"Los ataques falsos dobles se usan para engañar al adversario. Empiezan por un ataque simple. "
Subió la escalera palpando la tarjeta que llevaba en el bolsillo de su levita gris. Lo cierto es que no parecía demasiado explícita:
Doña Adela de Otero ruega al maestro de armas D. Jaime Astarloa se sirva acudir a su domicilio, calle de Riaño, 14, mañana a las siete de la tarde.
De mi consideración más distinguida.
A.D.O
Antes de salir de casa se había acicalado con esmero, resuelto a causar buena impresión en la que, sin duda, era madre de un futuro alumno. Al llegar a la puerta se arregló cuidadosamente la corbata, golpeando después la pesada aldaba de bronce que pendía en las fauces de una agresiva cabeza de león. Extrajo el reloj del bolsillo del chaleco y consultó la hora: siete menos un minuto. Aguardó, satisfecho, mientras escuchaba el sonido de unos pasos femeninos que se acercaban por un largo pasillo. Tras un rápido correr de cerrojos, el rostro agraciado de una doncella le sonrió bajo una cofia blanca. Mientras la joven se alejaba con su tarjeta de visita, entró don Jaime en un pequeño recibidor amueblado con elegancia. Las persianas estaban bajas y por las ventanas abiertas se oía el rumor de los carruajes que circulaban por la calle, dos pisos más abajo. Había testeros con plantas exóticas, un par de buenos cuadros en las paredes y sillones ricamente tapizados en terciopelo de seda carmesí. Pensó que se las iba a ver con un buen cliente, y ello le hizo sentirse optimista. No estaba de más, habida cuenta de los tiempos que corrían.
La doncella regresó al cabo de un momento para rogarle que pasara al salón tras hacerse cargo de sus guantes, bastón y chistera. La siguió por la penumbra del pasillo. La sala estaba vacía, así que cruzó las manos a la espalda e hizo un breve reconocimiento de la estancia. Deslizándose entre las cortinas semiabiertas, los últimos rayos del sol poniente agonizaban despacio sobre las discretas flores azul pálido que empapelaban las paredes. Los muebles eran de extraordinario buen gusto; sobre un sofá inglés campeaba un óleo de firma, mostrando una escena dieciochesca: una joven vestida de encajes se columpiaba en un jardín, mirando expectante por encima del hombro, como si aguardase la inminente llegada de alguien muy deseado. Había un piano con la tapa del teclado abierta y unas partituras en el atril. Se acercó a echar un vistazo: Polonesa en fa sostenido menor. Federico Chopin. Sin duda, la poseedora del piano era una dama enérgica.
Había dejado para el final la decoración sobre la gran chimenea de mármol: una panoplia con pistolas de duelo y floretes. Se acercó a ella, observando las armas blancas con ojos de experto. Se trataba de dos excelentes piezas, de empuñadura francesa la una e italiana la otra, con guarniciones damasquinadas. Las encontró en buen estado, sin rastro de herrumbre en el metal, aunque las pequeñas melladuras de las respectivas hojas indicaban que habían sido muy utilizadas.
Escuchó unos pasos a su espalda y se volvió despacio, con un saludo cortés a flor de labios. Adela de Otero distaba de ser como la había imaginado.
– Buenas tardes, señor Astarloa. Le agradezco mucho que haya acudido a la cita de una desconocida.
Había un agradable tono, suavemente ronco, en su voz, modulada por un casi imperceptible acento extranjero, imposible de identificar. El maestro de esgrima se inclinó sobre la mano que se le ofrecía, y la rozó con los labios. Era fina, con el meñique graciosamente curvado hacia el interior; la piel tenía un agradable tono moreno y fresco. Llevaba las uñas demasiado cortas, casi como las de un hombre, sin barniz ni pintura alguna. El único adorno en ellas era un anillo, un delgado aro de plata.
Levantó el rostro y miró los ojos. Eran grandes, de color violeta con pequeñas irisaciones doradas que parecían aumentar de tamaño cuando recibían directamente la luz. El cabello era negro, abundante, recogido sobre la nuca con un pasador de nácar en forma de cabeza de águila. Para tratarse de una mujer, su estatura era elevada; cosa de un par de pulgadas menos que don Jaime. Sus proporciones podían considerarse regulares, tal vez algo más delgada que el tipo de mujer al uso, con una cintura que no precisaba recurrir al corsé para ser estrecha y elegante. Vestía falda negra, sin adornos, y blusa de seda cruda con pechera de encaje. Había un ligerísimo toque masculino en ella, quizás acentuado por una pequeña cicatriz en la comisura derecha de la boca que imprimía en ésta una permanente y enigmática sonrisa. Se encontraba en esa edad difícil de precisar cuando de una mujer se trata, entre los veinte y los treinta años. Pensó el maestro de esgrima que aquel hermoso rostro lo habría empujado, sin duda, a ciertas locuras en su remota juventud.
Ella lo invitó a tomar asiento y ambos se instalaron frente a frente, junto a una mesi-ta baja situada ante el amplio mirador. -¿Café, señor Astarloa?
Asintió, complacido. Sin que mediase llamada alguna, la doncella entró silenciosamente con una bandeja de plata sobre la que tintineaba un delicado juego de porcelana. La misma dueña de la casa cogió la cafetera para. llenar dos tazas y entregó después la suya a don Jaime. Aguardó a que éste bebiese el primer sorbo, mientras parecía estudiar a su invitado. Entonces entró directamente en materia.
– Quiero aprender la estocada de los doscientos escudos.
El maestro de esgrima se quedó con el plato y la taza en las manos, moviendo desconcertado la cucharilla. Creía no haber entendido bien. -¿Perdón?
Ella mojó los labios en el café, y después lo miró con absoluto aplomo.
– Me he informado debidamente -dijo con naturalidad- y sé que es el mejor maestro de armas de Madrid. El último de los clásicos, aseguran. Sé también que posee el secreto de una célebre estocada, creada por usted mismo, que enseña a los discípulos interesados en ella al precio de mil doscientos reales. El costo es elevado, sin duda; pero puedo pagarlo. Deseo contratar sus servicios.
Jaime Astarloa protestó débilmente, sin salir de su asombro.
