INTRODUCCIÓN

Rattus Norvegicus

Richard Kuklinski se sintió atraído por los amplios bosques del condado de Bucks, Pensilvania, por la paz y la tranquilidad, la soledad y el aire fresco que encontraba en ellos. Estos bosques le recordaban a la iglesia, que era uno de los pocos lugares donde había podido encontrar descanso y tranquilidad en su vida, y donde había podido pensar sin distracciones. En el bosque había paz, silencio y serenidad, como en una iglesia.

Los bosques del condado de Bucks también eran buen lugar para librarse de los cadáveres. Richard era asesino a sueldo de profesión, y la tarea de deshacerse de los cuerpos era siempre problemática. A veces no pasaba nada por dejar a las víctimas allí donde caían, en callejones, aparcamientos y garajes. Otras veces tenían que desaparecer. Se lo exigían expresamente con el encargo. En cierta ocasión Richard dejó a una víctima en un pozo helado durante casi dos años, para que el cadáver se conservara, con la intención de que las autoridades no pudieran determinar con exactitud la fecha exacta de la muerte. Así se acabó ganando el apodo de El hombre de hielo.

Richard procuraba cuidadosamente no dejar nunca dos cadáveres en el bosque de manera que estuvieran cerca uno del otro, para que las autoridades no albergaran sospechas y vigilaran una zona concreta. El asesinato era su oficio, y lo practicaba con especial habilidad. Había refinado el oficio de matar hasta convertirlo en una especie de expresión artística. No había trabajo demasiado difícil para él. Llevó a cabo con éxito todos los encargos que le dieron en su vida. Se preciaba de ello. En el submundo del asesinato, Richard Kuklinski era un especialista muy apreciado, una superestrella del homicidio.


Richard tenía la característica única de que llevaba a cabo encargos de asesinatos para las cinco familias del crimen organizado de Nueva York, además de para las dos familias mañosas de Nueva Jersey, los Ponti y los célebres De Cavalcante.

Era a mediados de agosto de 1972 y el bosque estaba lleno de vegetación verde y frondosa. Richard caminaba a la sombra tranquila de los olmos, los arces, los pinos y los chopos altos y elegantes, llevando una escopeta Browning de dos cañones con la culata adornada con hermosos grabados. En las enormes manos de Richard, el arma parecía un juguete infantil.

A Richard le encantaba ese juego del gato y el ratón que había inventado, que consistía en acechar a los animales sin que lo vieran y matarlos antes de que se dieran cuenta de su presencia. Richard era un hombre muy grande, medía un metro noventa y seis y pesaba ciento treinta kilos de músculo, pero tenía la extraña habilidad de moverse en silencio, con gran sigilo, apareciendo de pronto, y conseguía así matar ardillas, marmotas, mofetas y ciervos, lo cual le servía de práctica para el arte en el que Richard destacaba, su única y verdadera pasión en la vida: acechar, cazar y matar seres humanos.

El momento de matar no me gusta especialmente, ¿sabe? Me gusta mucho más el acecho, la preparación y la caza, explicaba Richard.

Fue en una de estas «excursiones de práctica» en el condado de Bucks, cuando Richard encontró aquello: un animal grande, con aspecto de roedor, que estaba parado junto a un grueso roble. Creyendo que era una marmota, se acercó discretamente a la criatura. Todo estaba callado y en silencio, salvo el rumor de las hojas movidas por una brisa suave. Avanzando pisando solo con las puntas de sus pies de la talla cuarenta y ocho, aprovechando los árboles y los arbustos para acercarse lo suficiente para tener un buen tiro (para Richard era importante matar con el primer cartucho) consiguió rodear al animal acercándose a favor del viento. Cuando estuvo en buena posición, apuntó y disparó.

Acertó al animal, pero este seguía vivo, agitando inútilmente las patas traseras en el aire cálido de agosto. Cuando Richard se acercó, advirtió que se trataba, en realidad, de una enorme rata parda (Rattus norvegicus), que lo amenazaba enseñándole los dos grandes colmillos.

Tipo duro, pensó Richard.

