"La glisada es uno de los ataques más ciertos de la esgrima, por lo que obliga necesariamente a ponerse en guardia."
Madrid se mecía a la siesta, adormecido por los últimos calores del verano. La vida política de la capital discurría sumida en la calma de un septiembre bochornoso, bajo nubes plomizas que filtraban un sofocante torpor estival. La prensa oficialista, entre líneas, daba a entender que los generales desterrados en Canarias seguían tranquilos, desmintiendo que los tentáculos conspiradores se hubieran extendido a la Escuadra, que, a pesar de malintencionados rumores subversivos, se mantenía, como siempre, leal a Su Augusta Majestad. En lo referente al orden público, hacía ya varias semanas que no se registraba en Madrid tumulto alguno, tras el ejemplar escarmiento dado por la autoridad a los cabecillas de las últimas agitaciones populares, que ahora tenían tiempo de sobra para meditar sus desvaríos bajo la poco acogedora sombra del presidio de Ceuta.
Antonio Carreño llevaba rumores frescos a la tertulia del café Progreso:
– Señores, oído al parche. Sé de buena tinta que la cosa está en marcha.
Lo acogió un coro de guasón escepticismo. Carreño se llevó una mano al corazón, ofendido.
– No irán ustedes a dudar de mi palabra…
Puntualizó don Lucas Rioseco que nadie ponía en duda su palabra, sino la veracidad de sus fuentes; llevaba casi un año anunciando el Santo Advenimiento. Carreño les hizo inclinar hacia él las cabezas sobre el velador de mármol, adoptando su habitual tono de 1 precavida confidencia:
– Esta vez va en serio, caballeros. López de Ayala se ha ido a Canarias para entrevistarse con los generales desterrados. Y, agárrense, don Juan Prim ha desaparecido de su domicilio de Londres. Paradero desconocido… ¡Ya saben lo que eso significa!
Agapito Cárceles fue el único que dio crédito a la cosa:
– Eso quiere decir que se prepara el órdago a la grande.
Jaime Astarloa cruzó las piernas. Aquellas cábalas de calendario habían llegado a aburrirle lo indecible. En tono furtivo, Carreño seguía aportando datos sobre la conspiración en curso:
– Dicen que el conde de Reus ha sido visto en Lisboa, disfrazado de lacayo. Y que la escuadra del Mediterráneo sólo espera su llegada para dar el grito. -¿Qué grito? -preguntó el cándido Marcelino Romero. -Qué grito va a ser, hombre. El de libertad. Sonó la risita incrédula de don Lucas:
– Lo suyo es un folletín de Dumas, don Antonio. Por entregas.
Guardó silencio Carreño, ofendido por la reticente actitud del viejo carcamal. Acometió Agapito Cárceles, para vengar a su contertulio, una encendida soflama revolucionaria que le calentó las orejas a don Lucas.
– ¡Ha llegado el momento de escoger sitio en las barricadas! -finalizó, con el énfasis de un personaje de Tamayo y Baus.
– ¡Allí nos veremos! -proclamó, también teatral, el amostazado don Lucas-. Usted a un lado y yo a otro, por supuesto.
– ¡Por supuesto! Nunca dudé, señor Rioseco, que el puesto de usted está en las filas de la represión y el oscurantismo.
A mucha honra.
– ¡De honra, nada! La España con honra es la España revolucionaria, la fetén. ¡Su mansedumbre crispa los nervios de cualquier patriota, don Lucas!. -Pues tome usted tila. -¡Viva la república! -Allá usted. -¡ova la Federal!
– Que sí, hombre, que sí. ¡Fausto! ¡Una media tostada! ¡De abajo! -¡Viva el imperio de la Ley!
– ¡La única ley que necesita este país es la ley de fugas!
Retumbó un trueno sobre los tejados de Madrid. Abriendo sus entrañas, el cielo dejó caer un violento aguacero. Al otro lado de la calle se veía correr a los transeúntes en busca de refugio. Jaime Astarloa bebió un sorbo de café mientras miraba, melancólico, golpear la lluvia contra el vidrio de la ventana. El gato, que habla salido a dar una vuelta, regresó de un salto, con el pelo húmedo y erizado, escuálida imagen de miseria que clavó en el maestro de armas el recelo de sus ojos malignos.
– La esgrima moderna, caballeros, tiende a prescindir de esa feliz libertad de movimientos que confieren a nuestro arte una gracia especial. Eso limita mucho las posibilidades.
Los hermanos Cazorla y Alvarito Salanova escuchaban con atención, floretes y caretas bajo el brazo. Faltaba Manuel de Soto, que veraneaba con su familia en el Norte.
– Todas estas desgraciadas circunstancias -continuó Jaime Astarloa- empobrecen la esgrima de forma lastimosa. Por ejemplo, algunos tiradores omiten ya en los asaltos el movimiento de descubrirse y de saludara los padrinos…
– Pero en los asaltos no hay padrinos, maestro -intervino tímidamente el más joven de los Cazorla.
– Precisamente por eso, señor mío. Precisamente por eso. Usted acaba de poner el dedo en la llaga. Ya se va a la esgrima sin pensar en su aplicación práctica en el campo del honor. Un sport, ano es cierto?… Ni más ni menos que una aberración; como si, pongamos un ejemplo disparatado, los sacerdotes oficiasen la misa en castellano. Sin duda eso sería más actual, ¿verdad? Más popular, si quieren; más a tono con el curso de los tiempos, ¿no es cierto?… Sin embargo, prescindir de la bella sonoridad un tanto hermética de la lengua latina desvincularía ese hermoso ritual de sus raíces más entrañables, degradándolo, haciéndolo vulgar. La belleza, la Belleza con mayúscula, sólo puede hallarse en el culto a la tradición, en el ejercicio riguroso de aquellos gestos y palabras que han venido siendo repetidas, conservadas por los hombres a lo largo de los siglos… ¿Comprenden lo que les quiero decir?
Asintieron gravemente los tres jóvenes, más por respeto al maestro de armas que por convicción. Alzó don Jaime una mano, ejecutando en el aire algunos movimientos de esgrima, como si sostuviera un florete.
– Por supuesto, no hemos de cerrar los ojos a las innovaciones útiles -prosiguió en tono de desdeñosa concesión-. Pero ante todo hemos de tener presente que lo bello reside en conservar precisamente lo que los demás dejan en desuso… ¿No encuentran ustedes mucho más digno de lealtad a un monarca caído que al sentado en el trono? Por eso nuestro arte ha de seguir siendo puro, incontaminado. Clásico. Ante todo, clásico. Debemos compadecer sinceramente a los que se limitan a acceder a una técnica. Ustedes, mis jóvenes amigos, tienen la maravillosa oportunidad de acceder a un arte. Algo, créanme, que no se paga con dinero. Algo que se lleva aquí, en el corazón y en la cabeza.
