Capítulo IV Estocada corta

"La estocada corta en extensión, normalmente expone al que la ejecuta sin tino ni prudencia. Por otra parte, nunca debe hacerse la extensión en terreno embarazado, desigual o resbaladizo."


Entre calores y rumores, los días transcurrían lentamente. Don Juan Prim anudaba lazos de conspiración a orillas del Támesis mientras largas cuerdas de presos serpenteaban a través de campos calcinados por el sol, camino de los presidios de África. A Jaime Astarloa todo aquello le traía sin cuidado, pero resultaba imposible sustraerse a los efectos. Había revuelo en la tertulia del Progreso. Agapito Cárceles blandía como una bandera un ejemplar de La Nueva Iberia con fecha atrasada. En un sonado editorial, bajo el título «La última palabra», se revelaban ciertos acuerdos secretos establecidos en Bayona entre los exiliados partidos de izquierda y la Unión Liberal con vistas a la destrucción del régimen monárquico y la elección por sufragio universal de una Asamblea Constituyente. El asunto databa de tiempo atrás, pero La Nueva Iberia había hecho saltar la liebre. Todo Madrid hablaba de ello.

– Más vale tarde que nunca -aseguraba Cárceles, agitando provocador el periódico ante el enfurruñado bigote de don Lucas Rioseco-. ¿Quién decía que ese pacto era contra natura? ¿Quién? -puñetazo exultarte sobre el papel impreso, ya bastante manoseado por los contertulios- Los obstáculos tradicionales tienen los días contados, caballeros. La Niña, a la vuelta de la esquina.

– ¡Nunca! ¡Revolución, nunca! ¡Y república mucho menos! -a pesar de su indignación, a don Lucas se le veía algo apabullado por las circunstancias-. Como mucho, y digo como mucho, don Agapito, Prim tendrá prevista una solución de recambio para mantener la monarquía. El de Reus jamás daría vía libre al marasmo revolucionario. ¡Jamás! A fin de cuentas es un soldado. Y todo soldado es un patriota. Y como todo patriota es monárquico, pues…

– ¡No tolero insultos! -bramó Cárceles, exaltado-. Exijo que se retracte, señor Rioseco. Don Lucas, cogido de través, miró a su antagonista con visible desconcierto. -Yo no lo he insultado, señor Cárceles.

Congestionado por la ira, el periodista puso al cielo y a los contertulios por testigos: -¡Dice que no me ha insultado! ¡Dice que no me ha insultado, cuando todos ustedes

han oído perfectamente a este caballero asegurar, de forma gratuita e inoportuna, que yo

soy monárquico!.

– Yo no he dicho que usted…

– ¡Niéguelo ahora! ¡Niéguelo usted, don Lucas, que se dice hombre de honor! ¡Niéguelo, ante el juicio de la Historia que lo contempla!

= Me digo y soy hombre de honor, don Agapito. Y el juicio de la Historia me importa un rábano. Además, no viene al caso… ¡Diantre!, tiene usted la virtud de hacer que pierda el hilo. ¿De qué diablos estaba hablando?

El dedo acusador de Cárceles apuntó al tercer botón del chaleco de su interlocutor.

– Usted, señor mío. Usted acaba de afirmar que todo patriota es monárquico. ¿Es cierto o no lo es? -Es cierto.

Cárceles soltó una carcajada sarcástica, de acusador público a punto de enviar al reo convicto y confeso al garrote vil.

– ¿Acaso soy yo monárquico? ¿Acaso soy yo monárquico, señores?

Todos los presentes, incluido Jaime Astarloa, se apresuraron a declarar que ni por asomo. Triunfante, Cárceles se volvió hacia don Lucas:

– ¡Ya lo ve!

– ¿Qué es lo que tengo que ver?

Yo no soy monárquico, y sin embargo, soy un patriota. Usted me ha insultado, y exijo una satisfacción.

– ¡Usted no es un patriota ni harto de vino, don Agapito! -¿Que yo…?

En este punto fue precisa la ritual intervención del resto de la tertulia para evitar que Cárceles y don Lucas llegaran a las manos. Serenados los ánimos, volvió la conversación general a discurrir por las cábalas políticas que se hacían sobre una eventual sucesión para Isabel II.

– Quizás el duque de Montpensier -apuntó Antonio Carreño a media voz-. Aunque aseguran que Napoleón III le tiene puesto el veto.

– Sin descartar -puntualizó don Lucas, ajustándose el monóculo caído durante la reciente refriega- la posible abdicación en el infante don Alfonso…

Aquí volvió a saltar Cárceles como si le hubiesen mentado a la madre:

– ¿El Puigmoltejo? Usted sueña, señor Rioseco. No más Borbones. Se acabó. Sic transit gloria borbónica y otros latines que me callo. Bastante hemos tenido ya que sufrir los españoles con el abuelo y con la mamá. Sobre el padre no me pronuncio por falta de pruebas.

Terció Antonio Carreño con sensatez de funcionario técnico, detalle que lo ponía a salvo de quedar cesante fueran por donde fuesen los tiros.

– Tendrá que reconocer, don Lucas, que las gotas han colmado el vaso de la paciencia española. Algunas de las crisis palatinas organizadas por Isabelita responden a motivos que sonrojarían al más pintado.

– ¡Calumnias!

– Bueno, calumnias o lo que sean, en las logias consideramos que se han rebasado los límites de lo tolerable…

Don Lucas, congestionado el rostro de fervor monárquico, se defendía en las últimas trincheras bajo el ojo guasón de Cárceles. Volvióse hacia Jaime Astarloa, en angustiosa demanda de auxilio.

– ¿Usted los oye, don Jaime?… Diga algo, por Dios. Usted es hombre razonable.

El aludido se encogió de hombros mientras removía apaciblemente el café con la cucharilla.

– Lo mío es la esgrima, don Lucas.

– ¿Esgrima? ¿Quién piensa en esgrima estando en peligro la monarquía?

Marcelino Romero, el profesor de música, se apiadó del acosado don Lucas. Dejando de masticar su media tostada, hizo una candorosa observación sobre el casticismo y simpatía que, eso nadie podía negarlo, tenía la reina. Sonó la risita sardónica de Carreño mientras Agapito Cárceles cerraba sobre el pianista con clamorosa indignación:

– ¡Con casticismo no se gobiernan reinos, señor mío! -espetó-. Para eso es preciso tener patriotismo -mirada de soslayo a don Lucas- y vergüenza.

– Vergüenza torera -remachó Carreño, frívolo.

Don Lucas golpeó el suelo con el bastón, impaciente ante tanto desafuero.

– ¡Qué fácil es condenar! -exclamó moviendo tristemente la cabeza-. ¡Qué fácil hacer leña del pobre árbol que se tambalea! Y precisamente usted, don Agapito, que fue cura…

– ¡Alto ahí! -interrumpió el periodista-. ¡Eso dígalo en pretérito pluscuamperfecto!

– Lo fue, lo fue aunque le pese -insistió don Lucas, encantado de haber tocado un punto que fastidiaba a su contertulio.

Cárceles se llevó una mano al pecho y puso al cielo raso por testigo. -¡Reniego de la sotana que vestí en momentos de juvenil obcecación, negro símbolo del oscurantismo!

Asintió gravemente Antonio Carreño, en mudo homenaje a tal alarde retórico. Don Lucas seguía a lo suyo:

– Usted que fue cura, don Agapito, debe saber mejor que nadie una cosa: la caridad es la más excelsa de las virtudes cristianas. Hay que ser generoso y tener caridad cuando se enjuicia la figura histórica de nuestra soberana.

– Su soberana de usted, don Lucas.

– Llámela como quiera.

– La llamo de todo: caprichosa, voluble, supersticiosa, inculta y otras cosas que me callo.

– No estoy dispuesto a tolerar sus impertinencias.

Los contertulios se vieron de nuevo en la obligación de pedir calma. Ni don Lucas ni Agapito Cárceles eran capaces de matar una mosca, pero todo aquello formaba parte de la liturgia repetida cada tarde.

– Hemos de tener en cuenta -don Lucas se retorcía las guías del bigote, procurando no darse por enterado de la mirada socarrona que le dirigía Cárceles- el desgraciado matrimonio de nuestra soberana, a espaldas de todo atractivo físico, con don Francisco de Asís… Las desavenencias conyugales, que son del dominio público, facilitaron la actuación de camarillas cortesanas y políticos sin escrúpulos, favoritos y mangantes. Ésos, y no la pobre Señora, son los responsables de la triste situación que hoy vivimos.

Cárceles ya se había contenido demasiado tiempo:

– ¡Vaya a contarle eso a los patriotas presos en África, a los deportados a Canarias o Filipinas, a los emigrados que pululan por Europa! -el periodista estrujaba La Nueva Iberia entre las manos, embargado de ira revolucionaria-. El actual Gobierno de Su Majestad Cristianísima está haciendo buenos a los anteriores, lo que ya es decir bastante. ¿Es que no ve usted el panorama?… Hasta politicastros y espadones que no tienen una gota de sangre demócrata en sus venas han sido desterrados por el mero hecho de ser sospechosos, o de dudosa adhesión a la infame política de González Bravo. Pase revista, don Lucas. Pase revista: desde Prim a Olózaga, pasando por Cristino Martos y los demás. Ya ve que incluso la Unión Liberal, como acabamos de leer, pasó por el trágala en cuanto el viejo O'Donnell se fue a criar malvas. La causa de Isabel ya no tiene otro apoyo que las divididas y ruinosas fuerzas moderadas, que se tiran los trastos a la cabeza porque el poder se les escapa de las manos y ya no saben a qué santo encomendarse… Su monarquía de usted hace agua y aguas, don Lucas. Aguas menores… y mayores.

– La verdad es que Prim está al caer -susurró confidencialmente Antonio Carreño, en un rasgo de originalidad que fue acogido con guasa por sus contertulios. Cárceles cambió la dirección de su implacable artillería.

– Prim, como hace poco apuntaba nuestro amigo don Lucas, es un militar. Un miles más o menos gloriosus, pero miles al fin y al cabo. No me fío un pelo.

– El conde de Reus es un liberal -protestó Carreño.

Cárceles dio un puñetazo sobre el velador de mánnol, estando a punto de derramar el café de las tazas.

– ¿Liberal? Permita que me ría, don Antonio- ¡Prim un liberal!… Cualquier auténtico demócrata, cualquier patriota probado como el que suscribe, debe desconfiar por principio de lo que u, militar tenga en la cabeza, y Prim no es una excepción ¿Olvidan ustedes su pasado autoritario? ¿Sus ambiciones políticas?… En el fondo, por mucho que las circunstancias lo obliguen a conspirar entre nieblas británicas, cualquier general necesita tener a mano un rey de la baraja para seguir jugando a ser el caballo de espadas… A ver, señores. ¿Cuántos pronunciamientos hemos tenido en lo que va de siglo? ¿Y cuántos han sido para proclamar la república?… Ya lo ven. Nadie le regala graciosamente al pueblo lo que sólo el pueblo es capaz de exigir y conquistar. Caballeros, a mí Prim me da mala espina. Seguro de que, en cuanto llegue, se nos saca un rey de la manga. Ya lo dijo el gran Virgilio: Timeo Danaos et dona ferentis.

