conforme Kane iba hablando. La curiosidad no tardó en convertirse en consternación, y después en franca rabia. Cuando Kane hubo terminado de exponer todo lo que tenía, Polifrone dijo:

– ¿Me estás diciendo que ese cabrón ha matado a toda esa gente y que sigue suelto por ahí, joder?

– Eso mismo es lo que estoy diciendo -dijo Kane, con la cara de muchacho rígida como una piedra, con la mirada firme y decidida, lleno de resolución de acero.

– ¡Eso es increíble! -dijo el otro.

– Y que lo digas. ¿Estás dispuesto a ayudar?

– La cuestión no es si estoy dispuesto a ayudar. Claro que lo estoy. La cuestión es cómo voy a conseguir que mis jefes lo aprueben.

Polifrone trabajaba para la Oficina Federal de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, que no se dedicaba a investigar asesinatos. Los homicidios quedaban fuera de su jurisdicción. Pat Kane ya lo sabía, naturalmente, y tenía preparada una respuesta.

– Yo te lo diré -dijo Kane-. Por las armas de fuego. Trafica con armas de fuego.

– ¿Directamente? -Sí.

– Eso bastará, joder.

Polifrone fue a hacer unas llamadas telefónicas, resumió a sus superiores lo que les había contado Kane, y al cabo de una hora ya le habían dado luz verde. Kane y él se dieron un apretón de manos.

– ¡Vamos a atrapar a ese cabrón! -dijo Dominick. Y así empezó una colaboración poco frecuente entre la Policía Estatal de Nueva Jersey y el Gobierno federal. Esta colaboración llegaría a convertirse en uno de los trabajos policiales estatales-federales más amplios de la historia; sería un equipo de trabajo sin igual en la historia de Nueva Jersey.

Pero era mucho más fácil decir «vamos a atrapar a ese cabrón» que hacerlo.

Richard Kuklinski era un hombre muy desconfiado y peligroso. Olía a un policía a un kilómetro de distancia. Era un don que había desarrollado, pulido incluso, a lo largo de toda una vida dedicada al crimen, a acechar y matar a voluntad, de toda una vida de depredador en una selva muy peligrosa, pues así era como concebía él su mundo. ¿Cómo podían conseguir que Dominick Polifrone se acercara a Kuklinski, cuánto más que se ganara su confianza y su buena fe? Esta era la pregunta del millón, era la gran montaña que tenían que escalar.

Aquella noche, Pat Kane llegó a su casa emocionado y muy contento, como si hubiera vuelto a nacer. Era la primera vez en mucho tiempo que sonreía en vez de estar taciturno y retraído. Por primera vez desde que había caído en sus manos aquel caso que crecía cada vez más, Kane veía una luz al final de un túnel oscuro y traicionero, sembrado de los muchos cadáveres descompuestos de las víctimas de Richard Leonard Kuklinski.


Cuando Richard llegó a su casa de vuelta de Zúrich aquel fin de semana estaba de buen humor. Siempre que había ganado dinero estaba de buen humor. Al día siguiente fue a ver a John Spasudo y le habló del viaje, le contó lo bien que había ido.

– ¡Ya te lo decía yo, Rich! ¡Ya te lo decía yo!-exclamó Spasudo, apretando la mano enorme de Richard.

– Es cierto, amigo, es cierto -dijo Richard; y al poco tiempo los dos se repartieron los beneficios de la operación con las divisas nigerianas; era una buena cantidad de dinero, y existía la perspectiva de ganar más dinero todavía. Mucho más dinero. Richard no había creído que pudiera ser tan fácil, pero ahora tenía fe, y John Spasudo era, de momento, su nuevo mejor amigo.


¿Por qué no se limitó Richard a matar a Spasudo, a quedarse con su parte del dinero y quitárselo de encima? Cuando se le hizo esta pregunta hace poco, respondió: Porque me resultaba útil. Pensé que si había sido capaz de llevar adelante aquello, quién sabía de lo que sería capaz.

Pero a Richard no le gustaba John Spasudo, y cuanto más lo conocía, menos le gustaba. Por ejemplo, cuando Richard conoció a la mujer de Spasudo, este le dijo con tono de conspiración amistosa: «Puedes follártela si quieres»; lo que dejó atónito a Richard, que seguía siendo un hombre muy remilgado para esas cosas. ¿Qué clase de hombre era aquel -pensó Richard-, que ofrecía a su esposa como si fuera un palo de golf favorito? Spasudo también tenía una amante, Sherry, y cuando Richard la conoció, Spasudo también le dijo que podía acostarse con ella si quería.

– No, gracias -dijo Richard, pensando que Spasudo debía de tener sin duda tornillos sueltos en la cabeza. Entonces sucedió una cosa que hizo que Richard aborreciera a John Spasudo; de hecho, hizo que

Spasudo tuviera los días contados. Preguntaron a Richard si podría conseguir cien kilos de marihuana. Como de costumbre, Richard estaba dispuesto a vender cualquier cosa para ganarse unos dólares. Recurrió a Spasudo, y le preguntó si conocía a alguien.

– Claro -dijo Spasudo, satisfecho de poder demostrar a Richard que tenía contactos para cualquier cosa, que era hombre rico en talentos y en recursos; y Spasudo llevo a Richard a ver a «un amigo».

Aquel amigo vivía en una hermosa casa de un barrio exclusivo de North Jersey. Era un tipo intelectual, erudito, según lo describe Richard. Tenía en el cuarto de estar un panel secreto tras el cual tenía escondidos unos fardos de marihuana envueltos en tela de saco. Richard se llevó cien kilos, pagó un precio justo al tipo y guardó la hierba en su furgoneta. De vuelta en la casa, el traficante preguntó a Richard si quería «ver sus juguetes».

– ¿Que juguetes son esos? -preguntó Richard; y el traficante condujo a Richard y a Spasudo hasta una escalera oscura, oculta tras un panel bajo la escalera principal que llevaba al segundo piso. Lo siguieron por unos peldaños de madera estrechos hasta llegar a un sótano secreto. Cuando Richard llegó al pie de las escaleras, vio con asombro a unos niños de siete a catorce años, de ambos sexos, blancos y negros. Eran como una docena. Estaban todos callados y con los ojos muy abiertos, tristes y asustados.

– ¿Te apetece uno? -dijo el traficante, como si fueran postres frescos y apetitosos en una fuente de un restaurante animado.

– No; no, gracias -gruñó Richard, mientras se acumulaba dentro de él una ira ardiente. Le salió de los labios aquel chasquido suave. John Spasudo tenía una amplia sonrisa en el rostro. Richard apenas pudo contener el impulso de sacar la pistola y matar a los dos allí mismo. Se volvió en silencio y subió por las escaleras, ocupando todo aquel espacio con sus anchos hombros, prometiéndose a sí mismo en silencio que volvería… por un solo motivo.

Ver así a aquellos niños había hecho un efecto pésimo a Richard. Si había una cosa que aborrecía era ver maltratar a los niños, del modo que fuera. Aquello le hacía aflorar una oleada de recuerdos reprimidos. Richard ya no sonreía al traficante ni le hablaba con amabilidad; lo miraba con un desdén helado. Según explicó hace poco: No podía quitarme de la cabeza la imagen de aquellos niños… Esto me comía por dentro. Tenía que hacer algo. No podía dejar de pensar en ellos. Ahora que han pasado tantos años, me enfurezco solo de pensarlo… con el recuerdo, ¿sabe?

Cuando salieron, Richard dijo a Spasudo que no le gustaban esas cosas; que, de hecho, las detestaba. A Spasudo aquello le parecía muy divertido. Richard no le veía la gracia de ninguna manera.

Al día siguiente, Richard salió camino de Georgia para abrir una cuenta corriente en la que pudiera ingresar los cheques bancarios robados. No estaba seguro de que aquello fuera verdad, de que diera resultado, pero Remi ya había cumplido una vez con lo del dinero nigeriano. Aquello había marchado como un reloj suizo, y Richard estaba optimista. Pero mientras viajaba en su coche hacia Georgia no dejaba de pensar en los niños, en lo que les estaban haciendo. Pensaba en sus padres y en sus familias, en cómo se sentiría él si alguno de sus tres hijos se encontrara en tal situación. Puso la radio para oír música country, intentando quitarse de la cabeza a aquellos niños, a lo que se leía en sus ojos, a la tristeza de sus pequeños rostros, los recuerdos de su propia infancia; pero no lo conseguía.

Richard iba a abrir la nueva cuenta de empresa en Georgia porque había vendido mucha pornografía en Georgia a lo largo de los años y aquel estado le resultaba familiar, le gustaba su filosofía de vivir y dejar vivir. No tuvo ninguna dificultad para abrir la cuenta a nombre de la Corporación Mercantil.

Cuando Richard volvía hacia Nueva Jersey, volvió a pensar en los niños. Decidió regresar a aquella casa al día siguiente, pero John Spasudo lo llamó y le dijo que Remi se había puesto en contacto con él y que tenía que volver a Zúrich lo antes posible.

– Dile que voy para allá -dijo Richard; y al día siguiente ya viajaba hacia Zúrich. Barbara estaba acostumbrada a aquellos viajes repentinos, y no dio vueltas a la marcha brusca de Richard. Dice que prefería que él no estuviera. Había paz en la casa, explica ella.

46

«La tienda»

Pat Kane creía desde hacía mucho tiempo que la clave para llegar a

Richard Kuklinski era Phil Solimene, el propietario de «La tienda», en Paterson, que era el único amigo que tenía Richard.

Solimene era quizá la única persona del mundo (aparte de Barbara) en quien confiaba Richard, a quien Richard tenía por… amigo. Richard lo conocía desde hacía bastante más de veinte años; había cometido a su lado todos los delitos imaginables, incluso asesinatos. Solimene hasta sabía dónde vivía Richard y su familia, había ido varias veces a tomar copas y café a casa de los Kuklinski con su mujer, la hermana de Percy House.

Rindiéndose a la presión constante de Kane, Percy House accedió por fin a convertirse en chivato para salir de la cárcel. Con un micrófono, fue a «La tienda», donde consiguió que Phil hijo reconociera su participación en un robo frustrado en una casa en el que habían asesinado a un anciano, lo habían matado al golpes. House también intentó hacer hablar a Richard con una grabadora oculta, pero Richard no se fiaba de él, lo amenazó abiertamente con matarlo, y Percy House salió de la tienda como alma que lleva el diablo y no volvió más por allí.

También Phil Solimene padre tenía problemas con la justicia, y cuando Pat Kane se puso en contacto con él y le dijo que quería que tendiera una trampa a Richard, Solimene le escuchó, aunque a disgusto. Además, el hijo de Solimene estaba cumpliendo condena en una cárcel del Estado de Nueva Jersey, y a Kane le pareció que podría aprovechar este factor para convencer a Solimene.

– Si nos ayudas a atrapar a Kuklinski, te irá mejor en la vida -dijo Kane-. Si no nos ayudas, te irá mucho peor: tu vida será un infierno, te lo prometo.

Con la cara de querubín inocente que tenía Kane, una amenaza suya resultaba más inquietante si cabe.

Además -prosiguió-, procuraré que a tu hijo le vaya bien en la cárcel y que lo trasladen cerca de ti, de la estatal de Trenton a Rahway.

Con todo lo que temía Solimene a Richard -y lo temía de verdad-, temía todavía más perder su libertad; y, después de mantener varias reuniones con Kane y con agentes federales de la ATF (Polifrone entre ellos) y del FBI, Phil Solimene, la única persona del mundo en quien confiaba Richard, accedió a ayudar a las autoridades; y así se alargó de pronto un poco más la cuerda que había de servir para ahorcar a Richard Kuklinski; se hizo más fuerte, una realidad tangible que oscilaba sobre la cabeza de Richard como movida por una suave brisa.


Richard llegó a Zúrich y se registró en su hotel. No llevaba allí diez minutos cuando apareció Remi. Almorzaron temprano en un restaurante de cuatro estrellas que estaba cerca del hotel.

– Todo va bien -dijo Remi-. Tendremos el primer cheque mañana.

– ¿De verdad?

– Sí, de verdad.

– ¿Cuánto?

– Quinientos mil -dijo Remi con cara inexpresiva mientras se llevaba a la boca caracoles con mantequilla con la facilidad que da la práctica.

– Lo creeré cuando lo haya visto -dijo Richard.

– Lo verás mañana -dijo Remi con absoluta certeza. Si aquello era cierto, a Richard y a Spasudo les corresponderían casi sesenta y tres mil dólares por cabeza, después de que el banquero se quedara con su cincuenta por ciento y Remi con su parte correspondiente.

– ¿Cuándo… dónde… a qué hora? -dijo Richard, sin llegar a creérselo del todo; en efecto, aquello parecía demasiado bonito para ser cierto.

– Te lo llevaré yo a tu hotel -dijo Remi.

Y, en efecto, al día siguiente Remi se presentó a la hora que habían acordado con un cheque a nombre de la Corporación Mercantil por importe de quinientos mil dólares. Richard apenas daba crédito a sus ojos, pero allí lo tenía, en su mano inmensa.

– No me creía que pudieras salirte con la tuya, pero lo has conseguido. ¡Eres un buen tipo, Remi… un buen tipo! -dijo Richard, deshaciéndose en sonrisas. Apretó la mano regordeta de Remi; pero advirtió que este no parecía demasiado contento para tratarse de un tipo que acababa de ganar tanto dinero.

– ¿Pasa algo malo? -preguntó Richard.

– Existe un pequeño problema -dijo Remi. Una complicación, por así decirlo.

– ¿De qué se trata?

– Al parecer, nuestro amigo el banquero estaba trabajando con otro grupo de personas, y estos… bueno, lo han acosado y le han exigido más dinero… una parte mayor.

Qué hijos de perra avariciosos, pensó Richard.

– Y le han amenazado con descubrirlo.

– ¿De verdad? -dijo Richard, aunque pensando: ¿Acaso no se hacen así las cosas?

– Sí.

Richard miró otra vez el cheque que tenía en la mano.

– Y bien, ¿por qué no os los quitáis de en medio? -dijo.

– ¿Cómo? Son gente peligrosa. Creo que son… que son gánsteres -dijo Remi, susurrando la última palabra.

– Ah, conque gánsteres, ¿eh? -dijo Richard, divertido.

– ¡Sí! Ese es el problema, ¿te das cuenta?

– No es ningún problema -dijo Richard con confianza.

– Sí que lo es… No sé si lo entiendes: son peligrosos. No solo le han amenazado a él, ¿sabes?, sino también a su familia. A su mujer y a sus hijos.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Escucha, amigo, enséñame quiénes son esos gánsteres peligrosos y yo me ocuparé de ellos.

– ¿Tú? ¿cómo…? ¿Es que tú… conoces a alguien que…?

– Ya me ocuparé yo -repitió Richard, con tal aplomo que Remi lo creyó.

– Te puedo enseñar al hombre -dijo.

– Bien -dijo Richard.

Al día siguiente, Remi llevó a Richard al banco y le enseñó al hombre en cuestión. Estaba sentado tras un escritorio muy ornamentado, de madera de cerezo, adornado con lámparas de bronce. Richard vio con sorpresa que se trataba de un asiático. El tipo que intentaba extorsionarlo iba a venir a hablar con él a mediodía, y llegó con puntualidad. Era un árabe que lucía un traje italiano de buen corte, camisa de seda, corbata elegante. Llevaba un maletín de Vuitton. Tenía una barbita algo canosa. A Richard le recordó al actor Ornar Sharif. Richard sonrió para sus adentros, pero con el rostro frío y blanco como una estatua de mármol en un cementerio una noche de invierno.


El plan consistía en que Phil Solimene hiciera como que conocía a Dominick Polifrone desde hacía mucho tiempo. Polifrone adoptaría el nombre y el personaje de Dominick Provanzano. Tenía un carné de conducir con ese nombre, y se emitieron algunos antecedentes judiciales falsos a nombre de Provanzano por si alguien lo comprobaba. Era bien sabido que había policías corruptos que consultaban los archivos policiales, físicos e informáticos, para vender la información alegremente a los malos. Todos los policías lo sabían. Si Richard encargaba a un policía corrupto que comprobara quién era Dominick Provanzano, este superaría la prueba con sobresaliente.


El plan consistía en que Dominick empezara a frecuentar la tienda, a jugar allí a las cartas; se convertiría, por así decirlo, en «cliente fijo». Esperaban que lo aceptaran los demás criminales que tenían en aquella tienda un segundo hogar. Phil Solimene haría todo lo que estuviera en su mano para que todos se enteraran de que Dominick era uno de ellos, un elemento hábil y bien relacionado al que conocía de hacía muchos años, un tipo con buenos contactos en la Little Italy de Nueva York, que gozaba de la confianza de «gente importante».

Era a principios de 1985. Pat Kane llevó a Dominick a la tienda de Paterson en una furgoneta camuflada, le deseó buena suerte y vio cómo Dominick cruzaba la calle andando con su contoneo característico y entraba en la tienda. Esperaba que aquel fuera el primer paso para poder atrapar por fin a Kuklinski. Por entonces, Kane no sabía nada de los viajes que estaba haciendo Richard a Europa; ni siquiera sabía que no estaba en la ciudad.

Aquel día decisivo, cuando Dominick Polifrone abrió la puerta y entró en la tienda, se convirtió en Dominick Provanzano. Phil Solimene levantó la vista, lo vio y exclamó en voz alta: «¡Eh, Dom, pasa!», con una gran sonrisa en el rostro tallado a escoplo; lo abrazó y lo besó, y lo presentó con orgullo a los demás habituales. Polifrone se encontraba en su elemento. De hecho, era un actor nato, un artista con dotes naturales para el timo, y no tardó en sentirse como en su casa, en ponerse a jugar a las cartas con los demás tipos, que constituían un verdadero museo de los horrores de ladrones y homicidas, de hombres que vivían fuera de la ley, que establecían sus propias reglas, que robaban todo lo que podía moverse y que hacían daño a cualquiera que se interpusiera en su camino; forajidos todos ellos. Aceptaron enseguida en su seno a Polifrone, que evidentemente contaba con el patrocinio y la aprobación de Solimene. Polifrone no decía una frase que no contuviera la palabra «joder», y pronto hizo saber que era capaz de conseguir lo que fuera, joder, todo tipo de armas de fuego, drogas, silenciadores, granadas de mano, fusiles de asalto. Los demás lo creyeron. ¿Por qué no iban a creerlo? Al fin y al cabo, Phil Solimene (Fagan en persona) decía que era «un tipo legal».

Dominick tenía el don natural de la labia, tenía un arte maravilloso para contar anécdotas y chistes, y al poco tiempo había hecho reír a todos, que le daban palmaditas en la espalda. Tenía la manera de vestir, el aspecto y el modo de hablar propios del personaje. Llevaba en la boca un gran puro habano. Ni el propio Robert De Niro habría representado el papel de manera más convincente. El mal peluquín que llevaba Dominick también sentaba bien al personaje, aunque no era cosa intencionada por su parte. Aquel peluquín lo llevaba siempre.

Aquel primer día, cuando Dominick salió de la tienda, cruzó la calle y subió a la furgoneta camuflada, Kane se sintió aliviado. Si algo salía mal, si hacían daño a Dominick, sería sin duda por culpa de él, se lo achacarían a él.

– ¿Qué tal te ha ido? -dijo Kane.

– Ha estado tirado, joder -dijo Dominick-. Solimene lo hace bien. Hasta me ha hecho creer a mí mismo que nos conocemos desde hace un montón de años.

– Estupendo -dijo Kane, viendo por fin un rayo dorado de luz al final de aquel túnel maloliente.

En Zúrich, y por medio del banquero asiático corrupto, Remi se enteró de dónde vivía el árabe que habían visto. Se trataba de una casa de ladrillos de dos pisos, en una calle tranquila de la ciudad. Richard y Remi fueron a ver la casa. Richard decidió inmediatamente que no debía usar armas de fuego ni violencia visible. Quería que aquello pareciera una muerte natural. No quería que la Policía interviniera para nada. Decidió que lo mejor sería trabajar con veneno. No dijo a Remi nada acerca de sus planes. Cuanto menos supiera Remi, mejor. Richard sabía que lo primero que tendría que hacer era asegurarse de que el cheque se abonaba sin incidentes. Prometió a Remi que se ocuparía del árabe en cuanto estuviera el dinero en la cuenta.

– Te creo, te creo -dijo Remi.

Richard se volvió a los Estados Unidos, fue a Georgia e ingresó con desconfianza el cheque de quinientos mil dólares. Estaba lleno de inquietud. Esperaba que aparecieran agentes del orden y lo rodearan enseñándole las pistolas y las placas. Pero no pasó nada de aquello, y, para asombro y alegría de Richard, el cheque se cobró.

Richard empezó a preguntar a gente de la Mafia a la que había ido conociendo a lo largo de los años sobre las mejores maneras de mover el dinero. También habló con un abogado fiscal de Hoboken que conocía y que trabajaba mucho con gente del hampa. Con esa nueva información, Richard trazó un plan para mover el dinero haciéndolo pasar por varios bancos, uno de Luxemburgo, otro en las islas Caimán, y otro en Nueva Jersey, para dispersar los fondos de tal modo que no se pudieran detectar. Todo esto sucedía a pesar de las leyes bancarias actuales, que dificultan mucho más este tipo de transacciones.