Calló el maestro de esgrima, contemplando los tres rostros que lo miraban con reverente atención. Designó con un gesto al mayor de los Cazorla.
– Bueno, ya está bien de charla. Usted, don Fernando, va a practicar conmigo la parada de círculo de segunda, cruzada con segunda. Le recuerdo que este método exige mucha limpieza; nunca recurra a él cuando la superioridad física del adversario sea excesiva… ¿Recuerda la teoría?
El joven inclinó la cabeza, con orgulloso gesto afirmativo.
– Sí, maestro -recitó de carrerilla, como un escolar-. Si paro con círculo en segunda y no puedo encontrar el florete contrario, cruzo en segunda, desengancho y tiro en cuarta sobre el brazo.
– Perfecto -don Jaime cogió un florete de la panoplia mientras Fernando Cazorla se calaba la careta-. ¿Listo? Pues a nuestro asunto. Por supuesto, no olvidemos el saludo. Eso es… Se extiende el brazo y se eleva el puño, así. Hágalo como si llevase puesto un sombrero imaginario. Se lo quitaría usted con la mano izquierda, de forma elegante. Perfecto -se volvió el maestro hacia los otros dos espectadores-. Deben tener presente que los movimientos de saludo en cuarta y tercia son para los padrinos y los testigos. Al fin y al cabo, se supone que lances de este género suelen tener lugar entre gentes bien nacidas. Nada debemos objetar a que dos hombres se maten el uno al otro si el honor los empuja a ello, ¿no es cierto?… Pero, ¡diantre!, lo menos que podemos exigirles es que lo hagan de la forma más educada posible.
Cruzó el maestro su florete con el de Fernando Cazorla. El alumno jugaba la muñeca mientras aguardaba a que don Jaime le sirviese la estocada que daría inicio al movimiento. En los espejos de la galería, sus imágenes se multiplicaban como si el salón estuviese lleno de contendientes. Sonaba la voz serena y paciente del maestro de esgrima:
– Eso es, muy bien. A mi. Bien. Atención ahora, círculo en segunda… No; repita, por favor. Eso es. Círculo en segunda. ¡Cruce!… No, por favor, recuerde. Hay que cruzar en segunda, desenganchando en el acto. Otra vez, si es tan amable. Sobre las armas. A mí. Parada. Eso es. ¡Cruce! Bien. Ahora. ¡Perfecto! Cuarta sobre el brazo, excelente -habla legítima satisfacción, de autor contemplando su obra, en el comentario de don Jaime-. Vamos a ello de nuevo, pero tenga cuidado. Esta vez voy a cerrarle más fuerte. Sobre las armas. A mí. Bien. Parada. Bien. Así. ¡Cruce!… No. Anduvo muy lento, don Fernando, por eso lo he tocado. Volvamos a empezar.
De la calle llegó rumor de tumulto. Se escuchaban cascos de caballos a paso de carga sobre el empedrado. Alvarito Salanova y el menor de los Cazorla se asomaron a una de las ventanas.
– ¡Hay trifulca, maestro!
Interrumpió don Jaime el asalto, reuniéndose con sus alumnos en la ventana. Por la calle brillaban charoles y sables. A caballo, la Guardia Civil desbandaba a un grupo de revoltosos que corrían en todas direcciones. Sonaron dos tiros cerca del Teatro Real. Los jóvenes esgrimistas contemplaban el espectáculo, fascinados por la algarada.
– ¡Fijaos cómo corren!
– ¡Vaya tunda!
– ¿Qué habrá pasado?
– ¡A lo mejor es la revolución!
– ¡Nada de eso! Alvarito Salanova, fiel a su apellido, fruncía con desdén el labio superior-. ¿No ves que son cuatro gatos? Los guardias les están dando lo suyo.
Bajo la ventana, un transeúnte buscaba precipitado refugio en un portal. Un par de viejas enlutadas asomaban la nariz, como pájaros de mal agüero, observando con prudencia el panorama. En los balcones se agolpaban los vecinos; algunos jaleaban a los revoltosos, otros a los guardias.
– ¡Viva Prim! -gritaban tres mujeres de mala pinta, con la impunidad que les otorgaba su sexo y el hallarse en el balcón de un cuarto piso-. ¡A ver si cuelgan a Marfori!
– ¿Quién es ese Marfori? -preguntó Paquito Cazorla.
– Un ministro -le aclaró su hermano-. Dicen que la reina y él…
Juzgó don Jaime que ya era suficiente, y cerró los postigos de la ventana, haciendo caso omiso del murmullo desencantado de sus alumnos.
– Estamos aquí para practicar esgrima, caballeretes -dijo en tono que no admitía réplica-. Sus señores padres me pagan para que los adiestre en cosas de provecho, no para que sean espectadores de algo que no nos incumbe. Prosigamos con lo nuestro -echó una mirada de supremo desdén hacia el postigo cerrado y acarició con los dedos la empuñadura de su florete-. Nada tenemos que ver con lo que pueda ocurrir ahí afuera. Eso lo dejamos para la chusma, y para los políticos.
Volvieron a ocupar sus posiciones y retornó a la galería el metálico chasquido de los floretes. En las paredes, las viejas panoplias seguían cubriéndose de polvo, herrumbrosas e inmutables. Habla bastado con cerrar la ventana para que el tiempo detuviese su curso en la casa del maestro de esgrima.
Fue la portera quien lo puso al corriente cuando se cruzó con ella en la escalera. -Buenas tardes, don Jaime. ¿Qué le parecen las noticias? -¿Qué noticias?
Se santiguó la vieja. Era una viuda parlanchina y regordeta, que vivía con una hija solterona. Oía dos misas diarias en San Ginés y aseguraba que todos los revolucionarios eran unos herejes.
– ¡No me diga que no está al tanto de lo que pasa! ¿Es que no lo sabe? Jaime Astarloa enarcó una ceja, cortésmente interesado. -Cuénteme, doña Rosa.
Bajó la portera el tono, mirando desconfiada a su alrededor, como si las paredes tuviesen oídos.
– Don Juan Prim desembarcó ayer en Cádiz, y dicen que la Escuadra se ha sublevado… ¡Así le pagan a nuestra pobre reina su bondad!