Se oyó bullicio en la calle Montera. Un grupo de transeúntes se agolpaba al otro lado de la ventana, señalando hacia la Puerta del Sol.

– ¿Qué pasa? -preguntó ávidamente Cárceles, olvidándose de Prim. Carreño se habla acercado a la puerta. Ajeno a las conmociones políticas, el gato dormitaba en su rincón.

– ¡Parece que hay jarana, señores! -informó Carreño-. ¡Habrá que echar un vistazo!

Salieron los contertulios a la calle. Grupos de curiosos se congregaban en la Puerta del Sol. Se veía movimiento de carruajes y guardias que invitaban a los desocupados a tomar otro camino. Varias mujeres subían calle arriba con apresurado sofoco, echando temerosas miradas por encima del hombro. Jaime Astarloa se acercó a un guardia.

– ¿Ha ocurrido alguna desgracia?

El guindilla se encogió de hombros; saltaba a la vista que los acontecimientos rebasaban su capacidad de análisis.

– No lo veo muy claro, caballero -dijo con visible embarazo, tocándose con los dedos la visera al comprobar el distinguido aspecto de quien lo interpelaba-. Parece que han detenido a media docena de generales… Dicen que los llevan a la prisión militar de San Francisco.

Don Jaime puso al corriente a sus contertulios, siendo acogidas sus noticias con exclamaciones de consternación. Resonó en mitad de la calle Montera la voz triunfante del irreductible Agapito Cárceles:

– ¡Señores, esto está cantado! ¡Pintan bastos!… ¡Es el último zarpazo de la represión ciega!

Estaba frente a él, bella y enigmática, con un florete en la mano y pendiente de los gestos del maestro de armas.

– Es muy simple. Fíjese bien, por favor -Jaime Astarloa levantó su acero y lo cruzó suavemente con el de ella, de un modo tan leve que parecía una metálica caricia-. La estocada de los doscientos escudos se inicia con lo que llamamos tiempo marcado: un falso ataque presentando al adversario una apertura en cuarta, para incitarlo a tirar en esa posición… Así, eso es. Respóndame en cuarta. Perfecto. Yo paro con la contra de tercia, ¿ve?… Desengancho y tiro, manteniendo siempre la apertura para inducirla a usted a oponerme una contra de tercia y que vuelva a tirar en cuarta de inmediato… Muy bien. Como puede comprobar, hasta aquí no hay secreto alguno.

Adela de Otero se detuvo, pensativa, con los ojos clavados en el florete del maestro de esgrima.

– ¿No es peligroso ofrecerle dos veces al adversario esa apertura? Don Jaime negó con la cabeza.

– En absoluto, señora mía. Siempre y cuando se domine la contra de tercia, lo que es su caso. Es evidente que mi estocada encierra un riesgo, por supuesto; pero sólo en el caso de que quien recurra a ella no sea persona avezada en nuestro arte, y la domine a la perfección. Nunca se me ocurriría enseñársela a un aprendiz de esgrimista, porque estoy seguro de que se haría matar en el acto al ejecutarla… ¿Comprende ahora la reserva inicial, cuando usted me hizo el honor de solicitar mis servicios?

La joven le dedicó una sonrisa encantadora.

– Le ruego me excuse, maestro. Usted no podía saber…

– En efecto. No podía saberlo. Y todavía ahora sigo sin explicarme bien cómo usted… -se interrumpió brevemente, mirándola absorto-. Bueno, basta de charla. ¿Proseguimos? -Adelante.

– Bien -los ojos del maestro eludían los de la joven, al hablar-. Apenas el adversario tira por segunda vez, en el preciso instante en que rozan los aceros, hay que doblar con esta contraparada, así, tirando de inmediato en cuarta por fuera del brazo… ¿Lo ve? Es normal que el adversario recurra a la parada de punta volante, doblando el codo y levantando su florete casi vertical para desviar el ataque. Eso es.

Jaime Astarloa se detuvo de nuevo, con el extremo de su arma apoyado en el hombro derecho de Adela de Otero. Sintió que se alteraba el latir de su corazón ante el contacto con la carne de ella, que parecía llegarle a través del acero que sostenía entre los dedos, como si aquél fuese una simple prolongación de éstos… «Sentiment du fer», murmuró para sus adentros mientras se estremecía imperceptiblemente. La joven miró de soslayo el florete, y la cicatriz de su boca se acentuó en una sutil sonrisa. Avergonzado, el maestro de esgrima levantó el acero una pulgada. Ella parecía haber penetrado sus sentimientos.

– Bien. Ahora viene el momento decisivo -continuó don Jaime, esforzándose por recobrar la concentración que durante unos instantes se le había escapado por completo-. En vez de lanzar la estocada en toda su extensión, cuando el adversario ya ha iniciado el movimiento se vacila durante un segundo, como si se estuviese realizando un falso ataque con intención de dar una estocada diferente… Lo haré despacio para que se fije usted bien: así. Lo ejecutamos, ¿ve?, de forma que el oponente no llegue a realizar la parada por completo, sino que la interrumpa a la mitad mientras se dispone a parar la otra estocada, que él cree vendrá a continuación.

Los ojos de Adela de Otero lanzaron un destello de júbilo. Había comprendido.

– ¡Y es ahí donde el adversario comete el error! -exclamó gozosa, paladeando el descubrimiento.

El maestro hizo un gesto de benévola complicidad.

– Exacto. Es ahí donde surge el error que nos da el triunfo. Observe: tras la brevísima vacilación, proseguimos el movimiento acortando la distancia en el mismo gesto, de esta forma, para evitar que él retroceda, y dejándole muy poco espacio para obrar. En ese punto, se gira el puño un cuarto de vuelta, esto es, de forma que la punta del florete suba no más de un par de pulgadas. ¿Ve qué simple? Si se ejecuta bien el movimiento, podemos alcanzar con facilidad al adversario en la base del cuello, junto a la clavícula derecha… O bien, puestos a zanjar la cuestión, en mitad de la garganta.

La punta embotonada del florete rozó el cuello de la joven, que miró al maestro de esgrima con la boca entreabierta y los ojos relampagueando de excitación. Jaime Astarloa la estudió detenidamente; tenla dilatadas las aletas de la nariz, y su pecho se estremecía bajo la blusa con respiración agitada. Estaba radiante; como una niña que acabase de abrir el envoltorio de un regalo maravilloso.

– Es excelente, maestro. Increíblemente simple -dijo en un susurro, envolviéndolo en una mirada de cálida gratitud-. ¡Increíblemente simple! -repitió pensativa, mirando después, fascinada, el florete que tenía en la mano. Parecía subyugada por la nueva dimensión mortal que a partir de ese momento cobraba aquella hoja de acero.

Ahí radica quizás su mérito -comentó el maestro de armas-. En esgrima, lo simple es inspiración. Lo complejo es técnica.

Ella sonrió, feliz.

– Poseo el secreto de una estocada que no figura en los tratados de esgrima -murmuró, como si ello le produjese. un intimo placer-. ¿Cuántas personas la conocen? Don Jaime hizo un gesto vago.

– No sé. Diez, tal vez doce… Quizás algunos más. Pero ocurre que unos se la enseñarán a otros, y al cabo de poco tiempo perderá su eficacia. Como ha visto, es muy fácil de parar cuando se la conoce.

– ¿Ha matado a alguien con ella?

El maestro de esgrima miró a la joven con sobresalto. Aquélla no era una pregunta conveniente en labios de una dama.

– No creo que eso venga al caso, señora mía… Con todos mis respetos, no creo que eso venga al caso en absoluto -hizo una pausa, mientras por su mente pasaba el lejano recuerdo de un infeliz desangrándose a borbotones en un prado, sin que nadie pudiera hacer nada por restañar la profunda sangría que brotaba de su garganta atravesada-. Y aunque así hubiera sido, no encuentro en ello nada de lo que pueda sentirme especialmente orgulloso,

Adela de Otero hizo una mueca burlona, como si la cuestión fuera discutible. Y Jaime Astarloa pensó, preocupado, que había un punto de oscura crueldad en el brillo de aquellos ojos color violeta.


Fue Luis de Ayala el primero que planteó la cuestión. Habían llegado hasta él ciertos rumores.

– Inaudito, don Jaime. ¡Una mujer! ¿Y dice usted que es buena tiradora?

– Excelente. Yo fui el primer sorprendido.

El marqués se inclinó, visiblemente interesado.

– ¿Hermosa?

Jaime Astarloa hizo un gesto que pretendía ser imparcial. -Mucho.

– ¡Es usted el mismo diablo, maestro! -Luis de Ayala lo amonestó con un dedo mientras le guiñaba un ojo con aire cómplice-. ¿Dónde encontró esa joya?

Protestó suavemente don Jaime. Era absurdo pensar que a sus años, etcétera. Relación exclusivamente profesional. Seguro que Su Excelencia se hacía cargo.

Luis de Ayala se hizo cargo en el acto.

– Tengo que conocerla, don Jaime.

Dio el maestro de esgrima una ambigua respuesta. No lo hacía muy feliz la perspectiva de que el marqués de los Alumbres conociese a Adela de Otero.

– Naturalmente, Excelencia. Cualquier día de estos. Ningún problema.

Luis de Ayala lo tornó por el brazo; ambos paseaban bajo los frondosos sauces del jardín. El calor se hacía sentir incluso a la sombra, y el aristócrata vestía sólo un ligero pantalón de casimir y una camisa de seda inglesa, cerrada en los puños por gemelos blasonados de oro.

– ¿Casada?

– Lo ignoro.

– ¿No conoce su domicilio?

– Estuve una vez. Pero sólo la vi a ella y a una sirvienta. -¡Vive sola, entonces!

– Esa impresión me causó, mas no puedo asegurarlo -don Jaime empezaba a sentirse molesto con aquel interrogatorio, y se esforzaba en zafarse de él sin pecar de descortés con su cliente y protector-. La verdad es que doña Adela no habla demasiado sobre ella misma. Ya le he dicho a Su Excelencia que nuestra relación, inútil insistir en ello, es exclusivamente profesional: profesor y cliente.

Se detuvieron junto a una de las fuentes de piedra, mofletudo angelote que vertía agua de un cántaro. Un par de gorriones alzaron el vuelo ante la proximidad de los paseantes. Luis de Ayala los observó hasta que desaparecieron entre las ramas de un árbol cercano y después se volvió hacia su interlocutor. Ofrecían notable contraste, la fornida y vigorosa humanidad del marqués junto a la enjuta distinción del maestro de esgrima. A simple vista, cualquiera hubiese pensado que era Jaime Astarloa el aristócrata.

– Nunca es demasiado tarde, entonces, para revisar ciertos principios que parecían inmutables… -aventuró el de los Alumbres con guiño malicioso. Se sobresaltó don Jaime, visiblemente vejado.

– Le ruego que no siga por ese camino, Excelencia-el tono le salió algo picado-. Nunca habría aceptado a esa joven como cliente, de no haber visto en ella indudables dotes técnicas. Puede tener la más completa seguridad.

Suspiró Luis de Ayala, amistosamente socarrón.

– El progreso, don Jaime. ¡Mágica palabra! Los nuevos tiempos, las nuevas costumbres, nos alcanzan a todos. Ni siquiera usted está a salvo de eso.

