La Navidad estaba en el aire. Barbara Kuklinski había preparado su lista de compras, se dedicaba a comprar regalos y a envolverlos. La mayoría de las casas de la calle de los Kuklinski ya tenían puestos los adornos navideños. Barbara se sentía algo decaída, pero la perspectiva de la Navidad la animaba y la motivaba.
Richard hablaba con Remi varias veces al día. Solía hacer esas llamadas con tarjetas telefónicas robadas. Creía, con razón, que tenía los teléfonos intervenidos (por culpa de Kane) y tenía cuidado con lo que decía. Remi le repetía que era «inminente» un nuevo cheque. Richard dijo que saldría de viaje cuando Remi tuviera el cheque, que en esos momentos no quería estar perdiendo el tiempo en Zúrich esperando el cheque. Richard hizo varios viajes a Jersey City y a Hoboken, su antiguo territorio, buscando a alguien que tuviera acceso al cianuro; no estaba teniendo suerte. Por entonces se planteó seriamente hacer desaparecer a Kane, sin más, pero llegó a la conclusión de que aquello sería peor que matarlo, pues los policías no descansarían hasta haber descubierto que había sido de él. También pensó pinchar una rueda a Kane, matarlo de un golpe a la cabeza, meterle la cabeza bajo la rueda y sacar el gato del coche de una patada, aplastándole la cabeza de tal manera que fuera imposible determinar que lo habían matado de un golpe. Pero sabía que para hacer una cosa así necesitaría mayor tranquilidad de la que podría tener en el aparcamiento del bar.
Barbara estaba preocupada por su marido. Este se había vuelto cada vez más distante. No era el mismo hombre de antes. Llevaba muchas semanas sin ponerse de mal humor ni alzar la voz. Cosa extraña.
Llegó a la conclusión de que aquello era la calma que anuncia la tormenta. Se cocía algo; había algo en el aire; pero ella no sabía de qué se trataba. En vez de preocuparse, dedicó su energía a los preparativos para la Navidad, ir de compras, comprar regalos… gastar dinero, uno de sus pasatiempos favoritos.
A instancias de Bob Carroll, Polifrone volvió a ponerse en contacto con Richard y le dijo que ya tenía preparado al comprador de cocaína; que todo estaba dispuesto y que el cianuro ya llegaba. Acordaron otra reunión en el área de servicio Lombardi.
Las reservas con que veía Richard a Polifrone estaban contrarrestadas por dos consideraciones: conseguiría el cianuro para matar a Pat Kane como es debido, quitaría de en medio a aquel chico judío rico, quedándose todo el dinero, y, por fin, se desharía de una vez por todas de Polifrone y de su feo peluquín. Todo encajaba perfectamente. Hasta cierto punto, el hecho de que Polifrone hubiera estado retraído, que no hubiera estado persiguiendo a Richard, hacía creer a este que bien podría conseguirle el cianuro y tener acceso a un chico rico que quería comprar cocaína; al fin y al cabo, la cocaína era la droga de moda. Casi todo el mundo la tomaba, hasta tipos de la Mafia, y toda la gente guapa y elegante.
Esta tercera reunión entre Richard y Polifrone tuvo lugar el 12 de diciembre. Había nevado hacía algunos días y el área de servicio estaba salpicada de montículos de nieve sucia. Richard se presentó a la hora acordada, las once de la mañana.
– Escucha esto -le dijo Polifrone-. El chico judío me ha preguntado si le puedo pasar tres kilos. Yo le he dicho que sí, claro. Ochenta y cinco mil, al contado. Viene el miércoles por la mañana. Estará aquí hacia las nueve y media, joder. Y mira lo que hay. Recogeré el cianuro esa mañana, de mi contacto.
– Así no me da tiempo. Necesito un par de días para prepararlo -dijo Richard, y explicó que tenía que hacer que un químico mezclara el cianuro con un líquido especial, el DSMO. Eso tardaría días. No se podía hacer con precipitación.
Polifrone, que quería llevar la cosa adelante y hacer que detuvieran por fin a Richard, le propuso que dieran entonces al comprador de cocaína «un emparedado de huevo» y lo mataran así. Le explicó que al chico judío le encantaban los emparedados de huevo, que siempre los pedía.
– Pero ¿comerá el chico? -preguntó Richard.
– Sí, no hay problema.
– Entonces funcionará.
– Garantizado. Será un emparedado de huevo. Siempre que me veo con este chico pide un emparedado de huevo. Nosotros le daremos uno.
– Podemos hacer eso. ¿Venden aquí emparedados de huevo? Ni siquiera sé si los venden.
Polifrone resolvió esto diciendo que él llevaría el emparedado de huevo, además del frasco de cianuro.
Esto debería haber disparado las alarmas mentales de Richard: dar al comprador de cocaína un emparedado de huevo que traería el propio Polifrone… pero no las disparó. Al parecer, Richard aceptaba todo lo que le proponía Polifrone. En todo caso, nada de esto tenía importancia para él: pensaba que tanto Polifrone como el comprador de cocaína iban a morir. Era sencillo. Les pegaría sendos tiros en la cabeza con una 22 con silenciador, la misma arma que había vendido a Polifrone hacía algunas semanas.
Aquella noche se celebró una nueva reunión en el puesto de mando de la fiscalía general. Los miembros del equipo de trabajo, sentados alrededor de la mesa grande, escuchaban la última cinta y discutían el modo de cerrar el caso. Todos sabían que iba a representarse el acto final de aquel drama. La cuestión era cuál sería la manera mejor de detener finalmente a Richard. Bob Carroll propuso que trabajaran en un apartamento y que grabaran a Kuklinski dando al comprador de cocaína (el detective Paul Smith) el emparedado de huevo envenenado con cianuro.
A Smith no le gustó la idea en absoluto.
– ¿Y si decide sacar una pistola y matarme sin más… y a Dom también?
No le faltaba razón.
Por tanto, se decidió que el último acto tendría lugar en el área de servicio Lombardi.
Polifrone se puso en contacto con Richard al día siguiente. Se acordó que el trato se llevaría a cabo el miércoles, 17 de diciembre. El llevaría al comprador de cocaína a la zona de servicio Lombardi. Richard dijo que llevaría una furgoneta para poder hacer que el chico se metiera dentro. Polifrone dijo que se reuniría antes con Richard y le daría tres emparedados de huevo y un frasco de cianuro (que en realidad era un polvo blanco inofensivo), con el que Richard envenenaría el emparedado del comprador de cocaína como él considerara oportuno.
Para Richard, la cuestión del emparedado había perdido toda importancia: en cuanto el comprador de cocaína y Polifrone estuvieran en la furgoneta, iba a matarlos, y se acabó. Había pensado pedir prestada una furgoneta a Jimmy DiVita, un delincuente de poca monta de New London, en Connecticut. Se llevaría los cadáveres a Pensilvania y los echaría al pozo de una mina abandonada.
Para llevar la corriente a Polifrone y tender la trampa, Richard accedió a verse con él a primera hora de la mañana del miércoles, 17 de diciembre, para recoger los emparedados de huevo y el cianuro. El cianuro que le serviría para matar a Pat Kane. Aquel era el plan de Richard.
Era el 17 de diciembre de 1986, un día que pasaría a la historia.
Richard se levantó temprano, como tenía por costumbre. Tomó café y tostadas y se quedó sentado en el cuarto de estar, mirando al suelo, preguntándose si debía ir a reunirse con Polifrone o no. Dice que todo aquel asunto le producía una sensación incómoda, pero decidió ir a ver cómo iba todo. Al fin y al cabo, según razonó, ya había invertido mucho tiempo en aquel asunto, de manera que bien podía ver cómo salía. Se levantó, se puso una chaquetilla negra y se dirigió a la puerta. Barbara no se encontraba bien y seguía en la cama.
A las 8.45 de la mañana el agente de la ATF Dominick Polifrone estaba en el lugar habitual, ante las cabinas telefónicas del área de servicio Lombardi. Hacía un día muy frío. El viento helado azotaba la zona de servicio. El público iba y venía apresuradamente de sus coches a los seis establecimientos de comida rápida. El cielo estaba lleno de nubes agitadas, furiosas, que parecían hacerse la guerra unas a otras. Se oía el ruido del tráfico que pasaba por la carretera y el rugido de los aviones que volaban bajo.
Polifrone llevaba en la mano una bolsa de papel blanca. Contenía tres emparedados de huevo. En el bolsillo del abrigo llevaba un frasco del tamaño del dedo pulgar, con el supuesto cianuro que serviría para envenenar uno de los emparedados. Polifrone estaba armado hasta los dientes y llevaba micrófono y grabadora. Los detectives del equipo de trabajo vigilaban todos sus movimientos. Todos estaban tensos. Había llegado el momento. Era el día D. Era el día en que pasarían a la acción. Todos sabían que Richard era mortal; que iba armado con toda seguridad y que no dudaría en matar. Polifrone quería terminar de una vez con aquello. Llevaba casi diecinueve meses con aquel caso maldito. Estaba cansado de aquel asunto, estaba cansado de las mentiras, estaba cansado del equipo de trabajo Hombre de Hielo, estaba cansado de correr un riesgo constante. Vio llegar por la carretera de acceso el Oldsmobile Calais de Richard con la silueta enorme e inconfundible de su propietario al volante.
– Ya está aquí -susurró. Sus palabras se transmitieron al instante a todos los miembros del equipo de trabajo. Pat Kane, Bob Carroll, Paul Smith y Ron Donahue estaban escondidos en una furgoneta Chevrolet oscura con ventanillas ahumadas y veían claramente a Polifrone.
Pat Kane apenas había podido dormir la noche anterior. Todo su esfuerzo, todo su sudor y lágrimas y sus noches sin dormir estaban arrojando sus frutos por fin. Había llegado a dudar de que llegaría aquel día, pero había llegado. Richard Kuklinski pronto estaría en un calabozo, o muerto. Eran las dos únicas opciones que tenía. Bob Carroll le había prometido que cuando llegara el momento de detener a Kuklinski, sería él, Pat Kane, quien lo detendría, quien le diría que estaba detenido y quien le pondría las esposas. Sería el momento culminante de la carrera profesional de Kane, de su vida. Tendido en su cama, pensando en lo que iba a suceder, rezó; agradeció a Dios la ayuda que sabía que le había prestado a él, a Polifrone y al equipo de trabajo, a Bob Carroll. Kane estaba seguro de que la mano de Dios había desempeñado un papel integral en todo aquello, en todo lo que iba a pasar. Creía que Dios les había proporcionado, sin duda, a Dominick Polifrone. Por lo que a él respectaba, Richard Kuklinski era un instrumento del propio Satanás, y ahora, por fin, recibiría su merecido.
– ¿Cómo te va, Dom? -dijo Richard al llegar.
– Bien. Hablé con el chico anoche. Está todo arreglado. Aquí están los emparedados. Voy por él y vuelvo en un cuarto de hora.
Richard tomó la bolsa.
– ¿Estás seguro? -preguntó.
– Sí, sí -le aseguró Polifrone. No le gustaba el comportamiento de Richard; le parecía distante, desconfiado-. Voy por el chico y vuelvo en un cuarto de hora.
Vale. Yo voy por la furgoneta. No está lejos de aquí, en la salida siguiente. A diez minutos en coche -dijo Richard.
– ¿De qué color es, para que la reconozca?
– Azul.
– ¿Y dónde vas a aparcarla, para que pueda llevarlo hasta allí mismo?
– Aquí mismo. Será mejor que hagamos esto aquí, donde no hay nadie. Yo estaré en el asiento del conductor. No tendrá pérdida.
– Vale; yo lo llevaré hasta la trasera misma de la furgoneta para que pruebe la cocaína.
– Vale.
Polifrone se sacó entonces una bolsita del bolsillo de la chaqueta.
