«En el combate apunta desnuda no debe reinar la misma consideración, y no se debe omitir circunstancia alguna que conduzca a la defensa, con tal de que no se oponga a las leyes del honor.»
Casi daban las cuatro de la tarde cuando salió de Gobernación. El calor era sofocante, y se quedó un rato bajo el toldo de una librería próxima, observando distraído los carruajes que circulaban por el corazón de Madrid. Un vendedor ambulante de horchata voceaba su mercancía a pocos pasos. Jaime Astarloa se acercó al carrito y pidió un vaso; el lechoso líquido refrescó su garganta con una pasajera sensación de alivio. A pleno sol, una gitana ofrecía ajados ramilletes de claveles, con un crío de pies descalzos pegado a su falda negra. El chiquillo echó a correr junto a un ómnibus que pasaba cargado de sudorosos pasajeros; ahuyentado por el látigo del conductor, regresó junto a su madre sorbiéndose ruidosamente los mocos.
El sol hacía ondular los adoquines del empedrado. El maestro de esgrima se quitó la chistera para enjugarse el sudor de la frente. Permaneció allí un rato, sin dar un paso. Realmente no sabía adónde ir.
Pensó en acercarse al café, pero no deseaba responder a las preguntas que, sin duda, sus contertulios iban a plantearle sobre lo ocurrido en casa de Cárceles. Recordó que había faltado a los compromisos con sus alumnos, y ese pensamiento pareció desazonarlo más que todo lo ocurrido en los últimos días. Decidió que lo más urgente era escribir unas cartas con algún tipo de disculpa…
Alguien, entre los ociosos que conversaban en grupos por los alrededores, parecía observarlo. Se trataba de un hombre joven, modestamente vestido, con aspecto de obrero. Cuando Jaime Astarloa se fijó en él, éste rehuyó su mirada, enfrascándose en la conversación que mantenía con otros cuatro que se hallaban a su lado, en la esquina de la carrera de San Jerónimo. Receloso, el maestro examinó con desconfianza al desconocido. ¿Lo vigilaban? Su inicial aprensión dio paso a una íntima irritación consigo mismo. La verdad era que veía un sospechoso en cada transeúnte, un asesino en cada rostro que se cruzaba con él y, por una u otra razón, sostenía un instante su mirada.
Abandonar su domicilio, salir de Madrid. Tal había sido el consejo de Campillo. Ponerse a salvo. Huir, en una palabra. Huir. Meditó sobre aquello con creciente malestar. A diablo, fue la única conclusión a la que fue capaz de llegar. Al diablo con todos ellos. Ya era demasiado viejo para ir a esconderse como un gazapo. Además, resultaba indigno considerarlo siquiera. Su vida había sido larga y llena de experiencias; atesoraba suficientes recuerdos para justificarla hasta aquel momento. ¿Por qué alterar a última hora la imagen que había logrado conservar de sí mismo, empañándola con la deshonra de una fuga? De todas formas, tampoco sabía de quién o de qué debía huir. No estaba dispuesto a pasar lo que le quedase de vida de sobresalto en sobresalto, escurriendo el bulto ante cada rostro desconocido. Y tenía ya demasiados años sobre las espaldas como para emprender una nueva vida en otra parte.
De vez en cuando retornaba aquella angustiosa punzada de dolor que aparecía al recordar los ojos de Adela de Otero, la risa franca del marqués de los Alumbres, las encendidas soflamas del pobre Cárceles… Resolvió bloquear su mente a todo aquello, so pena de dejarse arrastrar por la melancolía y el desconcierto, tras los que vislumbraba el miedo que se negaba por principio a asumir. No tenía edad ni carácter para sentir miedo de nada, se dijo. La muerte era lo peor que podía sobrevenirle, y para encararla estaba preparado. Y no sólo eso, pensó con profunda satisfacción. De hecho, ya la había afrontado a pie firme durante la pasada noche en un combate sin esperanza, y el recuerdo de su comportamiento le hizo ahora entornar los ojos como si algo acariciase suavemente su orgullo. El viejo lobo solitario había demostrado que todavía conservaba algunos dientes para morder.
No iba a huir. Por el contrario, esperaría dando la cara. A mí, rezaba su vieja divisa familiar, y eso era precisamente lo que haría: esperar que volvieran a él. Sonrió para sus adentros. Siempre había opinado que a todo hombre debía dársele la oportunidad de morir de pie. Ahora, cuando el futuro cercano sólo ofrecía la vejez, la decadencia del organismo, la lenta consunción en un asilo o el desesperado pistoletazo, Jaime Astarloa, maestro de armas por la Academia de París, tenía ante sí la oportunidad de jugarle una mala pasada al Destino, asumiendo voluntariamente lo que otro en su lugar rechazaría con horror. NO podía ir a buscarlos, porque ignoraba quiénes eran y dónde se hallaban; pero Campillo había dicho que tarde o temprano vendrían a él, último eslabón intacto de la cadena. Recordó algo que había leído días antes, en una novelita francesa: «Si su alma estaba tranquila, el mundo entero conjurado contra él no le causaría un ápice de tristeza»… Iban a ver aquellos miserables lo que valía la piel de un viejo maestro de esgrima.
El rumbo que habían tomado sus pensamientos le hizo sentirse mejor. Miró a su alrededor con el aire de quien lanzaba un reto al Universo, se irguió y emprendió el camino de su casa, balanceando el bastón. En realidad, para quienes se cruzaban con él en ese momento, Jaime Astarloa sólo ofrecía el vulgar aspecto de un viejo malhumorado, flaco, vestido con un traje pasado de moda, que sin duda realizaba su paseo diario para calentar sus cansados huesos. Pero si se hubiesen detenido a mirar sus ojos habrían descubierto con sorpresa el gris destello de una resolución inaudita, templada como el acero de sus floretes.
Cenó algunas legumbres hervidas y puso después café a hervir en un puchero. Mientras aguardaba a que estuviese listo, extrajo un libro de su estante y fue a sentarse en el ajado sofá. Tardó poco en hallar la cita subrayada cuidadosamente a lápiz, diez o quince años atrás:
Un carácter moral se liga a las escenas del otoño: esas hojas que caen como nuestros años, esas flores que se marchitan como nuestras horas, esas nubes que huyen como nuestras ilusiones, esa luz que se debilita como nuestra inteligencia, ese sol que se enfría como nuestros amores, esos ríos que se hielan como nuestra vida, tejen secretos lazos con nuestro destino…
Leyó varias veces aquellas líneas, moviendo silenciosamente los labios. Semejante reflexión bien podría servirle como epitafio, se dijo. Con un gesto de ironía que supuso nadie apreciarla más que él, dejó el libro abierto por aquella página sobre el sofá. El aroma que llegaba de la cocina indicó que el café estaba listo; fue hasta allí y se preparó una taza. Con ella en la mano retornó al estudio.
Anochecía. Venus brillaba solitaria más allá de la ventana, en la distancia infinita. Bebió un sorbo de café bajo el retrato de su padre. «Un hombre guapo», había dicho Adela de Otero. Después se acercó a la insignia enmarcada del antiguo regimiento de la Guardia Real, que había supuesto el principio y el final de su breve carrera militar. A su lado, el diploma de la Academia de París ya amarilleaba con los años; la humedad de muchos inviernos había hecho brotar manchas en el pergamino. Rememoró sin esfuerzo el día en que lo recibió de manos de un tribunal compuesto por los más acreditados maestros de esgrima de Europa. El anciano Lucien de Montespan, sentado al otro lado de la mesa, había mirado a su discípulo con legítimo orgullo. «El alumno supera al maestro», le diría más tarde.
Acarició con la punta de los dedos la pequeña urna que contenía un abanico desplegado; era cuanto le quedaba de la mujer por la que un día abandonó París. ¿Dónde estaría ella ahora? Sin duda era una venerable abuela, todavía distinguida y dulce, que vería crecer a sus nietos mientras, ocupadas las manos que tan hermosas fueron tiempo atrás en un bordado, acariciaba en silencio escondidas nostalgias de juventud. O tal vez ni siquiera eso; quizás, simplemente, había olvidado al maestro de esgrima.
Algo más allá, en la pared, colgaba un rosario de madera, de cuentas gastadas y ennegrecidas por el uso. Amelia Bescós de Astarloa, viuda de un héroe de la guerra contra los franceses, había conservado aquel rosario entre las manos hasta el día de su muerte, y un piadoso familiar se lo había remitido después al hijo. Su contemplación producía en Jaime Astarloa una peculiar sensación: el recuerdo de las facciones de su madre se había ido difuminando con el paso de los años; era ahora incapaz de recordarla. Sólo sabía que fue bella, y su memoria conservaba el tacto de unas manos finas y suaves que le acariciaban el pelo cuando niño, y el palpitar de un cuello cálido contra el que hundía el rostro cuando creía sufrir: También conservaba su memoria una imagen desvaída como un viejo cuadro: la mujer inclinada, en escorzo, atizando los rescoldos de una gran chimenea que llenaba de reflejos rojizos las paredes de un salón oscuro y sombrío.
