Densenganche forzado es aquel con cuyo auxilio el adversario ha logrado la ventaja
Terminadas las diligencias oficiales, el jefe de policía acompañó a don Jaime hasta la puerta, dándole cita para el día siguiente en su despacho de Gobernación. «Si los acontecimientos lo permiten», había añadido mientras esbozaba una mueca resignada, en clara alusión a los críticos momentos por los que atravesaba el país. Se alejó sombrío el maestro de esgrima. Experimentaba alivio por dejar atrás el lugar de la tragedia y el desagradable interrogatorio policial, pero al mismo tiempo se enfrentaba a una ingrata evidencia: ahora tendría tiempo para meditar a solas sobre los recientes sucesos, y no lo hacía muy feliz la perspectiva de dar libre curso a sus pensamientos.
Se detuvo junto a la verja del Retiro, apoyando la frente en los barrotes de hierro forjado mientras su mirada vagaba por los árboles del parque. La estima que había sentido por Luis de Ayala, el doloroso estupor tras su muerte, no bastaban, sin embargo, para colmar de indignación sus sentimientos. La existencia de cierta sombra de mujer, sin duda relacionada de algún modo con todo aquello, alteraba profundamente lo que, en principio, debía ser objetiva evaluación de los hechos por su parte. Don Luis había sido asesinado, y don Luis era un hombre al que él apreciaba. Aquello, pensó, tenía que ser motivo suficiente para desear que la justicia cayese sobre los autores del crimen. ¿Por qué, entonces, no había sido sincero con Campillo, contándole cuanto sabía?
Movió la cabeza, desalentado. En realidad, no estaba seguro de que Adela de Otero fuese responsable de lo ocurrido… El pensamiento sólo se sostuvo unos instantes, retirándose después ante el peso de lo evidente. Era inútil engañarse. No sabía si la joven había clavado un florete en la garganta del marqués de los Alumbres, pero lo innegable era que, de forma directa o indirecta, algo había tenido que ver con ello. Su inesperada aparición, el interés demostrado por conocer a Luis de Ayala, su actitud en las últimas semanas, su sospechosa y oportuna desaparición… Todo, hasta el menor detalle, hasta la última palabra pronunciada por ella, parecía ahora responder a un plan ejecutado con implacable frialdad. Además estaba aquella estocada. Su estocada.
¿Con qué objeto? A tales alturas ya no le cabía la menor duda de que había sido utilizado como medio para llegar hasta el marqués de los Alumbres. Pero ¿para qué? Un crimen no se explicaba por sí solo; había tras él, tenía que haberlo, un objetivo de tal envergadura que justificaba, a juicio del criminal, tan grave paso. Por lógica deducción, el pensamiento del maestro de esgrima voló hacia el sobre lacrado, oculto tras los libros de su estudio. Presa de violenta excitación, se apartó de la verja y echó a andar hacia la puerta de Alcalá, apretando vivamente el paso. Tenía que llegar a casa, abrir aquel sobre y leer su contenido. Sin duda, allí estaba la clave de todo.
Detuvo un coche de alquiler y le dio su dirección, aunque durante un momento pensó si no sería mejor ponerlo todo en manos de la policía y asistir al desenlace del asunto como un espectador más. Pero comprendió enseguida que no podía hacerlo así. Alguien le había obligado a jugar en todo aquello un papel desairado, establecido de antemano, con el mismo despego de quien manejaba los hilos de una marioneta. Su viejo orgullo se rebelaba, exigiendo satisfacción; nadie se había atrevido jamás a jugar con él de aquella forma, y eso le hacía sentirse humillado y furioso. Quizás acudiese más tarde a la policía; pero antes necesitaba saber qué era lo que había ocurrido. Quería comprobar si iba a tener ocasión de ajustar la cuenta pendiente que Adela de Otero había dejado en el aire. En el fondo, no se trataba de vengar al marqués de los Alumbres; lo que Jaime Astarloa deseaba era obtener cumplida satisfacción para sus propios sentimientos traicionados.
Mecido por el balanceo del coche de alquiler, se apoyó en el respaldo del asiento. Comenzaba a sentir una tranquila lucidez. Por mero reflejo profesional, comenzó a repasar cuidadosamente los acontecimientos, con un método clásico en él: movimientos de esgrima. Eso le ayudaba, generalmente, a imponer orden en sus pensamientos cuando se trataba de analizar situaciones complejas. El adversario, o adversarios, habían establecido su plan a partir de una finta, de un ataque falso. Al venir a él lo hicieron en busca de otro objetivo; el falso ataque no era otra cosa que amenazar con una estocada diferente a la que se tenía intención de asestar. No apuntaban a él, sino hacia Luis de Ayala, y Jaime Astarloa había sido tan torpe como para no prever la profundidad del movimiento, cometiendo el imperdonable error de facilitarlo.
Así, todo comenzaba a encajar. Logrado el primer movimiento, habían pasado al segundo. Para la hermosa Adela de Otero no resultaba muy difícil, ante el marqués, ejecutar lo que en esgrima se llamaba forzar el ataque: forzar el florete del contrario era apartarlo por su parte débil, a fin de descubrir al oponente antes de tirarle la estocada. Y el punto débil de Luis de Ayala eran la esgrima y las mujeres.