– Disculpe, señora mía. Esto… Creo que es un tanto irregular. El secreto de esa estocada me pertenece, en efecto, y la enseño por la cantidad que usted acaba de mencionar. Pero le ruego que comprenda. Yo… bueno, la esgrima… Nunca una mujer. Quiero decir que…
Los ojos violeta lo miraron de arriba abajo. La cicatriz acentuaba la sonrisa enigmática.
– Sé lo que quiere decir Adela de Otero dejó pausadamente la taza vacía sobre la mesita y juntó las yemas de los dedos, como si se dispusiera a orar-. Pero que yo sea una mujer no creo que venga al caso. Para tranquilizarlo sobre mi capacidad, si es lo que le preocupa, le diré que poseo las nociones adecuadas del arte que usted practica.
– No se trata de eso -el maestro de armas se removió inquieto en el asiento, pasándose un dedo por el cuello de la camisa. Empezaba a sentir demasiado calor-. Lo que intento explicarle es que una mujer como alumna de esgrima… Le ruego me disculpe. Se trata de algo inusual.
– ¿Intenta decirme que no estaría bien visto?
La miró de hito en hito, con la taza de café casi intacta entre las manos. Aquella permanente y atractiva sonrisa le causaba una incómoda desazón.
– Le suplico me excuse, señora; pero ésa es una de las razones. Me resultaría imposible, y reitero mis disculpas. Jamás me había visto en semejante situación.
– ¿Teme por su prestigio, maestro?
Había una socarrona nota de provocación en el fondo de la pregunta. Don Jaime depositó cuidadosamente la taza sobre la mesa.
– No es corriente, señora mía. No es la costumbre. Quizás en el extranjero, pero no aquí. No yo, al menos. Quizás alguien más… flexible.
– Quiero poseer el secreto de esa estocada. Y además, usted es el mejor.
Don Jaime sonrió benévolo ante el halago.
– Sí. Es posible que sea el mejor, como usted me hace el honor de afirmar. Pero también soy ya demasiado viejo para cambiar de hábitos. Tengo cincuenta y seis años, y hace más de treinta que ejerzo mi oficio. Los clientes que pasaron por mis galerías han sido siempre, exclusivamente, varones..
– Los tiempos cambian, señor mío.
El maestro de esgrima suspiró con tristeza.
– Eso es muy cierto. Y ¿sabe una cosa?… Puede que cambien demasiado rápidamente para mi gusto. Permítame, por tanto, que siga fiel a mis viejas mantas. Constituyen, créame, el único patrimonio de que dispongo.
Ella lo miró en silencio, moviendo despacio la cabeza como si sopesara sus argumentos. Después se levantó para dirigirse hacia la panoplia de la chimenea.
– Dicen que su estocada es imposible de parar.
Don Jaime esbozó una sonrisa modesta.
– Exageran, señora. Una vez conocida, pararla es de lo más sencillo. La estocada imparable no he logrado descubrirla todavía. -¿Y sus honorarios son doscientos escudos?
Volvió a suspirar el maestro de armas. El capricho singular de aquella dama lo estaba colocando en una situación incómoda. -Le suplico que no insista, señora.
Ella le daba la espalda, acariciando con los dedos la empuñadura de un florete. -Me gustaría saber lo que cobra por sus servicios ordinarios. Don Jaime se puso lentamente en pie.
– Entre sesenta y cien reales al mes por alumno, lo que incluye cuatro lecciones por semana. Y ahora, si me disculpa…
– Si me enseña la estocada de los doscientos escudos, le pagaré dos mil cuatrocientos reales.
Parpadeó, aturdido. Aquella suma ascendía a cuatrocientos escudos, el doble de lo que percibía por enseñar la estocada cuando encontraba clientes interesados en ella, lo que no era habitual. También suponía el equivalente a tres meses de trabajo.
– Quizás no haya caído usted en la cuenta de que me está ofendiendo, señora.
Ella se volvió con brusquedad y Jaime Astarloa vislumbró durante una fracción de segundo un relámpago de cólera en los ojos violeta. Muy a su pesar, pensó que no era tanto desatino imaginarla con un florete en la mano.
– ¿Se le antoja poco dinero? -preguntó ella, insolente.
El maestro de esgrima se irguió con una pálida sonrisa. De haber escuchado aquel comentario en boca de un hombre, éste habría recibido a las pocas horas la visita de sus padrinos. Sin embargo, Adela de Otero era mujer, y demasiado hermosa por añadidura. Deploró una vez más verse envuelto en aquella penosa escena.
– Mi querida señora -dijo serenamente, con una helada cortesía-. Esa estocada por la que tanto se interesa, tiene el precio exacto del valor que le atribuyo; ni un ochavo más. Por otra parte, sólo decido enseñarla a quien lo estimo conveniente, derecho éste que pienso seguir conservando con sumo celo. Jamás me pasó por la cabeza especular con ella, y mucho menos discutir ese precio como un vulgar mercader. Buenas tardes.
Recogió chistera, guantes y bastón de manos de la doncella y bajó las escaleras con aire taciturno. Desde el segundo piso llegaban hasta él las notas de la Polonesa de Chopin, arrancadas al piano por unas manos que golpeaban el teclado con furiosa determinación.
Parada en cuarta. Bien. Parada en tercia. Bien. Semicírculo. Otra vez, por favor. Así. En marcha y avance. Bien. En retirada y rompiendo distancia. A mí. Enganche en cuarta, eso es. Tiempo en cuarta. Bien. Parada en cuarta baja. Excelente, don Fulano. Paguito tiene condiciones. Tiempo y disciplina, ya sabe.
Pasaron varios días. Prim seguía al caer y la reina doña Isabel iniciaba viaje para tomar baños de mar en Lequeitio, muy recomendados por los médicos para atenuar la enfermedad de la piel que padecía desde niña. La acompañaban su confesor y el rey consorte, con nutrido bagaje de moscones, duquesas, correveidiles, personal de servicio y la habitual cuerda de elementos de la Real Casa. Don Francisco de Asís humedecía las puntillas haciendo mohínes de pasta flora sobre el hombro de su fiel secretario Meneses, y Marfori, ministro de Ultramar, chuleaba a todo el mundo luciendo orgullosamente sus espolones, ganados a pulso con proezas de alcoba, de pollo real a la moda.
