«Dar una llamada, en esgrima, es hacer que el adversario salga de su posición de guardia»
Tardó algún tiempo en percatarse de que el jefe de policía le estaba hablando desde hacía rato. Habían salido del sótano y se encontraban de nuevo al nivel de la calle, sentados en un pequeño despacho del Instituto Forense. Jaime Astarloa permanecía inmóvil, echado hacia atrás en el asiento, mirando sin ver un borroso grabado que colgaba de la pared, un paisaje nórdico, con lagos y abetos. Tenía los brazos colgando a los costados y un tono opaco, desprovisto de toda expresión, velaba sus ojos grises.
Apareció enredada entre los juncos, bajo el puente de Toledo, en la orilla izquierda. Es extraño que no la arrastrase la corriente, si consideramos la tormenta que cayó durante la noche; eso nos permite suponer que la echaron al agua poco antes de que amaneciese. Lo que no logro entender es por qué se tomaron la molestia de llevarla hasta allí, en vez de dejarla en su casa.
Campillo hizo una pausa, mirando inquisitivo al maestro de esgrima, como dándole oportunidad de hacer alguna pregunta. Al no observar ninguna reacción, encogió los hombros. Aún tenía el habano entre los dientes, y limpiaba el cristal de sus quevedos con un arrugado pañuelo que había sacado del bolsillo.
– Cuando me avisaron del hallazgo del cuerpo, ordené que forzasen la puerta de la casa. Debíamos haberlo hecho mucho antes, porque allí dentro el panorama era muy feo: huellas de lucha, algunos destrozos en el mobiliario, y sangre. Mucha sangre, a decir verdad. Un gran charco en el dormitorio, un reguero en el pasillo… Parecía que hubiesen degollado a una ternera, si me permite el término -miró al maestro de esgrima acechando el efecto de sus palabras; parecía interesado en comprobar si la descripción era bastante realista para impresionarlo. Debió de opinar que no, porque frunció el ceño, frotó con más energía los quevedos y siguió enumerando detalles macabros sin dejar de espiarlo por el rabillo del ojo-. Parece que la mataron de esa forma tan… concienzuda, y después la sacaron ocultamente, para arrojarla al río. Ignoro si hubo alguna etapa intermedia, ya me entiende, tortura o algo similar; aunque en vista del estado en que la dejaron, mucho me temo que sí. De lo que no cabe la menor duda es de que la señora de Otero pasó un mal rato antes de salir, bastante muerta, de su piso de la calle Riaño…
Campillo hizo una pausa para colocarse cuidadosamente los anteojos, tras mirarlos al trasluz con aire satisfecho.
– Bastante muerta -repitió, pensativo, intentando retomar el hilo de su discurso-. Encontramos también en el dormitorio varios mechones de pelo que, ya lo hemos comprobado, corresponden a la difunta. Había además un trozo de tela azul, posiblemente arrancado en la lucha, que se corresponde también con el que le falta al vestido que tenía puesto cuando la encontraron en el río -el policía metió dos dedos en el bolsillo superior del chaleco y sacó un pequeño anillo en forma de fino aro de plata-. El cadáver tenía esto en el dedo anular de la mano izquierda.?Lo ha visto alguna vez?
Jaime Astarloa entornó los párpados y volvió a abrirlos como si despertara de un largo sueño. Cuando se volvió lentamente hacia Campillo estaba muy pálido; hasta la última gota de sangre parecía habérsele retirado del rostro. -¿Perdón?
El policía se removió en el asiento; era evidente que había esperado mayor cooperación por parte de Jaime Astarloa, y empezaba a sentirse irritado por su actitud, muy parecida a la de un sonámbulo. Tras la emoción de los momentos iniciales, éste se encerraba ahora en un obstinado mutismo, como si toda aquella tragedia le fuera indiferente.
– Le preguntaba si ha visto alguna vez este anillo.
El maestro de armas alargó la mano, cogiendo entre los dedos el fino aro de plata. En su memoria brotó el doloroso recuerdo de ese brillo metálico en una mano de piel morena. Lo dejó sobre la mesa.
– Era de Adela de Otero -confirmó con voz neutra.
Campillo hizo otro intento.
– Lo que no logro entender, señor Astarloa, es por qué se ensañaron con ella de ese modo. ¿Una venganza, quizás?… ¿Tal vez quisieron arrancarle una confesión?
– No sé.
– ¿Sabe usted si esa mujer tenía enemigos? -No sé.
– Una pena lo que le hicieron. Debió de ser muy hermosa.