– Aquí está el cianuro -dijo, pronunciando la palabra cianuro fuerte y clara para asegurarse de que quedaba bien grabada. Polifrone dijo que había allí una cantidad de aquel veneno mortal suficiente para matar a mucha gente. Preguntó a Richard qué iba a hacer con el cadáver del comprador de cocaína.
– Voy a ponerlo a buen recaudo -dijo, y se rio. Era una risa helada, llena de malicia y sin alegría, que levantaba nubes de vapor en el aire frío. Richard vio entonces la furgoneta negra del equipo de trabajo, con sus ventanillas ahumadas. Tenía un aspecto raro, sospechoso, como contaría él más tarde.
– Vamos a dar un paseo -dijo Richard; y empezó a cruzar el aparcamiento, hacia la furgoneta. Lo vieron venir; todos se agacharon rápidamente.
– ¿Dónde vas? -preguntó Polifrone, inquieto, acercando la mano a la pistola.
– A pasear un poco, nada más. Llegó a la furgoneta e incluso se asomó al interior. No vio nada. Entonces se encaminó otra vez hacia su coche mientras Polifrone lo seguía, intentando hacer que Richard dijera la palabra «asesinato». Richard abrió el maletero de su coche y echó dentro los emparedados, subió al coche y arrancó el motor. Aseguró a Polifrone que volvería con la furgoneta, le dijo que era de dos colores, azul claro y oscuro. Lo que Richard había pensado era volver en su coche y, si estaba allí el chico judío rico, decir que la furgoneta no arrancaba, que tenía la coca en su almacén y que lo siguieran hasta allá. Cuando estuvieran en el almacén, Richard mataría a Polifrone y al comprador de cocaína. De hecho, Richard había intentado pedir prestada una furgoneta el día anterior a Jimmy DiVita, pero la furgoneta tenía demasiadas ventanillas. En cualquier caso, el almacén sería mejor lugar para llevara cabo el doble homicidio. Richard dijo que volvería al cabo de veinte minutos. Polifrone dijo que él volvería con el comprador de cocaína a la media hora justa. Richard se puso en camino. Pasó por delante de las cabinas telefónicas. En una estaba el jefe Bob Buccino haciendo como que hablaba por teléfono. Había estado escuchando hasta la última palabra que se había dicho. Tenía una pistola de nueve milímetros envuelta en un periódicos, estaba dispuesto a volar la cabeza a Richard. El jefe odiaba a Richard de verdad y solo quería una excusa para acabar con todo aquello allí mismo, ahorrando un juicio largo y costoso.
Podrían haber arrestado a Richard sobre la marcha, pero Bob Carroll quería que Richard echara el polvo blanco en el emparedado y llegase a dárselo al detective Paul Smith; le parecía que aquello reforzaría la acusación, que vincularía directamente a Kuklinski con el asesinato de Gary Smith. Cuando regresara Richard, lo detendrían «con las manos en la masa». El aparcamiento estaba abarrotado de gente de la fiscalía general y agentes de la ATF y del FBI, todos dispuestos a saltar sobre aquel asesino en serie que envenenaba, disparaba y apuñalaba a la gente con impunidad, como si tuviera algún derecho divino.
Richard salió con su coche del área de servicio. Bajó por la carretera casi un kilómetro, se detuvo, se puso unos guantes de plástico y abrió cuidadosamente el frasco. Le pareció inmediatamente que aquello no parecía cianuro. Olisqueó con mucho cuidado el aire… no se percibía el claro olor a almendras característico del cianuro.
¡Esta es una puta mierda! pensó, y se quedó allí sentado, preguntándose qué pasaba, más perplejo que otra cosa. Metió la primera y siguió adelante hasta que vio un perro sarnoso que olisqueaba unos botes de basura. Entró en un restaurante de comida rápida, compró una hamburguesa, la llevó al coche, puso en la hamburguesa algo del polvo blanco (con cuidado, por si acaso) y se acercó a aquel chucho grande, de color de herrumbre. El perro olió la carne y levantó las orejas. Richard le ofreció la hamburguesa. El perro, desconfiado, como escarmentado por haber sufrido jugarretas anteriores, tomó la hamburguesa y la devoró rápidamente, mientras Richard lo observaba con atención para ver qué pasaba, inclinando la cabeza a la izquierda con gesto de curiosidad.
El perro se alejó por la orilla de la carretera, meneando la cola escuálida.
¡Puto mentiroso! pensó Richard. Seguían sin saber a qué demonios estaba jugando Polifrone, pero ya no quería tener nada más que ver con ello, fuera lo que fuera. Había empezado a pensar que Polifrone quizá fuera un asesino a sueldo que, de hecho, estuviera intentando hacerle una encerrona a él.
– Que lo jodan -dijo Richard en voz alta; y fue a una cabina de teléfonos y llamó a Barbara para ver cómo estaba. Llevaba dos días mal de la artritis, con algo de dolor de cabeza y décimas de fiebre.
– Estoy bien. Estoy acostada -dijo ella.
– ¿Quieres que salgamos a desayunar? -le preguntó él.
– Claro… supongo. Vale.
– Voy a pasarme a traer algunas cosas de la tienda y después iré a casa.
– Bien -dijo ella, y colgó. Richard fue en su coche al Grand Union y compró algunas provisiones. Como de costumbre, compró más de lo necesario; uno de los grandes placeres en la vida de Richard era encargarse de que su familia tuviera de todo. Salió del Grand Union con cuatro grandes bolsas de provisiones, las guardó en el maletero, se metió en su coche y se dirigió despacio a su casa, sin ser consciente de la tormenta policial que estaba a punto de descargar.
Los detectives de la Policía estatal Tommy Trainer y Denny Cortez estaban vigilando la casa de los Kuklinski aquella mañana. Era la misión que les habían encomendado. Cada veinte minutos, más o menos, pasaban despacio con su coche ante la residencia de los Kuklinski. Era un día húmedo y muy frío. El cielo era una masa de nubes airadas del color de la pólvora. El aire estaba cargado de la promesa de nieve. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina, y en aquella calle tranquila de Dumont se iba a abrir la caja de los truenos.
Hacia las diez de la mañana, Cortez y Trainer pasaron ante la casa y vieron que Richard estaba allí, en el camino de acceso, sacando del maletero del coche las cuatro bolsas de provisiones.
Sorprendidos de ver que estaba allí de pronto y no en el área de servicio, donde creían que debía estar, llamaron al equipo de trabajo, cuyos miembros también se sorprendieron al enterarse que Richard estaba en Dumont. Evidentemente, no pensaba volver al área de servicio Lombardi. Richard vio que los detectives pasaban despacio en coche ante su casa mirándolo fijamente. Se preguntó por qué lo miraban con tal interés. No relacionó aquellos hombres con Polifrone, cosa rara, teniendo en cuenta su carácter desconfiado.
El jefe Bob Buccino dirigía las operaciones aquella mañana. Ordenó entonces que la fuerza de asalto fuera a la casa de Richard y lo detuvieran allí, y todos emprendieron el camino de Dumont, más de quince vehículos camuflados con las sirenas sonando, las luces rojas girando frenéticamente. Buccino quería evitar, sobre todo, un tiroteo en aquella calle residencial. Supuso que Richard tendría en su casa armas de todo tipo: rifles de asalto con proyectiles capaces de atravesar los blindajes, granadas de mano, dinamita, Dios sabía qué. Temiendo que Richard tuviera contactos entre la Policía local de Dumont, Buccino no informó a esta de lo que iba a suceder, a pesar de que es costumbre, por cortesía, avisar a la Policía local cuando se va a hacer una operación importante.
Richard dejó las bolsas del supermercado en la encimera de la cocina y se puso a abrirlas y a guardar las provisiones. Barbara, que se sentía débil, un poco pálida, esperaba no estar enferma durante las fiestas, para montar el árbol, cocinarlo todo, la alegre apertura de los regalos. Mientras veía a Richard guardar las provisiones, pensó en lo amable y bueno que podía ser cuando quería, lo malo y sádico que podía ser en otras ocasiones. Pensaba que estaba más segura que nunca de que existían dos Richard. Ella se había casado con dos hombres.
– ¿Preparada, Lady? -le preguntó él.
– Preparada -dijo ella.
A esas alturas, Richard ya se había olvidado de Polifrone. Se había desentendido, no quería volver a tener tratos con él. Pensaba llamar a Phil Solimene después del desayuno para decirle que Polifrone era un cuentista y para preguntarle cómo había sido capaz de recomendarle a aquel imbécil. Richard pasó al baño. Barbara se puso despacio un plumífero de esquí azul que le había comprado Richard hacía poco. Era bonito y de mucho abrigo, pero tenía una cremallera de esas cruzadas en diagonal, de izquierda a derecha. La cremallera solía quedarse atascada cuando ella intentaba cerrarla, y ahora le había pasado eso mismo. Pidió a Richard que se lo cerrara. No quería enfriarse. Él, con sus manos como tenazas, cerró fácilmente el plumífero. Con todo lo malo y violento que podía ser Richard con Barbara, la amaba mucho. Era la única mujer a la que había amado, y le tenía gran estima, la tenía en un pedestal.
– Después de desayunar te llevo al médico -dijo.
– Eso no es necesario. Lo único que necesito es descansar, Richard.
– Sí, bueno, pero que te eche una mirada el médico -insistió él.
Ella no respondió. No estaba con ánimo para discutir. Lo único que quería era un buen desayuno, huevos revueltos con beicon «que se mueva un poco», según decía ella, que no estuviera muy pasado. Se dirigieron a la puerta. El se la abrió.
La fuerza de asalto ya había llegado por entonces a Dumont y se había agrupado en la entrada sur de la calle Sunset, al final de la manzana. El jefe Buccino, los detectives y los agentes debatían cuál sería la manera mejor de reducir a Richard. Mientras hablaban, uno de los agentes vio que Richard y Barbara salían de la casa y se subían al coche.
– ¡Viene hacia aquí! -gritó-. ¡Va con su mujer! -añadió.
Todos corrieron a sus vehículos y se dispusieron a pasar a la acción.
El detective Pat Kane estaba emocionado. Iban a detener a Richard por fin. Todo su trabajo había arrojado sus frutos. Ya estaba. Ya había llegado, por fin, el momento que tanto había esperado, que tanto había pedido al cielo.
Polifrone no estaba allí. Buccino le había pedido que. se fuera al juzgado de Hackensack.
Después de ayudar a Barbara a subirse al coche, Richard se puso al volante, arrancó el motor y se dirigió hacia la fuerza de asalto reunida, sin tener la menor idea de que se estaba metiendo en la boca del lobo. Richard llevaba una automática del 25 bajo el asiento. La fuerza de asalto estaba armada con ametralladoras y escopetas. Mientras avanzaba despacio, hacia el sur, por la calle donde había vivido diecisiete años, vio los vehículos de la fuerza de asalto dispuestos en una formación irregular.
– Ha debido de pasar algo -dijo a Barbara-. De pronto, todos los vehículos avanzaron a la vez, lanzándose directamente sobre Richard y Barbara, sin luces ni sirenas.
– ¿Qué coño pasa? -dijo Richard.
– ¡Cuidado! -exclamó Barbara.
Al principio, Richard pensó que se trataba de un golpe, que lo iban a matar, que se le había venido encima por fin todo lo que había hecho, o algo que hubiera hecho recientemente. Se desvió hacia la derecha. El coche golpeó la acera. Los agentes y los detectives saltaron de los vehículos y lo rodearon. Uno saltó sobre el capó del coche y le apuntó con una pistola en posición de combate. Richard pensó tomar la 25, pero no se atrevió, sabiendo que con toda seguridad le dispararían muchos tiros a él, al coche, y que podían herir a Barbara.
Le estaban apuntando a la cabeza con una pistola de nueve milímetros.