¿Qué había ocurrido después? El marqués, buen tirador de florete, había intuido que su adversario le estaba dando llamada, procurando sacarlo de su posición de defensa. Hombre de recursos, se había puesto en guardia de inmediato, confiando a don Jaime lo que sin duda era el objetivo buscado por los movimientos del adversario: aquel misterioso legajo lacrado. Sin embargo, aunque consciente del peligro, Luis de Ayala era jugador además de esgrimista. Conociendo su estilo, don Jaime tuvo la certeza de que el marqués había abusado de su propia suerte, sin decidirse a interrumpir el asalto hasta ver en qué terminaba todo aquello. Sin duda confiaba en desviar a última hora el florete enemigo cuando éste, descubierto el juego, se tirase a fondo; pero ese había sido su error. Un tirador veterano como Ayala debía ser el primero en saber que siempre era peligroso recurrir a la flanconada como parada de ataque. Especialmente si andaba por medio una mujer como Adela de Otero.
Si, como sospechaba don Jaime, el objeto del ataque había sido hacerse con los documentos del marqués, era indudable que los asesinos habían ejecutado incompleto el movimiento. Por puro azar, la intervención involuntaria del maestro de armas frustraba el éxito de la maniobra. Lo que en principio debía haberse zanjado con una simple estocada de cuarta sobre la yugular de Ayala, se convertía en una de tercia, que no se realizaba con la misma facilidad. La cuestión vital, que afectaba ahora a la propia supervivencia del maestro, consistía en saber si los adversarios estaban al corriente del papel decisivo que había jugado en todo aquello, merced a la precavida actitud del difunto marqués: ¿sabían ellos que los documentos se hallaban a buen recaudo en su casa?… Meditó detenidamente el asunto, llegando a la tranquilizadora conclusión de que eso era imposible. Ayala jamás habría sido tan incauto como para descubrir el secreto a Adela de Otero, ni a nadie más. Él mismo había afirmado que Jaime Astarloa era la única persona en quien podía confiar para tan delicada tarea.
El simón de alquiler subió al trote por la carrera de San Jerónimo. Don Jaime estaba impaciente por llegar a casa, rasgar el sobre y descifrar el enigma. Sólo entonces resolvería sobre sus siguientes pasos.
Rompía a llover otra vez cuando bajó del coche en la esquina de la calle Bordadores.
Entró en el portal sacudiéndose el agua del sombrero, y subió directamente al último piso, por la crujiente escalera cuya barandilla de hierro oscilaba bajo su mano. En el rellano recordó que había olvidado el estuche de los floretes en el palacio de Villaflores y torció el gesto, contrariado. Pasaría a buscarlos más tarde, pensó mientras sacaba la llave del bolsillo, la hacía girar en la cerradura y empujaba la puerta. Muy a su pesar, no pudo evitar una cierta aprensión cuando entró en la casa, vacía y oscura.
Manifestó su desasosiego echando un vistazo por las habitaciones antes de tranquilizarse por completo. Como era lógico, allí no había nadie más que él, y se avergonzó de haberse dejado inquietar por su imaginación. Puso el sombrero sobre el sofá, se quitó la levita y abrió los postigos de la ventana para que entrase la grisácea luz del exterior. Entonces se acercó a la estantería, metió la mano tras una fila de libros y sacó el sobre que le había entregado Luis de Ayala.
Las manos le temblaban y sentía contraído el estómago cuando rompió el sello de lacre. El sobre era de tamaño folio, cosa de una pulgada de grueso. Rasgó el envoltorio y extrajo un cartapacio atado con cintas que contenía varias hojas de papel manuscrito. En su precipitación por deshacer los nudos abrió la carpeta, y las hojas se esparcieron por el suelo, al pie de la cómoda. Se agachó para recogerlas mientras maldecía su torpeza, y se irguió de nuevo con ellas en la mano. Tenían aspecto oficial, la mayoría eran cartas y documentos con membrete. Fue a sentarse tras la mesa de escritorio y colocó ante si los papeles. En los primeros momentos, a causa de su excitación, las líneas parecían bailar ante sus ojos; era incapaz de leer una sola palabra. Cerró los párpados y se obligó a contar hasta diez. Después respiró profundamente y empezó la lectura. En su mayor parte eran, en efecto, cartas. Y el maestro de esgrima se estremeció al leer algunas de las firmas.
MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN
D. Luis Álvarez Rendruejo Inspector general de Seguridad y Policía Gubernativa. Madrid
Por la presente, establézcase estrecha vigilancia sobre las personas indicadas a continuación, al recaer sobre ellas razonables sospechas de conspiración contra el Gobierno de Su Majestad la Reina, g. D. g.
Debido a la condición de algunos de los presuntos implicados, doy por sentado que la tarea se realizará con toda la discreción y el tacto oportunos, comunicándoseme directamente los resultados de la investigación.
Martínez Carmona, Ramón. Abogado. C/del Prado, 16. Madrid.
Miravalls Hernández, Domiciano. Industrial. Cl Corredera Baja, Madrid.
Cazorla Longo, Bruno. Apoderado de la Banca de Italia. Plaza de Santa Ana, 10. Madrid.
Cañabate Ruiz, Fernando. Ingeniero de Ferrocarriles. Cl Leganitos; 7. Madrid.
Porliery Osborne, Carmelo. Financiero. Cllnfantas, 14. Madrid.
Para mayor seguridad, conviene que lleve usted personalmente todo lo relacionado con este asunto.
JOAQUÍN VALLESPfN ANDREU Ministro de la Gobernación. Madrid, a 3 de octubre de 1866
Sr. D. Joaquín Vallespín Andreu Ministro de la Gobernación. Madrid
Querido Joaquín:
He meditado sobre nuestra conversación de ayer por la tarde, y la propuesta de que me hablas parece aceptable. Te confieso que me da cierto reparo beneficiar a ese canalla, pero el resultado merece la pena. ¡Nada se consigue gratis en estos tiempos!