A uno y otro lado de los Pirineos, emigrados y generales conspiraban sin el menor rebozo, enarbolando unos y otros sus nunca colmadas aspiraciones. Los diputados -viajeros en un tren de tercera- habían aprobado el último presupuesto del Ministerio de la Guerra, a sabiendas de que la mayor parte de éste se destinaba al inútil intento de calmar la ambición de espadones de cuartel, que tasaban su lealtad a la Corona en ascensos y prebendas, acostándose moderados y despertándose liberales según las vicisitudes del escalafón. Mientras tanto, Madrid pasaba las tardes sentado a la sombra, hojeando periódicos clandestinos con el botijo al alcance de la mano. Por las esquinas, los vendedores voceaban sus mercancías. Horchata de chufa. A la rica horchata de chufa.
El marqués de los Alumbres se negaba a irse de veraneo y seguía manteniendo con Jaime Astarloa el ya viejo rito del florete y la copa de jerez. En el café Progreso se proclamaban por boca de Agapito Cárceles las excelencias de la república federal, mientras Antonio Carreño, más templado, hacía signos masónicos y se tiraba a fondo por la unitaria, aunque sin descartar una monarquía constitucional como Dios manda. Don Lucas clamaba al cielo cada tarde y el profesor de música acariciaba el mármol del velador, mirando por la ventana con ojos dulces y tristes. En cuanto al maestro de esgrima, no podía apartar de su mente la imagen de Adela de Otero.
Fue al tercer día cuando llamaron a la puerta. Jaime Astarloa había regresado del paseo matinal, y se aseaba un poco antes de bajar a comer a su fonda de la calle Mayor.
En mangas de camisa, mientras se frotaba el rostro y las manos con agua de colonia para aliviar el calor, escuchó la campanilla y se detuvo, sorprendido; no esperaba a nadie. Pasó rápidamente un peine por sus cabellos y se puso un viejo batín de seda, recuerdo de tiempos mejores, cuya manga izquierda hacia tiempo que necesitaba un buen zurcido. Salió del dormitorio, cruzó el pequeño salón que también le servía de despacho, y al abrir la puerta se encontró frente a Adela de Otero.
– Buenos días, señor Astarloa. ¿Puedo entrar?
Había un punto de humildad en su voz. Llevaba un vestido de paseo color azul celeste, ampliamente escotado, con encajes blancos en puños, cuello y ruedo de la falda. Se cubría con una parcela de paja fina, adornada con un ramillete de violetas a juego con sus ojos. En las manos, cubiertas por guantes calados del mismo encaje que los adornos del vestido, sostenía una diminuta sombrilla azul. Estaba mucho más hermosa que en su elegante salón de la calle Riaño.
Titubeó un instante el maestro de esgrima, desconcertado por la inesperada aparición.
– Naturalmente, señora -dijo, todavía sin reponerse de su asombro-. Quiero decir que… Por supuesto, claro. Hágame el honor.
Hizo un gesto invitándola a entrar, aunque la presencia de la joven, tras el áspero desenlace de la conversación mantenida días atrás, le causaba cierto embarazo. Como si adivinase su estado de ánimo, ella le dedicó una prudente sonrisa.
– Gracias por recibirme, don Jaime -los ojos violeta lo miraron desde el fondo de sus largas pestañas, acrecentando la inquietud del maestro de esgrima-. Temía que… Sin embargo, no esperaba menos de usted. Celebro no haberme equivocado.
Jaime Astarloa tardó unos segundos en comprender que ella había temido que le cerrase la puerta en las narices, y ese pensamiento lo sobresaltó; él era, ante todo, un caballero. Por otra parte, la joven había pronunciado su nombre de pila por primera vez, y eso no contribuyó a serenar el estado de ánimo del viejo maestro, que recurrió a su habitual cortesía para ocultar la turbación.
– Permítame, señora.
La invitó con un gesto galante a cruzar el pequeño vestíbulo y dirigirse al salón. Adela de Otero se detuvo en el centro de la habitación abigarrada y oscura, observando con curiosidad los objetos que constituían la historia de Jaime Astarloa. Con la mayor desenvoltura pasó un dedo sobre el lomo de algunos de los muchos libros alineados en las polvorientas estanterías de roble: una docena de viejos tratados de esgrima, folletines encuadernados de Dumas, Víctor Hugo, Balzac… Había también unas Vidas paralelas, un Hornero muy usado, el Enrique de Ofterdingen de Novalis, varios títulos de Chateaubriand y Vigny, así como diversos tomos de Memorias y tratados técnicos de análisis sobre las campañas militares del Primer Imperio; en su mayor parte estaban escritos en francés. Don Jaime se disculpó un instante y, pasando al dormitorio, cambió el batín por una levita, anudándose con toda la rapidez de que fue capaz una corbata en torno al cuello de la camisa. Cuando retornó al salón, la joven contemplaba un viejo óleo oscurecido por los años, colgado de la pared entre antiguas espadas y dagas herrumbrosas.
– ¿Algún familiar? -preguntó ella, señalando el rostro joven, delgado y severo que los contemplaba desde el marco. El personaje vestía a la usanza de principios de siglo, y sus ojos claros contemplaban el mundo como si hubiese algo en él que no terminaba por convencerlo del todo. La frente amplia y el aire de digna austeridad que se desprendía de sus facciones le daban un acusado parecido con Jaime Astarloa.
– Era mi padre.
Adela de Otero dirigió alternativamente la mirada desde el retrato a don Jaime, y de él nuevamente al retrato, como si desease confirmar la veracidad de sus palabras. Pareció satisfecha.
– Un hombre guapo -dijo con su agradable modulación ligeramente ronca-. ¿Qué edad tenía cuando se hizo la pintura?
– Lo ignoro. Murió a los treinta y un años, dos meses antes de que yo naciera, peleando contra las tropas de Napoleón.
– ¿Fue militar? -la joven parecía sinceramente interesada por la historia.
– No. Era un hidalgo aragonés, uno de esos hombres de nuca erguida a quienes irritaba sobremanera que se les dijera haz esto o aquello… Se echó al monte con una partida de jacetanos y estuvo matando franceses hasta que lo mataron a él -la voz del maestro de esgrima se conmovió con un lejano estremecimiento de orgullo-. Cuentan que murió solo, acosado como un perro, insultando en excelente francés a los soldados que lo cercaban con sus bayonetas.