Richard no tenía especiales deseos de hacer sufrir a la criatura, y, admirando su coraje, la remató enseguida. Cuando se disponía a mar c harse, vio la entrada de una cueva, tras una espesa zarzamora, al pie de una ladera empinada de granito con manchas de musgo verde.

Richard, siempre curioso, llegó hasta la cueva y entró. Las olió al momento: eran ratas. Vio sus excrementos, pero no veía a los animales. La cueva se adentraba mucho en la roca granítica y se hacía tan oscura que no se veía nada. Richard llevaba una linterna eléctrica pequeña y la encendió. No se veían ratas en ninguna parte, pero las percibía, las olía. Además de estar dotado de una fuerza casi sobrehumana, Richard tenía un olfato y un oído maravillosos. Sus sentidos eran como los de un depredador, los de una criatura que caza constantemente para comer y sobrevivir.

Salió de la cueva y volvió despacio hasta su coche, pensando en la rata parda enorme, trazando una idea diabólica. Guardó la escopeta en su funda forrada de piel de oveja y la metió en el maletero de su coche. No quería que la vieran su esposa ni sus hijos. Richard ponía siempre un cuidado escrupuloso para evitar que su familia se enterara de a qué se dedicaba en realidad, para que no vieran su amplia colección de herramientas de muerte, en la que figuraban tanto cuchillos afilados como navajas de afeitar, pistolas de todo tipo, algunas con silenciador, cordeles para estrangular, diversos venenos (su preferido era el cianuro), porras con clavos, granadas de mano, una ballesta, picos para hielo, cuerdas, alambres, explosivos y bolsas de plástico, entre otras muchas cosas. Le gustaban sobre todo las pistolas del calibre 22, porque sabía que cuando la bala entraba en el cráneo, tendía a rebotar de un lado a otro, provocando grandes daños al cerebro. También le gustaban mucho las deninger del 38; eran armas pequeñas que se podían ocultar con facilidad, y, a corta distancia, cargadas con munición dumdum, eran mortales, podían abatir a un caballo. Richard solía llevar dos derringer del 38, un cuchillo y una pistola automática de gran calibre cuando salía a trabajar.


Richard regresó algunos días más tarde a la cueva del condado de Bucks. Lloviznaba. Los tonos verdes oscuros del bosque en agosto estaban brillantes y más pronunciados. Richard llevaba de nuevo su escopeta. Llevaba también una bolsa de papel de estraza con un kilo de carne picada. Cuando so acercó a la entrada oscura de la cueva, vio centenares de huellas de ratas en el suelo húmedo. Se adentró en la cueva cosa de quince pasos. Le llegó el olor fétido, a almizcle, de las ratas. Dejó la carne y se marchó.

Cuando Richard volvió al día siguiente, la carne había desaparecido por completo. Sabía que las ratas eran animales carroñeros, capaces de comerse cualquier cosa, y se preguntó si se comerían a un ser humano. Se preguntó si podría convertirlas en cómplices inconscientes de suplicios y asesinatos.

Richard, lleno de curiosidad, volvió a su Lincoln y regresó a Nueva Jersey. Vivía con su esposa, Barbara, y con los tres hijos de ambos, en una casa de madera de cedro de dos alturas en el 169 de la calle Sunset, en el pueblo de Dumont. Era un barrio agradable, de clase media alta, un buen lugar para criar a los niños. Allí todo el mundo conocía a sus vecinos. La gente se daba los buenos días y las buenas noches con sincera amabilidad.

Barbara era una mujer alta y atractiva de origen italiano. Tenía una elegancia. Simplemente con unos vaqueros viejos y una sudadera holgada tenía un aspecto cuidado, de estar a gusto. Tenía las piernas notablemente largas, era delgada y tenía curvas donde hay que tenerlas. No aparentaba haber tenido tres hijos (dos niñas, Merrick y Chris, que tenían entonces ocho y siete años, respectivamente, y un hijo, Dwayne, de tres. Barbara había perdido dos hijos estando embarazada, a consecuencia de los malos tratos físicos que sufría a manos de Richard, manos enormes. Barbara explicó hace poco: Cuando Richard se enfadaba, era como un elefante en una cacharrería: podía romperse cualquier cosa, nada tenía valor. Podía ser el hombre más tierno y considerado del mundo, para pasar en un momento a ser el mayor hijo de puta de este mundo, con una crueldad ilimitada.