Lo de la concesión minera en la sierra de Cartagena está hecho. Hablé con Pepito Zamora y no pone objeciones, a pesar de que no le he dado ningún detalle. Debe de creer que estoy tratando de sacar tajada, pero me da igual. Ya soy demasiado viejo como para preocuparme de nuevas calumnias. Por cierto, me he informado debidamente y creo que nuestro pájaro se va aforrar. Te lo dice uno de Loja, que para esas cosas me sobra olfato.
Tenme al corriente. Por supuesto, el tema ni mencionarlo en el Consejo. Saca también a Álvarez Rendruejo de esto. A partir de ahora, el asunto podemos gobernarlo entre tú y
yo.
RANÓN MARÍA NARVÁEZ 8 de noviembre
MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN
D. Luis Álvarez Rendruejo
Inspector general de Seguridad y Policía Gubernativa. Madrid
Por la presente, díctese orden de detención contra las personas indicadas d continuación, sospechosas de conspiración criminal contra el Gobierno de Su Majestad la Reina,q. D. g.:
Martínez Carmona, Ramón. Porlier y Osborne, Carmelo. Miravalls Hernández, Domiciano. Cañabate Ruiz, Fernando. Mazarrasa Sánchez, Manuel María.
Todos ellos serán detenidos por separado e incomunicados de inmediato.
JOAQUÍN VALLESPN ANDREU Ministro de la Gobernación. Madrid, a 12 de noviembre
INSPECCIÓN GENERAL
DE PENADOS Y REBELDES
D. Joaquín Vallespín Andreu Ministro de la Gobernación. Madrid
Excelentísimo Señor:
Por la presente pongo en su conocimiento que los llamados Martínez Carmona, Ramón; Porlier y Osborne, Carmelo; Miravalls Hernández, Domiciano, y Cañabate Ruiz, Fernando, han ingresado con fecha de hoy y sin novedad en el penal de Cartagena, en espera de su traslado a los presidios de África donde cumplirán condena. Sin otro particular, siempre a las gratas órdenes de Y. E, q. D. g.:
ERNESTO DE MIGUEL MARÍN Inspector general de Penados y Rebeldes. Madrid, a 28 de noviembre de 1866
Excelentísimo Señor D. Ramón María Narváez
Presidente del Consejo.
Madrid
Mi general:
Tengo la satisfacción de remitirle los segundos resultados, consignados en la relación que acompaña esta esquela, llegados a mis manos esta misma noche. Quedo a su disposición para ampliar más detalles.
JOAQUÍN VALLESPÍN ANDREU
Madrid, 5 de diciembre (Es copia única)
Sr. D. Joaquín Vallespín Andreu Ministro de la Gobernación. Madrid
Querido Joaquín:
Sólo encuentro una palabra: excelente. Lo que nos ha dado nuestro pájaro supone elgolpe más importante que le vamos a dar a nuestro intrigante J. P. Te envío con nota aparte instrucciones precisas sobre cómo encarar el asunto. Esta tarde, cuando vuelva de Palacio, ampliaremos detalles.
Mano dura. No hay otro sistema. En cuanto a los militares implicados, pienso recomendar a Sangonera el máximo rigor. Hay que hacer un buen escarmiento.
Ánimo, y a seguir en la brecha.
RAMÓN MARÍA NARVÁEZ
6 de diciembre
MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN
D. Luis Álvarez Rendruejo
Inspector general de Seguridad y Policía Gubernativa. Madrid
Por la presente, díctese orden de detención contra las personas indicadas a continuación, bajo los cargos de alta traición y conspiración criminal contra el Gobierno de Su Majestad la Reina, q. D. g.:
De la Mata Ordóñez; José. Industrial. Ronda de Toledo, 22 duplicado. Madrid.
Fernández' Garre, Julián. Funcionario del Estado. Cl Cervantes, 19. Madrid.
Gal Rupérez, Olegario. Capitán de Ingenieros. Cuartel de la jarilla. Alcalá de Henares.
Gal Rupérez, José María. Teniente de Artillería. Cuartel de la Colegiata. Madrid.
Cebrián Lucientes, Santiago. Teniente coronel de Infantería. Cuartel de la Trinidad. Madrid.
Ambrona Páez, Manuel. Comandante de Ingenieros. Cuartel de la jarilla. Alcalá de Henares.
Figuero Robledo, Ginés. Comerciante. Cl Segovia, 16. Madrid.
Esplandiú Casals, Jaime. Teniente de Infantería. Cuartel de Vicálvaro.
Romero Alcázar, Onofre. Administrador de la finca «Los Rocíos». Toledo.
Villagordo López, Vicente. Comandante de Infantería. Cuartel de Vicálvaro.
En lo que se refiere al personal militar incluido en esta relación, se actuará en coordinación con la autoridad castrense correspondiente, que ya se encuentra en posesión de las órdenes oportunas emitidas por el Excmo. Sr. Ministro de la Guerra.
JOAQUÍN VALLESPfN ANDREU
Ministro de la Gobernación. Madrid, a 7 de diciembre de 1866
(Es copia)
INSPECCIÓN GENERAL DE SEGURIDAD Y POLICÍA GUBERNATIVA
D. Joaquín Vallespín Andreu Ministro de la Gobernación.
Excelentísimo Señor:
Pongo en conocimiento de V. E. que esta mañana, dando curso a las instrucciones recibidas con fecha de ayer, se han efectuado las diligencias oportunas por funcionarios de este Departamento, en coordinación con la Autoridad Militar, procediéndose a la detención de todos los individuos requeridos en las mismas. Dios guarde a Y. E. muchos años.
LUIS ÁLVAREZ RENDRUEJO Inspector Gral. de Seguridad y Policía Gubernativa.