Phil Solimene llamó a Richard varias veces pidiéndole que se pasara por la tienda, diciéndole que tenía «cosas buenas», pero Richard se encontraba por entonces muy ocupado con sus nuevas operaciones, estaba enfrascado en aquello, y ya no se sentía tan a gusto como antes en la tienda. Sabía que Percy House se había vuelto un soplón, y temía que a él lo relacionaran de algún modo con los asesinatos de Danny Deppner y de Gary Smith.

Por entonces, Richard pensaba mucho y a fondo en matar a Richie Peterson, antiguo novio de su hija Merrick. Era un punto flaco, sabía demasiado; pero, en último extremo, Richard decidió no hacerlo. Peterson le caía bien, y a Barbara también. Esperaría. Pero también sabía que había cometido un error al confiar sus asuntos a Peterson.

Richard tenía que volver a Zúrich para ocuparse del árabe. Preparó cuidadosamente el espray de cianuro, lo metió en un bote de espray especial, lo envolvió bien y lo guardó en su bolsa de aseo. Tenía que salir para Zúrich al día siguiente por la tarde. Pero antes tenía aquel asunto pendiente del traficante que tenía encerrados a aquellos niños en el sótano. Richard no se había olvidado de ellos; no dejaban de representarse sus rostros, y no podía descansar mientras no hubiera arreglado aquel problema, como decía él.

Cargó un revólver del 38 con balas de punta hueca, le puso un silenciador y fue en su coche a la casa del traficante. Le costó trabajo encontrar la casa, pero la localizó por fin. Era cerca de la medianoche. Richard pasó despacio ante la casa. Había luces encendidas en la planta baja. Siguió adelante por la carretera, aparcó su coche, se puso unos guantes de plástico y volvió hasta la casa andando con su paso rápido y largo. Entró sin titubear por el camino particular de acceso y se dirigió a la casa.

De pronto saltó una alarma y se encendieron las luces. Richard se quedó inmóvil. Las luces se apagaron. No pareció que nadie se hubiera dado cuenta. Llegó rápidamente a la casa y se movió a lo largo de la fachada, evitando el radio de acción de la alarma. En aquella región había ciervos, y Richard supuso que el traficante ya se había acostumbrado a que los ciervos hicieran saltar la alarma, y había bajado la guardia.

Con movimientos rápidos de felino, Richard llegó hasta la parte trasera de la casa. Se acercó a una ventana de la planta baja. No estaba cerrada con pestillo. La abrió muy despacio, y con dos movimientos rápidos ya estaba dentro de la casa aquel hombre grande, imponente, de una seriedad mortal. Oyó voces de hombres y avanzó hacia las voces, pisando con silencio. Había tres hombres, el traficante y otros dos a los que no había visto nunca Richard, sentados ante una mesa de comedor. Levantó el revólver del 38, apuntó, disparó enseguida a los dos primeros, dos tiros rápidos, pum, pum. El tercer hombre, conmocionado, estaba mirando a un lado y a otro para enterarse de qué demonios había pasado, cuando también recibió un tiro y cayó al suelo. Richard se cercioró de que todos habían muerto. Después fue directamente a la puerta que daba al sótano, corrió el cerrojo y la abrió.

– ¿Alguno de vosotros sabe contar hasta veinte? -dijo en voz alta.

Nadie respondió.

– He dicho que si alguno de vosotros sabe contar hasta veinte repitió.

– Yo sí -dijo una niña.

– Vale, muy bien. Cuando yo te lo diga, empieza a contar. Y cuando hayas terminado, todos podéis subir hasta aquí. En la cocina hay un teléfono. Esos hombres ya no os pueden hacer daño. No tengáis miedo. ¡Todo ha terminado! Llamad a la Policía, marcad el 911. Después, salid todos de la casa. La Policía os llevará con vuestras familias. De acuerdo: empieza a contar -dijo Richard; y se dirigió a la puerta principal, la abrió y se marchó, dejando la puerta abierta de par en par. Recorrió rápidamente el camino de entrada, llegó a la calle, volvió hasta su coche y regresó a su casa de Dumont. Ya se sentía mejor. Estaba seguro de que aquellos niños no tardarían en estar en buenas manos. Aquella noche durmió bien.

A la mañana siguiente, después de llevar a Barbara a desayunar en una buena cafetería, fueron a echar de comer a los patos en Demarest, que era, casualmente, la población donde se había criado Pat Kane. Richard estaba con un buen humor fuera de lo común. Barbara parecía contenta. Richard no había dicho nada de sus últimos negocios, ni ella se lo había preguntado. Se sentaron en un banco verde de madera a la orilla del estanque tranquilo y echaron de comer a los patos. Los patos se alegraban siempre de ver a Richard, lo conocían, y él los conocía a ellos. Había puesto nombre a muchos de ellos. Después, Richard dejó a Barbara en casa, fue a verse con John Spasudo y lo puso al día, sin contarle que había matado al traficante y a sus amigos ni decirle nada de que pensaba ir a matar a aquel árabe. Después de ver a Spasudo, Richard fue en su coche a Paterson. Phil Solimene ya le había llamado media docena de veces, y Richard quería ver de qué se trataba. Estaban allí reunidos los sospechosos habituales. Como de costumbre, todos se alegraron de ver a Richard, el Grande, el rey de la selva en persona. Dominick no estaba. Solimene y Richard se retiraron a solas a la trastienda.

– ¿Dónde te habías metido, Grandullón? -le preguntó Solimene.

– He estado ocupado -dijo Richard, sin decir nada de sus viajes a Zúrich. Seguía confiando en Solimene; sencillamente, era reservado por naturaleza y por costumbre.

– El otro día vino por aquí un viejo amigo mío -dijo Solimene-. Tiene un montonazo de armas, lo que quieras, hasta lanzagranadas, joder.

– ¿De verdad? ¿De dónde las saca?

– De la capital, del centro. Lo conozco desde hace veinte años. Estuvo fuera de la circulación una temporada. Si necesitas cualquier cosa, yo me encargo… cualquier cosa.

– No; de momento voy bien. ¿Puede conseguir granadas de mano?

– Desde luego, joder. Creo que tiene no se qué contactos en el Ejército.

– ¿Cómo se llama?

– Dom Provanzano.

– ¿Es pariente de Tony Pro?

– Puede, no lo sé con seguridad.

– Vale; me alegro de saberlo -dijo Richard; y dejó el tema. Tenía otras cosas en la cabeza, asuntos más importantes.

Solimene le preguntó por qué no se había pasado por allí últimamente.

– ¿Pasa algo malo, Grandullón?

– No; he estado liado, nada más.

– ¿Por qué no vienes a la partida del sábado?

– Si puedo… -dijo Richard, y se marchó al poco rato. No sospechó de Solimene en absoluto. Por el camino de vuelta a Dumont, se preguntó si aquel tal Dom podría proporcionarle algo de cianuro. Richard había matado a Paul Hoffman y a Robert Pronge, que eran sus dos proveedores de venenos, y no tardaría en necesitar un nuevo contacto.

Richard tomó a media tarde un vuelo para Zúrich, se registró en el mismo hotel a la mañana siguiente. Como no quería perder tiempo, se duchó, comió algo y se dirigió a la casa donde vivía el árabe, llevando en el bolsillo de la chaqueta el cómodo espray de cianuro. En la acera de enfrente, a cierta distancia, había una cafetería. Richard se sentó mirando hacia el edificio, pidió un té. Llevaba un periódico y se puso a leerlo, con el periódico bien levantado para poder vigilar el edificio. Pasó tres horas allí sentado, tomando varios tes. Nada. Se levantó para marcharse, pasó por delante de la casa caminando despacio, llegó a la esquina, se volvió y regresó al café, donde pidió entonces algo de comer, mientras vigilaba y esperaba, dispuesto a matar.

Richard era un cazador paciente e incansable cuando tenía que hacer un trabajo. Era como si se apartara de la realidad; era capaz de pasarse horas enteras sin hacer otra cosa que esperar.

Cuando ya oscurecía, el árabe apareció por fin al volante de un coche gris, entró en la casa apresuradamente. Richard se alegró: sabía por fin que su víctima seguía en la ciudad. Terminó de comer, pagó la cuenta y se dirigió de nuevo a la casa del árabe. Pensaba llamar a la puerta y echarle el espray a la cara cuando saliera a abrir. Por el camino se puso unos guantes de plástico. Pero cuando se encontraba a unos treinta pasos de la casa vio que el árabe bajaba aprisa por las escaleras con un puro Cohiba apagado en la boca. No había viento. Parecía que había llegado el momento oportuno. El éxito en los asesinatos a sueldo dependía en buena parte de la buena coordinación, de saber moverse con rapidez y decisión. Richard se sacó del bolsillo la botellita de espray. La víctima se subió a su coche y sacó un encendedor, lo acercó a la punta del puro, dio unas caladas… y entonces Richard apareció de pronto a su lado. Psst, una bocanada de espray en la cara misma del hombre, y Richard siguió caminando como si no hubiera pasado nada; ni siquiera miró atrás. Sabía que había dado en el blanco. Richard tenía una rapidez y una agilidad maravillosas para un hombre de su tamaño. Aparecía y desaparecía como una nube de humo.

El árabe murió. Cuando lo encontraron y se dio aviso a las autoridades, se declaró que su muerte había sido natural, un ataque al corazón, tal como había planeado Richard.

Más tarde, cuando Richard se reunió con Remi y le dijo que el árabe había dejado de dar problemas, Remi se alegró mucho y se quedó asombrado.

– ¿Cómo lo has conseguido? -le repetía, frunciendo el ceño con gesto de curiosidad.

– Me las arreglé para que le diera un ataque al corazón -dijo Richard con modestia, sin dar más detalles y con una leve sonrisa.

Al día siguiente, Richard abrió una cuenta bancaria numerada en Zúrich, fue a Luxemburgo en tren, abrió allí una segunda cuenta y regresó a Zúrich. Ahora, lo único que tenía que hacer era abrir una cuarta cuenta en las islas Caimán, y todo estaría dispuesto.

Remi entregó a Richard un segundo cheque, este por un importe de 675.000 dólares, a favor de la Corporación Mercantil. Richard se volvió enseguida a los Estados Unidos, se fue a Georgia en su coche e ingresó aquel cheque. Fue a las islas Caimán y abrió allí otra cuenta de empresa. Después, Richard se ocupó de que los fondos del segundo cheque se transfirieran a la cuenta de las islas Caimán, de ahí a la cuenta en Zúrich, y por último a la cuenta de Luxemburgo, una serie de movimientos de fondos a los que sería casi imposible seguir la pista. Acto seguido Richard tomó las medidas necesarias para que Remi y el banquero asiático cobraran lo suyo de la cuenta de Luxemburgo. Luego entregó a Spasudo su parte.

Richard estaba dispuesto a jugar limpio con Spasudo mientras este, como creía Richard, siguiera presentándole planes viables y sin problemas. Spasudo contó a Richard que al traficante y a dos amigos suyos los habían matado a tiros.

– Este mundo está lleno de peligros -dijo Richard. Nada más.


Phil Solimene volvió a llamar a Richard para animarlo a que se pasase por la tienda. Richard le dijo que iría por allí «cuando pudiera». Solimene sabía que tenía que tener muchísimo cuidado con Richard. Si este percibía algún tipo de montaje, de traición, Solimene sabía que lo mataría en un abrir y cerrar de ojos… y todos lo demás, la Policía estatal y la ATF, lo sabían también.

Richard volvió a viajar a Zúrich sin que lo supieran Kane ni las autoridades. Esta vez tuvo que pasarse allí casi dos semanas esperando el cheque. No le gustaba estar tanto tiempo lejos de su casa, pero no le quedaba otra opción. Llamaba a Barbara por teléfono varias veces al día; se gastaba una fortuna en teléfono, pero aquello no le importaba. Llegó a echar tanto de menos a Barbara, a sentir tales deseos de hacer el amor con ella, que se volvió en avión a su casa, hizo el amor repetidas veces con su esposa y se volvió de nuevo a Zúrich al día siguiente. Richard tenía en Zúrich muchas oportunidades de meterse en la cama con mujeres, Remi le ofreció a varias; pero Richard las rechazó.

– Yo miro, pero no toco -dijo a Remi.

Richard no era infiel a Barbara. Aquello le parecía una bajeza inmoral y no quería hacerlo. Pero no aplicaba la moral en lo relativo a matar hombres, en echar seres humanos vivos a las ratas; en realidad, aquellas cosas ni siquiera lo inquietaban. Pero lo de la infidelidad… ni pensarlo. No quería hacerlo. Quizá fuera por esto por lo que podía llegar a ser tan brutal con Barbara: más que como a un ser humano dotado de sentimientos, la veía como un objeto de su propiedad y, como tal objeto, podía hacer lo que quisiera con ella. Según dijo Barbara hace poco: Cuando no estaba él, había paz en la casa. No había aquella presión, aquella tensión que producía él. La verdad es que yo prefería que no estuviera. Los chicos y yo lo pasábamos mejor. No teníamos que preocuparnos de que tirara la mesa del comedor por la ventana.


Dominick Polifrone ya aparecía por la tienda casi todos los días. Los habituales lo habían aceptado con facilidad. A veces llevaba maletas llenas de pistolas y silenciadores especiales, y los demás querían comprarle lo que llevaba; pero él siempre decía que las cosas «ya estaban prometidas»; aunque les aseguraba que tendría más. Pasaron las semanas y los meses, y todos se dieron cuenta de que Richard ya no venía por la tienda. Esto se debía, en buena medida, a lo que hacía en Zúrich. Pero sí que se pasó por la tienda varias veces sin previo aviso, como había hecho siempre. Aparecía allí, charlaba un rato, jugaba a las cartas quizá y se marchaba, siempre cuando no estaba Polifrone. La investigación no iba a ninguna parte. Pat Kane estaba desesperado, y empezaba a pensar que Kuklinski era demasiado listo para ellos; parecía como si tuviera una especie de sexto sentido que le permitiera escurrirse siempre de los problemas, fuera del alcance de la Policía, libre de todo mal. Kane sabía que Richard era un asesino frío, pero ni sus compañeros ni él podían hacer nada por detenerlo. Frustrado, llegaba todas las noches a su casa con su «cara de trabajo» puesta, como decía Terry… triste y mustio, viendo que la luz al final del túnel se apagaba y llegaba a desaparecer.

47

El Asador de Sparks

Había grandes cambios en la familia Gambino del crimen organizado. Paul Castellano no solo tenía grandes problemas con la justicia, sino con sus propios soldados, tenientes y capitanes. Todo el mundo sabía ya que los federales le habían puesto micrófonos en la casa y que le habían grabado conversaciones interminables sobre asuntos de la Mafia y soltando declaraciones de amor ridiculas a su ama de llaves.

Se avecinaban cambios bruscos y repentinos, estaban en el viento que soplaba con fuerza desde el Club de Caza y Pesca de Bergin, que era la sede de John Gotti.

Contando con la colaboración de Sammy Gravano, Gotti trazó un plan audaz para matar a Castellano y hacerse con el mando de la familia. Ambos sabían que se trataba de una empresa muy peligrosa a muchos niveles. Paul era jefe de una familia, y aquel golpe no tenía la aprobación imprescindible de la comisión, como la había tenido la ejecución de Carmine Galante. Pero Gotti, que era atrevido hasta la temeridad, estaba resuelto a quitarse de en medio a Paul y ponerse él al frente de la familia. No era ningún secreto que la mayoría de los capitanes no soportaban a Paul, y Gotti estaba seguro de que, tras la muerte de Paul, la transición por la que él llegaría a ser el jefe sería relativamente suave; no dudaba de que todos los capitanes se pondrían de su parte enseguida; y aquello fue precisamente lo que sucedió.

Estaba concluyendo el año 1985. Se acercaban las fiestas navideñas. Richard Kuklinski acababa de regresar de uno de sus muchos viajes a Europa, cuando le llamó por teléfono Sammy Gravano y acordó con él una reunión en la casa de comidas ya conocida, en la orilla de Nueva

Jersey del puente George Washington. Gravano sabía que Richard era de confianza. Lo había demostrado en muchas ocasiones. También sabía que no tenía ningún compromiso de fidelidad con nadie y que era mi asesino extremadamente eficaz que siempre cumplía el encargo: Richard no había dejado jamás de llevar a cabo ninguno de los encargos que había aceptado, cosa de la que sigue estando orgulloso hasta la fecha. Gravano fue al grano y dijo a Richard que tenía «un trabajo especial» cuya víctima sería «un jefe».

– ¿Esto te molesta de alguna manera?

– Yo me encargo de quien haga falta -dijo Richard. Precisamente lo que quería oír Gravano. De hecho, a Richard ya le habían llegado rumores de aquel asunto. Muchos hombres del hampa estaban hablando de que iban a quitar de en medio a Paul Castellano, por su avaricia, por su empeño en que todos fueran a verlo todas las semanas, con lo que los federales tenían ocasión de hacer fotos de todos los capitanes; por no haber impedido que pusieran micrófonos en su casa; por su relación escandalosa con un ama de llaves colombiana mientras su esposa, hermana de Carlo Gambino, estaba en la misma casa.

La opinión extendida por lodo el mundillo de la Mafia era que aquello era una puta infamia.

– Se trata de Paul -dijo Gravano.

– Me lo había figurado -dijo Richard.

– ¿Te apuntas, entonces? -dijo Gravano.

– Desde luego -dijo Richard.

– Vale, de acuerdo. John se alegrará. No lo olvidaremos nunca, Rich, ya lo sabes

– Me alegro de oírlo.

– Habrá una reunión… una cena, en Nueva York. La cosa se hará ahí, delante del local. En la calle. ¿Te parece bien?

– Yo solo quiero dar gusto al cliente. ¿Cuándo?

– Pronto… de aquí a una semana. Tú te encargarás del guardaespaldas, Tommy Bilotti. El irá al volante, lleva más de veinte años con Paul. Paul irá en el asiento trasero. Tú no te preocupes de él, solo de Bilotti… ¡Tu objetivo será él! Otros tipos se encargarán de Paul.

– Bien.

– Será un trabajo de equipo. Te voy a dar un gorro. Todos llevaréis este mismo gorro. A cualquiera que se acerque al coche de Paul y no lleve este gorro, ¡te lo cargas!

– Entendido -dijo Richard.

Gravano fue a su coche, abrió el maletero, sacó una bolsa. Se la dio a Richard. Dentro había un walkie-talkie y un gorro de piel al estilo ruso. Richard se probó el gorro. Le sentaba bien. Por otra parte, le daba el aspecto de medir dos metros diez.

– Usa algún arma de gran calibre… una 38, una 357, ¿entendido? Y ponte gabardina; todos la llevarán. Ten cuidado: Bilotti es un tipo grande, pero es rápido.

– Ni me verá -dijo Richard, y Gravano lo creyó. La reputación de Richard como asesino eficiente ya era legendaria.

– Lleva encima el walkie-talkie. Si algo marcha mal, te lo diré, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Treinta mil para ti, ¿vale? -dijo Gravano.

– Vale -dijo Richard; y la cosa quedó acordada.


Las pocas ocasiones en que las fuerzas del orden habían intentado seguir a Richard habían tenido que dejarlo por imposible. Por lo tanto, Richard podía moverse a voluntad sin que lo observaran. Si la Policía estatal y la ATF hubiera seguido a Richard aquella noche, lo habrían visto reunirse con Gravano, sin duda.

Phil Solimene seguía intentando animar a Richard a que se pasara por la tienda, pero él no acudía. Aseguraba que iba a ir, pero no aparecía. Ya saltaba a la vista que Richard no iba a la tienda porque se olía algo.

Richard tenía que volver a Europa, pero ahora se le había presentado aquel asunto. En cierto modo extraño, esperaba con ilusión el momento de llevar a cabo el encargo: lo atraía el desafío, hasta el peligro evidente que representaba. No le gustaba Paul Castellano como persona, por su avaricia, por haber engañado a su esposa con un ama de llaves. Lo único que lamentaba era que a él no le hubieran encargado más que matar al guardaespaldas y no al propio Paul. Sabía que muy bien podían matarlo a él porque sabía demasiado; pero aquello no hacía más que dar más interés a la apuesta: en un sentido muy real, aquello era como un juego para él. Se estaba jugando la vida misma. El no va más de la emoción, como dice él.

Richard ganaba por entonces más dinero que nunca, pero no ahorraba nada, no compraba bienes inmobiliarios, ni acciones ni bonos. Lo que hacía con buena parte del dinero era perderlo en el juego. Había recaído con desenfreno en su vieja adicción al juego y perdía pequeñas fortunas en diversos casinos de Atlantic City y en partidas fuertes de cartas organizadas por la Mafia en Hoboken. El pensaba que ya corría sus riesgos para ganarse aquel dinero, y no se sentía culpable. Entregaba a Barbara todo el dinero que necesitaba ella, y le parecía que tenía derecho a hacer lo que le diera la gana, por muy irresponsable que fuera lo que hacía. Richard no había llegado a entender nunca cómo se administra el dinero. Aunque podría pensarse que habría sentado cabeza con la edad, lo cierto era que tiraba el dinero a manos llenas como si no existiera el día de mañana, como si no hubiera que preocuparse del porvenir.