Aquel día, cuando Richard llegó a su casa, Barbara estaba preparando la cena. Nunca sabía en qué estado de ánimo iba a llegar su marido a casa, y siempre lo recibía con una especie de inquietud desconfiada. Barbara no sonreía hasta que lo veía sonreír a él. Richard sonrió entonces y saludó a Barbara y a sus hijos con sendos besos. Ella comprendió al momento que no estaba de mal humor.

Barbara estaba casada con dos hombres distintos, el Richard bueno y el Richard malo, como había llegado a llamarlos mentalmente. Afortunadamente, ahora estaba con el Richard bueno. Después de lavarse, Richard montó un coche de bomberos rojo de Dwayne, sentado pacientemente en el suelo con su hijo, con el juguete y con un destornillador.

Barbara hacía todo lo que estaba en su mano por proteger a Dwayne del Richard malo. Casi todos los fines de semana lo mandaba a casa de la madre de ella para que no le pasara nada malo, y se apresuraba a sacar a Dwayne de la casa si advertía que a Richard le cambiaba el humor, que tensaba los labios sobre los dientes y se ponía pálido. Cuando Richard producía un leve chasquido con el lado izquierdo de la boca, todos sabían que había llegado el momento de huir. Ese sonido era como una sirena que anuncia un bombardeo aéreo.

Merrick, la hija de Richard, era su favorita. La niña tenía insuficiencia en un riñón desde muy pequeña, tenía que ingresar en el hospital con frecuencia y había sufrido varias operaciones. Richard siempre estuvo a su lado, junto a su cama, dándole la mano, acariciándole la cabeza. Según decía Barbara, no podía haber estado más atento y cariñoso.

Merrick no guardó nunca rencor a su padre por ninguno de sus actos. Las palizas que daba a Barbara, los muebles que rompía, los juguetes que destrozaba, las tazas y los recuerdos familiares que aplastaba: todo se lo perdonaba. Nada era culpa suya. No podía evitarlo. Sencillamente, no era capaz de controlar su ira: así se lo había explicado él a Merrick (solo a Merrick), y ella lo creía. Era su papá. La querría mucho y de todo corazón, pasara lo que pasara.

Pero su otra hija, Chris, recordaba y tenía en cuenta todos los arrebatos de ira de su padre, sobre todo los malos tratos que daba a su madre. También Chris quería a su padre; era el único padre que había conocido, y cuando era bueno tenía un corazón de oro; pero Chris odiaba al hombre en que se convertía su padre cuando tenía uno de sus ataques de ira irracional. A pesar de todo, por muy furioso que se pusiera Richard, nunca pegó a ninguna de sus hijas ni a Dwayne.

Si hubiera puesto la mano encima a cualquiera de mis hijos, yo habría encontrado el modo de matarlo, y él lo sabía, explicaba Barbara.

Pero Barbara no tenía en cuenta, o quizá no podía aceptar, las realidades del daño psicológico que producían a sus hijas en lo más hondo los arrebatos de Richard. Chris y Merrick tenían doradas cabelleras rubias y caras dulces en forma de corazón: habían heredado lo mejor de su padre y de su madre. Chris tenía ojos azul claros; Merrick los tenía de color miel. Ambas tenían un atractivo especial, con los anchos pómulos eslavos de Richard, la nariz larga y perfectamente recta de Barbara, la mandíbula fuerte y la piel clara de los polacos. Eran tan parecidas que la gente solía tomarlas por gemelas. A Barbara le gustaba comprarles ropa igual, siempre dos prendas de cada tipo. En la mayoría de las fotos familiares las dos niñas aparecen vestidas iguales, y tras las sonrisas para la cámara se aprecia una tristeza perceptible. Las niñas iban a la escuela parroquial y eran tímidas y educadas, las perfectas señoritas. Con su carácter afectuoso y generoso y su facilidad para la sonrisa, las dos hacían amigos con facilidad.