Madrid 8 de diciembre de 1866
INSPECCIÓN GENERAL DE PENADOS YREBELDES
D. Joaquín Vallespín Andreu Ministro de la Gobernación.
Excelentísimo Señor: Por la presente pongo en su conocimiento que, con fecha de hoye han ingresado en la prisión de Cádiz, en espera de su deportación a Filipinas, las personas que a continuación se consignan: De la Mata Ordóñez, José Fernández Garre, julián. Figuero Robledo, Ginés. Romero Alcázar, Onofre. Sin otro particular, reciba V. E. un respetuoso saludo.
ERNESTO DE MIGUEL MARIN Inspector gral de Penados y Rebeldes. Madrid a 19 de diciembre de 1866
MINISTERIO DE LA GUERRA
D. José Vallespín Andreu Ministro de la Gobernación. Madrid
Querido Joaquín:
Sirva esta carta de notificación oficial para comunicarte que esta tarde, a bordo del vapor Rodrigo Suárez, han salido deportados a Canarias el teniente coronel Cebrián Lucientes y los comandantes Ambrona Páez y Villagordo López. El capitán Olegario Gal
Rupérez y su hermano José Maria Gal Rupérez quedan confinados en la prisión militar de Cádiz a la espera del próximo embarque de deportados a Fernando Poo. Sin otro particular, recibe un fuerte abrazo Querido Joaquín: De nuevo tengo el deber, esta vez penoso, de tomar la pluma para notificarte oficialmente que, al no haberse concedido el indulto por parte de S. M. la Reina, y cumplido el plazo estipulado en la sentencia, esta madrugada a las cuatro horas ha sido pasado por las armas, en los fosos del castillo de Oñate, el teniente Jaime Esplandiú Casals, condenado a la última pena por sedición, alta traición y conspiración criminal contra el Gobierno de S. M. Sin otro particular Seguía una serie de notas oficiales, así como otras breves esquelas de carácter confidencial cruzadas entre Narváez y el ministro de la Gobernación, con fechas posteriores, en las que se mencionaban diversas actividades de los agentes de Prim en España y en el extranjero. De su lectura dedujo Jaime Astarloa que el Gobierno había estado siguiendo muy de cerca los movimientos clandestinos de los conspiradores. Continuamente se citaban nombres y lugares, se recomendaba la vigilancia de Fulano o la detención de Mengano, se avisaba del nombre falso con que un agente de Prim se disponía a embarcar en Barcelona… El maestro de esgrima volvió atrás en la lectura para comprobar las fechas. La correspondencia allí contenida abarcaba el período de un año y se interrumpía bruscamente. Hizo memoria don Jaime y pudo recordar que esa interrupción coincidía con el fallecimiento en Madrid de Joaquín Vallespín, el titular de Gobernación en quien parecía centrarse aquel legajo. Vallespín, eso lo recordaba bien, había sido una de las bestias negras de Agapito Cárceles en la tertulia del Progreso; hombre catalogado como absolutamente leal a Narváez y a la monarquía, destacado miembro del partido moderado, se distinguió durante el ejercicio de su cargo por una sólida afición a utilizar la mano dura.
MINISTERIO DE LA GUERRA
D. José Vallespín Andreu Ministro de la Gobernación. Madrid
PEDRO SANGONERA ORTIZ
Ministro de la Guerra. Madrid, a 23 de diciembre
PEDRO SANGONERA ORTIZ
Ministro de la Guerra. Madrid, a 26 de diciembre
Había muerto de una enfermedad del corazón, y su entierro se celebró con el adecuado luto oficial; Narváez presidió el duelo. Poco después, el propio Narváez lo había seguido a la tumba, privando así a Isabel II de su principal apoyo político.
Jaime Astarloa se mesó el cabello, desconcertado. Aquello no tenía pies ni cabeza. No estaba muy al corriente de maquinaciones de gabinete, pero tenía la impresión de que los documentos, posible causa de la muerte de Luis de Ayala, no contenían materia que justificase su celo por ocultarlos; y mucho menos el asesinato. Volvió a leer algunas páginas con obstinada concentración, esperando descubrir algún indicio que se le hubiese escapado en la primera lectura. Tarea inútil. Tan sólo se detuvo largo rato sobre la esquela, un tanto críptica, que ocupaba el segundo lugar del legajo; la breve carta dirigida por Narváez a Vallespín en términos familiares. En ella, el duque de Valencia se refería a una propuesta, sin duda hecha por el ministro de la Gobernación, que consideraba «aceptable», al parecer relacionada con cierto asunto sobre una «concesión minera». Narváez lo habría consultado con alguien llamado «Pepito Zarnora», sin duda el que fue ministro de Minas por aquella época, José Zamora… Pero eso parecía ser todo. Ninguna clave, ningún nombre más. «Me da cierto reparo beneficiar a ese canalla…», había escrito Narváez… ¿A qué canalla podía referirse? Quizás estuviese allí la respuesta, en ese nombre que no aparecía por ninguna parte… ¿O sí?
Suspiró el maestro de armas. Tal vez para alguien versado en la materia, todo aquello encerrase un sentido; pero a él no lo llevaba a conclusión alguna. No lograba comprender qué era lo que convertía esos documentos en algo tan importante, tan peligroso, por cuya posesión había gente que no se detenía ni ante el crimen. Además, ¿por qué Luis de Ayala se los había confiado a él? ¿Quién iba a querer robarlos, y para qué?… Por otro lado, ¿cómo pudo el marqués de los Alumbres, que se autoproclamaba al margen de la política, hacerse con aquellos papeles, que pertenecían a la correspondencia privada del fallecido ministro de Gobernación?