Subió el maestro de armas por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol, camino del café Progreso. Aun sin el informe de la portera, hubiera sido evidente que algo grave ocurría. Grupos alborotados comentaban en corrillos los acontecimientos, y una veintena de curiosos observaban de lejos a un piquete que montaba guardia en la esquina de la calle Postas. Los soldados, con el ros sobre el rapado cogote y la bayoneta en la boca del fusil, estaban bajo el mando de un barbudo oficial de fiero semblante, que se paseaba arriba y abajo con la mano apoyada en la empuñadura del sable. Los sorches eran muy jóvenes y se daban aires de importancia disfrutando de la expectación que su presencia suscitaba. Un caballero de buen aspecto pasó junto a don Jaime y se acercó al teniente.
– ¿Se sabe algo?
Contoneóse el mílite con digna fanfarronería. -Yo cumplo órdenes de la superioridad. Circule.
Azules y solemnes, unos guardias requisaban periódicos a mozalbetes que los habían estado voceando entre la gente; se proclamaba el estado de guerra, imponiéndose la censura sobre toda noticia relacionada con la sublevación. Algunos comerciantes, avivados por la experiencia de recientes algaradas, echaban el cierre de sus tiendas e iban a engrosar los grupos de curiosos. Por Carretas brillaban los tricornios de la Guardia Civil. Se comentaba que González Bravo había presentado telegráficamente su dimisión a la reina, y que las tropas levantadas por Prim avanzaban ya sobre Madrid.
En el Progreso, la tertulia estaba al completo, y Jaime Astarloa fue puesto de inmediato al corriente de la situación. Prim había llegado a Cádiz en la noche del 18, y el 19 por la mañana, al grito de «Viva la soberanía nacional», la escuadra del Mediterráneo se había pronunciado por la revolución. El almirante Topete, a quien todos consideraban leal a la reina, estaba entre los sublevados. Las guarniciones del Sur y de Levante se sumaban una tras otra al alzamiento.
– La incógnita -explicaba Antonio Carreño- reside ahora en la actitud de la reina. Si no cede, tendremos guerra civil; porque esta vez no se trata de una vulgar intentona, caballeros. Lo sé de buena tinta. El de Reus cuenta ya con un poderoso ejército que engrosa por momentos. Y Serrano está en el ajo. Hasta se especula con ofrecerle una regencia a don Baldomero Espartero.
– Isabel II no cederá jamás -terció don Lucas Rioseco.
– Eso lo veremos -dijo Agapito Cárceles, visiblemente encantado con el curso de los acontecimientos-. De todas formas, es mejor que intente resistir.
Lo miraron todos los contertulios con extrañeza.
– ¿Resistir? -censuró Carreño-. Eso llevaría al país a la guerra civil…
A un baño de sangre -apuntó Marcelino Romero, satisfecho de poder meter baza.
– Exacto -puntualizó radiante el periodista-. ¿Es que no lo comprenden ustedes? A mí, fíjense, me parece evidente. Si Isabelita nos sale con medias tintas, se pone a disposición o abdica en su niño, tendremos las mismas. Hay mucho monárquico entre los sublevados, y al final terminarían por colocarnos al Puigmoltejo, o a Montpensier, o a don Baldomero, o a la sota de copas. Y eso sí que no. ¿Para eso hemos luchado tanto tiempo?
– ¿En dónde dice que ha luchado usted? -preguntó don Lucas con mucha guasa.
Cárceles lo miró con republicano desprecio.
– En la sombra, señor mío. En la sombra.
Ya.
El periodista resolvió ignorar a don Lucas.
– Les estaba diciendo -continuó, dirigiéndose a los otros- que lo que España necesita es una buena y encarnizada guerra civil con mucho mártir, con barricadas en las calles y con el pueblo soberano asaltando el Palacio Real. Comités de salvación pública, y los figurones monárquicos y sus lacayos -torva ojeada de soslayo a don Lucas- arrastrados por las calles.
Aquello se le antojó excesivo a Carreño.
– Hombre, don Agapito. No se pase usted tampoco. En las logias… Pero Cárceles estaba lanzado. -Las logias son tibias, don Antonio. -¿Tibias? ¿Las logias tibias?
– Sí, señor. Tibias, se lo digo yo. Si la revolución la han desencadenado los generales descontentos, hay que procurar que termine en manos de su legítimo propietario: el pueblo -se le iluminó el rostro en un éxtasis-. ¡La república, caballeros! La cosa pública, ni más ni menos. Y la guillotina.
Don Lucas saltó con un rugido. La indignación le empañaba el monóculo incrustado en su ojo izquierdo.
– ¡Por fin se quita usted la máscara! -exclamó apuntando a Cárceles con dedo acusador, tembloroso de santa ira-. ¡Por fin descubre usted su maquiavélico rostro, don Agapito! ¡Guerra civil! ¡Sangre! ¡Guillotina!… ¡Ése es su verdadero lenguaje!
El periodista miró a su contertulio con genuina sorpresa.
– Nunca he utilizado otro, que yo sepa.
Don Lucas hizo ademán de levantarse, pero pareció pensarlo mejor. Aquella tarde pagaba Jaime Astarloa, y los cafés estaban en camino.
– ¡Es usted peor que Robespierre, señor Cárceles! -masculló sofocado-. ¡Peor que el impío Dantón!
– No mezcle usted las churras con las merinas, amigo mío.
– ¡Yo no soy su amigo! ¡La gente de su clase ha sumido a España en la ignominia! -Huy, qué mal perder tiene usted, don Lucas.
– ¡Aún no hemos perdido! La reina ha nombrado presidente al general Concha, que es todo un hombre. De momento, ya le ha confiado a Pavía el mando del ejército que se enfrentará a los rebeldes. Y supongo que no me pondrá en duda el probado valor del marqués de Novaliches… Verdes las ha segado usted, don Agapito.
– Lo veremos.
– ¡Pues claro que lo veremos! -Lo estamos viendo. -¡Lo vamos a ver!
Jaime Astarloa, aburrido por la eterna polémica, se retiró antes de lo acostumbrado. Cogió su bastón y su chistera, se despidió hasta el día siguiente y salió a la calle, resuelto a dar un corto paseo antes de regresar a casa. Por el camino fue observando el caldeado ambiente callejero con cierto fastidio; sentía que todo aquello lo afectaba sólo muy superficialmente. Ya empezaba a estar harto de las polémicas entre Cárceles y don Lucas, como lo estaba también del país en que le había tocado vivir.