El maestro de esgrima apuró la taza de café, volviendo la espalda a sus recuerdos. Permaneció después largo rato inmóvil, sin que ningún otro pensamiento turbase la paz que parecía reinar en su espíritu. Entonces dejó la taza sobre la mesa, fue hasta la cómoda y abrió un cajón, sacando de él un estuche largo y aplastado. Soltó los cierres y extrajo un pesado objeto envuelto en un paño. Al deshacer el envoltorio apareció una pistola-revólver Lefaucheux con culata de madera y capacidad para cinco cartuchos de gran calibre. Aunque poseía aquel arma, regalo de un cliente, desde hacia cinco años, jamás había querido servirse de ella. Su código del honor se oponía por principio al empleo de armas de fuego, a las que definía como el recurso de los cobardes para matar a distancia. Sin embargo, en aquella ocasión, las circunstancias permitían dejar de lado ciertos escrúpulos.
Puso el revólver sobre la mesa y procedió a cargarlo cuidadosamente, alojando una cápsula en cada alvéolo del tambor. Terminada la operación, sopesó un momento el arma en la palma de la mano y después la dejó otra vez sobre la mesa. Miró a su alrededor con los brazos en jarras, fue hasta un sillón y lo movió hasta ponerlo de cara a la puerta. Acercó una mesita y colocó sobre ella el quinqué de petróleo con una caja de fósforos. Tras un nuevo vistazo para ver si todo estaba en orden, fue apagando uno a uno los mecheros de gas de la casa, a excepción del que ardía en el pequeño recibidor que quedaba entre la puerta de la calle y la del estudio; a éste se limitó a cerrarle un poco la llave, hasta que apenas emitió una pálida claridad azulada que dejaba en penumbra el vestíbulo y a oscuras el salón. Entonces desenvainó el bastón estoque, cogió el revólver y puso ambos sobre la mesita situada frente al sillón. Se detuvo así un rato en las sombras, contemplando el efecto, y pareció satisfecho. Después fue al vestíbulo y le quitó el cerrojo a la puerta.
Silbaba entre dientes cuando pasó por la cocina para llenar una jarra con el café del puchero, y coger de paso una taza limpia. Con ellas en las manos fue hasta el sillón y las puso sobre la mesita, junto al quinqué, los fósforos, el revólver y el bastón estoque.
Encendió entonces el quinqué con la mecha muy baja, llenó una taza de café y, llevándosela a los labios, se dispuso a esperar. Ignoraba cuántas serian; pero tenía la certeza de que, en el futuro, sus noches iban a ser muy largas.
Se le cerraban los ojos. Dio una cabezada y sintió un tirante dolor en la nuca. Parpadeó, desconcertado. A la amortiguada luz del quinqué alargó una mano hacia la jarra de café y vertió un poco en la taza. Sacó el reloj del bolsillo para observar las manecillas: dos y cuarto de la madrugada. El café estaba frío, pero lo bebió de un solo trago, haciendo una mueca. El silencio era absoluto a su alrededor y pensó que, después de todo, quizás ellos no vinieran. Sobre la mesita, el revólver y la hoja desnuda del estoque reflejaban con destellos mate el suave resplandor de la lámpara de petróleo.
El sonido de un carruaje que pasaba por la calle le llegó a través de la ventana abierta y atrajo su atención durante algún tiempo. Contuvo el aliento mientras escuchaba, atento al menor sonido que indicase peligro, y permaneció así hasta que el ruido se alejó calle abajo, apagándose en la distancia. En otra ocasión le pareció percibir un crujido en la escalera y mantuvo largo rato los ojos clavados en la azulada penumbra del vestíbulo, mientras su mano derecha rozaba la culata del revólver.
Un ratón iba y venía sobre el cielo raso. Levantó los ojos hacia el techo, escuchando el suave roce con que el pequeño animal se movía entre las vigas. Hacia varios días que intentaba darle caza, y a tal efecto había dispuesto un par de trampas en la cocina, junto a un orificio próximo a la chimenea por donde el roedor solfa lanzar nocturnas incursiones contra la despensa. Sin duda se trataba de un ratón astuto, pues siempre aparecía el queso mordisqueado junto al resorte, sin que las trampas de alambre hubiesen llegado a funcionar. Por lo visto se las había con un roedor de talento, factor que establecía la diferencia entre cazar o ser cazado. Y, escuchándolo deslizarse por el techo, el maestro de esgrima se alegró de no haberlo podido atrapar todavía. Su menuda compañía, allá arriba, aliviaba la soledad de la larga espera.
Extrañas imágenes se le agitaban en la mente, instalada en un estado de tensa duermevela. Tres veces creyó ver algo perfilarse en el vestíbulo y se incorporó sobresaltado, y las tres volvió a recostarse en el sillón, tras comprobar que había sido engañado por sus sentidos. En las cercanías, el reloj de San Ginés dio los cuartos y después tres campanadas.
Esta vez no cabía la menor duda. Algo había sonado en la escalera, como un roce contenido. Se inclinó hacia adelante muy despacio, concentrando hasta el último rincón de su ser en escuchar con toda atención. Algo se movía cautelosamente al otro lado de la puerta. Conteniendo el aliento, con la garganta crispada por la tensión, apagó la luz del quinqué. La única claridad, ahora, era la débil penumbra del vestíbulo. Sin levantarse, cogió el revólver en la mano derecha, lo amartilló apagando el sonido del percutor entre las piernas y, con los codos apoyados sobre la mesa, apuntó hacia la puerta. No era tirador de pistola; pero a aquella distancia resultaba difícil errar el blanco. Y en el tambor había cinco balas.
Le sorprendió escuchar unos suaves golpes en la puerta. Era insólito, se dijo, que un asesino pidiera permiso para entrar en casa de su víctima. Permaneció inmóvil y silencioso en la oscuridad, aguardando. Quizás pretendiesen comprobar si dormía.
Volvieron a sonar los golpes, un poco más fuertes, aunque sin excesiva energía. Estaba claro que el misterioso visitante no deseaba despertar a los vecinos. Jaime Astarloa comenzaba a sentirse desconcertado. Esperaba qué intentasen forzar la entrada, pero no que alguien llamase a su puerta a las tres de la madrugada. De todas formas la habla dejado sin cerrojo, y bastaba mover el picaporte para abrirla. Esperó mientras contenía el aire en los pulmones, sosteniendo con firmeza el revólver, el índice rozando el gatillo. Quienquiera que fuese, terminarla por entrar.
Sonó un crujido metálico. Alguien movía el picaporte. Se escuchó un leve chirrido cuando la puerta giró sobre los goznes. El maestro dejó salir suavemente el aire de los pulmones, volvió a respirar hondo y contuvo otra vez el aliento. Su índice se apoyó con mayor presión sobre el gatillo. Dejaría que la primera silueta se enmarcase en mitad del recibidor, y entonces le pegaría un tiro.
– ¿Don Jaime?
La voz había sonado en un susurro, interrogante. Un frío glacial brotó en mitad del corazón del maestro de esgrima y se extendió por sus venas, helándole los miembros. Sintió cómo sus dedos aflojaban la presión, cómo el revólver cata sobre la mesa. Se llevó una mano a la frente mientras se ponía en pie, rígido como un cadáver. Porque aquella voz suavemente ronca, con leve acento extranjero, que venla del vestíbulo, le llegaba desde las brumas del Más Allá. No era otra que la de Adela de Otero.
La silueta femenina se perfiló en la penumbra azulada, deteniéndose ante el umbral del salón. Se escuchó un ligero rumor de faldas y después la voz sonó de nuevo:
– ¿Don Jaime?
Alargó éste una mano, buscando a tientas los fósforos. Rascó uno, y la pequeña llama hizo bailar un siniestro juego de luces y sombras en sus facciones crispadas. Los dedos le temblaban cuando encendió el quinqué y lo levantó en alto para iluminar la aparición que acababa de clavarle la muerte en el alma.
Adela de Otero seguía inmóvil en la puerta, con las manos en el regazo de su vestido negro. Se cubría con un sombrero de paja oscura con cintas también negras, y llevaba el cabello recogido en la nuca. Parecía tímida e insegura, como una chica díscola que pidiera disculpas por regresar a casa a horas intempestivas.
– Creo que le debo una explicación, maestro.
Jaime Astarloa tragó saliva mientras dejaba el quinqué sobre la mesa. Por su mente pasó la imagen de otra mujer mutilada sobre la mesa de mármol de la morgue, y pensó que, en efecto, Adela de Otero le debía bastante más que una explicación.
Abrió por dos veces la boca para hablar, pero las palabras rehusaron asomarse a sus labios. Permaneció as(, apoyado en el borde de la mesa, viendo cómo la joven se acercaba unos pasos hasta que el círculo de luz le llegó a la altura del pecho.
– He venido sola, don Jaime. ¿Puede escucharme?
La voz del maestro de esgrima sonó con un siseo apagado.
– Puedo escuchar.
Ella se movió ligeramente y la luz del quinqué alcanzó su barbilla, la boca y la pequeña cicatriz en la comisura de los labios.
– Es una larga historia…
– ¿Quién era la mujer muerta?
Hubo un silencio. Boca y barbilla se retiraron del circulo de luz.
– Tenga paciencia, don Jaime. Cada cosa a su tiempo -hablaba en tono muy quedo, dulcemente, con aquella modulación algo ronca que tan encontrados sentimientos suscitaba en el viejo maestro de esgrima-. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Jaime Astarloa tragó saliva. Temía despertar de un momento a otro, cerrar los ojos un instante y, al abrirlos de nuevo, comprobar que Adela de Otero ya no estaba allí. Que nunca había estado allí.
Una mano de ella se movió lentamente en la claridad, con los dedos extendidos, como si no tuviera nada que ocultar.