Aquel fin de semana, Richard y Barbara fueron al restaurante Archer's, en Cliffside Park, para disfrutar de una cena fabulosa con vinos caros. Se encontraron por casualidad con Phil Solimene y su esposa, y tomaron el postre y el café con ellos. Barbara, con la aprobación de Richard, los invitó a ir a su casa para tomar unas copas, y ellos accedieron. En el cuarto de estar de los Kuklinski, mientras Barbara y la esposa de Phil estaban en la cocina, Phil volvió a preguntar a Richard por qué no iba por la tienda.

– ¿Hay algún problema, Grandullón?

– No. He estado ocupado.

– Si necesitas alguna cosa, ese tipo del que te he hablado, Dom, te puede conseguir de todo; cosas increíbles, hasta bazookas, joder.

– Lo tendré en cuenta -dijo Richard, sin sospechar nada todavía. Al fin y al cabo, conocía a Phil de toda la vida, los dos habían realizado docenas de delitos juntos. ¿Por qué iba a sospechar nada de él? Como dijo Richard hace poco: Durante casi toda mi vida no había tenido amigos. Phil era probablemente el único tipo al que tuve por amigo. Lo apreciaba. También Barbara lo apreciaba. Yo no tenía idea de que era un vil traidor.

Era verdad que Phil Solimene trabajaba para la Policía con el fin de tender una trampa a Richard, pero también es cierto que había visto a Richard matar a Louis Masgay, y que este delito habría bastado para cazarlo. Pero Solimene no había contado nunca aquello a Kane ni a Polifrone, temiendo que la Policía lo encerrara a él como cómplice. La velada terminó con apretones de manos, abrazos y besos, y Solimene y su esposa se marcharon.

– Me caen bien -dijo Barbara.

– Sí; a mí también. Una pareja muy agradable dijo Richard, sin tener idea del vendaval de justicia que estaba llevando Solimene a su puerta, y que ya empezaba a bramar y a cernerse en lontananza.


Era el 16 de diciembre de 1985, un día que pasaría a los anales de la Mafia. Paul Castellano iba a asistir a una reunión, acordada con mucho tiempo, con Armand Dellacroce, para darle el pésame por la muerte del padre de Armand, Aniello Dellacroce. Si Paul hubiera tenido los ojos bien abiertos, si hubiera estado atento, en guardia, habría tomado las debidas precauciones. No era ningún secreto que John Gotti odiaba a Paul, que Gotti era extremadamente ambicioso. Las señales eran patentes, pero Paul Castellano no las veía; de hecho, estaba ciego ante ellas. Llevaba ya cosa de nueve años dirigiendo la familia Gambino. A casi todos los miembros de la familia les parecía que aquello ya duraba demasiado.

El Asador de Sparks estaba en la calle Cuarenta y Dos Este, entre las avenidas Segunda y Tercera. Es una calle de mucho tráfico. Se trataba de un restaurante caro, elegante, de los favoritos de Paul. En la mayoría de los escaparates había decoraciones navideñas. En la esquina bulliciosa de la Segunda Avenida, un Papá Noel del Ejército de Salvación hacía sonar una campanilla y decía «ho, ho, ho». La Navidad estaba en el aire. Las calles estaban llenas de gente que iba de tiendas, de gente que volvía del trabajo o que iba a reunirse con amigos. Paul Castellano debía llegar a las cinco y media. Era un maniático de la puntualidad. Se esperaba que fuera puntual.

Richard salió de su casa aquella tarde a las dos. Se había puesto dos jerséis gruesos y, encima, una gabardina. Llevaba en el bolsillo izquierdo el gorro que le había dado Gravano, un 38 en el bolsillo derecho, dos pistolas más bajo el cinturón. También llevaba un cuchillo atado a la pantorrilla y, en el bolsillo izquierdo, el walkie-talkie que le había dado Gravano. En vez de ir a Manhattan en su coche tomó el autobús. No quería tener que preocuparse de que nadie lo viera subir o bajarse de su coche, ni que quedara ninguna huella de que su coche había estado en Nueva York. Llevaba puesta una gorra de un sindicato. La perspectiva de aquel trabajo, su peligro, su audacia, lo emocionaba. Aquello era lo que le gustaba hacer a Richard: tentar al destino, forzar la suerte al límite, atravesar esa frontera peligrosa. No sentía ningún miedo ni tensión, solo euforia. Era un cazador que perseguía a una presa grande.

Richard salió del edificio de la Autoridad Portuaria y caminó hacia la parte alta por la Octava Avenida, pasando ante muchas tiendas que vendían pornografía de la que distribuía él. Dobló a la derecha por la calle Cuarenta y Seis y se dirigió al este, hacia el Sparks. Las calles estaban abarrotadas de gente que iba de compras, turistas navideños, gente bulliciosa en la ciudad más bulliciosa del mundo. Había mucho tráfico, ruido constante de bocinas, tintineo metálico de campanillas en las manos con guantes blancos de los Papá Noel que había en casi todas las esquinas.

Richard, según sus planes, había llegado un poco temprano y mataba el tiempo mirando escaparates, entrando y saliendo de las tiendas, avanzando poco a poco hacia el este, midiendo el tiempo cuidadosamente para llegar en el momento oportuno. Había estado explorando aquella manzana el día anterior y sabía exactamente dónde se colocaría. Teniendo en cuenta que la calle Cuarenta y Seis era de un solo sentido hacia el este, él se pondría en el lado norte de la calle, para poder avanzar directamente hacia su objetivo por la espalda. Cuando Richard llegó a la Tercera Avenida, se puso el gorro de piel ruso. El walkietalkie sonó. Comunicaron a Richard que Paul llegaría a su hora. Se situó ante el Sparks, en la acera de enfrente, y se puso a esperar. Nadie se fijó en él, a nadie le importaba. Mientras estaba allí de pie, no tenía idea de quién serían los otros asesinos del equipo. No era por casualidad. Así lo querían Gravano y Gotti.

Si alguien llevaba pistola, sería Tommy Bilotti, el guardaespaldas de Paul. Richard se aseguraría de que no le diera tiempo de echar mano a la pistola, ni mucho menos servirse de ella. Aquella era su misión. Lo haría bien, o moriría en el intento.

A Richard le parecía que todo iba a cámara lenta. Las imágenes y los sonidos se volvían más agudos, más precisos y definidos. Esperó. A las cinco y media en punto llegó ante el restaurante el coche oscuro que usaba Paul para ir por la ciudad. Paul iba en el asiento trasero. El coche se detuvo. Se acercaron a él rápidamente, como aparecidos por arte de magia, hombres con gabardinas y gorros de piel. Richard saltó a la acción. Se dirigió al coche, cruzando la calle con rapidez. Cuando Castellano se bajó del coche, lo estaban esperando dos hombres con gabardinas y gorros de piel rusos que le dispararon con pistolas inmediatamente. No se enteró siquiera de que había pasado. Tonnny Bilotli no tuvo tiempo de reaccionar: conmocionado, atónito, vio por la ventanilla cómo mataban a Paul, sin llevar la mano a la pistola, con las dos manazas apoyadas en el techo del coche. Ni siquiera vio llegar a Richard cuando este se le acercó y lo mató de un tiro, se volvió y se alejó rápidamente por la Segunda Avenida, perdiéndose entre la multitud alborotada. Richard se volvió para cerciorarse de que no lo seguían. Llevaba todavía en la mano la pistola, dispuesto a matar a cualquiera que cometiera la estupidez de seguirle los pasos. No lo seguía nadie.

Paró un taxi en la Segunda Avenida e hizo que lo llevara a la parte alta. Se bajó del taxi en la calle 100 y un segundo taxi lo dejó directamente en la estación de autobuses de la Autoridad Portuaria. Se quitó la gabardina y el sombrero de piel, pagó al taxista, entró tranquilamente en la estación de autobuses y tomó un autobús para volver a Nueva Jersey, confundiéndose con la multitud apresurada de trabajadores y de gente que volvía de tiendas cargada de paquetes. Se bajó del autobús en Bergenfield y echó la gabardina, el gorro y el walkie-talkie a un contenedor verde, procurando empujarlos hasta el fondo del contenedor para que no los encontraran. Acto seguido, se volvió a su casa caminando tranquilamente, disfrutando del aire frío de diciembre, contento por lo bien que había ido todo, como un reloj. Pensó que Gravano y Gotti lo habían planeado todo de manera impecable.

Cuando llegó a su casa, Barbara y Chris estaban envolviendo regalos de Navidad. Richard se comió su cena, que Barbara le había guardado caliente. Después vio boletines de noticias que contaban que Paul Castellano y su conductor habían sido abatidos a tiros y habían muerto, y que todos los asesinos habían conseguido huir.


Cuando Pat Kane se enteró del asesinato de Castellano, pensó inmediatamente que Richard podía tener algo que ver con ello. Kane sabía que Richard había tenido relaciones especiales con la familia Gambino y era lógico pensar que pudiera estar complicado en el asunto. Llamó a la unidad de crimen organizado del DPNY, les expuso su sospecha, y le dijeron que todo había sucedido con tal rapidez y eficacia que no habían podido encontrar a ningún testigo capaz de darles una descripción detallada y aprovechable.

Unos tipos con gabardinas, todos con los mismos gorros de piel, ya sabe, de esos rusos, nada más. Es lo único que tenemos hasta ahora -le dijo Kenny McGabe, detective del DPNY.

– ¿Era alguno de ellos un hombre especialmente grande? -le preguntó Kane.

– No podemos saberlo, de momento -respondió McGabe.

Pero algo decía a Kane que Richard estaba metido en aquello. Parecía un trabajo de los que eran su especialidad. (Y tenía razón otra vez.) Comentó esto a algunos compañeros suyos de la Policía estatal, al teniente Leck y al detective Ernest Volkman, pero ambos opinaron que Kane iba por mal camino, que se estaba agarrando a un clavo ardiendo. Cosa extraña, si se tiene en cuenta que Kane llevaba tanto tiempo por el buen camino.


Richard no quería pasar las fiestas lejos de su casa, de modo que dejó el viaje siguiente a Europa hasta después de Año Nuevo. Como de costumbre, Barbara celebró la Navidad por todo lo alto. Se gastó alegremente una fortuna en regalos, pasó varios días cocinando montañas de comida. Como de costumbre, Richard estaba callado y serio, pero cumplía fielmente con las apariencias de estarlo pasando bien. Pero sí que disfrutaba al repartir los regalos la mañana de Navidad, con gorro y camisa roja de Papá Noel.

Richard regresó a Zúrich poco después de Año Nuevo. Volvió a tomar una habitación en el Hotel Zúrich. Había intimado más con Remi. Este había cumplido siempre con todo lo que le había prometido, era hombre de palabra. Richard había llegado a apreciar a Remi en la medida en que era capaz de ello. Richard seguía participando en las operaciones de divisa nigeriana, pero no eran tan lucrativas como los cheques falsos. Y Remi todavía tenía pensado otro proyecto que expuso a Richard. No sabía cómo había conseguido Richard que al árabe le diera un infarto, pero estaba tan impresionado que consideraba a Richard capaz de llevar a cabo cualquier cosa. El nuevo proyecto consistía en robar un gran cargamento de diamantes de un tratante belga. Richard tomó un tren para visitar a Remi en la ciudad donde vivía, Amberes, y Remi le explicó que tenía tratos con un guardia de seguridad de un gran almacén de diamantes. Richard acompañó a Remi a ver aquel lugar. Estaba en el corazón mismo del famoso barrio de los diamantes de Amberes.

Richard se quedó maravillado al ver tantos diamantes hermosos expuestos, no había visto nunca nada como aquello, pero el plan no le gustaba en absoluto. La seguridad era más estrecha que el culo de una monja, según comentó hace poco, y no quería saber nada de intentar hacer allí ningún robo a mano armada. Había por todas partes guardias de seguridad armados, de cara seria, cámaras de vigilancia dispuestas estrategicamente para cubrirlo todo, y solo se entraba y se salía por una calle principal, una verdadera ratonera para el que quisiera huir rápidamente.

Esto no es para mí-dijo a Remi. Aunque Richard había disfrutado mucho viendo aquellos diamantes, no quería saber nada de robar allí.

De vuelta en Zúrich, Richard recibió un nuevo cheque; se volvió a los Estados Unidos, bajó a Georgia y lo ingresó. No sabía cuánto tiempo duraría aquel negocio; por eso trabajaba con diligencia.

Cuando Richard regresó a Dumont, tenía más recados de Phil Solimene. Richard le devolvió las llamadas. Solimene volvió a invitarlo a que se pasara por la tienda. Richard dijo que se vería con él en un Dunkin' Donuts de allí cerca, subió a su coche y fue a verse con Solimene. Se saludaron dándose un abrazo y besándose, como tenían por costumbre. Hablaron de la muerte de Castellano, de la habilidad con que John Gotti había conseguido tomar el mando de la familia.

– Tiene huevos y tiene maña -dijo Solimene, sondeando a Richard en busca de información, como le había pedido Kane. Pero Richard no dijo nada de su intervención en el asesinato.

Seguía confiando en Solimene, sí, pero aquello no era asunto suyo. Richard tampoco le contaba nada de sus viajes a Europa; aquello tampoco era asunto de Solimene. Richard le dijo:

– Phil, te lo digo como amigo: deja la puta tienda. Ya ha dado de sí lo que debía. Se acabó. Ha llegado la hora de pasar a otras cosas.

– ¿Es que te has enterado de algo, Grandullón?

– Lo que sé es que eso no puede durar toda la vida. Los polis saben lo que hay. El puto Percy House se ocupó de ello.

Aquel era un punto de fricción entre los dos. Solimene había dicho muchas veces que él respondía de House, pero los hechos habían demostrado lo equivocado que estaba.

– Mira -dijo Richard-, yo sé que uno se puede equivocar… que es cuñado tuyo, y no te guardo rencor a ti. Pero deja la tienda. Es mi consejo, lo puedes tomar o dejar.

– ¿Eso crees? -Sí.

– La dejaré, pronto.

– Bien.

– Ese Dom del que te he hablado… está consiguiendo a la gente cosas estupendas.

– ¿Crees que podría hacerse con algo de cianuro? -preguntó Richard como sin darle importancia.

– Claro, joder. ¿Por qué no te lo presento?

– Ahora mismo estoy muy ocupado, y la verdad es que ya conozco a bastante gente.

A pesar de los deseos de Solimene de promocionar más a Polifrone, se calló de momento; tenía mucho miedo a despertar las sospechas de Richard. Sabía que aquello equivalía a una muerte segura.

– Se lo preguntaré -dijo; y no añadió más.

Richard seguía sintiendo grandes deseos de matar a Percy House. Con él suelto, colaborando con las autoridades, Richard era vulnerable. Richard preguntó a Solimene si sabía dónde estaba Percy, si su mujer tenía noticias de él.

– No, no sé nada en absoluto, Rich. No tengo ni idea de dónde está -dijo Solimene.

– ¿Y Barbara Deppner?

– He oído decir que está con una hermana, pero no sé donde -dijo Solimene. Richard suponía, con razón, que si la Policía supiera verdaderamente algo acerca de él, ya lo habrían detenido; y al cabo de poco tiempo volvió a viajar a Zúrich y recibió otro cheque; pero antes tuvo que matar a un segundo hombre relacionado con el árabe al que había asesinado con el espray de cianuro. Este hombre tenía oficinas en un edificio nuevo en el centro de Zúrich. Remi explicó a Richard que el hombre amenazaba ahora con descubrir al banquero asiático.

– ¿Cuántos saben lo de ese tipo, joder? -preguntó Richard.

– Demasiados -dijo Remi.

El segundo tipo era un cambista de divisas, un tipo desagradable y pendenciero, según contó Remi a Richard. Este se puso en contacto con el hombre, le hizo creer que estaba interesado en hacer negocios con él, fue a su oficina a última hora del día y, en el momento oportuno, sacó un cuchillo que había comprado cerca de la Estación Central y se lo clavó al hombre en la nuca. Cortar el cuello y la arteria carótida era demasiado engorroso. Richard dejó al cambista allí muerto, ante su escritorio. Teniendo en cuenta la atención y el interés que tenía puesto la Policía en Richard, resulta asombroso que pudiera viajar con tanta libertad, salir y entrar del país a voluntad sin que nadie se enterara siquiera. Esto sucedía porque la Policía había renunciado a intentar seguir a Richard.

Pat Kane entró en su casa con la cara larga. Ya estaban a finales de la primavera y no habían avanzado nada.

– Creo que lo hemos perdido -dijo a Terry-. Todos… todos tenían razón. Sencillamente, es demasiado listo para mí, para nosotros, para lo que intentamos hacer.

– Patrick, lo atraparás. No te rindas. Tú no eres así-dijo Terry; y él comprendió que tenía razón. El no era así en absoluto.

48

¿Les apetece un té?

Por entonces, Richard había llegado a despreciar a John Spasudo.

Si no hubiera sido porque le resultaba útil, porque Spasudo le proponía aquellos negocios tan rentables, Richard ya lo habría matado varias veces. Su relación hizo aguas, por así decirlo, una vez que Richard fue a visitar a Spasudo para entregarle un dinero, su parte del último cheque. Cuando Spasudo abrió la puerta, no invitó a Richard a pasar. Qué cosa más rara, pensó Richard.

– ¿Qué pasa, es que huelo mal? -preguntó Richard, ofendido.

– No; es que estoy con mi chica.

– ¿Y qué? La he visto desnuda media docena de veces -dijo Richard, y pasó por delante de Spasudo, notando algo raro-. ¿Es que me estás haciendo una jugarreta, John?

– No; no es nada de eso.

Richard vio en el dormitorio una forma bajo las sábanas de la cama; pero advirtió que el bulto era demasiado pequeño para tratarse de la novia de Spasudo.

– Hola -dijo Richard.

No hubo respuesta.

– Eh, hola -repitió-. Soy yo, Rich.

Nada.

Richard entró en el dormitorio y apartó las sábanas de la cama, dejando al descubierto a una muchacha joven, desnuda, con ojos asustados. Richard advirtió con sobresalto que era muy joven, una niña. Sintió que la ira le subía por el cuerpo hasta la cabeza. Torció los labios y profirió ese suave chasquido suyo.

– John, ¿es que me estás tomando el pelo, joder? ¿Se puede saber qué te pasa?

– Solo estábamos pasando el rato. No le he hecho daño. Cielo, dile que no te he hecho daño -dijo a la niña. Esta no respondió.

Richard sintió deseos de matarlo allí mismo; pero no quería traumatizar a la niña. Se volvió y salió bruscamente del dormitorio. Spasudo lo siguió, sumiso.

– John, no me jodas. Déjala donde la encontraste -dijo, y se marchó, pensando acabar con Spasudo. El problema era que había demasiadas personas que conocían su relación con Spasudo, y Richard estaba seguro de que, si a aquel le pasaba algo, el primer sospechoso sería él. Sabía que de momento tendría que ir con tiento. Esperaría al momento oportuno: cuando hubieran terminado sus negocios, cuando Spasudo no le sirviera ya, lo envenenaría para que pareciera que había muerto de un ataque al corazón. Pero ya no le quedaba veneno. Hum… ¿qué hacer?


Sammy Gravano llamó a Richard por el busca. Richard le devolvió la llamada por teléfono. Acordaron reunirse en la casa de comidas habitual. Aquella reunión concreta inquietaba a Richard. Sabía que Gravano era un asesino; también sabía que él mismo era un vínculo directo, tangible, entre Gravano y la ejecución de Castellano, un vínculo que Gravano muy bien podía querer hacer desaparecer. Richard se armó hasta los dientes, como para entrar en batalla, y fue a ver a Gravano. Llevaba un rifle Ruger Magnum del 22 recortado con un peine de treinta balas bajo el asiento del conductor de su furgoneta y tres pistolas encima. Llegó a la casa de comidas una hora antes de la cita, aparcó la furgoneta de manera que pudiera ver claramente todas las idas y venidas, por si se tramaba algo. Gravano llegó puntual, en un Mercedes negro. Solo venía él, con un conductor. Todo parecía en orden. Richard se bajó de la furgoneta todavía muy atento, dispuesto a entrar en acción. Los dos hombres se saludaron abrazándose y besándose. Gravano felicitó a Richard por su buen trabajo y le dio una bolsa de papel que contenía los treinta mil dólares acordados, «y una pequeña bonificación», según dijo.

– Muy agradecido -dijo Richard, con sinceridad.

– Según me han contado, haces también trabajos especiales, cosas que se salen de lo común -dijo Gravano.

– Como ya he dicho, quiero dar gusto al cliente -aseguró Richard.

– Tengo un buen amigo. Un gilipollas cocainómano ha dejado preñada a su hija, y el padre quiere que sufra. ¡Que sufra mucho!

– Ningún problema -dijo Richard-. Será un placer.

Gravano dijo a Richard que se encargaría de que la víctima estuviera en cierto bar de Brooklyn el viernes por la noche.

– ¿Quiere que me lo lleve entonces? -dijo Richard.