Pensó, malhumorado, que podían ahorcarse todos ellos con sus malditas repúblicas y sus malditas monarquías, con sus patrióticas arengas y con sus estúpidas reyertas de café. Habría dado cualquier cosa por que unos y otros dejaran de amargarle la vida con tumultos, disputas y sobresaltos cuyos motivos le importaban un bledo. A lo único que aspiraba era a que lo dejasen vivir en paz. En lo que al maestro de esgrima se refería, podían irse todos al diablo.
Sonó un trueno en la distancia mientras una violenta turbonada de aire recorría las calles. Inclinó don Jaime la cabeza y se sujetó el sombrero, apretando el paso. A los pocos minutos rompió a llover con fuerza.
En la esquina de la calle Postas, el agua empapaba el paño azul de los uniformes y corría en gruesas gotas por el rostro de los soldados. Seguían montando guardia con su aire tímido y paleto, la punta de la bayoneta rozándoles la nariz, pegados a la pared para resguardarse de la lluvia. Desde un portal, el teniente contemplaba taciturno los charcos, sosteniendo una pipa humeante en el ángulo de la boca.
Diluvió durante todo el fin de semana. Desde la soledad de su estudio, inclinado a la luz del quinqué sobre las páginas de un libro, escuchó don Jaime la interminable sucesión de truenos y relámpagos que restallaban en la negrura exterior, rasgándola con resplandores que recortaban las siluetas de los edificios cercanos. Sobre el tejado golpeaba el agua con fuerza, y un par de veces tuvo que levantarse para colocar recipientes bajo las goteras que se desplomaban del techo con irritante y líquida monotonía.
Hojeó distraído el libro que tenía en las manos, y sus ojos se detuvieron en una cita, subrayada a lápiz años atrás por él mismo:
… Todas sus sensaciones alcanzaron una elevación hasta entonces ignorada para él. Vivió las experiencias de una vida infinita mente variada; murió y resucitó, amó hasta la pasión más ardiente y viose separado de nuevo y para siempre de su amada. Al fin, hacia el alba, cuando las primeras luces quebraban la penumbra, en su alma empezó a reinar una creciente paz, y las imágenes se tornaron más claras y permanentes…
Sonrió con infinita tristeza el maestro de esgrima, todavía con un dedo sobre aquellas líneas. Tales palabras no parecían haber sido escritas para Enrique de Ofterdingen, sino para él mismo… En los últimos años se había visto retratado en aquella página con singular maestría; todo estaba allí. Sin duda se trataba del más ajustado resumen de su vida que jamás nadie seria capaz de formular. Sin embargo, en las últimas semanas, algo estaba fallando en el concepto. La creciente paz, las imágenes claras y permanentes que había estimado definitivas, volvían a enturbiarse bajo un extraño influjo que le arrancaba, sin piedad, fragmentos de aquella serena lucidez en la que creyó poder pasar el resto de sus días. Se había introducido en su existencia un factor nuevo, una influencia misteriosa, perturbadora, que le obligaba a plantearse preguntas cuya respuesta se esforzaba en eludir. Era imprevisible a dónde podía conducirle todo aquello.
Cerró bruscamente el libro, arrojándolo sobre la mesa con violencia. Angustiado, tomaba conciencia de su helada soledad. Aquellos ojos de color violeta se habían valido de él para algo que ignoraba, pero que no podía esforzarse en imaginar sin que lo estremeciese una irracional sensación de oscuro espanto. Y lo que era aún más grave: a su viejo y cansado espíritu le hablan arrebatado la paz.
Despertó con las primeras luces del alba. Últimamente dormía mal; el suyo era un sueño inquieto, desapacible. Se aseó en regla y extendió después sobre una mesita, junto al espejo y la jofaina con agua caliente, el estuche con sus navajas de afeitar. Enjabonó cuidadosamente las mejillas, rasurándolas con esmero, según era su costumbre. Con las viejas tijeritas de plata recortó algunos pelos del bigote, y pasó después un peine de concha por los húmedos cabellos blancos. Satisfecho de su apariencia se vistió con parsimonia, anudándose al cuello una corbata de seda negra. De sus tres trajes de verano escogió uno de diario, de ligera alpaca color castaño, cuya larga levita pasada de moda le prestaba el distinguido porte de un viejo dandy de principios de siglo. Cierto era que el fondi-llo de los pantalones estaba algo ajado por el uso, pero los faldones de la levita lo disimulaban de forma satisfactoria. De entre los pañuelos limpios escogió el que le pareció en mejor estado, y vertió en él una gota de agua de colonia antes de colocárselo en el bolsillo. Al salir, se puso una chistera y tomó bajo el brazo el estuche de sus floretes.
El día era gris y volvía a amenazar chubasco. Había estado lloviendo toda la noche, y grandes charcos en mitad de la calle reflejaban los aleros de los tejados bajo un pesado cielo color de plomo. Saludó atentamente a la portera, que regresaba con la cesta de la compra, y cruzó la calle para desayunar, según su costumbre, chocolate y buñuelos en el modesto cafetín de la esquina. Fue a instalarse en su mesa habitual, al fondo, bajo el globo de cristal que cubría un apagado mechero de gas. Eran las nueve de la mañana y había pocos parroquianos en el local. Valentín, el propietario, acudió con una jícara y un junquillo de buñuelos.
– Esta mañana no hay periódicos, don Jaime. Tal y como está la cosa, todavía no han salido. Y me malicio yo que no saldrán.
Se encogió de hombros el maestro de esgrima. La ausencia de la prensa diaria no le causaba trastorno alguno.
– ¿Hay novedades? -preguntó, más por cortesía que por auténtico interés.
El dueño del cafetín se limpió las manos en el grasiento delantal.
– Parece que el marqués de Novaliches está en Andalucía con el ejército, y va a enfrentarse a los sublevados de un momento a otro… Dicen también que Córdoba, que se pronunció cuando los otros, se despronunció al día siguiente, en cuanto le vio la oreja a las tropas del Gobierno. No está la cosa clara, don Jaime. A saber en qué termina todo esto.
Despachado el desayuno, salió a la calle el maestro de armas para dirigirse a casa del marqués de los Alumbres. Ignoraba si a Luis de Ayala le apetecería practicar esgrima, habida cuenta del ambiente que se respiraba en Madrid; pero Jaime Astarloa sí estaba dispuesto a cumplir, como de costumbre, su parte del compromiso. En el peor de los casos, todo quedaría en un paseo hecho en balde. Como ya era tarde, no deseando verse retrasado por cualquier imprevisto callejero, subió a un simón que aguardaba desocupado junto a un arco de la Plaza Mayor.
– Al palacio de Villaflores.