Para eso, al menos, había una explicación lógica. Joaquín Vallespín Andreu era pariente del marqués de los Alumbres; hermano de su madre, creía recordar don Jaime. La secretaría de Gobernación que Ayala tuvo entre manos durante su breve paso por la vida pública se la había ofrecido aquél, en uno de los últimos gobiernos de Narváez. ¿Coincidían las fechas? De eso no se acordaba bien, aunque quizás el paso de Ayala por el Ministerio hubiera sido posterior… Lo importante era que, en efecto, el marqués de los Alumbres podía haber conseguido los documentos mientras desempeñaba su cargo oficial, o tal vez a la muerte de su tío. Eso era razonable; hasta bastante probable, incluso. Pero, en tal caso, ¿qué significaban exactamente, y por qué tanto interés en conservarlos como un secreto? ¿Tan peligrosos eran, tan comprometedores que podía hallarse en ellos una justificación para el asesinato?
Se levantó de la mesa para caminar por la habitación, abrumado por aquella historia de tintes tan sombríos que escapaba por completo a su capacidad de análisis. Todo era endiabladamente absurdo, en especial el papel involuntario que él había jugado y jugaba todavía, pensó estremeciéndose- en la tragedia. ¿Qué tenía que ver Adela de Otero con aquel entramado de conspiraciones, cartas oficiales, listas de nombres y apellidos?… Nombres entre los que ninguno le resultaba familiar. Sobre los hechos a que se hacía referencia recordaba, eso sí, haber leído algo en los periódicos, o escuchar comentarios de tertulia, antes y después de cada intentona de Prim por hacerse con el poder. Incluso recordaba la ejecución de aquel pobre teniente, Jaime Esplandiú. Pero nada más. Estaba en un callejón sin salida.
Pensó en acudir a la policía, entregar el legajo y desentenderse del asunto. Pero no era tan sencillo. Con viva inquietud recordó el interrogatorio a que lo había sometido por la mañana el jefe de Policía junto al cadáver de Ayala. Le había mentido a Campillo, ocultando la existencia del sobre lacrado. Y si aquellos documentos eran comprometedores para alguien, lo eran también para él, puesto que N, había sido su inocente depositario… ¿Inocente? La palabra le hizo torcer los labios en una desagradable mueca. Ayala ya no vivía para explicar el embrollo, y la inocencia la decidían los jueces.
En su vida se había sentido tan confuso. Su naturaleza honrada se rebelaba ante la mentira; pero ¿había elección? Un instinto de prudencia le aconsejaba destruir el legajo, alejarse voluntariamente de la pesadilla, si es que todavía estaba a tiempo. Así, nadie sabría nada. Nadie, se dijo con aprensión; pero tampoco él. Y Jaime Astarloa necesitaba saber qué sórdida historia estaba latiendo en el fondo de todo aquello. Tenía derecho, y las razones eran muchas. Si no desvelaba el misterio, jamás recobraría la paz.
Más tarde decidiría qué hacer con los documentos, si destruirlos o entregárselos a la policía. Ahora, lo que urgía era descifrar la clave. Sin embargo, resultaba evidente que él no era capaz por sus propios medios. Quizás alguien más avezado en cuestiones políticas…
Pensó en Agapito Cárceles. ¿Por qué no? Era su contertulio, su amigo, y además seguía con apasionamiento los sucesos políticos del país. Sin duda, los nombres y los hechos contenidos en el legajo le serían familiares.
Recogió apresuradamente los papeles, ocultándolos de nuevo tras la fila de libros, cogió bastón y chistera, y se lanzó a la calle. Al salir del zaguán sacó el reloj del bolsillo del chaleco y consultó la hora: casi las seis de la tarde. Sin duda Cárceles estaba en la tertulia del Progreso. El lugar estaba cerca, en Montera, apenas diez minutos a pie; pero el maestro de esgrima tenía prisa. Detuvo un simón y pidió al cochero que lo llevase allí con toda la rapidez posible.
Encontró a Cárceles en su habitual rincón del café, enfrascado en un monólogo sobre el nefasto papel que Austrias y Borbones habían jugado en los destinos de España. Frente a él, con la chalina arrugada en torno al cuello y su eterno aire de incurable melancolía, Marcelino Romero lo miraba sin escuchar, chupando distraídamente un terrón de azúcar. Contra su costumbre, Jaime Astarloa no se anduvo con excesivos cumplidos; disculpándose ante el pianista
hizo un aparte con Cárceles, poniéndolo, a medias y con todo tipo de reservas, al corriente del problema:
– Se trata de unos documentos que obran en mi poder, por razones que no vienen al caso. Necesito que alguien de su experiencia me esclarezca un par de dudas. Por supuesto, confío en la discreción más exquisita.
El periodista se mostró encantado con el asunto. Había finalizado su disertación sobre la decadencia austro-borbónica y, por otra parte, el profesor de música no era precisamente un contertulio ameno. Tras excusarse con Romero, ambos salieron del café.
Resolvieron ir caminando hasta la calle Bordadores. Por el camino, Cárceles se refirió de pasada a la tragedia del palacio de Villaflores, que se había convertido en la comidilla de todo Madrid. Estaba vagamente al tanto de que Luis de Ayala había sido cliente de don Jaime, y requirió detalles del suceso con una curiosidad profesional tan acusada que el maestro de esgrima se vio en apuros serios para soslayar el tema con respuestas evasivas. Cárceles, que no perdía ocasión para meter baza con su desprecio a la clase aristocrática, no se mostraba en absoluto apenado por la extinción de uno de sus vástagos.
– Trabajo que se le ahorra al pueblo soberano cuando llegue la hora -proclamó, lúgubre, cambiando inmediatamente de tema ante la mirada de reconvención que le dirigió don Jaime. Pero al poco rato volvía a la carga, esta vez para argumentar su hipótesis de que en la muerte del marqués había de por medio un asunto de faldas. Para el periodista, la cosa estaba clara: al de los Alumbres le hablan dado el pasaporte, zas, por alguna cuestión de honor ofendido. Se comentaba que con un sable o algo por el estilo, ¿no era eso? Quizás don Jaime estuviese al corriente.