Pensó don Jaime en un cuello desnudo de tez mate, bajo el cabello negro recogido en la nuca por un pasador de nácar. Recordó una puerta entreabierta y un rumor de enaguas, una piel bajo la que parecía estremecerse una cálida languidez. «Yo no existo», había dicho ella una vez, la noche en que todo fue posible y nada ocurrió. Ahora era cierto; ya no existía. Tan sólo carne muerta pudriéndose sobre una mesa de mármol.
– Mucho -respondió al cabo de un rato-. Adela de Otero era muy hermosa.
El policía consideró que ya había perdido demasiado tiempo con el maestro de esgrima. Guardó el anillo, tiró el cigarro a una escupidera y se puso en pie.
– Está usted conmocionado por los sucesos del día, y me hago perfectamente cargo -dijo-. Si le parece, mañana por la mañana, cuando haya descansado y se encuentre en mejores condiciones, podríamos reanudar nuestra conversación. Estoy seguro de que la muerte del marqués y la de esta mujer están directamente relacionadas, y usted es una de las pocas personas que pueden proporcionarme alguna pista sobre el particular… ¿Le parece en mi despacho de Gobernación, a las diez?
Jaime Astarloa miró al policía como si lo viera por primera vez.
– ¿Soy sospechoso? -preguntó.
Campillo hizo un guiño con sus ojos de pez.
– ¿Quién de nosotros no lo es, en los tiempos que corren? -comentó en tono frívolo. Pero el maestro de esgrima no parecía satisfecho con la respuesta.
– Le hablo en serio. Quiero saber si sospecha de mí.
Campillo se balanceó sobre los pies, con una mano en el bolsillo del pantalón.
– No especialmente, si eso le tranquiliza -respondió al cabo de unos instantes-. Lo que ocurre es que no puedo descartar a nadie, y usted es lo único que tengo a mano.
– Celebro serle útil.
El policía sonrió conciliador, como pidiendo ser comprendido.
– No se ofenda, señor Astarloa -dijo-. A fin de cuentas, convendrá conmigo en que hay una serie de cabos que se empeñan en anudarse solos, unos con otros: mueren dos de sus clientes; factor común, la esgrima. A uno lo matan con un florete… Todo gira alrededor de lo mismo, aunque ignoro dos datos importantes: cuál es el punto en torno al que se mueven los hechos y qué papel juega usted en todo esto. Si es que realmente juega alguno.
– Comprendo su problema; pero lamento no poder ayudarle.
– Yo lo lamento más. Pero también comprenderá que, tal y como están las cosas, no pueda descartarlo a usted como posible implicado… A mis años, y con lo que llevo visto en el oficio, yo en estos asuntos no descarto ni a mi santa madre.
– Dicho en plata: estoy bajo vigilancia.
Hizo Campillo una mueca, como si tratándose del maestro de esgrima tal definición fuese excesiva.
– Diremos que sigo requiriendo su estimada colaboración, señor Astarloa. La prueba es que está usted citado mañana en mi despacho. Y que le ruego, con todo respeto, que no abandone la ciudad y se mantenga localizable.
Asintió don Jaime en silencio, casi distraídamente, mientras se ponía en pie y cogía su sombrero y el bastón.
– ¿Han interrogado a la criada? -preguntó.
– ¿Qué criada?
– La que servía en casa de doña Adela. Creo que se llama Lucía.
– ¡Ah! Perdone usted. No le había entendido bien. Sí, la criada, naturalmente… Pues no. Quiero decir que no la hemos podido localizar. Según la portera, fue despedida hace cosa de una semana y no ha vuelto por allí. Huelga decirle que estoy removiendo cielo y tierra para dar con ella.
– ¿Y qué más han contado los porteros del edificio?
– Tampoco han sido de mucha utilidad. Anoche, con la tormenta que cayó sobre Madrid, no oyeron nada. Respecto a la señora de Otero, es muy poco lo que saben. Y si saben algo, se lo callan, por prudencia o miedo. La casa no era suya; la había alquilado hace tres meses a través de una tercera persona, un agente comercial que también hemos interrogado infructuosamente. Se instaló allí con poco equipaje. Nadie sabe de dónde venta, aunque hay indicios de que vivió cierto tiempo en el extranjero… Hasta mañana, señor Astarloa. No olvide que tenemos una cita.
El maestro de esgrima lo miró con frialdad.
– No lo olvido. Buenas noches.