Ella permaneció todavía un momento con los ojos clavados en el retrato, del que no los había apartado mientras escuchaba. Se mordía un poco el labio inferior, pensativa, mientras en la comisura de la boca seguía indeleble la enigmática sonrisa de su pequeña cicatriz. Después se volvió lentamente hacia el viejo maestro de armas.
– Sé que mi presencia aquí lo incomoda, don Jaime.
Rehuyó él sus ojos, sin saber qué responder. Adela de Otero se quitó la pamela, dejándola con la sombrilla sobre la mesa de despacho cubierta de papeles en desorden. Llevaba el cabello recogido en la nuca, como durante su primer encuentro. Jaime Astarloa pensó que el vestido azul ponía una insólita nota de color en la austera decoración del estudio.
– ¿Puedo sentarme? -encanto y seducción. Era evidente que no se trataba de la primera vez que ella recurría a aquellas armas-. Vine dando un paseo, y este calor me tiene sofocada.
Murmuró el maestro una atropellada excusa por su torpeza, invitándola a descansar en un sillón de cuero gastado y cuarteado por el uso. Acercó para sí un escabel, colocándose a distancia razonable, envarado y circunspecto. Carraspeó, resuelto a no dejarse arrastrar a un terreno cuyos peligros intuía.
– Usted dirá, señora de Otero.
El tono frío y cortés acentuó la sonrisa de la bella desconocida. Porque, aunque sabía su nombre, pensó don Jaime, todo cuanto rodeaba a aquella mujer parecía velado por el misterio. Muy a su pesar, sintió como lo que en principio había sido tan sólo un chispazo de curiosidad crecía ahora en su interior, ganando terreno con rapidez. Hizo un esfuerzo por dominar sus sentimientos, aguardando una respuesta. Ella no habló de inmediato, sino que tomó su tiempo con una tranquilidad que al maestro de esgrima le parecía exasperante. Los ojos violeta vagaban por la habitación, como si esperasen descubrir en ella indicios para valorar al hombre que tenían ante sí. Aprovechó don Jaime para estudiar aquellas facciones que tanto le habían ocupado el pensamiento en los últimos días. La boca era carnosa y bien dibujada, como corte de cuchillo en una fruta de pulpa roja y apetecible. Pensó una vez más que la cicatriz de la comisura, lejos de afearla, le daba un especial atractivo, sugiriendo ecos de oscura violencia.
Desde que ella apareció en la puerta, Jaime Astarloa se había preparado para, fueran cuales fuesen sus argumentos, reafirmarse en la negativa inicial. Nunca una mujer. Esperaba ruegos, elocuencia femenina, intervención de sutiles ardides propios del bello sexo, apelación a determinados sentimientos… Nada de eso resultaría, se prometió a sí mismo. Con veinte años menos, quizás se habría mostrado más interesadamente flexible, subyugado tal vez por la incontestable fascinación que la dama suscitaba. Pero ya era demasiado viejo para que tales circunstancias alterasen su ánimo. Nada esperaba obtener de aquella hermosa solicitante; a sus años, las emociones que en él despertaba su proximidad podían ser en algún momento turbadoras, pero eran sin duda controlables. Jaime Astarloa había resuelto reiterarse educado pero inconmovible ante lo que le parecía un pueril capricho femenino; pero no esperaba en absoluto escuchar la pregunta que vino a continuación:
– ¿Cómo respondería usted, don Jaime, si durante un asalto su oponente le hiciese un doble ataque en tercia?
El maestro de esgrima creyó haber oído mal. Hizo un gesto hacia adelante, como para pedir excusas, y se detuvo a la mitad, sorprendido y confuso. Se pasó una mano por la frente, apoyó las manos sobre las rodillas y se quedó mirando a Adela de Otero como si exigiese una explicación. Aquello era ridículo.
– ¿Perdón?
Ella lo miraba, divertida, con una chispa de malicia en los ojos. Su voz sonó con desconcertante firmeza.
– Me gustaría conocer su autorizada opinión, don Jaime.
Suspiró el maestro, removiéndose en el escabel. Todo resultaba endiabladamente insólito.
– ¿De veras le interesa? -Por supuesto.
Se llevó don Jaime el puño a la boca para ahogar una tosecita.
– Bueno… No sé hasta qué punto… Quiero decir que bien, naturalmente, si cree que el tema… ¿Doble en tercia, dijo? -al fin y al cabo era una pregunta como otra cualquiera; aunque extraña, viniendo de ella. O quizás no tan extraña, después de todo-. Bien, pues supongo que si mi contrario fingiera tirar en tercia, yo opondría media estocada. ¿Comprende? Es bastante elemental.
– ¿Y si a su media estocada él respondiese desenganchando y tirando inmediatamente en cuarta?
El maestro miró a la joven, esta vez con visible estupor. Ella había expuesto la secuencia correcta.
– En tal caso -dijo- pararía en cuarta, tirando de inmediato en cuarta -esta vez no añadió el ¿comprende? Estaba claro que Adela de Otero comprendía-. Es la única respuesta posible.
Ella echó hacia atrás la cabeza con inesperada alegría, como si fuese a lanzar una carcajada, pero se limitó a sonreír silenciosamente. Después lo miró con una encantadora mueca.
– ¿Pretende decepcionarme, don Jaime? ¿O probarme…? Usted sabe perfectamente que esa no es la única respuesta posible. Ni siquiera es seguro que sea la mejor.
El maestro no podía ocultar su turbación. Jamás hubiera imaginado aquella conversación. Algo le decía que se estaba adentrando en terreno desconocido, pero sintió al mismo tiempo afirmarse en él un irresistible impulso de curiosidad profesional. Así que resolvió bajar un poco la guardia; lo necesario para seguir el juego y ver en qué paraba todo aquello.
– ¿Sugiere acaso alguna alternativa, señora mía? -preguntó, con el escepticismo justo para no ser descortés. La joven movió la cabeza afirmativamente, con cierta vehemencia, y en sus ojos brilló un relámpago de excitación que dio mucho que pensar a Jaime Astarloa.
– Sugiero al menos dos -respondió con una seguridad en la que no había presunción-. Podría parar como usted en cuarta, pero cortando sobre la punta del florete enemigo y tirándole después una estocada en cuarta sobre el brazo. ¿Le parece correcto?
Don Jaime hubo de reconocer, muy a su pesar, que aquello no sólo era correcto, sino brillante.
– Pero habló usted de otra opción erijo.