El maestro de esgrima vio con alivio que ya llegaban a la puerta de su casa. Cárceles, que visitaba por primera vez la vivienda, observó con curiosidad el pequeño salón. Apenas descubrió las hileras de libros se dirigió hacia ellas en línea recta, estudiando con ojo critico los títulos impresos en sus lomos.
– No está mal -concedió finalmente, con magnánimo gesto de indulgencia-. Personalmente, echo en falta varios títulos fundamentales para comprender la época en que nos ha tocado vivir. Yo diría que Rousseau, quizás un poquito de Voltaire…
A Jaime Astarloa le importaba un bledo la época en que le había tocado vivir, y mucho menos los trasnochados gustos de Agapito Cárceles en materia literaria o filosófica, así que interrumpió a su contertulio con el mayor tacto posible, encauzando la conversación hacia el tema que los ocupaba. Cárceles se olvidó de los libros y se dispuso a encarar el asunto con visible interés. Don Jaime sacó los documentos de su escondite.
– Ante todo, don Agapito, fío en su honor de amigo y caballero para que considere todo este asunto con la máxima discreción -hablaba con suma gravedad, y comprobó que el periodista quedaba impresionado por el tono-. ¿Tengo su palabra?
Cárceles se llevó la mano al pecho, solemne.
– La tiene. Claro que la tiene.
Pensó don Jaime que quizás cometía un error, después de todo, al confiarse de aquella forma; pero a tales alturas ya no había modo de retroceder. Extendió el contenido del legajo sobre la mesa.
– Por razones que no puedo revelarle, ya que el secreto no me pertenece, obran en mi poder estos documentos… En su conjunto encierran un significado oculto, algo que se me escapa y que, por ser de gran importancia para mí, debo desvelar -había ahora una absorta mueca de atención en el rostro de Cárceles, pendiente de las palabras que salían, no sin esfuerzo, de la boca de su interlocutor-. Quizás el problema resida en mi desconocimiento de los asuntos políticos de la nación; el caso es que soy incapaz, con mi corto entender, de dar un sentido coherente a lo que, sin duda, lo tiene… Por eso he decidido recurrir a usted, versado en este tipo de cosas Le ruego que lea esto, intente deducir con qué se relaciona, y luego me dé su autorizada opinión.
Cárceles se quedó inmóvil unos instantes, observando con fijeza al maestro de esgrima, y éste comprendió que estaba impresionado Después se pasó la lengua por los labios y miró los documentos que había sobre la mesa.
– Don Jaime -dijo por fin, con mal reprimida admiración-. Jamás hubiera pensado que usted…
– Yo tampoco -le atajó el maestro-. Y debo decirle, en honor a la verdad, que esos papeles se encuentran en mis manos contra mi voluntad. Pero ya no puedo escoger; ahora debo saber lo que significan.
Cárceles miró otra vez los documentos, sin decidirse a tocarlos Sin duda intuía que algo grave se ocultaba en todo aquello. Por fin, como si la decisión le hubiera venido de golpe, se sentó ante la mesa y los tomó en sus manos. Don Jaime se quedó en pie, junto a él. Dada la situación, había resuelto dejar a un lado sus habituales formalismos y releer el contenido del legajo por encima del hombro de su amigo.
Cuando vio los membretes y las firmas de las primeras cartas, el periodista tragó ruidosamente saliva. Un par de veces se volvió a mirar al maestro de esgrima con la incredulidad pintada en el rostro, pero no hizo comentario alguno. Leía en silencio, pasando cuidadosamente las páginas, deteniéndose con el índice en algún nombre de las listas en ellas contenidas. Cuando estaba a la mitad de la lectura se detuvo de pronto como si hubiera tenido una idea y volvió atrás con precipitación, releyendo las hojas iniciales. Una débil mueca, parecida a una sonrisa, se dibujó en su rostro mal afeitado. Volvió a leer durante un rato mientras don Jaime, que no osaba interrumpirlo, aguardaba expectante, con el alma en vilo.
– ¿Saca usted algo en claro? -preguntó por fin, sin poder contenerse más. El periodista hizo un gesto de cautela.
– Es posible. Pero de momento se trata sólo de una corazonada… Necesito cerciorarme de que estamos en el buen camino.
Volvió a enfrascarse en la lectura con el ceño fruncido. Al cabo de un momento movió lentamente la cabeza, como si rozase una certidumbre que había estado buscando. Se detuvo de nuevo y levantó los ojos hacia el techo, evocador.
– Hubo algo… -comentó sombrío, hablando para sí mismo-. No recuerdo bien, pero debió de ser… a primeros del año pasado. Sí, minas. Hubo una campaña contra Narváez; se decía que estaba en el negocio. ¿Cómo se llamaba aquel…?
Jaime Astarloa no recordaba haber estado tan nervioso en su vida. De pronto, el rostro de Cárceles se iluminó.
– ¡Claro! ¡Qué estúpido soy! -exclamó, golpeando la mesa con la palma de la mano-. Pero necesito comprobar el nombre… ¿Será posible que sea…? -hojeó rápidamente las páginas, otra vez buscando las primeras-. ¡Por los clavos de Cristo, don Jaime! ¿Es posible que no se haya dado cuenta? ¡Lo que tiene aquí es un escándalo sin precedentes! ¡Le juro que…!
Llamaron a la puerta. Cárceles enmudeció bruscamente, mirando hacia el recibidor con ojos recelosos.