– ¡No te muevas, joder! -le dijeron. Abrieron la puerta del coche bruscamente. Kane sacó del coche a Richard a tirones y varios hombres se abalanzaron sobre él, intentando derribarlo, intentando echarle a la espalda los brazos inmensos para poder ponerle las esposas. Abrieron también la puerta del lado de Barbara. El jefe Buccino la asió y le obligó a tenderse en el suelo, empujándola físicamente. Cuando Richard vio esto, la rabia le explotó dentro de la cabeza.
– ¡Ella no tiene nada que ver con esto! ¡Dejadla! ¡Dejadla en paz! -gritó.
– Que te jodan -dijo Buccino, dando rienda suelta a su desprecio; y empujó bruscamente a Barbara al suelo y le apoyó la bota en la espalda mientras la esposaban.
– ¿Qué hacen? -preguntó ella- ¡Richard, ayúdame!
Richard se volvió loco. Se levantó y se abalanzó sobre Buccino, decidido a matarlo, a hacerlo trizas, aunque a él lo mataran a tiros para impedírselo.
Ocho miembros de la fuerza de asalto intentaban reducirlo, luchaban y forcejeaban con él, entre ellos Pat Kane, Donahue y Volkman, todos ellos maravillados de la fuerza sobrehumana de Richard. Este consiguió cubrir la mitad de la distancia que lo separaba de Buccino, llegar hasta la trasera del coche, pero entonces los agentes y los policías lo levantaron en vilo y lo arrojaron sobre el capó del vehículo. Hicieron falta cuatro hombres para llevarle las manos a la espalda, pero las muñecas de Richard eran tan gruesas que Kane no pudo ponerle las esposas. Por fin, tuvo que usar unas esposas de pies para esposarle las manos a la espalda.
Richard estaba ciego de ira por el trato que estaban dando a Barbara, y aun esposado con gruesas esposas de pies se resistía e intentaba lanzarse sobre Buccino.
– Tranquilo, tranquilo -le dijo Kane-. Todo ha terminado, Rich. Todo ha terminado. Estás detenido.
– ¡No hay motivo para meterla a ella en esto! -vociferó Richard-. Es inocente. ¡Lo saben!
– Eso no está en mi mano -dijo Kane.
Ayudaron a Barbara a levantarse y la llevaron a una furgoneta. Los policías y los agentes seguían luchando con Richard para evitar que se lanzara sobre el jefe Buccino, quien a su vez estaba dispuesto a pegar un tiro a Richard. La gente que vivía en la calle, asustada, había avisado a la Policía de Dumont, y aparecieron entonces dos coches patrulla.
Durante toda su vida, a lo largo de su carrera criminal larga y sórdida, Richard siempre se había imaginado que perecería en un encarnizado tiroteo a muerte. Era, de hecho, lo que tenía pensado. Habría preferido con mucho morir en un tiroteo que tener que rendir cuentas, ver la vergüenza, la humillación y la deshonra que tendría que sufrir su familia si salía a la luz quién era él en realidad. Era lo que más temía Richard en el mundo: la humillación de su familia querida. Era lo único que le importaba.
Una turba de agentes de la fuerza de asalto levantó en vilo a Richard y lo echó a la trasera de la furgoneta negra. Estaba, literalmente, a punto de estallar.
El fiscal general Al Smith, jefe de Bob Carroll, consideraba la detención de Richard Kuklinski el hito más señalado de su carrera, y quería sacarle el máximo partido posible. Como sabía que la detención iba a tener lugar aquel día, había ordenado que la fiscalía se pusiera en contacto con los medios de comunicación para que estuvieran todos presentes para cubrir el golpe. Lo que se dijo a los medios fue que las fuerzas del orden iban a detener «a un asesino en serie que congelaba a sus víctimas, que mataba con cianuro, armas de fuego, cuchillos, y que, además, era asesino a sueldo de la Mafia». Huelga decir que esto provocó una avalancha de periodistas.
Al Smith tenía aspiraciones políticas. Esperaba presentarse a las elecciones para gobernador del Estado, y ¿qué mejor para ello que esta detención, que esta atención mediática? Hay una larga historia de funcionarios de la justicia metidos a políticos que aprovecharon casos célebres para favorecer sus pretensiones políticas; ejemplos evidentes de ello serían los de Rudy Giuliani, que aprovechó sus procesamientos de jefes de la Mafia en el Distrito Sur de Nueva York para hacerse elegir alcalde de Nueva York, y el de Thomas F. Dewey, que aprovechó el célebre procesamiento de Lucky Luciano para llegar a gobernador del Estado de Nueva York.
Aquella mañana, cuando a Richard lo llevaban al juzgado de Hackensack para que se procediera a su detención oficial, a ficharlo, fotografiarlo y tomarle las huellas, se recibió una llamada que anunciaba que la prensa estaba esperando ante las puertas del juzgado, y que Kuklinski debía tener un aspecto «presentable ante los medios». Entonces la furgoneta se detuvo y cinco detectives ayudaron a Richard a bajarse, se cercioraron de que no pareciera demasiado maltratado, y lo sentaron en el asiento trasero de un coche negro de detectives. Ya se había tranquilizado un poco, pero seguía enfadado porque hubieran maltratado a Barbara. Le importaba un comino lo que le hicieran a él, pero poner la mano encima a Barbara, arrojarla al suelo y esposarla, era impensable, nefando, una infamia. No tendría descanso hasta que matara a Buccino. No le importaría morir en el intento; si así tenía que ser, que así fuera.
– Saben que mi mujer es inocente; saben que mi mujer no ha hecho nada -repetía, más para sí mismo que para que lo oyeran los detectives que iban con él en el coche, uno de los cuales era Pat Kane.
– Nadie le ha hecho daño. Tranquilo, Rich, tranquilo -le dijo Kane.
– Está enferma. ¡No había ningún motivo para tratarla así! ¡Ningún motivo!
En vez de llegar con el coche hasta la entrada misma, aparcaron a sus buenos diez metros de distancia para que Richard tuviera que recorrer aquel camino a pie, lo que permitiría la turba de periodistas, productores y fotógrafos atónitos ver bien a aquel asesino en serie gigante que mataba a los seres humanos y los congelaba. Richard no intentó ocultar su ira; bufaba, resoplaba y gruñía como si estuviera a punto de estallar en un ataque de rabia homicida.
– ¿A cuántas personas ha matado? -le preguntó un periodista.
– ¿Es verdad que congelaba a la gente? ¿A cuántos? -le interrogó otro.
– Estos polis han visto demasiadas películas -gruñó Richard, con el rostro como una máscara retorcida de furia mal contenida.
En el interior del juzgado llevaron a Richard a la zona para detenidos, mientras vociferaba quejándose del trato que recibía Barbara. Era lo único que le importaba. Camino del calabozo, vio de pasada a Barbara, que estaba sentada, confusa y asustada, en la sala del departamento de homicidios. Seguía esposada, llorando, alterada. ¿Cómo no iba a estarlo?
– ¡Quitadle las putas esposas! -exigió él-. ¡Ella no sabe nada, es inocente!
Intentó romper las gruesas cadenas que le sujetaban las manos inmensas a la espalda.
– ¡Quitadle las putas esposas! -rugió con tanta furia que los periodistas lo oyeron desde la calle; sus palabras airadas hicieron temblar las paredes. Tuvieron que meterlo en el calabozo entre seis detectives. En circunstancias normales al detenido se le quitan las esposas en este momento, pero nadie estaba dispuesto a quitar a Richard las esposas. Saltaba a la vista que mataría a cualquiera al que pudiera poner las manos encima.
Ahora, como una fiera enloquecida a la que han sacado de pronto de su selva peligrosa, Richard se paseaba por su celda, maldiciendo a todos los policías que veía, retándolos a que le quitaran las esposas.
– ¡Os mataré, cabrones! ¡Os mataré a todos, cabrones! -rugía.
En Dumont, un ejército de policías provistos de mandamientos judiciales inundaron la casa de los Kuklinski. Estaban seguros de que encontrarían un gran depósito de armas, la sala frigorífica donde Richard congelaba a sus víctimas, pero no encontraron ni armas, ni sala frigorífica, ni nada ilegal en absoluto.
Aquella tarde, todos los telediarios de las seis de los Estados Unidos informaron de la detención de Richard Kuklinski. Era la noticia bomba. La noticia de portada. Sobre la base de lo que había contado la Policía a los medios de comunicación, los presentadores contaron a su vez al país que Richard había matado a cinco personas, dando los nombres de George Malliband, Louis Masgay, Paul Hoffman, Gary Smith y Danny Deppner; que usaba cianuro para matar y que había congelado a algunas de sus víctimas para confundir a la Policía sobre la fecha de la muerte; de ahí su sobrenombre, el Hombre de Hielo.
La nación, horrorizada por estos hechos, vio cómo lo conducían hasta la entrada posterior del juzgado, con la cara contraída en una mueca de rabia… una escena que se pasaría una y otra vez por todo el país.
Al día siguiente se contaba la historia con grandes titulares en las primeras planas de los tres grandes periódicos de Nueva York, el Post, el Daily News y el venerable New York Times. La Policía había puesto a Richard el mote perfecto. El Hombre de Hielo era maligno y siniestro, y sencillo al mismo tiempo, ideal para los titulares y para abrir los reportajes. Desde la Costa Este hasta la Oeste, y en todas partes entre una y otra, los estadounidenses se enteraron de las maquinaciones diabólicas del Hombre de Hielo, un asesino a sueldo como no había habido otro. Mataba por placer y mataba para la Mafia. Cuando los medios de comunicación se dieron cuenta de que el Hombre de Hielo estaba casado y tenía hijos, los periodistas y las furgonetas de las cadenas invadieron la calle Sunset, de Dumont, intentando conseguir entrevistas con los vecinos consternados de los Kuklinski, con los hijos de los Kuklinski. El mayor temor de Richard se había hecho realidad con toda su crudeza.
Barbara fue puesta en libertad bajo palabra de presentarse en el juzgado cuando fuera preciso, pero la Policía la acusó de la posesión de la pistola automática del 25 que habían encontrado bajo el asiento del coche, que era el de ella. La Policía sabía que la pistola no era de Barbara, naturalmente, pero la acusaron pensando que aquello podría servir para presionar a Richard más adelante, como así fue. Cuando Barbara llegó a su casa, todavía le temblaban las manos. Una turbamulta de periodistas la rodeó. Tuvo que forcejear con ellos para llegar hasta su casa.
Cuando permitieron por fin a Richard hacer la llamada telefónica a la que tiene derecho todo detenido, telefoneó a Phil Solimene.
– ¡Hola, Philly! ¿Cómo te va? -le preguntó Richard, con voz acaramelada y llena de desdén.
– ¿Rich? -dijo Solimene, asustado-. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás?
– Acabo de salir de la Ruta 80. Voy a hacerte una visita -dijo Richard, y colgó.
Solimene salió corriendo de la tienda como alma que lleva el diablo, con la cara llena de miedo, de pánico y de terror.
Pat Kane estaba en paz por fin. Había hecho lo que se había propuesto. Había tardado casi seis años, pero había vencido. Todo su trabajo y su dedicación habían arrojado sus frutos. Richard Kuklinski estaba en una jaula, donde debía estar. Aunque todavía había mucho trabajo pendiente, aquella noche Pat Kane durmió como un niño, con su mujer en sus brazos.
Era bello vivir.
La vida prometía grandes cosas.
Kane había atrapado al muskie astuto y peligroso.
El 18 de diciembre Richard compareció en el Tribunal Superior de Nueva Jersey ante el juez Peter Riolina y se le acusó oficialmente de diecinueve delitos graves. Allí, Richard vio por primera vez a su bestia negra, el fiscal general adjunto Bob Carroll; y a Richard no le gustó lo que veía. Saltaba a la vista que Carroll conocía los datos y los detalles del derecho y del revés, que había sido él quien había planificado y orquestado la detención de Richard, y que él llevaría la acusación en nombre del Estado. Se acusó entonces formalmente a Richard de los asesinatos de Masgay, Malliband, Hoffman, Smith y Deppner.