– Así es -Adela de Otero hablaba moviendo la mano derecha corno si reprodujera los gestos del florete-. Parar en cuarta y devolver una flanconada. Estará de acuerdo conmigo en que cualquier golpe es siempre más rápido y eficaz si se hace en la misma dirección que la parada. Ambos deben formar un solo movimiento.
– La flanconada no es de fácil ejecución -ahora don Jaime estaba realmente interesado-. ¿Dónde la aprendió?
– En Italia.
– ¿Quién fue su maestro de armas?
– Su nombre no viene al caso -la sonrisa de la joven suavizaba su negativa-. Limitémonos a decir que estaba considerado entre los mejores de Europa. Él me enseñó las nueve estocadas, sus diversas combinaciones y cómo pararlas. Era un hombre paciente -subrayó el adjetivo con una mirada llena de intención- y no consideraba una deshonra enseñar su arte a una mujer.
Don Jaime prefirió pasar por alto la alusión.
– ¿Cuál es el principal riesgo de ejecutar la flanconada? -preguntó mirándola a los ojos. -Recibir una contraria en segunda. -¿Cómo se evita?
– Inclinando la propia estocada hacia abajo. -¿Cómo se para una flanconada?
– Con segunda y cuarta baja. Esto parece un examen, don Jaime. -Es un examen, señora de Otero.
Quedaron ambos mirándose en silencio, con aire tan fatigado como si realmente hubiesen estado cruzando los floretes. El maestro observó detenidamente a la joven, fijándose por primera vez en su muñeca derecha, fuerte sin perder por ello la gracia femenina. La expresión de sus ojos, los gestos efectuados mientras describía los movimientos de esgrima, eran elocuentes. Jaime Astarloa sabia, por oficio, reconocer los signos que delataban buenas condiciones para un tirador. Se dirigió un mudo reproche por haber permitido que sus prejuicios lo cegaran de aquel modo.
Naturalmente, hasta entonces todo se había desarrollado en el ámbito de la pura teoría; y el viejo maestro de armas comprendió que ahora necesitaba comprobar la aplicación práctica. Tocado. Aquella endiablada joven estaba a punto de conseguir lo imposible: despertar en él, después de treinta años de profesión, la necesidad de ver tirar esgrima a una mujer. A ella.
Adela de Otero lo miraba con gravedad, aguardando el veredicto. Carraspeó don Jaime: -He de confesar con toda honradez que estoy sorprendido.
La joven no respondió, ni hizo gesto alguno. Permaneció impasible, como si la sorpresa del maestro fuese algo con lo que ella contaba de antemano, pero que no constituía el motivo de su presencia allí.
Jaime Astarloa había tomado una decisión, aunque en su fuero interno prefiriese no cuestionar, por el momento, la facilidad con que rendía la plaza.
– La espero mañana a las cinco de la tarde. Si la prueba resulta satisfactoria, fijaremos fecha para la estocada de los doscientos escudos. Procure venir… -señaló el vestido mientras experimentaba un incómodo acceso de pudor-. Quiero decir que intente equiparse de modo apropiado.
Esperaba una exclamación de alegría, batir de palmas o algo por el estilo; cualquiera de las habituales manifestaciones a que tan inclinada solía mostrarse la naturaleza femenina. Pero quedó decepcionado. Adela de Otero se limitó a mirarlo fijamente, en silencio, con una expresión tan enigmática que, sin acertar a explicarse la causa, hizo correr por el cuerpo del maestro de esgrima un absurdo escalofrío.
La luz del quinqué de petróleo hacía oscilar las sombras en la habitación. Jaime Astarloa alargó la mano para accionar el mecanismo de la mecha, elevándola un poco hasta que aumentó la claridad. Trazó otras dos líneas con lápiz sobre la hoja de papel, formando el vértice de un ángulo, y los extremos los remató con un arco. Setenta y cinco grados, más o menos. Aquél era el margen en que debía moverse el florete. Anotó la cifra y suspiró. Media estocada en cuarta sin desenganchar; quizás fuera ese el camino. Y después, ¿qué?… El contrario cruzaría en cuarta, lógicamente. ¿De veras lo haría? Bueno, sobraban maneras de forzarlo. Después habría que volver inmediatamente en cuarta, quizás con media estocada, con un falso ataque sin desenganchar… No. Era demasiado evidente. Dejó el lápiz sobre la mesa e imitó el movimiento del florete con la mano, contemplando la sombra en la pared. Con desaliento pensó que era absurdo; que siempre terminaba en movimientos clásicos, conocidos, que podían ser previstos y esquivados por el adversario. La estocada perfecta era otra cosa. Debía ser algo certero y rápido como un rayo, inesperado, imposible de parar. Pero ¿qué?
En las estanterías, la luz de petróleo arrancaba suaves reflejos dorados a los lomos de los libros. El péndulo del reloj de pared oscilaba con monotonía; su suave tictac era el único sonido que llenaba la habitación cuando el lápiz no corría sobre el papel. Dio unos golpecitos sobre la mesa, respiró hondo y miró por la ventana abierta. Los tejados de Madrid no eran más que sombras confusas, apenas insinuadas por la débil claridad de un ápice de luna, fino como una hebra de plata.
Había que descartar el arranque en cuarta. Cogió otra vez el lápiz, mordisqueado por un extremo, y trazó nuevas líneas y arcos. Quizás oponiendo una contraparada de tercia, uñas abajo y apoyando el cuerpo en la cadera izquierda…
Era arriesgado, pues se exponía el ejecutante a recibir una estocada en pleno rostro. La solución, por tanto, consistía en echar hacia atrás la cabeza desenganchando en tercia… ¿Cuándo tirar? Por supuesto, en el instante en que el adversario levantase el pie, a fondo en tercia o cuarta sobre el brazo. Tamborileó con los dedos sobre el papel, exasperado. Aquello no llevaba a ninguna parte; la respuesta a ambos movimientos estaba en cualquier tratado de esgrima. ¿Qué otra cosa podía hacerse después de desenganchar en tercia? Trazó nuevas líneas y arcos, anotó grados, consultó notas y libros que tenía dispuestos sobre la mesa. Ninguna de las opciones le pareció adecuada; todas estaban lejos de proporcionar la base que necesitaba para su estocada.
