Segunda Parte

BARBARA

15

Bambi conoce al Hombre de Hielo

Barbara Pedrici era una muchacha americana de origen italiano de dieciocho años, de pelo negro, ojos de color avellana intenso y nariz aguileña de forma perfecta. Medía un metro setenta y ocho, se sentía satisfecha de sí misma, tenía un aire natural de riqueza y de persona superior.

El padre de Barbara había llegado a Nueva Jersey procedente de la ciudad de Venecia, en el norte de Italia. Su madre era natural del hermoso puerto de Nápoles. Barbara acababa de terminar el bachillerato y no estaba segura de lo que quería hacer. Acariciaba la idea de estudiar en la escuela de Bellas Artes para hacerse pintora, pero a su madre eso le parecía «una pérdida de tiempo» y quería que Barbara buscara un trabajo, encontrara a un hombre, se casara, tuviera hijos. Hasta se ofreció a regalar a Barbara un coche si no estudiaba. Barbara se negó.

Barbara y su madre no se llevaban bien. Barbara era hija única; sus padres se habían divorciado cuando ella tenía dos años. A ella la había criado la Nana Carmella (la madre de su madre), y su tía Sadie, hermana de su madre. Las dos adoraban a Barbara, le daban siempre lo que ella quería y cuando lo quería. De modo que Barbara se había vuelto algo mimada; desde edad temprana se había acostumbrado a que le dieran todo lo que querían. Jamás le habían negado nada. Lo único que tenía que hacer era pedirlo y seguir pidiéndolo hasta que era suyo.

La madre de Barbara, Genevieve, era una mujer fría, austera, muy chapada a la antigua, como comentaba la propia Barbara hace poco. Genevieve no solía sonreír, no daba grandes muestras de afecto. Trabajaba duro, de costurera en una fábrica en North Bergen, y parecía que nunca tenía tiempo ni para una palabra amable para su única hija. Era como si en realidad no hubiera querido nunca tener hijos, y su hija fuera una molestia que le había caído en la vida.

Pero Barbara estaba muy unida a su abuela y a su tía Sadie. Sadie estaba mala del corazón y no podía trabajar, y dedicaba toda su vida a cuidar a Barbara, a mimar a Barbara, a procurar que Barbara tuviera todo lo que quería. Tanto Carmella como Sadie eran calurosas y efusivas, mientras que Genevieve era fría y reservada… más bien distante.

Barbara era una persona popular y sociable y tenía un sentido del humor seco y sarcástico. Le encantaba la música, ir de tiendas, ir al cine con sus amigas. Hacía una vida muy protegida; no había salido nunca de Nueva Jersey (salvo para visitar a su padre, en Florida) y no sabía absolutamente nada del mundo del que procedía Richard Kuklinski.

Aquel otoño, Barbara acompañó a su amiga Lucille, que había respondido a un anuncio de oferta de trabajo para una secretaria publicado por la empresa de transportes Swiftline. Mientras Barbara esperaba a su amiga en la recepción de las oficinas de la empresa, el propietario de la misma, Sol Goldfarb, la vio y se acercó a ella.

– Eres igual que mi hija -le dijo.

– ¿No me diga? -dijo Barbara, y se pusieron a hablar. Él le explicó que su hija era sordomuda.

– Vaya, lo siento -dijo Barbara. Él la invitó a pasar a su despacho. Goldfarb era un hombre alto, atractivo, de pelo y ojos negros, que vestía bien. Trabajaba mucho, le iba bien en los negocios, ganaba mucho dinero. Le impresionó tanto Barbara y el parecido a su hija, que le ofreció allí mismo un trabajo en contabilidad, que ella aceptó. Aunque Barbara no tenía la menor experiencia en el trabajo de oficina, aprendía pronto, era muy inteligente y, además, capaz de dominar a conciencia todo lo necesario. Siempre había sacado buenas notas sin gran esfuerzo. Aquel era su primer trabajo de verdad. Le gustaba ganarse su propio dinero, entrar en el mundo del trabajo, tener responsabilidades de persona adulta, y gozaba de la independencia que le proporcionaba aquello.

En la empresa había una máquina de refrescos, y fue allí donde Barbara se encontró por primera vez con Richard Kuklinski. Se saludaron, se sonrieron, y se volvieron al trabajo. Volvieron a coincidir en el muelle de carga, cruzaron algunas palabras sobre el tiempo. Aquello lo desencadenó todo. El señor Goldfarb los vio hablar y no le gustó. Fue a hablar inmediatamente con Barbara y, con interés paternal, le advirtió que no se acercara a Richard.

– Mira -le dijo-, sé que eres una buena muchacha, una muchacha inocente. No te trates con ese tipo. Es un bruto; está casado y tiene hijos.

– Ah, si yo no… -explicó ella, consternada-. Si solo hemos hablado del tiempo, ¿sabe?

– Bueno, vale, eso está bien. Pero no te acerques a él.

– Claro… por supuesto, vale -dijo ella, algo sorprendida. No había pensado en absoluto en Richard; la idea de entablar relaciones con él ni le había entrado en la cabeza. Todo habría acabado aquí, sin duda, si Goldfarb no lo hubiera llevado más lejos. Acto seguido, hizo llamar a Richard a su despacho y le dijo:

– Mira, Kuklinski, no quiero que se trate con el personal de oficina, ¿de acuerdo?

– Perdone, ¿de qué me está hablando? -preguntó Richard.

– De Barbara. No se acerque a ella.

Esto pilló completamente desprevenido a Richard. Ni siquiera había pensado en insinuarse a Barbara. No era su tipo. El ni siquiera había conocido nunca a una chica como ella, a una buena chica de una buena familia, por así decirlo.

Richard, siempre desafiante, siempre pendenciero, dijo:

– Estamos en un país libre, ¿sabe? La gente tiene derecho a hablar con quien quiera.

– Si lo veo hablar con ella otra vez, está despedido -dijo Goldfarb.

Aquello fue como una bofetada para Richard, que lo miraba con cara de sorpresa.

– Quédese el puto trabajo y métaselo por ese culo solemne -dijo Richard, haciendo ese suave chasquido por el lado izquierdo de la boca, con la cara enrojecida.

– Salga de esta empresa -dijo Goldfarb, poniéndose de pie.

Si Goldfarb hubiera sabido que estaba hablando con un psicópata furioso con todas las de la ley, no cabe duda que no habría adoptado un tono tan agresivo. Richard mataba a gente por mucho menos.

– Me debe dinero -dijo Richard.

– Vuelva más tarde y le darán su dinero. Fuera de aquí.

Richard le echó una mirada larga y penetrante.

– Volveré -dijo; y se marchó.

Richard había pensado matar a Goldfarb aquella misma noche. Lo seguiría hasta su casa y lo mataría a golpes ante la misma puerta. ¿Quién coño se había creído que era? Nadie hablaba así a Richard Kuklinski. Goldfarb había firmado su propia sentencia de muerte sin saberlo.

Richard volvió a las cuatro de la tarde para cobrar su dinero. Mientras esperaba a que le prepararan el cheque, Barbara salió de su despacho para sacar una coca-cola de la máquina. Richard le dijo que lo habían despedido por hablar con ella.

– ¿Cómo? -dijo ella, incapaz de creerse aquello, e incluso de comprenderlo.

– Me han despedido por hablar contigo -respondió él.

Barbara se sintió fatal. Ella sabía que el pobre hombre no había hecho nada malo, ni siquiera la había invitado a salir con ella.

– Lo siento mucho -le dijo-. Voy a hablar con él ahora mismo. Voy a hacer que te devuelvan el trabajo. Esto es injusto.

– No tiene importancia. Olvídalo. En todo caso, aquí no estaba a gusto.

– Vaya, me siento culpable.

– No te preocupes.

– Dice que me parezco mucho a su hija. Estoy seguro de que es por eso.

– Que se vaya al infierno… el muy cerdo.

– ¿Quieres que nos tomemos un café más tarde? -dijo Barbara, que quería ser amable con Richard porque lo habían despedido por hablar con ella, porque había perdido su medio de vida por su culpa, según creía ella.

– Sí, claro; me gustaría -dijo él.

– Vuelve a las cinco. Te espero fuera, ¿vale?

– Vale -dijo, apreciando que Barbara hubiera estado dispuesta a dar la cara por él, que quisiera esperarlo a la puerta misma de la empresa. Recogió su cheque y se marchó.

Si Barbara hubiera sabido quién era en realidad Richard, que era un verdadero lobo con piel de cordero, no cabe duda que se habría echado a correr huyendo de él, que no habría querido tener nada que ver con él. Pero lo que sucedió fue que se arregló después del trabajo, se peinó, se puso un poco de maquillaje y salió a esperar a Richard a la puerta de la empresa de transportes Swiftline.

El peor error de mi vida, diría años más tarde, sacudiendo todavía la cabeza con incredulidad. Debí haber puesto pies en polvorosa; pero, en vez de ello, salí a la puerta como un cordero al matadero.

Richard era alto y excepcionalmente apuesto, tímido y respetuoso, pero no era el tipo de Barbara, y era demasiado mayor para ella; pero, a pesar de todo, aquel día ventoso de otoño se fueron a tomar café, tuvieron una conversación agradable. Él le abría las puertas, era educado hasta la exageración, incluso se pasaba de caballeroso. Barbara creyó (equivocadamente) que podía controlarlo con facilidad, cosa que no le gustó. A ella le gustaban los hombres fuertes, los hombres que tomaban el mando de la situación. Pero, en cualquier caso, después de haber tomado café, él se ocupó de que llegara a su casa a salvo. Se empeñó en llevarla. La llevó hasta la casa donde vivía ella con su madre y su abuela. La tía Sadie los había dejado, ahora vivía ahí cerca con su marido, Harry. Richard preguntó a Barbara si le apetecería ir a ver una película.

– Claro, de acuerdo -dijo ella, con la inocencia y los ojos de pasmo de una cervatilla sorprendida de pronto por los faros de un coche que se le echa encima a toda velocidad. De un coche que venía del infierno y que llevaba al volante al mismo diablo.

16

Posesión

Aquel sábado Richard se presentó por la tarde en casa de la Nana Carmella. Saludó a la madre y a la abuela de Barbara sintiéndose tímido e incómodo. Lo consideraron bastante agradable, no cabía duda que era alto y apuesto, pero era demasiado mayor para Barbara, y no era italiano. Fueron al cine allí cerca, en North Bergen, vieron Godzilla y varios dibujos animados, uno de ellos de Casper, el fantasma simpático. Barbara dijo de pasada a Richard que le gustaba Casper. Después de la película fueron a tomarse unas pizzas y se sentaron a hablar. Barbara seguía sintiéndose culpable porque Richard había perdido su trabajo por su causa.

– No te preocupes -le dijo él, y lo decía en serio.

Richard estaba absolutamente impresionado con Barbara. Le parecía que era toda una señorita, educada, bien hablada y muy divertida. Siempre estaba haciendo bromas que hacían reír a Richard, cosa bien difícil. Barbara no tenía ninguna intención de tener un romance con Richard. Sí que le parecía que era muy atractivo, que tenía una sonrisa encantadora, unos ojos interesantes de color de miel. Pero estaba casado, tenía hijos… y era demasiado mayor para ella, no era su tipo.

El le dijo que, en realidad, su matrimonio iba muy mal; que no veía casi nunca a su mujer ni a sus hijos; que se iba a divorciar: en esencia, todo aquello era verdad, y Barbara se lo creyó, le tomó la palabra. ¿Por qué no iba a creerlo? Richard no tenía ningún motivo para mentir. Además, Barbara no había conocido nunca las mentiras ni los engaños en su corta vida. Eran cosa ajena a ella. Cuando salieron de la pizzería, Richard no olvidó abrirle la puerta y se apresuró a abrirle también la portezuela del coche, un Chevrolet viejo. Cuando llegaron ante la casa de la Nana Carmella, no intentó darle un beso de despedida, era demasiado tímido para eso. Ella le dio las gracias por la velada y entró en la casa, sin saber si volvería a verlo.

En el camino de vuelta a Jersey City, Richard no podía dejar de pensar en Barbara, en su sonrisa, en sus ojos encantadores, en el contraste de su cabello oscuro con su piel clara. Era como si lo hubieran hechizado, como si Cupido le hubiera clavado una flecha, una flecha especialmente puntiaguda. Richard solo había conocido hasta entonces «mujeres de bar». Mujeres de vida airada, putas y perdidas, como las consideraba él. También había conocido a muchas mujeres casadas que follaban como conejas en celo cuando no estaban sus maridos, dice él.

Richard había llegado a considerar que la mayoría de las mujeres (incluida su propia madre, desde luego) eran unas putas. No olvidaría jamás la imagen de su madre tirándose al vecino de al lado, un tipo desaliñado que tenía tres hijos, en plena tarde. Aquella imagen de su madre desnuda con las piernas muy abiertas, con los pies en todo lo alto, la tenía grabada a fuego en su mente extraña.

Pero Barbara no; ella era distinta; era buena e inocente, pura como la nieve recién caída. Llegó a la conclusión de que la quería. Estaba dispuesto a revolver cielo y tierra para conseguirla. Pero ¿cómo? se preguntaba. ¿Cómo conseguir que ella se prendara de él? No tenía gran cosa que ofrecerle. He aquí el dilema. Pero quería tenerla, poseerla, hacerla suya.

Pero ¿cómo?

Aquella noche, en cuanto Barbara entró en su casa, su madre empezó a ponerle pegas a Richard: era demasiado mayor para ella; vivía en Jersey City; parecía un hombre tosco; no era italiano. Este último era el mayor de sus pecados. La Nana Carmella no tenía nada que decir. Si a Barbara le gustaba, a ella le parecía bien. Pero la tía Sadie sí que tuvo mucho que decir. Contrató a un detective privado para que le diera informes de aquel tal Richard Kuklinski, de Jersey City.


Era el domingo por la mañana, hacía un día muy frío para estar en otoño. A Barbara le gustaba quedarse hasta tarde en la cama los domingos. Seguía dormida del todo cuando su madre la sacudió para despertarla, con cierta premura.

– Ese hombre con quien saliste anoche está aquí -dijo, evidentemente nada contenta.

– ¿Aquí? ¿Dónde?

– ¡Abajo!

– ¿Richard? -Sí.

Barbara, sorprendida hasta la consternación, salió de la cama, se arregló y bajó. Se encontró a Richard sentado en el cuarto de estar. Se levantó de un salto en cuanto la vio. Llevaba en la mano izquierda un gran ramo de flores, y en la derecha un muñeco de peluche blanco: Casper, el fantasma simpático.