– Ofreciéndole de antemano mis disculpas, creo que se equivoca, don Luis -era evidente que al maestro de armas le incomodaba mucho el giro que habla tomado la conversación-. Le concedo que considere toda esta historia como el capricho profesional de un viejo maestro, si quiere. Una cuestión… estética. Pero de ahí a afirmar que tal cosa suponga abrir la puerta al progreso y las nuevas costumbres, media un abismo. Ya tengo demasiados años como para encarar seriamente cambios notables en mi modo de pensar. Me considero a salvo tanto de las locuras de juventud como de dar mayor importancia a lo que sólo es, a fe mía, un pasatiempo técnico.

Sonrió aprobador el de los Alumbres ante la mesurada exposición de don Jaime.

– Tiene razón, maestro. Soy yo quien le debe disculpas. Por otra parte, usted nunca ha defendido el progreso…

Jamás. Toda mi vida me he limitado a sostener una cierta idea de mí mismo, y eso es todo. Hay que conservar una serie de valores que no se deprecian con el paso del tiempo. Lo demás son modas del momento, situaciones fugaces y mutables. En una palabra, pamplinas.

El marqués lo miró con fijeza. El tono ligero de la conversación se había disipado por completo.

– Don Jaime, su reino no es de este mundo. Y conste que se lo digo con el máximo respeto, el que usted me inspira… Hace ya tiempo que me honro con su trato, y sin embargo sigo sorprendiéndome a diario con esa peculiar obsesión suya por el sentido del deber. Un deber ni dogmático, ni religioso, ni moral… Tan sólo, y eso es lo insólito en estos tiempos en que todo se compra con dinero, un deber hacia sí mismo, impuesto por su propia voluntad. ¿Usted sabe lo que eso significa hoy en día?

Jaime Astarloa frunció el ceño con testaruda expresión. El nuevo derrotero de la conversación lo incomodaba aún más que el anterior.

– Ni lo sé, ni me interesa, Excelencia.

– Eso es precisamente lo extraordinario de usted, maestro. Que ni lo sabe ni le interesa. ¿Sabe una cosa? A veces me pregunto si en esta pobre España nuestra, los papeles no estarán lamentablemente cambiados, y si la nobleza por derecho no le correspondería a usted en vez de a muchos de mis conocidos, incluido yo mismo.

– Por favor, don Luis…

– Déjeme hablar, hombre de Dios. Déjeme hablar… Mi abuelo, que en paz descanse, compró el titulo porque se enriqueció comerciando con Inglaterra durante la guerra contra Napoleón. Eso lo sabe todo el mundo. Pero la auténtica nobleza, la antigua, no se hizo por importar de contrabando paño inglés, sino por el valor de la espada. ¿Es o no cierto?… Y no irá a decirme, querido maestro, que usted, con una espada en la mano, vale menos que cualquiera de ellos. O que yo.

Jaime Astarloa levantó la cabeza y clavó sus ojos grises en los de Luis de Ayala.

– Con una espada en la mano, don Luis, valgo tanto como el que más.

Un leve soplo de aire cálido agitó las ramas de los sauces. El marqués desvió la mirada hacia el angelote de piedra y chasqueó la lengua, como si hubiera ido demasiado lejos.

– De todas formas, hace mal en aislarse de ese modo, don Jaime; permita la entrañable opinión de un amigo… La virtud no es rentable, se lo aseguro. Ni divertida. Por Belcebú, no vaya a pensar que, a sus años, intento colocarle un sermón… Sólo pretendo decirle que resulta apasionante asomar la cabeza a la calle y mirar lo que ocurre alrededor. Y más en momentos históricos como los que estamos viviendo… ¿Sabe la última?

– ¿Qué última?

– La última conspiración.

– No estoy muy fuerte en esa materia. ¿Se refiere a los generales detenidos?

– ¡Quiá! Ésa se ha quedado vieja. Hablo del acuerdo entre los progresistas y la Unión Liberal, que acaba de salir a la luz. Abandonando definitivamente el terreno de la oposición legal, como se veía venir, han decidido apoyar la revolución militar. Programa: deponer a la reina y ofrecer el trono al duque de Montpensier, que ha comprometido en la empresa la linda cantidad de tres millones de reales. Muy dolida por el asunto, Isabelita ha decidido desterrar a su hermana y a su cuñado, se dice que a Portugal. En cuanto a Serrano, Dulce, Zabala y los otros, han sido deportados a Canarias. Los partidarios de Montpensier están ahora trabajando a Prim, a ver si logran que le eche sus bendiciones como candidato al trono, pero nuestro bravo espadón cataláunico no suelta prenda. Así están las cosas.

– ¡Bonito embrollo!

– Y que lo diga. Por eso es apasionante seguir los detalles desde la barrera, como yo. ¡Qué quiere que le diga!… Hay que mojaren todas las salsas, sobre todo en materia de política y de mujeres, sin dejar que se nos indigesten ni la una ni las otras. Ésa es mi filosofía y aquí me tiene usted; gozo de la vida y sus sorpresas mientras duren. Después, que me quiten lo bailado. Me disfrazo con calañés y capa y la corro por los tenduchos de la pradera de San Isidro con la misma curiosidad científica que desplegué durante los tres meses que estuve desempeñando aquella dichosa secretarla de Gobernación con la que me honró mi difunto tío Joaquín… Hay que vivir, don Jaime. Y eso se lo dice a usted un vividor que ayer dejó tres mil duros sobre el tapete del casino, con una desdeñosa sonrisa en los labios que fue comentadisima por el respetable. ¿Me entiende?

Sonrió indulgente el maestro de armas.

– Tal vez.

– No lo veo muy convencido.

– Me conoce lo suficiente, Excelencia, para saber qué opino al respecto.

– Sé lo que opina. Usted es el hombre que se siente extranjero en todas partes. Si jesucristo le dijera: «Déjalo todo y sígueme», le sería fácil hacerlo. No hay una maldita cosa que aprecie lo bastante como para lamentar su pérdida.

– Si acaso, un par de floretes. Concédame al menos eso.

– Valgan los floretes. Suponiendo que fuese usted partidario de seguir a Jesucristo, o a cualquier otro. Que tal vez sea demasiado suponer -el marqués parecía divertido con la idees. Nunca le he preguntado si es monárquico, don Jaime. Me refiero a la monarquía como abstracción, no a nuestra pobre farsa nacional.

– Antes le he oído decir, don Luis, que mi reino no es de este mundo.

– Ni del otro, estoy seguro. La verdad es que admiro sin reservas su capacidad para situarse al margen.

El maestro de esgrima levantó la cabeza; sus ojos grises contemplaban las nubes que corrían en la distancia, como si encontrase algo familiar en ellas. -Es posible que yo sea demasiado egoísta -dijo-. Un viejo egoísta. El aristócrata hizo una mueca.

– A menudo eso tiene un precio, amigo mío. Un precio muy alto.

Jaime Astarloa movió las manos con las palmas hacia arriba, resignado.

– A todo se acostumbra uno, especialmente cuando ya no hay otro remedio. Si hay que pagar, se paga; es cuestión de actitudes. En un momento de la vida se toma una postura, equivocada o no, pero se toma. Se decide ser tal o cual. Se queman las naves, y después ya no queda más que sostenerse a toda costa, contra viento y marea.

– ¿Aunque sea evidente que se vive en el error?

– Más que nunca en ese caso. Ahí entra en juego la estética.

La dentadura perfecta del marqués resplandeció en una ancha sonrisa.

– La estética del error. ¡Bonito tema académico!… Habría mucho que hablar sobre eso.

– No estoy de acuerdo. En realidad, no existe nada sobre lo que haya mucho que hablar.

– Salvo la esgrima.

– Salvo la esgrima, es cierto -Jaime Astarloa se quedó en silencio, como si diese por zanjada la conversación; pero al cabo de un instante movió la cabeza y apretó los labios-. El placer no sólo se encuentra en el exterior, como decía Su Excelencia hace un rato. También puede hallarse en la lealtad a determinados ritos personales, y más aún cuando todo lo establecido parece desmoronarse alrededor de uno.

El marqués adoptó un tono irónico.

– Creo que Cervantes escribió algo sobre eso. Con la diferencia de que usted es el hidalgo que no sale a los caminos, porque los molinos de viento los lleva dentro.

– En todo caso, un hidalgo introvertido y egoísta, no lo olvide Su Excelencia. El man-chego quería deshacer entuertos; yo sólo aspiro a que me dejen en paz -se quedó un rato pensativo, analizando sus propios sentimientos-. Ignoro si eso es compatible con la honestidad, pero en realidad sólo pretendo ser honesto, se lo aseguro. Honorable. Honrado. Cualquier cosa que tenga su etimología en la palabra honor -añadió con sencillez; nadie hubiese tomado su tono por el de un fatuo.

– Original obsesión, maestro -dijo el marqués, sinceramente admirado-. Sobre todo en los tiempos que corren. ¿Por qué esa palabra, y no cualquier otra? Se me ocurren docenas de alternativas: dinero, poder, ambición, odio, pasión…

– Supongo que porque un día escogí ésa, y no otra. Quizás por azar, o porque me gustaba su sonido. Tal vez, de algún modo, la relacionaba con la imagen de mi padre, de cuya forma de morir siempre estuve orgulloso. Una buena muerte justifica cualquier cosa. Incluso cualquier vida.

– Ese concepto del tránsito Ayala sonreía, encantado de prolongar la conversación con el maestro de esgrima- tiene un sospechoso tufillo católico, ya sabe. La buena muerte como puerta de la salvación eterna.

– Si se espera la salvación, o lo que sea, la cosa ya no tiene mucho mérito… Yo me refería al último combate en el umbral de una oscuridad eterna, sin más testigo que uno mismo.

– Se olvida usted de Dios.

– No me interesa. Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero.

El marqués miró a don Jaime con sincero respeto.

– Siempre sostuve, maestro -dijo después de un silencio-, que la Naturaleza hace las cosas tan bien que convierte a los lúcidos en cínicos, para permitirles sobrevivir… Usted es la única prueba que conozco de la inexactitud de mi teoría. Y tal vez sea precisamente eso lo que me gusta de su carácter; más aún que los golpes de esgrima. Me reconcilia con ciertas cosas que habría jurado sólo existen en los libros. Es algo así como mi conciencia dormida.

Callaron ambos, escuchando el rumor de la fuente, y la suave racha de aire tibio volvió a agitar las ramas de los sauces. Entonces el maestro de esgrima pensó en Adela de Otero, miró de soslayo a Luis de Ayala y percibió en su propio interior un ingrato murmullo de remordimiento.