Se detuvo largo rato en mitad de la calle, apoyado en el bastón, observando el cielo negro; el manto de nubes se había desgarrado para descubrir algunas estrellas. Cualquier transeúnte que hubiese pasado junto a él, se habría sorprendido sin duda por la expresión de su rostro, apenas iluminada por la pálida llama de las farolas de gas. Las delgadas facciones del maestro de armas parecían talladas en piedra, como lava que momentos antes ardiese y hubiera quedado solidificada bajo el soplo de un frío glacial. Y no se trataba sólo de su rostro. Sentía el corazón palpitarle muy lentamente en el pecho, tranquilo y pausado, como la pulsación que recorría sus sienes. Ignoraba el motivo, o para ser más exactos se negaba a ahondar en ello; pero desde que había visto el cadáver desnudo y mutilado de Adela de Otero, la confusión que en las últimas horas desquiciaba su mente se había disipado como por ensalmo. Parecía que la atmósfera helada del depósito de cadáveres hubiese dejado fría huella en su interior. La mente estaba ahora despejada; podía sentir el control perfecto del último de los músculos de su cuerpo. Era como si el mundo a su alrededor hubiese retornado a su exacta dimensión, y otra vez pudiera contemplarlo a su manera, un poco distante, con la vieja serenidad reencontrada.
¿Qué había ocurrido en él? El propio maestro de esgrima lo ignoraba. Tan sólo sentía la certeza de que, por algún oscuro motivo, la muerte de Adela de Otero lo había liberado, haciendo desvanecerse aquella sensación de vergüenza, de humillación, que lo atormentó hasta la locura durante las últimas semanas. ¡Qué retorcida satisfacción experimentaba ahora, al descubrir que no había sido engañado por un verdugo, sino por una víctima! Eso cambiaba las cosas. Por fin tenia el triste consuelo de saber que aquello no había sido la intriga de una mujer, sino un plan meticulosamente ejecutado por alguien sin escrúpulos, un cruel asesino, un desalmado cuya identidad todavía ignoraba; pero quizás ese hombre estuviese esperándolo a pocos pasos de allí, gracias a los documentos que Agapito Cárceles debía ya de haber descifrado en la casa de la calle Bordadores. Llegaba el momento de volver la página. La marioneta salía del juego, rompía los hilos. Ahora iba a actuar por su propia iniciativa; por eso no le había dicho nada al policía. Alejada la turbación, en su interior se afianzaba una fría cólera, un odio inmenso, lúcido y tranquilo.
El maestro de esgrima aspiró profundamente el aire fresco de la noche, empuñó con fuerza el bastón y emprendió el camino de su casa. Había llegado el momento de saber, porque sonaba la hora de la venganza.
Tuvo que dar algunos rodeos. Aunque ya eran las once de la noche, las calles estaban agitadas. Piquetes de soldados y guardias a caballo patrullaban por todas partes, y en la esquina de la calle Hileras vio los restos de una barricada, que varios vecinos desmontaban bajo supervisión de las fuerzas del orden. Hacia la Plaza Mayor se escuchaba un lejano rumor de tumulto, y un piquete de alabarderos de la Guardia se paseaba frente al Teatro Real con las bayonetas caladas en los fusiles. La noche se presentaba agitada, pero Jaime Astarloa apenas se fijó en lo que ocurría a su alrededor, concentrado como iba en sus pensamientos. Subió apresuradamente los peldaños de la escalera y abrió la puerta, esperando encontrar allí a Cárceles. Pero la casa estaba vacía.
Encendió un fósforo y lo acercó a la mecha del quinqué de petróleo, sorprendido por la ausencia del periodista. Asaltado por malos presentimientos miró en el dormitorio y en la galería de esgrima, sin resultado. Al regresar al estudio escudriñó bajo el sofá y tras los libros de la estantería, pero tampoco estaban allí los documentos. Aquello era absurdo, se dijo. Agapito Cárceles no podía marcharse tranquilamente sin haber hablado antes con él. ¿Dónde habría guardado el legajo?… El curso de sus pensamientos lo llevó a un punto que no pudo abordar sin sobresalto: ¿se los había llevado consigo?
Sus ojos tropezaron con una hoja de papel colocada sobre la mesa de escritorio. Antes de salir, Cárceles escribió una nota:
Apreciado don Jaime.
El asunto va por buen camino. Me veo obligado a ausentarme para hacer unas comprobaciones. Confíe en mí.
Ni siquiera estaba firmada la esquela. El maestro de esgrima la sostuvo un momento entre los dedos antes de arrugarla, tirándola al suelo. Estaba claro que Cárceles se había llevado los documentos, y eso le hizo sentir una súbita ira. Inmediatamente lamentó haber depositado su confianza en el periodista, y se maldijo en- voz alta por su propia torpeza. Sabía Dios por dónde se estaría paseando aquel individuo con los documentos que habían costado la vida de Luis de Ayala y Adela de Otero.