Chris y Merrick estaban ayudando a su madre a poner la mesa. Al poco rato, la familia se sentó a cenar, pollo asado con patatas, uno de los platos favoritos de Richard. Un extraño los habría tomado por una familia completamente normal, equilibrada y feliz. Pero, en realidad, el hombre que estaba sentado a la cabecera de la mesa, que trinchaba con paciencia el pollo asado y servía amorosamente a sus familiares sus raciones preferidas, era el asesino en serie más prolífico de Norteamérica.


El encargo llegó en la primera semana de septiembre. La víctima tenía que sufrir. Así lo establecían en el encargo. El cliente decía que si la víctima sufría, pagaría el doble, veinte mil dólares en vez de diez mil, al contado. La víctima vivía en Nutley, Nueva Jersey, en una casa de capricho, con camino de entrada particular en curva y columnas grandes y elegantes a ambos lados de una puerta grande de caoba que tenía un gran aldabón de bronce en forma de cabeza de carnero. Richard no sabía nada de la víctima, aparte de que tenía que sufrir antes de morir. Richard lo prefería así. Cuanto menos supiera acerca de la víctima, mejor.

Richard tenía la posibilidad de utilizar una cámara porque producía películas pornográficas que se distribuían en las costas Este y Oeste, y en todas partes entre ambas costas. El socio de Richard, el hombre que había puesto el dinero para poner en marcha la productora, era el tristemente célebre Roy DeMeo, un soldado psicópata al servicio de la familia Gambino. DeMeo tenía grandes dotes para ganar dinero. Traficaba con coches robados, drogas, créditos usurarios, pornografía y asesinato. Dirigía el equipo más brutal y temido de asesinos que se había conocido dentro del crimen organizado. Eran responsables de, literalmente, centenares de asesinatos. Su jefe directo, su capitán, era Nino Gaggi, que dependía a su vez de Paul Castellano, recién nombrado jefe de la familia Gambino, la más extensa y exitosa de todas las familias del crimen organizado que había existido en la ajetreada historia de Nueva York. Castellano había heredado el trono de una verdadera leyenda del crimen organizado, de su cuñado, el mismísimo Carlo Gambino.

Richard llevaba en la camioneta la cámara, la cinta adhesiva gris y las esposas que necesitaba para su plan. Sabía que la víctima salía de su casa todas las mañanas a las diez para ir a trabajar. Había estudiado con cuidado la ruta que seguía la víctima de su casa al trabajo, y pensaba secuestrarlo en un cruce apartado donde había una señal de stop y donde tenía que detenerse para hacer un giro. Richard prefería no trabajar a plena luz del día, pero siempre estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para cumplir con su trabajo; y sabía que la gente tendía a estar menos a la defensiva a la luz del día, que era un elemento natural que él había aprovechado en varias ocasiones.

Cuando la víctima llegó por la carretera hacia la señal de stop, Richard estaba allí con aire de inocencia, de pie junto a su coche, con el capó y el maletero abiertos, las luces de emergencia encendidas y una sonrisa agradable en su bien parecida cara. Llevaba en la mano, oculta en el bolsillo del abrigo, un revólver Magnum 357. Richard hizo señas al hombre para que se detuviera. Cuando este se aproximó al cruce, Richard se acercó a él intencionadamente por el lado del conductor. El hombre, algo molesto, bajó la ventanilla.

– ¿Qué hay? -preguntó.

– Gracias por parar, amigo -empezó a decir Richard, y en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, en realidad, Richard apoyó el cañón de acero macizo del 357 en la frente del hombre mientras, con la otra mano, se apoderaba rápidamente de las llaves del coche, con tanta ligereza que parecía un juego de prestidigitación.

– ¿Qué coño…? -exclamó el hombre. Era un individuo grande, robusto, de enorme cara redonda, con varias papadas y cráneo calvo. Richard abrió la portezuela, lo sacó de un tirón y, sin dejar de apoyarle el revólver en el costado, lo obligó rápidamente a meterse en el maletero abierto del coche de Richard.

– Le pagaré, le daré…

– A callar -le interrumpió Richard. Le esposó las manos a la espalda y lo amordazó con la cinta adhesiva.