– ¿Espera usted a alguien?
Negó con la cabeza el maestro de esgrima, tan desconcertado como él por la interrupción. Con una presencia de ánimo inesperada, el periodista recogió los documentos, miro a su alrededor y, levantándose con presteza, fue a meterlos bajo el sofá. Después se volvió hacia don Jaime.
– ¡Despache a quien sea! -le susurró al oído-. ¡Usted y yo tenemos que hablar!
Aturdido, el maestro de esgrima se arregló maquinalmente la corbata y cruzó el recibidor hacia la puerta. La certeza de que estaba a punto de desvelarse el misterio que había llevado hasta él a Adela de Otero y costado la vida a Luis de Ayala, iba calando poco a poco, produciéndole una sensación de irrealidad. Por un instante se preguntó si no iba a despertar de un momento a otro, para comprobar que todo había sido una broma absurda, brotada de su imaginación.
Había un policía en la puerta.
– ¿Don Jaime Astarloa?
El maestro de esgrima sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca. -Soy yo.
El guardia tosió levemente. Tenía el rostro agitanado y una barba recortada a trasquilones.
– Me envía el señor jefe superior de policía, don Jenaro Campillo. Le ruega se sirva acompañarme para proceder a una diligencia
Don Jaime lo miró sin comprender.
– ¿Perdón? -preguntó, intentando ganar tiempo. El guardia percibió su desconcierto y sonrió, tranquilizador:
– No se preocupe usted; es puro trámite. Por lo visto, hay nuevos indicios sobre el asunto del señor marqués de los Alumbres.
Parpadeó el maestro, irritado por la inoportunidad del caso. De todas formas, el guardia había hablado de nuevos indicios. Quizás fuera importante. Tal vez habían localizado a Adela de Otero.
– ¿Le importa esperar un momento?
– En absoluto. Tome el tiempo que quiera.
Dejó al municipal en la puerta y volvió al salón, donde aguardaba Cárceles, que había estado escuchando la conversación.
– ¿Qué hacemos? -preguntó don Jaime en voz baja. El periodista le hizo un gesto que aconsejaba calma.
Vaya usted -le dijo-. Yo lo espero aquí, aprovechando para leer todo con más detenimiento.
– ¿Ha descubierto algo?
– Creo que sí, pero todavía no estoy seguro. Tengo que profundizar más. Vaya usted tranquilo.
Hizo don Jaime un gesto afirmativo. No había otra solución. -Tardaré lo menos posible.
– No se preocupe -en los ojos de Agapito Cárceles había un brillo que inquietaba un poco al maestro de armas-. ¿Tiene algo que ver eso -señaló hacia la puerta- con lo que acabo de leer?
Se ruborizó Jaime Astarloa. Todo aquello comenzaba a escapar a su control. Desde hacía un momento se afianzaba en él cierta sensación de desquiciada fatiga
– Todavía no lo sé -a aquellas alturas, mentirle a Cárceles se le antojaba innoble-. Quiero decir que… Hablaremos a mi regreso. He de poner algo de orden en mi cabeza.
Estrechó la mano de su amigo y salió, acompañando al policía. Un carruaje oficial esperaba abajo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó.
El guardia había pisado un charco e intentaba sacudirse el agua de las botas.
Al depósito de cadáveres -respondió. Y, acomodándose en el asiento, se puso a silbar una tonadilla de moda.
Campillo aguardaba en un despacho del Instituto Forense. Tenía gotas de sudor en la frente, ladeado el peluquín, y los quevedos le colgaban de la cinta sujeta a la solapa. Cuando vio entrar al maestro de esgrima se levantó con una cortés sonrisa.
– Lamento, señor Astarloa, que debamos vernos por segunda vez el mismo día en tan penosas circunstancias…
Don Jaime miraba a su alrededor con suspicacia. Se obligaba a sí mismo a hacer acopio de energías para conservar los últimos restos de aplomo, que parecían escapársele por todos los poros del cuerpo. Aquello empezaba a rebasar los límites en que solían moverse las controladas emociones a que estaba habituado.
– ¿Qué ocurre? -preguntó, sin ocultar su inquietud-. Me encontraba en casa, solventando un asunto de importancia…
Jenaro Campillo hizo un gesto de excusa.
– Sólo le incomodaré unos minutos, se lo aseguro. Me hago cargo de lo molesta que es para usted esta situación; pero, créame, se han presentado acontecimientos imprevistos -chasqueó la lengua, como expresando su propio fastidio por todo aquello-. ¡Y en qué día, Santo Dios! Las noticias que acabo de recibir tampoco son tranquilizadoras. Las tropas sublevadas avanzan hacia Madrid, se rumorea que la reina puede verse obligada a pasar a Francia, y aquí se teme una revuelta callejera… ¡Ya ve usted el panorama! Pero, al margen de los acontecimientos políticos, la justicia común debe seguir su curso inexorable. Dura lex, sed lex. ¿No le parece?
– Discúlpeme, señor Campillo, pero estoy confuso. No me parece éste el lugar más apropiado para…
El jefe de policía levantó una mano, rogando paciencia a su interlocutor. -¿Tendría la bondad de acompañarme?
Hizo un gesto con el dedo índice, señalando el camino. Bajaron unas escaleras y se internaron por un corredor sombrío, con paredes cubiertas por azulejos blancos y manchas de humedad en el techo. El lugar estaba iluminado por mecheros de gas, cuyas llamas hacía oscilar una fría corriente de aire que hizo a Jaime Astarloa estremecerse bajo la ligera levita de verano. El ruido de los pasos se perdía al extremo del corredor, arrancando siniestros ecos a la bóveda.