– Para que usted comprenda lo que he venido a decirle, don Jaime, debo remontarme a mucho tiempo atrás. Cosa de diez años, más o menos -ahora la voz sonaba neutra, distante. El maestro de esgrima no poda verle los ojos, pero los imaginó ausentes, fijos en un punto del infinito. O quizás, pensó más tarde, al acecho, estudiando el reflejo en su rostro de los sentimientos suscitados por los recuerdos que narraba-. Por aquella época, cierta jovencita vivía una hermosa historia de amor. Una historia de amor eterno…
Calló un instante, como si valorase la palabra.
– Amor eterno -repitió-. Para simplificar, evitaré detalles que podrían parecerle de mal gusto, diciendo que la hermosa historia de amor terminó seis meses después en un país extranjero, una tarde de invierno, a orillas de un río desde cuyo cauce ascendía la niebla, entre lágrimas y en la más absoluta soledad. Aquellas aguas grises fascinaban a la niña, ¿sabe? La fascinaban tanto que pensó buscar en ellas eso que los poetas llaman la dulce paz del olvido… Como puede ver, la primera parte de mi narración tiene aires de folletín. Un folletín bastante vulgar.
Adela de Otero hizo una pausa, riendo con su risa de contralto, sin alegría. Jaime Astarloa no se había movido una pulgada y seguía escuchando en silencio.
– Fue entonces cuando ocurrió -continuó ella-. Cuando la joven se disponía a franquear su particular muro de niebla, apareció en su vida otro hombre… -se detuvo un momento; su voz se había dulcificado casi imperceptiblemente, y aquella fue la única vez que ella suavizó la frialdad del relato-. Un hombre que, sin pedir nada a cambio, impulsado sólo por un sentimiento de piedad, cuidó de la niña perdida a orillas del río gris, cerró sus heridas, le devolvió la sonrisa. Se convirtió en el padre que ella no había conocido, en el hermano que jamás tuvo, en el esposo que ya nunca tendría y que, llevando hasta el limite su nobleza, jamás osó imponer sobre ella ninguno de los derechos que quizás le hubieran correspondido como tal… ¿Comprende lo que le estoy contando, don Jaime?
El maestro de esgrima seguía sin ver sus ojos, pero supo que Adela de Otero lo estaba mirando fijamente.
– Empiezo a comprender.
– Dudo que lo comprenda del todo -comentó en tono tan bajo que don Jaime intuyó más que escuchó sus palabras. Siguió un largo silencio, hasta el punto de que el viejo maestro llegó a temer que la joven no prosiguiera su narración; pero ella habló de nuevo al cabo de un momento-. Durante dos años, aquel hombre se dedicó a modelar una mujer nueva, muy distinta a la niña que temblaba contemplando la corriente del río. Y siguió sin pedir nada a cambio.
– Un altruista, sin duda.
– Tal vez no, don Jaime. Tal vez no -pareció detenerse un instante, como si meditase la cuestión-. Supongo que había algo más. En realidad su actitud no estaba exenta de egoísmo… Se trataba posiblemente de la satisfacción de una obra propia, el orgullo de sentir una especie de posesión no ejercida pero que latía allí, en alguna parte. «Eres lo más hermoso que he creado», dijo una vez. Tal vez fuera cierto, porque nada escatimó en la tarea: ni esfuerzos, ni dinero, ni paciencia. Hubo lindos vestidos, maestros de baile, de equitación, de música… De esgrima. Sí, don Jaime. Aquella jovencita, por un insólito azar de la naturaleza, estaba bien dotada para la esgrima… Un día, a causa de sus ocupaciones, aquel hombre se vio obligado a regresar a su patria. Tomó a la joven por los hombros, la llevó ante un espejo y la hizo contemplarse allí durante un largo rato. «Eres bella y libre -le dijo-. Mírate bien. Ésa es mi recompensa». Él era casado, tenía una familia y unas obligaciones. Pero estaba dispuesto a seguir velando por su obra, a pesar de todo. Antes de marcharse, le ofreció como regalo una casa donde ella podría vivir de forma conveniente. Y desde muy lejos, su benefactor siguió velando escrupulosamente por que nada le faltase. Así transcurrieron siete años.
Calló un momento y después repitió «siete años» en voz baja. Al hacerlo se movió un poco y el círculo de luz ascendió por su cuerpo hasta llegar a los ojos violeta, que destellaron al reflejar la oscilante llama del quinqué. La cicatriz de la boca seguía marcando en ella su indeleble y enigmática sonrisa.
– Usted, don Jaime, ya sabe quién era ese hombre.
Parpadeó sorprendido el maestro de esgrima, y estuvo a punto de expresar su desconcierto en voz alta. Una súbita inspiración le aconsejó, sin embargo, abstenerse de hacer comentario alguno, por miedo a cortar el hilo de las confidencias. Ella lo miró, como calibrando su silencio.
– El día en que se despidieron -continuó al cabo de un instante- la joven sólo fue capaz de expresar a su benefactor la inmensidad de la deuda que había contraído, con una frase: «Si alguna vez me necesitas, llámame. Aunque sea para bajar a los infiernos»… Estoy segura, maestro, de que si usted hubiese tenido ocasión de conocer el temple de aquella joven, no habría hallado fuera de lugar semejantes palabras en labios femeninos.
– Me hubiera sorprendido otra cosa -reconoció don Jaime. Ella acentuó la sonrisa e hizo un leve gesto con la cabeza, como si acabase de escuchar un elogio. El maestro de esgrima se pasó una mano por la frente, fría como el mármol. Las piezas iban encajando lenta y dolorosamente.
– Y así llegó el día -añadió él- en que le pidió que bajara a los infiernos…
Adela de Otero lo miró sorprendida por lo exacto de la observación. Levantó las manos y las juntó con lentitud, brindándole un silencioso aplauso.
– Excelente definición, don Jaime. Excelente.
– Me limito a repetir sus palabras.
– Excelente, a pesar de todo -su voz estaba cargada de ironía-. Bajar a los infiernos… Eso es lo que le pidió que hiciera.
– ¿Tan grande era la deuda?
– Ya le he dicho que inmensa.
– ¿Tan inevitable la empresa?
– Sí. La joven había recibido de aquel hombre cuanto poseía. Y lo que es más importante: cuanto era. Nada de lo que por él hiciese sería comparable a lo que él puso en ella… Pero déjeme continuar. El hombre de quien estamos hablando ocupaba un alto cargo en una importante sociedad. Por razones que le será fácil deducir, se vio envuelto en determinado juego político. Un juego muy peligroso, don Jaime. Sus intereses comerciales lo llevaron a mezclarse con Prim y cometió el error de financiar una de las intentonas revolucionarias, que terminó en el más completo desastre. Para su desgracia, fue descubierto. Aquello suponía el destierro, la ruina. Pero su elevada posición social y ciertos factores adicionales podían permitirle salvarse Adela de Otero hizo aquí una pausa; cuando habló de nuevo, había en su voz un tono metálico, más duro e impersonal-. Entonces decidió cooperar con Narváez.
– ¿Y qué hizo Prim al enterarse de la traición?
Ella se mordió el labio inferior, pensativa, meditando sobre el término.
– ¿Traición…? Sí, creo que puede llamársele así -lo miró con aire malicioso, como una niña que compartiese un secreto-. Prim no lo supo nunca, por supuesto. Y sigue sin saberlo.
Ahora el maestro de esgrima estaba sinceramente escandalizado:
– ¿Me está diciendo que todo eso lo ha hecho usted por un hombre que fue capaz de traicionar a los suyos?
– Usted no comprende nada de lo que le estoy contando -los ojos violeta lo miraban ahora con desprecio-. No comprende nada en absoluto. ¿Todavía cree en los buenos y en los malos, en las causas justas y en las injustas?… ¿Qué me importa a mí el general Prim o cualquier otro? He venido aquí esta noche para hablarle del hombre a quien debo todo cuanto soy. ¿Acaso no fue siempre bueno y leal conmigo? ¿Acaso me traicionó a mí?… Hágame el favor de guardarse sus mojigatos escrúpulos, señor mío. ¿Quién es usted para juzgar?
Jaime Astarloa exhaló lentamente el aire de los pulmones. Estaba muy cansado, y con gusto se hubiera dejado caer sobre el sofá. Anhelaba dormir, alejarse, reducirlo todo a un mal sueño que se desvaneciera con las primeras luces del alba. Ya ni siquiera sabia con certeza si deseaba conocer el resto de la historia.
– ¿Qué ocurrirá si lo descubren? -preguntó.
Adela de Otero hizo un gesto indolente.
– Ya no lo descubrirán jamás -dijo-. Sólo dos personas trataron el asunto con él: el presidente del Consejo y el ministro de la Gobernación, con quien se comunicaba directamente. Por suerte, ambos fallecieron… de muerte natural. Ya no había obstáculo que impidiera seguir en contacto con Prim, como si nada hubiera ocurrido. En teoría, no quedaban testigos molestos.
– Y ahora, Prim y los suyos están ganando…
Ella sonrió.
– Sí. Están ganando. Y él es uno de quienes financian la empresa. Imagine las ventajas que eso va a proporcionarle.
El maestro de armas entornó los ojos y movió la cabeza, en mudo gesto de asentimiento. Ahora todo estaba claro.
– Pero había un cabo suelto -murmuró.
– Exacto -confirmó ella-. Y Luis de Ayala era ese cabo suelto. Durante su paso por la vida pública, el marqués desempeñó un cargo importante junto a su tío Vallespín, el ministro de Gobernación que se entendía con mi amigo. A la muerte de Vallespfn, Ayala tuvo ocasión de acceder a sus archivos privados, y allí dio con una serie de documentos que contenían buena parte de la historia.