Después del breve acto judicial, volvieron a llevar a Richard a un calabozo de los juzgados. Esperaría desde allí el giro inexorable de las ruedas de la justicia, hasta que se juzgara el caso.
Cando Barbara se enteró de las acusaciones que pesaban contra su marido, se quedó consternada. No las creía. A su hija Chris no le sorprendieron en absoluto. De hecho, le parecía que su padre era perfectamente capaz de hacer lo que decía la Policía que había hecho. El hijo de Richard, Dwayne, que ya tenía dieciocho años, también opinaba que su padre era muy capaz de haber hecho aquellas cosas de que lo acusaba la Policía. Dwayne había creído desde siempre que tarde o temprano mantendría algún tipo de enfrentamiento a vida o muerte, y ahora comprendía que un enfrentamiento así habría terminado, sin duda, con la muerte de Dwayne.
Dwayne sentía más que nadie la marca que significaba ser hijo de Richard, ser un Kuklinski. Chris y Meirick ya habían dejado de estudiar, pero Dwayne seguía en el instituto y percibía las miradas raras de curiosidad, veía cómo lo señalaban con el dedo, oía los cuchicheos. Merrick, la favorita de Richard, tampoco se sorprendió al enterarse de lo que decía la Policía que había hecho su padre, pero estaba dolida y muy triste porque su padre estuviera en la cárcel. Por mucho que hubiera hecho, por muy odiosos que fueran los crímenes que le achacaba la Policía, era inocente mientras no se demostrara lo contrario. Merrick lo querría y lo apoyaría y estaría a su lado hasta el final, de todo corazón.
Cuando Richard se enteró de que Dominick Polifrone era un infiltrado, agente de la ATF, y de que había grabado casi todas sus conversaciones, supo que estaba perdido. Si no se producía algún milagro, no saldría jamás de la cárcel, no volvería a ver al luz del día, sería muy fácil que lo condenaran a muerte. Estaba tan enfadado consigo mismo por lo estúpido y crédulo que había sido, que ni siquiera era capaz de mirarse a un espejo sin enfadarse e insultarse: Tonto, idiota, ¿en qué cono estabas pensando?, se decía a sí mismo una y otra vez.
Recorría su celda de un lado a otro. Dirigía maldiciones en silencio al cielo y al infierno, al mundo y a todos sus habitantes.
Richard solía pensar en matar al jefe Bob Buccino, cómo lo torturaría y lo haría sufrir. Ay, cómo deseaba ver sufrir a Buccino, ver cómo se lo comían las ratas. Creía que Kane y Polifrone se habían limitado a cumplir con su trabajo, en términos generales; pero lo de Buccino era otra historia. Creía que había tratado a Barbara de una manera intolerable, propia de un matón, y odiaba a aquel hombre con pasión ardiente. Aún ahora, muchos años después, Richard se enfada, se pone pálido, tuerce los labios, cuando piensa en el jefe Buccino. No sé si ese capullo sigue vivo o si se ha muerto, dijo hace poco; pero si ha muerto, espero que haya sido de una muerte dolorosa. Espero que muriera de cáncer de culo.
Poco después de su detención, Richard decidió no intentar siquiera montar una defensa viable. Su caso era desesperado. Cuando el jurado oyera las grabaciones en las que cavaba su propia tumba, lo declararían culpable sin más. La única cuestión era si lo condenarían a muerte o a cadena perpetua. A él le daba lo mismo lo uno o lo otro. La había jodido a base de bien, y lo sabía, lo aceptaba, no intentaba culpar a nadie más. Sí, era verdad que su «amigo» Phil Solimene lo había vendido, pero él debería haber percibido que pasaba algo, debería habérselo olido, debería haber visto los indicios. Richard nunca había sido persona confiada ni fácil de engañar; pero en esta ocasión se había metido en una trampa que le habían montado cuidadosamente, como un escolar pasmado, sin el menor sentido común, según dice él.
Sabía que, con toda la atención mediática que había recibido el caso, los miembros del jurado tendrían unos prejuicios inevitables, y él estaría más perdido que una bola de nieve en el infierno. Además, a causa de toda la atención que le habían dedicado los medios de comunicación, Richard era el preso más célebre de la cárcel del condado. Otro preso empezó a meterse con él y a hostigarlo cada vez que pasaba ante su celda.
– Hombre de Hielo, y una mierda -le decía-. No eres nadie; no eres tan duro.
Richard se limitaba a sonreír, sabiendo que tarde o temprano pondría las manos encima a aquel tipo. Estaba con un humor de perros, deseoso de matar a alguien, a quien fuera. Un asesinato le sentaría como una aspirina para un dolor de cabeza.
Barbara sentía alivio, en cierto modo, porque Richard ya no estuviera en la casa por fin. Estaba conociendo una nueva paz y tranquilidad por primera vez desde que se había casado con él, según explicó. Desde la detención de Richard, los periodistas se habían pasado varias semanas persiguiéndola a ella y a sus hijos; pero ahora ya venían cada vez menos, gracias a Dios.
Pat Kane se despertaba todas las mañanas con una gran sonrisa. Lo había conseguido. El camino había sido largo y azaroso, pero lo había conseguido.
Se sentía como si diera con la cabeza en las nubes.
El juicio de Richard por los asesinatos de Gary Smith y de Danny Deppner comenzó trece meses después de la detención de Richard, el 25 de enero de 1988. El Estado había decidido que se celebrarían dos juicios; el segundo sería por los asesinatos de George Malliband y de Louis Masgay. Bob Carroll había decidido no juzgar a Richard por el asesinato de Paul Hoffman, porque, al no haber aparecido el cadáver de Hoffman, sería difícil presentar las pruebas; por ello, lo dejó de momento.
El defensor de Richard sería un joven abogado del turno de oficio, Neal Frank. Richard se había declarado insolvente, y el Estado había tenido que proporcionarle un abogado de oficio. Neal Frank, quizá por ingenuidad o por falta de experiencia, creyó que había alguna esperanza, y así se lo dijo a Richard y a Barbara. Pero Richard sabía que no. Le parecía que no tenía la menor posibilidad de salir libre.
Pero Barbara creía a Frank, creía que Richard podría rebatir las acusaciones y volver a su casa. La idea de su vuelta le producía sentimientos contrastados. Por una parte, ya se había librado de él, no estaba sujeta a sus cambios de ánimo volátiles, a su dualidad, a su violencia repentina y extraordinaria. Por otra parte, echaba en falta al Richard bueno.
Con todo, se acostumbró pronto a dormir sola y, según dice, le gustaba.
Neal Frank dijo a Barbara que la familia y ella deberían estar presentes en el juzgado para que las viera el jurado. Era importante que el jurado supiera que Richard tenía una familia querida y que lo apoyaba. Tenían que ver que Richard no era aquel asesino en serie diabólico que había presentado constantemente la prensa. Esta historia del Hombre de Hielo había aparecido ya en centenares de primeras planas de Nueva Jersey y de todo el país.
El magistrado era un personaje severo, imponente, que llevaba gafas de abuelita y se peinaba hacia atrás con gomina el poco pelo gris que tenía, y al que llamaban La máquina del tiempo por su tendencia a dictar las condenas más duras que contemplaba la ley. Se llamaba Fred Kuchenmeister, y solía dar claras muestras del desprecio que le merecían los acusados. Los abogados defensores que comparecían en su tribunal afirmaban que allí los acusados eran culpables mientras no se demostrara su inocencia.
Una vez terminado el proceso de selección de los jurados, el juicio propiamente dicho comenzó el 17 de febrero. Con toda aquella atención de los medios de comunicación, a Neal Frank le había supuesto una labor hercúlea reunir a un jurado imparcial; pero le parecía que había conseguido que el jurado estuviera constituido por personas que atenderían al caso con «amplitud de miras».
Bob Carroll empezó por presentar una acusación muy bien preparada, sólida como una roca. Carroll, y su asistente, Charley Waldron, hombre alto, de cabellos grises, que sabía moverse en un tribunal, hicieron desfilar por la tribuna a una serie de testigos, empezando por Barbara Deppner. También se presentaron Percy House, Richard Péterson, Pat Kane, dos médicos, el jefe Bob Buccino, Jimmy DiVita, la esposa de Gary Smith y Verónica Cisek. Carroll llamó a declarar, incluso, a Darlene Pecorato, una azafata que había alquilado el apartamento de Richie Peterson después de marcharse este. Era el lugar donde Richard había pegado un tiro en la cabeza a Danny Deppner, y Pecorato contó que se había encontrado manchas de sangre en una alfombra al llegar al apartamento, y Paul Smith dijo después que había descubierto manchas de sangre en la tarima, bajo la alfombra. Y, por último, subió a la tribuna Dominick Polifrone. Cuando Dominick pasó ante Richard, este le dijo «Eh, Dom, ¿cómo te va?», sonriente. Richard vio con sorpresa que Dominick seguía llevando aquel peluquín horrible.
El jurado oyó entonces las palabras del propio Richard; unas palabras que abrían de par en par la puerta para condenarlo. Neal Frank intentó hacer creer al jurado que Richard no había hecho más que fanfarronear cuando decía aquellas cosas; pero aquello era difícil de vender, y todos lo sabían.
A lo largo todo el proceso, que transcurría a buen ritmo, Barbara no había creído las acusaciones del ministerio público hasta que oyó las grabaciones de su marido en las que este reconocía abiertamente haber matado a gente con armas de fuego, cuchillos y cianuro. Siguió creyendo que había sido víctima de un montaje hasta que le oyó decir que había congelado a un hombre para confundir a la Policía. Cuando oyó que Richard decía al agente Polifrone lo que había hecho y cómo lo había hecho, el aturdimiento la redujo al silencio. Había sabido desde siempre que Richard era muy reservado. Desde que lo había conocido, hacía veintiséis años, no había sido capaz de sacarle una palabra ni con pinzas; pero ahora le oía reconocer a un policía todo lo que había hecho, cómo lo había hecho, incluso cuándo y dónde.
Barbara sintió el deseo de salir corriendo de la sala. Había comprendido, como herida por un rayo, de que no sabía con quién llevaba casada tantos años. Se sentía engañada, estafada; se sentía como una imbécil despistada. Le daban ganas de ponerse de pie y gritarle: ¡¿Cómo has podido?! ¡¿Cómo has podido?! Pero se quedó allí sentada, inmóvil como una piedra, con la boca entreabierta, oyendo cómo reconocía su marido sus asesinatos como si estuviera hablando de echar de comer a los patos o del color de la corbata que debía ponerse.
Salió de la sala aturdida, sacudiendo la cabeza con desánimo, convencida de que Richard no saldría jamás de la cárcel, de que no volvería a ser libre jamás. Estaba casada con un monstruo, sin saberlo, según explicó recientemente. O sea, yo ya sabía que tenía mal genio, que podía llegar a ser violento; pero no tenía idea de quién era él en realidad ni de lo que hacía. Me sentí… me sentí como si me hubiera caído un rayo… estaba conmocionada, quemada.
Barbara sabía por primera vez con quién se había casado, con quién había tenido tres hijos. La cabeza le daba vueltas al intentar asimilar aquella realidad incomprensible.
Dios mío, se repetía a sí misma, Dios mío, sintiéndose de pronto muy vieja y agotada.
Mientras Richard estaba en la cárcel, Merrick se había casado con su novio, Mark (Richard sufrió mucho por no haber podido hacer de padrino de Merrick). Tuvo un hijo y se presentó religiosamente en la sala de audiencias llevando en brazos al niño, al que llamó Sean. Neal Frank había dicho que aquello podía conmover al jurado, haciéndolo «más comprensivo», si es que esto era posible; pero Barbara pensó que las posibilidades eran ínfimas. Estaba segura de que ningún jurado del mundo podría ser comprensivo. Leía claramente en los ojos de los miembros del jurado el terror que tenían a Richard. Cuando Barbara terminó de escuchar las cintas, supo que Richard no saldría jamás de la cárcel.