Tardó muy poco en tomar una resolución, y antes de considerarla a fondo se encontró bajando por la escalera. Conocía el domicilio de Cárceles; estaba dispuesto a presentarse allí, recuperar los documentos y obligarlo a contar cuanto sabía, aunque se viera obligado a arrancárselo por la fuerza.
Se detuvo de pronto en el descansillo, y se forzó a reflexionar. Aquella historia había tomado un rumbo que distaba mucho de ser un juego. «No vamos a empezar otra vez perdiendo la cabeza», se dijo mientras procuraba conservar la calma que estaba a punto de abandonarlo. Allí, a oscuras en la escalera desierta, se apoyó contra la pared y calculó sus próximos pasos. Por supuesto, tenía que ir primero a casa de Cárceles; eso era evidente. ¿Y después?… Lo razonable, después, sólo pasaba por un camino: el que conducía, derecho, a Jenaro Campillo; ya estaba bien de jugar con él al escondite. Meditó amargamente sobre el tiempo precioso que sus propias reticencias habían echado a perder, y decidió no repetir aquel error. Se franquearía con el jefe de policía, entregándole el legajo de Ayala, y que al menos la Justicia siguiera su curso convencional. Sonrió tristemente al imaginar la cara de Campillo, al verlo aparecer a la mañana siguiente con los documentos bajo el brazo.
También consideró la posibilidad de acudir a la policía antes de ver a Cárceles, pero eso planteaba ciertas dificultades. Una cosa era llegar con las pruebas en la mano, y otra muy distinta narrar una historia que podía ser creída o no; una historia que, además, encerraba graves contradicciones con lo manifestado por él en las dos entrevistas que había mantenido con Campillo durante el día. Además, Cárceles, cuyas intenciones ignoraba, podía limitarse a negarlo todo; ni siquiera había firmado la nota y en ella no hacía la menor referencia al asunto que los ocupaba… No. Estaba claro. Había que buscar primero al amigo infiel.
Fue en ese momento, tan sólo entonces, cuando tomó conciencia de algo que le hizo sentir un desagradable escalofrío. Quienquiera que fuese el responsable de lo que estaba ocurriendo, ya había asesinado dos veces, y posiblemente estuviese dispuesto, en caso necesario, a hacerlo una tercera. Sin embargo, el descubrimiento de que también él corría peligro, de que podía ser asesinado como los otros, no le causó excesiva inquietud. Meditó sobre aquello durante unos instantes, descubriendo con sorpresa que tal posibilidad le inspiraba menos temor que curiosidad. Bajo aquella perspectiva las cosas se tornaban más simples, podían ser abordadas a la luz de sus propios esquemas personales. Ya no se trataba de tragedias ajenas en las que se veía envuelto a su pesar, forzado a la impotencia; ésa, y no otra, había sido hasta aquel momento la causa de su turbación, de su espanto. Pero si él podía ser la próxima víctima, entonces todo era más fácil, ya que no tendría que limitarse a presenciar el sangriento rastro de los asesinos; éstos vendrían a él. A él. La sangre del viejo maestro de esgrima batió acompasadamente en sus gastadas venas, dispuesta a la pelea. Demasiadas veces a lo largo de su vida se había visto forzado a parar todo tipo de estocadas para que un golpe más lo inquietase, aunque fuera a venir por la espalda. Quizás Luis de Ayala o Adela de Otero no hubiesen estado lo bastante sobre aviso; pero él sí lo estaría. Como solía decir a sus alumnos, la estocada de tercia no se ejecutaba con la misma facilidad que la de cuarta. Y él era bueno parando estocadas en tercia. Y asestándolas.
Había tomado su decisión. Iba a recobrar aquella misma noche los documentos de Luis de Ayala. Con ese pensamiento subió otra vez la escalera, abrió la puerta, dejó su bastón en el paragüero y cogió otro, de caoba con puño de plata, algo más pesado que el anterior. Volvió a descender con él en la mano, rozando distraídamente los barrotes de hierro del pasamanos. En el interior de aquel bastón había un estoque del mejor acero, tan afilado como una navaja de afeitar.
Se detuvo en el portal, para echar un vistazo prudente a uno y otro lado antes de aventurarse entre las sombras que cubrían la calle desierta. Bajó hasta la esquina de la calle Arenal, y consultó el reloj a la luz de una farola, junto al muro de ladrillo de la iglesia de San Ginés. Faltaban veinte minutos para la medianoche.