Chasqueó el cochero su látigo mientras los dos aburridos pencos se ponían en movimiento sin demasiado entusiasmo. Los soldaditos seguían en la esquina de Postas, pero al teniente no se le veía por ninguna parte. Frente a Correos, guardias municipales obligaban a circular a los grupos de curiosos, aunque sin desplegar excesivo celo en la tarea. Funcionarios de ayuntamiento al fin y al cabo, con la espada de Damocles de la cesantía pendiente sobre sus cabezas, ignoraban quién mandaría mañana en el país, y no las tenían todas consigo.
Los guardias civiles a caballo de la tarde anterior ya no estaban apostados en la calle Carretas. Jaime Astarloa se cruzó con ellos más abajo, tricornios y capotes patrullando entre el Congreso y la fuente de Neptuno. Tenían los negros bigotes enhiestos y los sables enfundados, observando a los viandantes con la ceñuda seguridad emanada de una certeza: fuera quien fuese el vencedor, seguiría recurriendo a ellos para mantener el orden público. Como ya se había comprobado bajo gobiernos progresistas o moderados, los miembros de la Benemérita nunca quedaban cesantes.
Don Jaime iba recostado en el asiento del simón, contemplando el panorama con aire abstraído; pero al llegar cerca del palacio de Villaflores dio un respingo y se asomó a la ventanilla, alarmado, Reinaba una insólita animación frente a la residencia del marqués de los Alumbres. Más de un centenar de personas se arremolinaba en la calle, contenido ante la entrada por varios guardias. En su mayor parte se trataba de vecinos de los alrededores, de toda condición social, a los que se sumaban numerosos desocupados que curioseaban. Algunos fisgones más atrevidos habían trepado a la verja, ~ desde allí atis-baban el jardín. Aprovechando el bullicio, un par di vendedores ambulantes iban y venían entre los carruajes estaciona dos, voceando sus mercancías.
Con un presentimiento que riada bueno auguraba, pagó don Jaime al cochero y se dirigió apresuradamente hacia la puerta, hendiendo la multitud. Los curiosos se empujaban unos a otros para ver mejor, con morbosa expectación.
– Es algo terrible. Terrible -murmuraban unas comadres haciéndose cruces.
Un individuo canoso, de bastón y levita, se aupó sobre las puntas de los zapatos intentando divisar el panorama. Colgada de su brazo, la esposa lo miraba interrogante, a la espera del informe.
– ¿Puedes ver algo, Paco?
Se abanicaba una de las comadres, con gesto de enterada:
– Fue durante la noche; me lo ha dicho uno de los guardia9, que es primo de mi cuñada. Acaba de llegar el señor juez.
– ¡Una tragedia! -comentaba alguien. -¿Se sabe cómo ha sido? -Lo encontraron los criados esta mañana. -Se decía que era un poco tarambana.
– ¡Calumnias! Era un caballero, y un liberal. ¿No se acuerdan de que dimitió siendo ministro?
Volvió a abanicarse con sofoco la comadre.
– ¡Una tragedia! ¡Con la buena facha que tenia ese hombre!
Con la muerte en el alma, don Jaime llegó hasta uno de los guindas que montaban guardia en la puerta. El municipal le cortó el paso con la firmeza que confería la autoridad del uniforme.
– ¡No se puede pasar!
Señaló torpemente el maestro de esgrima el estuche de floretes que llevaba bajo el brazo.
– Soy amigo del señor marqués. Estoy citado con él esta mañana…
Lo miró el guardia de arriba abajo, moderando su actitud ante el distinguido aspecto de su interlocutor. Se volvió hacia un compañero que estaba al otro lado de la verja.
– ¡Cabo Martínez! Aquí hay un caballero que dice ser amigo de la casa. Por lo visto, tenía una cita.
Acudió el cabo Martínez, tripón y reluciente tras sus botones dorados, mirando con suspicacia al maestro de esgrima. -¿Cuál es su gracia?
Jaime Astarloa. Estoy citado con don Luis de Ayala a las diez. Movió el cabo gravemente la cabeza y entreabrió la verja. -Sírvase acompañarme.
Siguió el maestro de esgrima al guardia por la avenida engravillada, bajo la familiar sombra de los sauces. Había más municipales en la puerta, y un grupo de caballeros conversaba en el recibidor, al pie de la amplia escalera adornada con jarrones y estatuas de mármol.
– Sírvase esperar un momento.
El cabo se acercó al grupo y cambió, en voz baja, unas respetuosas palabras con un caballero bajito y pulcro, de erizados bigotes teñidos de negro y peluquín sobre la calva. El personaje vestía con afectación algo vulgar y usaba quevedos con cristales azules, sujetos por un cordón a la solapa de la levita, en cuyo ojal lucía una cruz a algún tipo de mérito civil. Tras escuchar al guardia, volvióse a mirar al recién llegado, murmuró unas palabras a sus acompañantes y vino al encuentro de don Jaime. Sus ojos, astutos y acuosos, brillaban tras los espejuelos.
– Soy el jefe superior de policía, Jenaro Campillo. ¿A quién tengo el honor? Jaime Astarloa, maestro de armas. Don Luis y yo solemos… Lo interrumpió el otro con un gesto.
– Estoy al corriente -lo observó con fijeza, como si estuviese calibrando a su interlocutor. Después detuvo la mirada en el estuche que don Jaime sostenía bajo el brazo y lo señaló con gesto inquisitivo-. ¿Son sus instrumentos?
Asintió el maestro de esgrima.
– Son mis floretes. Ya le he dicho que don Luis y yo… Quiero decir que cada mañana suelo presentarme aquí -Jaime Astarloa se interrumpió, mirando al policía con estupor. Absurdamente, cayó en la cuenta de que era en ese momento, y no antes, cuando tomaba conciencia real de lo que allí había podido ocurrir, corno si su mente se hubiera bloqueado hasta entonces, negándose a asumir lo que resultaba evidente-. ¿Qué le ha pasado al señor marqués?
El otro lo miró pensativo; parecía evaluar la sinceridad de las emociones que se dibujaban en la aturdida actitud del maestro de armas. Al cabo de un momento emitió una tosecita, metió la mano en el bolsillo y sacó un cigarro habano.
– Mucho me temo, señor Astarloa… -dijo con parsimonia, al tiempo que agujereaba un extremo del cigarro con un palillo-. Mucho me temo que el marqués de los Alumbres no esté hoy en condiciones de practicar esgrima. Desde un punto de vista forense, yo diría que no anda bien de salud.