Campillo se detuvo ante una puerta de cristal esmerilado y la empujó, invitando a su acompañante a entrar el primero. Se encontró el maestro de esgrima en una pequeña sala amueblada con viejos ficheros de madera oscura. Detrás de su pupitre, un empleado municipal se puso en pie al verlos entrar. Era flaco, de edad indefinida, y su bata blanca estaba salpicada de manchas amarillas.
– El número diecisiete, Lucio. Haznos el favor.
El empleado tomó un impreso que tenla sobre la mesa y, con él en la mano, abrió una de las puertas batientes que había al otro lado de la habitación. Antes de seguirlo, el policía sacó un cigarro habano del bolsillo, y se lo ofreció a don Jaime.
– Gracias, señor Campillo. Ya le dije esta mañana que no fumo.
El otro enarcó una ceja, reprobador.
– El espectáculo que me veo obligado a ofrecerle no es muy agradable… -comentó mientras se ponla el cigarro en la boca y encendía un fósforo-. El humo del tabaco suele ayudar a soportar este tipo de cosas.
– ¿Qué tipo de cosas?
Ahora lo verá.
– Sea lo que sea, no necesito fumar. El policía se encogió de hombros. -Como guste.
Entraron ambos en una sala espaciosa, de techo bajo, con las paredes cubiertas por los mismos azulejos blancos e idénticas manchas de humedad en el techo. En una esquina había una especie de lavadero grande, con un grifo que goteaba continuamente.
Don Jaime se detuvo de forma involuntaria, mientras el intenso frío que reinaba en aquel lugar penetraba hasta lo más profundo de sus entrañas. Jamás había visitado antes una morgue, ni imaginó tampoco que su aspecto fuese tan desolado y tétrico. Media docena de grandes mesas de mármol estaban alineadas a lo largo de la sala; sobre cuatro de ellas había sábanas bajo las que se perfilaban inmóviles formas humanas. Cerró un momento los ojos el maestro de esgrima, llenando sus pulmones de aire que expulsó enseguida con una arcada de angustia. Había un extraño olor flotando en el ambiente.
– Fenol -aclaró el policía-. Se usa como desinfectante.
Asintió don Jaime en silencio. Sus ojos estaban fijos en uno de los cuerpos tendidos sobre el mármol. Por el extremo inferior de la sábana asomaban dos pies humanos. Tenían un color amarillento y parecían relucir bajo la luz de gas con tonos cerúleos.
Jenaro Campillo había seguido la dirección de su mirada.
– A ése ya lo conoce -dijo con una desenvoltura que al maestro de armas le pareció monstruosa-. Es aquel otro el que nos interesa.
Señalaba con el cigarro hacia la mesa contigua, cubierta por su correspondiente sábana. Bajo ella se adivinaba una silueta más menuda y frágil.
El policía exhaló una densa bocanada de humo e hizo detenerse a don Jaime junto al cadáver cubierto.
– Apareció a media mañana, en el Manzanares. Más o menos a la hora en que usted y yo charlábamos amenamente en el palacio de Villaflores. Sin duda fue arrojada allí durante la pasada noche.
– ¿Arrojada?
– Eso he dicho -soltó una risita sarcástica, como si en todo aquello hubiese algo que no dejaba de tener su gracia-. Puedo asegurarle que se trata de cualquier cosa menos un suicidio, o accidente… ¿De verdad no sigue mi consejo y le da unas chupadas a un cigarro? Como guste. Mucho me temo, señor Astarloa, que lo que va a ver tarde bastante tiempo en olvidarlo; es un poco fuerte. Pero su' testimonio resulta necesario para completar la identificación. Una identificación que no es tarea fácil… Ahora mismo va usted a comprobar por qué.
Mientras hablaba, hizo una seña al empleado y éste retiró la sábana que cubría el cuerpo. El maestro de esgrima sintió una profunda náusea subirle desde el estómago, y a duras penas pudo contenerla aspirando desesperadamente el aire. Las piernas le flaque-aron hasta el punto en que hubo de apoyarse en el mármol para no caer al suelo.
– ¿La reconoce?
Don Jaime se obligó a mantener la vista fija en el cadáver desnudo. Era el cuerpo de una mujer joven, de mediana estatura, que quizás hubiera sido atractivo unas horas antes. La piel tenía el color de la cera, el vientre estaba profundamente hundido entre los huesos de las caderas, y los pechos, que posiblemente fueron hermosos en vida, caían a cada lado, hacia los brazos inertes y rígidos que se extendían a los costados.
– Un trabajo fino, ¿verdad? -murmuró Campillo a su espalda.
Con un supremo esfuerzo, el maestro de esgrima miró de nuevo lo que había sido un rostro. En lugar de facciones habla una carnicería de piel, carne y huesos. La nariz no existía, y la boca era sólo un oscuro agujero sin labios, por la que se veían algunos dientes rotos. En el lugar de los ojos había sólo dos rojizas cuencas vacías. El cabello, negro y abundante, estaba sucio y revuelto, conservando todavía el légamo del río.
Sin poder soportar durante más tiempo aquel espectáculo, estremecido de horror, don Jaime se apartó de la mesa. Sintió bajo su brazo la precavida mano del policía, el olor del cigarro y luego la voz, que le llegó en un grave susurro.
– ¿La reconoce?
Negó don Jaime con la cabeza. Por su mente alterada pasó el recuerdo de una vieja pesadilla: una muñeca ciega flotaba en un charco. Pero fueron las palabras que Campillo pronunció después las que hicieron que un frío mortal se deslizase lentamente hasta el rincón más oculto de su alma:
– Sin embargo, señor Astarloa, debería usted poder reconocerla, a pesar de la mutilación… ¡Se trata de su antigua cliente, doña Adela de Otero!