– Lo que no entiendo es qué interés podía tener el marqués… Siempre afirmó haberse alejado de la política.
Adela de Otero enarcó las cejas. El comentario de don Jaime parecía divertirla mucho.
– Ayala estaba arruinado. Las deudas se le acumulaban, y tenía pendientes graves hipotecas sobre la mayor parte de sus bienes. El juego y las mujeres -en este punto la voz de Adela de Otero adoptó una inflexión de infinito desdén- eran sus dos puntos débiles, y ambos le costaban mucho dinero…
Aquello era demasiado para Jaime Astarloa.
– ¿Insinúa que el marqués estaba haciendo chantaje?
Ella sonrió, burlona.
– No me limito a insinuar: lo afirmo. Luis de Ayala amenazó con hacer públicos los documentos, incluso con enviárselos directamente a Prim, si no se le satisfacían ciertos créditos a fondo perdido, o poco menos. Nuestro querido marqués era hombre que sabía vender muy caro su silencio.
– No puedo creerlo.
– Me tiene sin cuidado que lo crea o no. El caso es que las exigencias de Ayala convirtieron la situación en algo muy delicado. Mi amigo no tenía elección: era necesario neutralizar el peligro, silenciar al marqués y recobrar los documentos. Pero Ayala era hombre precavido…
El maestro apoyó las manos en el borde de la mesa y hundió la cabeza entre los hombros.
– Era hombre precavido -repitió con voz opaca-. Pero le gustaban las mujeres. Adela de Otero le dirigió una sonrisa indulgente.
– Y la esgrima, don Jaime. Ahí fue donde entramos en escena usted y yo. -Cielo santo.
– No se lo tome así. Usted no podía imaginar… -Cielo santo.
Ella extendió una mano, como si fuese a tocarle el brazo, pero el movimiento se detuvo apenas iniciado. Jaime Astarloa había retrocedido como si acabase de ver una serpiente.
– A mí se me hizo venir de Italia -explicó ella al cabo de un instante-. Y usted fue el medio para que yo llegase hasta él sin ponerlo sobre aviso. Pero entonces no podíamos imaginar que terminaría por convertirse en un problema. ¿Cómo íbamos a suponer que Ayala podía confiarle los documentos?
– Luego su muerte fue inútil.
Ella lo miró con genuina sorpresa.
– ¿Inútil? De ningún modo. Ayala tenía que morir, con documentos o sin ellos. Era demasiado peligroso, y demasiado listo. En los últimos tiempos incluso cambió su actitud para conmigo, como si estuviese entrando en sospechas. Había que liquidar la cuestión.
– ¿Lo hizo usted misma?
La mirada de la joven se clavó en el maestro de esgrima como una aguja de acero.
– Por supuesto -había en su voz tanta naturalidad, tanta calma, que don Jaime se sintió aterrado-. ¿Quién iba a hacerlo, si no? Los acontecimientos se precipitaron y apenas quedaba tiempo… Aquella noche, como otras veces, cenamos en su salón. En la intimidad. Recuerdo que Ayala estaba demasiado amable; era evidente que andaba sobre mi pista. Eso no me preocupó demasiado, pues yo sabía que iba a ser la última vez que nos viésemos. Mientras descorchaba una botella de champaña, fingiendo una alegría que ninguno de los dos sentíamos, lo encontré especialmente guapo, con aquella melena suya, tan viril, y esos dientes blancos y perfectos, que reían siempre. Hasta pensé que era una pena lo que el Destino le tenía reservado.
Se encogió de hombros, atribuyéndole toda la responsabilidad al Destino.
– Mis anteriores intentos por arrancarle el secreto -añadió tras un silencio- habían resultado inútiles; sólo conseguí que desconfiase de mí. Ya daba igual, así que resolví plantear sin más rodeos la cuestión. Dije exactamente lo que quería, haciendo una oferta que estaba autorizada a hacer: mucho dinero por los documentos.
Y él no aceptó -dijo Jaime Astarloa.
Ella lo miró de un modo extraño.
– En efecto. En realidad la oferta era un ardid para ganar tiempo, pero Ayala no tenía por qué saberlo. El caso es que se me rió en la cara. Dijo que los papeles estaban en lugar seguro y que mi amigo tendría que seguir pagando por ellos el resto de su vida, si no quería verlos en manos de Prim. También dijo que yo era una puta.
Calló Adela de Otero, y sus últimas palabras quedaron en el aire. Las había pronunciado de forma objetiva, sin inflexiones, y el maestro de esgrima supo en el acto que aquella noche ella había actuado del mismo modo en el palacio del marqués: sin arrebatos ni reacciones temperamentales. Más bien con el calculado método de quien antepone la eficacia a la pasión. Lúcida y.fría como sus golpes de esgrima.
– Pero usted no lo mató por eso…
Observó la joven a don Jaime con atención, como si le sorprendiese la exactitud del comentario.
– Tiene razón. No lo maté por eso. Lo maté porque ya estaba decidido que debía morir. Me dirigí a la galería para coger tranquilamente un florete desprovisto de botonadura; él pareció tomar aquello como una broma. Estaba seguro de sí mismo, mirándome con los brazos cruzados, como si esperase ver en qué paraba todo.
«Voy a matarte, Luis -le dije con mucha calma-. Tal vez te quieras defender»… Soltó una carcajada, aceptando lo que le parecía un juego excitante, y cogió otro florete de combate. Supongo que después tenía la intención de llevarme al dormitorio y hacerme el amor. Se acercó luciendo aquella blanca y cínica sonrisa suya; guapo, apuesto, en mangas de camisa, y cruzó su acero con el mío mientras en la punta de los dedos de la mano izquierda me enviaba un beso burlón. Entonces lo miré a los ojos, hice una finta y le clavé el florete en la garganta sin más preámbulos: estocada corta y vuelta de puño. El más purista de los maestros no habría puesto ninguna objeción, y Ayala tampoco la puso. Me dirigió una mirada de estupor, y antes de llegar al suelo ya estaba muerto.
Adela de Otero miró desafiante a don Jaime, con el mismo descaro que si acabase de referir una simple travesura. No podía éste apartar los ojos de ella, fascinado por la expresión de su rostro: ni odio, ni remordimiento, ni pasión alguna. Tan sólo la ciega lealtad a una idea, a un hombre. Había en su terrible belleza algo de hipnótico y estremecedor a un tiempo, como si el ángel de la muerte se hubiera encarnado en sus facciones. Pareciendo adivinar sus pensamientos, la joven retrocedió hasta salir fuera del círculo de luz proyectada por el quinqué.
– Después registré a fondo cuanto pude, aunque sin demasiada esperanza -de las sombras llegaba ahora, otra vez, su voz sin rostro, y el maestro de esgrima no pudo decidir qué era más inquietante-. No encontré nada, aunque permanecí allí hasta casi el amanecer. De todas formas la sublevación ya había estallado en Cádiz y Ayala tenía que morir, tuviésemos o no los documentos. No había otra solución. Sólo quedaba salir pronto de allí y confiar en que, si los papeles estaban tan bien ocultos, no los encontraría nadie, como tampoco los había encontrado yo… Hecho cuanto estaba en mi mano, me marché. El paso siguiente era desaparecer de Madrid sin dejar rastro. Tenia… -pareció dudar, buscando las palabras adecuadas- tenía que volver a la oscuridad de la que había salido. Adela de Otero se iba de escena definitivamente. Y también eso estaba previsto…
Jaime Astarloa ya no podía resistir más en pie. Sentía flaquearle las piernas y su corazón palpitaba débilmente. Se dejó caer muy despacio sobre el sillón, temiendo desfallecer. Cuando habló, su voz era apenas un temeroso susurro, pues intuía la atroz respuesta.
– ¿Qué fue de Lucía… De la sirvienta…? -tragó saliva, levantarido el rostro para mirar la sombra que estaba en pie frente a él-. Tenía la misma estatura… La edad aproximada de usted, el mismo color de cabello… ¿Qué ocurrió con ella?
Esta vez el silencio fue largo. Al cabo de un rato, la voz de Adela de Otero brotó neutra, sin inflexión alguna:
– Usted no comprende, don Jaime.
Levantó el maestro la mano trémula, apuntando a la sombra con un dedo. Una muñeca ciega en un estanque; así había ocurrido.
– Se equivoca -esta vez sintió vibrar el odio en su propia voz, y supo que Adela de Otero lo percibía con perfecta claridad-. Lo comprendo todo. Demasiado tarde, es verdad; pero lo comprendo todo muy bien. Ustedes la escogieron precisamente así, ¿no es cierto? Por su parecido físico… ¡Todo, hasta ese espantoso detalle, estaba planeado desde el primer momento!
– Veo que hicimos mal en subestimarlo a usted -en su voz había un punto de irritación-. Es un hombre perspicaz, al fin y al cabo.
Una mueca de amargura curvó los labios del maestro de armas. -¿También se encargó usted de ella? -preguntó, escupiendo las palabras con infinito desprecio.
– No. Contratamos a dos hombres, que apenas conocen nada de la historia… Dos rufianes. Son los mismos a quienes usted encontró en casa de su amigo.
– ¡Canallas!
– Quizás se extralimitaron…
– Lo dudo. Estoy seguro de que cumplieron escrupulosamente las dignas instrucciones de usted y su compinche.