Hizo un gesto con la mano mientras hablaba, invitando a don Jaime a acompañarlo a una de las habitaciones. Contuvo éste el aliento al entrar en una pequeña salita, que conocía a la perfección por haberla visitado casi a diario en los últimos dos años: se trataba de la antesala de la galería en que solía practicar con el marqués. En el umbral que comunicaba ambas estancias había un cuerpo inmóvil, tendido sobre el parquet y cubierto por una manta. Un largo reguero de sangre salía de ésta para bifurcarse en el centro de la habitación. Allí, el rastro tomaba dos direcciones, desembocando en sendos charcos de sangre coagulada.
Jaime Astarloa dejó caer el estuche de los floretes sobre un sillón y se apoyó en el respaldo; su expresión era de absoluto desconcierto. Miró a su acompañante como exigiéndole explicaciones por lo que parecía una broma pesada, pero el policía se limitó a encoger los hombros mientras encendía un fósforo y daba largas chupadas al cigarro, sin dejar de observar sus reacciones.
– ¿Está muerto? -preguntó don Jaime. La cuestión era tan estúpida que el otro enarcó una ceja con ironía.
– Completamente.
El maestro de esgrima tragó saliva. -¿Suicidio? '
– Compruébelo usted mismo. La verdad es que me gustaría escuchar su opinión al respecto.
Jenaro Campillo exhaló una bocanada de humo y se inclinó sobre el cadáver para descubrirlo hasta la cintura, echándose después atrás a fin de observar el efecto que la escena producía en Jaime Astarloa. Luis de Ayala conservaba la expresión con que lo había sorprendido la muerte: estaba boca arriba, la pierna derecha doblada en ángulo bajo la izquierda; los ojos semiabiertos tenían un tono opaco y el labio inferior parecía descolgado, impresa en la boca lo que sin duda había sido postrera mueca de agonía. Se hallaba en camisa, con la corbata deshecha. En el lado derecho del cuello tenía un orificio redondo y perfecto, que salía por la nuca. De allí se había escapado el reguero de sangre que cruzaba el suelo de la habitación.
Sintiéndose como en una pesadilla de la que esperaba despertar de un momento a otro, Jaime Astarloa contempló el cadáver, incapaz de hilvanar un sólo pensamiento coherente. La habitación, el cuerpo rígido, las manchas de sangre, todo daba vueltas a su alrededor. Sintió que las piernas le flaqueaban y aspiró profundamente el aire, sin atreverse a soltar el respaldo del sillón sobre el que se apoyabá. Después, cuando por fin impuso disciplina a su organismo y logró ordenar los pensamientos, la realidad de lo que allí había ocurrido llegó hasta él de forma súbita y dolorosa, como si le hubiesen asestado un golpe en mitad del alma. Miró a su acompañante con ojos espantados; frunció éste el ceño, devolviéndole la mirada con un leve gesto de asentimiento; parecía adivinar lo que don Jaime pensaba, animándolo a expresarlo. Entonces el maestro de esgrima se inclinó sobre el cadáver y alargó una mano hacia la herida como si pretendiese tocarla con los dedos; pero la detuvo a pocas pulgadas de ésta. Cuando se incorporó, tenía el rostro desencajado y los ojos desmesuradamente abiertos, porque acababa de toparse con el horror desnudo. Su mirada experta no podía engañarse ante una herida como aquella. A Luis de Ayala lo habían matado con un florete, de una sola y limpia estocada en la yugular: la estocada de los doscientos escudos.
– Sería muy útil para mí, señor Astarloa, saber cuándo vio usted al marqués de los Alumbres por última vez.
Estaban sentados en una sala contigua a la del cadáver, rodeados de tapices flamencos y hermosos espejos venecianos con molduras doradas. El maestro de esgrima parecía haber envejecido diez años: se inclinaba hacia adelante hasta apoyar los codos en las rodillas, con el rostro entre las manos. Sus ojos grises contemplaban obstinadamente el suelo, fijos e inexpresivos. Las palabras del jefe de policía le llegaban lejanas, entre las brumas de un mal sueño.
– El viernes por la mañana -hasta el sonido de su propia voz le resultaba extraño a Jaime Astarloa-. Nos despedimos poco después de las once, al terminar la sesión de esgrima…
Jenaro Campillo contempló unos instantes la ceniza del habano, como si en aquel momento valorase más la correcta combustión de éste que el penoso asunto que los ocupaba.
– ¿Detectó usted algún indicio? ¿Algo que permitiese predecir tan funesto desenlace?
– En absoluto. Todo transcurrió con normalidad, y nos despedimos como cada día.
La ceniza estaba a punto de caer. Sosteniendo cuidadosamente el habano entre los dedos, el jefe de policía miró a su alrededor en busca de un cenicero, sin encontrarlo. Entonces dirigió una mirada furtiva hacia la puerta de la habitación donde yacía el cadáver, y optó por dejar caer disimuladamente la ceniza sobre la alfombra.
– Usted visitaba con frecuencia al, ejem, finado. ¿Tiene alguna idea sobre el móvil del asesinato?
Se encogió de hombros don Jaime.
– No sé. Quizás el robo…
Su interlocutor hizo un gesto negativo mientras daba una profunda chupada al cigarro.
Ya han sido interrogados los dos criados de la casa, el cochero, la cocinera y el jardinero. En una primera inspección ocular no se ha echado en falta ningún objeto de valor -el policía hizo aquí una pausa, mientras Jaime Astarloa, poco interesado por sus palabras, intentaba ordenar sus propias ideas. Tenía la íntima certeza de poseer algunas claves del misterio; la cuestión era confiarlas a aquel hombre o, antes de dar semejante paso, atar algunos cabos que permanecían sueltos.
– ¿Me escucha usted, señor Astarloa?
Se sobresaltó el maestro de esgrima, ruborizándose como si el jefe de policía hubiera penetrado sus pensamientos.
– Naturalmente -respondió con cierta precipitación-. Eso descarta, entonces, el robo como móvil del crimen…
El otro hizo un gesto de cautela mientras introducía el índice bajo el peluquín para rascarse disimuladamente sobre la oreja izquierda.
– En parte, señor Astarloa. Sólo en parte. Al menos, en lo que se refiere a un latrocinio convencional -precisó-. La inspección ocular… ¿Sabe a qué me refiero?
– Supongo que es una inspección que se hace con los ojos.
– Muy gracioso, de verdad Jenaro Campillo lo miró con resentimiento-. Celebro comprobar que conserva su sentido del humor. La gente muere asesinada y usted hace chistes. -También usted los hace. -Sí, pero yo soy la autoridad competente.
Se miraron unos instantes en silencio.