Después de las cuatro semanas de testimonios orquestados cuidadosamente, seguidos de los alegatos de Carroll y de Frank, y de las recomendaciones del magistrado, el jurado emprendió las deliberaciones.
A petición de Richard, Frank no había presentado ninguna defensa. Se negó a salir a la tribuna. Sabía que todo intento de testificar no serviría más que para destapar la caja de Pandora. Según dijo hace poco: Si salía a esa tribuna, Carroll me habría hecho trizas… me habría abierto un culo nuevo.
Richard estaba harto de todo aquello. Conocía el resultado inevitable, y no quería más que acabar de una vez. El jurado solo tardó cuatro horas en declarar a Richard culpable de todos los cargos. Pero no recomendaban la sentencia de muerte, para sorpresa de Richard. Aquello era lo que había esperado desde el principio, estaba dispuesto para ello. Esto se debía a que no había testigos de vista de los asesinatos de Deppner y de Smith.
A Neal Frank le pareció que había conseguido su objetivo, había salvado la vida a Richard. Este sabía que ahora tendría que pasarse el resto de su vida en la cárcel, un castigo que para él era mucho más duro que la sentencia de muerte. Por primera vez desde su niñez en Jersey City, tendría que hacer lo que le decían, cumplir los reglamentos y las reglas estrictas que le marcaba el Estado. Para él, esto era anatema.
Después del juicio, Neal Frank, hombre alto y apuesto, peinado con raya a la derecha, emprendió amplias negociaciones con Bob Carroll y la fiscalía general. Se debatía la acusación de posesión de un arma contra Barbara y otra denuncia por posesión de marihuana contra Dwayne Kuklinski. Dwayne llevaba a unos amigos a sus casas después de una fiesta y un agente de la Policía estatal le dio el alto. Cuando el agente advirtió que se trataba del hijo de Richard Kuklinski, hizo bajar del coche a Dwayne y a sus tres amigos, encontró que uno de estos llevaba encima algo de marihuana y, cosa increíble, acusó de posesión de drogas a Dwayne, y no al chico que llevaba la droga encima.
Para que se levantaran estas acusaciones que pesaban contra Barbara y contra su hijo, Richard accedió de buena gana a declararse culpable de los asesinatos de George Malliband y de Louis Masgay. Ya sabía que pasaría el resto de su vida en la cárcel, y no quería más que acabar de una vez, que su familia pudiera seguir viviendo su vida.
Richard volvió a comparecer ante el juez Kuchenmeister el 25 de mayo de 1988. Según lo acordado, se declaró culpable de los asesinatos de George Malliband y de Louis Masgay. Cuando el juez le preguntó por qué había matado a Malliband, Richard dijo: «Fue… todo fue por cuestión de negocios». Richard hizo entonces que Frank leyera ante el tribunal una breve declaración en la que pedía disculpas a su familia (y a nadie más) por lo que les había hecho sufrir. Acto seguido, el juez condenó a Richard a dos penas de cadena perpetua; una por los asesinatos de Smith y de Deppner, y la segunda por los de Masgay y Malliband.
Richard, impenitente, con la cabeza alta, con los hombros erguidos, desafiante, con aire de poderío y de invencibilidad, de «que os jodan», fue conducido fuera de la sala y al lugar donde pasaría el resto de su vida, la prisión estatal de Trenton, en la población del mismo nombre, en Nueva Jersey. Casualmente, el hermano de Richard, Joseph, que también estaba condenado a cadena perpetua por el asesinato de Pamela Dial, estaba preso en la misma cárcel. Stanley y Anna habían creado a dos asesinos, y los dos habían terminado con cadenas perpetuas y en una misma cárcel.
Todos los periódicos de Nueva Jersey y de Nueva York publicaron en primera plana la noticia de la sentencia de Richard, con fotos suyas y resúmenes macabros de sus crímenes.
La historia triste y violenta de Richard Kuklinski había terminado de una vez… o eso parecía.
Pero el relato de la vida de Richard, de lo que le habían hecho, de lo que había hecho él, no había hecho más que comenzar.
UN productor de cine ambicioso llamado George Samuels se enteró del caso extraordinario de Richard Kuklinski por medio de un amigo suyo que trabajaba en la fiscalía general de Nueva Jersey. Pensando que a la cadena de televisión por cable HBO podía interesarle un documental sobre los crímenes de Richard, Samuels se puso en contacto con el abogado de Richard, Neal Frank, quien lo escuchó y, en último extremo, lo puso en contacto con Barbara.
Barbara había llegado a apreciar a Frank y a tener confianza en él, de modo que accedió a reunirse con Samuels y a escucharlo. Samuels, un sujeto bajito, algo calvo, muy hablador, le hizo promesas de todo tipo, y Barbara accedió a dejarse entrevistar ante las cámaras, a contar parte de su vida con el ya tristemente célebre Hombre de Hielo.
El problema era que Samuels no jugaba limpio y ejercía de chivato para la fiscalía general. Las autoridades creían que Richard había cometido, en realidad, muchos más crímenes de los que le habían achacado (¡gran verdad!), y esperaban que Samuels pudiera hacer hablar a Richard de otros asesinatos de los que ellos no sabían nada. Según razonaban, Richard no tenía nada que perder, y quizá pudiera abrirse y aclarar algún homicidio pendiente de resolver.
Richard ya llevaba cuatro años en la cárcel. En términos generales, había aprendido a aceptar su suerte. No se metía en los asuntos de nadie, seguía una política de vivir y dejar vivir. La verdad es que Richard era, interior y exteriormente, duro como una piedra. Sabía que el Estado solo podría aplicarle un verdadero castigo si él consentía que su encarcelación lo hiciera sufrir; de modo que no estaba dispuesto a consentirlo.
Lo que sí que le producía mucha pesadumbre era la pérdida de su querida familia… de su Barbara; de su Lady. En general, no se permitía a sí mismo pensar en ellos; pero, cuando lo hacía, le afectaba. Sentado en el camastro de su celda, se echaba a llorar. Jamás lloraba delante de nadie. Como sabía que moriría en la cárcel, que solo saldría de allí muerto, propuso a Barbara que se divorciaran. Aquello era muy duro para él, era de las cosas más duras que había hecho en su vida; pero, según dice, quería que Barbara siguiera haciendo su vida y, con la intervención de la división de Servicios Sociales de la prisión estatal de Trenton, Richard se divorció de Barbara. Aquel fue un momento dolorosísimo para él; pero firmó con estoicismo los papeles sin consentirse a sí mismo pensar en ello, imaginarse a Barbara con otro hombre. Richard había tenido siempre la capacidad sorprendente de confinar sus emociones, y eso fue lo que hizo entonces. Pero seguía queriendo a Barbara más que nunca. Le escribía cartas todos los días. Le decía cuánto la quería, cuánto la echaba de menos; le decía una y otra vez cuánto sentía todo lo sucedido.
Barbara no solía responder a sus cartas. Había llegado a la conclusión de que era «un monstruo». Un monstruo que la había engañado, que le había mentido y que se había aprovechado de ella.
La celda de Richard en el módulo de alta seguridad de la prisión estatal de Trenton mide un metro ochenta por dos metros cuarenta; es demasiado pequeña, con mucho, para un hombre de su tamaño; pero él se ha acostumbrado, según dice. En la celda hay un retrete, un catre de metal fijo a la pared de acero y cubierto con un colchón delgado, y un lavabo;y eso es todo. Tiene un televisor pequeño y puede oír la radio con auriculares siempre que quiera. Ya no se pasea de un lado a otro de la celda ni se mira al espejo para maldecirse. Ha aceptado su suerte en la vida, su destino.
Parece, cosa rara, que a Richard le ha sentado bien la cárcel. Nunca ha tenido un aspecto mejor. Se dejó una gruesa perilla canosa, está fuerte y robusto y camina con flexibilidad de movimientos y con aire de autoridad. Todos, presos y guardias, saben quién es, y nadie se mete con él. Consiguió un destino en la biblioteca jurídica de la cárcel; se dedica a entregar libros en préstamo y a recogerlos. El horario de las prisiones estatales de todo el país es siempre el mismo. Para llevar bien una cárcel es indispensable que se siga un horario regular, para que los presos sepan que existe un plan ordenado, un régimen fijo al que tienen que ceñirse. El desayuno se sirve a las 6.30 de la mañana, el almuerzo a las 11.30, la cena a las 4.30. A los presos que tienen destinos se les permite salir de sus celdas para ir a trabajar. Al principio, Richard no quería saber nada del trabajo, pero acabó por comprender que no podía quedarse sentado en su celda, pudriéndose, y optó por sacar el mejor partido posible de la situación.
Es notorio que las cárceles son lugares peligrosos, pero casi nadie está dispuesto a tener roces con el Hombre de Hielo. A Richard ha llegado a gustarle su mote; le parece muy adecuado, pues sabe que, en efecto, él es como el hielo. Desde su adolescencia era capaz de matar a un ser humano o de torturar animales sin el menor reparo. Todavía no sabe si esta tendencia suya era innata o si la adquirió, pero sabe que es muy diferente de las demás personas, y eso le gusta. Está orgulloso de ello.
Richard sigue pensando en su padre, sigue lamentándose de no haberlo matado. Considera que si existió algún factor que contribuyera especialmente a convertirlo en el Hombre de Hielo, ese factor fue sin duda Stanley Kuklinski. No es que yo pretenda echar la culpa de nada a nadie, pero me convirtió en un hijo de perra malvado, eso se lo digo yo.
Joseph, el hermano de Richard, se hundió cada vez más en la enfermedad mental. Cuando llegó Richard a la cárcel, su hermano ya llevaba preso unos dieciocho años. Hablaba solo constantemente, solía hablar a otros presos, e incluso a los guardias, de la niña que había matado. Estaba orgulloso de aquello. Había perdido casi todos los dientes. Tenían que obligarle a la fuerza a bañarse y a ducharse. Cuando se duchaba, lo hacía con la ropa puesta. A lo largo de los años se había «casado» con varios hombres en la cárcel, y habían tenido que operarlo varias veces del recto por la frecuencia y la brutalidad con que lo habían sodomizado.
Richard no quería saber absolutamente nada de su hermano. No había olvidado nunca lo que había hecho Joseph, y todavía le guardaba el rencor. De vez en cuando se cruzaban, y Richard hacía como si su hermano fuera invisible, como si para él fuera transparente como un cristal. A Joseph tenían que tenerlo en la unidad de Atención Especial. Según explicó hace poco el guardia Silverstein, de la prisión de Trenton, solía atrapar cucarachas, las secaba, las machacaba, las mezclaba con serrín y astillas de lápiz y se las fumaba liándolas en papel higiénico.
Joseph dijo a Silverstein que estaba casado con la niña que mató, que era su esposa. Cuando un funcionario fue a hablar con Joseph de su posible libertad condicional futura, este se bajó los pantalones y se burló del funcionario. Joseph no quería salir de la prisión; quería morir en la cárcel, y lo consiguió en el invierno del 2003. Cuando Richard se enteró de que su hermano había muerto, se alegró. Seguía considerando a su hermano un violador, un asesino de niños, y no era nada para él. Ni en la vida ni en la muerte, según dijo hace poco.
Richard sigue odiando a los violadores con furor. La primera vez que tuvo problemas en la prisión estatal de Trenton fue porque otro preso de su módulo estaba condenado por violación, y Richard le dijo que lo dejara en paz, que si se acercaba a él «te romperé todos los huesos de tu puto cuerpo miserable».
Recibir una amenaza de Richard es una experiencia desconcertante, terrible. El violador corrió a contar a un guardia lo que le había dicho Richard, y a este lo castigaron, lo confinaron en solitario durante cierto tiempo. A él no le importó. Nada le importa. Se ha convertido en un verdadero Hombre de Hielo. Cuando volvió al módulo, el violador ya no estaba, lo habían trasladado a otro módulo. Por suerte para él.