– Sí, cuanto antes mejor. John me ha encargado que te diga que lo hiciste muy bien. Pensamos darte muchos encargos -dijo Gravano.

– Me parece bien, estoy disponible -expuso Richard.

Gravano le dijo dónde debía estar el viernes por la noche, se dieron la mano, se besaron, se abrazaron y se fueron cada uno por su lado.


El viernes por la noche, Richard se presentó en el bar en cuestión, desconfiado y en guardia, muy armado, con una granada de fragmentación en el bolsillo. Sabía que aquello bien podía ser una encerrona, aunque su instinto le decía que el encargo de Gravano era serio. El bar se llamaba Tali. Estaba en la avenida Dieciocho. Richard llevaba la cámara de vídeo, además del rifle de dardos tranquilizantes. Gravano ya estaba en el bar. Presentó a la víctima a Richard. La víctima tenía unos veinticinco años, pelo negro y grasiento; otro italiano que pretende ser alguien y que ha metido la polla donde no debía, pensó Richard. Los dos conversaron, se tomaron una copa. Sammy se retiró. Richard dijo a la víctima, como de pasada, que tenía una partida de «buena coca» que quería quitarse de encima. Aquel era el cebo, según lo entendía Richard.

– ¿Sabe Sammy algo de esto? -le preguntó la víctima.

– No. Esto es extraoficial.

– Claro, puedo moverla. ¿Se puede probar?

– Ahí fuera, en la furgoneta -dijo Richard, pensando que aquello iba a ser más fácil de lo que había creído. Los dos salieron a la calle.

Cuando estuvieron dentro de la furgoneta de Richard, aparcada en una calle secundaria tranquila, cerca de la avenida Dieciocho, Richard dejó inconsciente al hombre de un golpe con un rompecabezas, lo amordazó y se puso en camino, rumbo a Pensilvania… al país de las ratas. No le hacía mucha gracia hacer un viaje tan largo llevando a la víctima en la parte trasera de la furgoneta; pero si le daban el alto los policías locales o estatales, él los mataría en cuestión de un momento. Llevaba una 38 bajo el asiento, al alcance de la mano. Pero viajó con prudencia, sin superar los límites de velocidad, oyendo música cautitry. La víctima se alborotó un par de veces, pero Richard le dijo que se estuviera quietecito y callado, o le pegaría con un martillo.

Richard no había tenido intención de volver a hacer aquello, echar personas a las ratas. Pero si Gravano quería que aquel tipo sufriera de verdad, así tendría que ser. Era un sistema cómodo, fácil y muy eficaz. Richard seguía sintiendo curiosidad por observar sus propias reacciones ante aquella barbaridad que había creado él mismo.

Cuando Richard llegó a las cuevas donde vivían las ratas eran ya casi las tres de la madrugada. Obligó a la víctima a dirigirse caminando hacia su triste fin. Había luna casi llena y se veía bastante bien el camino. Richard sabía que las ratas se habían acostumbrado a la carne humana, que se abalanzarían sobre la víctima como las moscas a la miel, según dice él. El hombre intentó huir, pero Richard lo derribó de un golpe, le obligó a levantarse y le hizo entrar en la cueva. Las ratas emitían un fuerte olor, penetrante, sucio y fétido. Richard obligó al hombre a echarse, le ató las piernas con cinta adhesiva. Preparó la cámara. Oía las ratas al fondo de la cueva, hasta vio algunas que pululaban entre las sombras. La víctima sollozaba e intentaba suplicar. Richard se marchó.

Richard volvió a la cueva al día siguiente. No había rastro de la víctima, ni un hueso, ni un jirón de ropa siquiera. Richard recogió la cámara, acordó una reunión con Gravano, fue a Brooklyn y enseñó la cinta a Gravano y al padre de la muchacha. Ninguno de los dos soportaba aquel espectáculo. El padre, contento, pagó a Richard veinte mil dólares. Richard se volvió a Nueva Jersey. Al cabo de pocos días salió para Zúrich.


Pat Kane tenía que hacer algo. La investigación no iba a ninguna parte. Richard ya no iba nunca a la tienda. Dominick Polifrone estaba allí casi todos los días, jugando a las cartas, charlando, contando chistes verdes con mucho ingenio, esperando a Richard en balde. Kane fue a hablar con el teniente Leck.

– Tengo una idea, teniente -dijo.

– Dime.

– Tenemos que provocar a Kuklinski. Tenemos que pincharle un poco.

– ¿Qué tenías pensado?

– Me gustaría hablar con él… hacerle algunas preguntas, ver cómo reacciona. Me parece que ya es hora de que lo azucemos, teniente.

¿Has hablado de esto con Dominick?

– Sí. A él le parece buena idea. Ahora mismo no está pasando nada, teniente. Tenemos que ser más activos.

– Prueba. Que te acompañe Volkman.

– De acuerdo -dijo Kane; aunque en realidad no quería ir con Ernest Volkman. Volkman había sido uno de los colegas de Kane más críticos con él, había hecho bromitas a costa de la teoría de Kane de que Kuklinski era un asesino en serie y a sueldo, oculto pero a la vista de todos; era de los que más se habían reído.

Pero Kane fue a hablar con Volkman. Este estuvo dispuesto a ir con él a plantar cara a Richard, y los dos salieron juntos para «azuzar a Richard».

Era a finales de agosto de 1986. Richard acababa de volver de Zúrich. Pensaba salir en el coche, camino de Georgia, al anochecer. Hacía mucho calor y humedad cuando los detectives de la Policía estatal de Nueva Jersey llegaron ante la casa de los Kuklinski. El coche de Richard estaba en el camino particular de entrada. Aunque hacía más de treinta grados, Kane y Volkman tenían que ir de chaqueta y corbata. Era lo reglamentario en la Policía estatal. Kane esperaba con interés aquel momento. Richard Kuklinski llevaba años desempeñando un papel importante en su vida; había adquirido una omnipotencia desmesurada, y ahora él le iba a plantar cara por primera vez, de cerca, en persona. Los dos detectives, sin saber qué esperar, salieron del Plymouth negro con aire acondicionado, llegaron a la puerta principal de los Kuklinski y llamaron al timbre. El perro de la familia, Shaba, se puso a ladrar. Eran unos ladridos ruidosos, sonoros. La puerta se abrió poco a poco. De pronto, Richard se encontró ante ellos, llenando completamente el hueco de la puerta con su corpulencia enorme.

– ¿Qué quieren? -preguntó Richard, plantado ante ellos. Kane se quedó impresionado por su tamaño. Richard, con su metro noventa y cinco y sus ciento treinta kilos, se cernía sobre ellos como una torre.

Los detectives le enseñaron sus placas doradas y se presentaron.

– Vale, ¿qué quieren? -dijo Richard, molesto por su presencia y porque hubieran tenido la temeridad de ir a llamar a su puerta sin previo aviso. Nada fastidiaba más a Richard que se presentara gente en la casa sin ser invitada… sobre todo, si se trataba de dos polis de cara seria que traían, evidentemente, malas intenciones. Los policías no podían ver los ojos de Richard, que llevaba gafas graduadas oscuras, pero su hostilidad callada les llegaba como las bocanadas del calor de agosto que se levantaban de las aceras.

– Estamos investigando varios asesinatos -dijo Kane-. Nos gustaría hablar de ello con usted.

– Sí, bueno, pues hablen -dijo Richard.

– ¿Conoce usted a Louis Masgay, a George Malliband, a Paul Hoffman, a Danny Deppner o a Gary Smith? -le preguntó Kane.

– No me suenan -dijo Richard, comprendiendo entonces que aquel era el policía que lo había estado investigando desde siempre, el policía que había oído campanas pero no sabía dónde.

– ¿Entonces, dice usted que no los conoce? -repitió Kane, sabiendo que Richard mentía.

– No.

– ¿Y a Robert Pronge, y a Roy DeMeo? -le preguntó Kane-. ¿Los conocía?

Richard los miró fijamente, consternado al oír pronunciar a Kane el nombre de DeMeo. Richard había tomado prestado el coche de DeMeo cuando este usaba la furgoneta de Richard, y suponía (equivocadamente) que la Policía había tomado la matrícula del coche de Roy cuando este había estado aparcado ante la casa de Richard. Richard no tuvo idea, hasta hace poco, de que Freddie DiNome, uno de los asesinos en serie de DeMeo, lo había relacionado con DeMeo.

– Sé que ustedes vieron su coche delante de mi casa. Saben que lo conozco -dijo Richard.

– ¿Sabe algo de su asesinato? -le preguntó Volkman.

– Aquí fuera hace calor. Pasen -dijo Richard, quebrantando la regla de oro de la calle: no hablar nunca con los policías.

La casa de los Kuklinski era cómoda y fresca, estaba limpia y bien amueblada, arreglada y ordenada. Barbara había salido de compras. Los chicos estaban fuera, con amigos. Richard ofreció a los detectives un té helado. Los dos lo rechazaron. Por mucha sed que tuvieran, no estaban dispuestos a aceptar de ninguna manera nada que les diera Kuklinski, por miedo al veneno. Richard se sentó en su sillón mientras los detectives se sentaban ante él en el sofá, muy tiesos. No se quitó las gafas. Kane observó un cuadro que estaba colgado en la pared, sobre la cabeza de Richard; era un retrato al óleo de Richard y Barbara, que aparecían con expresión tierna.

– No sé nada del asesinato de Roy DeMeo -dijo Kuklinski.

– Pero ¿lo conocía usted? -preguntó Volkman.

– Sí, claro, lo conocía. Ustedes saben que lo conocía. ¿Por qué no le caigo bien a usted, señor Kane? -preguntó Richard.

– ¿Quién ha dicho que no me caiga bien? -repuso Kane, sorprendido por la pregunta. La verdad era que Kane odiaba a Richard. Kane creía firmemente que Richard era un malvado, un agente del propio Satanás.

– Lo veo… lo leo en sus ojos -dijo Richard como si tal cosa.

– Yo no me tomo mi trabajo como cosa personal -dijo Kane-. Para mí, usted no es más que una cuestión de trabajo. ¿Dice, entonces, que no conocía a Deppner, a Masgay ni a Smith?

– Así es -dijo Richard, como retando a Kane a que le demostrara que sí los conocía. Kane, claro está, tenía pruebas que demostraban que se había hecho una llamada desde la casa de Kuklinski al Hotel York, donde había aparecido el cadáver de Gary bajo una cama, y comentó entonces a Richard la existencia de esa llamada.

– ¿De verdad? No sé nada de eso -dijo Richard, que no se había esperado que Kane hubiera estudiado sus llamadas telefónicas con tanto detenimiento. Aquello no le gustaba. Richard supo entonces con toda seguridad que aquel poli, Pat Kane, había sido la espina que tenía clavada desde hacía varios años. Una espina que se quería quitar. Richard miró a Kane con malevolencia, aunque Kane no advirtió la mirada maligna porque Richard no se había quitado las gafas de sol. Le hicieron algunas preguntas más, que él respondió con evasivas. Richard, sin perder los buenos modales, les hizo saber que no quería seguir hablando. Se puso de pie. Los otros lo imitaron. Los acompañó a la puerta. Kane seguía impresionado por su tamaño.

– Gracias por haber hablado con nosotros -dijo Kane, volviendo salir al calor asfixiante del mes de agosto.

– Estoy a su disposición -dijo Richard, cerrando la puerta.


Aquello había fastidiado a Richard de verdad. ¿Cómo se atrevían esos cabrones a presentarse en su casa? ¿Cómo se atrevían a llamar a la puerta sin más, sin previo aviso? ¿Quién diablos se habían creído que eran?

Richard creía que todo aquello se resolvería, muy probablemente, si se quitaba de encima a Kane. Le estaban preguntando por asesinatos de años atrás, agua pasada. Si se suprimía el factor Kane, seguirían siendo agua pasada.

Tomó la resolución de matar a Kane. Aquella era la solución. Estaba claro. Si tienes un problema, lo matas. Era su remedio para todo.

Richard no tardó en enterarse de que Kane trabajaba en el cuartel de Newton, un edificio de ladrillo de poca altura. Pidió prestada una furgoneta a John Spasudo y fue a vigilar el cuartel. Vio a Kane salir del edificio cuando había terminado su turno, y lo siguió. Llevaba el rifle Ruger recortado; lo usaría para ese trabajo si se presentaba la ocasión.


Aquel día, cuando Kane salió de la casa de Richard, pensó que habían conseguido lo que pretendían. Ni siquiera entonces había llegado a hacerse cargo del todo de lo peligroso que era Richard. No había llegado a creer que Richard llegaría a acecharlo, a matarlo. Pat Kane formaba paite de una cultura en la que no se asesinaba a los policías. Sabía que matar a un policía era como meter la punta de una estaca en un nido de avispas. Era un riesgo que no merecía la pena correr. Pero Richard estaba decidido a matar a Kane. La cuestión no era si debía hacerlo, sino cómo hacerlo: abiertamente, o que pareciera un accidente, o quizá hacerlo desaparecer, sin más. Optó por esto último.

Richard siguió a Kane hasta un bar cercano llamado Wander Inn, un local lleno de público, con clientela de clase obrera. Kane se puso a tomar copas, de pie ante la barra. Richard llegó a entrar y a observar a Kane desde un rincón oscuro. Esto va a ser fácil, pensó Richard. Este tipo es un borrachín. Pero Richard no tardó en darse cuenta de que Pat estaba bebiendo con otros policías; el local estaba lleno de policías, y Richard volvió a salir discretamente por la puerta, como una serpiente gigante y silenciosa.

Cuando Kane salió del bar, se subió a su coche sin darse cuenta de que lo vigilaban, de que lo acechaban, y fue directamente a su casa. Por la fuerza de la costumbre, miraba por el espejo retrovisor (casi todos los policías tienen esa costumbre), pero Richard tenía una gran habilidad para seguir a la gente sin que lo vieran, y pronto supo dónde vivía Pat Kane con su mujer y con sus dos hijos.

Acababa de suceder lo que había temido Pat Kane desde el primer momento.

Ahora ya solo era cuestión de pensar la manera mejor de hacerlo (pensó Richard); de deshacerse de Pat Kane de una vez para todas de manera que el asunto no volviera a caerle encima a él. Para divertirse, apuntó a Kane con su rifle cuando este bajaba del coche. Pum, estás muerto, susurró, aunque no apretó el gatillo.

49

Tengo que librarme de unas ratas

Cuanto más pensaba Richard en matar a Kane, más se daba cuenta de que le caería encima una tormenta policial. Sabía que si pasaba algo a Kane se lo achacarían a él inmediatamente. Llegó a la conclusión de que, para hacer bien aquel trabajo, tenía que hacer que el asesinato de Kane pareciera un accidente: aquella era la clave, y estaba seguro de que podría conseguirlo; pero para ello necesitaba veneno. Para llevar a cabo aquello necesitaba el espray de cianuro, y no tenía. Empezó a preguntar a gente del hampa que conocía en Jersey City, en Hoboken y en Nueva York si alguien podía proporcionarle algo de cianuro. No tuvo suerte. El plan de Richard era arrojar el espray de cianuro a Kane en la cara cuando este saliera del bar después de haberse tomado unas copas; caería muerto allí mismo. Todos creerían que había sufrido un infarto. Perfecto. El cianuro era muy difícil de detectar si se aplicaba en la dosis adecuada.

Empezaría por pinchar un neumático del coche de Kane, y cuando este estuviera cambiando la rueda, iría por él. Sería fácil. Sonreía al pensarlo, sabiendo que daría resultado. Pero le estaba costando mucho trabajo encontrar cianuro puro, de laboratorio. Sabía que solo tendría una oportunidad, y tendría que dar resultado. No tendría una segunda oportunidad. Kane iba armado y era peligroso.

Richard debía ir a Zúrich aquel viernes, pero retrasó el viaje hasta la semana siguiente. Se dedicaría a preparar y a planificar el asesinato de Pat Kane.


Entonces, por segunda vez en menos de una semana, llamaron unos desconocidos a la puerta de Richard, y este segundo incidente alteró a Richard hasta ponerlo al borde de la locura. Para él fue como un Waterloo, en cierto modo, como el principio del fin. Todo aquello tenía que ver con John Spasudo.

John Spasudo había ganado hasta entonces una pequeña fortuna con Richard; pero tenía el vicio del juego, y no solo tiraba el dinero, sino que estaba en deuda con traficantes de droga, con mayoristas de cocaína. Al parecer, tomaba la droga a cuenta para revenderla, pero perdía el dinero en el juego, y estaba en situación apurada con unos colombianos. Spasudo no había estado nunca en casa de Richard, pero había podido enterarse de su dirección por medio de la matrícula de su coche.

Cuando los colombianos apretaron los tornillos a Spasudo, a este se le ocurrió decirles que su dinero lo tenía Richard, lo cual no era cierto en absoluto, y hasta llevó a dos de ellos hasta la casa de Richard. Spasudo creía que Richard no estaba, que se había ido a Zúrich; pero, de hecho, estaba en la casa cuando llamaron a la puerta. Richard los vio por los visillos, vio a Spasudo sentado en el coche, y se puso furioso al ver que gente de la calle, matones, se habían presentado en su casa.

Aquello no debía suceder.

Richard siempre había procurado escrupulosamente mantener la calle, sus operaciones nefandas, lejos de su casa, de su familia. Ahora, la calle llamaba a su puerta, tocaba su timbre. Según explicó hace poco: Aquel día comprendí que había cometido errores. Había permitido que lo que hacía tocase a mi familia. Era lo que siempre había temido, y había terminado por pasar. Para mí… Para mí fue como si me atropellara un tren. Lo arreglaría. Tenía que arreglarlo. Mi plan consistía en matarlos a todos. Matar a todos los que tenían tratos estrechos conmigo… ¡quiero decir a todos!

Mientras estaban allí plantados los colombianos, Dwayne llegó inocentemente al camino de entrada de la casa. Los dos hombres se acercaron a Dwayne y le preguntaron dónde estaba su padre. Le hablaron con amabilidad, pero se percibía un fondo de peligro, de amenaza.

– Está de viaje -dijo Dwayne.

Al parecer, se conformaron con aquello de momento. Dijeron a Dwayne que le comentara a su padre que habían estado allí y que volverían. Uno tocó el brazo de Dwayne al hablar. Richard, que veía aquello desde la ventana, estuvo a punto de estallar de rabia. Torció los labios en una mueca de ira. Sintió el deseo de salir corriendo y matarlos con las manos desnudas; pero aquello tendría que esperar. Se controló, apretando los dientes, mientras le salía de los labios el suave chasquido. Los hombres volvieron a subirse a su coche y se marcharon. Cuando se iban, Richard miró fijamente a Spasudo, sentado en el asiento de atrás. La cabeza le daba vueltas de rabia. Hasta tuvo que sentarse.


Aquel mismo día, al anochecer, Richard fue a ver a Spasudo. Este se asustó al verlo.

– ¿Cómo coño te atreves a llevar a mi casa a esos hispanos? -vociferó Richard.

– Rich, creí que estabas de viaje. Solo pretendía ganar tiempo. ¡Lo siento, Rich, lo siento!

Según explicó recientemente Richard, si no hubiera sido porque estaba haciendo negocios con Spasudo, lo habría matado allí mismo, se habría deshecho de su cadáver, lo habría echado a las ratas. Pero aquel era un lujo que no se podía permitir de momento; aunque Spasudo ya tenía los días contados. Richard sacó una pistola y metió el cañón en la boca de Spasudo, levantó el percutor.

– Si vuelves a traer a alguien cerca de mi casa, te mataré, John. ¿Lo has entendido?

– ¡Sí, entendido, lo juro! -farfulló el otro.

Richard fue entonces a matar a los dos colombianos. Con ello libraría a Spasudo de sus deudas, aunque desde luego que esto era lo que menos le importaba. Lo único que pretendía era matar a los hombres que habían osado aparecer ante su puerta.

El siguiente sería Pat Kane.

La desesperación irracional de Richard lo llevó entonces a hacer lo que Pat Kane y Dominick estaban esperando y pidiendo al cielo desde el principio. Fue a una cabina y llamó a Phil Solimene. Por pura casualidad, Polifrone estaba en la tienda jugando a las cartas.

– Hola, Grandullón -dijo Solimene al oír la voz de Richard.

– Ese amigo tuyo, ese tal Dom, ¿está por allí? -preguntó Richard.

– Sí, está aquí mismo.

– Que se ponga.

– ¡Eh, Dom! -dijo Solimene en voz alta-. Es para ti; es Richard, el Grande -añadió con una sonrisa y un guiño mientras entregaba el teléfono a Dominick.

– ¿Cómo te va? -dijo Dominick, muy contento de poder establecer contacto por fin con el escurridizo Richard Kuklinski, al cabo de tantos meses. Era una llamada del propio demonio.

– Estoy hien. He oído decir que tienes buenos contactos.

– De primera, joder.

– Vamos a hablar. Necesito una cosa especial. No quiero ir por allí. ¿Puedes esperarme en el Dunkin' Donuts de esa misma calle?

– Claro, Rich, sin problema -dijo el agente.

– ¿Dentro de cinco minutos?

– Vale -dijo Polifrone, y colgó.