– De todas formas, si eso le causa alivio, debo decirle que la chica ya estaba muerta cuando le hicieron… todo aquello. Apenas sufrió.
Jaime Astarloa la miró con la boca abierta, como si no diese crédito a sus propios oídos.
– Lo encuentro muy considerado por su parte, Adela de Otero… Suponiendo que ése sea su verdadero nombre. Muy considerado. ¿Me dice que la infeliz apenas sufrió? Eso honra, sin duda, sus femeninos sentimientos.
– Celebro verle recobrar la ironía, maestro.
– No me llame maestro, se lo ruego. Habrá podido comprobar que tampoco yo la llamo a usted señora.
Esta vez, ella rió francamente.
– Touché, don Jaime. Tocada, sí señor. ¿Desea que continúe, o ya conoce lo demás y prefiere que zanjemos la historia?
– Me gustarla saber cómo supieron del pobre Cárceles…
– Fue muy simple. Nosotros dábamos por perdidos los documentos; por supuesto, ni se nos había ocurrido pensar en usted. De improviso, su amigo se presentó en casa del mío, solicitando una entrevista urgente para tratar un asunto grave. Fue recibido, y expuso sus pretensiones: ciertos documentos habían llegado a su poder, y conociendo la holgada posición económica del interesado, reclamaba cierta cantidad de dinero a cambio de los papeles y de su silencio…
Jaime Astarloa se pasó una mano por la frente, aturdido por el rumor de su mundo, que sentía caer en pedazos.
– ¡También Cárceles! -las palabras escaparon de su boca como un lamento.
– ¿Y por qué no? -preguntó ella-. Su amigo era ambicioso y miserable, como cualquiera. Apostaba en aquel negocio para salir de su mugre, imagino.
– Parecía honesto -protestó don Jaime-. Era tan radical… Tan intransigente… Yo confiaba en él.
– Me temo que, para un hombre con la edad que usted tiene, ha confiado en demasiadas personas.
– Tiene razón. También confié en usted.
– Oh, vamos -ella parecía irritada-.Sus sarcasmos en este momento no nos llevan a parte alguna. ¿No le interesa saber nada más?
– Me interesa. Continúe.
– Se despidió a Cárceles con buenas palabras, y una hora más tarde nuestros dos hombres se presentaron en su casa a recuperar el legajo. Debidamente… persuadido, su amigo terminó por contar cuanto sabia, incluyendo su nombre. Entonces llegó usted, y hay que reconocer que nos puso a todos en un buen aprieto. Yo aguardaba afuera, en un coche, y los vi llegar como almas que llevase el diablo. ¿Sabe que de no ser por lo apurado de la situación me habría divertido lo que pasó? Para no ser un jovencito, creo que les dio trabajo de sobra: a uno le rompió la nariz y al otro le pegó dos tajos, en un brazo y en la ingle. Dijeron que se defendió usted como el mismo Lucifer.
Adela de Otero guardó silencio un momento y después añadió, intrigada:
– Ahora soy yo quien le hace' una pregunta… ¿Por qué metió a ese infeliz en esto?
– Yo no lo metí. Quiero decir que lo hice contra mi voluntad. Leí los documentos, pero no pude descifrar su contenido.
– ¿Pretende burlarse de mí? -la sorpresa de la joven parecía sincera-. ¿No acaba de decir que leyó los documentos?
El maestro de esgrima asintió, confuso.
– Ya le he dicho que sí, pero no entendí nada. Aquellos nombres, las cartas y lo demás, encerraban poco sentido para mí. Jamás tuve el menor interés por esos temas. Al leer, sólo pude comprender que alguien estaba delatando a otros, y que había de por medio un asunto de Estado. Pero busqué a Cárceles precisamente porque no lograba averiguar el nombre del responsable. Sin duda él lo dedujo, quizás porque recordaba los hechos a que se hacía referencia.
Adela de Otero se adelantó un poco, y la luz iluminó nuevamente sus facciones. Una pequeña arruga de preocupación se le marcaba entre las cejas.
– Me temo que aquí hay un malentendido, don Jaime. ¿Quiere usted decir que ignora el nombre de mi amigo?… ¿El hombre de quien hemos estado hablando todo este tiempo?
Jaime Astarloa se encogió de hombros, y sus francos ojos grises sostuvieron sin parpadear la inspección a que ella los sometía.
– Lo ignoro.
La joven ladeó ligeramente la cabeza, mirándolo absorta. Su mente parecía trabajar a toda prisa.
– Pero usted tuvo que leer la carta, puesto que la sacó del legajo… -¿Qué carta?
– La principal, la de Vallespfn a Narváez. Aquella en la que figuraba el nombre de…: ¿No la ha entregado a la policía? ¿Aún la conserva?
– Le repito que no sé de qué maldita carta me habla.
Esta vez fue Adela de Otero la que se sentó frente a don Jaime, tensa y recelosa. La cicatriz de la boca ya no parecía sonreír; se había convertido en una mueca de desconcierto. Era la primera vez que el maestro de armas la veía así.
– Vamos a ver, don Jaime. Vamos a ver… Yo he venido aquí esta noche por una razón concreta. Entre los documentos de Luis de Ayala había una carta, escrita por el ministro de la Gobernación, en donde se indicaban datos personales del agente que estaba pasando información sobre las conspiraciones de Prim… Esa carta, de la que el propio Luis de Ayala hizo llegar a mi amigo una copia textual cuando empezó a hacerle chantaje, no estaba en el legajo que recuperamos en casa de Cárceles. Luego ha de tenerla usted.
– Jamás he visto esa carta. Si la hubiese leído, me habría ido derecho a casa del criminal que organizó todo esto, a partirle el corazón de una estocada. Y el pobre Cárceles todavía estaría vivo. Yo esperaba que él dedujese algo de todos aquellos documentos…
Adela de Otero hizo un gesto para indicar que en aquel momento Cárceles le importaba un bledo.
– Lo dedujo -aclaró-.Incluso sin la carta principal, cualquiera que estuviese al tanto de los avatares políticos de los dos últimos años habría visto la cosa clara. Se mencionaba allí el asunto de las minas de plata de Cartagena, lo que apuntaba directamente a mi amigo. Había también una relación de sospechosos que la policía debía vigilar, gente de calidad, entre la que se le citaba a él; pero su nombre no figuraba después en las listas de detenidos… En resumen, toda una serie de indicios que, reunidos, permitían averiguar sin demasiada dificultad la identidad del confidente de Vallespín y Narváez. Si usted no fuera un hombre que vive de espaldas al mundo que lo rodea, lo habría averiguado tan fácilmente como cualquier otro.
La joven se levantó y dio unos pasos por la habitación, concentrada en sus pensamientos. A pesar del horror de la situación, Jaime Astarloa no pudo menos que admirar su sangre fría. Había participado en el asesinato de tres personas, se presentaba en su casa arriesgándose a caer en manos de la policía, le había referido con toda naturalidad una historia atroz, y ahora se paseaba tranquilamente por su estudio, ignorando el revólver y el estoque que él tenía sobre la mesa, preocupada por el paradero de una simple carta… ¿De qué materia estaba hecha aquella que se hacía llamar Adela de Otero?
Era absurdo, pero el maestro de esgrima se encontró meditando sobre el paradero de la misteriosa carta. ¿Qué había ocurrido? ¿No llegó a confiar Luis de Ayala en él lo suficiente? De lo que estaba seguro era de no haber leído ninguna…
Se quedó muy quieto, sin respirar siquiera, con la boca entreabierta, mientras intentaba retener un fragmento de algo que por un instante le había cruzado por la memoria. Lo consiguió, con un esfuerzo que llegó a crispar sus facciones, hasta el punto de que Adela de Otero se volvió a mirarlo, sorprendida. No podía ser. Era ridículo imaginar que hubiera ocurrido así. ¡Era absurdo! Y sin embargo…
– ¿Qué sucede, don Jaime?
Se levantó muy despacio, sin responder. Cogió el quinqué y se quedó unos instantes inmóvil, mirando a su alrededor como si despertase de un profundo sueño. Ahora podía recordar.
– ¿Le ocurre algo?
La voz de la joven le llegaba desde muy lejos mientras su mente trabajaba a toda prisa. Tras la muerte de Ayala, después de abrir el legajo y antes de disponerse a comenzar su lectura, se vio obligado a ordenarlo un poco. Se le había caído de las manos, esparciéndose las hojas por el suelo. Eso ocurrió en un rincón del saloncito, junto a la cómoda de nogal. Llevado por súbita inspiración pasó junto a Adela de Otero y se agachó ante el pesado mueble, introdujo una mano entre las patas y tanteó el suelo debajo. Cuando se levantó, sus dedos sostenían una hoja de papel. La miró de hito en hito.
– Aquí está -murmuró, agitando la cuartilla en el aire-. Ha estado ahí todo este tiempo… ¡Qué estúpido soy!
Adela de Otero se había acercado, mirando la carta con incredulidad.
– ¿Pretende decirme que la ha encontrado ahí…? ¿Que se le cayó debajo?
El maestro de esgrima estaba pálido.
– Santo Dios… -murmuró en voz muy baja-. ¡Pobre Cárceles! Aunque fue torturado, no podía hablarles de algo cuya existencia desconocía. Por eso se ensañaron con él de aquel modo…
Dejó el quinqué sobre la cómoda y acercó la carta a la luz. Adela de Otero estaba a su lado, mirando fascinada la hoja de papel.