Richard accedió a que Samuels lo entrevistara ante una cámara. Como Samuels estaba trabajando como agente al servicio de la fiscalía general, sin que Richard lo supiera, le otorgaron fácilmente acceso a Richard en la cárcel.
Samuels no había entrevistado nunca a un asesino frío semejante a Richard, y estaba fuera de su elemento, como pez fuera del agua. A Richard no le gustó desde que le puso los ojos encima. Le pareció condescendiente, arrogante y lleno de juicios de valor.
Samuels hizo un encuadre ceñido de la cara inquietante de Richard y empezó a hacerle preguntas sobre sus crímenes, sobre el asesinato. Cosa extraña: en estas imágenes, Richard parece estar perfectamente, sano como una manzana, con buen color, descansado y relajado. De hecho, ahora tiene mejor aspecto que cuando lo detuvieron. Da la impresión de haber estado jugando al golf en un club de campo, en vez de encerrado en una austera cárcel de máxima seguridad. Hace poco, al preguntarle a que se debía esto, dijo que era por su actitud.
No voy a consentir que puedan conmigo, dijo. Jamás.
Richard pasó varios días hablando de asesinatos, no de buena gana y siempre delante de la cámara. Pero no tardó en darse cuenta de que los detectives de la Policía estatal de Nueva Jersey lo estaban viendo desde una habitación próxima en un pequeño monitor y escuchaban todo lo que decía, hasta indicaban a Samuels las preguntas que debía hacer (Richard advirtió que de la cámara salía un segundo cable que pasaba por debajo de una puerta cerrada), y esto le disgustó de verdad. Sabía que lo que decía era para que lo viera el público; lo que le hizo enfadar fue que Samuels no le hubiera dicho que había unos detectives fisgando e indicándole las preguntas. Samuels estaba intentando engañar a Richard, tomarle el pelo, y la ira de Richard se hacía cada vez más evidente. Empezaba a torcer los labios hacia la izquierda. La cara se le puso pétrea. Sentía deseos de ahogar a Samuels, de partirle el cuello, de matarlo; pero se forzó a sí mismo a mantener la calma y dijo a Samuels, en general, lo que este quería oír. Samuels no tenía idea de lo cerca que había estado de morir a manos de Richard. Según dijo el propio Richard, le habló de estos nuevos asesinatos porque no tenía nada que perder.
Samuels entrevistó después a Barbara. La entrevista tuvo lugar en el estanque de Demarest donde Richard y ella solían ir a echar de comer a los patos. A Barbara no le gustaba aparecer ante la cámara, se sentía incómoda hablando de su relación con Richard, pero lo hizo. Contó lo amable, lo considerado y lo exageradamente romántico que había sido; dijo que no había tenido idea de los actos de violencia que estaba cometiendo. «Lo que hizo va en contra de Dios y de los hombres, y a mí todavía me cuesta mucho asumirlo», dijo.
Samuels consiguió que Pat Kane, Dominick Polifrone y Bob Carroll le prometieran entrevistas. Después, aprovechando los muchos artículos que se habían publicado en primera plana sobre Richard, y varios artículos del New York Times, consiguió reunirse con Sheila Nevins, directora de la sección de documentales de la HBO.
Nevins vio las entrevistas realizadas a Richard y advirtió inmediatamente lo singular y prometedor que era. Contrató a Samuels para desarrollar el proyecto, que asignó a la productora Gaby Monet, de la HBO.
Gaby Monet era una cineasta profesional que ya había producido varias obras bien recibidas. Se reunió con Samuels, este le presentó lo que tenía, y los dos prepararon juntos el aspecto general que tendría el reportaje y salieron a entrevistar a Bob Carroll, a Dominick Polifrone, a Pat Kane y al forense Michael Badén (que había declarado como testigo de cargo en el juicio de Richard). Con estas entrevista y una serie de reconstrucciones preparadas cuidadosamente, Gaby Monet se puso a trabajar varias semanas en la sala de montaje y ultimó un documental sobrecogedor y apasionante titulado Las cintas del Hombre de Hielo: Conversaciones con un asesino (The Ice Man Tapes: Conversations with a Killer).
A los directivos de la HBO les gustó mucho el trabajo de Gaby Monet. Era interesante, apasionante y muy original. Producía escalofríos a cualquiera que lo viera. Conversaciones con un asesino resultaba tan imponente por el tono natural y sincero con que Richard hablaba de la violencia y de los asesinatos que había cometido. No fanfarroneaba ni se jactaba de nada; no estaba orgulloso de lo que habia hecho. Se limitaba a contarlo tal como era, tal como había sucedido y como lo había visto y sentido él, con voz tranquila, despreocupada, con la cámara en un encuadre muy cerrado de su rostro, frío como el hielo. No obstante, al final, cuando Richard hablaba de su familia, se le acumulaba la emoción y se esforzaba por contener las lágrimas. «He hecho daño a las únicas personas del mundo que significaban algo para mí», decía con voz de amargura, con lágrimas en los ojos de color de cuero. Era una faceta del Hombre de Hielo que no se había visto hasta entonces. La HBO aprobó el proyecto y lo anunció, y se emitió por primera vez en noviembre de 1999.
Richard Kuklinski se convirtió de la noche a la mañana en una superestrella del homicidio. Aunque solo había contado una parte muy pequeña de lo que había hecho, esa parte pequeña bastó para llamar la atención de los estadounidenses. Conversaciones con un asesino fue muy bien recibida por la crítica y por el público. El New York Times lo alabó por «su originalidad estremecedora».
De pronto, Richard Kuklinski, de Jersey City, había llegado a ocupar un puesto distinguido en el panteón de los homicidas célebres. La HBO empezó a recibir gran cantidad de correo de los espectadores, que en su mayor parte alababan Conversaciones con un asesino, aunque algunos preguntaban a la HBO por qué estaban «idealizando a un asesino a sangre fría».
La respuesta de Gaby Monet fue que Richard Kuklinski era un personaje tan singular, hablaba de la violencia y de los asesinatos con una sinceridad y una autoridad tan candorosas, que en cierto modo era un deber para con el público enseñar al mundo un atisbo de su vida.
Richard recibía en la cárcel millares de cartas, de admiradores de los asesinatos, criminalistas, forenses, periodistas y productores de documentales. Geraldo Rivera fue a la cárcel con intención de entrevistar a Richard; este no quiso verlo. Oprah Winfrey intentó hacerlo figurar en su programa; Richard se negó. También recibió, cosa rara (sobre todo para él) muchas cartas de amor de docenas de mujeres de todo el mundo que querían tener relaciones con él. Muchas mujeres le enviaban, incluso, fotografías. En algunas, las remitentes aparecían desnudas, exhibiendo abiertamente todos sus encantos. Estas fotos repugnaban a Richard. Las tiraba inmediatamente. Según explicó recientemente: Una mujer que envía una foto de sí misma desnuda en una carta a un desconocido es una cerda.
Al parecer, Richard no se daba cuenta de que para aquellas mujeres él no era ningún desconocido, por lo sincero y lo candoroso que había sido en Conversaciones con un asesino. Era el «chico malo» por antonomasia; por lo tanto, el afrodisíaco por antonomasia para algunas. Casi nada.
Una tenía las piernas tan abiertas que se le veían las amígdalas, contó hace poco, torciendo el gesto.
El documental Las cintas del Hombre de Hielo: Conversaciones con un asesino tuvo un éxito tan abrumador, que Sheila Nevins y la HBO decidieron realizar un segundo documental de una hora sobre Richard. George Samuels no participaría en este segundo proyecto; de hecho, Richard hasta se negaba a estar con él en una misma habitación.
Por entonces, Gaby Monet, una mujer intensa, de pelo oscuro y ojos de sabiduría reposada, apreciaba mucho a Richard. Desde la emisión del primer documental habían mantenido muchas conversaciones telefónicas, y Gaby había llegado a considera a Richard un hombre increíblemente interesante que podía decir muchas cosas sobre un tema que pocas personas conocían tan bien como él: el asesinato. En cierto sentido, era el Einstein del asesinato.
Así se realizó en la prisión estatal de Trenton la segunda serie de entrevistas, dirigidas esta vez por la propia Gaby Monet. En esta ocasión, y dado que ya no se contaba con la colaboración de la fiscalía general, no resultó tan fácil acceder a la prisión con el equipo de filmación; pero la HBO consiguió hacer valer ciertos contactos, y Gaby Monet pudo realizar a lo largo de seis días una serie de entrevistas a Richard mucho más reveladoras y sinceras.
Este segundo documental se tituló El Hombre de Hielo: Secretos de un asesino a sueldo de la Mafia, y en él aparecía un Richard mucho más relajado y abierto, que contó al mundo por primera vez algunos de los asesinatos que había cometido para la Mafia. Ya no tenía la carga y la tensión que había producido Samuels al entrevistarlo, y Richard, tranquilo y casi recatado, contó cómo había asesinado con una escopeta al detective Peter Calabro, del Departamento de Policía de Nueva York. Fue una revelación monumental. Richard dijo que cuando había realizado aquel asesinato no sabía que la víctima era policía (lo cual era cierto). «Pero lo habría hecho igual», añadió.
Secretos de un asesino a sueldo de la Mafia se emitió en diciembre del 2001, y también fue recibido con alabanzas y con críticas. Fue bien acogido en general, aunque algunos críticos se preguntaron si era adecuado presentar al público las reflexiones siniestras de un asesino frío. Como dijo cierto crítico, «hay cosas que es mejor callarlas».
En cualquier caso, los índices de audiencia de Secretos de un asesino a sueldo de la Mafia llegaron a las nubes. Fue uno de los programas con mayor éxito de audiencia de toda la historia de la HBO. La cadena volvió a recibir gran cantidad de cartas que alababan el valor de haber sacado a la luz las palabras de una persona como Richard. Este recibía en su celda centenares de cartas cada semana. Le escribían todavía más mujeres que le enviaban fotos y le preguntaban si podían verse con él.
Secretos de un asesino a sueldo de la Mafia tuvo un éxito tan resonante, que los directivos de la HBO decidieron realizar un tercer reportaje sobre Richard. Esto no tenía precedentes: ningún asesino había sido objeto de tanta atención en toda la historia de la televisión; pero a la HBO le parecía que Richard era tan singular, tan pintoresco y tan auténtico, tan espeluznante, que estaba justificado realizar un tercer documental. En este aparecería Richard hablando con un psiquiatra forense, y su título lógico sería El Hombre de Hielo y el siquiatra. La HBO contrató al conocido psiquiatra Park Dietz para que entrevistara a Richard.
Pero a estas alturas la fiscalía general de Nueva Jersey se había interesado de nuevo por Kuklinski. Al fin y al cabo, habían asesinado en Nueva Jersey al detective Peter Calabro, y se enviaron detectives de la fiscalía a la prisión estatal de Trenton para que hablaran con Richard y vieran qué podían sacar en claro del asunto.
El agente Robert Anzalotti era un joven de aspecto agradable y cara de niño que, casualmente, había sido compañero de instituto del hijo de Richard, Dwayne. Anzalotti era un investigador tenaz, pero con modales agradables y conversación fácil, que nunca se tomaba a sí mismo
demasiado en serio. Estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Lo enviaron a la cárcel para ver si podía conseguir que Richard dijera quién había ordenado la muerte de Calabro. El compañero de Anzalotti era Mark Bennul, estadounidense de origen asiático, callado e introspectivo, que decía poco pero se enteraba de todo.