– Ya te dije que llamaría -dijo Solimene, sonriente.

– Tenías razón -admitió Dom-. Quiere verme en el Dunkin' Donuts.

– Yo me quedo aquí -dijo Phil; y Dominick salió.

Dominick salió a la calle. No tenía tiempo de llamar a Kane, ni siquiera a los suyos de la ATF. Estaba completamente solo y tenía que actuar con rapidez. Subió a su Lincoln negro y fue hasta la cafetería de la cadena Dunkin' Donuts. Sabía que debería haber llevado una grabadora oculta, pero no había tiempo de organizar aquello. Eran las 10.45 de la mañana. El cielo estaba lleno de tonos grises sombríos. Dominick estaba nervioso, emocionado, preocupado, todo al mismo tiempo. Llevaba tanto tiempo planeando aquello que había llegado a creer que no sucedería nunca. Pero había sucedido. Acababa de hablar con el demonio en persona. Dom iba armado. Llevaba en el bolsillo una Walther PPK. Era un tirador excelente. No creía que Kuklinski intentara nada a plena luz del día, en un Dunkin' Donuts, pero tampoco tenía una idea clara de lo que pasaba, de lo que quería Kuklinski, de qué se estaba cociendo. Cuando llegó al aparcamiento, vio allí a Richard. Iba en el Camaro plateado de Dwayne. Polifrone aparcó y se dirigió a él con sus andares contoneantes, entrando plenamente en el personaje de mañoso.

– Hola, ¿cómo te va? -dijo a Richard a modo de saludo.

– Tirando, bien -respondió Richard, bajándose del coche y apretando la mano que le ofrecía Polifrone. El agente se quedó impresionado por el tamaño de Richard.

– Vamos a tomar café -ofreció Richard, y los dos entraron en el local del Dunkin' Donuts. Estaba casi vacío. Richard se sentó en un rincón apartado, a la izquierda, pensando que aquel tal Dominick podría tener unos contactos estupendos en el hampa y todo eso, pero que llevaba el peor peluquín que había visto en su vida. Parecía como si llevara en la cabeza un mapache muerto, contaría más tarde.

Aparte de lo del mal peluquín, Richard había aceptado lo que le había dicho su «amigo» Phil Solimene: que Dominick era «buena gente»; que se conocían de muchos años. Los dos pidieron calé. Dominick tenía miedo al veneno, a que Richard se hubiera enterado de alguna manera que él era un agente infiltrado y consiguiera de alguna forma echarle veneno en el café. Por ello, no pidió nada de comer y procuró no perder de vista su café, sin soltarlo de la mano.

– Me alegro de que nos hayamos conocido por fin, joder, Rich. He oído decir muchas cosas buenas de ti, joder.

– Y yo de ti. ¿Así que conoces a Phil desde hace mucho tiempo?

– Sí, somos viejos amigos. Tú también, según me ha dicho.

– Conozco a Phil desde hace… bueno, hace ya más de veinte años.

– Es un gran tipo. Un tipo legal.

– Sí… Así que, te diré lo que necesito, ¿de acuerdo?

– Sí, claro, dime.

– Necesito conseguir algo de cianuro.

– Cianuro… ¿el puto veneno ese, quieres decir? -Sí.

– Oye, Rich… ve a, sabes, ve a una puta tienda de artículos de jardinería.

– No; yo quiero decir del puro, de laboratorio. Tengo que librarme de unas ratas -dijo Rich, divertido.

– Sí, bueno, claro, estoy seguro de que podría conseguírtelo -dijo Dominick, muy serio. Quería tirar más de la lengua a Richard, tenía que hacerlo. Al fin y al cabo, el cianuro no era ilegal, ni tampoco era ilegal pedirlo. Tenía que comprometer a Richard con algo que fuera claramente ilegal. Dominick conocía el juego, sabía lo que tenía que decir. La cuestión era si Richard entraría al señuelo.

– Rich -dijo-, me han dicho que tienes buenos contactos para armas importantes; estoy hablando de material pesado. El mío ha tenido que largarse hace poco. Tengo un buen cliente, una tía que está metida en el IRA, y esos tienen pasta en serio y están buscando material pesado. ¿Puedes ayudarme tú en esto? Ya sabes, hoy por ti, mañana por mí…

– Claro. Déjame que haga unas llamadas -dijo Richard.

Polifrone tenía algo que ponía incómodo a Richard, que lo desazonaba. Pero intercambiaron números de busca y de teléfono y acordaron hacer negocios. La reunión concluyó poco después. Salieron juntos. El cielo estaba más nublado y más oscuro.

– Había pensado pasarme a saludar a Phil -dijo Richard.

Claro, buena idea. Te seguiré -dijo Dominick; y se subió a su Lincoln y siguió a Richard hasta la tienda. Entraron juntos. Toda una pareja. Tan diferentes como el día y la noche.

– ¡Hola, Rich! -exclamó Phil, haciendo como que estaba contentísimo de verlo-. Me alegro de que los dos os hayáis conocido por fin.

Richard abrazó a Solimene y le dio un beso en la mejilla, saludó a algunos de los presentes. A lo largo de todos los meses que Polifrone había estado frecuentando la tienda había ido fijándose en todo: sabía quién se dedicaba a la moneda falsa, a los asaltos a camiones, a los robos a mano armada; pero no podía hacer nada de momento. Sin embargo, cuando llegara el momento, se encargaría de que la justicia pidiera cuentas a todosaquellos criminales, a los delincuentes que solían pasar el rato en la tienda.

– Así que Dom y tú sois viejos amigos -dijo Richard como de pasada.

– Desde luego que sí, joder -dijo Phil-. Puedes fiarte de él como de mí mismo, Rich. ¡Es un tipo legal al mil por cien!

– Vale. Con eso me basta -dijo Richard, aceptando sin más lo que le decía Solimene. Aquello era raro en Richard. Solía ser especialmente desconfiado y receloso. Pero creía en Phil, y no albergó ninguna reserva acerca de Polifrone, aparte de aquel bisoñé espantoso. Pensó que habría que detener al que se lo hubiera vendido.

Phil, Richard y Polifrone se dieron la mano a trío.

– Salud -dijo Phil en español, para atraer la suerte a cualquier empresa que realizaran juntos.

Al parecer, Richard se había tragado el anzuelo. Dijo que tenía que marcharse y no tardó en desaparecer.

– Ya se lo dije; le dije que se lo traería -dijo Solimene a Dominick.

– Y has cumplido. Buen trabajo -dijo Dominick. Estaba impaciente por contar a sus superiores que había dado con Kuklinski por fin. Había estado recibiendo críticas por su falta de resultados, pero ahora podía enseñar algo concreto como fruto de todos los meses que había dedicado a trabajar en aquel caso, las partidas de cartas interminables, fumar puros, decir tonterías. Cuando salió de la tienda, recorrió varias manzanas con el coche, cerciorándose de que no le seguía nadie, buscó una cabina de teléfonos y contó a su gente lo que había pasado, lo que se había dicho.

– Nuestro hombre se ha tragado el anzuelo -dijo a su cuartel general.

A continuación, Polifrone llamó a Kane. Cuando Kane se enteró de lo que había pasado, soltó un fuerte aullido de alegría. Fue corriendo al despacho del teniente Leck y le contó la buena noticia. Se dieron un apretón de mano, palmadas en la espalda.

– De modo que ya ha picado -dijo Kane-. Ahora solo falta tirar del sedal.

Pero aquello era más fácil decirlo que hacerlo.

Lo que Kane y Polifrone necesitaban para llevar aquello a buen término era un operativo más amplio, más sofisticado. No solo debían conseguir que Kuklinski se incriminara a sí mismo, sino que debían registrarlo todo de manera admisible y aceptable ante un tribunal. Necesitaban ayuda, más recursos, micrófonos, vigilancia electrónica, hombres, helicópteros, dinero… y para conseguir casi todo aquello recurrirían a Bob Carroll, fiscal de Nueva Jersey.

Había llegado el momento de quitarse los guantes.


Dos días después de su primera reunión, Richard llamó a Polifrone por el busca. El agente le devolvió la llamada. Richard quería saber si había conseguido el cianuro. Estaba impaciente por librarse de Kane, y para hacerlo bien necesitaba el cianuro.

– Estoy con ello, Rich. ¿Y tú? ¿Has encontrado lo que necesito?

– He puesto las antenas -dijo Richard.

– Vale; me pondré en contacto contigo lo antes posible sobre ese asunto, ¿de acuerdo?

– Sí, bien, vale -dijo Richard.

Richard quería volver a Zúrich, pero no se animaba a ir dejando todo aquello en el aire. En esos momentos lo más prioritario era librarse de Kane. Creía que, una vez arreglado aquello, estaría libre de problemas. Pero sabía que había que hacerlo bien, que había que hacer que pareciera un ataque al corazón. Se imaginaba que arrojaba el espray a la cara del sorprendido Kane; veía mentalmente cómo sucedía.

Psst, estás muerto, que te jodan.

Barbara advirtió que, desde la visita de los dos colombianos a la casa, Richard estaba callado y retraído… introspectivo. Apenas hablaba. Según contó recientemente Barbara: Yo no lo había visto nunca de esa manera. Se quedaba en casa, apático, sentado en su sillón y con la vista perdida. No quería hablar; ni siquiera quería ir a echar de comer a los patos. Yo sabía que algo marchaba mal, pero no tenía idea de qué se trataba.

50

Operación Hombre de Hielo

Bob Carroll era un fiscal trabajador y diligente. Tenía cara de niño, era cuadrado y grueso, se parecía un poco al «niño de pasta» de los anuncios de los hornos Pillsbury. Pero detrás de aquel rostro de querubín se escondía un fiscal tenaz que solía ganar casi todos los juicios que presentaba ante un jurado. Bob Carroll era supervisor del equipo de la Oficina del Crimen Organizado de Nueva Jersey, una unidad relativamente nueva que se había creado para salvar las fronteras de las jurisdicciones y preparar y presentar acusaciones por todo el Estado de Nueva Jersey, centrándose en el crimen organizado. Carroll trabajaba en un edificio discreto de ladrillo, de dos pisos, en Fairfield. La entrada del edificio estaba en la parte trasera, lejos de miradas indiscretas. Había cámaras de vigilancia dispuestas estratégicamente por todas partes. Si en Nueva Jersey había un Pentágono, un lugar desde donde se podía dirigir una guerra, era aquel. Cuando Carroll se enteró de la existencia del caso Kuklinski, se puso en contacto con Kane y le pidió que le enseñara «el expediente».

Por entonces, aquella primera carpeta de Kane había dejado lugar a muchas carpetas organizadas cuidadosamente, que se guardaban en una caja de cartón grande de color marrón. Bob Carroll dedicó dos días a repasar las carpetas de Kane, cada vez más asombrado, atónito, de hecho, al ver lo que había reunido el joven detective trabajando en solitario. Era uno de los expedientes más elaborados e increíbles que he visto en mí vida, dijo más tarde el fiscal.

De este modo, la fiscalía general del Estado de Nueva Jersey se sumó a la investigación que había puesto en marcha el detective Pat Kane.

La tarde del 6 de septiembre de 1986, cuatro días después de la primera reunión de Dominick Polifrone con Kuklinski, Pat Kane se sentó en una sala de operaciones sin ventanas en el edificio de la fiscalía general de Nueva Jersey, en Fairfield. Estaba rodeado de altas autoridades policiales y de la justicia, entre ellos Bob Carroll, Bob Buccino, jefe de la Policía estatal, el capitán John Brialy, y los investigadores Paul Smith y Ron Donahue, de la Oficina del Crimen Organizado de Nueva Jersey, todos llenos de interés, todos reunidos allí gracias a la labor diligente de Kane. Ninguno dudaba ya de lo que había estado diciendo Kane. John Leck también estaba presente y apoyaba a Pat Kane al 100%. Allí se forjó la Operación Hombre de Hielo (llamada así porque creían que Richard había congelado a Masgay), y la cuerda con que habían de ahorcar a Richard Kuklinski se alargó un poco más.

Mientras comían un almuerzo traído de un restaurante chino, Pat Kane y Bob Carroll expusieron cuidadosamente toda la información que había ido reuniendo Kane a lo largo de los muchos meses que había dedicado al caso: cómo había empezado todo a raíz de una serie de robos en casas por resolver; los asesinatos de Masgay, Smith y Deppner y la desaparición de Hoffman; la relación de Kuklinski con Roy DeMeo y el crimen organizado. Todo lo que había descubierto Kane resultaba útilísimo en su conjunto. Pero la fiscalía general necesitaba pruebas tangibles que no pudiera echar abajo un buen abogado defensor.

La solución era Dominick Polifrone. Se servirían de él para hacer que Kuklinski se incriminara a sí mismo. Si Kuklinski había pedido cianuro a Polifrone en su primera reunión, parecía lógico pensar que Polifrone «estaba dentro», que Kuklinski se echaría la soga al cuello.

La clave era el cianuro: aquella era la viga de la que podrían colgar la soga.

Con el permiso de sus superiores, Polifrone asistió al poco tiempo a una segunda reunión del grupo de trabajo de la Operación Hombre de Hielo, y Bob Carroll resumió a Polifrone lo que quería. También en esta ocasión estuvieron presentes Pat Kane y los importantes, los investigadores Paul Smith y Ron Donahue, el jefe Bob Buccino y el capitán John Brialy. Ron Donahue era un investigador curtido y encallecido, célebre por su dureza en las calles. Los tipos de la Mafia llegaban incluso a abuchearlo cuando aparecía en los tribunales, cuando entraba en los locales frecuentados por los mafiosos. Se parecía mucho al boxeador Jack Dempsey, y era duro como él. Paul Smith tenía poco más de treinta años, llevaba el pelo al estilo Beatle, tenía los ojos oscuros y ojos entrecerrados. Era un hábil agente infiltrado. Solo iba de uniforme el capitán Brialy. Bob Buccino tenía una espesa mata de pelo plateado; era un hombre inteligente y paciente, buen administrador, sabía hacer que la gente trabajara bien en equipo. Todos se sentaron. En la pared habían pegado con cinta adhesiva un retrato de Kuklinski de tamaño folio con una diana dibujada encima.

Bob Carroll tomó la palabra.

– Dom, en estos momentos la clave es el cianuro; procura hacerle hablar más del asunto… cómo funciona, cuánto tiempo tardan los efectos, si puede engañar de verdad a un forense. Detalles. Haz que te hable de los detalles, de otras víctimas…

– Sé exactamente lo que quiere, y lo conseguiré -dijo Polifrone. Todos sabían que Polifrone era el hombre ideal para ese trabajo. A todos los presentes les saltaba a la vista que Polifrone sabía lo que tenía que hacer y decir.

– El problema es que ya me ha avisado por el busca -añadió Polifrone-, y le he devuelto la llamada, y está muy interesado en ese cianuro.

– Sí, bueno; pues no podemos darle cianuro bajo ninguna circunstancia -dijo el capitán Brialy. Figuraos las complicaciones que podría acarrear si lo utiliza para matar a alguien.

– No podré darle largas mucho tiempo. Quiero decir, si no se lo consigo yo, lo conseguirá por medio de otro, y entonces bien podría perderlo. Ahora mismo, el cianuro es el cebo, el anzuelo y el sedal.

– No le falta razón -dijo Carroll; y debatieron los pros y los contras de proporcionar a Richard cianuro auténtico; pero al final se rechazó la idea. No podían dar cianuro a Richard Kuklinski, de ninguna manera.

– Dale largas -dijo Bob Carroll-, sigue dándole largas, y mientras tanto le tiras de la lengua. A mí me parece que a estas alturas se cree por encima de la ley, cree que no lo van a atrapar nunca, y nosotros nos aprovecharemos de esto en su contra.

Acto seguido, comentaron la noticia de que alguien había puesto cianuro en un paquete de sopa Lipton en un supermercado de Camden (no había sido Richard), y que un hombre de Nueva Jersey había comprado la sopa, se la había tomado y había muerto. La noticia había llamado mucho la atención, y Polifrone dijo que podría servirle de excusa para dar largas a Richard. Mientras estaban hablando, sonó el busca de Polifrone. Por una notable casualidad, se trataba del misino Richard. El capitán Brialy quería que Polifrone le devolviera la llamada inmediatamente.

– Que se aguante un poco -dijo Polifrone-. No quiero parecer demasiado impaciente.

– Agente Polifrone, le ha llamado su vigilado…, ¡devuélvale la llamada! -insistió el capitán.

Polifrone repitió lo que había dicho. Tenía razón, por supuesto. Pero parecía que Brialy tenía un pique con el agente de la ATF. Por último, tuvo que intervenir Carroll, que dijo al capitán que Polifrone decidiría el modo de llevar aquello.

– ¿Quién está llevando esta investigación? ¿La ATF o nosotros? -preguntó el capitán.

– Esta es una operación conjunta -dijo Carroll-, y yo tengo una confianza absoluta en la experiencia de Dominick.

El capitán Brialy tuvo que aceptar aquello. Se quedó mirando a Dominick como si quisiera tirarle un bocado.

Dominick sabía desde el principio que aquel era uno de los problemas más graves en la colaboración entre agencias, por llamarla de algún modo: todos querían ser jefes, todos querían llevarse los laureles. Pero Polifrone se disponía a llevar aquel caso como a él le pareciera oportuno, sin hacer caso de lo que dijera aquel tipo estirado de uniforme. El que se estaba jugando el culo era él, no Brialy No parecía que las cosas marcharan demasiado bien, pero él haría todo lo que pudiera por sacarlas adelante.

A continuación, y sobre la base del primer contacto de Polifrone con Kuklinski, Carroll pensaba solicitar órdenes judiciales para intervenir todos los teléfonos de Kuklinski; y se trazó un plan complicado que permitiría grabar las conversaciones de manera legal, en un local camuflado próximo a la casa de los Kuklinski. Un equipo de mecanógrafos escucharía las conversaciones y las pasaría a formato de texto en otro lugar. Para que las cintas pudieran tener validez ante un tribunal, los mecanógrafos tendrían que recoger con precisión hasta la última palabra. Cuando quedaron ultimados todos los detalles prácticos de esta parte de la operación ya eran las 9 de la noche y Dominick devolvió entonces la llamada a Kuklinski. Lo había tenido esperando dos horas.

Richard le dijo que quería que se reunieran para discutir la opera ción de las armas, que él llevaría ai traficante que conocía y que podían verse en el área de servicio Vince Lombardi, en la autopista de peaje de Nueva Jersey, en Ridgefield. Aquello pillaba a Dominick a contrapié, en primer lugar porque Richard pretendía presentarle a su contacto, y en segundo lugar porque no había tiempo para montar una operación de vigilancia como es debido. Si lo que había oído decir Polifrone de Kuklinski era verdad, y no tenía por qué dudarlo, Kuklinski era el hombre más peligroso con el que había tenido que vérselas, con diferencia, y antes de correr el riesgo quería asegurarse de que todo estaba en orden. Otra cosa que preocupaba a Polifrone era que aquella era una operación conjunta entre varias agencias. Por lo tanto, no había un centro de mando único. Por decirlo de manera sencilla, había muchos generales y pocos soldados. Polifrone tenía una esposa a la que amaba mucho, tres hijos a los que quería con locura, y no estaba dispuesto a renunciar a todo aquello por tener que sufrir las consecuencias de un pique entre agencias.

Además, Polifrone no tenía idea de si Phil Solimene jugaba limpio o hacía de agente doble. Bien podía ser que Solimene hubiera estado pasando información a Kuklinski y preparándole a él una encerrona. Había oído contar cosas mucho más raras que aquella. Sabía que con los tipos de la Mafia no había manera de saber lo que iban a hacer. Eran criaturas selváticas, peligrosas e imprevisibles, que no se regían por la costumbre ni por la razón.


Richard tenía, en efecto, sus planes para con aquel tal Dominick Provanzano, y los planes consistían en organizar una falsa venta de armas, quitarle el dinero, matarlo y deshacerse de su cadáver. Iba a hacer que John Spasudo le ayudara a engañar a Dominick, le tomara el pedido para todo el «material pesado» que decía que quería, pero en vez de entregar armas a Dominick le iba a pegar un tiro en la cabeza y, al mismo tiempo, iba a matar también a Spasudo. A Richard seguía royéndolo por dentro que Spasudo hubiera llevado a gente hasta su casa, y tampoco se había olvidado de la niña que había visto en la cama de Spasudo. A Spasudo no solo lo mataría, sino que lo echaría vivo a las ratas. Sí, eso era mejor. Spasudo moriría la muerte de los mil mordiscos, como había llegado a llamarla Richard para sus adentros, diver-

tido por su propia creatividad. Cuando hubiera conseguido el veneno por medio de Dominick, se desharía de los dos al mismo tiempo y se quedaría todo el dinero. Todo muy limpio y bien organizado.