– Le ruego que no la lea, don Jaime -había una extraña mezcla de orden y súplica en su oscura entonación-. Démela sin leerla, por favor. Mi amigo creía necesario matarlo también a usted, pero yo lo convencí para que me dejara venir sola. Ahora me alegro de haberlo hecho. Quizás todavía estemos a tiempo…
Los ojos grises del anciano la miraron con dureza.
– ¿A tiempo de qué? ¿A tiempo de devolver la vida a los muertos? ¿A tiempo de hacerme creer en su virginal inocencia, o en la bondad de sentimientos de su benefactor…? Váyase usted al diablo.
Entornó los párpados mientras leía a la humeante llama del quinqué. En efecto, allí estaba la clave de todo.
Excelentísimo señor don Ramón María Narváez, Presidente del Consejo
Mi generala
El asunto del que el otro día hablamos privadamente se nos presenta bajo un aspecto inesperado, y a mi juicio prometedor. En el asunto Prim está implicado Bruno Cazarla Longo, apoderado de la Banca de Italia en Madrid. Sin duda el nombre no le es desconocido, pues anduvo asociado con Salamanca en el negocio del ferrocarril del Norte. Tengo pruebas de que Cazarla Longo ha estado suministrando generosos préstamos al de Reus, con quien mantiene lazos muy estrechos desde su lujoso despacho de la plaza de Santa Ana. Durante cierto tiempo ha mantenido una discreta vigilancia sobre el pájaro, y creo que el asunto ya está maduro para que podamos jugar fuerte. Tenemos en nuestra mano destapar un escándalo que lo lleve a la ruina, e incluso podemos hacerle pasar una larga temporada meditando sobre sus errores en cualquier hermoso lugar de Filipinas o Fernando Poo, lo que, para un hombre acostumbrado al lujo como lo es él, supondría sin duda una experiencia inolvidable.
Sin embargo, recordando lo que hablamos el otro día sobre la necesidad de tener más información sobre lo que trama Prim, se me ocurre que podemos sacar mucho más partido a este caballero. Así que, tras solicitar una entrevista con él, le he planteado la situación con toda la sutileza posible. Como se trata de un hombre muy inteligente, y como sus convicciones liberales son menos fuertes que sus convicciones comerciales, ha terminado por manifestarse resuelto a prestarnos determinados servicios. Al fin y al cabo, comprende todo lo que puede perder sí aplicamos mano dura a sus escarceos revolucionarios y como buen banquero, le aterra la palabra bancarrota. Así que está dispuesto a cooperar con nosotros, siempre y cuando todo se lleve a cabo con discreción. Nos tendrá al corriente de todos los movimientos de Prim y sus agentes, a los que seguirá suministrando fondos, pero a partir de ahora nosotros sabremos puntualmente a quién y para qué.
Naturalmente, pone ciertas condiciones. La primera es que nada de esto trascienda fuera de vuestra persona y la mía. La otra condición reside en cierta compensación de tipo económico. A un hombre como él no le bastan treinta monedas, así que exige la concesión que se decide a finales de mes sobre las minas de plata en Murcia, donde tanto él como su banco están muy interesados.
A mi juicio, el asunto convierte al Gobierno y a la Corona, pues nuestro hombre se encuentra en inmejorable relación con Prim y su plana mayor, y la Unión Liberal lo considera uno de sus más firmes pilares en Madrid.
El asunto tiene muchas más vertientes, pero no es cosa de agotarlo por escrito. Añadiré tan sólo que, a mi juicio, Cazarla Longo es listo y ambicioso. Con él tendríamos, a un costo razonable, un agente infiltrado en el mismo cogollo de la conspiración.
Como no estimo prudente mencionar el tema durante el Consejo de mañana, sería útil que V. E. y yo discutiéramos en privado sobre el particular.
Reciba Vuestra Excelencia un respetuoso saludo.
JOAQUÍN VALLESPÍN ANDREU Madrid 4 de noviembre (Es copia única)
Jaime Astarloa terminó la lectura y permaneció en silencio mientras movía lentamente la cabeza.
– Así que ésta era la clave de todo… -murmuró al fin, con un hilo de voz apenas audible.
Adela de Otero lo miraba inmóvil, acechando sus reacciones con el ceño fruncido.
– Ésa era la clave -confirmó con un suspiro, como si deplorase que el maestro de esgrima hubiese accedido al último rincón del misterio-. Espero que esté satisfecho.
El anciano miró a la joven de modo extraño, sorprendido al verla todavía allí.
– ¿Satisfecho? -pareció paladear la palabra, y su sabor no le gustó-. Es muy triste la satisfacción que puede hallarse en todo esto… -levantó la carta, agitándola suavemente entre el pulgar y el índice-. Y supongo que ahora va a rogarme que le entregue este papel… ¿Me equivoco?
La luz del quinqué hizo bailar un destello en los ojos de la joven. Adela de Otero extendió una mano.
– Por favor.
Jaime Astarloa la contempló detenidamente, admirado una vez más de su temple. Estaba allí, erguida ante él, en la penumbra de la habitación, exigiendo con la mayor sangre fría que le entregase la prueba escrita en la que constaba el nombre del responsable de aquella tragedia.
– ¿Acaso piensa matarme también, si no accedo a su deseo?
Una sonrisa burlona vagó por los labios de Adela de Otero. Su mirada era como la de una serpiente fascinando a la presa.
– No he venido a matarlo, don Jaime, sino a llegar a un arreglo. Nadie cree necesario que usted muera.
Enarcó una ceja el maestro de esgrima, como si aquellas palabras lo decepcionasen.
– ¿No piensan matarme? -pareció meditar seriamente la cuestión-. ¡Diantre!, doña Adela. Eso es muy considerado por su parte.
La boca de la joven se torció en otra sonrisa, más traviesa que maligna. Don Jaime "intuyó que ella estaba escogiendo cuidadosamente sus palabras.
– Necesito esa carta, maestro.
– Le rogué que no me llame maestro.
La necesito. He ido demasiado lejos por ella, como usted sabe. -Lo sé. Diría que lo sé perfectamente. Doy fe de ello. -Se lo ruego. Todavía estamos a tiempo. El anciano la miró con ironía.
– Es la segunda vez que me dice usted que estamos a tiempo, pero no logro imaginar a tiempo de qué -contempló el papel que tenía en la mano-. El hombre al que se refiere este escrito es un perfecto miserable; un truhán y un asesino. Espero que no esté pidiéndome que coopere en el encubrimiento de sus crímenes; no estoy acostumbrado a que,se me insulte, y mucho menos a estas horas de la noche… ¿Sabe una cosa?
– No. Dígamela.
Al principio, cuando ignoraba lo que había ocurrido, cuando descubrí su… aquel cadáver sobre la mesa de mármol, decidí vengar la muerte de Adela de Otero. Por eso no dije nada entonces a la policía.
Ella lo miró, pensativa. Parecía haberse dulcificado su sonrisa.
– Se lo agradezco -en su voz despuntó un lejano eco que parecía sincero-. Pero ya puede ver que no era necesaria venganza alguna.
– ¿Usted cree? -esta vez le llegó a don Jaime el turno de sonreír-. Pues se equivoca. Todavía queda gente a quien vengar. Luis de Ayala, por ejemplo.
– Era un vividor y un chantajista.
– Agapito Cárceles…
– Un pobre diablo. Lo mató su codicia.
Las pupilas grises del maestro de esgrima se clavaron en la mujer con infinita frialdad.
Aquella pobre chica, Lucía… -dijo lentamente-. ¿También merecía morir?
Por primera vez, Adela de Otero desvió la mirada ante don Jaime. Y cuando habló, lo hizo con suma cautela.
– Lo de Lucía fue inevitable. Le suplico que me crea.
– Por supuesto. Me basta con su palabra.
– Le hablo en serio.
– Claro. Sería una imperdonable felonía dudar de usted.
Un opresivo silencio se instaló entre ambos. Ella había inclinado la cabeza y parecía ensimismada en la contemplación de sus propias manos, enlazadas sobre el regazo. Las dos cintas negras del sombrero le caían sobre el cuello desnudo. A su pesar, pensó el maestro de armas que, incluso como encarnación del diablo, Adela de Otero seguía siendo enloquecedoramente bella.
La joven levantó el rostro al cabo de unos instantes.
– ¿Qué piensa hacer con la carta?
Jaime Astarloa se encogió de hombros.
– Tengo una duda -respondió con sencillez-. No sé si ir directamente a la policía o pasarme antes por casa de su benefactor y meterle un palmo de acero en la garganta. Y no me diga ahora que se le ocurre a usted alguna idea mejor.
Los bajos del vestido de seda negra crujieron suavemente al deslizarse sobre la alfombra. Ella se había acercado, y el maestro pudo percibir, muy próximo, el aroma de agua de rosas.
– Tengo una idea mejor -la joven lo miraba ahora a los ojos, con el mentón levantado, en actitud desafiante-. Una oferta que no podrá rechazar.
– Se equivoca.
– No -ahora su voz era cálida y suave como el ronroneo de un hermoso felino-. No me equivoco. Siempre hay algo escondido en alguna parte… No existe hombre que no tenga un precio. Y yo puedo pagar el suyo.
Ante los atónitos ojos de don Jaime, Adela de Otero levantó las manos y se desabrochó el primer botón del vestido. Sintió el maestro de esgrima una súbita sequedad en la garganta mientras contemplaba, fascinado, los ojos violeta que sostenían su mirada. Ella soltó el segundo botón. Sus dientes, blancos y perfectos, relucían suavemente en la penumbra.