Se levantó con brusquedad, echó hacia atrás el asiento, y cogió el quinqué para alumbrarse con él hasta la galería de esgrima. Lo puso en el suelo junto a uno de los espejos, se quitó el batín y empuñó un florete. Iluminándolo desde abajo, la luz dibujaba siniestras sombras en su rostro, como en el de un aparecido. Marcó varios movimientos en dirección a su propia imagen. Contraparada de tercia. Desenganche. Contraparada. Desenganche. Por tres veces llegó a tocar con el botón de la punta el reflejo gemelo de éste, que se movía de forma simultánea en la superficie del espejo. Contraparada. Desenganche. Quizás dos falsos ataques seguidos, sí, pero después, ¿qué?… Apretó los dientes con ira. ¡Tenía que haber un camino!
En la distancia, el reloj de Correos dio tres campanadas. El maestro de esgrima se' detuvo, exhalando el aire de los pulmones. Todo aquello era endiabladamente absurdo. Ni siquiera Lucien de Montespan lo había conseguido:
– La estocada perfecta no existe -solía decir el maestro de maestros cuando le planteaban la cuestión-. O, para ser exactos, existen muchas. Todo golpe que logra su objetivo es perfecto, pero nada más. Cualquier estocada puede pararse mediante el movimiento oportuno. Así, un asalto entre dos esgrimistas avezados podría prolongarse eternamente… Lo que ocurre es que el Destino, aficionado a sazonar las cosas con lo imprevisto, termina decidiendo que aquello debe tener un fin, y hace que uno de los dos adversarios, tarde o temprano, cometa un error. La cuestión reside, por tanto, en concentrarse teniendo a raya al Destino, aunque sólo sea durante el tiempo preciso para que el error lo cometa el otro. Lo demás son quimeras.
Jaime Astarloa no se había dejado convencer jamás. Seguía soñando con el golpe magistral, la estocada de Astarloa, su Grial. Aquella única ambición, descubrir el movimiento insospechado, infalible, le agitaba el alma desde los años de su primera juventud, en los lejanos tiempos de la escuela militar, cuando se disponía a ingresar en el Ejército.
El Ejército. ¡Qué distinta habría sido su vida! Joven oficial con plaza de gracia por ser huérfano de un héroe de la guerra de la Independencia, con su primer destino en la Guardia Real de Madrid, la misma en la que había servido Ramón María Narváez… Una carrera prometedora la del teniente Astarloa, truncada casi en su raíz por una locura de juventud. Porque hubo una vez una mantilla blonda bajo la que relucían dos ojos con brillo de azabache, y una mano blanca y fina que movía con gracia un abanico. Porque hubo una vez un joven oficial enamorado hasta la médula y hubo, como solfa ocurrir en este tipo de historias, un tercero, un oponente que vino a cruzarse con insolencia en el camino. Hubo un amanecer frío y brumoso, chasquido de sables, un gemido y una mancha roja, sobre una camisa empapada en sudor, que se extendía sin que nadie fuese capaz de restañar la fuente. Hubo un joven pálido, aturdido, contemplando incrédulo esa escena, rodeado por graves rostros de compañeros que le aconsejaban huir, para conservar la libertad que aquella tragedia ponía en peligro. Después fue la frontera una tarde de lluvia, un ferrocarril que corría hacia el nordeste a través de campos verdes, bajo un cielo color de plomo. Y hubo una miserable pensión junto al Sena, en una ciudad gris y desconocida a la que llamaban París.
Un amigo casual, un exiliado que gozaba allí de buena posición, lo recomendó como alumno-aprendiz a Lucien de Montespan, a la sazón el más prestigioso maestro de armas de Francia. Interesado por la historia del joven duelista, monsieur de Montespan lo tomó a su servicio tras descubrir en él notables dotes para el arte de la esgrima. Empleado como preboste, Jaime Astarloa tuvo al principio por única misión ofrecer toallas a los clientes, cuidar el mantenimiento de las armas y atender pequeños asuntos que le confiaba el maestro. Más tarde, a medida que efectuaba progresos, le fueron siendo asignadas tareas secundarias, pero ya directamente relacionadas con el oficio. Dos años más tarde, cuando Montespan se trasladó a Austria e Italia, su joven preboste lo acompañó en el viaje. Acababa de cumplir los veinticuatro años y quedó fascinado por Viena, Milán, Nápoles y, sobre todo, Roma, donde ambos pasaron una larga temporada en uno de los más afamados salones de la ciudad del Tíber. El prestigio de Montespan no tardó en afianzarse en aquella ciudad extranjera, donde su estilo clásico y sobrio, en la más pura línea de la vieja escuela de esgrima francesa, contrastaba con la fantasía y libertad de movimientos, un tanto anárquicas, a que tan aficionados eran los maestros de armas italianos.
Fue allí donde, merced a sus dotes personales, Jaime Astarloa maduró en sociedad como perfecto caballero y consumado esgrimista junto a su maestro, con quien ya lo unían afectuosos lazos, y para quien ejerció las funciones de ayudante y secretario. Monsieur de Montespan le confiaba aquellos alumnos de menor rango, o los que debían iniciarse en los movimientos básicos antes de que el prestigioso profesor pasara a ocuparse de ellos.
En Roma se enamoró Jaime Astarloa por segunda vez, y allí tuvo también su segundo duelo a punta desnuda. Esta vez no hubo relación entre una cosa y otra; el amor fue apasionado y sin consecuencias, extinguiéndose más tarde por vía natural. Respecto al duelo, se llevó a cabo según las más estrictas reglas del código social en boga, con un aristócrata romano que había puesto públicamente en duda los méritos profesionales de Lucien de Montespan. Antes de que el viejo maestro enviase sus padrinos, el joven Astarloa ya se había adelantado, enviándole los suyos al ofensor, un tal Leonardo Capoferrato. El asunto se solventó dignamente y a florete, en un frondoso pinar del Lacio y con un clasicismo formal perfecto. Capoferrato, reputado como temible esgrimista, hubo de reconocer que, si bien había expresado determinado juicio sobre la valía de monsieur de Montespan, su ayudante y alumno el signore Astarloa habla sido sobradamente capaz de meterle dos pulgadas de acero en un costado, interesándole el pulmón con herida no mortal pero de gravedad razonable.