Cuando los dos detectives se presentaron en la cárcel, Richard se negó a verse con ellos. A esas alturas ya no quería tener nada que ver con policías, ni mucho menos si eran de la fiscalía. Le sorprendía que la Policía no se hubiera presentado antes a hacer preguntas. Dijo al guardia de la prisión que si los dos detectives querían hablar con él, debían ponerse en contacto con su abogado, Neal Frank. Ellos así lo hicieron, y el detective Anzalotti dijo a Frank que querían hablar con él del asesinato de Peter Calabro. Frank comunicó a Richard esta solicitud por teléfono.
– ¿Debo hablar con ellos? -preguntó Richard a Frank.
– Depende de ti, Rich. La decisión está en tus manos.
Richard, movido por la curiosidad, accedió a verlos; y así se abrió una nueva caja de Pandora, una caja de Pandora llamada Sammy Gravano, el Toro.
Por entonces, Richard ya era el preso más célebre de la prisión estatal de Trenton, o incluso de todas las cárceles del país. Todos, hasta los guardias, se habían acostumbrado a llamarlo Hombre de Hielo, cosa que a él le agradaba. También le gustaba la fama que había alcanzado. Le parecía que recibía el reconocimiento que merecía por ser el hombre «fuera de lo común» que era.
Efectivamente, Richard se había convertido, gracias a los reportajes de la HBO, en uno de los asesinos más tristemente célebres de los tiempos modernos. La HBO había emitido varias veces al mes los reportajes que había realizado sobre Richard, y cada vez eran más las personas que se quedaban atónitas, consternadas y horrorizadas (pero siempre interesadas) con las palabras estremecedoras y la actitud estremecedora de Richard. Ahora, millones de personas de todos los Estados Unidos habían visto, oído y conocido a Richard Kuklinski. Sus crímenes, lo que decía, se estaban volviendo legendarios. Espectadores de todo el mundo veían a Richard, ya que los programas de la HBO se emiten en toda Europa y en partes de Asia y de América del Sur.
Richard Kuklinski se había convertido, en cierto sentido, en el Mick Jagger del asesinato.
Cuando Richard se reunió por primera vez con Anzalotti y Bennul, estaba callado y reservado. Pero Rob Anzalotti tenía unos modales muy agradables. Su juventud y su rostro infantil inspiraban confianza, y cuando Anzalotti dijo a Richard que había sido compañero de instituto de Dwayne, que habían estado en la misma clase, Richard se le abrió. Según explicó Richard hace poco: Yo no estaba dispuesto a decirles ni una mierda; pero cuando me enteré de que Anzalotti había ido al instituto con mi hijo, en cierto modo lo vi como si fuera mi hijo. Le… le tomé afecto, y le conté el golpe de Calabro.
Los dos detectives, impresionados, escucharon el relato de cómo se asesinó a Peter Calabro aquella noche de febrero, fría y de nieve. Anzalotti ya había consultado él expediente del caso, y percibió inmediatamente que Richard conocía determinados datos y detalles que solo podía conocer el verdadero asesino. Cuando Anzalotti preguntó a Richard quién había encargado el golpe, Richard se negó a decírselo a no ser que le ofrecieran alguna inmunidad. Sabía que por haber matado a un policía podía caerle encima la pena de muerte. Con todo lo que a Richard le desagradaba la cárcel, a estas alturas incluso le parecía mejor que la muerte. Anzolotti habló con su jefe, y este accedió a consentir que Richard se declarara culpable del asesinato de Peter Calabro, por lo que recibiría otra pena de cadena perpetua. Intervino Neal Frank; se llegó a un trato, y Richard volvió a sentarse a hablar con Anzalotti y Bennul, y contó por primera vez que Sammy Gravano había encargado aquel asesinato; que Gravano y él se habían reunido en el aparcamiento y habían acordado un precio; que Gravano había entregado a Richard la escopeta y la foto de Calabro. Richard no sentía ninguna obligación de lealtad hacia Gravano. Sabía que Gravano había realizado un trato con los federales para testifiar contra John Gotti y muchos otros mafiosos. Consideraba a Gravano un chivato, un canalla rastrero, y no tuvo ningún reparo en contar a los policías que Gravano le había contratado, abriendo así la posibilidad de que a Gravano lo juzgaran por la muerte de un policía.
– Ahora me doy cuenta de que ese cabroncete se estaba aprovechando de mí -contó Richard a Anzalotti y a Bennul-. Acudió a mí porque él no quería matar a un policía, porque no quería que ninguno de los suyos matase a un policía. Ahora me doy cuenta de ello, pero entonces no, claro está. Claro: que el tonto del polaco mate al poli El tonto del polaco… y una leche.
«La verdad es que lo habría hecho en cualquier caso, aunque él me hubiera dicho que se trataba de un policía; pero no me lo dijo, y debería haberlo dicho.»
La fiscalía general de Nueva Jersey, provista de esta información, se planteó la posibilidad de presentar cargos contra Gravano por haber ordenado el asesinato de Peter Calabro. Puede que Calabro fuera un policía corrupto; era seguro que colaboraba con la Mafia; pero, con todo, era policía, y lo habían asesinado en Saddle River, Nueva Jersey.
Cuando Sammy Gravano decidió testificar contra John Gotti, los fiscales generales del Distrito Sur de Nueva York se llevaron una alegría, estuvieron a punto de salir bailando a Times Square. Tenían tantos deseos de atrapar a John Gotti, que estaban dispuestos a realizar con Gravano un trato que no solo permitiría a este pasar solo unos pocos años en la cárcel, sino quedarse con todo el dinero que había reunido a lo largo de toda su vida criminal. El único problema era que Gravano había reconocido haber matado personalmente a diecinueve personas. Estaba claro que Gravano era un hombre muy peligroso, un peligro claro y y tangible, una verdadera amenaza para la sociedad, un asesino frío y despiadado; pero los federales seguían dispuestos, impacientes, al parecer, por otorgarle la libertad, por dejarlo suelto en la sociedad, con tal de que les permitiera atrapar a John Gotti.
El trato era una perita en dulce para Gravano, por así decirlo. Se estaba enfrentando a la posibilidad de pasarse el resto de sus días en la cárcel; o, en el mejor de los casos, cumplir la pena mínima por un ase-
sinato, de siete a diez años; pero el Gobierno Federal optó por concederle la libertad y dejarle conservar su fortuna mal adquirida, con tal de que colaborara con ellos: una verdadera infamia. Si un Gobierno, en algún momento de la historia, hizo un pacto con el demonio, fue sin duda en esta ocasión, con toda su crudeza, a plena luz del día.
Gravano salió obedientemene a declarar en el juicio de Gotti, vestido con un elegante traje azul oscuro, y contó al jurado y a todo el mundo con voz firme y creíble los crímenes que había cometido alegremente con Gotti, entre los cuales destacaba el asesinato cuidadosamente trazado de Paul Castellano y Tommy Bilotti ante el Asador de Sparks.
Es cierto que Richard Kuklinski ya estaba en la cárcel, pero Gravano se olvidó, por algún motivo, de contar al Gobierno que Richard Kuklinski había formado parte del equipo que había dado ese golpe, que Richard había matado a Tommy Bilotti por encargo expreso de Gravano.
Si Gravano no dijo nada, fue porque lo acusarían a él mismo de complicidad directa en el asesinato de un Policía, de Peter Calabro. Gravano sabía que si señalaba a Kuklinski como participante en la muerte de Bilotti, Richard contaría a las autoridades que había asesinado a Calabro por veinticinco mil dólares con una escopeta que le había entregado Gravano para tal efecto.
Gravano sabía que si salía a relucir que él había encargado el asesinato de un policía, aunque se tratase de un policía corrupto, el Gobierno no estaría dispuesto de ningún modo a hacer ningún trato con él.
Pero se rumoreaba que Gravano sí había contado a los federales, en efecto, lo relacionado con la muerte de Calabro, y que estos habían decidido silenciar el asunto, echarle tierra, sabiendo que no podrían realizar jamás ningún trato con un tipo que había matado a un policía. Si hacían tal cosa, las consecuencias serían tremendas, estallaría un escándalo que haría temblar los cimientos mismos del Departamento de Justicia, tanto por la reacción del público como por la de los estamentos policiales.
Como dijo el agente Anzalotti hace poco en respuesta a las preguntas de un periodista, «La verdad saldrá pronto en la colada».
El 27 de septiembre de 1998, Sammy Gravano, el Toro compareció en Brooklyn ante el juez federal Leo Glasser para recibir su sentencia.
Gravano ya había testificado en docenas de juicios, acarreando condenas a cuarenta mafiosos, entre los cuales destacaba, por supuesto, John Gotti.
El juez Glasser, citando las palabras de diversos agentes policiales, puso a Gravano por las nubes, diciendo: «Ha hecho usted el acto más valeroso que he visto en mi vida», y pronunció una sentencia que suponía prácticamente su puesta en libertad: en total, cinco años. Era la pena por haber participado, reconocidamente, en la muerte de diecinueve seres humanos. Muchos policías y ciudadanos opinaron que aquello era una verdadera burla a la justicia. Las familias de las víctimas de Gravano celebraron una conferencia de prensa airada y se quejaron amargamente de lo que había hecho el Gobierno. La hija de Eddie Garofalo dijo: «Este tipo me quitó a mi padre, nos lo quitó. Es un asesino malvado, brutal, pero el Gobierno le va a permitir salir en libertad. Es un escándalo. Es descorazonador. Es un pecado. ¿Cómo han podido cometer este ultraje? ¡Sammy Gravano es un monstruo! Es un animal. Tiene que estar en una jaula, como el animal que es. No puedo dormir por las noches pensando que Gravano quedará libre después de haber matado a mi padre y a todos los demás. ¡Es un ultraje!».
Varios meses más tarde, Sammy Gravano salió en libertad, en efecto, de una cárcel federal después de haber cumplido cinco años de prisión. Nunca se le acusó de haber encargado el asesinato de Peter Calabro. Se perdió de vista rápidamente en el amplio seno del programa federal de protección a testigos, donde lo localizó el escritor Peter Maas, que escribió un libro de éxito sobre Gravano titulado Underboss (Subjefe). Muchos dijeron que debió titularse El tipo con más suerte del mundo.
Gaby Monet, junto con el psiquiatra forense Park Dietz y un equipo de filmación de la HBO se presentaron en la prisión estatal de Trenton para rodar el tercer documental en el que aparecería Richard Kuklinski. Por entonces, Richard había engordado por su vida sedentaria. No hacía ejercicio ni salía al patio; pero seguía siendo fuerte como un toro y muy peligroso. Llevaba ya más de diez años en la cárcel. Se había acostumbrado a vivir en la cárcel, la había aceptado como su hogar permanente, como el lugar donde moriría. Ya no aceptaba visitas de ningún miembro de su familia. No quería que Barbara ni sus hijas tuvieran que ser registradas al entrar por las guardias; por eso, dejó de acceder a que lo visitaran.
Richard, algo más amable y suave que otras veces, se sentó con el doctor Park Dietz y habló por primera vez en su vida con un psiquiatra forense que ya se había entrevistado con otros asesinos en serie. Dietz, hombre alto, reservado, de ojos azules penetrantes, había trabajado con diversos cuerpos policiales del país, entre ellos la unidad de Ciencia de la Conducta del FBI, y había hablado con Jeffrey Dahmer, con John Wayne Gacy y con otros asesinos en serie tristemente célebres, y aparecía con frecuencia en programas informativos para hablar del fenómeno, todavía mal estudiado, del asesinato en serie.
Richard había cambiado claramente. Ahora solía hacer bromas, era abierto, amistoso, reflexivo, incluso humilde. Ya no era taciturno ni tenía la cara de piedra con que había aparecido en los dos primeros reportajes de la HBO. Una buena parte de este «nuevo Richard» se debía al trato amable y delicado que le había dado Gaby Monet. Richard había llegado a apreciarla. Confiaba en ella y la consideraba una amiga; quizá la única amiga de verdad que había tenido en su vida. También Gaby apreciaba bastante a Richard. Dijo de él hace poco: «Richard es único. Es listo, encantador, alegre, y sabe contar relatos de manera cautivadora. Tiene una faceta muy agradable; y doy gracias al cielo de que esta haya sido la única faceta suya que he llegado a conocer».