Barbara, sin habla, aunque conmovida, se quedó inmóvil, con la boca entreabierta. Ningún chico le había dedicado nunca tales atenciones. ¿A qué venía todo aquello?

– Lamento mucho haberte despertado -dijo él-. No pretendía…

– No… no tiene importancia. Es todo un detalle -dijo, tomando las flores y el muñeco de Casper mientras sonreía educadamente.

Richard no había cortejado a una chica en su vida y no tenía idea de cómo se hacía, de lo que estaba bien hecho y de lo estaba mal. Barbara le ofreció café y puso las hermosas rosas en un jarrón. También era la primera vez: ningún chico le había regalado flores nunca.

A Genevieve le saltaba a la vista que aquel tipo polaco de Jersey City, que, como era bien sabido, era un sitio indeseable lleno de malhechores, andaba detrás de su hija… de su única hija; y aquello no le gustaba. Su hija era una buena chica, virgen… ¿cómo se atrevía aquel tipo a aparecer un domingo por la mañana, temprano, con flores y con ojos de enamorado? Genevieve creía que un hombre crecido como era él solo buscaba una cosa, el sexo, y eso no lo iba a conseguir de su hija, de su Barbara.

Genevieve trataba a Richard con frialdad e indiferencia, y Barbara comprendió que era mejor sacarlo de la casa, apartarlo de su madre, lo antes posible. Se duchó y se vistió, y Richard y ella salieron. Fueron a la plaza Journal, de Jersey City, una de las principales zonas comerciales, llena de bonitos cines con fachadas modernistas, el Loews y el Stanley, y de muchas tiendas agradables. Almorzaron en un restaurante italiano llamado Guido y se pasearon por las anchas calles mirando los escaparates y charlando.

Richard se sentía muy cercano a Barbara, como si la conociera de mucho tiempo. Por algún motivo inexplicable… confiaba en ella. Aquel día hasta hablaron de sexo, y Barbara le dijo que era virgen y que se sentía orgullosa de ello. Aquello dejó a Richard verdaderamente estupefacto. ¿Cómo era posible que una chica tan atractiva, tan sexi y tan deseable, fuera todavía virgen? Pensó que aquello no tema sentido, y se lo dijo.

– Bueno, pues lo soy -dijo ella con firmeza, molesta porque él había dudado de su palabra; pero en realidad sí que la había creído, y aquello le hizo quererla todavía más. Estaba más seguro que nunca de que era verdaderamente una buena chica, una persona en la que podría confiar. Vieron otra película, Éxodo, de Otto Preminger, y Richard volvió a llevar a Barbara a su casa. Esta vez intentó darle un beso de despedida, pero ella no se lo consintió. Tampoco lo invitó a pasar a la casa, pues quería mantenerlo apartado de su madre.


Aquel lunes, cuando Barbara salió del trabajo, Richard la estaba esperando en la puerta, y le traía flores otra vez.

Esto la pilló desprevenida, la dejó… algo intranquila. No habían quedado, pero ahí estaba él, empeñado en llevarla a su casa; y, naturalmente, ella tuvo que subirse a su coche; al fin y al cabo, él solo pretendía ser amable. ¿Cómo iba a negarse? Había quedado con una amiga para ir juntas a la tienda de discos, pero ahora tendría que dejarlo.

Barbara explicó hace poco: Si yo hubiera tenido algo de sentido común, habría visto entonces el aviso del cielo y habría puesto fin a aquello. Pero no había conocido nunca a nadie como Richard… tan… tan atento, y no tenía ningún punto de referencia, en realidad.

Barbara fue con Richard a la tienda de discos de North Bergen, y él se empeñó en comprarle los discos que quería. Ella quiso pagar, pero él no se lo consintió.

– Deja, quiero pagar yo -le dijo él.

Cuando la llevó a su casa, la Nana Carmella los vio y lo invitó a pasar y a cenar con ellas. Barbara tuvo que aceptarlo, aunque tenía la sensación de que se le estaba imponiendo la presencia de Richard. Genevieve se pasaba el día trabajando y no tenía verdadera afición a la cocina, pero la abuela Carmella era una gran cocinera y les sirvió una berenjena a la palmesana, nada extraordinario, pero Richard manifestó con entusiasmo lo mucho que le gustaba.

A Genevieve no le encantaba precisamente que estuviera allí… sabía lo que andaba buscando; pero lo toleraba y lo trató con relativa cortesía. Después de cenar tomaron unos pasteles que había hecho la Nana Carmella, se sentaron en el cuarto de estar y vieron el programa de Sid Caesar; todos salvo Genevieve se reían con ganas. Aunque Richard era tímido y no sabía cómo comportarse, sentía una extraña tranquilidad, se sentía como en casa. Nunca en su vida había tratado con una familia que no fuera gravemente disfuncional, y admiraba el calor de hogar que había en casa de Barbara. Quería tener él eso mismo. Nada le impediría tener a Barbara… tener su propia familia con Barbara.

Llegó a considerar a Barbara como un medio valioso para alcanzar un fin; estaba seguro de que ella podría enseñarle una cara de la vida de la que él no sabía nada. También estaba seguro de que podría conocer el amor verdadero si hacía suya a Barbara. No es que viera en ella a una mujer inteligente e independiente; la veía, más bien, como una posesión en potencia, como una cosa que podía adquirir, poseer y controlar, como un trofeo que se cuelga en la chimenea. Como un trofeo valioso que todos admirarían.

Externamente, Richard era el perfecto caballero, de palabra suave, educadísimo… por dentro se agitaba como un volcán, estaba decidido a tener y a poseer a Barbara Pedrici, costara lo que costara. Su esposa, Linda, estaba olvidada. Era cosa del pasado.


Todos los días, cuando Barbara salía del trabajo, Richard estaba allí. Ella se acostumbró enseguida a su presencia, de tal modo que llegó a darla por supuesta, a aceptarla; no le decía que tenía otros planes; no le decía que quería ir de tiendas con sus amigas, salir y hablar con las chicas y pasarlo bien con ellas. No quería herir sus sentimientos. En realidad, Richard ni siquiera le daba ocasión de protestar; se limitaba a estar siempre allí, con esa cara guapa suya y esos ojos intensos de forma de almendra, con flores, con su sonrisa tímida y solitaria, con sus modales educados. ¿Cómo iba a decirle ella que no? ¿Cómo iba a resistírsele? De hecho, empezó a apreciar su atención constante. Al fin y al cabo, era un hombre de más edad, atractivo, que evidentemente estaba loco por ella, y ella se sentía… bueno, se sentía halagada. Aquellas atenciones y aquella admiración le alimentaban el orgullo; ninguna amiga suya tenía un tipo mayor, muy guapo, que estuviera a su servicio, siempre ahí, abriéndole las puertas, educado, un caballero atento y considerado que pretendía agradar.

Poco a poco, Barbara iba apreciando más a Richard. Su labor de seducción daba sus frutos. Ahora le dejaba besarla; de hecho, ella le devolvía los besos… con pasión. Pero nada más. Se negaba a acostarse con él. Su madre le había advertido muchas veces a lo largo de los años que no tuviera relaciones sexuales nunca, nunca, antes de casarse. Aquello se lo habían inculcado a Barbara desde que era niña.

Pero cuanto más se resistía a las súplicas apasionadas de Richard, más la deseaba él. Tenía que poseerla. Empezó a burlarse de Barbara sobre el tema de la virginidad, le decía que si no quería acostarse con él era porque en realidad no era virgen, porque quería «ocultar la verdad». Al principio lo decía en broma, jugando con ella; pero cuanto más lo negaba ella, más se burlaba él, y más la retaba a enseñárselo. A demostrarlo.

Barbara, que era una joven de carácter fuerte e independiente por naturaleza, cedió por fin a los ruegos de Richard, más para hacerlo callar y demostrarle que era virgen que por cualquier otra cosa. La primera vez que tuvieron relaciones íntimas fue en un motel de Jersey City, y la experiencia no resultó especialmente agradable para Barbara. De hecho, le hizo daño. Pero Richard había llegado a la cima del Everest, y Barbara le había demostrado allí, en el motel, que era virgen, en efecto, pues allí estaba su sangre para demostrarlo. Por esto, Richard la deseó todavía más. Barbara era la única virgen que había conocido, y estaba empeñado en hacerla suya.

Estaba empeñado en casarse con ella.

17

La tía Sadie

Sadie, la tía de Barbara, era más una madre para ella de lo que lo había sido nunca Genevieve. Genevieve, fría y distante, no era persona de trato fácil. No parecía que apreciara a nadie. Iba a trabajar, volvía a su casa, comía, veía un poco la televisión y se iba a acostar: aquella era su vida, aquello era la vida para ella.

La tía Sadie, por su parte, era abierta, cálida y amistosa; le encantaban las películas; le encantaba la ópera; le gustaba salir; tenía ese carácter generoso y efusivo que es propio del sur de Italia. También era una mujer astuta y ladina, como también suelen serlo los italianos del sur, los napolitanos. Si Barbara, que sin duda era para ella más que una sobrina, una hija, quería tratarse con aquel hombretón polaco, a ella no le importaba. Pero la tía Sadie quería saber algo más de él… quién era, de dónde salía, cuál era su familia. Siempre que salía a relucir su familia, Richard cambiaba de tema. Sadie se preguntó por qué, y tomó la resolución de enterarse. Su hermano Armond era policía a tiempo parcial en North Bergen y, por mediación suya, Sadie localizó a un investigador privado que, cobrando los honorarios correspondientes, fue a Jersey City y a Hoboken y empezó a husmear y a hacer preguntas sobre Richard Kuklinski.

No tardó mucho tiempo en enterarse de que Richard era jugador, de que hacía daño a mucha gente, de que asaltaba camiones, de que tenía un genio terrible, de que tenía problemas con el alcohol y con el juego, y de que estaba relacionado con el crimen organizado. ¡Hasta le llegaron rumores de que Richard había matado a gente en riñas repentinas en los bares, o por dinero! Mamma mia! Richard no tenía antecedentes policiales, pero tenía fama de tipo peligroso: era un pendenciero, un malhechor que llevaba encima pistola y cuchillo. Armond resumió todo esto a Sadie. Esta, consternada, mandó inmediatamente a Armond a hablar con Richard, decidida a poner fin a aquella relación antes de que llegara más lejos. Armond encontró a Richard en un bar de Jersey City y le dijo que tenía que hablar con él.

– Claro -dijo Richard, desconfiando al ver que Armond había venido de pronto a Jersey City a hablar con él-. ¿Qué querías decirme?

– Barbara es una buena chica… -empezó a decir Armond.

– Sí; ya lo sé. Por eso me gusta -dijo Richard.

– Mira, me he enterado de todo lo tuyo, Richard. Sé quién eres. Y yo… la familia y yo queremos que no te acerques a Barbara.

– No me digas -dijo Richard, contrayendo los labios, entrecerrando los ojos.

– Exacto -le dijo Armond, haciéndose el duro.

– ¿Y si no, qué pasa? -le preguntó Richard.

– No será bueno para ti -dijo Armond.

– ¿Me estás amenazando? ¿Me estás amenazando, Armond?

– Te estoy diciendo que dejes en paz a Barbara. Es una buena chica.

– Mis intenciones hacia ella son completamente honradas.

– Estás casado y tienes dos hijos. ¿Cómo van a ser honradas?

– Me voy a divorciar.

– Ella no es para ti.

– ¿Quién lo dice?

– Yo. Lo digo yo. La familia quiere que no te acerques a Barbara. ¿Te enteras?

– Sí, bueno, pues no pienso hacerlo, ¿vale?

– Eso no sería… bueno para ti.

– Me estás amenazando. Mira, Armond: si quieres que llevemos esto por las malas, a mí no me importa, pero te digo ahora mismo, aquí mismo, como amigo, que solo quedará uno de nosotros, y que ese, escúchame bien, que ese no serás tú. Toma buena nota.

Richard esperó a que el otro asimilara sus palabras. Armond no era un tipo especialmente duro. Era alto y delgado, no fuerte. Pero había luchado en la Segunda Guerra Mundial, había ganado muchas medallas y había matado a muchos soldados japoneses; y solía ir armado. En ese momento iba armado, llevaba su revólver militar, un 38 con cañón de cuatro pulgadas. Richard llevaba encima dos pistolas. Se miraron fijamente el uno al otro.

– ¡Mi sobrina es una muchacha buena! -repitió Armond con firmeza-. ¿Es que no te das cuenta?

Si Armond no hubiera sido tío de Barbara, Richard quizá lo habría sacado a la calle y le habría pegado un tiro allí mismo, y se habría deshecho después de su cadáver. En vez de ello, le dijo:

– Como ya te he dicho, mis intenciones para con Barbara son completamente honradas. Dile eso a la familia; diles que me voy a divorciar; diles que quiero a Barbara y que no le haré daño nunca. Díselo… ¿vale?

– Vale… se lo diré -dijo Armond, viendo claramente la determinación escrita en el rostro de Richard; y volvió a casa de su hermana Sadie y le contó lo que le había dicho Richard.

– Hablaré con Barbara -dijo Sadie; e hizo sentarse a Barbara y le contó todo de lo que había enterado. Nada de aquello pareció inquietar a Barbara demasiado. Dijo que lo que hubiera hecho era todo cosa del pasado.

– Conmigo es agradable, amable y bueno de verdad -dijo, intentando defender lo indefendible.

– Está casado y tiene hijos -dijo Sadie-. Es un gánster.

– Se va a divorciar -dijo Barbara-. No es ningún gánster. Cuando lo conocí, estaba trabajando. Trabajaba mucho. Lo despidieron por hablar conmigo, ¿no es increíble? Solo por hablar conmigo.

– Ha hecho daño a mucha gente -dijo Sadie.

– Estoy seguro de que se lo tenían merecido -dijo Barbara, que no tema ni idea de lo grave que era el daño que había hecho Richard a mucha gente, de que era un asesino en serie con todas las de la ley.

– Barbara, yo te quiero -dijo Sadie-. Si te digo esto, es porque me preocupo. Creo que no sabes en qué te estás metiendo.

– Lo sé; y yo también te quiero, y te agradezco tu preocupación, que veles por mí. Mira, solo estamos saliendo, ¿vale? Quiero decir que no voy a casarme con él, que no nos vamos a escapar juntos. No te preocupes. No te preocupes, por favor.

– Pero sí que me preocupo. No quiero ver cómo te hacen daño. Puedes encontrar a alguien mucho mejor que ese tipo, te lo aseguro.