Ajeno a la agitación política que aquel verano tenía lugar en la Corte, Jaime Astarloa cumplía puntualmente los compromisos contraídos con sus clientes, incluyendo las tres horas semanales dedicadas a Adela de Otero. Las sesiones transcurrían desprovistas de cualquier situación equivoca, ciñéndose al aspecto técnico que motivaba la relación entre ambos. Aparte de los asaltos, en que la joven seguía haciendo gala de consumada destreza, apenas tenían ocasión de conversar brevemente sobre temas sin trascendencia. No había vuelto a repetirse el carácter un tanto íntimo de la conversación mantenida la tarde en que ella acudió por segunda vez a la galería del maestro de armas. Por lo general, ahora se limitaba a plantear a don Jaime determinadas cuestiones sobre esgrima, a las que él respondía con sumo placer y considerable alivio. Por su parte, el maestro contenía con aparente naturalidad su interés por conocer detalles sobre la vida de su cliente, y cuando alguna vez rozaba el tema, ella no se daba por enterada o lo eludía con ingeniosas evasivas. De todo aquello sólo pudo sacar en claro que vivía sola, sin parientes próximos, y que procuraba, por razones cuyo secreto sólo ella poseía, mantenerse al margen de la vida social que por su situación le habría correspondido en Madrid. Los únicos datos probados eran la razonable fortuna de que parecía gozar, muy próxima al lujo aunque habitase el segundo piso y no el principal del edificio de la calle Riaño, y el hecho incontestable de que había residido durante algunos años en el extranjero; posiblemente en Italia, según creía adivinar merced a ciertos detalles y expresiones sorprendidos durante sus conversaciones con la joven. Por otra parte, no habla modo de saber si era soltera o viuda, aunque su forma de vida parecía ajustarse más a la segunda hipótesis. La desenvoltura de Adela de Otero, el escepticismo que parecía empañar todas sus observaciones sobre la condición masculina, no eran justificables en una joven soltera. Resultaba evidente que aquella mujer había amado y había sufrido; Jaime Astarloa tenía los años suficientes para reconocer el aplomo al que, todavía en la juventud, sólo es posible acceder mediante la superación de intensas y extremas experiencias personales. A ese respecto, ignoraba si era justo, o no lo era, calificarla como lo que, en términos vulgares al uso, se denominaba una aventurera. Quizás lo fuera, después de todo; de hecho, había en ella rasgos de tan insólita independencia que a duras penas era posible catalogarla entre lo que el maestro de armas entendía por mujeres de corte convencional. Sin embargo, algo en su fuero interno le decía que eso serla ceder, demasiado fácilmente, al impulso de una torpe simplificación.

A pesar de la reticencia de Adela de Otero a la hora de revelar detalles sobre sí misma, la relación que mantenía con el profesor de esgrima podía considerarse, en términos generales, satisfactoria para éste. La juventud y personalidad de su cliente femenino, realzadas por su belleza, producían en Jaime Astarloa una saludable animación que se acentuaba con el paso de los días. Ella lo trataba con respeto no exento de una muy peculiar coquetería. Aquel escarceo era seguido con agrado por el viejo maestro, hasta el punto de que, según pasaba el tiempo, aguardaba cada vez con mayor ansiedad el momento en que ella, con su pequeña bolsa de viaje bajo el brazo, se presentaba en la galería. Ya estaba acostumbrado a que dejase entornada la puerta del vestidor, y allí acudía apenas se marchaba, para aspirar con otoñal ternura el suave aroma de agua de rosas que permanecía en el aire como rastro de su presencia. Y había momentos, cuando las miradas se sostenían demasiado tiempo, cuando algún golpe de esgrima violento los llevaba al borde del contacto físico, en que sólo a fuerza de autodisciplina lograba el maestro ocultar, bajo una capa de paternal cortesía, la turbación que aquella mujer calaba en su ánimo.

Llegó así el día en que, durante un asalto, ella se proyectó hacia adelante en una estocada, con tanta fuerza que llegó a chocar contra el pecho de don Jaime. Sintió éste el golpe del cuerpo femenino, tibio y elástico entre sus brazos, y con puro acto reflejo sujetó a la joven por la cintura, para ayudarla a recobrar el equilibrio. Ella se incorporó con extrema rapidez; pero su rostro, cubierto por la rejilla metálica de la careta, quedó durante un momento vuelto hacia el del maestro, muy cerca, de forma que éste sintió su respiración y el brillo de los ojos que lo miraban intensamente. Después, de nuevo en guardia, él estaba tan afectado por lo ocurrido que la joven le asestó dos limpios botonazos sobre el peto antes de que pudiese pensar en oponer una defensa en regla. Feliz por haber realizado con éxito dos ataques seguidos, Adela de Otero iba y venta sobre la" tarima, acosándolo con estocadas rápidas como relámpagos, con ataques y fintas que improvisaba fogosamente, saltando desbordada de alegría, como una chiquilla entregada en cuerpo y alma a un juego que la entusiasmaba. Jaime Astarloa, ya rehecho, la observaba mientras mantenía la distancia con el brazo extendido, tanteando el florete de la joven, que tintineaba contra el suyo cuando ella se detenía un instante, estudiando sagazmente la defensa contraria mientras buscaba una apertura por donde tirarse a fondo con rapidez y valor. El maestro de esgrima jamás la había amado con más, intensidad que en aquel momento.

Más tarde, cuando ella regresaba del vestidor, ya con ropa de calle, pareció alterada. Estaba pálida y caminaba con poca seguridad. Pasándose una mano por la frente, dejó caer el sombrero al suelo y se apoyó vacilante en la pared. Acudió el maestro, solicito y preocupado.

– ¿Se encuentra bien?

– Creo que sí -sonreía desmayadamente-. Sólo es el calor.

Le ofreció el brazo y ella se sostuvo en él. Inclinaba la cabeza, casi rozándole el hombro con la mejilla.

– Es el primer signo de debilidad que sorprendo en usted, doña Adela. Una sonrisa iluminó el pálido rostro de la joven. -Considérelo entonces un privilegio -dijo.

La acompañó hasta el estudio, deleitándose en la suave presión que la mano de ella ejercía sobre su brazo, hasta que la retiró para sentarse en el viejo sofá de piel cuarteada por el tiempo.

– Necesita usted un tónico. Quizás un sorbo de coñac le daría vigor.

– No se moleste. Me encuentro mucho mejor.

Insistió don Jaime, alejándose para buscar en una alacena. Regresó con una copa en la mano.

– Beba un poco, se lo ruego. Tonifica la sangre.

Ella mojó los labios en el licor, haciendo una graciosa mueca. El maestro de armas abrió de par en par los postigos de la ventana para que entrase bien el aire y fue a sentarse frente a la joven, guardando la conveniente distancia. Permanecieron así durante un rato en silencio. Don Jaime la observaba, so pretexto de interesarse por su estado, con mayor insistencia de lo que se hubiera atrevido en condiciones normales. Maquinalmente se pasó los dedos por el brazo donde ella había apoyado la mano; aún le parecía sentirla allí. -Beba un sorbito más. Parece que le hace un efecto saludable.

Asintió, obediente. Después lo miró a los ojos y sonrió agradecida, sosteniendo en el regazo la copa de coñac que apenas habla probado. Ya recobraba el color cuando hizo un gesto con la barbilla, señalando los objetos que llenaban la habitación.

– ¿Sabe que su casa -dijo en voz baja, como de confidencia se le parece a usted? Todo se ve tan amorosamente conservado que resulta confortable, y transmite seguridad. Aquí parece estarse a resguardo de todo, como si no transcurriese el tiempo. Estas paredes conservan…

– ¿Toda una vida?

Hizo ella un gesto como si fuese a batir palmas, satisfecha de que él hubiera dado con el término justo.

– Toda su vida -respondió, seductora.

Se levantó Jaime Astarloa y dio unos pasos por la habitación, contemplando en silencio los objetos a que ella se refería: el viejo diploma de la Academia de París; el escudo de armas tallado en madera con la divisa: A mí; un juego de antiguas pistolas de duelo en una urna de cristal; la insignia de teniente de la Guardia Real sobre fondo de terciopelo verde, en un pequeño marco colgado de la pared… Pasó suavemente la mano por el lomo de los libros alineados en las estanterías de roble. Adela de Otero lo miraba con los labios entreabiertos, atenta, intentando captar el lejano rumor de todas las cosas que rodeaban al maestro de esgrima.

– Es hermoso no resignarse a olvidar-dijo la joven al cabo de unos instantes.

Hizo él un gesto de impotencia, dando a entender que nadie podía escoger sus propios recuerdos.

– No estoy seguro de que hermoso sea la palabra exacta -dijo, señalando las paredes cubiertas de objetos y libros-. A veces creo hallarme en un cementerio… La sensación es muy parecida: símbolos y silencio -meditó sobre lo que acababa de decir y sonrió con tristeza-. El silencio de todos los fantasmas que uno ha ido dejando tras de sí. Como Eneas al huir de Troya.

– Sé a qué se refiere.

– ¿Lo sabe? Sí, tal vez. Empiezo a creer que sí lo sabe.

– Las sombras de quienes pudimos ser y no fuimos… ¿No se trata de eso?… De quienes soñamos ser y nos hicieron despertar -ella hablaba en tono monocorde, sin inflexiones, como si recitase de memoria una lección aprendida mucho tiempo atrás-. Las sombras de aquellos a quienes una vez amamos y no conseguimos jamás; de quienes nos amaron y cuya esperanza matamos por maldad, estupidez o ignorancia…

– Sí. Veo que lo sabe perfectamente.

La cicatriz intensificó el sarcasmo de la sonrisa:

– ¿Y por qué no había de saberlo? ¿O acaso cree que sólo los hombres pueden tener una Troya ardiendo a sus espaldas?

Se la quedó mirando, sin saber qué decir. La joven habla cerrado los ojos, identificando voces lejanas que únicamente ella podía oír. Después parpadeó, como si regresara de un sueño, y sus ojos buscaron al maestro de esgrima.

– Sin embargo -dijo-, no hay en usted amargura, don Jaime. Ni rencor. Me gustaría saber de dónde saca la fuerza suficiente para mantenerse intacto; para no caer de rodillas y pedir misericordia… Siempre ese aire de eterno extranjero, como ausente. Se diría que, empeñado en sobrevivir, atesora fuerzas en su interior, como un avaro.

Se encogió de hombros el viejo maestro.

– No soy yo -dijo en voz baja, casi con timidez-. Son mis casi sesenta años de vida, con todo lo bueno y lo malo que hubo en ella. En cuanto a usted… -se detuvo, inseguro, e inclinó la barbilla sobre el pecho.

– En cuanto a mí… -los ojos violeta se habían vuelto inexpresivos, como si un velo invisible hubiera caído sobre ellos. Don Jaime movió la cabeza con inocencia, igual que lo habría hecho un niño.

– Usted es muy joven. Se encuentra al comienzo de todo.

Ella lo miró fijamente. Después levantó las cejas y rió sin alegría.

– Yo no existo -dijo, con voz suavemente ronca.

Jaime Astarloa la miró, confuso. La joven se inclinó para dejar la copa de coñac sobre una mesita. Al hacerlo, el maestro de esgrima contempló el fuerte y hermoso cuello desnudo bajo la masa azabache del cabello recogido en la nuca.

Los últimos rayos de sol llegaban sobre la ventana, que enmarcaba un rectángulo de nubes rojizas. El reflejo de un cristal fue menguando en la pared hasta desvanecerse por completo.

– Es curioso -murmuró don Jaime-. Siempre me precié de conocer a un semejante tras haber cruzado los floretes durante un tiempo razonable. No resulta difícil, ejercitando el tacto, calar en la persona. Cada uno se muestra en la esgrima tal y como es.