– La inspección ocular -continuó por fin el policía- confirma que una persona, o personas desconocidas, entraron durante la noche en el gabinete privado del marqués y pasaron un rato violentando las cerraduras y revolviendo cajones. También abrieron, esta vez con llave, el cofre de seguridad. Una caja muy buena, por cierto, de Bossom e Hijo, Londres… ¿No va a preguntarme usted si se llevaron algo?
– Creí que las preguntas las hacía usted.
– Es la costumbre, pero no la regla.
– ¿Se llevaron algo?
Sonrió misteriosamente el jefe de policía, como si su interlocutor acabase de poner el dedo en la llaga.
– Eso es lo curioso. El asesino, o asesinos, resistieron estoicamente la tentación de llevarse cierta apetecible cantidad de dinero y joyas que allí había. Extraños criminales, convendrá conmigo. ¿No es cierto?… -le dio una larga chupada al puro antes de exhalar el humo, satisfecho del aroma y de su propio razonamiento-. En resumidas cuentas, resulta imposible averiguar si se llevaron algo, puesto que ignoramos lo que se guardaba allí. Ni siquiera tenemos la certeza de que hallasen lo que buscaban.
Se estremeció interiormente don Jaime, procurando no hacer visible su emoción. Él sí tenía sobrados motivos para pensar que los asesinos no habían dado con lo que buscaban: sin duda cierto sobre lacrado que estaba en su casa, oculto tras una fila de libros… La mente le trabajaba a toda prisa, para encajar en el lugar adecuado cada uno de los dispersos fragmentos de la tragedia. Situaciones, palabras, actitudes que en los últimos tiempos habían ido sucediéndose sin aparente conexión, ajustaban ahora lenta y doloro-samente, con tan atroz evidencia que le hizo sentir una punzada de angustia. Aunque todavía era incapaz de contemplarlo todo en su conjunto, los primeros indicios perfilaban ya el papel que él mismo había desempeñado en el suceso. Tomó conciencia de ello con una aguda sensación de zozobra, humillación y espanto.
– El jefe de policía lo estaba mirando, inquisitivo; esperaba la respuesta a una pregunta que don Jaime, absorto en sus pensamientos, no había oído.
– ¿Perdón?
Los ojos de su interlocutor, húmedos y saltones como los de un pez en un acuario, lo observaban tras el cristal azul de los quevedos. Asomaba a ellos una especie de amistosa benevolencia, aunque era difícil precisar si ésta respondía a causas naturales o, por el contrario, se trataba de una actitud profesional encaminada a inspirar confianza. Tras una breve consideración, don Jaime decidió que, a pesar de su estrafalario aspecto y sus modales, Jenaro Campillo no tenía nada de tonto.
– Le preguntaba, señor Astarloa, si pudo usted observar en el pasado algún detalle que pueda ayudarme a progresar en la investigación.
– Mucho me temo que no.
– ¿De veras?
– No suelo jugar con las palabras, señor Campillo. Hizo el otro un gesto conciliador. -¿Puedo hablarle con franqueza, señor Astarloa? -Se lo ruego.
– Para ser usted una de las personas que más regularmente se relacionaban con el difunto, no está siéndome de mucha utilidad.
– Hay otras personas que también mantenían una relación regular, y acaba de reconocer hace un momento que sus declaraciones han sido inútiles… Ignoro por qué pone tantas esperanzas en mi testimonio.
Campillo contempló el humo del cigarro y sonrió.
– La verdad es que no lo sé -dejó pasar un momento, pensativo-. Quizás porque tiene un aspecto… honorable. Sí, tal vez sea por eso. Hizo don Jaime un gesto evasivo.
– Sólo soy un maestro de esgrima -respondió, procurando dar a su voz un tono de adecuada indiferencia-. Nuestra relación era exclusivamente profesional; don Luis nunca me hizo el favor de convertirme en su confidente.
– Usted lo vio el pasado viernes. ¿Estaba nervioso, alterado?… ¿Observó en su comportamiento algo poco usual?
– Nada que me llamase la atención.
– ¿Y en días anteriores?
– Tal vez, no me fijé. No recuerdo bien. De todas formas, son muchos los que dan prueba de cierto nerviosismo en los tiempos que corren, así que tampoco habría reparado en
ello.
– ¿Alguna conversación sobre política?.
– En mi opinión, don Luis se mantenía al margen. Solía comentar que le gustaba observarla de lejos, a modo de pasatiempo. Hizo un gesto dubitativo el jefe de policía.
– ¿Pasatiempo? Hum, ya veo… Sin embargo, como usted no ignora, el finado marqués ocupó una importante secretaría en Gobernación. Nombrado por el ministro; claro, su tío materno don Joaquín Vallespín, que en paz descanse -Campillo sonrió con sarcasmo, dando a entender que tenía ideas propias sobre el nepotismo de la aristocracia española-. De eso hace tiempo, pero son cosas que suelen crear enemigos… Fíjese en mi caso, si no. Siendo ministro, Vallespín me tuvo bloqueado seis meses el ascenso a comisario… -chasqueó la lengua, evocador-. ¡Las vueltas que da la vida!
– Es posible. Pero no creo ser la persona indicada para ilustrarle sobre el tema.
Campillo había terminado con el habano y sostenía la colilla entre los dedos, sin saber dónde dejarla.
– Hay otro ángulo, más frívolo quizás, desde el que puede considerarse el asunto -optó por arrojar el resto del cigarro en un jarrón de porcelana china-. El marqués era bastante proclive a las faldas… Ya sabe a qué me refiero. Tal vez algún marido celoso… Usted me entiende. Honor mancillado y tal.
Parpadeó el maestro de esgrima. Aquella salida le parecía de pésimo gusto.
– Me temo, señor Campillo, que tampoco en ese particular puedo serle útil. Sólo diré que, en mi consideración, don Luis de Ayala era todo un caballero -miró los ojos acuosos y levantó después la vista hacia el peluquín del jefe de policía, algo torcido. Aquello le dio ánimo, hasta el punto de alzar un poco el tono, desafiante-. Por otra parte, en lo que a mí se refiere, doy por sentado que merezco de usted idéntica opinión, y no espero sórdidos chismorreos sobre el particular.