Caminó un poco. Apenas se veía a nadie en la calle. En vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, la gente había resuelto encerrarse en sus casas y sólo algún que otro noctámbulo se atrevía a circular por Madrid, que tenía el aspecto de una ciudad fantasma a la débil luz del alumbrado nocturno. Los soldados de la esquina de Postas dormían envueltos en mantas sobre la acera, junto a los fusiles montados en pabellón. Un centinela, con el rostro en sombra bajo la visera del ros, se llevó la mano a la gorra para responder al saludo de Jaime Astarloa. Frente a Correos, algunos guardias civiles vigilaban el edificio con la mano apoyada en la empuñadura del sable y la carabina al hombro. Una luna redonda y rojiza despuntaba sobre las negras siluetas de los tejados, al extremo de la Carrera de San Jerónimo.
Hubo suerte. Una berlina de alquiler se cruzó con el maestro de esgrima en la esquina de Alcalá, cuando ya desesperaba de encontrar un carruaje. El cochero iba de recogida y aceptó de mala gana al pasajero. Se acomodó don Jaime en el asiento y dio la dirección de Agapito Cárceles, una vieja casa próxima a la Puerta de Toledo. Conocía el lugar por pura casualidad, y se felicitó por ello. En una ocasión, Cárceles se había empeñado en invitar allí a toda la tertulia del Progreso para leerles el primero y segundo actos de un drama compuesto por él bajo el título: Todos a una o el pueblo soberano, una tormentosa composición en verso libre cuyas dos primeras páginas, de haberse representado alguna vez sobre un escenario, hubieran bastado para enviar al autor a pasar una larga temporada en cualquier presidio de África, sin que el hecho de que se tratase de un descarado plagio del Fuenteovejuna hubiese servido como atenuante.
Las sombrías callejuelas desfilaban, desiertas, al otro lado de la ventanilla del simón; en ellas sólo resonaban los cascos del caballo junto con algún chasquido del látigo del cochero. Jaime Astarloa meditaba sobre la conducta adecuada cuando se hallase frente a su amigo. Sin duda el periodista había encontrado en los documentos algo escandaloso, de lo que tal vez quisiera hacer uso particular. Eso no estaba dispuesto a tolerarlo, entre otras razones porque lo indignaba el abuso de confianza de que había sido objeto. Tranquilizándose un poco, pensó después que también cabía la posibilidad de que Agapito Cárceles no hubiese obrado de mala fe al llevarse el legajo; quizás tan sólo pretendiera hacer algunas comprobaciones con los documentos en la mano, consultando datos que tuviese archivados en casa. De todas formas, pronto iba a salir de dudas. El simón se había detenido y el cochero se inclinaba desde el pescante.
– Aquí es, señor. Calle de la Taberna.
Se trataba de un estrecho callejón sin salida, mal iluminado, que olía a suciedad y a vino rancio. Pidió don Jaime al cochero que aguardara media hora, pero éste se negó diciendo que ya era demasiado tarde. Pagó el maestro de esgrima y se alejó el carruaje. Entonces se adentró en el callejón, intentando reconocer la casa de su amigo.
Tardó algún tiempo en encontrarla. Lo logró gracias a que la recordaba en un patio interior al que se entraba por un arco. Una vez allí, buscó casi a tientas la escalera y subió hasta el último piso apoyándose en la barandilla, mientras escuchaba crujir los peldaños de madera bajo sus pies. Cuando se halló en la galería interior que discurría a lo largo de las cuatro paredes del patio, sacó una caja de fósforos del bolsillo y encendió uno. Esperaba no haberse equivocado de puerta, porque de lo contrario tendría que perder tiempo en enojosas explicaciones; no eran horas para despertar a los vecinos. Llamó dos veces, tres golpes en cada ocasión, con la empuñadura del bastón.
Aguardó inútilmente. Volvió a llamar y acercó la oreja a la puerta esperando escuchar algo; pero en el interior reinaba el más absoluto silencio. Descorazonado, pensó que tal vez Cárceles no estuviese allí. ¿Dónde podría encontrarse a aquellas horas? Titubeó, indeciso, y volvió después a llamar más fuerte, esta vez con el puño. Quizás el periodista durmiese profundamente. Escuchó de nuevo, sin resultado.
Retrocedió, apoyándose de espaldas en la barandilla de la galería. Aquello bloqueaba la situación hasta el día siguiente, lo que no era en absoluto alentador. Tenia que ver a Cárceles en el acto o, al menos, rescatar los documentos. Tras un momento de vacilación, decidió atribuirles el calificativo de robados. Porque era evidente que, fueran cuales fuesen sus motivos, lo que había cometido Cárceles en su casa era pura y simplemente un robo. Ese pensamiento lo enfureció.
Una idea le rondaba la cabeza desde hacía rato, y se halló luchando contra sus propios escrúpulos: violentar la puerta. Al fin y al cabo, ¿por qué no?… Cuando se llevó los papeles, el periodista habla obrado de modo censurable. El caso de Jaime Astarloa era distinto. Sólo pretendía recobrar lo que, en trágicas circunstancias, había terminado por ser suyo.