Ella lo miraba con aire ausente, como si estuviese pensando en cosas remotas.

– Es posible -murmuró inexpresiva.

El maestro cogió un libro al azar, y tras sostenerlo un momento entre las manos lo devolvió distraídamente a su lugar.

– Con usted no ocurre eso -dijo. Ella pareció volver muy despacio en sí; sus ojos mostraron un leve destello de interés.

– Hablo en serio -continuó él-. De usted, doña Adela, sólo he sido capaz de adivinar su vigor, su agresividad. Los movimientos son pausados y seguros; demasiado ágiles para una mujer, demasiado gráciles para un hombre. Emana cierta sensación magnética; energía contenida, disciplinada… A veces un oscuro e inexplicable encono, ignoro contra qué. O contra quién. Tal vez la respuesta se encuentre bajo las cenizas de esa Troya que tan bien parece conocer.

Adela de Otero pareció meditar sobre aquellas palabras.

– Continúe -dijo.

Jaime Astarloa hizo un gesto de impotencia.

– No hay mucho más que decir -confesó, en tono de disculpa-. Soy capaz, como ve, de adivinar todo eso; pero no logro llegar hasta aquello que lo motiva. Sólo soy un viejo maestro de esgrima, sin pretensiones de filósofo, o de moralista.

– No está mal, para tratarse de un viejo maestro de esgrima -observó la joven con sonrisa burlona e indulgente. Algo parecía estremecerse con languidez bajo su piel mate. Al otro lado de la ventana, el cielo se oscurecía sobre los tejados de Madrid. Un gato pasó por el alféizar, taimado y silencioso, echó un vistazo a la habitación que empezaban a cubrir las sombras y siguió su camino.

Ella se movió, con suave rumor de faldas.

– En un momento equivocado -dijo, reflexiva y misteriosa-. En un día equivocado… En una ciudad equivocada -inclinó los hombros, sonriendo de forma fugitiva-. Lástima -añadió.

Don Jaime la miró, desorientado. Al sorprender su gesto, la joven entreabrió los labios con dulzura y, en graciosa mudanza, palmeó la piel del sofá a su lado. -Venga a sentarse aquí, maestro.

De pie junto a la ventana, Jaime Astarloa hizo un gesto de cortés negativa. La habitación ya estaba en penumbra, velada de grises y sombras.

– ¿Amó alguna vez? -preguntó ella. Sus facciones empezaban a difuminarse en la oscuridad creciente.

– Varias -contestó él con melancolía.

– ¿Varias? -la joven pareció sorprendida-. Ya entiendo. No, maestro. Quiero decir si alguna vez amó.

El cielo ya oscurecía rápidamente hacia el oeste. Don Jaime miró el quinqué, sin decidirse a encenderlo. Adela de Otero no parecía incómoda por la paulatina ausencia de luz. -Sí. Una vez, en París. Hace mucho tiempo. -¿Era hermosa?

– Sí. Tanto… como usted. Además, París la embellecía: Quartier Latin, elegantes trastiendas de la rue Saint Germain, bailes de la Chaumiére y Montparnasse…

Los recuerdos llegaron con una punzada de nostalgia que le contrajo el estómago. Miró otra vez el quinqué.

– Creo que deberíamos…

– ¿Quién dejó a quién, don Jaime?

Sonrió dolorosamente el maestro de esgrima, consciente de que Adela de Otero ya no podía ver su gesto.

– Fue algo más complejo. Al cabo de cuatro años, la obligué a escoger. Y lo hizo.

La joven era ahora una sombra inmóvil.

– ¿Casada?

– Era casada. Y usted es una joven inteligente. -¿Qué hizo después?

– Liquidé cuanto tenía, y regresé a España. De eso hace mucho tiempo.

En la calle, pértiga y chuzo, alguien encendía los faroles. Una débil claridad de luz de gas penetró por la ventana abierta. Ella se levantó del sofá y cruzó la oscuridad hasta llegar cerca del maestro. Se quedó allí, inmóvil junto a la ventana.

– Hay un poeta inglés -dijo en voz baja-. Lord Byron.

Don Jaime aguardó, en silencio. Podía sentir el calor que emanaba del cuerpo joven que tenía a su lado, casi rozando el suyo. Tenía la garganta seca, oprimida por el temor de que se escuchasen los latidos de su corazón. La voz de Adela de Otero sonó queda, como una caricia:


The devil speaks truth much oftener than he's deemed He has an ¡gnorant audience…


Se acercó más a él. Desde la calle, el resplandor iluminaba la parte inferior de su rostro, la barbilla y la boca:


El Diablo dice la verdad más a menudo de lo que se cree, pero tiene un auditorio ignorante…


Sobrevino un silencio absoluto, con apariencias de eternidad. Y sólo cuando aquel silencio se hizo insoportable, sonó de nuevo la voz de ella:

– Siempre hay una historia que contar.

Había hablado en tono tan bajo que don Jaime tuvo que adivinar las palabras. Sentía casi en la piel, muy cerca, el suave aroma de agua de rosas. Comprendió que empezaba a perder la cabeza, y buscó desesperadamente algo que lo anclase a la realidad. Entonces alargó la mano hacia el quinqué y encendió un fósforo. La humeante llama temblaba en sus manos.


Se empeñó en acompañarla hasta la calle Riaño. No eran horas, dijo sin atreverse a mirarla a los ojos, para que anduviese sola en busca de un coche. Así que se puso una levita, tomó bastón y chistera, y bajó los peldaños delante de ella. En el portal se detuvo y, tras un breve titubeo que no pasó inadvertido a Adela de Otero, terminó por ofrecerle un brazo con toda la helada cortesía de que fue capaz. La joven se apoyó en él, y mientras caminaban se volvía de vez en cuando a mirarlo de soslayo, con gesto en el que se adivinaba una oculta burla. Requirió don Jaime un calesín cuyo cochero dormitaba apoyado en el farol, subieron y dio la dirección. Trotó el coche calle Arenal abajo, torciendo a la derecha al llegar frente al palacio de Oriente. Permanecía silencioso el maestro de armas, con las manos apoyadas sobre el pomo del bastón, esforzándose inútilmente por mantener en blanco sus propios pensamientos. Lo que pudo llegar a ocurrir no había ocurrido, pero no estaba seguro de si debía felicitarse o despreciarse por ello. En cuanto a lo que Adela de Otero pensaba en aquel momento, no quería, bajo ningún concepto, averiguarlo. Flotaba, sin embargo, una certeza en el aire: aquella noche, al término de la conversación que, en apariencia, tenia que haberlos acercado más el uno al otro, algo se habla roto entre ambos, definitivamente y para siempre. Ignoraba qué, pero eso era lo de menos; lo inconfundible era el ruido de los pedazos al caer a su alrededor. La joven no iba a perdonarle jamás su cobardía. O su resignación.

Iban en silencio, ocupando cada uno su rincón del asiento tapizado de rojo. A veces, cuando pasaban junto a una farola encendida, un fragmento de claridad recorría el interior, permitiendo a don Jaime atisbar por el rabillo del ojo el perfil de su acompañante, absorta en la contemplación de las sombras que cubrían las calles. El viejo maestro hubiese querido decir cualquier cosa que aliviase la desazón que lo atormentaba; pero temía empeorar las cosas. Todo aquello resultaba endiabladamente absurdo.

Al cabo de un rato, Adela de Otero se volvió hacia él.

– Me han dicho, don Jaime, que entre su clientela hay gente de calidad. ¿Es cierto? -Así es.

– ¿También nobles? Me refiero a condes, duques y todo eso.

Jaime Astarloa se alegró de que surgiera un tema de conversación con giro muy distinto al que había tenido lugar en su casa un rato antes. Sin duda ella era consciente de que las cosas habían podido ir demasiado lejos. Tal vez, adivinando la incomodidad del maestro de armas, intentaba romper el hielo tras la embarazosa situación, a la que no habla sido en absoluto ajena.

Algunos hay -respondió-. Pero no muchos, lo confieso. Pasaron los tiempos en que un maestro de armas con prestigio se establecía en Viena o San Petersburgo y lo nombraban capitán de un regimiento imperial… La nobleza actual no se inclina demasiado a practicar mi arte.

– ¿Y quiénes son las honrosas excepciones? Don Jaime se encogió de hombros.

– Dos o tres. El hijo del conde de Sueca, el marqués de los Alumbres…

– ¿Luis de Ayala?

La miró sin ocultar su sorpresa.

– ¿Conoce usted a don Luis?

– Me han hablado de él -dijo ella con perfecta indiferencia-. Tengo entendido que es uno de los mejores espadachines de Madrid.

Asintió complacido el maestro.

Así es.

– ¿Mejor que yo? -ahora sí había un punto de interés en su voz. Resopló, puesto en un brete: -Es otro estilo.

Adela de Otero adoptó un tono frívolo:

– Me encantaría tirar con él. Dicen que es un hombre interesante. -Imposible. Lo siento, pero es imposible. -¿Por qué? No veo la dificultad. -Bueno… Quiero decir que…

– Me gustaría sostener con él un par de asaltos. ¿También le enseñó usted la estocada de los doscientos escudos?

Don Jaime se removió inquieto en el asiento del calesín. Empezaba a preocuparle su propia preocupación.

– Su pretensión, doña Adela, es un poco… hum, irregular -el maestro había fruncido el ceño-. No sé yo si el señor marqués…

– ¿Tiene usted mucha confianza con él?

– Bueno; me honra con su amistad, si es a eso a lo que se refiere.

La joven se colgó de su brazo, con tan voluble entusiasmo que Jaime Astarloa tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer a la Adela de Otero que, media hora antes, conversaba con él en la grave intimidad de su estudio.

– ¡No hay problema, entonces! -exclamó, satisfecha-. Usted le habla de mí; le dice la verdad, que manejo bien el florete, y seguro que siente curiosidad por conocerme: ¡Una mujer que tira esgrima!

Farfulló don Jaime un par de excusas poco convincentes, pero ella volvió a la carga una y otra vez:

A estas alturas, maestro, usted sabe que no conozco a nadie en Madrid. A nadie más que a usted. Soy mujer, y no es cuestión de que vaya por ahí llamando a las puertas con un florete bajo el brazo…

– ¡Ni pensarlo! -la exclamación de Jaime Astarloa surgía esta vez de su propio sentido del decoro.

– ¿Lo ve? Me moriría de vergüenza.

– No es sólo eso. Don Luis de Ayala es demasiado estricto en materia de esgrima. No sé qué pensaría si una mujer… -Usted me aceptó, maestro.

– Lo ha dicho usted misma. Mi profesión es la de maestro de armas. La de don Luis de Ayala es ser marqués.

La joven soltó una breve carcajada, maliciosa y alegre.

– El primer día, cuando me visitó en casa, también dijo usted que me rechazaba por cuestión de principios…

– Se impuso mi curiosidad profesional.

Cruzaron la calle de la Princesa, pasando junto al palacio de Liria. Algunos transeúntes bien vestidos paseaban a la fresca, bajo la luz temblorosa de los faroles. Un aburrido sereno se tocó la gorra ante el calesín, creyendo que se dirigía a la residencia de los duques de Alba.