– Solo estamos saliendo -repitió Barbara.

– Vale… pero ten cuidado. No te vayas a enamorar de él; no vayas a consentir que te deje embarazada.

– Claro que no -dijo Barbara, y dio a su tía Sadie un abrazo largo y fuerte-. Te quiero.

– Yo también te quiero -dijo la tía Sadie, llevando muy dentro de si una sensación muy mala acerca de ese Richard Kuklinski de Jersey City, con su sonrisa tímida y oscura y sus mirada huidiza.


Aquella Navidad, Barbara decidió invitar a Richard a que compartiera con su familia la tradicional cena de vigilia de Nochevieja y la comida de Navidad, que sería el clásico banquete de cinco platos que duraría todo el día y parte de la noche. Para la familia de Barbara, como para casi todas las familias italoamericanas del país, la Navidad era una fecha muy especial del año; era una ocasión maravillosa para dar regalos, reír, cantar, comer y reunirse con todos. Barbara, que tenía grandes dotes de pintora, pintó hermosas escenas navideñas con acuarelas en las ventanas, y en el cuarto de estar había un gran árbol de Navidad.

Barbara consideró que aquella era una buena oportunidad para que su familia se enterara de lo amable, lo cortés y lo delicado que era Richard en realidad. Cuando Barbara dijo a su madre que quería invitar a Richard para que pasara las fiestas con ellos, a Genevieve no le hizo gracia, pero aceptó a regañadientes, como lo aceptó el resto de la familia. Si Barbara lo quería así, así tendría que ser. Cuando la muchacha no se salía con la suya, poma una cara larga y amargada y hacía saber a todo el mundo que estaba descontenta.

Cuando Barbara dijo a Richard que le gustaría que pasara las fiestas con su familia, lo pilló por sorpresa, pero aquello le agradó, y aceptó de buena gana y con interés la amable invitación. Sabía que Barbara estaba muy unida a los suyos, y que, si la quería, los suyos tendrían que aceptarlo a él. Era sencillo. Pero se sentía inquieto. Su familia no había tenido nunca árbol de Navidad ni comida especial. Para él, la Navidad no había significado nada, cero. Solía salir a comer a un restaurante barato, nada más. Ningún festejo. Aquella sería una experiencia completamente nueva.

18

Esto es para ti, Richard

Richard llegó a casa de Barbara en North Bergen el 24 de diciembre de 1961, víspera de Navidad.

Aquel asesino frío y sin escrúpulos estaba nervioso, de hecho tenía un hormigueo en el estómago. No había asistido jamás a una fiesta así; no tenía idea de lo que podía esperar, de qué hacer, de cómo comportarse, de lo que esperaban de él. Allí estaba toda la familia de Barbara, quince personas en total. La abuela Carmella se había pasado días enteros cocinando sin parar. Había hermosas fuentes enormes de comida, dispuestas para servirse. Barbara presentó a Richard, timidísimo, a sus primos, tías y tíos que no lo conocían todavía. Fue entonces cuando Richard conoció al primo de Barbara, Carl, hijo de Armond.

– Es mi primo favorito -dijo Barbara a Richard. Allí estaba también su tía Sadie, naturalmente, que trató a Richard con bastante amabilidad, aunque no le gustaba, no le gustaba nada de lo suyo, ni lo que hacía, ni de dónde venía, ni dónde se dirigía. Pero Sadie había tomado la resolución de estar agradable, de hacer que se sintiera bienvenido, pasara lo que pasara. Al fin y al cabo, era Nochebuena, un tiempo de amor y de unidad familiar, y si su Barbara quería que él estuviera allí, así tendría que ser. Sadie estaba dispuesto a aceptarlo de la mejor manera posible, esperando que aquello no fuera más que un capricho pasajero.

Pronto se sirvieron bebidas. Se hicieron brindis. El aroma de los platos deliciosos del sur de Italia impregnaba el aire, mezclándose con el fuerte olor de pino que procedía del árbol de Navidad. Richard sabía que no debía beber güisqui, y no tomó más que un vaso de vino blanco, por cumplir.

Cuando se sentaron todos a comer a la larga mesa, un gran espectáculo que habían preparado cuidadosamente Barbara, la Nana y la tía Sadie, Richard se sentó junto a Barbara. Empezaron con hermosas fuentes llenas de antipasti, pimientos rojos en aceite, salami, jamón, quesos de todas clases, pimientos rellenos, aceitunas, corazones de alcachofa. Después comieron los tradicionales espaguetis con almejas, seguidos de filetes de lenguado fritos, gambas rellenas y gambas scampi, calamares rellenos y colas de langosta a la plancha. Después hubo fruta, frutos secos y más quesos, seguidos de alcachofas napolitanas rellenas para la digestión. Y después, naturalmente, los postres.

Richard no había visto nunca una comida italiana hecha en casa como aquella, ni mucho menos la había probado, y le maravilló lo bueno que estaba todo. Animado y satisfecho tras la rica comida, le conmovió todavía más el modo en que los miembros de la familia expresaban abiertamente su afecto, se tocaban, se besaban y se abrazaban sin recato, entre bromas y risas constantes. Estaba viendo algo cuya existencia no había conocido hasta entonces: una familia unida que disfrutaba del hecho de estar juntos y manifestaba abiertamente sus sentimientos de cariño. Cuando se sirvió el café, con pasteles hechos por Carmella, además de sambuca y grappa, eran casi las doce de la noche, la hora a la que se repartían los regalos. Richard no había traído ningún regalo. No sabía que era costumbre darlos, y cuando la tía Sadie le entregó un regalo cuidadosamente envuelto y le dijo: «Esto es para ti, Richard, feliz Navidad», se conmovió. Se quedó sin habla. Y había más regalos para él, de Barbara, de la Nana Carmella, hasta de la madre de Barbara. Richard estaba tan conmovido que hasta se le llegaron a saltar las lágrimas, y en ese estado abrió sus regalos: un jersey, un frasco de colonia, una bonita chaqueta de ante que le regalaba Barbara. Richard, emocionado, se probó la chaqueta. Le sentaba perfectamente. Era el regalo más bonito que le habían dado en su vida.

– ¿Esto es siempre así? -preguntó a Barbara.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó ella, sonriendo.

– Que todos estén tan agradables, amables y generosos -dijo él.

– Claro… es Navidad -dijo ella-. Siempre es así, Richard.


Al día siguiente, Richard volvió a casa de la Nana Carmella cargado de regalos. Había pasado toda la mañana de compras y había procurado comprar regalos para todos los que estarían. Repartió alegremente sus regalos, recibiendo palabras de agradecimiento, besos, abrazos. No sabía que la gente podía ser tan cálida y efusiva, tan dispuesta a expresar sus sentimientos.

Al poco rato se sentaron todos otra vez a la mesa, y esta comida fue todavía más abundante que la de la noche anterior. Había antipasti, lasaña y berenjena a la parmesana, seguida de jamón y cordero, con patatas de tres clases, champiñones rellenos, bolas de arroz, cuencos enormes de ensalada, pasteles y fenochio (hinojo). Estuvieron comiendo durante horas, con un descanso entre plato y plato; se sirvió mucho vino, se hicieron brindis, hubo risas y se contaron chistes, algunos algo subidos de tono. También se cantaron villancicos.

Aquella Navidad, la familia de Barbara llegó a aceptar a Richard: se los había ganado con su timidez, con lo mucho que se veía que le gustaba estar allí, con los regalos que había traído, tan atento. Aunque no era italiano, lo hicieron sentirse bienvenido y querido, como si fuera en verdad uno de ellos, como de la familia. Sentía deseos de abrazarlos a todos, de rodearlos a todos con fuerza con sus fuertes brazos. Estaba radiante allí sentado, comiendo y sonriendo, y es posible que, por primera vez en su vida, Richard se sintiera verdaderamente contento de estar vivo. Richard se sentía… querido. Estaba tan conmovido, tan impresionado, que salió al patio cubierto de atrás y se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos. Barbara se lo encontró así y lo abrazó con fuerza, pensando que no era más que un niño grande.

Si ella supiera…


Cuando pasaron las fiestas y llegó el nuevo año, Richard y Barbara se siguieron viendo cada vez más. Pero Barbara empezaba a sentirse ahogada, acorralada. Richard siempre estaba allí. Mirara para donde mirara, siempre lo encontraba allí, esperándola, abriéndole las puertas, exigiéndole toda su atención. Le impedía ver a sus amigas, ni mucho menos salir con algún otro hombre, y ella se sentía encerrada. Había llegado a querer mucho a Richard, pero quería un respiro, ir a tomarse unos refrescos, y de tiendas y charlar largo y tendido con sus amigas. Decidió decírselo. Tenía derecho. Con solo diecinueve años, ya no podía hacer nada por su cuenta. Pensó cuál sería la manera mejor de hacerlo, le dio vueltas en la cabeza. No pidió consejo a ninguna amiga ni a nadie de su familia, pues no quería que nadie se enterara de lo acorralada que se sentía.

Mientras tanto, Richard decidió llevarla a su local favorito de Hoboken, el Ringside Inn de Sylvia. Richard había hablado de Barbara a Sylvia, le había contado lo bien que lo habían pasado en las fiestas, el banquete que habían comido. Barbara no tenía muchas ganas de ir al Ringside Inn. Era una parte de la vida de Richard con la que no quería tener nada que ver. Pero con lo amable que era, accedió a ir, y Richard presentó con orgullo a Barbara a todos los presentes y a Sylvia. Sylvia estuvo francamente grosera, hasta hostil. Le parecía que Richard había dejado de ir por allí por culpa de Barbara. Las partidas de billar americano de Richard atraían a la gente. Ella ganaba dinero gracias a él. Sylvia estaba resentida con Barbara, y se lo dijo abiertamente. El sentimiento era mutuo: a Barbara le pareció que Sylvia era la persona más grosera y más fea que había visto en su vida, y se lo dijo a Richard.

– No me gusta estar aquí -le dijo-. Está sucio; huele mal. No me gusta la gente… ¡No me gusta esa tal Sylvia! Dios, qué cara; podría parar un reloj con solo mirarlo, podría parar el Big Ben. Quiero marcharme, Richard.

Richard no podía entender ni por lo más remoto la mala impresión que se había llevado Barbara, ni por qué estaba Sylvia tan antipática, y los dos se marcharon.

– No quiero volver allí nunca más -dijo Barbara-, y la verdad es que tampoco entiendo por qué tienes que volver tú. Ese sitio es indigno de ti, Richard.

– Vale; supongo que habrá sido mala idea traerte -dijo Richard. No volvieron nunca allí en pareja, y al poco tiempo Richard dejó de aparecer por allí.


Días más tarde, Barbara hizo acopio por fin del valor necesario para decir a Richard lo que sentía. Había ido a recogerla al trabajo. Cuando se subió al coche, seguía sin tener idea de lo peligroso que era Richard, de que llevaba siempre pistola y cuchillo. Pero no tardaría en enterarse.

– Richard, tengo que hablar contigo -empezó a decirle.

– Di me -respondió él, percibiendo que iba a oír algo que no le iba a gustar.

– Mira, Richard, yo te quiero mucho. Lo sabes. Es que… bueno, me siento atrapada. Mire para donde mire, te tengo allí. Quiero algo de espacio; quiero salir con mis amigos. Quiero salir los sábados con mis amigas, como hacía antes.

Siguió explicándole con voz amable y considerada, cálida y sincera, por qué necesitaba algo de espacio. Era muy joven, y, según le dijo, no quería «un compromiso tan serio».

Le dijo que quizá le gustaría, incluso… ya sabes, salir con otros chicos.

Las palabras de Barbara cortaron a Richard como si fueran cristales rotos. Le hicieron daño. Le sacaron sangre. Cuando la oía hablar, llegó a palidecer, y torció los labios hacia la izquierda. Barbara no le vio bajar la mano y sacar el cuchillo de caza, afilado como una navaja de afeitar, que llevaba siempre atado al muslo, y mientras ella hablaba, él extendió el brazo y se lo puso a la espalda. Richard la miraba y sonreía mientras ella seguía disertando sobre la libertad, y el espacio, y lo joven que era. Levantó la mano y le dio un pinchazo con el cuchillo en la espalda, bajo el hombro izquierdo.

– ¡ Ay! -dijo ella-. ¿Qué ha sido eso?

Entonces, vio el cuchillo reluciente que tenía él en la mano.

– ¡Dios mío, me has clavado un cuchillo! ¿Por qué?

Al ver la sangre, los ojos se le llenaron de susto y de consternación.

– ¿Por qué? A modo de advertencia -dijo él, con voz de una tranquilidad desconcertante-. Eres mía… ¿entiendes? No vas a verte con nadie más, ¿entiendes? ¡Harás lo que yo diga!

– La verdad, esto es…

– Escucha, Barbara: si no puedo tenerte yo, no podrá tenerte nadie. ¿Entendido?

– Eso es lo que te has creído tú. ¿Quién demonios te crees que eres? ¿Cómo has podido clavarme un cuchillo de esa manera? ¿De dónde ha salido este cuchillo? -estaba atónita-. Se lo diré a mi familia. Se lo…

– No me digas -dijo él, con una voz tranquila, helada, con una voz que ella no le había oído nunca, impersonal, inhumana-. Dime qué te parece: ¿qué te parece si mato a toda ta familia, a ta madre y a tas primos y al tío Armond. ¿Qué te parece? -le preguntó.

Barbara, ya muy enfadada, se puso a gritarle, a insultarlo. Él la agarró de la garganta y se la apretó hasta dejarla inconsciente. Cuando volvió en sí, Richard iba conduciendo como si no hubiera pasado nada, tranquilo, fresco, dueño de sí mismo… como si se dirigieran al cine.

– Llévame a casa -dijo Barbara, procurando no ser demasiado agresiva. Evidentemente, la agresividad no daba resultado. Ya veía en él a un hombre muy peligroso, un loco, un psicótico, no se fiaba de él, le tenía un miedo mortal. Tenía que apartarse de él. Pero ¿cómo? Cuando llegaron a su casa, Richard volvió a advertirle que mataría «a cualquier persona que signifique algo para ti… ¿entiendes?».

– Sí; entiendo -dijo ella, mientras la mente le daba vueltas al hacerse cargo del terrible sentido de sus palabras. Mareada, con náuseas, se bajó del coche y entró en su casa caminando despacio. El se alejó en el coche.

Aquel día, la vida de Barbara dio un vuelco irreversible. De hecho, su vida estaba a punto de convertirse en una larga serie de pesadillas, de horrores, y nadie podía hacer nada por ella.