¡Si haces ruido, te mato! -dijo Richard con un tono que ya tenia practicado y que producía escalofríos, como el gruñido cercano de un león hambriento. cerro el maletero del coche y el capó, se sentó al volante y se puso en camino despacio. Había secuestrado a la victima en cuestión de segundos sin que nadie lo viera. La primera parte del trabajo estaba hecha.


Por entonces, las hojas de los árboles del condado de Bucks habían tomado coloraciones otoñales, rojos vivos, anaranjados ardientes, amarillos desnudos. Las hojas que caían poco a poco parecían las mariposas multicolores de los primeros días de la primavera. Richard detuvo el coche en un lugar remoto. Sacó al hombre del maletero y lo condujo hasta la cueva que había encontrado; llegó hasta el lugar donde había puesto la carne. Obligó a la víctima a tenderse allí y le rodeó cuidadosamente los tobillos, las piernas y los brazos con cinta adhesiva, envolviéndolo firmemente, como hace una laboriosa araña con la seda alrededor de su presa. Al hombre le saltaban, de la cara grande y redonda, los ojos aterrorizados. Intentaba con desesperación hablar, ofrecer a Richard todo el dinero que tenía, todo lo que quisiera, pero la cinta adhesiva gris seguía bien tensa, y no le salían más que gruñidos asustados. Richard ya había oído muchas veces lo que le quería decir. Eran palabras a las que había aprendido a prestar oídos sordos. Richard no tenía remordimientos, ni conciencia, ni compasión. Estaba haciendo un trabajo, y ninguno de esos sentimientos entraba en juego para nada, ni por lo más remoto. Richard volvió tranquilamente hasta su coche. Tomó la cámara y el trípode y un sensor de luz y de movimiento que encendería el foco y pondría en marcha la cámara cuando salieran las ratas. Montó cuidadosamente la cámara, el foco y el sensor de movimiento. Cuando le pareció que estaba todo en orden, cortó las ropas del hombre para quitárselas (este se había hecho sus necesidades encima) y lo dejó allí así, como estaba.

Cuando Richard bajaba la cuesta camino de su coche, sintió curiosidad, hasta con algo de humor, por saber qué pasaría. ¿Se comerían las ratas a un hombre, en efecto, mientras seguía vivo? También sentía curiosidad por conocer su propia reacción ante tal cosa. Richard solía preguntarse por qué podía tener tal sangre fía. ¿Era cosa innata en él, o lo habían hecho así? ¿Había nacido siendo ya el monstruo sin escrúpulos que era, o se había vuelto así por las circunstancias? Era una pregunta que se hacía desde mucho tiempo atrás, desde que era niño.

Aquel día Richard había prometido llevar a sus hijas Merrick y Chris a Lobels, una tienda especializada donde vendían uniformes para la escuela parroquial. Barbara se sentía algo indispuesta y no los acompañó. A las dos niñas les gustaba ir de tiendas con su padre porque les compraba todo lo que querían. Lo único que tenía que hacer cualquiera de las dos era mirar una cosa, y ya era suya. Richard se había criado en un entorno de pobreza extrema, de niño en Jersey City había tenido que robar comida para comer, y no quería que a sus hijos les faltara nunca de nada.

Las niñas, emocionadas, se sentaron junto a su padre en el asiento delantero. Ambas sabían que su padre solía discutir con otros conductores, y pidieron en silencio que no pasara nada así aquel día. Era como un ritual suyo, pedir que su padre no estallara cuando conducía.

Richard era como un policía de tráfico, explicó Barbara. No era capaz de ver que alguien hacía algo mal, que alguien hacía un giro sin poner el intermitente, sin decirle algo. Quiero decir, sin decirle algo, ya sabe, desagradable.

Cada niña necesitaba cuatro blusas y dos faldas para el curso escolar. En la tienda, en Emerson, Richard les compró cinco faldas grises de tablas, quince blusas, dos docenas de pares de medias de punto, dos chaquetas azules, cinco camisetas y media docena de pares de equipos de gimnasia. Ir de tiendas con papá era como la mañana de Navidad.