– ¡Prométame que le hablará de mí al marqués!

Jamás prometo algo que no estoy dispuesto a cumplir.

– Maestro… Voy a terminar pensando que está usted celoso.

Jaime Astarloa sintió una oleada de sofoco subirle a la cara. No podía verse el rostro, pero estaba seguro de que había enrojecido hasta las orejas. Se quedó con la boca abierta, incapaz de articular palabra, sintiendo como una extraña sensación se le anudaba en la garganta. «Tiene razón -se dijo atropelladamente-. Tiene toda la razón del mundo. Me estoy comportando como un chiquillo.» Respiró hondo, avergonzado de sí mismo, y golpeó el suelo del calesín con la contera de su bastón.

– Bueno… Lo intentaremos. Pero no le aseguro el éxito.

Batió palmas como una niña feliz, e inclinándose sobre él le apretó cálidamente una mano. Demasiado, tal vez, para tratarse de un simple capricho satisfecho. Y el maestro de esgrima pensó que Adela de Otero, sin la menor duda, era una mujer desconcertante.


Jaime Astarloa cumplió su palabra a regañadientes, abordando con mucho tacto el tema durante una sesión en casa del marqués de los Alumbres: «Joven esgrimista, ya sabe a quién me refiero, mostró usted curiosidad en cierta ocasión. A la juventud le gusta romper moldes y todo eso. Innegablemente una apasionada de nuestro arte, dotada para el asalto, buena mano, nunca me atrevería en otro caso. Si a usted le parece que…».

Luis de Ayala se acariciaba con suma complacencia el bigote engomado. No faltaría más. Gran interés por su parte.

– ¿Y dice usted que es hermosa?

Don Jaime estaba irritado consigo mismo, y se daba a todos los diablos con aquel alcahueteo que se le antojaba innoble. Por otra parte, lo que Adela de Otero había dicho en el calesín retornaba a su mente una y otra vez, con dolorosa persistencia. A sus años, era ridículo descubrir que todavía podía sentirse aguijoneado por los celos.


Las presentaciones tuvieron lugar en la galería de don Jaime cuando, dos días después, el marqués se dejó caer por allí con aire casual durante la sesión de esgrima de Adela de Otero. Se intercambiaron las cortesías de rigor y Luis de Ayala, corbata de raso malva con alfiler de brillantes, calcetines de seda bordados y bigote rizado con sumo esmero, pidió humildemente permiso para presenciar un asalto. Se apoyó en la pared con los brazos cruzados y grave expresión de conocedor en el semblante, mientras la joven, con absoluto aplomo, realizaba frente a don Jaime una de las mejores exhibiciones de esgrima que éste recordaba haber visto en un cliente. Desde su rincón, el marqués rompió a aplaudir, visiblemente encantado.

– Señora, es para mí un honor.

Los ojos violeta se clavaron en los de Ayala con tal intensidad que el aristócrata se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Había en ellos un chispazo de desafío, de prometedora provocación. El marqués aprovechó la primera ocasión para acercarse al maestro de esgrima en un discreto aparte.

– ¡Qué mujer fascinante!

Don Jaime asistía a todo aquello con un mal humor que a duras penas lograba disimular bajo una actitud de fría profesionalidad. Cuando finalizó el asalto, Luis de Ayala se enfrascó en una prolija conversación técnica con la joven, mientras el maestro devolvía a su sitio floretes, petos y caretas. El de los Alumbres se estaba ofreciendo con exquisita galantería a acompañarla a su domicilio. Su faetón con cochero inglés aguardaba en la calle, y era un maravilloso placer ponerlo a disposición de la señora; tenían sin duda mucho que hablar de su común afición por la esgrima. Quizás le apeteciese asistir, a las nueve, al concierto en los jardines de los Campos Elíseos. La Sociedad de Profesores, dirigida por el maestro Gaztambide, interpretaba La Gazza Ladra, de Rossini, y una miscelánea de motivos de Roberto el Diablo. Adela de Otero hizo una graciosa inclinación, aceptando encantada. El ejercicio había enrojecido sus mejillas dándole un seductor aspecto.

Mientras ella se cambiaba, con la puerta cerrada esta vez, Luis de Ayala hizo extensiva la invitación a don Jaime por pura fórmula, aunque era patente que sin excesivo afán en que aceptase. Sintiéndose convidado de piedra en todo aquello, el maestro declinó y se limitó a sonreír torpemente, con muda angustia. El marqués era adversario de mucha talla, e intuyó Jaime Astarloa que había perdido su propia partida sin llegar siquiera a osar iniciarla. Se marcharon los dos del brazo, conversando animadamente, y el maestro de armas escuchó con dolorida impotencia los pasos que se alejaban por la escalera.

Anduvo por casa el resto de la jornada como un león enjaulado, dándose a todos los diablos. En una ocasión se detuvo y contempló su rostro en los espejos de la galería.

– ¿Y qué otra cosa podías esperar? -se interrogó con desprecio.

Desde el reflejo, la imagen encanecida de un anciano le hizo una mueca amarga.


Pasaron varios días. Los periódicos, amordazados por la censura, informaban entre líneas de los avatares políticos. Se decía que don Juan Prim habla obtenido permiso de Napoleón III para tomar las aguas en Vichy. Inquieto por la proximidad del conspirador, el gobierno de González Bravo hacia llegar por diversos conductos su malestar al emperador de Francia. En Londres, mientras preparaba las maletas, el conde de Reus mantenía intensas reuniones con sus correligionarios y se las ingeniaba para que diversas personalidades aflojasen la bolsa por la causa. Una revolución que no gozara del debido respaldo económico corría el riesgo de convertirse en una chapuza, y el héroe de los Castillejos, retorcido el colmillo por los anteriores fracasos, ya no estaba dispuesto más que a jugarse el tipo sobre seguro.

En Madrid, González Bravo repetía con cierto chulesco donaire las palabras pronunciadas el día de su toma de posesión en el Congreso:

– Somos un Gobierno de resistencia a la revolución; tenemos confianza en el país, y los conspiradores nos encontrarán en la brecha. Yo no presido el Consejo de Ministros, sino que está aquí la sombra del general Narváez.

Pero la difunta sombra del Espadón de Loja tenía a los revoltosos sin el menor cuidado. Viéndolas venir, los generales que antaño habían acuchillado al pueblo sin el menor reparo se pasaban ahora en masa al bando de la revolución, si bien no estaban dispuestos a dar el grito hasta que la cosa estuviese hecha. A remojo en Lequeitio, lejos del hervidero madrileño, Isabel II no las tenía todas consigo, y se apoyaba como último recurso en el general Pezuela, conde de Cheste, que acariciaba el pomo del sable mientras hacía fervientes promesas de lealtad isabelina:

– Si hay que morir defendiendo la regia cámara, se muere. Para eso estamos.

Confiando de momento en tan bizarro recurso, la prensa gubernamental procuraba tranquilizar al país con profusas gacetillas sobre la normalidad reinante. Una copla se había puesto de moda en los papeles oficialistas:


Muchos con la esperanza viven alegres, muchos son los borricos que comen verde…


Jaime Astarloa había perdido un cliente: Adela de Otero ya no acudía a las sesiones de esgrima. Se la veía por Madrid indefectiblemente escoltada por el marqués de los Alumbres, paseando por el Retiro, en calesa por el Prado, en el teatro Rossini o en un palco de la Zarzuela. Entre golpes de abanico y discretos codazos cloqueaba la buena sociedad madrileña, preguntándose quién era aquella desconocida que de tal modo le habla puesto los puntos al calavera de Ayala. Nadie supo decir de dónde había caldo, se ignoraba todo sobre su familia y no se le conocía relación social ninguna, exceptuando al de los Alumbres. Las más afiladas lenguas capitalinas pasaron un par de semanas en arduas cábalas e investigaciones, pero terminaron por declararse vencidas. Sólo pudo establecerse que la joven había llegado recientemente del extranjero y que, sin duda debido a ello, algunas de sus costumbres eran impropias de una dama.

Llegaban hasta don Jaime algunos de estos rumores, debidamente amortiguados por la distancia, y él los encajaba con el debido estoicismo. Por otra parte, su exquisita prudencia se imponía en las sesiones diarias que seguía manteniendo con Luis de Ayala. Jamás mostró curiosidad alguna por averiguar cómo transcurría la vida de la joven, y tampoco el marqués parecía inclinado a ponerlo al corriente. Tan sólo una vez, mientras ambos saboreaban la habitual copa de jerez tras un par de asaltos, el aristócrata le puso una mano en el hombro y sonrió, amistoso y confidencial:

– Maestro, le debo a usted mi felicidad.

Acogió don Jaime el comentario con la debida frialdad, y eso fue todo. Pocos días después, el maestro de esgrima recibió la segunda orden de pago firmada por Adela de Otero, en la que se le abonaban sus honorarios por las últimas semanas. Venla acompañada de una escueta esquela:

Lamento no seguir disponiendo de tiempo para continuar con nuestras interesantes sesiones de esgrima. Quiero agradecerle sus deferencias, asegurándole que guardo de usted un recuerdo inolvidable.

De mi más distinguida consideración

ADELA DE OTERO


Leyó el maestro varias veces la carta, pensativo y ceñudo. Después la dejó sobre la mesa y, cogiendo un lápiz, hizo cuentas. Tomó a continuación recado de escribir y mojó la pluma en el tintero:


Estimada señora:

Observo con sorpresa que en la segunda orden de pago por usted remitida, abona nueve sesiones de esgrima como correspondientes al mes en curso, cuando en realidad sólo tuve el placer de dedicarle tres durante esta mensualidad. Sobra, por tanto, la cantidad de 360 reales, que le devuelvo con orden de pago adjunta.

Reciba Vd. mi más atento saludo

JAIME ASTARLOA Maestro de Armas


Firmó y después tiró la pluma sobre la mesa con irritado impulso. Algunas gotas de tinta salpicaron la carta de Adela de Otero. La agitó en el aire para que se secasen los borrones, contemplando la escritura nerviosa y picuda de la joven: los rasgos eran largos y aguzados como puñales. Dudó entre romperla o conservarla, decidiéndose finalmente por la última solución. Cuando el dolor se hubiese atenuado, aquel trozo de papel constituirla un recuerdo más. Mentalmente, don Jaime lo incluyó en el rebosante baúl de sus nostalgias.


Aquella tarde, la tertulia del Progreso se disolvió antes de lo habitual. Agapito Cárceles estaba muy atareado con un artículo que debía entregar por la noche en el Gil Blas, y Carreño aseguraba que tenía sesión extraordinaria en la logia de San Miguel. Don Lucas se había retirado pronto, aquejado de un leve catarro estival, así que Jaime Astarloa se quedó solo con Marcelino Romero, el profesor de piano. Decidieron ambos dar un paseo, aprovechando que el calor del día daba paso a una tibia brisa vespertina. Bajaron por la Carrera de San Jerónimo; don Jaime se quitó la chistera al cruzarse con algún conocido ante el restaurante Lhardy y en la puerta del Ateneo. Romero, apacible y melancólico según su costumbre, caminaba mirándose la punta de los pies, ensimismado en sus pensamientos. Llevaba una arrugada chalina en el cuello y el sombrero descuidadamente echado hacia atrás, sobre el cogote. Las puntas de su camisa no se veían muy limpias.