Se acercó otra vez a la puerta y volvió a llamar, ya sin esperanza. Al diablo los miramientos. En esa ocasión ya no aguardó respuesta, sino que palpó la cerradura, intentando comprobar su solidez. Encendió otro fósforo y la estudió detenidamente. No era cuestión de echarla abajo, porque aquello haría acudir a los vecinos. Por otra parte, la cerradura no parecía muy resistente. Era curioso, pero al inclinarse y pegar un ojo a ella, creyó distinguir la punta de la llave, como si estuviese puesta por dentro. Se irguió, intrigado, retorciéndose las manos con impaciencia. Después de todo, quizás Cárceles estuviese dentro. Tal vez, imaginando quién era su visitante, se negaba a abrir, para hacerle creer que no se hallaba en casa. Aquello no le gustó al maestro de esgrima, que sentía afianzarse por momentos su resolución. Le pagaría a Cárceles los desperfectos, pero estaba resuelto a entrar.
Miró a su alrededor en busca de algo que le ayudase a forzar la cerradura. No tenía experiencia en aquel tipo de tareas, pero imaginó que si lograba hacer palanca con algo, la puerta terminaría por ceder. Recorrió la galería alumbrándose con fósforos protegidos en la palma de la mano, sin resultado, y se detuvo a punto de perder la esperanza. Sólo le quedaban tres fósforos y no encontraba nada que sirviera a su propósito.
Cuando ya lo daba todo por perdido, encontró unos oxidados barrotes de hierro que se empotraban en la pared, como una escala. Miró hacia arriba y vio una trampilla en el techo de la galería, que sin duda comunicaba con el tejado. Se le aceleró el pulso al recordar que la casa de Cárceles tenla una pequeña terraza al otro lado; quizás fuese aquel camino más practicable que la puerta principal. Quitóse chistera y levita, sujetó el bastón entre los dientes y trepó hasta la trampilla. La abrió sin dificultad, bajo la bóveda celeste llena de estrellas. Con suma precaución sacó todo el cuerpo fuera, tanteando las tejas. No tendría la menor gracia resbalar e ir a estrellarse contra el suelo, tres pisos más abajo. El ejercicio constante de la esgrima lo mantenía en forma aceptable a pesar de su edad; pero de cualquier modo ya no era un joven vigoroso. Resolvió moverse con toda la precaución de que era capaz, buscando asideros sólidos y moviendo sólo una extremidad cada vez, para mantener las otras tres fijas como puntos de apoyo. En la lejanía, un reloj dio cuatro campanadas, las de los cuartos, y después una. A gatas sobre el tejado, el maestro de armas pensó que todo aquello era endiabladamente grotesco, y agradeció a la oscuridad de la noche que nadie pudiese descubrirlo en tan incómoda actitud.
Fue moviéndose sobre el tejado con infinita prudencia, sin hacer ruidos que alarmasen a los vecinos; evitó de milagro varias tejas sueltas y se encontró asomado a un pequeño alero, sobre la terraza de Agapito Cárceles. Asiéndose al canalón de desagüe se descolgó hacia ella, y pudo asentar los pies sin novedad. Permaneció allí unos instantes, en chaleco y mangas de camisa, con el bastón en la mano, mientras recobraba el aliento. Después encendió otro fósforo y se acercó a la puerta. Era simple, acristalada, con un sencillo picaporte de resbalón que podía accionarse desde el exterior. Antes de abrir miró a través del cristal; la casa estaba a oscuras.
Apretó los dientes mientras levantaba el picaporte lo más silenciosamente de que fue capaz, y se encontró después en una estrecha cocina, junto a un fogón y una pila de agua. Por la ventana, la luna filtraba una débil claridad que le permitió distinguir varias cazuelas sobre una mesa, junto a lo que parecían restos de comida. Encendió su penúltimo fósforo en busca de algo que le sirviese para iluminarse, y encontró una palmatoria sobre una alacena. Con un suspiro de alivio encendió la vela para alumbrar el camino. Por el suelo correteaban las cucarachas, alejándose de sus pies.
Pasó de la cocina a un corto pasillo cuyo empapelado se caía a jirones. Iba a apartar la cortina que daba a una habitación, cuando le pareció escuchar algo tras una puerta que tenía a su izquierda. Se detuvo, aguzando el oído, pero sólo escuchó su propia respiración alterada. Tenía la lengua seca, pegada al paladar, y le zumbaban los tímpanos; se sentía como si estuviese viviendo algo irreal, un sueño del que podía despertar de un momento a otro. Empujó muy despacio la puerta.