Richard, encantado de que sus hijas estuvieran contentas, pagó al contado, y se pusieron en camino. Iban a pasarse por Grand Union para comprar algunas provisiones y volver después a casa. A dos manzanas de la tienda, una mujer en una furgoneta salió sin respetar la prioridad de Richard. Este, molesto, se detuvo junto a ella en un semáforo, bajó la ventanilla y la riñó por no haberle cedido el paso. En el asiento trasero de la furgoneta iban varios niños.

– Papá… papá, no te enfades -le suplicó Merrick-. Por favor, papá.

Pero la mujer dirigió a Richard una mirada malintencionada, de condescendencia, y no le hizo caso, como si fuera un necio, un loco. Al momento, Richard se había bajado de su coche. Se acercó rápidamente a la furgoneta, abrió la portezuela y, de dos poderosos tirones, la arrancó de cuajo.

La mujer miraba a Richard, aterrorizada.

Este, satisfecho, volvió a subirse a su coche y se puso en marcha.

– Por favor, papá, tranquilízate, por favor -le suplicaba Chris.

– ¡A callar! -ordenó él, con voz que sonaba más a gruñido que a lenguaje articulado.


Richard regresó a la cueva cuatro días más tarde. Las ratas se habían comido vivo al hombre. Había desaparecido toda su carne. A la luz amarilla pálida de la linterna de Richard, la víctima no era más que un montón desordenado de huesos, un espectáculo inenarrable.

Richard contempló con curiosidad su obra, aquel monstruo que había creado. Comprobó que la cámara había registrado lo sucedido… cómo se habían acercado las ratas al desventurado, primero tímidamente mientras él se debatía furiosamente intentando liberarse; cómo las ratas, cada vez más numerosas, cada vez más atrevidas, empezaban a darle bocados, primero en las orejas, después en los ojos. Qué malas son, las muy cabronas, pensó Richard.

Richard recogió su equipo y se marchó. Una suave nevada había cubierto el bosque de un manto blanco de perla. Todo estaba blanco, limpio y encantador, como en un libro de cuentos. Un silencio blanco y solemne se había apoderado del bosque. La nieve recién caída cubriría sus huellas.


Richard llevó al hombre que había encargado el golpe la cinta de vídeo en la que se veía cómo comían vivo las ratas a la víctima.

– ¿Ha sufrido? -preguntó el hombre, con voz áspera, modales hoscos, ojos muertos como dos orificios de bala.

– Ah, sí, ha sufrido de verdad -dijo Richard.

– ¿De verdad? -preguntó el hombre.

– De verdad -dijo Richard, y le dio la cinta. La vieron los dos juntos. El hombre, muy contento, aunque algo consternado porque a Richard se le hubiera podido ocurrir tal cosa, y, además, llevarla a cabo, le entregó diez mil dólares por el contrato y otros diez mil dólares por los horribles sufrimientos que había padecido la víctima.

– Has hecho un buen trabajo -dijo. A Richard le gustaba agradar a sus clientes: gracias a ello había ido prosperando su negocio a lo largo de los años. Richard no sabía qué había hecho la víctima para merecer esa suerte. No le importaba. Todo aquello no era asunto suyo.

Cuanto menos supiera, mejor.

Después de rematar aquel trabajo bien hecho, Richard inició el camino de regreso a casa preguntándose por qué aquellas cosas no lo inquietaban, cómo se había vuelto tan frío, tan desprovisto de sentimientos. Pensó en su infancia, y apretó con fuerza la mandíbula hasta que los músculos le formaron bolas tensas, y profirió aquel leve chasquido por el lado izquierdo de su boca en forma de corazón. Respiró hondo, encendió la radio y sintonizó una emisora de música country. A Richard le gustaba la música country. La letra sencilla y los estribillos repetidos lo tranquilizaban.

Pensando todavía en su infancia, en las bárbaras crueldades que había sufrido, Richard siguió el camino de vuelta a su casa, donde se pondría otra vez el traje de esposo tierno, de padre cariñoso, de buen cabeza de familia.

Aparcó el coche ante su casa y se quedó sentado en el vehículo un rato, preguntándose cómo se había vuelto tan distinto de las demás personas. Con su enorme cabeza llena de estos pensamientos, Richard bajó despacio del coche y entró en casa, caminando con su paso callado, felino, como un boxeador de los pesos pesados en perfecta forma.

Загрузка...