Hizo él un esfuerzo por alejarse, pero aquellos ojos parecían tenerlo hipnotizado. Por fin logró apartar la mirada, pero ésta quedó prendida en la contemplación del cuello desnudo, la delicada insinuación de las clavículas bajo la piel, el voluptuoso palpitar de la tez mate que descendía en suave triángulo entre el nacimiento de los senos de la joven.
La voz volvió a sonar en intimo susurro:
– Sé que usted me ama. Lo supe siempre, desde el principio. Quizás todo habría sido distinto si…
Las palabras se apagaron. Jaime Astarloa contenía la respiración, sintiéndose flotar lejos de la realidad. Notaba sobre los labios el cercano aliento; la boca se entreabría como una sangrante herida llena de promesas. Ella soltaba ahora los cordones de su corpino, las cintas se desanudaban entre sus dedos. Después, incapaz de resistir la seducción del momento, el maestro de esgrima sintió cómo las manos de la joven buscaban una de las suyas; su tacto pareció quemarle la piel. Pausadamente, Adela de Otero guió la mano hasta apoyarla sobre sus senos desnudos. Allí, la carne palpitaba tibia y joven, y don Jaime se estremeció al recobrar una sensación casi olvidada, a la que creía haber renunciado para siempre.
Emitió un gemido y entornó los ojos, abandonándose a la dulce languidez que lo embargaba. Ella sonrió quedamente, con insólita ternura, y soltando su mano alzó los brazos para quitarse el sombrero. Al hacerlo levantó levemente el busto, y el maestro de esgrima acercó los labios, muy despacio, hasta sentir la calidez mórbida de aquellos hermosos senos desnudos.
El mundo quedaba muy lejos de allí; no era más que una marea confusa, lejana, que batía débilmente la orilla de una playa desierta cuyo rumor amortiguaba la distancia. No había nada, salvo una vasta extensión clara y luminosa, una ausencia total de realidad, de remordimiento; incluso de sensaciones… Ausencia hasta el punto de que, por no haber, ni siquiera había pasión. La única nota, monocorde y continua, era el gemido de abandono, un murmullo de soledad y largo tiempo contenido, que el contacto con aquella piel hacía aflorar a los labios del viejo maestro.
De pronto, algo en su consciencia adormecida pareció gritar desde el remoto lugar donde ésta permanecía aún alerta. La señal tardó unos instantes en abrirse camino hasta los resortes de su voluntad, y fue al captar aquella sensación de peligro cuando Jaime Astarloa levantó la cara para mirar el rostro de la joven. Entonces se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ella tenía las manos ocupadas en quitarse el sombrero, y sus ojos centelleaban igual que carbones encendidos. La boca se le contraía en un tenso rictus, que la cicatriz de la comisura convertía en mueca diabólica. Las facciones estaban crispadas por una concentración inaudita, que el maestro de armas tenía grabada a fuego en la memoria: era el rostro de Adela de Otero cuando se disponía a tirarse a fondo para asestar una estocada violenta y definitiva.
Saltó don Jaime hacia atrás sin poder reprimir un grito de angustia. Ella había dejado caer el sombrero y empuñaba en la mano derecha el largo agujón con el que se lo sujetaba al cabello, dispuesta a clavarlo en la nuca del hombre que un segundo antes se hallaba postrado ante ella. Retrocedió el viejo maestro tropezando con los muebles de la habitación, sintiendo cómo la sangre se le helaba en las venas. Después, paralizado por el horror, vio cómo ella echaba hacia atrás la cabeza y soltaba una carcajada siniestra, que resonó como un fúnebre tañido.
– Pobre maestro… -las palabras salieron lentamente de la boca de la mujer, desprovistas de entonación, como si se estuviesen refiriendo a una tercera persona cuya suerte le era indiferente. No habla en ellas odio ni desprecio; tan sólo una fría, sincera conmiseración-. Ingenuo y crédulo hasta el final, ¿no es cierto?… ¡Pobre y viejo amigo mío!
Dejó escapar otra carcajada y observó a don Jaime con curiosidad. Parecía interesada en ver con detalle la alterada expresión que el espanto fijaba en el rostro del maestro de esgrima.
– De todos los personajes de este drama, señor Astarloa, usted ha sido el más crédulo; el más entrañable y digno de lástima -las palabras parecían gotear lentamente en el silencio-. Todo el mundo, los vivos y los muertos, le ha estado tomando el pelo a conciencia. Y usted, como en las malas comedias, con su ética trasnochada y sus tentaciones vencidas, interpretando el papel de marido burlado, el último en enterarse. Mírese, si puede. Busque un espejo y dígame dónde ha ido a parar ahora todo su orgullo, su aplomo, su fatua autocomplacencia. ¿Quién diablos se creía usted que era…? Bien; todo ha sido enternecedor, de acuerdo. Puede, si lo desea, aplaudirse una vez más, la última, porque ya es hora de que bajemos el telón. Usted debe descansar.
Mientras hablaba, sin precipitarse en sus movimientos, Adela de Otero se habla vuelto hacia la mesita sobre la que estaban el revólver y el bastón estoque, apoderándose de este último tras arrojar al suelo el ya inútil agujón del sombrero.
A pesar de su ingenuidad, es hombre sensato dijo mientras contemplaba apreciativamente la afilada hoja de acero, como si valorase sus cualidades-. Por eso confío en que se haga cargo de la situación. En toda esta historia, yo no he hecho sino desempeñar el papel que me fue asignado por el Destino. Le aseguro que no he puesto en ello ni un ápice de maldad más que la estrictamente necesaria; pero así es la vida… Esa vida de la que usted siempre intentó quedar al margen y que hoy, esta noche, se le cuela de rondón en casa para pasarle la factura de pecados que no cometió. ¿Capta la ironía?
Se le había ido acercando sin dejar de hablar, como una sirena que embrujase con su voz a los navegantes mientras el barco se precipitaba hacia un arrecife. Sostenía el quinqué en una mano y empuñaba el estoque con la otra; estaba frente a él, tan inconmovible como una estatua de hielo, sonriendo como si en lugar de una amenaza hubiese en su gesto una amable invitación a la paz y al olvido.
– Hay que decirse adiós, maestro. Sin rencor.
Cuando dio un paso adelante, dispuesta a clavarle el estoque, Jaime Astarloa volvió a ver la muerte en sus ojos. Sólo entonces, saliendo de su estupor, reunió la presencia de ánimo suficiente para saltar hacia atrás y volver la espalda, huyendo hacia la puerta más próxima. Se encontró en la oscura galería de esgrima. Ella le pisaba los talones, la luz del quinqué ya iluminaba la habitación. Miró don Jaime a su alrededor, buscando desesperado un arma con que hacer frente a su perseguidora, y sólo encontró al alcance de la mano el armero con los floretes de salón, todos con un botón en la punta. Pensando que peor era encontrarse con las manos desnudas, cogió uno de ellos; pero el contacto de la empuñadura sólo le brindó un leve consuelo. Adela de Otero ya estaba en la puerta de la galería, y los espejos multiplicaron la luz del quinqué cuando se inclinó para dejarlo en el suelo.
– Un lugar apropiado para solventar nuestro asunto, maestro -dijo en voz baja, tranquilizada al comprobar que el florete que don Jaime empuñaba era inofensivo-. Ahora tendrá ocasión de comprobar lo aventajada que puedo llegar a ser como discípula -dio dos pasos hacia él, con gélida calma, sin preocuparse de su pecho desnudo bajo el vestido entreabierto, y adoptó la posición de combate-. Luis de Ayala ya sintió en propia carne las excelencias de esa magnífica estocada de usted, la de los doscientos escudos. Ahora le llega el turno de probarla a su creador… Convendrá conmigo en que la cosa no deja de tener su gracia.
Aún no había terminado de hablar cuando, con asombrosa celeridad, ya echaba el puño hacia adelante. Jaime Astarloa retrocedió cubriéndose en cuarta, oponiendo la punta roma de su arma al aguzado estoque. Los viejos y familiares movimientos de la esgrima le devolvían poco a poco el perdido aplomo, lo arrancaban del horrorizado estupor del que había sido presa hasta hacía sólo un instante. Comprendió de inmediato que con su florete de salón no podría lanzar estocada alguna. Debía limitarse a parar cuantos ataques pudiese, manteniéndose siempre a la defensiva. Recordó que en el otro extremo de la galería había un armero cerrado con media docena de floretes y sables de combate, pero su oponente nunca le permitiría llegar hasta allí. De todas formas, tampoco tendría tiempo para volverse, abrirlo y empuñar uno. O quizás sí. Resolvió batirse en defensa hacia aquella parte de la sala, en espera de su oportunidad.
Adela de Otero parecía haber adivinado sus intenciones y cerraba contra él, empujándolo hacia un ángulo de la sala cubierto por dos espejos. Don Jaime comprendió su propósito. Allí, privado de terreno, sin posibilidad de retroceder, terminaría ensartado sin remedio.