Era el dormitorio de Agapito Cárceles y éste se encontraba allí; pero Jaime Astarloa, que había imaginado varias veces lo que iba a decirle cuando lo hallase, no estaba preparado para lo que vieron sus ojos dilatados por el espanto. El periodista estaba tumbado boca arriba, completamente desnudo, atado de pies y manos a cada una de las esquinas de la cama. Su cuerpo, desde el pecho a los muslos, era una sangría de cortes hechos con una navaja de afeitar que relucía a la luz de la vela, sobre la colcha empapada en sangre. Pero Cárceles no estaba muerto. Al percibir la luz movió desmayadamente la cabeza, sin reconocer al recién llegado, y de sus labios hinchados por el sufrimiento brotó un ronco gemido de terror animal, ininteligible y profundo, que suplicaba misericordia.
Jaime Astarloa había perdido la facultad de decir palabra. De forma maquinal, como si la sangre se le hubiera cuajado en las venas, dio dos pasos hacia la cama, mirando atónito el cuerpo torturado de su amigo. Éste, al sentir su proximidad, se agitó débilmente.
– No… Se lo suplico… -murmuró con un hálito de voz, mientras lágrimas y gotas de sangre le caían por las mejillas-. Por piedad… Basta ya, por piedad… Es todo… Lo he dicho todo… Por misericordia… No… ¡Basta ya, por el amor de Dios!
La súplica se quebró en un chillido. Los ojos, muy abiertos, miraban la luz de la vela y el pecho del infeliz Cárceles se estremeció en agónico estertor. Alargando una mano, Jaime Astarloa le tocó la frente; quemaba como si tuviese fuego dentro. Su propia voz sonó en un susurro, estrangulada por el horror:
– ¿Quién le ha hecho esto?
Cárceles movió lentamente los ojos en su dirección, esforzándose por reconocer al que le hablaba.
– El Diablo -murmuró con un gemido de angustia infinita. Una espuma amarillenta le salía por la comisura de la boca-. Ellos son… el Diablo.
– ¿Dónde están los documentos?
Cárceles puso los ojos en blanco y se estremeció en un sollozo:
– Sáqueme de aquí, por piedad… No permita que sigan… Sáqueme de aquí, se lo suplico… Lo he dicho todo… Él, los tenía él, Astarloa… No tengo nada que ver con eso, lo juro… Vayan a verlo a él y lo confirmará… Yo sólo quería… No sé nada más… ¡Por piedad, no sé nada más…!
Don Jaime se sobresaltó al escuchar su nombre en labios del moribundo. Ignoraba quiénes eran los verdugos, pero estaba claro que Agapito Cárceles lo había delatado. Sintió cómo se le erizaba el cabello en la nuca. No había tiempo que perder; tenía que…
Algo se movió a su espalda. Intuyendo una presencia extraña, el maestro de esgrima se volvió a medias, y quizás aquel gesto le salvó la vida. Un objeto duro pasó rozando su cabeza y le golpeó en el. cuello. Aturdido por el dolor, tuvo la presencia de ánimo suficiente para dar un salto de costado, y presintió una sombra que se abalanzaba sobre él antes de que la vela cayese de sus manos, apagándose al rodar por el suelo.
Retrocedió mientras tropezaba con los muebles en la oscuridad, escuchando frente a él la respiración de su agresor, muy cerca. Con desesperada energía empuñó el bastón, que aún conservaba en la mano derecha, y lo interpuso en el espacio que debía recorrer su atacante para llegar hasta él.
Si hubiese tenido tiempo para analizar su estado de ánimo, le habría sorprendido comprobar que no sentía temor alguno, sino una helada determinación a vender muy cara su vieja piel. Era el odio lo que le daba ahora fuerzas para batirse, y el vigor de su brazo tenso como un resorte respondía al deseo de hacer daño, de matar al verdugo que se movía frente a él. Pensaba en Luis de Ayala, en Cárceles, en Adela de Otero. Por la sangre de Dios, que a él no lo iban a degollar como a los otros.
Ni siquiera fue consciente de ello, pero en aquel momento, aguardando a pie firme la acometida en la oscuridad, el anciano maestro de armas adoptó instintivamente la posición de guardia a la que solía recurrir cuando tiraba esgrima.