Ni su familia.

Ni la Policía.

Ni el propio Jesucristo.

Richard estaba indignado. ¿Cómo podía Barbara querer dejar de verlo, sentirse acorralada por él? Siempre había sido amable y delicado con ella. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué podía hacer para volver a ganársela? La mente le daba vueltas como un tiovivo descontrolado. Se sentía mareado; el corazón le palpitaba con fuerza. Decidió que, si lo abandonaba, la mataría y la enterraría en South Jersey. Estando muerta, no podría hacerle daño. La solución, para él, era el asesinato, como siempre.

Al día siguiente, cuando Barbara salió del trabajo, Richard la estaba esperando en la puerta. Tenía flores para ella, un osito de peluche muy mono, buenas palabras en abundancia. Le dijo cuánto lo sentía; que el problema era que la quería demasiado.

– Barbara, nunca había sentido esto con nadie. La idea de perderte… es que me vuelve, sabes… me vuelve loco. Lo siento.

– ¿Y las amenazas?

– Sencillamente, no puedo perderte. No… no podría aguantarlo -le dijo-. Me volvería loco. Por favor, vamos a hacer que esto salga adelante. Vamos a intentarlo. Te quiero. Quiero casarme contigo.

– ¡Richard, ya estás casado, tienes hijos!

– Me voy a divorciar. Te lo prometo. Te lo juro. Te doy mi palabra.

Y, así, Richard convenció a Barbara, que era joven y crédula, de que tendrían un futuro maravilloso juntos. La verdad era que Barbara quería tener hijos, quería tener una familia y un marido atento y cariñoso, y sabía que ninguno podría ser más atento que Richard.

Si Barbara hubiera sido mayor, más madura, si hubiera visto algo más de mundo, si se hubiera conocido a sí misma mejor, habría encontrado la manera de poner fin a aquello allí mismo. Pero creía de verdad que Richard haría daño a las personas que ella más quería, y cedió a las súplicas incansables de Richard, aparentemente sinceras y sentidas.

Richard cenó aquella noche en casa de la Nana Carmella. Se había aficionado a los platos de la Nana Carmella y le gustaba mucho comer allí. En cierto sentido, estaba haciendo de la familia de Barbara su propia familia; los estaba asimilando como suyos, llenando un gran vacío que tenía dentro. La madre de Barbara había llegado a aceptar a Richard, y él se sentía en paz y como en casa cuando estaba allí.


A lo largo de las semanas y de los meses siguientes, mientras se acercaba la primavera, Barbara se sentía atrapada en una especie de telaraña pegajosa de la que no podía salir. Cuanto más se revolvía, más se enmarañaba. Richard era casi siempre bastante agradable, amable hasta caer en el servilismo. Podía ser muy divertido y de trato agradable. Pero no dudaba en pegarle, en apretarle la garganta, en amenazar con matarla a ella y a su familia. Barbara adoptó la postura de pensar: Mejor que me haga daño a mí que no a nadie de mi familia.

Cuenta que en un momento dado fue a hablar con la Policía, y le dijeron que si lo detenían por agredirla, saldría de la cárcel al poco tiempo, y ella creía que saldría con intención de matarla. Ya sabía que llevaba encima pistolas, además de un cuchillo.

Barbara pensó muchas veces en decírselo a su tío Armond y al hermano de la Nana Carmella, que era jefe de Policía de North Bergen, pero estaba absolutamente convencida de que si les contaba los malos tratos que le aplicaba Richard, le plantarían cara sin falta, y también sin falta Richard acabaría matándolos y enterrándolos en alguna parte. Él le decía abiertamente que haría eso. Ella lo creía. Calló y soportó los malos tratos, que no hicieron más que empeorar.

Barbara llegó a descubrir que Richard podía llegar a ser francamente sádico en grado sumo, frío como el hielo, según lo cuenta ella. Richard tenía, de hecho, todas las cualidades peores de su padre y de su madre, pero multiplicadas. Tenía la capacidad de Stanley para la crueldad repentina y prolongada, y la indiferencia de Anna ante los sentimientos de las personas. Richard había llevado esos sentimientos hasta altaras vertiginosas; era mucho más peligroso y cruel que lo que había sido nunca Stanley Kuklinski.

Por otra parte, cuando Richard era amable, era el tipo más agradable, simpático y generoso del mundo. Atento. Amable. Considerado. Muy romántico. Regalaba regularmente a Barbara rosas rojas de tallo largo, tarjetas de amor con frases románticas. Barbara se sentía como si estuviera en una montaña rusa. En una montaña rusa de la que quería bajarse con desesperación. Pero no sabía cómo.

La pareja mantenía ya relaciones íntimas con regularidad. Richard había alquilado un apartamento, y los dos se reunían allí para sus citas románticas. Richard no quería ponerse preservativo, Barbara no tenía acceso a ningún anticonceptivo, y pasó lo inevitable: Barbara se quedó embarazada. Parecía que aquello era lo que había querido Richard desde el principio: dejarla embarazada para obligarla a comprometerse más en su relación con ella.

Barbara estaba hundida. Ella, que solía ser una mujer animada, optimista, se sentía ahora deprimida, rodeada… acorralada, según explica.

Richard hablaba de casarse. Dijo que se alegraba de que estuviera embarazada, que siempre había querido tener hijos con ella, desde la primera vez que habían salido juntos. Barbara decidió que no quería casarse con Richard, que no quería tener a su hijo, y por fm, después de pasar mucho tiempo armándose de valor, acudió a su madre y le dijo la verdad…

– ¡Lo sabía! -dijo Genevieve con gesto severo, frío y airado-. Ya te lo dije. Ya te lo advertí. Eso era lo único que quería él, y tú se lo diste, a un hombre casado con hijos. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido consentir que pase esto? Tú tienes más sentido común. Yo no te crié así…

Barbara, asqueada, se apartó de su madre.

La Nana Carmella fue mucho más comprensiva. No sabía nada del pasado de Richard. Él se la había ganado con su timidez y sus buenos

modales. Era verdad que no era italiano, pero ella, aunque con reticen cias, había llegado a a ceptar esto también, a aceptar a Richard. La Nana Carmella abrazó a Barbara y la tranquilizó, diciéndole que todo saldría bien.

Pero Barbara sabía que no. Sabía que se estaba hundiendo rápidamente en arenas movedizas. Era buena católica y no era partidaria del aborto. Aunque lo hubiera sido, en aquellos tiempos era difícil conseguirlo. Tomó la decisión de tener el niño. Pero no quería tener nada más que ver con Richard. Estaba seguro de que eso sería un viaje sin retorno a un lugar donde ella no quería ir. Saldría de la mejor manera posible de aquella mala situación en que se había metido. ¡Qué razón había tenido Sol Goldfarb acerca de Richard! Ojalá le hubiera hecho caso, se repetía a sí misma una y otra vez.

Barbara fue al banco, retiró todos sus ahorros y se marchó, se fue de la ciudad sin decir nada a Richard. Acudió a la única persona del mundo que la entendería, que la protegería, que la quería pasara lo que pasara y que no la condenaría en ningún caso: a su padre, Albert Pedrici. El señor Pedrici vivía en Miami Beach, y cuando Barbara se subió al avión, cuando el avión salió a la pista y despegó, ella se sintió como si estuviera dejando atrás un mal sueño, una pesadilla. Poco se figuraba que en realidad volaba hacia la pesadilla en la que se iba a convertir su vida.

19

Traición

Al Pedrici era un veneciano alto, apuesto, que amaba la vida y sabía gozar de ella. Tenía facilidad para reírse, para hacer amigos, era hombre sociable por naturaleza: todo lo contrario que la madre de Barbara. El padre de Albert había llegado a los Estados Unidos pasando por la isla de Ellis en 1906 y se había comprado una casa en la población de mayoría italiana de Hoboken, en la misma manzana donde vivían los Sinatra. Los Pedrici abrieron una tiendecita de alimentación en Hoboken y la familia salió adelante bien sin que les faltara nunca de nada. Albert conoció a la madre de Barbara cuando él tenía veintidós años y ella diecinueve. Fue como un amor a primera vista que los condujo a un matrimonio mal conjuntado y que no dio resultado. Albert y Genevieve se divorciaron cuando Barbara tenía dos años.

Durante su infancia, Barbara veía a su padre tanto como se lo permitían las circunstancias. Albert daba a Barbara todos los caprichos. Lo único que tenía que hacer ella era señalar una cosa, y ya era suya. La mimaba. Barbara estaba mucho más unida a su padre que a su madre, a pesar de vivir lejos de aquel; aun cuando su padre se fue a vivir a Miami, hablaban por teléfono con frecuencia, se escribían largas cartas. A Albert le encantaba vivir en Miami, el buen tiempo, el sol radiante, estar cerca del mar, la vida nocturna animada de la ciudad. Hacía mucha vida social con su segunda esposa, Natalie: iban a fiestas y a clubes por todo Miami. A Albert le gustaba bailar, y la pareja solía salir casi todos los fines de semana a «mover el esqueleto», como le gustaba decir a Albert.

Cuando Richard se enteró de que Barbara había huido de Nueva Jersey, se puso fuera de sí. Preguntaba constantemente a Genevieve y a la Nana Carmella adonde había ido Barbara. Ellas no querían decirselo. Richard estaba obsesionado. Volvía una y otra vez a la casa. No las dejaba en paz. No se ponía agresivo, ni grosero ni amenazador, pero Genevieve percibía que muy bien podía ponerse violento. Violentísimo. Había oído a Sadie y a Arnold contar algunas cosas sobre su violencia A pesar de todo, Genevieve dijo a Richard con toda claridad que se olvidase de Barbara, que siguiera con su vida, que se buscase una buena chica polaca de su edad.

– Usted no lo entiende -dijo él, sacudiendo la cabeza con desánimo-. Yo quiero a Barbara, la quiero con todo mi corazón. Nunca… nunca había querido a nadie como quiero a Barbara…

– Richard -le interrumpió Genevieve-, eres un hombre casado.

– Me voy a divorciar. Esa mujer, ese matrimonio, no han significado nunca nada para mí.

– Ya hace meses que lo dices, y no te has divorciado todavía. ¿A qué se debe eso?

– Yo… he tenido una racha de mala suerte. Necesito dinero para el abogado. Ya he hablado con él, es un abogado de Hoboken y no va a hacer nada mientras no le pague. Linda, mi ex, no significa nada para mí. La conocí cuando era muy joven. Nunca la quise. Los niños vinieron porque sí. Yo no quería, sabe usted, establecer un hogar, nada de eso. Barbara espera un hijo mío. Quiero casarme con ella. Desde la primera vez que salí con Barbara quise casarme con ella y fundar una familia con ella… lo juro. Barbara es una mujer de categoría. No había conocido a nadie como ella.

Hubo una larga pausa. Por fin, Genevieve dijo:

– Si te doy el dinero para el abogado de Hoboken, ¿te divorciarás?

– Inmediatamente, mañana mismo.

– ¿Lo prometes?

– ¡Por mi vida!

Genevieve lo miró larga y fijamente. Era un hombre muy apuesto. De hecho, Richard la había engatusado. Cuando quería, podía ser encantador… hasta llegar a encandilar a la gente.

– ¿Cuánto? -le preguntó.

– Mil -dijo él.

– Vuelve mañana y te lo daré -dijo ella.

– ¡No puede ser! ¿De verdad?

– Sí. De verdad. Yo no haría bromas con una cosa así.

Richard tomó en brazos a Genevieve levantándola como una muñeca, y la abrazó con tal fuerza que estuvo a punto de romperle las costillas.

– Entonces, ¿me dirá dónde está ella? -le preguntó, esperanzado.

– Sí; pero solo después de que te hayas divorciado… y me lo demuestres.

– Lo haré, lo prometo -dijo él.

Volvió al día siguiente; se llevó los mil dólares de Genevieve, que esta había ganado con mucho esfuerzo; se apresuró a ir a Hoboken, pagó al abogado, se prepararon los documentos, y Richard hizo que Linda los firmara. No le dejó otra opción. Después los firmó él, y, por medio del abogado, Richard y Linda quedaron divorciados ante la ley al poco tiempo. Richard no había querido nunca verdaderamente a Linda, y la odiaba desde el día que la encontró en el motel. Se alegró de verse libre de ella.

Richard volvió a visitar a Genevieve provisto de las pruebas de su divorcio, y esta vez ella le dijo dónde estaba Barbara… cosa que Barbara no perdonaría a su madre jamás.


Aquel mes de mayo hacía en Miami un calor y una humedad insoportable. Cuando se ponía el sol, el aire se llenaba de mosquitos. Había tantos mosquitos que no se podía salir a la calle. A Barbara no le gustaba Miami. No estaba acostumbrada a tanto calor. El embarazo le hacía sentirse especialmente incómoda. Temía que Richard hiciera daño a su familia. El había dicho una docena de veces que estaba dispuesto a hacerlo, y ella se sentía inquieta hasta el borde de la locura, no podía dormir, temía que en cualquier momento sonara el teléfono y le dijeran la noticia terrible, impensable: Richard ha matado a toda tu familia: a la Nana, a tu madre, a tu tía Sadie…

Barbara se preguntaba qué había hecho ella para merecerse una vida así. Había sido durante toda su vida una persona buena, temerosa de Dios. Siempre había hecho el bien, desde que tuvo uso de razón. Y ahora esto. Esa pesadilla viviente, que respiraba, que tenía ojos de serpiente. Barbara empezaba a pensar que debía de haber cometido en otra vida algún delito horrible, odioso, para haber quedado condenada a sufrir una situación tan injusta. Dios… no había Dios. ¿Qué Dios sería capaz de condenarla a ese destino?

Empezaba a preguntarse si se debería todo a que había tenido relaciones sexuales con Richard; relaciones caprichosas, lujuriosas, siempre que a él le había apetecido. Eso sería, sin duda. Aquello era lo que le había acarreado encima aquella maldición negra, aquel polaco psicótico de Jersey City. Llegó a creer que él era el castigo de las pasiones carnales de ella.

Barbara disfrutaba mucho de la compañía de su padre. El la apoyaba y la quería, y no la criticaba en absoluto, no le decía nada negativo. Le repetía constantemente que todo saldría bien, que tenía toda la vida por delante, que podría quedarse con él y con su mujer todo el tiempo que quisiera. No la presionaba en absoluto. Solo le daba amor, amor incondicional, sin esperar nada a cambio.