Barbara tenía razón. Richard había cambiado de manera notable. La llegada de visitas a su casa lo alteraba hasta tenerlo en un estado de frenesí constante. Richard se echaba la culpa a sí mismo. Se estaba volviendo descuidado, estaba perdiendo la agudeza. Pensaba que la vida de casado, la vida de familia, le había pasado factura, lo había ablandado, lo había vuelto menos diligente… menos atento. Lo había distanciado de la vida. Había sido temerario en muchos sentidos, pero siempre había tenido suerte. Creía que la suerte se le estaba agotando, al parecer. Tomó la resolución de empezar a ahorrar dinero, de empezar a guardar en lugar seguro todo el dinero que ganaba. Dejaría el juego, dejaría de correr riesgos innecesarios. Sabía que, si no obraba con más cautela, iba a acabar mal. Cuando hubiera matado y enterrado a aquel hombre, Pat Kane, que era la espina que tenía clavada, podría llevar adelante sus planes: ahorrar mucho dinero y dejar de una vez la vida criminal, dejar de matar a la gente por dinero y por gusto.

Lo que Richard temía más que ninguna otra cosa, el temor que lo acosaba ahora, era que lo descubrieran, la vergüenza y la deshonra que tendría que padecer y soportar su familia sin duda. Ellos no habían tenido nada que ver con ninguno de sus muchos crímenes, con todo el dolor y sufrimiento que había causado él: eran verdaderamente inocentes. Pero sabía que sufrirían mucho, quizá de manera irreparable, si a él lo encontraban, lo descubrían, lo desenmascaraban. Solo pensar en aquello le producía dolores de cabeza terribles, le daba mareos.

Había jurado que si llegaba alguna vez el caso de que la Policía intentara detenerlo, él optaría por una muerte honrosa. Jamás se dejaría atrapar vivo. Mataría a tiros a todos los que pudiera. Tendrían que abatirlo. Suponía que, muerto él, jamás podrían demostrar nada de manera concluyente. Lo que hubiera hecho él quedaría enterrado con su cadáver, y estaba seguro de que los agentes del orden perderían el interés por demostrar nada en su contra.

Así debía morir: suicidándose por medio de la Policía.

Pero antes de nada necesitaba cianuro para ocuparse de Pat Kane como era debido.

En segundo lugar, necesitaba un camión de dinero para retirarse como era debido.

En tercer lugar, dejaría el juego. Controlaría aquel impulso suyo. Era imprescindible. Se sentía atrapado, acorralado, y la única solución era el dinero. Mucho dinero. El dinero era el pasaporte para una vida mejor.


El 11 de septiembre, a las 8 de la mañana, Pat Kane fue al local desde donde se grababan las llamadas telefónicas de Richard. Kane, Bob Carroll, Paul Smith y Ron Donahue harían turnos para atender a las líneas las veinticuatro horas del día. Tenían órdenes judiciales que les permitían grabar todas las llamadas, hasta las que realizaba la familia de Richard, las conversaciones de sus dos hijas con sus novios, las de Dwayne con sus amigos, las llamadas de Barbara para encargar provisiones… siempre exigía lo mejor de lo mejor. Pero solo estaban autorizados a registrar por escrito las conversaciones de Richard que tuvieran relación concreta con… delitos.

Pat Kane ya era optimista. Estaba seguro de que tirar del sedal y apoderarse de Richard ya solo sería cuestión de tiempo. Kane seguía viendo a Richard como un lucio de los Grandes Lagos, escurridizo, depredador, y estaba seguro de que el nuevo cebo daría resultado. Pat había recobrado su personalidad de siempre. Estaba mucho más atento con su querida esposa, dedicaba más tiempo a sus hijos. Había recuperado ese brillo suyo en la mirada. Terry pensó que era como si la tormenta que se había cernido sobre la cabeza de su marido hubiera cesado repentinamente.

Naturalmente, Terry no tenía idea de que la negra nube de tormenta seguía a su marido de un lado a otro, lo acechaba… pensaba matar de manera rápida y eficaz al único hombre al que ella había besado en su vida.


Deseoso de ganar más dinero, Richard volvió a viajar a Zúrich. El equipo de trabajo todavía procuraba que Richard no se enterara de que andaban tras él, y como estaban seguros de que si lo seguían se daría cuenta al instante, lo dejaban a su aire, de modo que ni siquiera se enteraron de que había salido del país.

En consecuencia, lo único que conseguían con las escuchas telefónicas era enterarse de la vida privada de su familia. Dominick dejaba recados para Richard sin que este se los devolviera.

En Zúrich Richard estaba relajado. Sabía que no lo vigilaba nadie, y mientras esperaba más cheques, más recibos del funcionario nigeriano, se sentaba en los parques y en los cafés, con el aspecto de hombre que gozaba de aquella tranquilidad, aunque estaba tramando y planeando los asesinatos de Pat Kane, de Dominick Polifrone y de John Spasudo. El hecho mismo de pensar en matar a esas personas le daba fuerza. Durante toda su vida, desde que había matado a golpes a Charley Lañe, Richard había resuelto sus problemas por el asesinato. El asesinato era el anclaje que lo estabilizaba; el asesinato lo arreglaría todo. Sentado en un café de Zúrich, cerca de la Estación Central, Richard planeaba asesinatos. Lo único que necesitaba era un poco de cianuro para librarse de Pat Kane, del hombre que quería quitarle todo lo que tenía.


Con el transcurso de los días, las escuchas telefónicas no arrojaban ningún fruto, a no ser que se quisiera atribuir algún significado al hecho de que Barbara encargaba muchos filetes de ternera al carnicero de Dumont. El equipo de trabajo, que no sabía que Richard estaba fuera del país, se preocupó. No solo no oían nada que pudiera resultar útil en un juicio, sino que Richard ni siquiera devolvía las llamadas a Polifrone. ¿Qué demonios pasaba? Empezaron a creer que Richard sabía que Polifrone era un agente, que Solimene había hecho de agente doble. Aquel debía de ser el problema.

Pero el 25 de septiembre todo cambió de pronto. Richard volvió de Zúrich, ingresó un nuevo cheque en la cuenta de Georgia, se puso en contacto con Spasudo y le dijo que estaba pensando estafar a Dominick y acabar con él, y que quería servirse de Spasudo para que representara el papel de un tratante de armas. Aunque Spasudo era más feo que un pecado, tahúr y degenerado sexual, no era tonto. De hecho, era más listo que el hambre. Accedió de buena gana a participar en el plan de Richard. Sabría lo suficiente acerca de las armas de fuego porque Richard le haría documentarse sobre los armamentos de todas clases. Spasudo no tenía idea de que Richard también pensaba matarlo a él, de que pensaba echarlo vivo a las ratas. Richard pensaba que, con su metro noventa y cinco, las ratas se daría un gran banquete. Richard Manió a Polifrone desde una cabina de un centro comercial del sur de Nueva Jersey.

En las oficinas de Newark de la ATF, Dominick estaba provisto de micrófono y grabadora y dispuesto a entrar en acción. Lo primero que le preguntó Richard fue si estaba hablando desde una cabina.

– Sí, podemos hablar libremente -dijo Dominick, tendiéndole el cebo, mientras sonreía; y Richard se lo tragó. Dijo a Dominick que tenía allí mismo a su contacto, el traficante de armas, le dijo que se llamaba Tim y que se lo pasaría. Spasudo, en el papel de Tim, tomó el teléfono y, con desenvoltura y aplomo, dijo a Dominick que podría conseguirle todo el armamento pesado que quisiera, soltándole una lista de diversas armas como si estuviera vendiendo frutas en un mercado bullicioso. Richard estaba orgulloso de Spasudo. Lo estaba haciendo bien. Parecía auténtico. Polifrone pidió entonces hablar coh Richard, dispuesto ya a montar la trampa.

– Oye, Rich, ya he dicho a Tim lo que me hace falta. Ahora, dime la verdad: ¿este tipo va a cumplir? No quiero oír muchas promesas para tener que aguantar muchas excusas después. ¿Sabes lo que te digo?

– No tienes de qué preocuparte, Dom. Si este hombre te dice que te puede proporcionar una cosa, te la proporcionará. Caso contrario, te hablará con franqueza.

– De acuerdo. No quiero quedar mal en este asunto. Esta chica del IRA tiene pinta de profesora de niños, pero puede llegar a ser una verdadera rompepelotas. Si quedas mal con ella una vez, no te da una segunda oportunidad. Se busca a otro. Y te digo que es un cliente que no quiero prender. ¿Me entiendes?

– Me hago cargo, Dom.

– Bueno, pues según he entendido, Tim tiene todo ese material pesado en el Mediterráneo, y por lo tanto va a tardar algún tiempo en traernos algunas muestras. Pero vamos a tener contenta a mi chica, ¿vale? Tráeme unos silenciadores, para poder enseñarle algo. Para tener algo que enseñarle. Yo te los pagaré, no te preocupes; pero tú tráeme algo.

– ¿Te ha dicho Tim que tenía disponibles esos silenciadores?

– Sí.

– ¿Aquí? -Sí.

– Entonces, no te preocupes. Te llevaremos algo en cuanto podamos.

– Vale, pero no me hagas esperar. Te digo que los dos podemos sacar mucho dinero a esta tipa. No lo echemos a perder. ¿Vale?

– Entendido. No te preocupes.

– Vale, Rich. Seguiremos en contacto.

– Oye, Dom, ¿te has enterado de algo sobre ese material que quería yo? ¿Te acuerdas de lo que te estoy hablando? -dijo Richard, echándose la soga al cuello.

– Sí, lo sé. He hablado con mi gente, pero están muy nerviosos con este asunto de la sopa Lipton.

– ¿Qué? Eso pasó hace un par de semanas.

– Se han enterado de que hay muchos federales por ahí haciendo preguntas sobre esta mierda. Ahora sé que tienen un químico que se lo proporciona, pero, como te digo, están muy nerviosos. He conseguido cosas así de esa gente para otros clientes míos, así que estoy bien seguro de que me lo pueden conseguir. Pero antes de servírmelo quieren esperar a que se vaya olvidando este asunto de la sopa Lipton. Mientras tanto, te conseguiré lo otro, las… estás en una cabina, ¿no? -preguntó Dominick, para animar a Richard a hablar todavía más.

– Sí, ¿tú no?

– Sí, claro. El cianuro ese… tienes que ir con cuidado, porque, sabes, yo no sé qué coño piensas hacer con él. Pero eso es asunto tuyo, Rich. No te voy a preguntar nada.

– Bueno, no habrá peligro con la Policía. No pensaba revenderlo a nadie. Pensaba usarlo yo mismo.

– ¿Ah, sí? Bueno, pues no te lo tomes tú -dijo Dominick, riendo.

– No, no había pensado en eso. Es que tengo que solucionar unos problemas. Tengo que librarme de unas ratas -dijo Richard, riendo por lo bajo.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué no te quitas de en medio a esos cabrones con un puto hierro? ¿Por qué andar con líos de cianuro? -dijo Dominick, abriendo todavía más la puerta de la trampa.

– ¿Y para qué esos engorros, Dom? Con cianuro se hace bien y con limpieza.

– Entonces, déjame que te pregunte una cosa. Tú te dedicas a lo mismo que hago yo de vez en cuando. Pero yo uso siempre el hierro. ¿Sabes lo que te digo?

– Sí, entiendo lo que dices.

– De manera que, lo que le pregunto es… ¿estarías dispuesto a hacer un… ya sabes, un encargo para mí?

– Dominick, estoy dispuesto a hablar con quien sea si el precio es el adecuado -dijo Richard, ciñéndose un poco más la soga al cuello.

– ¿Sí?

– Claro.

– ¿Y me estás diciendo que tu manera es suave y limpia, sin que se note nada, joder?

– Bueno, se puede notar, amigo, pero es silencioso; no es engorroso; no es tan ruidoso.

– Sí, pero ¿cómo coño lo organizas? ¿Me entiendes lo que te quiero decir?

– Bueno, siempre hay una manera. Querer es poder, amigo.

Dominick se rio.

– De acuerdo; escucha, tendremos que hablar de esto más adelante. Parece interesante.

– Existen hasta pulverizadores de espray -le dijo Richard por iniciativa propia.

– ¿Sí?

– Claro. Se pone el material en un pulverizador, echas el espray a la cara del tipo y se duerme -dijo.

– ¿Deprisa? ¿Cuánto tarda?

Kuklinski chascó los dedos.

– Así de deprisa -dijo, orgulloso.

– No me jodas… yo creía… o sea, ¿no hay que echárselo al tipo en la bebida, una cosa así?

– No es necesario. Eso también da resultado, pero así se detecta mejor.

– ¿Ah, sí?

– Preparas un espray. En cuanto lo inhala, ya es suficiente. Solo un chorlito. No hace falta más.

– Bueno, mierda, si es así de fácil, Rich, entonces está claro que podemos meternos en un par de cosas sin problemas ni jodiendas. Ya sabes, en lo que te he dicho, en encargos.

– Puedo hacerlo de las dos maneras. Si alguien quiere que sea con plomo, puede ser con plomo. Si el tipo quiere que se haga con acero por algún motivo especial, se puede hacer con acero. No me importa usar pistolas, no me importa usar cuchillos, no me importa usar, ya sabes, lo que sea -dijo Richard.

– Con tal de dejarlo muerto, eso es lo que cuenta al final, Richard.

– Bueno, de eso se trata, ¿no? Si eso es lo que te han encargado…

– Ese sistema tuyo me suena como una puta película de James Bond; pero, si funciona, pues…

– Dominick, yo lo he hecho de todas las maneras que te puedas imaginar. Hay pocas cosas que yo no haya probado. Pruebo todo lo que parece practicable. Hay quien quiere que se haga de manera engorrosa, para que haya pruebas. Quieren que la cosa se sepa. Entonces, yo lo hago así.

– Pero esa manera tuya que me estabas diciendo, con el cianuro… ¿no da problemas?

– No he tenido problemas. No digo que no se pueda detectar. Solo digo que es rápido y silencioso.

– ¿O sea, que ya lo has hecho? ¿Sabes positivamente que no hay problemas?

– Bueno, nadie te podrá demostrar una cosa así, amigo.

– No estoy hablando de demostrar; solo te pregunto si se ha hecho.

– Se ha hecho.

– Parece interesante. Tenemos que tomarnos un café, charlar de esto con detenimiento, me parece bien.

– Bueno, Dom, ya sabes lo que dicen. Las cosas se pueden hacer de varias maneras.

– Entendido, entendido.

– Todo depende de lo decidido que estés a llevarlo a cabo.

Los dos se rieron.

– Lo que importa es que se haga, ¿verdad, Rich?

– Que se haga tal como quiere el tipo que te paga. Lo que les interesa es el resultado final. Y yo no he tenido quejas; porque, como verás, sigo vivito y coleando. Si hubiera tenido quejas, estoy seguro de que no estaría aquí.

– Entendido, hermano, entendido. Pero, volviendo al otro asunto con Tim, ¿qué hacemos? ¿Me avisas tú por el busca, o te llamo yo?

– ¿Por qué no me llamas este fin de semana? Pero, por si no estoy en el otro número, te voy a dar mi nuevo número de busca.

– ¿Ahora tienes busca, Rich?

– Sí, este número es para Tim y para mí, lo usamos los dos. ¿De acuerdo?

– Comprendido.

Vale, el número es el 1-800-402… -dijo Richard, y le dio el número completo y, poco después, colgó el teléfono con una sonrisa, sin tener idea de que acababa de echarse la soga al cuello.

Teniendo en cuenta todos los años que había pasado Richard en la calle, lo reservado que había sido siempre, resultaba asombroso que hubiera hablado con Polifrone tan abiertamente. Pero, dado que pensaba robar a Polifrone y matarlo, ¿qué importaba lo que le dijera? Según lo veía él, no estaba haciendo más que tender la trampa a Polifrone y a esos tipos del IRA para robarles. Pero el primer punto de la agenda, según pensaba Richard, era dar a Dominick aquel material para golpes, una 22 con silenciador. No había problema.

En realidad, lo que había hecho Richard era proporcionar al equipo de trabajo una oportunidad dorada para dejarlo colgado al sol donde se lo viera bien.

51

El material para golpes

Dominick Polifrone no terminaba de creerse que Richard hubiera reconocido haber matado a gente. No solo eso, sino que había usado un espray de cianuro para matar a alguien. Llamó inmediatamente a Bob Carroll y le hizo oír lo que tenía, y acto seguido se apresuró a ir a las oficinas de la fiscalía general, semejantes a una fortaleza, en Fairfield. Polifrone había grabado la conversación entera, y llevaba una copia de la cinta en el bolsillo. Sabía que había encontrado por fin un filón. Cuando iba por la Ruta 23 en su Lincoln negro le sonó el busca. Era Kuklinski. Polifrone no quería devolverle la llamada inmediatamente; pero Kuklinski había mordido ya el anzuelo, y Dominick no quería aflojar, darle la ocasión de escaparse, de romper el sedal. No: llamaría a Kuklinski inmediatamente. Vio una cabina de teléfonos a la puerta de un restaurante, aparcó y llamó a Richard.

Richard volvió a preguntarle si estaba en una cabina.

– Sí, pierde cuidado -le dijo el astuto agente, y Richard le explicó que tenía el material para golpes.

Richard lo había tenido desde el principio; tenía media docena de pistolas con silenciadores, las guardaba en una maleta en casa de la madre de Barbara. Dijo a Polifrone que podría dársela por once mil dólares, pero que este era un precio especial, «de muestra». Richard volvió a proponer que se reunieran en el área de servicio Vince Lombardi. Dominick accedió. Al fin y al cabo, era un lugar despejado, sería fácil instalar un equipo de vigilancia y de apoyo. Pero dio largas a la reunión: sabía que les haría falta tiempo para prepararlo todo como era debido. Richard dijo que llevaría el material para golpes. Se acordó la reunión para la semana siguiente. Dominick volvió a subirse a su Lin-

coln negro y siguió hasta el edificio de la fiscalía general, en Fairfield. Cuando llegó, ya estaban reunidos Bob Carroll, Pat Kane, Ron Donahue y Pat Smith, esperando con impaciencia oír la cinta. Estaban sentados en la misma sala de reuniones, con el retrato de Richard todavía en la pared, y escucharon, atónitos, cómo Kuklinski se incriminaba, cómo se echaba la soga al cuello. Cuando terminó la cinta, todos intercambiaron apretones de manos, dieron palmadas a Dominick.

– Dominick -dijo Bob Carroll-, ¡eres el mejor! Suave como la seda. Lo tenemos… lo tenemos por los cojones -dijo, con una amplia sonrisa que le iluminaba el ancho rostro. Pat Kane abrazó a Dominick.

– Gran trabajo, Dom. Gran trabajo -dijo, sintiendo una euforia que no había conocido hasta entonces.

Dominick, sonriente y orgulloso, sabía que había hecho un trabajo estupendo. El camino había sido largo y accidentado, pero ahora sabía que estaban a la vista de la meta. Acto seguido se pusieron a organizar una vigilancia completa de la reunión en la zona de servicio Lombardi.


Hasta las hijas de Richard, Chris y Merrick, advirtieron el cambio que había sufrido su padre. Apenas hablaba. Andaba por la casa como si estuviera en las nubes. Ninguna de los dos lo había visto nunca de esa manera. Sí, siempre había tenido sus altibajos de humor y de ánimo, pero nunca había estado tan callado ni tan taciturno durante días seguidos. Chris le quitó importancia pensando que sería otra rareza más de su padre; estaba lleno de ellas. Pero Merrick estaba preocupada. Percibía que su padre había sufrido un verdadero cambio, un cambio a peor, y estaba preocupada. Merrick intentó hablar con él, llevarlo a echar de comer a los patos con ella, pero a él no le apetecía. Aquello ya era, de suyo, causa de preocupación. Merrick se había convertido en una mujer muy atractiva, de pelo oscuro y ojos grandes, almendrados, del color de la miel caliente. Había encontrado un buen trabajo en la compañía de seguros Allstate Insurance, la habían ascendido con aumento de sueldo; tenía un novio nuevo, Mark, al que quería, y ya habían hablado de boda, aunque sin concretar nada; era feliz, salvo por el hecho de que su padre se estaba comportando de manera… «rara», como recordaba ella hace poco.

Merrick, como todos los demás habitantes de la casa, había oído los chasquidos extraños en el teléfono, pero no les había dado mayor

importancia. Barbara, por su parte sospechaba que tenían los teléfonos intervenidos, pero tampoco pensó mucho en ello. Creía que si su marido estaba haciendo algo ilegal, tendría que ver con la venta de prendas de marca falsificadas. Seguía sin tener idea de con quién se había casado. Richard le había contado la visita de Kane y de Volkman, pero sin decirle nada de que le habían preguntado por cinco asesinatos que sospechaban que había cometido él.


____________________


La siguiente reunión entre Richard y el agente Polifrone tuvo lugar la semana siguiente, el 2 de octubre, en el área de servicio Vince Lomblardi. El área de servicio estaba a trece kilómetros, en línea recta, del puente George Washington; había media docena de restaurantes de comida rápida, baños, una estación de servicio; a la izquierda había una zona de hierba con mesas y bancos donde la gente podía consumir la comida rápida. Era un lugar de paso. Los que paraban, pasaban allí un rato y seguían adelante. Richard había propuesto aquel lugar porque era despejado, de acceso fácil, era fácil detectar una trampa. El equipo le trabajo Hombre de Hielo había tenido mucho tiempo para montar un buen sistema de vigilancia y de apoyo. Allí estaban Ron Donahue, Paul Smith y Bob Carroll, así como otros varios equipos de hombres y mujeres, sentados en diversos coches camuflados, bien armados. Sabían que Kuklinski era peligroso en extremo, astuto e imprevisible.