Se disculpó el otro de inmediato, algo incómodo, tocándose disimuladamente el postizo con la punta de los dedos. Por supuesto. Le rogaba que no malinterpretase sus palabras. Sólo se trataba de puro formulismo. Jamás hubiera osado insinuar…
Don Jaime apenas escuchaba. Reñía en su interior una sorda pugna consigo mismo, porque estaba ocultando, a sabiendas, datos valiosos que, tal vez, podrían esclarecer los móviles de la tragedia. Comprendió que intentaba proteger a cierta persona cuya turbadora imagen le había acudido a la mente apenas vio el cadáver en la habitación. ¿Proteger? De ser acertado el curso de sus propias deducciones, más que protección aquello suponía un flagrante encubrimiento; una actitud que no sólo vulneraba la Ley, sino que atentaba frontalmente contra los principios éticos que sustentaban su vida. Sin embargo, no quería precipitarse. Se requería tiempo para analizar la situación.
Campillo lo miraba ahora con fijeza, fruncido ligeramente el ceño, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón. En ese momento, por primera vez, pensó don Jaime que también él podía ser considerado sospechoso a ojos de las autoridades. En resumidas cuentas, a Luis de Ayala lo habían matado con un florete.
Fue entonces cuando el jefe de policía pronunció las palabras que había estado temiendo durante toda la conversación:
– ¿Conoce a una tal Adela de Otero?
El viejo corazón del maestro de esgrima se detuvo un instante y reemprendió alocadamente sus palpitaciones. Tragó saliva antes de contestar.
– Sí -respondió con toda la sangre fría de que era capaz-. Fue cliente de mi galería. Campillo se inclinó hacia él, sumamente interesado.
– Ignoraba eso. ¿Ya no lo es?
– No. Prescindió de mis servicios hace varias semanas. -¿Cuántas?
– No sé. Cosa de mes y medio. -¿Por qué? -Lo ignoro.
El jefe de policía se echó hacia atrás en el sillón y sacó otro cigarro del bolsillo mientras miraba a don Jaime con aire de profunda meditación. Esta vez no agujereó el habano con un palillo, sino que se limitó a morder distraídamente un extremo.
– ¿Estaba usted al tanto de su… amistad con el marqués?
El maestro de armas hizo un gesto afirmativo.
– Muy superficialmente -aclaró-. Que yo sepa, su relación se inició después de que ella dejase de asistir a mi galería. No volví… -dudó un momento antes de terminar la frase-. No volví a ver a esa dama.
Campillo encendía el cigarro entre una nube de humo que irritó el olfato de Jaime Astarloa. En la frente del maestro de armas brillaban minúsculas gotas de sudor.
– Hemos interrogado a los sirvientes -dijo el policía al cabo de un rato-. Gracias a ellos sabernos que la señora de Otero visitaba esta casa con asiduidad. Todos coinciden en asegurar que el difunto y ella mantenían relaciones de tipo, ejem, íntimo.
Don Jaime sostuvo la mirada de su interlocutor como si todo aquello no le afectase en lo más mínimo.
– ¿Y bien? -preguntó, procurando adoptar un aire distante. Sonrió a medias el jefe de policía, pasándose un dedo por las guías del teñido bigote.
– A las diez de la noche -explicó en tono casi confidencial, como si el cadáver de la habitación vecina pudiera oírlos- el marqués despidió a los criados. Sabemos que acostumbraba a hacerlo cuando esperaba visitas que podríamos definir como… galantes. Los sirvientes se retiraron a su pabellón, que está al otro lado del jardín. No escucharon nada sospechoso; sólo lluvia y truenos. Esta mañana, sobre las siete, al entrar en la casa, encontraron el cadáver de su amo. En el otro extremo de la habitación había un florete con la hoja manchada de sangre. El marqués estaba frío y rígido, llevaba varias horas muerto. Fiambre total.
Se estremeció el maestro de esgrima, incapaz de compartir el macabro humor del jefe de policía.
– ¿Conocen la identidad del visitante?
Chasqueó Campillo la lengua con desaliento.
– No. Sólo podemos deducir que entró por una discreta puerta que se abre al otro lado del palacio, en el pequeño callejón sin salida que a menudo usaba el marqués como cochera… Buena cochera, dicho sea de paso: cinco caballos, una berlina, un cupé, un tíl-buri, un faetón, un cochero inglés… -suspiró melancólicamente, dando a entender que, a su juicio, el difunto marqués no se privaba de nada-. Pero, volviendo al tema que nos ocupa, reconozco que nada hay que nos permita saber si el asesino fue hombre o mujer, una o varias personas. No hay huellas de ningún tipo, a pesar de que llovía a cántaros.
– Una situación difícil, por lo que veo.
– Así es. Difícil e inoportuna. Con la zarabanda política que vivimos estos días, el país al borde de la guerra civil y todo lo demás, me temo que la investigación se presenta laboriosa. El ruido que puede hacer el asesinato de un marqués se convierte en mera anécdota cuando está en juego un trono, ¿no es cierto?… Como ve, el asesino supo escoger el momento apropiado -Campillo soltó una bocanada de humo y miró apreciativamente el cigarro. Observó don Jaime que era de Vuelta Abajo, con la misma vitola que solía fumar Luis de Ayala. Sin duda, en el curso de sus pesquisas, la autoridad competente había tenido ocasión de meter mano en la tabaquera del fallecido-. Pero volvamos a doña Adela de Otero, si no le importa. Ni siquiera sabemos si es señora o señorita… ¿Está usted al corriente?
– No. Siempre la llamé señora, y nunca me corrigió. -Me dicen que es guapa. Una mujer de bandera.
– Supongo que cierta clase de gente la puede definir así.
El jefe de policía pasó por alto la alusión.
– Ligera de cascos, por lo que veo. Esa historia de la esgrima…
Campillo guiñó un ojo con aire cómplice, y Jaime Astarloa decidió que eso era mucho más de lo que estaba dispuesto a soportar. Se puso en pie.
– Ya le he dicho antes que es muy poco lo que sé sobre esa dama -dijo con sequedad-. De un modo u otro, si tanto interés tiene en ella, puede ir a interrogarla directamente. Vive en el número catorce de la calle Riaño.
El jefe de policía no se movió, y el maestro de esgrima comprendió en el acto que algo no funcionaba como era debido en alguna parte. Campillo lo miraba desde el sillón, con el cigarro entre los dedos. Tras los cristales de las gafas, sus ojos de pez brillaban con maliciosa ironía, como si todo aquello pudiera contemplarse desde un ángulo muy divertido.
– Naturalmente -parecía encantado con la situación, saboreando una broma que hubiera estado reservando para el final-. Por supuesto, usted no tenía por qué saberlo, señor Astarloa. No podía saberlo, es cierto… Su ex cliente, doña Adela de Otero, ha desaparecido de su domicilio. ¿No es una curiosa coincidencia?… Matan al marqués y ella se esfuma sin dejar rastro, fíjese. Como si se la hubiera tragado la tierra.