La tía Sadie la llamaba todos los días, y también ella la apoyaba y le daba optimismo, y hablaban de la alegría que era tener un hijo. La tía Sadie dijo que estaría encantada de cuidar a la niña (estaba segura de que sería niña) cuando Barbara estuviera dispuesta a volver a trabajar. Cada día que pasaba, Barbara se sentía más fuerte y más resignada a su destino. Dejó de castigarse a sí misma; empezó a dar largos paseos por la orilla del hermoso océano Atlántico, y le gustaba ir a nadar por la mañana, temprano, cuando el sol de Florida salía despacio por el este.

Se puso morena con el sol, y estaba muy guapa con su bronceado radiante, mientras su hijo se desarrollaba rápidamente en su vientre, cada vez mayor.


Llegó a Miami una furiosa tormenta procedente del sur. El cielo se puso negro de pronto, adquirió el color gris oscuro de la pólvora. Los fuertes vientos doblaban las palmeras, las movían como si estuvieran bailando al son de la música latina. Los relámpagos surcaban a su antojo el cielo oscurecido. Los truenos sacudían la atmósfera. A Barbara no le habían gustado nunca las tormentas, desde que era niña. Le parecían que eran malos presagios de desgracias venideras.

Barbara estaba sentada en el porche de la casa de su padre, viendo la tormenta, los relámpagos, cómo maltrataba el viento las palmeras, cuando vio de reojo que un taxi se detenía despacio ante la casa. Se bajó del vehículo un hombre solo, un hombre grande. Llevaba una maleta. Empezó a subir hacia la casa por el camino de acceso. Barbara comprendió de pronto, como herida por un rayo, que era Richard. Quiso levantarse y echar a correr, pero ¿dónde podría ir? ¿Dónde podía huir? Richard llegó a la puerta y llamó con fuerza. Barbara acudió disgustada, frunciendo el ceño.

– Te he encontrado -dijo él.

– Sí, ya lo veo.

– ¿Por qué huiste?

– ¿Por qué crees que hui?

– Estás preciosa. Has cambiado. Supongo que es verdad.

– ¿Que es verdad qué?

– Que las mujeres se ponen más guapas cuando están embarazadas.

– Eso lo dirás tú.

– ¿Puedo entrar?

– Si quieres que te diga la verdad, prefiero que no entres.

Se miraron el uno al otro, separados por el cristal de la puerta. Empezó a llover. Él seguía allí, bajo la lluvia.

– Me he divorciado -dijo, sacando los documentos del divorcio para enseñárselos-. Mira: tienen la firma de un juez.

Los papeles se están mojando.

– Me sorprende. No creí que lo hicieras.

– Te dije que lo haría, y lo hice. Te quiero, Barbara. Te quiero tanto, que me duele -le dijo. Y de esta manera, Richard consiguió acceder de nuevo a la vida de Barbara, con un cielo de tormenta rojizo y lleno de relámpagos a su espalda, como si la naturaleza intentara dar a entender algo a Barbara.

Cuando Barbara se enteró de que su madre había pagado el divorcio de Richard y le había dicho dónde estaba, llamó a su madre y se pasó un cuarto de hora riñéndola e insultándola sin parar. La respuesta de Genevieve fue la siguiente:

– No quiero que tengas un hijo sin marido. ¿Qué pensaría la gente? No está bien… No es… natural.

– ¿A mí qué me importa lo que piense la gente? No tenías ningún derecho a decirle dónde estaba. ¡Ningún derecho! ¡Ningún derecho!

Y le colgó el teléfono.


Barbara era joven e inexperta, y ahora se encontraba especialmente vulnerable con aquel embarazo repentino y no deseado, y no tardó en convencerse de que Richard cambiaría, de que el amor que le tenía lo arreglaría todo y que serían felices.

Al Pedrici aceptó con facilidad a Richard. Se daba cuenta de que Richard estaba loco por su hija, y decidió no estorbar a la pareja. Supuso que las cosas se arreglarían, que Barbara, cuyo embarazo resultaba más visible cada día, estaba mejor con un marido que sin ninguno. Al no tenía idea de lo violento que era Richard con Barbara, de sus amenazas homicidas, de la tranquilidad y la frialdad con que las profería, ni de que siempre iba armado. Barbara estaba segura de que incluso entonces Richard llevaba encima una pistola.

Barbara y Richard salieron a dar largos paseos y hablaron. Ella ya sabía que él tenía problemas con la bebida y con el juego y le hizo jurar que dejaría los dos vicios. Él lo juró de buena gana. Al consiguió encontrar a Richard un empleo de conductor de un camión de reparto, y él iba a trabajar con formalidad todos los días, sin quejarse, portándose bien, decidido a demostrar que podía ser un buen padre de familia. Un buen marido. Un hombre mejor. También tomó la resolución de dejar la vida delictiva. De dejar de matar a gente. De dejar la Mafia. Los días transcurrieron rápidamente, las semanas y los meses. Llegó el verano de Florida, que trajo todavía más humedad espesa y agobiante, así como más mosquitos gigantes. Al ir creciendo el vientre de Barbara, el calor y la humedad la molestaban cada vez más. Richard seguía insistiendo en que se casaran; Barbara accedió por fin, y cuando iba terminando el verano, Barbara y Richard se casaron ante un juez de paz en el ayuntamiento de Miami. Al y su esposa asistieron al acto. Aquella noche salieron todos a cenar bien en una marisquería. Se hicieron brindis. No hubo luna de miel; no había dinero para eso, y así, de pronto, Barbara Pedrici se convirtió en Barbara Kuklinski.

Aquel fue el peor día de mi vida, recordaba ella hace poco. Ahora que lo recuerdo, pienso que debería haberme tirado al mar y haberme ahogado, antes que casarme con Richard. Pero me casé con él, y mi suerte quedó echada.

Una noche, después de cenar, Richard vio que su nueva esposa se estaba fumando un cigarrillo, y tuvo una reacción desproporcionada: le arrancó el cigarrillo de la mano y lo aplastó con el pie.

– Si quiero fumar, fumaré -dijo Barbara, molesta.

La respuesta de Richard fue pisarle el pie derecho, cargando todo su peso y retorciendo, con lo que le rompió el dedo gordo del pie.

– ¿Estás loco? -preguntó ella haciendo un gesto de dolor-. ¿Qué le pasa?

– No vas a fumar -dijo él-. ¡Harás lo que yo te diga!

Y aquella noche Richard ni siquiera permitió a Barbara que se acostara. Le obligó a pasarse toda la noche sentada en un taburete gris de metal en el patio cubierto.

– Si te mueves de ahí, mataré a tu padre delante de ti -le dijo con una seriedad mortal; y dejó allí a Barbara.

Barbara, convencida de que Richard mataría de verdad a su padre, se pasó sentada en ese duro taburete de metal toda la maldita noche, como lo cuenta ella. La temperatura cayó bruscamente, como era habitual, y Barbara tenía tanto frío que empezó a temblar. Sin duda, debía haber acudido corriendo a la Policía, debía haber contado lo que había hecho Richard, lo que le estaba obligando a hacer; pero tenía tanto miedo por su padre que se pasó allí toda la noche, temblando y helándose, maldiciendo en silencio el cielo y la tierra, y a su madre, por haber dicho a Richard dónde estaba ella.

Barbara perdió al niño algunos días más tarde. Estaba segura de que la causa había sido lo que le había obligado a hacer Richard. Cualquier afecto que hubiera sentido alguna vez Barbara hacia Richard estaba siendo sustituido inevitablemente por otro sentimiento muy distinto: por el odio.

20

El amor, el matrimonio y los hijos

El 15 de octubre de 1962 Barbara y Richard Kuklinski regresaron a Nueva Jersey. Era una noche de frío terrible. El tío Arnold los fue a recibir al aeropuerto, lleno de sonrisas, abrazos y besos. Barbara se alegró mucho de ver a su tío y de haber vuelto a su casa. Cuando Barbara vio a la Nana Carmella, las dos lloraron de alegría y se dieron un abrazo larguísimo. Ahora que Barbara y Richard estaban casados, la familia estaba dispuesta a aceptarlo a él, para bien o para mal. El sueño de Richard de hacer de la familia de Barbara su propia familia se había hecho realidad. Era lo que había querido, y era lo que había conseguido. Al ver que los recién casados tenían poco dinero y no tenían donde vivir, Genevieve los invitó generosamente a alojarse con Nana y con ella hasta que «fueran saliendo adelante». Richard se había tomado muy en serio la tarea de hacer que su matrimonio con Barbara funcionara. Había jurado no volver a beber licores ni a jugar, y guardaba su palabra… en general. Barbara seguía sin tener una idea clara de lo implicado que había estado Richard en crímenes, en asesinatos, y Richard sabía que si quería tomarse en serio el matrimonio y tener una familia con Barbara, tendría que renunciar a todo aquello. Tenía que ser formal. Tenía que convertirme en un obrerete, en un hombre honrado, dice.

Como Richard no tenía estudios ni conocimientos especiales, sus oportunidades de encontrar trabajo estaban bastante limitadas. Pero Armond, el tío de Barbara, consiguió encontrarle un puesto de trabajo en los laboratorios cinematográficos 20th Century Deluxe, en la Octava Avenida, en Manhattan. A Richard no le gustaba tener que ir a la ciudad todos los días, pero tomaba obedientemente el autobús llevándose en una bolsa de papel de estraza el almuerzo que le había preparado Barbara. El trabajo consistía en mover y almacenar cajas y grandes rollos de película, en hacer recados y en recoger y tirar los trozos de película descartados. Estaba empezando por lo más bajo del escalafón. Los laboratorios cinematográficos 20th Century Deluxe producían copias de películas a partir de copias maestras, para distribuirlas por los cines de todo el país. Richard aprendía pronto, siempre estaba buscando nuevas oportunidades y estaba deseoso de subir en la empresa, de modo que empezó a fijarse bien en cómo hacían las copias los operadores con las máquinas. Había un operador con pelo de remolacha llamado Tommy Thomas que enseñó pacientemente el proceso a Richard, paso a paso. Al cabo de pocos meses, Richard empezó a trabajar de operador. Le subieron el sueldo, y empezó a ganar noventa dólares por semana. El trabajo empezaba a gustarle, y no tardó en encontrar el modo de ganarse algún dinero más haciendo copias piratas y vendiéndolas en el mercado negro. Los laboratorios hacían todas las copias de las copias maestras de Disney para la Costa Este, y Richard empezó a sacar copias piratas de La Cenicienta, Bambi y Pinocho, para las que siempre había un buen mercado. Estaban en primavera, y Richard convirtió en todo un negocio el pirateo de los dibujos animados de la Disney.


Richard y la madre de Barbara no se llevaban bien. A ella no le gustaba el modo en que él trataba a Barbara. Pero Richard sí apreciaba a Carmella: era difícil no apreciarla, con su bondad, su tolerancia y su enorme generosidad.

Parecía que el tiempo volaba. Volvieron a llegar las Navidades, y a Richard le encantó sentarse a la mesa de Navidad, llena de alegres adornos, esta vez en calidad de marido de Barbara. Orgulloso y satisfecho, comía, bebía, reía, e incluso cantaba con el resto de la familia. Era uno más.

En cuanto al amor, Richard no se cansaba de Barbara. La pareja no usaba anticonceptivos de ningún tipo, y Barbara no tardó en quedarse embarazada otra vez. Pero perdió también este hijo, tuvo un aborto por causas naturales. Los médicos le dijeron que tenía muy débiles los músculos del canal vaginal, y que los músculos no apoyaban debidamente el feto; era un problema que no había tenido ninguna otra mujer de la familia. Pero tanto Barbara como Richard querían tener hijos, familia propia, y se pusieron enseguida a buscarlos de nuevo.

Richard no tenía ningún reparo en pegar a Barbara delante de la Nana o de Genevieve. A él le parecía que aquello era normal, que un hombre pegara a su mujer, que la dominara físicamente a voluntad. Era lo único que había conocido en su vida, y daba bofetadas y empujones a Barbara delante de su madre.

– ¡Richard! ¡No hagas eso! -le reñía Genevieve; pero a él le traía sin cuidado. Una vez hasta llegó a arrojar un cojín a Genevieve y a decirle que no se metiera en sus asuntos.

La pareja alquiló un apartamento pequeño en el oeste de Nueva York. El poco dinero que tenían ahorrado se acabó rápidamente. A Richard no le gustaba nada estar en la ruina, tener que renunciar a cosas que deseaba: muebles, ropa, un coche nuevo, un televisor más grande, un equipo de música. Aquello le recordaba la pobreza agobiante y los sacrificios de su infancia. Estaba deprimido, de mal humor y lleno de mal genio, y lo descargaba en Barbara, que había llegado a considerar sus malos tratos como una parte integral, aunque retorcida, de su matrimonio, y aprendió a aceptarlos con estoicismo. Pero Barbara se iba distanciando de Richard cada vez más. A veces se sentía más como una cautiva suya que como su esposa, y, sorprendentemente, solía plantarle cara, le replicaba, estaba en desacuerdo con él, lo fustigaba con su ingenio agudo y cortante, lo que solo servía para alimentar la ira de él. Barbara siempre había sido una persona franca e independiente con bastante personalidad, y el gigantón de su marido no le iba a despojar de aquello. Le rompió la nariz por fumar; le rompió unas costillas por no untarle la mantequilla de cacahuete en el emparedado como le gustaba a él; le ponía los ojos negros a golpes; pero ella le plantaba cara, tenía un valor impresionante si se tiene en cuenta el tamaño de Richard y su fuerza casi sobrehumana. La fuerza de Richard asombraba constantemente a Barbara: era capaz de subir a cuestas una nevera, una cocina, una pila de porcelana, hasta el segundo piso del bloque de apartamentos, él solo, como sin nada.

Barbara se quedó embarazada por tercera vez, y por prescripción del médico evitó hacer esfuerzos, hacía ejercicios para reforzar los músculos débiles. Richard estaba atento con ella, no le dejaba llevar pesos. Pero seguía pegándole, maltratándola, si ella lo hacía enfadar o le replicaba.

– Grandullón, tipo duro, no eres más que un matón -le decía ella.

Cuando Richard volvía a casa de su trabajo, solía hablar del laboratorio cinematográfico y de su colega gay, Tommy Thomas. Aunque Barbara no lo conocía en persona, sabía el aspecto que tenía porque Richard se lo había descrito: tenía la cara pecosa, de rasgos aguileños, y pelo rojo de zanahoria.