El agente Polifrone llegó puntual, a las dos de la tarde. Iba armado y llevaba un minúsculo transmisor Kel y una pequeña grabadora Nagra oculta bajo la nuca. Llevaba una chaqueta de cuero amplia para ocultar la grabadora. Era esencial que todo lo que dijera quedara grabado con precisión. Los diversos equipos dispondrían de sendos receptores de radio que lcs permitirían oír y grabar lo que se decía. Todos sabían que la reunión era trascendental; si Polifrone hacía bien su trabajo, si animaba a Richard a hablar abiertamente, aprovecharían sus propias palabras para atraparlo.

De momento, casi todo lo que había dicho, aparte de lo de la primera cinta, era intranscendente. Carroll tenía la esperanza de que aquello terminara aquel día. De momento, Richard llegaba tarde.


Aquel día, después de almorzar, Richard habló mucho por teléfono, con John Spasudo y con Remi. Habían surgido más problemas a causa

de los antiguos cómplices del banquero de Zúrich y Remi estaba preocupado. Richard hacía todas estas «llamadas de negocios» desde cabinas de teléfono de todo Dumont. Las conversaciones telefónicas obligaron a Richard a llegar tarde a su reunión con Polifrone. Avisó a Polifrone por el busca media hora después de la hora acordada para la cita, y Dominick le devolvió la llamada inmediatamente. Richard se disculpó, dijo que iba para allá y salió de su casa con una bolsa que contenía el material para golpes. Richard tenía pensado usar la 22 con silenciador; se trataba claramente de un arma de asesino a sueldo, que serviría de cebo para animar a Polifrone a hacer un encargo mayor de pistolas de ese tipo. Pero en vez de darle las armas, pensaba darle la muerte.

Mientras Richard se dirigía en su coche al área de servicio Vince Lombardi, iba pensando en echar a Spasudo a las ratas. ¡ Ay, cómo disfrutaría con aquello! Seguía decidido a matar a Pat Kane, pero necesitaba el cianuro para hacer aquello como es debido, para que pareciera un ataque al corazón; aquello era la clave, y seguía esperando que Polifrone pudiera conseguirle el cianuro. Si la cosa parecía un asesinato, estaba seguro de que la Policía se le echaría encima como las moscas a la miel.

Richard llegó al área de servicio Lombardi cuando eran casi las tres de la tarde, sin darse cuenta de que se estaba metiendo en una verdadera comisaría de Policía. Aquello era muy impropio de él. Solía llegar temprano a esas reuniones y permanecer oculto en una furgoneta hasta asegurarse de que no había moros en la costa, usando prismáticos y su fino sexto sentido. Según explica ahora, había bajado la guardia porque ya tenía pensado asesinar a Polifrone: estaba subiendo los peldaños de la horca por voluntad propia. Hacía un día gris y helado. Un viento frío barría el espacio despejado que rodeaba el área de servicio y que olía a patatas fritas. Había un ruido constante de coches y camiones que pasaban por la carretera, salpicado del zumbido de las bocinas. Los muchos aviones que aterrizaban y despegaban del aeropuerto próximo de Newark volaban bajo, contribuyendo a la cacofonía de ruidos fugaces. Polifrone estaba preparado. Sabía lo que tenía que decir y cómo tenía que decirlo. Después de intercambiar saludos, Richard volvió a disculparse por haber llegado tarde. Dijo que llevaba encima el material para golpes, abrió el maletero y se lo enseñó a Polifrone.

– Esto es -le dijo-: una 22 de cañón largo, militar, con cañón desmontable. El silenciador se enrosca al cañón.

Se la entregó a Polifrone y le dijo que podría dársela por mil cien dólares, pero que para un cargamento mayor el precio tendría que ser de mil quinientos dólares. Dijo que aquello era «un precio de muestra», para mover el trato.

Bob Carroll estaba satisfecho: ya podían detener a Richard y acusarlo de la venta de aquella pistola con silenciador. El silenciador era un delito grave. Pero Carroll quería más, tenía que tener más. Su propósito era asegurarse de que Richard recibiría una condena importante, que se pasaría el resto de su vida en la cárcel o, mejor todavía, que lo condenaran a muerte. Tenso, se puso a oír cómo Polifrone seguía atrayendo a Richard a la trampa que le había tendido con tanta astucia. Mientras tanto, Pat Kane esperaba en el bunker de la fiscalía general, paseándose nervioso como un futuro padre. Él no podía dejarse ver por allí. Todos sabían que si Richard lo reconocía, todo estaría perdido en un momento.

Kuklinski enseñó entonces a Dominick a montar el silenciador. Manejaba el arma con soltura de experto. Estaban en un rincón apartado, cerca de unas cabinas telefónicas. Richard se ocultaba tras la puerta del maletero abierto de su coche para que nadie pudiera ver lo que hacía. Polifrone le entregó los mil cien dólares, que le había proporcionado el Estado de Nueva Jersey. Esto fue lo que se grabó:

– Escucha, Rich. ¿Recuerdas que me dijiste cómo usas el cianuro?

– ¿Y qué?

– Pues mira, es que yo conozco a un chico judío rico al que he estado sirviendo cocaína. Ahora quiere que le entregue dos kilos, y yo puedo, pero el puto chaval me tiene hasta los cojones, ¿sabes? Así que, lo que yo te pregunto es… ¿crees que es posible echar cianuro en la coca?

– Desde luego.

– Lo que había pensado yo es que podíamos dar un golpe rápido. Nos quitamos de en medio al muchacho y vamos a medias en el dinero que traiga para los dos kilos.

– ¿Viene siempre solo?

– Sí, siempre viene solo.

– ¿Y trae dinero al contado?

– El chico es rico por su viejo. Está podrido de dinero. El dinero no es problema. El problema es él. Ya no trago a ese cabrón.

– Muy bien. Tú dime cuando. Dom, has entendido que el precio de estas armas sube después de esta, ¿verdad? Esta ha costado cien mil, pero desde ahora todas son a mil quinientos, aunque sea en cantidad.

– ¿Sin la nariz? |La «nariz» es el silenciador.]

– No, con la nariz. Lo mismo que esta, solo que costarán mil quinientos, no mil cien.

– ¿De qué calibre?

– Ni lo he preguntado. Probablemente del 22.

– Eh, ¿y qué me importa a mí? Se trata del dinero de la tía irlandesa, no del mío. A mí me importa un pito. La verdad es que me importa una mierda la causa por la que luchan allí. Hoy te pago tu precio de hoy. El precio de mañana será problema de ella.

– Es igual; yo simplemente te lo digo, Dom. Y lo de ese otro tipo, parece muy interesante, joder; estoy dispuesto a cargarme a un judío en cualquier momento. ¿A quién coño le importa?

– Eso es.

– Y no solo eso, sino que, según dices, podemos sacar de esto una buena tajada.

– Es lo que te estoy diciendo, Rich. ¿Sabes lo que podemos hacer? No sé si estás dispuesto a hacer esto, pero puedo traerme al chico por aquí algún día. Quedaré con él para tomar café, y tú puedes venirte por aquí para echarle una ojeada si quieres.

– Sin problema. Dile que lo verás aquí, junto a los teléfonos, y yo aparcaré allí para ver qué aspecto tiene.

– Bien, bien. Solo que, Rich, no quiero que lo mates de un tiro. A su viejo le sale el dinero por las orejas. Contrataría a investigadores privados y toda la pesca. Por eso tiene que parecer una sobredosis. ¿Sabes cómo te digo?

– Sin problema. Puedo hacerlo, pero tú tienes que conseguirme el cianuro. Yo lo prepararé o se lo echaré a la cara. Puedo hacer el… ya sabes; y entonces, un solo golpe y se acabó. Se echa a dormir.

– O podemos ponerlo en la cocaína. A mí me importa una mierda, en realidad, con tal de que la palme y parezca una sobredosis.

– Hay más de una manera de hacerlo, amigo. Si no quieres que le pegue un tiro, podemos hacerlo de otra manera. Hay millones de maneras.

– Una sobredosis, eso es lo que yo quiero.

– Bueno, también podemos ponerle mierda pura y que tenga una sobredosis de verdad.

– Como sea. Ahora me tengo que largar, pero volveremos a hablar de esto. ¿Vale, Grandullón?

– Entendido. Hasta luego.

Richard y Polifrone se separaron. Richard se subió a su coche y salió del área de servicio. Carroll estaba alborozado. Ya tenían pruebas claras para detener a Kuklinski por conspiración para cometer un asesinato. La lista de acusaciones se iba alargando, tal como él deseaba; y Bob Carroll pensaba que, gracias a la confianza evidente que había depositado Kuklinski en Polifrone, podrían llevar el caso más lejos, reforzar las pruebas que ya tenían contra Kuklinski. Carroll había pensado en servirse de Paul Smith, que estaba sentado a su lado en esos momentos, para que representara el papel del chico judío rico que quería comprar cocaína. Carroll ya tenía suficiente para detener a Richard inmediatamente, pero quería más. Quería estar seguro de que, cuando detuvieran a Richard, tendrían pruebas irrefutables en su contra; de que moriría en la cárcel, de viejo o ejecutado; esto último, a ser posible.


Mientras el equipo de trabajo Hombre de Hielo planeaba su próximo movimiento, Richard volvió a salir para Zúrich, sin que los del equipo, una vez más, tuvieran la menor idea de que se hubiera ido a alguna parte. Si Richard hubiera sabido lo que pasaba, que Solimene le había traicionado, quién era en realidad Polifrone, se habría quedado en Zúrich. Seguía creyendo que Polifrone compraría un gran cargamento de armas y que le ayudaría a preparar una encerrona a aquel chico judío rico. Todavía no sospechaba nada. Polifrone era para él un medio para conseguir algo: más dinero, y cianuro. Después de aquello, podría darse por muerto.

Remi y Richard se reunieron en un café con grandes ventanales en el centro de la ciudad, y Richard volvió a oír de nuevo la historia de que otro hombre de aquella «banda» quería extorsionar al banquero asiático.

– Ahora tiene mucho miedo, ¿sabes? -dijo Remi-. Está hablando de dejarlo y volverse a Japón, y entonces estaremos perdidos. Debemos impedirlo. Tienes que hacer tu magia otra vez. Sé que conoces a la gente adecuada.

– Yo soy la gente adecuada -dijo Richard con voz grave, con seriedad mortal, con una leve sonrisa en su cara eslava de grandes pómulos.

Remi se quedó atónito.

– Tú… no me lo puedo creer.

– No es para tanto -dijo Richard.

Remi abrió mucho los ojos. Parpadeó varias veces. No sabía cómo asimilar aquella… revelación.

– Cielo santo -dijo.

– Vale; escucha. Dile al banquero que esté tranquilo; dile que nosotros nos encargaremos de todo. Lo que más me preocupa a mí es lo de esa banda que no deja de aparecer. Tienes que enterarte de cuánta gente sabe lo del banquero y de quiénes son. Lo que habría que hacer sería quitarse de en medio a todos de una sola vez.

– Sí, sí, claro… ¿Tú… tú puedes hacer una cosa así? -preguntó Remi con incredulidad.

Richard sonrió. Aquello le divertía.

– Claro que puedo. Ningún problema, amigo. ¿Crees que puedes conseguirme una pistola? -preguntó Richard, y dio un bocado a un cruasán de almendras espolvoreado de azúcar.

– Sí -dijo Remi.

– De acuerdo. Tú me consigues la pistola, me enseñas dónde está esa banda, y yo me encargo del resto -dijo Richard.

– ¿De verdad? -dijo Remi, mirando a Richard de una manera completamente distinta, lleno de asombro y de susto. Había comprendido que a los dos primeros miembros de la banda los había matado el propio Richard-. Me parece que eres un hombre fuera de lo común, ¿sabes?

– No hay muchos como yo por ahí -dijo Richard.

– Cielos, no -dijo Remi.

– Dile al tipo del banco que reúna a todos los miembros de la banda en un solo sitio. Que nosotros nos encargaremos de esto.

– ¿Estás seguro?

– Claro que sí.

– Ya veo -dijo Remi-. De acuerdo.


Como Richard estaba en Zúrich, las escuchas telefónicas en su casa no daban ningún resultado de momento. Polifrone avisó a Richard por el busca varias veces, le dejaba recados que él no respondía. El equipo de trabajo Hombre de Hielo estaba perplejo.

Remi proporcionó a Richard una Walther P calibre 38 con el cargador lleno y una caja de balas. Era una pistola que Richard conocía bien. Ya armado, hizo que Remi alquilara una furgoneta, y desde ella vieron cómo se reunía el banquero asiático con dos hombres en un café de la ciudad.

El banquero dijo a los dos hombres que volvería a trabajar con ellos, que les proporcionaría nuevos cheques, pero que tardaría cosa de una semana. Les aseguró repetidas veces que seguiría haciendo negocios con ellos. Después de la reunión, Remi y Richard siguieron a los dos hombres hasta la misma casa que había visitado el hombre al que había matado Richard con el espray de cianuro. Era una calle residencial tranquila, poco adecuada para lo que tenía pensado Richard, matarlos de sendos tiros en la cabeza. Pero tendría que arreglárselas. Richard dijo entonces a Remi que se marchara: iba a hacer aquello a solas. Remi se bajó de la furgoneta de buena gana y se alejó andando deprisa y sin mirar atrás. Richard detuvo la furgoneta delante de la casa, pensando cuál sería la manera mejor de hacer aquello.

Si disparaba la pistola, alguien avisaría a la Policía. Llevaba encima un cuchillo de caza y decidió usarlo. Se apeó de la furgoneta y caminó abiertamente hasta la puerta, llamó. Uno de los hombres salió a abrir, y Richard, veloz como un rayo, le puso la pistola automática en la cara, le dijo que guardara silencio y se coló rápidamente en la casa, moviéndose como un bailarín de tangos. Obligó a los dos hombres a tenderse en el suelo. Cortó unos cables de la lámpara y los usó para atarles fuertemente las manos a la espalda. Después les metió unos calcetines en la boca y mató a uno, y después al otro, clavándoles el cuchillo en la nuca, hacia arriba. Temiendo que el doble asesinato pudiera achacarse de alguna manera al banquero, Richard decidió deshacerse de los cadáveres. Para ello, tomó las mantas de dos camas del apartamento, enrolló cada cadáver en una manta, tomó uno y lo echó en la parte trasera de la furgoneta, se cercioró de que no lo miraba nadie, volvió, se echó al segundo sobre el hombro inmenso, lo metió también en la furgoneta, y se alejó despacio. Los automovilistas que iban deprisa llamaban la atención. Richard nunca tenía prisa cuando transportaba cadáveres.

Cuando Richard salía de la ciudad, pasó ante una ferretería donde se veían expuestas escaleras de mano y carretillas de alegres colores; hizo un giro, volvió y compró una pala de mango largo, y siguió su camino. Consiguió llegar a una autopista; siguió por ella durante media hora; salió de la autopista y se puso a buscar un lugar adecuado para deshacerse de los cadáveres, tal como había hecho de chico en Jersey City: la historia se repetía. No había contado con tener que hacer nada de aquello, y no le gustaba, pero lo hacía porque había que hacerlo. No obstante, ahora exigiría una parte mayor del dinero, y tendrían que dársela. Richard no tardó mucho tiempo en encontrar una zona apartada en el bosque. Cavó un hoyo, arrojó rápidamente al hoyo los cadáveres de los dos hombres y lo cubrió de tierra, hojas y ramas. Volvió a la furgoneta y regresó a Zúrich, llamó a Remi y le dijo que todo estaba «arreglado». También le dijo que fuera a recoger la furgoneta para devolverla. Hecho esto, Richard se dio una ducha, se reunió con Remi y devolvieron la furgoneta (después de comprobar que no tenía rastros de sangre), y fueron a cenar a un restaurante francés de cinco estrellas.

Remi estaba impresionado. Le parecía increíble que un solo hombre pudiera ser tan… eficaz a la hora de hacer desaparecer a la gente… los problemas. Ahora miraba a Richard con nuevo respeto. Richard le dijo que quería «un trozo mayor del pastel».

– ¡Claro! ¡Claro! ¡Te lo mereces! -dijo Remi-. ¡Sin duda alguna!

Richard regresó dos días más tarde a Nueva Jersey, volvió a bajar a Georgia, ingresó el último cheque y se volvió a Dumont. El equipo de trabajo se alegró de oírlo al teléfono de nuevo. Polifrone lo llamó por teléfono y por el busca, y Richard volvió a ponerse en contacto con Polifrone por fin el 8 de octubre. Lo llamó desde una casa de comidas. Richard esperaba que Polifrone tuviera ya el cianuro, y se lo preguntó de entrada. Pero Polifrone volvió a darle largas. Richard le preguntó por la mujer del IRA; Polifrone dijo que estaba contenta, que esperaba tener noticias de ella.

– ¿Y lo de ese chico judío? -preguntó Richard.

– Se mueve mucho; viaja mucho. Tendré noticias de él pronto. ¿Estarás por aquí?

– Estaré. El que titubea está perdido, amigo mío -dijo Richard.

– En eso tienes razón.

– Hay que actuar en caliente -dijo Richard.

– Entendido -dijo Polifrone-. Te avisaré cuando llegue el momento.

Colgaron. Richard empezaba a creer que Polifrone era, en suma, un cuentista. Si tuviera lo que decía que tenía o que podía conseguir, ya estaría en la mesa. Richard llegó a la conclusión de que Polifrone no era más que uno de tantos fanfarrones bocazas. Llevaba toda la vida conociendo a hombres así. No era nada nuevo. Esa gente que decía que tenía muchos contactos, que conocía a mucha gente, y luego resultaba que estaban más vacíos que una bolsa de papel usada.

Polifrone pensaba que Richard estaba frío y distante, que quizá llevaba demasiado tiempo dando largas a Kuklinski. Tenía razón. Sabía que si no le entregaba algo pronto, Kuklinski dejaría de prestarle atención, dejaría de atender a sus llamadas.

Y, al parecer, aquello era precisamente lo que había sucedido.

Polifrone llamaba por teléfono, dejaba recados, avisaba a Richard por el busca, sin obtener respuesta. En una ocasión le devolvió la llamada «Tim» (Spasudo), pero aquello no condujo a nada; los del equipo de trabajo sabían que Spasudo no era más que una herramienta de Richard, un gancho suyo. La situación se estaba volviendo insostenible. Bob Carroll hablaba ya de detener a Kuklinski sobre la base de lo que ya tenían, pero al final se decidió que si querían encerrar a Kuklinski de una vez por todas, necesitaban más pruebas. Uno pegó con cinta adhesiva una foto policial de Richard a una botella de Jack Daniels, de la que bebían (con tiento) durante los debates a altas horas de la noche. Aquello se convirtió en un rito. Carroll prometió que cuando atraparan a Kuklinski de verdad, habría botellas de buen champán.

Por fin, a finales de octubre, Richard llamó por fin al agente Polifrone. Le dijo que había estado ocupado, que había perdido el número de Polifrone. Ya no parecía interesado. Polifrone comprendió que estaba a punto de escupir el anzuelo. Dijo a Richard que el chico judío rico había vuelto, que estaba pidiendo material, que lo quería con impaciencia; y que la tía del IRA quería hacer un pedido, un pedido importante, dijo él.

Richard accedió de mala gana a verse otra vez con Polifrone, y acordaron reunirse el 26 de octubre, otra vez en la zona de servicio Vince Lombardi, esta vez dentro del restaurante Roy Rogers de allí. Como en la ocasión anterior, había tiempo suficiente para que el equipo montara un sistema adecuado de vigilancia y de apoyo a Polifrone. Agentes de paisano de la Policía estatal de Jersey se instalaron en el Roy Rogers y en sus alrededores. El duro de Ron Donahue estaba sentado en una mesa del Roy Rogers, ante su segundo café. Era todavía la hora del almuerzo, y el local estaba lleno de público. El tiempo se había vuelto mucho más frío. El cielo estaba cargado, gris y amenazador, como si fuera a descargar una tormenta. Polifrone estaba inquieto. Sabía muy bien que había perdido el impulso que había tenido con Richard. Habia pasado demasiado tiempo y él no había dado más que promesas. Aquello no era nada bueno. Bien podía ser que Richard lo hubiera descubierto y que pensara matarlo. Polifrone se aseguró de tener bien a mano la pistola. Estaba enroscado en sí mismo, como una serpiente de cascabel dispuesta a dar el golpe, dispuesto a pasar a la acción, de una manera o de otra.

A Polifrone lo consolaba la presencia de Roy Donahue. Sabía que, si se hacía preciso reducir a Kuklinski, derribarlo, matarlo, Ron era el hombre más adecuado. Su dureza era legendaria en el mundillo de la Policía. En el aire helado de otoño había una tensión palpable y real.

Richard se presentó a la hora acordada, las dos en punto, al volante de un viejo Oldsmobile, el coche de Barbara. Llevaba gafas de sol, cosa que a Polifrone no le gustaba, porque no se le veían los ojos.