El paseo del Prado hervía de paseantes bajo los árboles. En los bancos de hierro forjado, soldados y criadas tejían y destejían requiebros y chirigotas mientras gozaban de los últimos rayos de sol. Algunos elegantes caballeros, acompañando a damas o en grupos de amigos, paseaban entre las fuentes de Cibeles y Neptuno, movían los bastones con afectación y se llevaban la mano a la chistera al pasar cerca el frufrú de alguna falda respetable o interesante. Por la enarenada avenida central, sombreros y sombrillas multicolores circulaban en carruajes descubiertos bajo la luz rojiza del atardecer. Un rubicundo coronel de Ingenieros, cruzado el pecho de heroica ferretería, fajín y sable, fumaba plácidamente un veguero mientras conversaba en voz baja con su ayudante, un capitán de rostro conejil que asentía con grave circunspección; era evidente que hablaban de política. Unos pasos más atrás seguía la señora coronela, a duras penas encorsetadas sus jamonas carnes bajo el vestido cuajado de encajes y lacitos, mientras la doncella, delantal y cofia, pastoreaba un rebaño de media docena de niños de ambos sexos, vestidos con puntillas y medias negras. En la glorieta de las Cuatro Fuentes, un par de lechuguinos con brillantina y raya en medio se retorcían los engomados bigotes mientras lanzaban furtivas miradas a una joven que, bajo estrecha vigilancia de su aya, leía un tomito de dolo-ras de Campoamor, ajena a la expectación que su pequeño y fino pie, junto a dos tentadoras pulgadas de delicado tobillo enfundado en media blanca, suscitaba en los mirones.

Pasearon tranquilamente los amigos, gozando de la agradable temperatura; contrastaban de forma singular la elegancia pasada de moda del maestro de esgrima y el desaliñado aspecto del pianista. Romero observó durante unos instantes a un vendedor de barquillos que hacía girar la ruleta de su artilugio entre un corro de niños, y se volvió hacia su contertulio con aire apesadumbrado.

– ¿Cómo anda usted de fondos, don Jaime?

El aludido lo miró con cierta amable guasa.

– No me irá usted a decir que le apetece un barquillo…

Sonrojóse el profesor de música. La mayoría de sus alumnas se había marchado de vacaciones, y él se encontraba a la última pregunta. En verano solía vivir de discretos sablazos a los amigos.

Don Jaime echó mano al bolsillo del chaleco.

– ¿Qué necesita?

– Con veinte reales me apaño.

Sacó el maestro de armas un duro de plata, y lo deslizó discretamente en la mano que su amigo alargaba con timidez. Murmuró Romero una atropellada excusa: -Mi patrona…

Cortó Jaime Astarloa la explicación con gesto comprensivo; se hacía cargo de la situación. El otro suspiró, agradecido.

– Vivimos tiempos difíciles, don Jaime. Y que lo diga.

Tiempos de angustia, de zozobra… -se llevó el pianista una mano al corazón, tanteándose una inexistente cartera-. Tiempos de soledad.

Emitió Jaime Astarloa un gruñido que a nada comprometía. Romero lo interpretó como una señal de asentimiento, y pareció confortado.

– El amor, don Jaime. El amor -prosiguió al cabo de un momento de triste reflexión-. Eso es lo único que puede hacernos felices y, paradójicamente, es lo que nos condena a los peores tormentos. Amar equivale a esclavitud.

– Sólo es esclavo quien espera algo de los demás -el maestro de esgrima miró a su interlocutor hasta que aquél parpadeó, confuso-. Tal vez sea ése el error. Quien no necesita nada de nadie, permanece libre. Como Diógenes en su barril.

El pianista movió la cabeza; no estaba de acuerdo.

– Un mundo en el que no esperásemos algo de los otros sería un infierno, don Jaime… ¿Sabe usted qué es lo peor?

– Lo peor siempre es cosa muy personal. ¿Qué es lo peor para usted?

– Para mí, la ausencia de esperanza: sentir que se ha caído en la trampa y… Quiero decir que hay momentos terribles, en que parece no haber una salida.

– Hay trampas que no la tienen.

– No diga eso.

– Le recuerdo, de todas formas, que ninguna trampa tiene éxito sin la complicidad inconsciente de la víctima. Nadie obliga al ratón a buscar el queso en la ratonera.

– Pero la búsqueda del amor, de la felicidad… Yo mismo, sin ir más lejos…

Jaime Astarloa se volvió hacia su contertulio con cierta brusquedad. Sin saber muy bien por qué, lo irritaba aquella mirada melancólica, tan semejante a la de un cervatillo acosado. Sintió la tentación de ser cruel.

– Entonces ráptela, don Marcelino.

La nuez del otro subió y bajó rápidamente, tragando saliva.

– ¿A quién?

En la pregunta había alarma y desconcierto. También una súplica que el maestro de esgrima se negó a escuchar.

– Sabe perfectamente a quién me refiero. Si tanto ama a su honesta madre de familia, no se resigne a languidecer bajo el balcón el resto de su vida. Introdúzcase otra vez en la casa, échese a sus pies, sedúzcala, pisotee su virtud, arránquela de allí a la fuerza… ¡Péguele un tiro al marido, o pégueselo usted! Haga un acto heroico o haga el ridículo, pero haga algo, hombre de Dios. ¡Si apenas tiene usted cuarenta años!

Inesperada, la brutal elocuencia del maestro de armas había borrado del rostro de Romero hasta el menor indicio de vida. La sangre se le había retirado de las mejillas, y por un momento pareció que iba a darse la vuelta, echando a correr.

Yo no soy un hombre violento -balbució al cabo de un rato, como si aquello lo justificase todo.

Jaime Astarloa lo miró con dureza. Por primera vez desde que se conocían, la timidez del pianista no le inspiraba compasión, sino desdén. ¡Qué distinto habría sido todo si Adela de Otero hubiese llegado a él cuando, como Romero, contaba veinte años menos!

– No hablo de la violencia que Cárceles predica en la tertulia -dijo-. Me refiero a la que nace del coraje personal -señaló su propio pecho-. De aquí.

Romero había pasado de la turbación al recelo; se manoseó nerviosamente la chalina mientras eludía la mirada de su interlocutor.

– Estoy en contra de cualquier tipo de violencia, personal o colectiva.

– Pues yo no. Hay en ella matices muy sutiles, se lo aseguro. Una civilización que renuncia a la posibilidad de recurrir a la violencia en sus pensamientos y acciones, se destruye a sí misma. Se convierte en un rebaño de corderos, a degollar por el primero que pase. Lo mismo les ocurre a los hombres.

– ¿Y qué me dice de la Iglesia católica? Es contraria a la violencia, y se ha mantenido durante veinte siglos sin necesidad de ejercerla nunca.

– No me haga reír a estas horas, don Marcelino. Al Cristianismo lo sostuvieron las legiones de Constantino y las espadas de los cruzados. Y a la Iglesia católica, las hogueras de la Inquisición, las galeras de Lepanto y los tercios de los Habsburgo… ¿Quién espera que sostenga su causa por usted?

El pianista bajó los ojos.

– Me decepciona, don Jaime -dijo al cabo de un instante, hurgando en el suelo enarenado con la punta del bastón-. Nunca sospeché que compartiera los argumentos de Agapito Cárceles.

Yo no comparto argumentos con nadie. Entre otras cosas, el principio de igualdad que con tanto brío defiende nuestro contertulio, me trae al fresco. Y ya que menciona el tema, le diré que prefiero ser gobernado por César o Bonaparte, a quienes siempre puedo intentar asesinar si no me placen, antes que ver decidirse mis aficiones, costumbres y compañía por el voto del tendero de la esquina… El drama de nuestro siglo, don Marcelino, es la falta de genio; que sólo es comparable a la falta de coraje y a la falta de buen gusto. Sin duda, eso se debe a la ascensión irrefrenable de los tenderos de todas las esquinas de Europa.

– Según Cárceles, esos tenderos tienen los días contados -respondió Romero con un apunte de tímido rencor; el marido de su amada era un conocido comerciante de ultramarinos.

– Peor nos lo pone Cárceles, porque conocemos bien lo que ofrece como alternativa… ¿Sabe usted cuál es el problema? Nos encontramos en la última de tres generaciones que la Historia tiene el capricho de repetir de cuando en cuando. La primera necesita un Dios, y lo inventa. La segunda levanta templos a ese Dios e intenta imitarlo. Y la tercera utiliza el mármol de esos templos para construir prostíbulos donde adorar su propia codicia, su lujuria y su bajeza. Y es así como a los dioses y a los héroes los suceden siempre, inevitablemente, los mediocres, los cobardes y los imbéciles. Buenas tardes, don Marcelino.

Permaneció el maestro de esgrima apoyado en el bastón, viendo alejarse sin remordimientos la miserable figura del pianista, que caminaba con la cabeza hundida entre los hombros; sin duda camino de su desesperada ronda bajo el balcón de la calle Hortaleza. Jaime Astarloa se quedó un rato observando a los paseantes, aunque su pensamiento se hallaba absorto en la propia situación. Sabía muy bien que algunas de las cosas que le habla dicho a Romero podían serle aplicadas a él mismo, y esa certeza no lo hacía precisamente feliz. Al cabo de un rato decidió marcharse a casa. Subió por la calle Atocha, sin prisas, y entró en su botica habitual para comprar alcohol y linimento, cuya provisión empezaba a escasearle. El mancebo cojitranco lo atendió con su habitual amabilidad, preguntándole por su estado de salud.

– No me quejo -respondió don Jaime-. Ya sabe que estos remedios son para mis alumnos.

– ¿No se marcha usted de veraneo? La reina ya está en Lequeitio. Allí veremos reunirse a toda la Corte, si don Juan Prim no lo remedia. ¡Ése sí que es un hombre! -el mancebo se golpeó orgullosamente la pierna mutilada-. Tenía usted que haberlo visto en los Castillejos, sobre su caballo, más tranquilo que un domingo de agosto mientras los moros nos cerraban como diablos. Allí tuve el honor de estar a su lado, y quedar mutilado por la Patria. Cuando caí con un chinazo en esta pierna, don Juan se volvió a mirarme y dijo con ese acento catalán tan suyo: «Eso no es nada, chaval»… Allí mismo le solté tres vivas antes de que se me llevaran en camilla… ¡Seguro que todavía se acuerda de mí!

Salió don Jaime a la calle con el paquete bajo el brazo, pasó frente al palacio de Santa Cruz y anduvo por los soportales hasta la Plaza Mayor, donde permaneció unos minutos entre el corro de personas que escuchaban los marciales acordes de una banda militar, bajo la estatua ecuestre de Felipe III. Salía a la calle Mayor, dispuesto a cenar algo en la fonda Pereira antes de subir a casa, cuando se detuvo como si hubiese recibido un golpe. Al otro lado de la calle, asomando medio rostro por la ventanilla de una berlina, estaba Adela de Otero. Ella no se percató de la presencia del maestro de esgrima, ocupada como estaba en discreto diálogo con cierto caballero de mediana edad, vestido de frac con chistera y bastón, que se apoyaba con naturalidad en el marco de la ventanilla.