Cuando Richard llego a la cárcel pesaba 132 kilos. Ahora pesaba unos 145; pero seguía moviéndose con facilidad y con agilidad de felino. Tenía la cara notablemente más llena, con algo de papada. También tenía arrugas que no había tenido antes. Estaba claro que la cárcel había dejado su huella en Richard.
A lo largo de seis días, Dietz pasó un total de trece horas haciendo a Richard preguntas afiladas, penetrantes, sobre su violencia, preguntas que Richard respondió con sinceridad sobrecogedora. Ahora resultaba todavía más atrayente por su carácter más abierto y por su disposición a expresar sus verdaderos sentimientos sobre los asesinatos que había cometido, sobre su infancia, sobre cómo torturaba a los animales, sobre su fría falta de empatia hacia las personas a las que mataba, torturaba, disparaba, acuchillaba y envenenaba. Hablaba de los asesinatos como podría hablar un cocinero famoso de los ingredientes de diversas recetas. Habló abiertamente de su padre, de la violencia que había sufrido a sus manos, de la violencia que había sufrido a manos de su madre. Dietz percibía con claridad que no pretendía buscar una excusa ni culpar a nadie del camino que había seguido él en la vida; se limitaba a contar con sinceridad lo que había sufrido de niño, lo que había visto, lo que había sentido, el odio que guardaba en la cabeza.
Cuando Richard habló a Dietz de los tres hombres que había matado en Carolina del Sur cuando volvía de Florida, Dietz le preguntó:
– ¿Le parece que el que aquel hombre le cortara el paso era como para matarlo?
A Richard no le gustó aquella pregunta ni cómo se la había formulado Dietz. Tuvo la sensación de que Dietz lo estaba juzgando, que le hablaba con rechazo, y se aprecia clararamente la reacción de Richard ante la cámara, cómo la ira le puso la cara del color de una fresa madura.
– Ya me ha hecho usted enfadar -dijo Richard; y se quedó mirando a Dietz con ojos fríos, desapegados, mortales. Si las miradas mataran, Dietz habría caído redondo allí mismo. Después de que transcurrieran lentamente varios segundos de tensión, se pusieron a discutir lo que había molestado a Richard de la pregunta de Dietz; y Richard reconoció que se debía a que Dietz lo había hablado con rechazo, lo había juzgado.
– ¿Como su padre, quizá? -le sugirió Dietz.
– Ni más ni menos que mi padre -asintió de buena gana Richard; y contó a continuación que seguía lamentando no haber matado a Stanley.
Muchos opinan que este tercer documental es el más apasionante de todos, porque en él aparece un Richard mucho más abierto y relajado; y el mundo pudo presenciar al poco tiempo otros sesenta minutos de Richard contando cómo mataba a la gente y cómo se deshacía de sus cadáveres, cómo descuartizaba a las personas con cuchillos y sierras y las tiraba por pozos de mina, con lo que impresionó y horrorizó a espectadores de todo el mundo. Al final del reportaje, Dietz dijo a Richard que tenía mucha ira acumulada por lo que le había hecho su padre. Elemental, mi querido Watson.
Richard lo escuchó con amabilidad, comportándose como un perfecto caballero, muy distinto del hombre que había sido cuando lo habían metido en la cárcel.
– Interesante -dijo Richard con aire reflexivo.
En sus conversaciones con los detectives Robert Anzalotti y Mark Bennul sobre el asesinato del detective Peter Calabro, Richard había llegado a sentirse cómodo y en confianza con ambos, sobre todo con Anzalotti, y empezó a hablarles de más asesinatos que había cometido en Nueva Jersey y que nunca se habían achacado a él. Los detectives advirtieron que recordaba los lugares y las fechas con una precisión increíble.
Anzalotti y su compañero comprobaron y volvieron a comprobar todo lo que decía Richard, y todo resultó ser cierto, y los dos detectives consiguieron aclarar gracias a Richard doce asesinatos que no habían quedado resueltos hasta entonces, entre ellos el de Robert Pronge, más conocido por Mister Softee.
– En general, casi todo lo que decía era cierto -refirió Anzalotti hace poco-: dónde había matado a las personas, el calibre del arma…
En diciembre de 2004 Richard compareció ante el tribunal superior del condado de Bergen y se declaró culpable del asesinato del detective Peter Calabro y del asesinato de Robert Pronge, y recibió una condena más a cadena perpetua. Aquel día estaba también en la sala la hija de Peter Calabro. Tenía cuatro años cuando mataron a su padre. Quería hablar con Richard, quería que este le explicara por qué había matado a su padre; pero Anzalotti no se lo consintió. Richard, por su parte, habría querido hablar con ella, decirle que no había sido una cosa personal, que si no lo hubiera hecho él lo habría hecho otro.
«Tonto es el que hace tonterías», según las palabras inmortales de Forrest Gump, y lo que hizo con su libertad Sammy Gravano (héroe de la lucha contra el crimen del Gobierno federal, hombre que había merecido las alabanzas encendidas de docenas de fiscales federales) fue una tontería.
¡Una gran tontería!
Gravano acabó viviendo en Arizona, donde abrió una empresa de mudanzas y se puso a vender a escolares la droga popular llamada éxtasis. No solo se metió él mismo en aquel negocio sórdido, sino que metió en él a su familia: a su esposa y a su hijo Gerald. Gravano fue a juicio, lo declararon culpable y lo sentenciaron a veinte años. Había sido el chico modelo del programa de protección a testigos del Gobierno federal, y había acabado aprovechando su libertad inmerecida para vender drogas a los chicos.
«Tonto es el que hace tonterías», desde luego.
Cuando la fiscalía general de Nueva Jersey consideró que tenía pruebas irrevocables contra Gravano por su complicidad en el asesinato con una escopeta del detective Calabro, y tenía preparada la acusación en su contra por el asesinato, los detectives Robert Anzalotti y Mark Bennul volaron a Arizona y detuvieron a Gravano por este homicidio.
Muchos miembros de la fiscalía general de Nueva Jersey, y entre ellos, desde luego, los detectives Anzalotti y Bennul, creen que el Gobierno federal conocía el papel que había desempeñado Gravano en la muerte de Calabro, pero lo había ocultado, y piensan demostrarlo en un tribunal. Naturalmente, Richard será el testigo de cargo principal contra Gravano. Al escribir estas líneas, se ha establecido la fecha del juicio en el verano de 2006, y tendrá lugar en el tribunal superior del condado de Bergen, el mismo tribunal donde se juzgó a Richard, se le declaró culpable y se dictó su sentencia.
A principios de abril de 2005, el abogado de Gravano, Anthony Ricco, fue a visitar a Richard en la prisión estatal de Trenton. Richard asegura que Ricco le ofreció doscientos mil dólares para que no testificara contra Gravano.
Por su parte, Anthony Ricco asegura que fue Richard quien le ofreció desentenderse del caso a cambio de doscientos mil dólares. De momento, todavía no ha quedado establecido si alguno de los dos propuso, en efecto, un soborno. Pero Anthony Ricco tuvo que dejar de representar a Gravano porque ahora está convocado en calidad de testigo a favor de Gravano en el juicio de este por el asesinato de Peter Calabro.
Richard sigue alojado en el módulo de alta seguridad de la prisión estatal de Trenton. Para controlar su humor variable recibe dosis diarias de Ativan y de Paxil, una por la mañana y otra por la noche. En general, estos medicamentos lo dejan plácido y amable.
Richard hace todas las comidas compartiendo mesa con tres tipos de la mafia, todos ellos capitanes y todos condenados a cadena perpetua. Suelen contarse batallitas sobre los tiempos en que eran libres, las mujeres que conocieron, la comida estupenda que comían, los lugares maravillosos que vieron, sus aficiones, sus entretenimientos, los errores que cometieron para acabar en la cárcel.
Para Richard no sale el sol ni se pone. Desde su celda minúscula de la prisión estatal de Trenton no ve el exterior, no ve el cielo, ni el amanecer ni la puesta del sol. No sale nunca al aire libre. La vida, para él es una rutina monótona que no cambia casi nunca o nunca. Cuando le preguntaron hace poco si se lamentaba de algo, dijo:
– Quisiera haber seguido otro camino en la vida, haber sido un buen marido y un buen padre; pero eso… eso no estaba escrito en el libro del destino.
Barbara Kuklinski vive con su hija Chris y con John, hijo de Chris, en el sur de Nueva Jersey. Barbara no ha vuelto a casarse. Padece una grave artritis de la columna vertebral y sufre dolores constantes. Su enfermedad le impide trabajar.
Cuando Barbara habla de su vida con Richard, todavía le tiemblan las manos y se enfada. Dice que se lamenta de haber conocido a Richard. Según explicó hace poco:
– Cuando Richard estaba de buen humor, era el mejor marido que puede tener una mujer. Cuando estaba de mal humor, era indescriptiblemente cruel. Ya me he acostumbrado a estar sola. Tengo a mis hijos, a mis nietos, y son las únicas personas de este mundo que significan algo para mí. Estoy muy agradecida de tenerlos.
Chris Kuklinski sigue guardando rencor a su padre por lo que este le hizo. Lo único que lamenta es que no lo detuvieran antes.
– Siempre supe que podía ser malo, ¿sabe? -dice-. Quiero decir, que lo veía, que me crie viéndolo; pero no me imaginé nunca que era… que era un monstruo frío, un asesino a sueldo de la Mafia. Está donde tiene que estar -añade, sacudiendo la cabeza-. Creo que hasta él mismo lo sabe.
El hijo de Richard, Dwayne, no piensa mucho en su padre. Es feliz. Tiene un buen trabajo de electricista y se va a casar con su novia de siempre, para crear un hogar y tener familia propia.
Merrick Kuklinski echa mucho en falta a su padre; sigue queriéndolo mucho. Salta enseguida en su defensa, está dispuesta a hacer notar cómo la vida estuvo en su contra desde el primer momento.
– No es que pretenda excusarlo -dijo hace poco-. Pero la verdad es que mi padre no tuvo la menor oportunidad. Si se tiene en cuenta lo que tuvo que pasar, la infancia que tuvo, tampoco es tan de extrañar que saliera como salió. Yo lo quiero, lo quiero con toda mi alma y de todo corazón. Fue, para mí, un padre maravilloso. No olvidaré jamás cómo estuvo siempre a mi lado, cómo ayudaba a los niños enfermos y pobres en los hospitales donde solía estar ingresada yo de niña. No era capaz de ver sufrir a un niño sin saltar a ayudarle, sin correr en su ayuda para hacer algo. Yo le vi llevar comida, juguetes y ropa a niños que no conocía, sin que se lo pidieran siquiera. ¡Ningún otro padre hacía eso! No era ningún Hombre de Hielo. Era un hombre cariñoso, generoso, con un corazón grande y caluroso como el Sol. Para mí, mi padre fue el hombre más bueno y más generoso que he conocido en mi vida. Me iré a la tumba pensando esto mismo. Lo quiero mucho…
Pregunté a Richard hace poco qué quería decir para rematar esta
historia, su historia, y él dijo:
– Quisiera que me recordaran como a un buen hombre, no como al Hombre de Hielo.
Después de reflexionar, Richard añadió:
– Me hicieron así. Yo no me hice a mí mismo. No tomé nunca la decisión de ser así, de estar en este lugar. Sí, desde luego que hubiera querido que mi vida hubiese seguido otro rumbo, haber tenido estudios y un buen trabajo, pero nada de eso estaba escrito para mí en el libro del destino. Soy lo que soy, y la verdad es que me importa un comino lo que piense nadie de mí.
Esto dijo Richard Kuklinski, el Hombre de Hielo, natural de Jersey City, Nueva Jersey, hijo segundo de Anna y Stanley Kuklinski.