– Hola, Dom, ¿qué hay de nuevo? -dijo Richard saludando al agente, con aire reservado, nada amistoso. Polifrone dijo que tenía hambre.

– ¿Te apetece algo, Rich? -dijo, indicando el restaurante.

– Para mí, nada… solo café -dijo Richard. Polifrone pidió dos cafés y, para él, patatas fritas y una hamburguesa. Se sentaron. El agente, mientras comía, preguntó a Richard por más equipos para golpes, cuántos podía proporcionarle y cuándo podría recogerlos.

– Puedes recoger todos los que quieras -dijo Richard-; pero están allá en Delaware. Yo no pienso pasarlos por la frontera del Estado.

Así estaba la cosa. Richard daba marcha atrás; estaba claro que no estaba tan amistoso como antes.

– Claro; los recogeré yo; sin problema. Pero dime dónde, ¿vale? ¿Puedo llevarme diez?

– Puedes llevarte todos los que quieras, amigo -dijo Richard, pronunciando la palabra clave, «amigo», que indicaba que Polifrone tenía los días contados. Polifrone le había estado hablando desde el principio de hacerle una compra importante, de mucho dinero; pero ahora solo se quería llevar diez equipos. Está lleno de cuentos, pensó Richard. Puro cuento.

Polifrone volvió a servir a Richard la historia del chico judío rico, le dijo que quería dos kilos de cocaína, incluso tres quizá; y volvió a acosar a Richard a preguntas sobre cómo funcionaba el cianuro; y Richard volvió a tragarse el cebo y le describió cómo bastaba con echarlo a la cara de una persona, y todo había terminado.

– Yo lo he usado -dijo-. He echado el espray a tipos, y a los pocos minutos ya estaban muertos.

– ¿De verdad? -dijo Polifrone, abriendo mucho los ojos-. Caray.

– De verdad.

– Vale; entonces, cuando nos ocupemos del chico, tú acabas con él con eso; pero el cadáver, tenemos que deshacernos del cadáver -dijo Polifrone, animando a Richard a hablar todavía más.

– ¿Por qué librarse de él? -dijo Richard, tragándose el cebo, pronunciando palabras que quedarían inmortalizadas-. Lo dejamos ahí sin más. Parecerá que duerme… que murió de muerte natural. Todo limpio y en orden.

– Vale; parece perfecto. Vamos a hacerlo -dijo Polifrone; y le explicó que quedaría con el chico judío rico en el área de servicio, y que Richard podía venir para verlo y echarle una ojeada. Richard dijo que estaría disponible, que le avisara cuando llegara el momento.

Richard, todavía sin tener en cuenta que Polifrone podía ser policía, pensaba matar al «chico judío» y a Polifrone al mismo tiempo, y quedarse el dinero. Polifrone había acabado por indigestársele y no veía la hora de matarlo… si es que existía de verdad un chico judío con dinero y que quería comprar droga. Tenía sus dudas. Acordaron volver a hablarse pronto y Richard se marchó.


El 30 de octubre Polifrone habló con Richard y le dijo que estaría con el comprador de cocaína en el área de servicio Lombardi a las diez de la mañana siguiente. Richard dijo que estaría allí.

El 31 de octubre hacía también un día frío y gris que parecía más propio de mediados de febrero. Un viento helado azotaba el área de servicio Lombardi. A las diez de la mañana, Polifrone y el detective Paul Smith, este último en el papel del chico judío rico, estaban sentados en una mesa al aire libre en la zona de césped. Hacía tanto frío que se les formaban nubes de vapor en el aliento. El área de servicio estaba rodeada por equipos de policías. Polifrone hizo como que daba al agente Smith una bolsa de cocaína. El detective hizo como que la comprobaba. No sabían si Richard estaba por allí, observándolos desde lejos, o no.

Aquello era completamente ridículo, de hecho. Richard no se iba a convencer en un sentido ni en otro por haber visto aquella farsa superficial. Pero Bob Carroll y Polifrone habían pensado que valía la pena probarlo. Sin embargo, según todos los equipos de vigilancia, Richard no estaba por los alrededores. Por fin, después de haber pasado media hora al aire, pasando frío, Polifrone y Smith salieron en direcciones opuestas sin saber si Richard los había visto o no.


Aquel día, Richard no estaba siquiera en Nueva Jersey. Tenía un encargo de asesinato pendiente en Carolina del Sur. Otro jugador había pedido prestado dinero a quien no debía y se negaba a pagar, amenazando llamar a la Policía. Enviaron para allá a Richard, que mató al hombre cuando volvía a su casa del supermercado; le pegó un tiro con una pistola del 22 con silenciador cuando se bajaba de su coche. Regresó a Dumont y se llevó a Barbara de compras. Barbara ya hablaba de las navidades, del tipo de árbol que quería aquel año, de los regalos que compraría, de qué regalos recibiría cada uno, hasta de cómo pensaba decorar las ventanas. Richard la escuchaba en silencio. Ella sabía que las fiestas de Navidad nunca lo habían emocionado mucho, pero en esta ocasión estaba más alejado todavía de lo que le estaba diciendo. Richard había cambiado. ¿Qué le pasaba? se preguntó. Se lo preguntó a él.

– Nada -dijo él.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien; solo estoy pensando -dijo él.

– ¿En qué? -insistió ella.

– En negocios -dijo él con tono tajante, poniendo fin a la conversación.

Aquella noche la familia hizo una buena cena, carne asada a la milanesa con puré de patatas, uno de los platos favoritos de Richard; pero este estaba callado y retraído, se limitaba a masticar la comida con la vista perdida en un punto que solo veía él. Después de cenar, Merrick le preguntó si quería ir a echar de comer a los patos.

– No; ahora no -dijo él, y se sentó ante el televisor a ver un programa concurso, pensando en quitarse de en medio a Pat Kane, pensando en dinero… en ganar el dinero suficiente para dejar la vida, para ir por el camino recto. El dinero era la clave. Siempre lo había sido. Al día siguiente iba a salir para Zúrich, y pensaba presionar a Remi para que consiguiera los cheques con más frecuencia. Ahora no quería estar con gente, ni siquiera con su propia familia. Quería estar solo.

Al día siguiente, Richard se subió a su Camaro, fue al aeropuerto sin que lo observaran y tomó un avión para Zúrich. Una de las primeras cosas que preguntó a Remi cuando lo vio fue si conocía a alguien que pudiera conseguirle cianuro.


El equipo de trabajo dejó otra vez de oír a Richard hablar por teléfono. Pasaron los días. Mantuvieron una reunión la tarde del 13 de noviembre. Por entonces, Dominick llevaba dos semanas sin tener noticias de Richard.

Polifrone quería esperar, no acosar a Richard. Dijo que Kuklinski era astuto, que se había ido lejos para desconcentrar a la víctima. El jefe Buccino estaba preocupado: ¿y si Kuklinski volvía a matar? ¿Y si conseguía cianuro por algún otro medio? ¿Y si saltaba a la opinión pública que podían haberlo detenido pero que no lo habían hecho, y que había matado a alguien?

– ¡No podemos dejar a este tipo en la calle mucho más tiempo! -dijo.

Su postura era válida. Pero Ron Donahue estaba de acuerdo con Polifrone: dijo que debían tener paciencia, que la paciencia era la primera regla del buen cazador.

– Este tipo es caza mayor, y así es como tenemos que tratarlo, tenemos que trabajárnoslo -dijo.

Así fueron exponiendo sus opiniones respectivas los miembros del equipo de trabajo mientras se servían discretamente de la botella de Jack Daniels que tenía pegada la foto de Richard.

Debatieron la posibilidad de enviar de nuevo a Pat Kane y a Volkman a casa de Kuklinski para «azuzarlo». Aparentemente, aquello había dado resultado en la ocasión anterior.

Al final, Bob Carroll decidió ponerse de parte de Polifrone y darle algo más de tiempo. Lo último que quería era actuar de manera precipitada. La acusación tenía que ser a prueba de bombas, tenía que estar perfectamente organizada. Solo iban a tener una oportunidad, y tenían que dar en el blanco.

– Vamos a mandar a Kane a que le haga otra visita, a ver qué pasa -dijo-. La última vez dio resultado.

El día 22 de noviembre de 1986, dos días antes de la fiesta de Acción de Gracias, Richard seguía en Europa esperando el mayor cheque que había recibido hasta entonces. Barbara fue a comprar todo lo necesario para una comida de Acción de Gracias. Entró por el camino particular de su casa de Dumont con el coche cargado de bolsas de provisiones. La madre de Barbara solía servir lasaña antes del pavo, pero todos se llenaban con el primer plato y no se comían el pavo, de modo que Barbara había dejado de hacer la lasaña.

Su hija Chris se estaba viendo por entonces con un tipo llamado Matt. Era el único hombre al que había querido, y las relaciones íntimas con él eran «especiales», no eran un acto de rebeldía como en los años anteriores. Su hermana, Merrick, iba a casarse con Mark, su nuevo novio. Barbara lo apreciaba y estaba encantada de que Merrick hubiera encontrado a «un chico agradable», como lo consideraba ella. Cuando Barbara llegó ante su casa con el coche aquel día, salió Matt para ayudarle a meter las cajas de provisiones. Era un joven fornido, apuesto, siempre muy educado. Barbara lo apreciaba, y Richard también. Mientras Matt, Chris y Barbara metían en la casa todas las bolsas de alimentos, los detectives Pat Kane y Ernest Volkman aparecieron como surgidos de la nada y subieron por el camino de acceso.

– Perdone, señora Kuklinski -dijo Kane-. Soy el detective Kane, y este es el detective Volkman.

Los dos le enseñaron sus placas doradas relucientes.

– Estamos buscando a su marido -dijo Volkman. Sabían que Richard estaba fuera. Su coche no estaba. Si hacían aquello era por un motivo: para azuzar a Richard, para hacerlo reaccionar, para alterarlo, para alterar su vida familiar. El equipo de trabajo sabía que Richard quería a Barbara, que era muy protector con ella y con su familia. Aquello se apreciaba claramente en las llamadas telefónicas que habían interceptado.

Barbara, sobresaltada, los miró con sorpresa, que se convirtió rápidamente en desdén.

– ¿Es que pasa algo? -les preguntó, molesta por aquella presencia repentina, inesperada. ¿Quién demonios se habían creído que eran?

– Tenemos que hablar con él -dijo Kane.

– ¿De qué? -preguntó ella.

– ¿Está en casa? -preguntó Volkman, cortante y con cara de pocos amigos… grosero, pensó ella.

Barbara seguía siendo una mujer de mucho carácter, seguía teniendo una lengua cortante, una actitud algo altiva.

– ¿Sabe usted dónde está? -preguntó Kane.

– No -dijo ella.

– ¿Se puede poner en contacto con él?

– Acabo de decirle que no sé dónde está… ¿a qué viene todo esto? -exigió saber ella, más que preguntó.

– ¿Tiene usted un número suyo de contacto? -intervino Volkman.

– No lo tengo. No sé donde está, ¿me han oído? -dijo ella.

Entonces salió de la casa Matt. Chris, con expresión preocupada, estaba de pie ante la puerta sujetando del collar al perro de la familia, Shaba, un perro lobo irlandés que ladraba a los dos detectives.

– ¿Qué pasa, mamá? -dijo Chris en voz alta.

Los dos detectives se dirigieron hacia Matt.

– ¿Es usted Richard Kuklinski? -le preguntó Volkman.

– No -dijo él.

– ¿Cómo se llama? ¿Qué hace aquí? -le preguntó Volkman.

Barbara, ya muy enfadada, se interpuso entre los dos detectives y Matt.

– ¡No es asunto suyo! -dijo-. ¿Dónde quieren ir a parar? ¿A qué viene todo esto? -volvió a preguntar.

– Tenemos que hablar con su marido de un par de asesinatos -dijo Kane.

– ¿Cómo? ¿Asesinatos? -repitió ella.

– Asesinatos que creemos que ha cometido él -añadió Kane.

Barbara no daba crédito a sus oídos. Se sentía como si le hubieran dado una bofetada con una mano al rojo vivo.

– ¿Tienen una orden judicial para estar aquí, en mi casa? -les preguntó.

– No.

– ¡Pues largo de aquí! -exclamó ella.

Los dos se quedaron en el sitio.

– Chris, ¡suelta al perro! -dijo Barbara.

Chris se quedó inmóvil. No sabía qué hacer, sujetando al perro enorme que ya intentaba soltarse por todos los medios.

– ¡He dicho que sueltes al perro! -repitió Barbara con veneno en la voz.

Si Chris hubiera soltado a Shaba, Kane lo habría matado de un tiro. Se dispuso a sacar la pistola. Sabía que aquello irritaría de verdad a

Richard. Pero Chris tuvo el buen sentido de no soltar el collar enorme de Shaba. Los detectives habían conseguido ya lo que querían, sembrar agitación. Kane sacó una tarjeta de visita y se la entregó a Barbara.

– Señora Kuklinski -le dijo-, cuando vuelva a casa su marido, haga el favor de decirle que me llame.

Los detectives se volvieron hacia su coche, subieron y se pusieron en camino despacio, sabiendo que no tardarían en tener noticias de Richard Kuklinski.

– Una señora dura -dijo Volkman.

– Tiene que ser dura para estar casada con Rich -dijo Kane.

Barbara estaba fuera de sus casillas. Pensaba que aquellos detectives habían echado a perder intencionadamente la fiesta de Acción de Gracias de la familia.


Cuando Richard, que seguía en el Hotel Zúrich, se enteró de que Kane y Volkman habían acosado a su esposa, a su adorada Barbara, de que le habían dicho que era sospechoso de haber matado a gente, de haber cometido asesinatos, tuvo un ataque de rabia. Hizo agujeros en los tabiques a puñetazos. Rompió muebles. Tomó el primer vuelo de vuelta a los Estados Unidos. Sentía, más que nunca, el deseo de matar a Kane, la necesidad de matarlo. No tenía derecho a hablar a Barbara de ese modo, a decirle esas cosas repugnantes.

Aquel año, la fiesta de Acción de Gracias fue sombría y silenciosa en casa de los Kuklinski. Richard apenas hablaba, apenas comía. Había adquirido una palidez notable. Estaba allí, sentado a la cabecera de la mesa, pero parecía como si estuviera en otra parte. Nadie era capaz de alegrarlo, ni siquiera Merrick. Se cernía una nube sobre la mesa. Después de la comida subió a su despacho, se sentó ante su mesa y se quedó mirando la tarjeta de Kane. Había salido de Zúrich con tanta precipitación que ni siquiera se había traído el cheque. Este debía ser de setecientos mil dólares.

Se quedó allí sentado, albergando fantasías de matar a Kane, de descuartizarlo, de pegarle tiros, de torturarlo, de ahorcarlo, de echarlo a las ratas. Pero sabía que no se podía permitir ninguno de estos lujos. La única manera de asesinar a Kane impunemente y con limpieza era con cianuro; una ráfaga rápida en la cara cuando estuviera cambiando una rueda. Eh, amigo… pssst. Y se acabó. Caso cerrado. Parecería una muerte natural; él podría salirse con la suya.

Según razonaba, cuando ya no estuviera Kane, el caso se derrumbaría. Richard suponía, con razón, que por mucho que hubieran dicho Barbara Deppner y Percy House, no bastaría para que lo detuvieran a él; de lo contrario, ya lo habrían detenido.

Richard llamó a Kane y le dijo que dejara de venir por su casa, que no tenía derecho a hacer aquello, que si quería hablar con él, se lo dijera, y se pasaría él por el cuartel con su abogado. Richard procuró estar amable; no quería alarmar a Kane en ningún sentido. Kane dijo que lo comprendía y que haría lo que le pedía Richard. También él estuvo amablé.

– Muchas gracias -dijo Richard, y colgó el teléfono.

Kane.

¡Kane tenía que desaparecer! Pero él necesitaba el cianuro para conseguirlo… Volvió a acordarse de Polifrone. Aunque Richard seguía creyendo que Polifrone era un charlatán, un cuentista, quizá pudiera conseguirle de verdad algo de cianuro. En realidad, tampoco era tan difícil, si se conocía a la persona adecuada. Richard tomó el teléfono y llamó al busca de Polifrone.

Polifrone, contento, le devolvió la llamada antes de una hora, y acordaron una nueva reunión en el área de servicio Vince Lombardi. Richard se puso en contacto también con Solimene y le pregunto si sabía dónde podía conseguir algo de veneno, «cianuro, a ser posible», le dijo.

– Veré qué puedo hacer -dijo Solimene.


____________________

El 6 de diciembre, sábado, era otro día frío y gris. La reunión se había acordado a las diez de la mañana. Por ser sábado por la mañana, el área de servicio estaba más animada de lo habitual. Polifrone esperaba a Richard junto a los teléfonos públicos, como habían acordado. Richard llegó puntual en su Cadillac blanco reluciente y se bajó del coche. Llevaba una camisa de seda azul, traje y corbata y un abrigo de lana de cuello alto. Tenía un aspecto elegante. Polifrone lo saludó con efusión. Bob Carroll y otros miembros del equipo de trabajo vigilaban desde puntos estratégicos alrededor de la zona de servicio. Carroll había preparado cuidadosamente con Polifrone lo que debía decir este para que Richard se incriminara a sí mismo todavía más. Lo primero que hizo Polifrone, como si fuera amigo de Richard, fue decirle que Kane y Volkman le habían salido al paso a la puerta de la tienda y le habían hecho un montón de preguntas sobre Richard Kuklinski.

– ¿Y qué les dijiste? -le preguntó Richard.

– Nada. Le dije que no sé nada de nadie, joder. Ese tal Pat…

– Kane -dijo Richard, escupiendo el nombre-. Lo tengo encima desde el año ochenta. No sabe una leche. Tiene un par de chivatos, pero nadie se creerá la mierda que cuentan. Si tuviera algo, ya me habría acusado -dijo; y después contó cómo se había deshecho de Smith y de Deppner, y que Percy House era «un chota» (un delator).

Polifrone estaba sorprendido y encantado, y se preguntaba por qué le hablaba Kuklinski con tanta franqueza. O bien Kuklinski era en realidad un bocazas (cosa poco probable), o bien pensaba matarlo. Creyó que se trataría de esto último. Polifrone le explicó que ya tenía el cianuro y que le había llamado media docena de veces para decírselo.

– Estupendo -dijo Richard-. Ahora sí que me viene bien.

– Sí; bueno -dijo Polifrone-; se lo devolví a los tipos que me lo dieron. No quería ir de un lado a otro con esa mierda. Pero te lo puedo traer.

Richard estaba claramente contento; llegó a sonreír. Era una sonrisa que producía escalofríos.

Polifrone volvió a sacar el tema del chico judío rico que quería comprar cocaína. Richard dijo que seguía interesado. El llevaría su furgoneta, harían subir al chico a la furgoneta, le quitarían el dinero y lo matarían. Era sencillo. Polifrone advirtió que hablaba de un asesinato como quien habla del tiempo.

Polifrone pensó que el Hombre de Hielo era el mote ideal para él.

Richard dijo que si querían hacer «desaparecer» el cuerpo, podían tirarlo a alguno de los pozos de minas abandonadas que conocía él.

– Son tan profundos que ni siquiera se oye el golpe cuando llegan al fondo -dijo.

Un puto Hombre de Hielo, desde luego, pensó Polifrone.

– Bien, me parece bien -dijo-. ¿Y su coche? ¿Lo dejamos, o nos deshacemos de él? -preguntó el agente.

– Lo uno o lo otro. Podemos venderlo a un desguace. Yo conozco un sitio… bam, bam, lo desguazan y lo venden por piezas el mismo día.

Polifrone le preguntó si podrían engañar al forense en el caso de que envenenaran al chico rico y lo dejaran en su coche; e, increíblemente,

Richard dijo que el forense se engañaría, y contó a continuación a Polifrone que una vez había congelado a una víctima y había confundido con ello al forense. Polifrone sabía que estaba hablando de Louis Masgay. Bingo. Pidió al cielo que aquello se estuviera grabando bien; era mucho más de lo que habían soñado.

A continuación, Richard describió de nuevo las mejores maneras de administrar el cianuro, dijo que ponerlo en la comida era mucho mejor, más fácil y más seguro. También habló de retirarse, de dejar «estos negocios sucios». Dijo, incluso, que había apartado algo de dinero, «fuera del país», según dijo, por iniciativa propia.

Era verdaderamente extraño que Richard estuviera contando todo aquello a Polifrone… era sorprendente. Aquello no tenía sentido aun suponiendo que tuviera pensado matarlo más delante. Apenas conocía a Polifrone, quien ya estaba tentado de dar un apretón de manos a Richard y darle las gracias por haber colaborado tanto. Después de que Richard se pasara una hora cavando su propia tumba, la reunión concluyó. Los dos hombres acordaron volver a verse. Polifrone prometió a Richard el cianuro y dijo que lo llamaría cuando tuviera preparado al chico judío con el dinero. Se dieron la mano. Richard volvió a subirse a su Cadillac blanco reluciente y se puso en camino. Al rato, Polifrone comprobó la cinta. Había funcionado.

Lo tenemos por los huevos, pensó, y al poco rato entregó la grabadora Nagra al detective Paul Smith.

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