Don Jaime se quedó inmóvil, contemplando la escena. El caballero, de espaldas a él, se inclinaba hacia la joven y le hablaba en voz baja, con aire comedido. Ella estaba inusitadamente seria, y negaba de vez en cuando con la cabeza. Susurró un par de graves comentarios, llegándole a su interlocutor el turno de asentir. Hizo don Jaime ademán de seguir su camino, pero la curiosidad pudo más que su intención, y permaneció en el mismo lugar, intentando acallar sus escrúpulos de conciencia por la inequívoca actitud de espionaje a que de tan indigna formase abandonaba. Aguzó el oído en un intento por captar fragmentos de conversación, pero su esfuerzo resultó estéril. Estaban demasiado lejos de él.

El caballero seguía de espaldas, pero de cualquier modo estuvo seguro don Jaime de que le era desconocido. Adela de Otero hizo de pronto un gesto negativo con el abanico que tenía en la mano, y después empezó a decir algo mientras sus ojos vagaban distraídamente por la calle. De pronto se fijaron en Jaime Astarloa, que inició un gesto de saludo llevándose la mano a la chistera. Su movimiento, sin embargo, quedó interrumpido a la mitad cuando vio la singular expresión de alarma que se pintó en los ojos de la joven. Ésta retiró al punto el rostro, y se ocultó en el interior del coche mientras el caballero se volvía a medias, con visible preocupación, hacia don Jaime. Ella pareció dar una brusca orden, porque de improviso se sobresaltó el cochero que haraganeaba en el pescante y, agitando el látigo, hizo arrancar a los caballos. Se apartó el desconocido de la portezuela y, balanceando el bastón, alejóse rápidamente por la dirección opuesta. Apenas tuvo tiempo el maestro de esgrima de ver un momento sus facciones, por lo que retuvo tan sólo unas largas patillas a la inglesa y un fino bigote recortado. Era un individuo elegante, de mediana estatura y distinguido aspecto, que sostenía un bastón de marfil y parecía tener mucha prisa.

Caviló mucho don Jaime sobre todo aquello, y por último se declaró incapaz de interpretar la escena de la que había sido testigo. Le dio vueltas en la cabeza mientras despachaba su frugal cena, y todavía en la soledad de su estudio volvió, inútilmente, a intentar arrojar luz sobre el misterio. Sentía una inmensa curiosidad por saber quién era aquel hombre.


Pero algo lo intrigaba todavía más. Al ser descubierto, Jaime Astarloa había vislumbrado en la joven una expresión jamás vista hasta entonces. No había en ella ni sorpresa ni irritación, emociones explicables al saberse observada con tan indiscreta impertinencia. El sentimiento percibido por el maestro de esgrima respondía a algo mucho más oscuro e inquietante, hasta el punto de que tardó un buen rato en decidir que su intuición no lo engañaba. Porque, durante una fracción de segundo, a los ojos de Adela de Otero había asomado el miedo.


Se despertó bruscamente, incorporándose angustiado en el lecho. Tenía el cuerpo empapado de sudor a causa de la horrible pesadilla que ahora, aunque sus ojos estaban abiertos en la oscuridad, permanecía grabada con toda nitidez en su retina. Una muñeca de cartón flotaba boca abajo, como ahogada. Sus cabellos estaban enredados entre nenúfares y viscosa vegetación acuática, sobre el agua estancada cubierta de verdín. Jaime Astarloa se inclinaba sobre ella con exasperante lentitud, y al tomarla en sus manos veía el rostro, en el que los ojos de cristal habían sido arrancados de las cuencas. Aquellas órbitas vacías le produjeron un escalofrío de terror.

Permaneció así durante horas, sin poder conciliar el sueño, hasta que la primera rendija de claridad se filtró entre los postigos que cerraban la ventana.

Luis de Ayala llevaba algunos días inquieto. Le costaba concentrarse en los asaltos, como si sus pensamientos se hallasen muy lejos de la esgrima.

– Tocado, Excelencia.

El marqués movía tristemente la cabeza, disculpándose. -No llevo una buena racha, maestro.

Su habitual jovialidad cedía paso a una extraña melancolía. Ayala se quedaba abstraído con frecuencia, y sus bromas escaseaban. Al principio, don Jaime atribuyó todo aquello a la situación política, que estaba al rojo vivo. Prim había estado en Vichy, desapareciendo después misteriosamente. La Corte veraneaba en el Norte, pero los principales personajes de la política y la milicia permanecían en Madrid, a la expectativa. Soplaban en el aire vientos que nada bueno auguraban para la monarquía.

Una mañana, ya agonizante agosto, Luis de Ayala se excusó al efectuar el maestro de esgrima su visita diaria.

– Hoy no me encuentro con ánimos, don Jaime. Tengo un pulso infame.

A cambio le propuso pasear un rato por el jardín. Salieron ambos bajo los sauces, por la avenida cubierta de gravilla a cuyo extremo canturreaba el agua en la fuente del angelote de piedra. Un jardinero trabajaba a lo lejos, entre macizos de flores que se inclinaban patéticamente bajo el calor de la mañana.

Caminaron durante un rato, intercambiando triviales comentarios. Llegados junto a un templete de hierro forjado, el marqués de los Alumbres se volvió hacia Jaime Astarloa con aire casual, muy pronto desmentido por sus palabras:

– Maestro… Tengo curiosidad por saber cómo conoció usted a la señora de Otero.

Sorprendióse el maestro de armas, pues era la primera vez que Luis de Ayala pronunciaba el nombre de la dama en su presencia, desde el día en que don Jaime había oficiado en la presentación de ambos. Sin embargo, con la mayor naturalidad de que fue capaz, lo puso al corriente con pocas palabras. Escuchaba el marqués en silencio, asintiendo levemente. Parecía preocupado. Se interesó después por si conocía don Jaime alguna de sus relaciones sociales: amigos o parientes, y respondió éste reiterando lo que ya había manifestado durante la conversación mantenida semanas atrás. Lo ignoraba todo de ella, salvo que vivía sola y era una excelente esgrimista. Por un momento estuvo tentado de confiarle también la misteriosa entrevista que había presenciado junto a la Plaza Mayor, pero finalmente resolvió guardar silencio. Él no era quién para traicionar lo que, en vista de la actitud de la joven, debía de ser un secreto.

El marqués se mostró también muy interesado en averiguar si Adela de Otero habla pronunciado alguna vez su nombre antes de que él se presentase en casa de don Jaime, y si en algún momento habla mostrado especial interés por conocerlo. Tras una ligera vacilación, respondió el maestro de esgrima que así había sido, en efecto, e hizo un sucinto resumen de la conversación mantenida en el simón de alquiler la noche en que la acompañó a su casa.

– Sabía que es usted un excelente tirador, e insistió en conocerlo -dijo con honestidad, aunque presentía que algo inusual estaba latiendo tras la curiosidad de Luis de Ayala. Se mantuvo sin embargo discreto, sin esperar aclaración alguna por parte del marqués. Éste sonreía ahora con aire mefistofélico.

– Observo que le divierten mis palabras -apuntó don Jaime algo picado, creyendo ver en el gesto de su cliente una burlona alusión al desagradable papel de tercería que él había desempeñado en todo aquel asunto. El de los Alumbres captó de inmediato el sentido de su comentario:

– No me interprete mal, maestro -le rogó afectuosamente-. Pensaba en mí mismo… Usted no puede imaginarlo, pero esta historia descubre ahora para mí facetas apasionantes, se lo aseguró. De hecho -añadió sonriendo de nuevo, como si se recreara en divertidos pensamientos- usted acaba de confirmar un par de ideas que en los últimos tiempos me rondaban la cabeza. Nuestra joven amiga es, en efecto, una excelente tiradora de esgrima. Veamos ahora cómo se las arregla para acertar en el blanco.

Jaime Astarloa se agitó, incómodo. El imprevisto giro de la conversación lo sumía en un mar de confusiones.

– Disculpe, Excelencia. No llego a comprender…

El marqués le pidió paciencia con un gesto.

– Calma, don Jaime. Cada cosa a su tiempo. Le prometo contárselo a usted todo… más tarde. Digamos que cuando haya solventado un pequeño asunto que tengo pendiente.

Se sumió el maestro de armas en un desconcertado silencio. ¿Tenía aquello algo que ver con la misteriosa conversación que sorprendió semanas atrás? ¿Contaba de por medio una rivalidad amorosa?… Fuera lo que fuese, Adela de Otero no era asunto suyo. Ya no lo era, se dijo. Estaba a punto de abrir la boca para decir cualquier cosa que alterase el curso de la conversación, cuando Luis de Ayala le puso una mano en el hombro. Había en sus ojos una inusitada seriedad.

– Maestro, voy a pedirle un favor.

Se irguió don Jaime, viva imagen de la honestidad y la confianza. -Estoy a sus órdenes, Excelencia.

Vaciló un instante el marqués y pareció finalmente romper los últimos escrúpulos. Bajó el tono.

– Necesito confiarle algo, un objeto. Hasta ahora lo he conservado conmigo; pero, por razones que pronto podré aclararle, considero preciso trasladarlo a un lugar seguro durante algún tiempo… ¿Puedo contar con usted?

– Por supuesto.

– Se trata de un legajo… Unos papeles que son para mí de vital importancia. Aunque le cueste creerlo, hay muy pocas personas en las que puedo fiar este asunto. Usted sólo se limitaría a guardarlos en su casa, en lugar conveniente hasta que yo se los reclamase de nuevo. Van en sobre lacrado, con mi sello. Naturalmente, doy por sentada su palabra de honor de que no indagará su contenido, y guardará sobre el tema absoluto silencio.

Frunció el ceño el maestro de esgrima. Aquello era algo extraño, pero el marqués había mencionado los sustantivos honor y confianza. No había más que hablar.

– Tiene usted mi palabra.

Sonrió el de los Alumbres, repentinamente relajado.

– Con ello, don. Jaime, se hace usted acreedor a mi eterno agradecimiento.

Permaneció en silencio el maestro de esgrima, cavilando sobre si el asunto tendría alguna relación con Adela de Otero. La pregunta le quemó los labios, pero logró dominarse. El marqués confiaba en su honor de caballero, y por Dios que era más que suficiente. Ya habría ocasión, había prometido Ayala, de aclarar las cosas.

Sacó el marqués del bolsillo una lujosa petaca de piel de Rusia y extrajo un largo cigarro habano. Ofreció a don Jaime, que rechazó cortésmente.

– Hace mal -comentó el aristócrata-. Son cigarros de Vuelta Abajo, Cuba. Heredé la afición de mi difunto tío Joaquín. Nada que ver con esas infectas tagarninas que se encuentran a tres cuartos en los estancos.

Con aquello parecía dar por zanjado el asunto. El maestro de esgrima tenía, sin embargo, una sola pregunta por formular:

– ¿Por qué yo, Excelencia?

Luis de Ayala se detuvo con el cigarro a medio encender y miró a los ojos de su interlocutor por encima de la llama del fósforo.

– Por algo elemental, don Jaime. Es usted el único hombre honrado que conozco.

Y aplicando la llama al veguero, el marqués de los Alumbres aspiró el humo con voluptuosa satisfacción.

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