Transcurrieron así tres años que Jaime Astarloa recordarla siempre con singular placer. Pero en el invierno de 1839, Montespan descubrió los primeros síntomas de una dolencia que pocos años más tarde lo llevaría a la tumba, y resolvió regresar a París. Jaime Astarloa no quiso abandonar a su mentor, y ambos emprendieron el retorno a la capital de Francia. Una vez allí, fue el propio maestro quien aconsejó a su pupilo que se estableciese por cuenta propia, comprometiéndose a apadrinarlo para su ingreso en la cerrada sociedad de los maestros de armas. Pasado un tiempo prudencial, Jaime Astarloa, apenas cumplidos los veintisiete años, pasó satisfactoriamente el examen de la Academia de Armas de París, la más reputada de la época, y obtuvo el diploma que le permitiría, en adelante, ejercer sin trabas la profesión que había elegido. Se convirtió de esta forma en uno de los más jóvenes maestros de Europa, y aunque esa misma juventud causaba cierto recelo entre los clientes de categoría, inclinados a recurrir a profesores cuya edad parecía garantizar mayor conocimiento, su buen hacer y las cordiales recomendaciones de monsieur de Montespan le permitieron hacerse pronto con un buen número de distinguidos alumnos. En su salón colgó el antiguo escudo del solar de los Astarloa: un yunque de plata en campo de sinople, con la divisa A mí. Era español, ostentaba un sonoro apellido de hidalgo, y tenía razonable derecho a lucir un escudo de armas. Además, manejaba el florete con diabólica destreza. Teniendo a su favor todas esas circunstancias, el éxito del nuevo maestro de esgrima estaba más que medianamente asegurado en el París de la época. Ganó dinero y experiencia. También, por aquel tiempo, llegó a perfeccionar, siempre en busca del golpe genial, un tiro de su invención cuyo secreto guardó celosamente, hasta el día en que la insistencia de amigos y clientes lo forzó a incluirlo en el repertorio de estocadas maestras que ofrecía a sus alumnos. Era éste el famoso golpe de los doscientos escudos, y alcanzó notorio éxito entre los duelistas de la alta sociedad, que pagaban gustosamente esa suma cuando precisaban algo definitivo con. que solventar lances de honor frente a adversarios experimentados.
Mientras permaneció en París, Jaime Astarloa mantuvo estrecha amistad con su antiguo maestro, a quien visitaba con frecuencia. Ambos tiraban a menudo, aunque ya la enfermedad se asentaba sólidamente en el cuerpo de aquél. Llegó así el día en que, por seis veces consecutivas, Lucien de Montespan resultó tocado, sin que el botón de su florete llegase tan sólo a rozar el peto de su discípulo. Al sexto botonazo, Jaime Astarloa se detuvo como herido por un rayo, y arrojó el florete al suelo mientras murmuraba una apenada disculpa. Pero el anciano profesor se limitó a sonreír con tristeza.
– He aquí -dijo- que el alumno logra superar al maestro. Ya no te queda nada por aprender. Enhorabuena.
Jamás volvió a mencionarse aquello, pero fue la última vez que ambos cruzaron el acero. Pocos meses más tarde, al hacerle el joven una visita, Montespan lo recibió sentado junto a la chimenea, con las piernas metidas bajo el faldón de una mesa camilla. Tres días antes había cerrado su academia de esgrima, recomendando a Jaime Astarloa la totalidad de sus clientes. El láudano ya no bastaba para aliviarle el dolor, y presentía su propia muerte. Acababa de llegar a sus oídos que el antiguo discípulo tenía pendiente un nuevo desafío, un duelo a florete con cierto individuo que ejercía como maestro de armas sin poseer el diploma de la Academia. Atreverse a ello sin los requisitos correspondientes suponía incurrir en el desagrado de los maestros que lo eran por derecho, exponiéndose a penosos lances. Tal era el caso, y la Academia, muy puntillosa en este tipo de asuntos, había resuelto poner coto a la cuestión. El honor corporativo había recaído sobre el más joven de sus miembros, Jaime Astarloa.
Profesor y antiguo alumno conversaron largamente sobre el tema. Montespan había conseguido valiosas referencias sobre el sujeto origen de la querella, que se hacía llamar Jean de Rolandi, y puso al paladín de la Academia al corriente de los usos de su contrincante. Era buen tirádor, sin ser extraordinario, pero adolecía de algunos defectos técnicos que podían ser utilizados en su perjuicio. Era zurdo, y aunque ello suponía cierto riesgo para un oponente que, como Jaime Astarloa, estaba habituado a hombres que se batían con la diestra, a Montespan no le cabía duda de que el joven saldría airoso del duelo.
– Debes tener en cuenta, hijo mío, que un zurdo no es tan hábil en tomar el tiempo cierto; ni tampoco en ejecutar la flanconada, por la dificultad que encuentra en formar una recta oposición… Con ese tal Rolandi, la guardia debe ser cuarta a fuera, sin ningún género de dudas. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, maestro.
– Respecto a estocadas, recuerda que, según mis referencias, al manejar la izquierda no perfila muy bien su guardia. Aunque al principio suele levantar el puño dos o tres pulgadas más que el adversario, en el calor del asalto termina por bajar la mano. En cuanto veas que baja el puño, no vaciles en asestarle una estocada de tiempo.
Jaime Astarloa fruncía el ceño. A pesar del desdén de su anciano profesor, Rolandi era hombre diestro:
– Me han dicho que es un buen parador a corta distancia…
Montespan sacudió la cabeza.
– Pamplinas. Quienes afirman eso son peores que Rolandi. Y que tú. ¡No me dirás que te preocupa ese farsante!
El joven enrojeció ante la insinuación.
– Usted me ha enseñado a no subestimar a ningún adversario. Sonrió levemente el anciano:
– Muy cierto. Y también te enseñé a no sobrevalorarlos. Rolandi es zurdo, nada más. Eso, que supone un riesgo para ti, es también una ventaja que debes aprovechar. A ese individuo le falta precisión. Tú ocúpate de darle un golpe de tiempo en cuanto veas que baja el puño, ya esté moviéndose para cubrirse, parar, sorprender o retirarse. En cualquiera de esos casos, anticípate a sus movimientos durante el gesto del puño o cuando levante el pie. Si aprovechas la oportunidad con una estocada sobre la suya, lo habrás tocado antes de que termine de moverse; porque tú habrás hecho un solo movimiento mientras él hace dos.
– Así será, maestro.