Una noche, la pareja estaba en la cama viendo El programa de Milion Berle y apareció en la pantalla un hombre de aspecto extraño, de pelo rojo chillón. Barbara comentó de pasada lo raro que era, que se imaginaba que Tommy sería así. Sin previo aviso, Richard dio a Barbara una paliza, le rompió la nariz, la golpeó con tal violencia que ella tuvo una hemorragia vaginal. Llamó a su madre. Genevieve acudió a toda prisa, vio el estado de su hija y llamó a una ambulancia. Barbara estaba embarazada de cinco meses. El niño estaba naciendo de manera prematura; de hecho, cuando los médicos de urgencias la examinaron, ya asomaba una pierna. Ayudaron al niño a salir; era un varón. Estaba muerto.

Barbara estaba fuera de sí. Odiaba a Richard. Había deseado tanto tener un hijo, un chico; no había consuelo. Pensó denunciar a las autoridades lo que había pasado, pero tenía un miedo mortal a lo que pudiera hacer Richard a su familia, a su madre, a su primo Carl, al que Barbara apreciaba mucho, y Richard lo sabía; de modo que no dijo una palabra de la paliza y de cómo había perdido en realidad al niño.

Por la tarde, Richard se presentó en el hospital como si no hubiera pasado nada, llevando unas hermosas rosas rojas y una caja grande de bombones caros. No dijo nada de lo sucedido, salvo que había sido culpa de Barbara, a lo que esta respondió:

– Sí, claro, me he pegado a mí misma, soy responsable de haber perdido al niño. ¡Mentira!

Él no le hizo caso. Ella volvió a casa a los dos días. Estaba callada, hosca, y se estaba planteando su vida con Richard, cómo podría soportar a aquel loco violento con el que se había casado. Le rondaba la idea del suicidio. Se preguntó si él maltrataría físicamente a los hijos que pudieran tener.

Cuando Richard quiso acostarse con Barbara, ella se negó abiertamente durante mucho tiempo, pero él no estaba dispuesto a aceptar una negativa, y Barbara se quedó embarazada de nuevo, por cuarta vez. Richard le prometió que no le pegaría, pero si volvía a casa de mal humor y no le gustaba algo que había hecho Barbara, le daba una bofetada.

Cuando a Barbara empezó a crecerle el vientre de nuevo, se armó del valor suficiente para decirle:

– Richard, escúchame bien… escúchame muy bien: si Dios nos manda un hijo, y tú haces daño a ese hijo, si pegas a ese hijo, te juro que te mataré. Te cortaré el cuello cuando estés dormido. Te pondré veneno en la comida. Te mataré. Pegarme a mí, maltratarme a mí, es una cosa. Pero si pones un dedo encima a mi hijo, estás muerto.

Cosa extraña, Richard aceptó esto con facilidad; ni siquiera le replicó.


Barbara y Richard se mudaron de nuevo a un piso pequeño y bonito con jardín en Cliffside Park. Aquel cuarto embarazo fue muy difícil para Barbara. Los últimos meses los tuvo que pasar en cama. Visitaba a un pediatra todas las semanas. Entre las visitas al médico y todo lo demás, estaban cortos de dinero. Para salir adelante y tener algo ahorrado ante la llegada del niño, Richard tomó un segundo empleo llevando un camión de reparto. Trabajaba todo el día en el laboratorio, se volvía a casa en autobús, tomaba una cena rápida y volvía a salir a llevar el camión de reparto durante buena parte de la noche. Después, dormía unas cuantas horas antes de volverse de nuevo al laboratorio. Estaba siempre cansado, de mal humor; tenía agujetas, y seguía encontrándose corto de dinero. Tener un hijo salía caro. Me parecía que cuanto más trabajaba, menos teníamos. Me sentía como si… me estuviera ahogando, y que por mucho que me esforzaba, no conseguía mantenerme a flote, explicó Richard.

En contra de sus mejores intenciones y de la solemne promesa que se había hecho a sí mismo, Richard decidió hacerse delincuente otra vez; solo que esta vez se propuso tener mucho más cuidado y prudencia y no correr riesgos innecesarios.

No tardó en volver con su viejo amigo… el crimen.


Richard se puso en contacto con un par de tipos de Jersey City que conocía, dos irlandeses rudos que eran callados, uno tipos legales, discretos y duros, artistas profesionales del asalto a camiones. Uno se llamaba John Hamil, el otro Sean O'Keefe. Tenían contactos con tipos que trabajaban en diversas empresas de transportes, y a veces les daban el aviso de alguna buena carga. Sabían que Richard era de fiar y duro, que tenía la boca callada… y que era mortal. Los tres, avisados por un cargador de camiones, se pusieron a vigilar una empresa de transportes de Union.

Vieron que los camioneros se limitaban a entrar con la caja del camión en el patio de carga, se enganchaban a un tráiler y se ponían en camino sin más que saludar con un gesto al guardia de seguridad al pasar. Decidieron que aquella sería una manera fácil de poner la mano encima a cargas valiosas sin el menor-esfuerzo. Richard hasta asistió a una autoescuela para aprender a llevar tráilers de dieciocho ruedas. Era el único que tenía los huevos de entrar en el patio de carga y engancharse a un tráiler como si tuviera todo el derecho del mundo, tan tranquilo que a nadie se le ocurría decirle nada.

Cuando la nueva banda se enteró de que había un cargamento valioso de ropa vaquera, robaron un camión. Richard se vistió de camionero, hasta se puso una gorra del sindicato de camioneros, y entró con el camión en el patio, se enganchó al tráiler de ropa vaquera y se puso en marcha, procurando despedirse con la mano del guardia de seguridad, que le devolvió el saludo con una sonrisa. Todo funcionó como un reloj. Ahora solo les faltaba llevar el tráiler a un comprador de Teaneck y cobrar, y el trabajo estaba hecho. A Richard le agradaba lo bien que había salido el golpe. Pero seguía inquieto: ahora, por primera vez en su vida, tenía algo que perder: una esposa a la que quería y un niño al que querría también incondicionalmente. El plan era que John y Sean seguirían a Richard hasta el almacén de Teaneck, pero para seguir a Richard tuvieron que saltarse un semáforo y los hizo parar un agente de la Policía estatal de Nueva Jersey. Richard siguió adelante, con aprensión y sin dominar bien aquel tráiler enorme en la carretera. Se tranquilizó, se recordó a sí mismo que debía conducir despacio, que no debía hacer nada por lo que lo pudieran hacer parar. Tanto la caja como el tráiler eran robados, y él llevaba encima un revólver del 38 con cañón de dos pulgadas. Si un policía lo hacía parar por algún motivo, él lo mataría y seguiría adelante. Juró que no iría a la cárcel, que no lo apartarían de la única persona a la que había querido en su vida… ni de su hijo, que estaba por nacer. A aquel hijo lo amaría y lo cuidaría, se encargaría de que no le faltara nada.

Mientras Richard pensaba en el futuro esperando que no apareciera ningún policía, cortó el paso sin darse cuenta a un Chevrolet rojo. En él iban unos jóvenes. Estos se pusieron a su lado y empezaron a decirle cosas, a insultarlo, y después se le pusieron delante y redujeron la velocidad, obligándole a pisar con fuerza los pesados frenos neumáticos. Le hicieron el gesto de levantar el dedo corazón, un gesto que siempre encolerizaba a Richard. Siguieron así. El supuso que estaban borrachos. Pero seguían obligándole a reducir la velocidad y a pisar los frenos. Siguieron así durante varios kilómetros. Richard temió entonces que un agente de la Policía estatal lo viera conducir de manera irregular y le mandara parar, y entonces tendría un problema grande. Decidió frenar y detenerse por su cuenta, dejar que aquellos dos imbéciles siguieran su camino; y así lo hizo. Pero el coche también se detuvo y dio marcha atrás. Ay, mierda, pensó Richard. Yo no quiero meterme en líos, pero los líos me siguen a mí.

Se bajó de la cabina sacudiendo la cabeza, esperando que la situación se calmara cuando vieran lo grande que era; pero los dos tipos se bajaron de su coche insultando a Richard. Uno llevaba un bate de béisbol recortado.

– Mirad, chicos -dijo Richard-, no quiero líos. Seguid vuestro camino. Yo estoy trabajando, nada más.

– ¡Que te jodan, puto gilipollas! -dijo el tipo del bate, que no dejaba de amenazar con él a Richard.

– No me joderán a mí; te joderán a ti -dijo Richard, y sacó el 38 y los abatió a los dos a tiros. Después se acercó a ellos y los remató de sendos tiros en la cabeza, para asegurarse de que no pudieran irse de la lengua. Después se subió tranquilamente a la cabina y se puso en marcha. Sin más incidentes, llegó al almacén, cobró su parte del dinero y se volvió a su casa.

Siempre reservado, no contó nada de lo sucedido a Sean ni a John.

Con lo ganado en aquel trabajo, doce mil dólares, Richard se compró un coche mejor, un televisor grande en color y algunas cosas que necesitaban para la casa, y dejó un poco ahorrado. Barbara no le preguntó de dónde había sacado el dinero; bien sabía que no debía preguntarle… nada. Si él tenía algo que decirle, ya se lo diría.

Richard estaba satisfecho. Se había arriesgado, había dado un buen golpe; era todo un hombre, un buen cabeza de familia. Saldría adelante.

No pensó siquiera en los dos hombres que había matado. Para él eran como dos insectos que se hubieran estampado en el parabrisas. Eran víctimas de la carretera, nada más. Pero sí que se libró del revólver que había utilizado para aquel trabajo.

Los dos asesinatos no se relacionaron nunca con Richard: no había testigos ni pistas, solo dos hombres muertos a tiros en la carretera.

Cuando a Barbara le creció el vientre, Richard intentó controlar su mal genio. No quería hacerle daño, hacerle perder otro niño. No quería convertirse en lo que había sido su padre, explicó hace poco. Cuando me enfado, lo veo todo rojo y exploto como una bomba. Es una cosa que no me gusta de mí mismo. Sigue sin gustarme. Yo no quería hacer daño a Barbara. Quería a Barbara. Supongo que el problema era que estaba obsesionado con ella. Después de… después de pegarla o maltratarla, siempre me odiaba a mí mismo. Me odiaba de verdad. Me miraba al espejo y no me gustaba lo que veía.


Richard seguía llevando dentro el gusanillo del juego.

Con intención de multiplicar el dinero que había ganado en el robo del camión, acudió a una partida fuerte de cartas en Paterson. Richard llegó a la partida con seis mil dólares en el bolsillo, en billetes de cien. Durante unas horas tuvo una racha ganadora dorada, pero acabó perdiendo los seis mil. Se volvió a su casa furioso consigo mismo. Barbara no sabía nada del dinero que había tenido y que había perdido. Richard entró por la puerta con un humor de perros, siniestro. Ya estaba casi amaneciendo, pero Barbara sabía que no debía hacer preguntas a su marido sobre sus hábitos irregulares. Le preparó unos huevos. Él dijo que estaban pasados, los tiró al suelo y se fue a la cama. Menos mal que me lo quito de encima, pensó Barbara.


La tía de Barbara, Sadie, falleció. El corazón enfermo le falló por fin, y murió en paz mientras dormía. Barbara quedó destrozada. Había estado muy unida a Sadie. Richard la había apreciado (y él no apreciaba a mucha gente) y asistió al entierro con Barbara, estuvo allí sentado comportándose como es debido. Cuando Barbara lloraba, él la consolaba. No había visto nunca el modo que tenían los italianos de expresar abiertamente su dolor, y le sorprendió. Para Richard, la muerte no era más que un proceso natural; no era cosa como para quedarse hundidos. Parecía que estaba extrañamente distanciado del dolor normal que sienten las personas por la desaparición de un ser querido. Era la falta de empatia, síntoma clásico de la personalidad psicótica. Stanley Kuklinski había conseguido despojar a Richard a golpes de su empatia. Richard no había visto nunca a Barbara tan alterada, ni siquiera cuando había perdido al hijo el año anterior.

Aquella noche tenían que asistir al oficio fúnebre oficiado por el párroco, el padre Casso, pero Barbara y Richard llegaron tarde porque él tuvo que ir a alguna parte y la recogió cuando ya había empezado el oficio religioso. Ella estaba enfadada, y él no entendía por qué.

– Ya está muerta, ¿no? -le dijo él.

– No se trata de eso. Se trata de manifestar el respeto debido.

El no supo qué responder, no tenía ningún punto de referencia ni concepto claro de aquel tipo de respeto.

Merrick Kuklinski nació en marzo de 1964. Era una niña sana, al parecer. Barbara estaba entusiasmada. Había perdido tres hijos, y ¿quién sabía lo que podía pasar con los estallidos irracionales de Richard? A diferencia de los hijos que había tenido con Linda, Richard veía en aquella niña una bendición valiosa, y estuvo muy cariñoso con Barbara. No podría haber estado más atento en todos los sentidos. ¿Quería algo de beber, de comer? ¿Qué quería que le trajese? Barbara empezaba a pensar que, de hecho, se había casado con dos hombres claramente distintos, el Richard bueno y el Richard malo. Cuando era el Richard bueno -explicaba ella-, era el colmo de la amabilidad, de la generosidad y de la consideración. Cuando era el Richard malo, era el canalla más malo del mundo.

Cuando llegó el momento de volver a casa con Merrick, Richard llevó con orgullo en brazos a su niña, con el máximo cuidado y una gran sonrisa en su cara de pómulos marcados. Había querido tener una niña, y ya la tenía. Creía, cosa rara, que un hijo varón se habría disputado con el tiempo el afecto de Barbara, y por eso solo quería niñas. En aquella época no solía ver casi nunca a los dos niños que había tenido con Linda. Era como si el padre de estos hubiera sido otro hombre, y no Richard. No se sentía ligado con aquellos niños como con Merrick.

Cuando llegaron a casa con Merrick, toda la familia de Barbara fue a verlo. Todos estaban emocionados por Barbara, sabiendo que había perdido tres niños seguidos. La Nana Carmella de Barbara fue a la iglesia a poner velas para dar gracias a Dios, pues estaba seguro de que había intervenido para enviar a su hija la bendición de una niña hermosa y sana. Se sirvieron bebidas. Se hicieron brindis efusivos. Richard repartió puros, orgulloso, en el papel de padre sonriente. Qué bella era la vida.

Pero pronto descubrieron que Merrick no estaba tan sana como parecía. Tenía una obstrucción urinaria que le producía problemas renales, fiebre alta, convulsiones. Sufría constantemente, y tenía que ir con frecuencia al médico para someterse a muchas intervenciones y operaciones.