Ella se batía a fondo, fruncido el ceño y apretados los labios hasta verse reducidos a una fina línea, en claro intento por ganarle los tercios del arma; forzándolo a defenderse con la parte de la hoja más próxima a la empuñadura, lo que limitaba mucho sus movimientos. Jaime Astarloa estaba a tres metros de la pared y no quería retroceder más, cuando ella le lanzó una media estocada dentro del brazo que lo puso en serios apuros. Paró, consciente de su incapacidad para responder como habría hecho de usar un florete de combate, y Adela de Otero efectuó con extraordinaria ligereza el movimiento conocido como vuelta de puño, cambiando la dirección de su punta cuando las dos hojas se tocaban, y dirigiéndola hacia el cuerpo de su adversario. Algo frío rasgó la camisa del maestro de esgrima, penetrando en su costado derecho, entre la piel y las costillas. Saltó hacia atrás en ese mismo instante, con los dientes apretados para ahogar la exclamación de pánico que pugnaba por salir de su garganta. Era demasiado absurdo morir así, de aquel modo, a manos de una mujer y en su propia casa. Se puso en guardia de nuevo, sintiendo cómo la sangre caliente empapaba la camisa bajo su axila.
Adela de Otero bajó un poco el estoque, se detuvo para aspirar profundamente y le dedicó una mueca maligna.
– No estuvo mal, ¿verdad? -preguntó con una chispa de diversión en los ojos-. Vayamos ahora a la estocada de los doscientos escudos, si le parece bien… ¡En guardia!
Resonaron los aceros. El maestro de armas sabía que era imposible parar la estocada sin una punta de florete que amenazase al adversario. Por otra parte, si él se centraba en cubrirse siempre arriba ante aquel tipo de ataque concreto, Adela de Otero podía aprovechar para largarle otra estocada diferente, baja, con resultados igualmente mortales. Estaba en un callejón sin salida e intuía la pared a su espalda, ya muy próxima; podía ver de reojo el espejo situado a su izquierda. Resolvió que su único recurso era intentar desarmar a la joven, o tirarle continuamente al rostro, donde sí podía hacer daño el arma a pesar de estar embotada.
Optó por la primera posibilidad, de más fácil ejecución, dejando el brazo flexible y el cuerpo apoyado sobre la cadera izquierda. Esperó a que Adela de Otero enganchase en cuarta, paró, volvió la mano sobre la punta del estoque y asestó un latigazo con el fuerte de su florete sobre la hoja enemiga, para comprobar desolado que la joven se mantenía firme. Tiró entonces sin mucha esperanza una cuarta sobre el brazo, amenazándole el rostro. Le salió algo corta, y el botón no logró acercarse más que unas pulgadas, pero fue suficiente para que ella retrocediese un paso.
– Vaya, vaya -comentó la joven con maliciosa sonrisa-. Así que el caballero pretende desfigurarme… Habrá que terminar rápido, entonces.
Frunció el entrecejo y sus labios se contrajeron en una mueca de salvaje alegría mientras, afirmándose sobre los pies, lanzaba a don Jaime una estocada falsa que obligó a éste a bajar su florete a quinta. Comprendió su error a mitad del movimiento, antes de que ella moviese el puño para lanzarse en el tiro decisivo, y sólo fue capaz de oponer la mano izquierda a la hoja enemiga que ya apuntaba hacia su pecho. La apartó con una flan-conada, mientras sentía la hoja afilada del estoque cortarle limpiamente la palma de la mano. Ella retiró de inmediato el arma, por miedo a que el maestro la agarrase para arrebatársela, y Jaime Astarloa contempló un instante sus propios dedos ensangrentados, antes de ponerse en guardia para frenar otro ataque.
De pronto, a mitad del movimiento, el maestro de esgrima vislumbró una fugaz luz de esperanza. Había tirado una nueva estocada amenazando el rostro de la joven, que obligó a ésta a parar débilmente en cuarta. Mientras se ponla otra vez en guardia, el instinto de Jaime Astarloa le susurró con la fugacidad de un relámpago que allí, durante un breve instante, había habido un hueco, un tiempo muerto que descubría el rostro de Adela de Otero durante apenas un segundo; y era su intuición, no sus ojos, la que había captado por primera vez la existencia de aquel punto débil. Durante los momentos que vinieron a continuación, los adiestrados reflejos profesionales del viejo maestro de armas se pusieron en marcha de forma automática, con la fría precisión de un mecanismo de relojería. Olvidada la inminencia del peligro, plenamente lúcido tras la súbita inspiración, consciente de que no disponía de tiempo ni de recursos para confirmarla, resolvió confiar la vida a su condición de veterano esgrimista. Y mientras iniciaba por segunda y última vez el movimiento, todavía tuvo la suficiente serenidad para comprender que, si se había equivocado, ya jamás gozaría de oportunidad alguna para lamentar su error.
Respiró hondo, repitió el tiro del mismo modo que la vez anterior, y Adela de Otero, en esta ocasión con más seguridad, opuso una parada de cuarta en posición algo forzada. Entonces, en lugar de ponerse inmediatamente en guardia como hubiera sido lo esperado, don Jaime sólo fingió hacerlo, al tiempo que doblaba su estocada en el mismo movimiento y la lanzaba por encima del brazo de la joven, echando hacia atrás la cabeza y los hombros mientras dirigía la punta embotada hacia arriba. La hoja se deslizó suavemente, sin hallar oposición, y el botón metálico que guarnecía el extremo del florete entró por el ojo derecho de Adela de Otero, penetrando hasta el cerebro.
Cuarta. Parada de cuarta. Doblar en cuarta sobre el brazo. A fondo.
Amanecía. Los primeros rayos de sol se filtraban por las rendijas de los postigos cerrados, y su luminoso trazo se multiplicaba hasta el infinito en los espejos de la galería.
Tercia. Parada de tercia. Tirar tercia sobre el brazo.
En las paredes había viejas panoplias en las que dormían el sueño eterno herrumbrosos aceros condenados al silencio. La suave claridad dorada que iluminaba la sala no lograba ya arrancar reflejos a sus viejas guarniciones cubiertas de polvo, oscurecidas por el tiempo, melladas por antiguas cicatrices metálicas.
Cuarta afondo. Parada en semicírculo. Tirar en cuarta.
Algunos amarillentos diplomas colgaban de una pared, en sus marcos torcidos. La tinta con que estaban escritos se hallaba desvaída; el paso de los años la había convertido en trazos pálidos, apenas legibles sobre los pergaminos. Los firmaban hombres muertos mucho tiempo atrás, y se fechaban en Roma, París, Viena, San Petersburgo.
Cuarta. Hombros y cabeza atrás. Cuarta baja.
Había en el suelo un estoque abandonado, con mango de plata muy pulido, gastado por el uso, en cuyo pomo serpenteaban finos arabescos junto a una divisa bellamente cincelada: A mí.
Cuarta sobre el brazo. Parada en primera. A fondo en segunda.
Sobre una descolorida alfombra había un quinqué que apenas ardía ya, sin llama, chisporroteando humeante su calcinada mecha junto a él estaba tendido el cuerpo de una mujer que había sido hermosa. Llevaba un vestido de seda negra, y bajo su nuca inmóvil, junto al cabello recogido con un pasador de nácar en forma de cabeza de águila, había un charco de sangre que empapaba el filo de la alfombra. El reflejo de un fino rayo de luz arrancaba de él suaves destellos rojizos.
Cuarta dentro. Parada de cuarta. Tirar en primera.
En un rincón oscuro de la sala, sobre un viejo velador de nogal, relucía un delgado búcaro de cristal tallado, desde el que se inclinaba el marchito talló de una rosa. Sus pétalos secos estaban esparcidos por la superficie de la mesa, arrugados y patéticos, componiendo un minúsculo cuadro de decadente melancolía.
Segunda fuera del brazo. El contrario para en octava. Tirar tercia.
De la calle ascendía un rumor lejano, semejante a los embates de una tormenta en el mar cuando la espuma rompe con furia contra las rocas. A través de los postigos se escuchaba, apagado, un clamor de voces que festejaban alborozadas el nuevo día que les aportaba la libertad. Un oyente atento habría captado el significado de sus gritos; hablaban de una reina que marchaba al exilio, y de hombres justos que venían de lejos; con sus abolladas maletas cargadas de esperanza.
Segunda fuera. Parada de octava. Tirar cuarta sobre el brazo.
Ajeno a todo ello, en aquella galería en la que el tiempo había detenido su discurrir y permanecía tan quieto e inmutable como los objetos que en su silencio contenía, se encontraba un anciano de pie frente a un gran espejo. Era delgado y tranquilo, tenía la nariz ligeramente aguileña, despejada la frente, el pelo blanco y el bigote gris. Estaba en mangas de camisa, y no parecía incomodarle la gran mancha parduzca, de sangre seca, que tenía en el costado. Su porte era digno -y orgulloso; en la mano derecha sostenía con airosa desenvoltura un florete de empuñadura italiana. Tenía las piernas un poco flexion-adas y levantaba el brazo izquierdo en ángulo recto sobre el hombro, dejando caer la mano hacia adelante con el depurado estilo de un viejo esgrimista, sin prestar atención a un profundo corte que le cruzaba la palma. Se medía silenciosamente con el reflejo de su propia imagen, concentrado en los movimientos que ejecutaba, mientras sus pálidos labios parecían enumerarlos sin que brotase de ellos palabra alguna, repitiendo las secuencias una y otra vez con metódica exactitud, sin descanso. Absorto en sí mismo intentaba recordar, fijando en su mente desinteresada de cuanto a su alrededor contuviese el Universo, todas las fases que, encadenadas con absoluta precisión, con matemática certeza, conducían, ahora lo sabía por fin, a la más perfecta estocada surgida de la mente humana.
La Navata. Julio de 1985