– No me cabe la menor duda -respondió satisfecho el anciano-. Eres el mejor alumno que he tenido; el más frío y sereno con un florete o un sable en la mano. En el lance que te espera sé que serás digno de tu nombre y del mío. Limítate a estocadas derechas y simples, paradas sencillas, en círculo y medio círculo, y sobre todo a las de contra y doble contra de cuarta… Y no dudes en utilizar la mano izquierda en las paradas que juzgues necesarias. Los petimetres la desaconsejan porque dicen que destruye la gracia; pero en duelos donde uno se juega la vida, no debe omitirse nada que sirva para la defensa, siempre y cuando no contravenga las normas del honor.
El encuentro tuvo lugar tres días más tarde en el bosque de Vincennes, entre el fuerte y Nogent, ante nutrida concurrencia que se mantenía a distancia. El asunto se había hecho público hasta adquirir caracteres de acontecimiento social, e incluso los periódicos daban cuenta de él. Se había congregado en el lugar una multitud de curiosos, mantenidos a raya por fuerzas del orden enviadas al efecto. Aunque había disposiciones que prohibían el duelo, al estar en entredicho la reputación de la Academia francesa las instancias oficiales habían resuelto dejar correr los acontecimientos. Alguien criticó el hecho de que el paladín escogido para tan digna tarea fuese español; pero al fin y al cabo Jaime Astarloa era maestro por la Academia de París, hacía tiempo que vivía en Francia, y su mentor era el renombrado Lucien de Montespan: triple argumento que no tardó en convencer a los más reticentes. Entre el público y los padrinos, vestidos de negro y con solemne semblante, se hallaba la totalidad de los maestros de armas de París, y algunos llegados de provincias para presenciar el suceso. Sólo faltaba el anciano Montespan, a quien los médicos habían desaconsejado formalmente una salida.
Rolandi era moreno, menudo de cuerpo, con ojos pequeños y vivaces. Rondaba los cuarenta años y tenía el pelo escaso y ensortijado. Sabía que no gozaba del favor de la opinión publica, y de buena gana habría deseado verse lejos de allí. Sin embargo, los acontecimientos lo habían envuelto de tal modo que no le quedaba otra salida que batirse, so pena de sufrir un ridículo que lo perseguiría por toda Europa. En tres ocasiones se le había denegado el título de maestro de armas, aunque era hábil con el florete y el sable. De origen italiano, antiguo soldado de caballería, daba clases de esgrima en un humilde cuartucho para mantener a su mujer y a sus cuatro hijos. Mientras se efectuaban los preparativos, lanzaba nerviosas miradas de soslayo en dirección a Jaime Astarloa, que se mantenía tranquilo y a distancia, con ceñido pantalón negro y una holgada camisa blanca que acentuaba su delgadez. «El joven Quijote», lo había llamado uno de los periódicos que se ocupaban del caso. Estaba en la cima de su profesión, y se sabía respaldado por la fraternidad de los maestros de la Academia, el grupo grave y enlutado que aguardaba a pocos pasos, sin mezclarse con la multitud, luciendo bastones, condecoraciones y chisteras.
El público había esperado una titánica lid, pero quedó decepcionado. Apenas se inició el asalto, Rolandi bajó fatalmente el puño un par de pulgadas mientras preparaba una estocada que sorprendiese a su adversario. Jaime Astarloa se tiró a fondo por la pequeña abertura con un golpe de tiempo, y la hoja de su florete se deslizó limpiamente a lo largo y por fuera del brazo de Rolandi, entrando sin oposición por debajo de la axila. Cayó el infeliz hacia atrás, arrastrando el florete en su caída, y cuando se revolcó sobre la hierba, una cuarta de hoja ensangrentada le asomaba por la espalda. El médico allí presente no pudo hacer nada por salvarle la vida. Desde el suelo, todavía ensartado en el florete, Rolandi dirigió una turbia mirada a su matador, y expiró con un vómito de sangre.
Al recibir la noticia, el anciano Montespan sólo murmuró «bien», sin apartar los ojos de los troncos que crepitaban en la chimenea. Murió dos días más tarde sin que su discípulo, que había salido de París para dar tiempo a que se calmasen los ecos del asunto, volviese a verlo con vida.
A su regreso, Jaime Astarloa supo por algunos amigos el fallecimiento de su viejo maestro. Escuchó en silencio, sin gesto de dolor alguno, y salió después a dar un largo paseo por la orilla del Sena. Se detuvo largo rato junto al Louvre, contemplando la sucia corriente que se deslizaba río abajo. Estuvo así, inmóvil, hasta que perdió la noción del tiempo. Ya era de noche cuando pareció volver en sí y emprendió el camino de su casa. A la mañana siguiente supo que, en el testamento, Montespan le había dejado la única fortuna que poseía: sus viejas armas. Compró un ramillete de flores, alquiló una berlina y se hizo llevar al Pére Lachaise. Allí, sobre la anónima lápida de piedra gris bajo la que yacía el cuerpo de su maestro, depositó las flores y el florete con el que había matado a Rolandi.
Todo aquello había ocurrido casi treinta años atrás. Jaime Astarloa contempló su imagen en el espejo de la galería de esgrima. Inclinándose, cogió el quinqué y se estudió cuidadosamente el rostro, arruga por arruga. Montespan habla muerto a los cincuenta y nueve años, contando sólo tres más de los que él tenía ahora, y el último recuerdo que conservaba de su maestro era la imagen de un anciano acurrucado junto al fuego. Se pasó la mano por el cabello blanco. No se arrepentía de haber vivido; había amado y había matado, jamás emprendió nada que deshonrase el concepto que tenía de sí mismo; atesoraba recuerdos suficientes para justificar su vida, aunque constituyesen éstos el único patrimonio de que disponía… Lamentaba únicamente no tener, como Lucien de Montespan había tenido, alguien a quien legar sus armas cuando muriese. Sin brazo que les diera vida, no serían más que objetos inútiles; terminarían en cualquier parte, en el más oscuro rincón de un tenducho de anticuario, cubiertas de polvo y herrumbre, definitivamente silenciosas; tan muertas como su propietario. Y nadie colocaría un florete sobre su tumba.
Pensó en Adela de Otero y sintió una punzada de angustia. Aquella presencia de mujer había entrado en su vida demasiado tarde. Apenas sería capaz de arrancar algunas palabras de mesurada ternura a sus labios marchitos.