Mientras tanto, Barbara se había quedado embarazada otra vez. Su quinto embarazo fue relativamente sencillo, aunque sus últimos meses tuvo que pasarlos otra vez en la cama. Fue una época difícil para ella. No era persona de trato fácil; a veces era exigente y cortante. Tenía que hacer visitas frecuentes al médico. Las facturas se acumulaban. Richard tenía la sensación de que iba nadando contracorriente y no avanzaba por mucho que lo intentara. Se buscaba la vida, corría riesgos, pero le seguía costando trabajo salir adelante. Se sentía atrapado. Barbara tuvo una segunda hija a la que llamaron Christine.

Merrick se convirtió en una niña atractiva de grandes ojazos redondos que tenía que estar ingresada en el hospital con frecuencia. Richard le dedicaba toda su atención. Se quedaba junto a su hija mayor, le acariciaba el pelo, corría a llevarle cualquier cosa que le hiciera falta. Hasta dormía con ella, como hacía Barbara, en su habitación del hospital, en el suelo, sin más que una almohada y una manta delgada. Fue una agradable sorpresa para Barbara ver que Richard era un padre bueno y cariñoso. Se dio cuenta por primera vez de que Richard podía ser un hombre verdaderamente bueno, y se alegró de tenerlo a su lado en aquella situación difícil.

Las facturas de los médicos y del hospital se acumulaban. La pareja no tardó en estar hundida en las deudas. Aunque la madre y la abuela de Barbara hacían lo que podían, Richard tenía que pasarse cada vez más horas trabajando en el laboratorio. A veces hacía su turno de trabajo y se quedaba después toda la noche sacando copias piratas de películas y dibujos animados populares. Pero por mucho que trabajaba, por muchas horas extra que hiciera, por muchas películas pirateadas que copiase y vendiese, nunca había dinero suficiente. Barbara se quedó embarazada otra vez. La familia se trasladó a un piso mayor en Cliffside Park. Las deudas se acumulaban. Así lo recuerda Richard: Me parecía que me estaba hundiendo en un hoyo, y que cuanto más trabajaba, cuanto más me esforzaba, me hundía más y más. ¡Esa vida honrada no me daba resultado!

Richard llamó a John Hamil, de Jersey City.

– ¿Tenéis algo bueno? -le preguntó.

– La verdad es que sí, Rich.


El botín de aquel trabajo era un camión de relojes de pulsera Casio, que eran populares y fáciles de convertir en dinero. Había un tipo de Teaneck que estaba dispuesto a comprar todo el cargamento. Richard, John y Sean fueron a verlo. Tenía un almacén muy cerca de la Ruta 4. Era un tipo grande y corpulento que hablaba por un lado de la boca, como si tuviera la mandíbula paralizada. Confirmó que se llevaría todo el cargamento; se acordó un precio.

– Todo el mundo quiere esos putos relojes. Me llevaría cinco camiones si pudierais ponerles las manos encima -les aseguró.

Una vez acordado aquello, Richard y sus socios se dispusieron a robar el cargamento de relojes Casio. Les habían dado el soplo de dónde y cuándo estaría el cargamento. Siguieron al camión e hicieron detenerse al conductor enseñándole placas de Policía falsas. Richard se subió a la cabina y se pusieron en camino, dejando al conductor atado al borde de al carretera. Richard llevaba guantes, como siempre. Siempre que hacía algo ilegal, fuera lo que fuera, llevaba guantes. Consiguieron llegar al almacén de Teaneck. El hombre que había accedido a comprarles la carga se deshacía en sonrisas. Pero se empeñó en que su equipo de tres hombres descargara el camión para asegurarse de que estaba toda la carga… cien mil relojes de pulsera.

– Escucha, amigo, están todos -le dijo Richard-. Ni siquiera hemos abierto el tráiler.

– Tengo que comprobar -respondió él.

– De acuerdo. Sin problema, amigo -dijo Richard, deseando acabar con aquello, recibir el dinero y volverse a su casa con su familia. Naturalmente, iba armado. Llevaba dos pistolas bajo la chaqueta, metidas en los pantalones.

Los otros tres tipos descargaron los palés del tráiler con carretillas elevadoras. Richard, Sean y John, impacientes, los veían trabajar.

Cuando la carga estuvo en el suelo del almacén, abrieron las cajas y contaron los estuches de relojes. Eran exactamente cien mil. Toda aquella operación había durado dos horas.

Richard se estaba impacientando.

– Ya lo ves, amigo: te lo dije -espetó, sabiendo que el riesgo que corría se acumulaba cuanto más tiempo pasara allí. Richard se estaba poniendo tenso, y cuando Richard se ponía tenso, era frecuente que muriera gente de manera repentina.

– Pasad a la oficina -dijo el comprador. Richard tenía una mala impresión, de que se avecinaba algo desagradable.

– ¿Queréis una copa? -le ofreció el comprador, hablando por un lado de la boca.

– No, gracias; solo el dinero -dijo Richard.

– ¿Sabes? De eso quería hablarte -insinuó el comprador, que tenía más cara de comadreja a cada momento que pasaba.

– ¿De qué? -preguntó Richard, sabiendo de antemano la respuesta.

– Del dinero.

– ¿Qué hay que decir de eso, amigo? Hemos acordado un precio. Ya tienes los relojes. Ya es hora de que nos des el dinero. Así de sencillo.

– No es tan sencillo. He pensado que me gustaría… renegociar.

– ¿Cómo dices? -soltó Richard, frunciendo el ancho ceño, con ojos que se volvían fríos, helados, distantes.

– Cincuenta de los grandes en vez de setenta y cinco. Eso me vendría mejor -dijo la comadreja.

– Y una leche -contestó Richard. Acordamos setenta y cinco. ¿Y ahora que has hecho que los tuyos descarguen los relojes, quieres renegociar? Qué gracia. Eres muy gracioso, amigo, ¿lo sabías?

Richard echó una mirada a Sean y a John, diciéndoles con los ojos que estuvieran listos porque ahí iba a haber problemas. Tiros.

– Ya conoces a Tommy Locanada, de Hoboken. Es mi goombah [2]. Vamos a llamarlo, y él te dirá que cincuenta es un buen precio.

Eso terminó de enfadar a Richard.

– Puedes llamar a Jesucristo mismo si te da la gana, joder. No vamos a aceptar cincuenta. Acordamos setenta y cinco y así será.

– No será -dijo el comprador; y entonces a Richard se le terminó la paciencia, sacó la pistola y le pegó un tiro al comprador en la cabeza. Estaba muerto antes de llegar al suelo, antes incluso de enterarse de que su vida había terminado. Richard salió corriendo al almacén y mató rápidamente a los otros tres tipos de sendos tiros en la cabeza.

– No podemos dejar testigos -dijo; y volvieron a cargar los relojes en el camión y se marcharon, asegurándose de que no dejaban pistas. Cuando se descubrieron los cadáveres al día siguiente y se llamó a la Policía, los asesinatos se calificaron de «ajuste de cuentas del crimen organizado» y no se resolvieron nunca, no se relacionaron nunca con Richard Kuklinski.


Consiguieron vender el cargamento a Phil Solimene, un malhechor al que Richard conocía bien desde hacía muchos años. Solimene era un hombre de aspecto fiero, de cabellera negra y espesa muy engominada. Era amable y encantador. Solimene tenía muchos negocios, todos ilegales. Tenía en Paterson una tienda de artículos rebajados sin letrero en la puerta. Vendía de todo, y todo lo que vendía era robado: pequeños electrodomésticos, perfumes, café, frutos secos, alimentos enlatados de todas clases: todo fruto de robos y de asaltos a camiones. Encima de la tienda tenía a unas cuantas chicas que practicaban la prostitución, y vendía también películas porno, hasta aquellas en las que aparecían escenas duras de zoofília, de cualquier clase, mujeres jodiendo y haciendo felaciones con perros y con ponis. Había un gran mercado para esas cosas, y Solimene lo cubría de buena gana. Estaba dispuesto a vender cualquier cosa, hasta a su madre. También dirigía una banda de ladrones de casas y hacía de perista para todo tipo de ladrones que robaban en las viviendas de toda Nueva Jersey. En cierto modo era el Fagin [3] de Nueva Jersey. Las noches de los fines de semana, Solimene organizaba partidas de póquer en la trastienda. Richard lo apreciaba porque era un delincuente nato, todo un artista capaz de hacer cualquier cosa para ganarse un dólar: los dos hablaban el mismo idioma. Aunque Solimene no era un asesino nato, como Richard, tampoco tenía reparo en preparar una encerrona para que a alguien lo atracaran a mano armada y lo mataran. Solimene era uno de los pocos amigos que había tenido Richard en su vida; lo que resultó ser un error fatal.


La idea de volver a dedicarse plenamente a la vida delictiva le parecía cada vez más atractiva, como una olla de monedas de oro al final de un gran areoíris. Richard quería algo más en la vida. Una porción más grande y apetitosa del célebre pastel americano. Hasta pensó en volver a «hacer daño a la gente» por dinero, a practicar el asesinato a sueldo. Era un trabajo que hacía bien, que le gustaba y que le planteaba un desafío; pero ahora tenía familia, tenía algo que perder.

Con todo, seguía yendo a trabajar todos los días al laboratorio cinematográfico, robaba allí más y más. Según cuenta, descubrió por entonces que los tres propietarios de la empresa se robaban los unos a los otros, sisaban material (grandes latas de película) y copias maestras que podían servirles para hacer otras copias que venderían clandestinamente.

Cuando Richard se dio cuenta de lo que pasaba, los propietarios tuvieron de pronto un cuarto socio: él. Se volvió cada vez más atrevido, y empezó a vender las costosas latas de película, además de las películas y los dibujos animados que pirateaba.

En los laboratorios se copiaban y se revelaban con toda normalidad películas X. Eran completamente legales, y en aquellos laboratorios se procesaban casi todas las películas pornográficas que se producían en la Costa Este.

Richard empezó a piratear estas producciones; a veces se quedaba toda la noche haciendo funcionar cuatro y cinco máquinas a la vez. Funcionaba de acuerdo con otro tipo del laboratorio, un revelador, y entre los dos copiaban y revelaban pornografía de todo tipo.

Richard estaba viendo con regularidad pornografía dura por primera vez en su vida. Dice que no solía excitarlo; tenía a las mujeres que actuaban en esas películas por putas y perdidas, y no lo excitaban en absoluto. Aunque sí que le llamaban la atención las producciones del tipo «chica-chica». También procesaban películas porno en las que aparecían escenas de zoofilia, en una de las cuales aparecía Linda Lovelace, que todavía no era famosa, haciendo una felación con ganas a un perro pastor alemán muy contento. Richard vendía algunas de estas películas a Phil Solimene, y parecía que se las quitaban de las manos. Nunca hablaba de estas cosas con Barbara. Ella sabía que se dedicaba a la venta clandestina de películas de dibujos animados, y no le daba gran importancia, no le parecía cosa muy grave.

Richard quería ganar más dinero y habló con un tipo que había conocido en los laboratorios y que tenía contactos, Anthony Argrila, asociado a la familia Gambino del crimen organizado. Argrila dijo que su socio, Paul Rothenberg, y él, estaban dispuestos a comprarle todas las películas que pudiera piratear Richard; y de esta manera, de la noche a la mañana, Richard se encontró, sin saberlo, vendiendo pornografía pirata a la familia Gambino, que controlaba las tiendas de pornografía de todo el país.


John Hamil llamó a Richard para decirle que un camión cargado de televisores iba a salir de una empresa de transportes, en el estado próximo de Pensilvania.

– Tenemos la matrícula del camión y todo lo demás -le explicó John.

– Contad conmigo.

– Rich, tenemos que darnos prisa.

– Yo estoy preparado -dijo Richard, y, a la noche siguiente, Sean, John y Richard se dirigieron a Pensilvania. Como no querían llevar un camión robado hasta Nueva Jersey sin tener preparado a un comprador, decidieron buscar un escondrijo seguro para el camión hasta que localizaran a un comprador. Siempre era mejor vender todo el cargamento de una vez: no era cuestión de vender al por menor, sino al por mayor. John conocía a un tipo que tenía una granja en el condado de Bucks, con un granero, y el hombre accedió a dejarles guardar el camión robado en su granero por quinientos dólares al contado, sin hacer preguntas.

Robaron el camión sin dificultad. Amenazaron al camionero con una pistola cuando se detuvo en un semáforo, en una calle solitaria. Lo ataron a una farola y lo dejaron allí para que lo encontraran las autoridades. Richard y sus socios llevaban máscaras. El camionero no sería capaz de describirlos aunque quisiera, y tampoco quería. No le habían robado nada suyo. ¿Para qué jugarse el tipo? Richard condujo el camión hasta la granja. Lo dejaron en el granero y se fueron a buscar comprador. Aquella era siempre la mejor manera de colocar un cargamento robado: sin prisas; comparando ofertas. De hecho, tardaron ocho días en encontrar a un tipo dispuesto a comprar toda la carga a un buen precio y pagando al contado a la entrega de la mercancía. Volvieron a la granja a recoger la carga. El granero estaba vacío; el camión había desaparecido. El propietario de la granja, un tipo alto, flacucho, al que le hubiera venido bien un afeitado y un buen baño, con pelo largo y falto de algunos dientes, dijo que «no tenía ni idea» de dónde estaba el camión, mirando fijamente a los ojos a los tres ladrones mientras se rascaba la cabeza.

– ¿Qué? -dijo Richard.

– No tengo ni idea de lo que ha pasado -dijo el hombre.

– Amigo, es imposible que alguien se haya largado de aquí con esa carga sin que tú te hayas enterado. ¿Es que tengo cara de tonto?

– No tengo ni puta idea de qué ha pasado -repitió el granjero-. ¡Lo juro!

– Te hemos pagado bien para que guardases el camión aquí. Lo queremos. ¿Dónde está?

– No lo sé… lo juro por mi madre, no lo sé -dijo el granjero, en sus trece.

Richard soltó un largo suspiro.

– No me obligues a hacerte daño… te haría mucho daño -dijo-. ¿Dónde está nuestro camión?

– ¡En serio, tíos, no lo sé!

– Amigo… te doy una última oportunidad. ¿Dónde está nuestro camión?

– ¡Le digo que no lo sé!

Richard pidió a John y a Sean que ataran al tipo a un árbol cerca del granero. Aquel era un lugar muy apartado, no había otras casas en kilómetros a la redonda. Era uno de los motivos por el que lo habían elegido. El tipo flacucho estaba suplicándoles y diciendo que no sabía nada. Richard le dio unas cuantas bofetadas.

– ¡No sé nada, lo juro! -aulló el granjero, sangrando un poco por el labio.

A Richard se le ocurrió una idea diabólica. Volvió tranquilamente al coche. Tenía en el maletero dos bengalas rojas, de las que se utilizan en caso de emergencia en carretera. Tomó una y volvió junto al granjero.

– ¿Dónde está nuestro cargamento? -preguntó, enseñando al hombre la bengala.

– ¡No lo sé, amigo!

Al hombre delgado le temblaba el labio inferior ensangrentado.

Richard pidió a Sean y a John que quitaran al tipo los zapatos y los calcetines. Era un hermoso día de primavera. Los pájaros cantaban. El sol estaba despejado y alegre. Las mariposas revoloteaban por el aire. Richard encendió la bengala. Saltó de ella una lengua de fuego blanca. Richard la acercó al pie izquierdo del hombre, lo justo para levantar ampollas en la carne sin quemarla. Intentaba dar al tipo ocasión de hablar, de desembuchar.

– Por favor, le digo que no lo sé… ¡lo juro!

Al oír esto, Richard le apretó la bengala encendida al pie. El tipo chillaba, chillaba, pero seguía negando que supiera nada del camión. El aire se llenaba del olor a carne quemada. Richard sabía el intenso dolor que producía aquello y empezaba a pensar que quizá aquel tipo no supiera nada de verdad. Siguió adelante para asegurarse. Lo dejó cuando el pie izquierdo del hombre parecía un trozo de carne chamuscada. Los huesos de los dedos de los pies se veían claramente; casi toda la carne había desaparecido; aquello ya no parecía un pie.

– ¿Dónde está nuestro camión? -le preguntó Richard.

– ¡No lo sé! ¡Por mi madre! ¡Lo juro por mi madre! -gritaba el hombre con expresión de sinceridad atormentada.

– Si nos lo dices, te llevaremos a un hospital, podrán cuidarte el pie, y nosotros nos iremos a lo nuestro. Es imposible que alguien se haya llevado ese camión de esta granja sin que te enterases. Hace un ruido como un puto reactor al despegar.

– No he estado aquí día y noche; ¡le juro que no lo sé!

Richard sonrió con su sonrisa de lobo maligno, empezó a trabajar en el otro pie, lo quemó hasta dejarlo hecho un amasijo sanguinolento y chamuscado. Mientras tanto, el hombre no dejaba de chillar y de blasfemar.

La primera bengala se consumió. Richard, John y Sean se apartaron a deliberar.

– Creo que ya lo habría dicho si lo supiera -dijo Sean.

– Eso creo yo también -asintió John.

– Sí; yo también empiezo a creerlo -dijo Richard, mirando al hombre, que lloraba como un niño-. Puede que no lo sepa de verdad.

Pero algo, un sexto sentido, le dijo que el hombre sí lo sabía. Richard volvió al coche, recogió la segunda bengala y volvió junto al granjero, que estaba fuera de sí.

– ¿Por qué te estás provocando a ti mismo tantos sufrimientos? -le preguntó Richard-. Dínoslo. Te dejaríamos en el hospital, y todo habría terminado.

– Pero ¡si no lo sé! -insistió él con voz de súplica.

Richard encendió la segunda bengala.

– Vale, allá vamos, ahora ya no voy a jugar, joder. Se acabaron los jueguecitos. Nos vas a decir dónde coño está nuestro cargamento, o te quemo los huevos.

Acercó la llama blanca de la bengala a la ingle del hombre.

– ¡Jesús, María, madre de Dios, no lo sé! -aulló el granjero, con los ojos casi saliéndose de las órbitas como en los dibujos animados.

Entonces Richard le acercó tranquilamente la llama a la ingle. La llama intensa quemó rápidamente el tejido, y Richard aplicó el calor ardiente a los testículos del hombre, que habían quedado al descubierto. Este chillaba y aullaba, suplicaba, prometía, juraba que no sabía nada. Cuando los huevos del hombre estuvieron quemados hasta quedar convertidos en una bola de carne encogida, Richard apartó la bengala. El tipo ya estaba tan fuera de sí que apenas era capaz de hablar.

Richard, que era un psicópata sádico con todas las de la ley, no sentía la menor compasión por aquel hombre. John y Sean estaban algo consternados. Era difícil no estarlo. El hombre era un espectáculo lastimoso.

– ¿Dónde está nuestro cargamento, amigo? -le preguntó Richard-. Esto no es más que el principio.

– No… no… no lo sé -consiguió exclamar el otro.

– Vale; despídete de tu polla -dijo Richard-. Te voy a quemar la puta picha -añadió, acercándole la bengala.

– ¡No! ¡Se lo diré! ¡Se lo diré!

– ¿Dónde está? -le preguntó Richard, ya francamente harto.

– En una granja, carretera abajo. Lo tiene mi amigo Sammy.

– Con que lo tiene Sammy -dijo Richard-. Jodido imbécil. ¿Por qué no nos lo dijiste de entrada, y te habrías evitado todo esto?

– Porque creí… creí que podría engañaros -dijo el granjero, jadeante, como si acabara de echar una carrera.

– ¿Y qué te parece? ¿Nos has engañado? -preguntó Richard.

– No.

– Te podrías haber ahorrado todo este sufrimiento.

– No quería hacerlo. Mi chica necesitaba un aborto. Necesitaba dinero desesperadamente.

– Creíste que el dinero valía más que tus huevos. Amigo, ya no tienes huevos.

– ¡Ya lo sé! -aulló él.

– Imbécil -dijo Richard-. ¡Puto imbécil!

Richard envió a John y a Sean a la otra granja, mientras él se quedaba con Huevos Quemados.

Cuando John y Sean se detuvieron ante la granja, Sammy salió de la casa.

– ¿Tienes nuestro camión? -dijo Sean.

– ¿Qué camión? -respondió él.

– Ya estamos otra vez -dijo John.

– John Atkins dice que tienes nuestro camión.

– ¿John ha dicho eso? No tengo ningún camión -dijo Sammy. Era un tipo bajo y grueso, con cabeza grande y redonda. Llevaba restos de comida en la barba. Las moscas le rondaban alrededor de la enorme cabeza. Su foto podría haber servido para ilustrar un artículo sobre la «basura blanca» en un diccionario [4]. Sean llamó a Richard y le contó lo que había dicho Sammy.

– Hacedle algo de daño -le propuso Richard. Sacaron las pistolas y empezaron inmediatamente a pegar con ellas a Sammy. Este se rindió al momento, dijo que el camión estaba al fondo, tras unos árboles, los condujo hasta allí. Por fin habían encontrado su camión.

En la granja de Huevos Quemados Richard decidió que los dos tipos debían morir. Pensó que el tipo al que había estropeado los pies y los huevos querría vengarse tarde o temprano, y sin pensárselo un momento los mató a los dos de sendos tiros en la cabeza, y los tres asaltantes se volvieron a Nueva Jersey, donde vendieron la carga al precio convenido.

Pero parecía que a Richard Kuklinski el dinero le quemaba las manos. Se llevó a la familia de vacaciones a Florida y perdió mucho dinero jugando al póquer y al bacará. Pero con algo de dinero del golpe y algo más que les dio la madre de Barbara y la nana Carmella, Richard y Barbara consiguieron comprarse una casa nueva, un adosado en el oeste de Nueva York. Richard había querido siempre tener casa propia, ser el rey de su propio castillo. Lo había conseguido por fin, y gobernaría su castillo con mano de hierro.

21

Paso al Llanero Solitario

Era a finales de 1969 y un joven que acabaría por desempeñar un papel crucial en la vida de Richard estaba concluyendo los cuatro años por los que se había alistado en las Fuerzas Aéreas. Se llamaba Patrick Kane.

Kane era un joven de veintidós años, alto y apuesto, de cuerpo esbelto, fuerte y musculoso y con una espesa cabellera negra que se peinaba hacia un lado. Tenía los ojos castaños, grandes y en forma de nuez, llenos de ilusión y de optimismo, en un rostro simétrico y ovalado. Kane se había criado en Demarest, Nueva Jersey, un pueblo pequeño donde todos se conocían. Pat era el menor de tres hermanos varones, un joven alegre, aunque pensativo, y todavía no estaba muy seguro de lo que quería hacer con su vida. Estaba pensando trabajar una granja de 100 hectáreas que tenía un amigo suyo en Pensilvania. Lo que lo atraía de esta idea era que en la granja pasaría todo el día al aire libre. Pat Kane siempre había deseado estar al aire libre, desde que era niño.

Pat Kane era un gran atleta que brillaba en todos los deportes que practicaba: lucha Ubre, béisbol, fútbol americano y baloncesto. Era muy rápido y fuerte y tenía excelentes reflejos y coordinación por naturaleza. Pero su deporte favorito era la pesca. Le encantaba pescar en lagos y en ríos tranquilos y apartados, comiendo lo que pescaba. No le gustaba la caza porque le parecía que era eminentemente injusto disparar a un animal inocente y desarmado que no podía defenderse disparando a su vez.

Kane había estado destinado en Sacramento (California) y en Islandia. Estando destinado en California conoció a su novia, Terry McLeod.

Se conocieron en una cita a ciegas, y fue amor a primera vista. Pal acababa de despedirse de ella y ya la echaba mucho de menos.

El día que Pat volvía a su casa fue a recogerlo al aeropuerto de Newark su hermano Eddie, de la Policía estatal de Nueva Jersey. Ed llevaba su uniforme impecable, gris y negro, de la Policía estatal, e iba al volante de un coche patrulla reluciente del mismo cuerpo. Los dos hermanos se dieron un abrazo largo y fuerte. Todos los miembros de la familia Kane estaban muy unidos. En el camino de vuelta a casa de sus padres, Eddie le dijo:

– Pat, el examen es el martes que viene.

– ¿Que examen? -dijo Pat.

– Para ingresar en la Policía estatal.

– Eddie, todavía no estoy seguro de lo que quiero hacer.

– Pat, es un gran trabajo. El sueldo es bueno, además de los beneficios sociales, y tienes ocasión de mejorar las cosas, de hacer de este mundo en que vivimos un lugar mejor. Estoy seguro de que serías un buen policía, Pat.

– Me lo pensaré.

– El examen es el martes que viene -repitió Eddie-. Pat, somos la primera y la única defensa contra los malos. Si no fuera por nosotros, la sociedad se vendría abajo.

Pat sabía que a su hermano no le faltaba razón; pero él no sabía si estaba dispuesto a hacer la vida reglamentada de un policía estatal. Sabía que la Policía estatal de Nueva Jersey funcionaba como un cuerpo militar: había que seguir directrices, reglas y reglamentos estrictos, cosa que Pat llevaba haciendo cuatro años. Ahora quería algo de espacio, respirar un poco, en vez de quitarse un uniforme para ponerse otro.

Cuando Eddie y Pat llegaron a la casa de los Kane, sus padres, Patrick y Helen, salieron a recibirlos a la puerta principal, y ambos abrazaron y besaron a Pat y le dieron la bienvenida a su casa. Era su hijo menor y habían estado preocupados por él. Antes de ingresar en la Fuerza Aérea, nunca había vivido fuera de su casa. Ahora estaba de vuelta, sano y salvo, y ellos se alegraban mucho.

– Bienvenido a casa, hijo. Bienvenido a casa -dijo Patrick Kane, abrazando con fuerza a su benjamín. Pat estaba tan contento de haber vuelto a su casa que se le saltaron las lágrimas.

– Entra en casa, hijo; te he preparado una comida estupenda -dijo Helen Kane.

Pat tardó un año entero en decidir lo que quería hacer con su vida. Pasó ese tiempo haciendo trabajos no cualificados. Iba mucho a pescar, hablaba con su novia por teléfono varias veces por semana, iba a visitarla cuando tenía medios. Pat tenía poco dinero; sus padres no eran gente rica y vivían bastante justos.

Fueron varios los factores que animaron por fin a Pat a ingresar en la Policía estatal. Por encima de todo, su hermano Ed. Pat veía a Ed casi todos los días con su bonito uniforme de la Policía estatal, pistola al cinto. En segundo lugar, Pat se dio cuenta de la gran importancia que tenían los agentes de la ley. Tal como había dicho Eddie, eran la primera y la única defensa que tenía la sociedad contra los violadores, los asesinos, los ladrones y los forajidos que tanto abundaban en la sociedad. Pat oía hablar todos los días de las atrocidades terribles que cometían unas personas con otras. No se podía leer un periódico ni ver un telediario sin enterarse de un nuevo crimen odioso. El tercer motivo por el que Pat se animó a ingresar en la Policía estatal fue el desafío que representaba. Las pruebas físicas y los requisitos eran durísimos. Había que estar en plena forma para superarlos. Por término medio solo superaban las pruebas físicas cincuenta aspirantes de los quinientos que se presentaban. En último lugar, la Policía estatal lo atrajo porque era un trabajo que se realizaba casi siempre al aire libre.

Pat Kane presentó la solicitud para ingresar en la Policía estatal en la primavera de 1971. Aprobó con facilidad las pruebas escritas y las físicas, y a finales del invierno siguiente se convirtió en agente de la Policía estatal del Estado de Nueva Jersey. Sus padres y sus hermanos asistieron a la ceremonia de graduación. Pat Kane estaba muy elegante y apuesto con su uniforme nuevecito, y, según explicó hace poco, tenía una gran ilusión por cambiar las cosas, por intentar hacer que este mundo cambiante en el que vivimos fuera un lugar mejor, manteniendo a los lobos a raya.

Una de las primeras cosas que hizo Pat tras licenciarse en la academia de la Policía estatal fue pedir a Terry que se casara con él. Ella le dijo que sí, y al poco tiempo se fue a vivir a Demarest, en Nueva Jersey, despidiéndose de su familia y de todos sus amigos, y se casó con Pat.

A Pat Kane le parecía que ya tenía todo lo que podía soñar un hombre: un buen trabajo, satisfactorio, bien remunerado, que le planteaba desafíos y le permitía estar al aire libre, y una esposa hermosa y fiel que lo tenía en un pedestal.

Terry lo dejó todo, su familia, su hogar, sus amigos, el entorno que le era familiar, para estar conmigo -explicó Pat hace poco. Para ser mi esposa. Por lo que a mí respectaba, yo era el hombre más feliz, del mundo.

Así quedó la suerte echada y se preparó el terreno para una de las investigaciones criminales más importantes e impresionantes de los anales del crimen en la era moderna en los Estados Unidos, e incluso en el mundo entero.

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