– ¡A mí! -gritó desafiante a las tinieblas. Sintió entonces un jadeo cercano y algo tocó la punta de su bastón. Una mano agarró aquel extremo con fuerza, intentando arrancárselo de la mano, y entonces Jaime Astarloa rió silenciosamente al escuchar el roce de la mitad inferior del bastón al deslizarse a lo largo de la hoja de acero a la que servía de vaina. Eso era lo que había esperado; su propio atacante acababa de liberarle el arma, además de indicar involuntariamente situación y distancia aproximadas. Entonces el maestro de esgrima echó el brazo atrás, extrayendo totalmente el estoque, y dejándose caer tres veces sucesivas sobre la pierna derecha flexionada, lanzó tres estocadas a fondo, a ciegas, contra las sombras. Algo sólido se interpuso en el camino de la tercera, y al mismo tiempo alguien emitió un gemido de dolor.
– ¡A mí! -volvió a gritar don Jaime, lanzándose en dirección a la puerta con el estoque por delante. Se oyó estrépito de muebles al caer al suelo, y un objeto pasó junto a él, rompiéndose en pedazos al chocar contra la pared. La inofensiva mitad inferior del bastón lo golpeó sin demasiada fuerza en un brazo cuando dejó atrás el lugar en que debía de hallarse su enemigo.
– ¡Cógelo! -gritó una voz a casi dos palmos de él-. ¡Se escapa hacia la puerta!… ¡Me ha clavado un estoque!
Por lo visto, el asesino sólo había resultado herido. Y lo que resultaba más grave: no estaba solo. Cargó don Jaime contra la puerta, saliendo al pasillo, asestando estocadas a las tinieblas.
– ¡A mí!
La salida debía de quedar a la izquierda, al final del pasillo, al otro lado de la cortina que había visto cuando entró en la casa. Un bulto oscuro se interpuso en su camino y algo golpeó la pared junto a su cráneo. Agachó don Jaime la cabeza, avanzando siempre con el arma en la mano. Escuchó una respiración entrecortada y una mano lo agarró por el cuello de la camisa; sintió muy cerca un olor áspero, a sudor, mientras unos fuertes brazos intentaban sujetarlo. La tenaza se cerraba cada vez más en torno a su pecho. Sofocado por la presión, incapaz de alejarse para recurrir al estoque, don Jaime logró liberar la mano izquierda, y palpó un rostro mal afeitado. Entonces, haciendo acopio de sus ya menguadas fuerzas, sujetó a su adversario por el pelo y echó hacia adelante la cabeza con toda!a brutalidad de que fue capaz, golpeándolo con la frente. Sintió un dolor agudo entre las cejas al mismo tiempo que algo crujía bajo el impacto. Un liquido caliente y viscoso le corrió por la cara; ignoraba si la sangre era suya o si había logrado romperle la nariz a su agresor, pero lo cierto es que se vio nuevamente libre. Pegó la espalda a la pared y se deslizó a lo largo de ella, describiendo semicírculos con la punta del estoque. Derribó algo que se vino abajo con estrépito.
– ¡A mí, canallas!
Alguien fue, en efecto, a él. Presintió su presencia antes de tocarlo, escuchó el roce de sus pies en el suelo y tiró estocadas a ciegas hasta que lo hizo retroceder. Apoyóse de nuevo en la pared, jadeante, en un esfuerzo por recobrar el aliento. Estaba agotado y no se creía capaz de resistir durante mucho tiempo más; pero en la oscuridad le era imposible encontrar la puerta de salida. Por otra parte, aunque llegase a ella, no tendría tiempo para encontrar la llave y hacerla girar en la cerradura antes de que se le echasen otra vez encima. «Hasta aquí has llegado, viejo amigo», se dijo, escudriñando sin demasiada esperanza las sombras que lo rodeaban. Lo cierto es que no lamentaba morir allí, en las tinieblas; únicamente lo entristecía el hecho de irse sin conocer la respuesta.
Sonó un ruido a su derecha. Lanzó una estocada en aquella dirección y el acero del estoque se curvó con violencia al encontrar un obstáculo; alguno de los asesinos recurría a una silla para protegerse mientras avanzaba hacia él. Volvió a deslizarse por la pared hacia la izquierda hasta que su hombro encajó contra un mueble, quizás un armario. Sacudió el estoque como un látigo, escuchando complacido el amenazador siseo de la hoja al cortar el aire; sin duda sus enemigos también lo escuchaban, y aquel sonido les aconsejaba prudencia; lo que para el maestro de armas suponía algunos segundos más de vida.
Estaban de nuevo cerca; los presintió antes de oírlos moverse. Saltó hacia adelante, tropezando con muebles invisibles, derribando objetos por el suelo, y llegó hasta otra pared. Allí se quedó inmóvil, conteniendo el aliento, pues el ruido del aire al entrar y salir por su boca y nariz le impedía escuchar los otros sonidos de la habitación. Algo cayó con estrépito a su izquierda, muy próximo a él. Sin vacilar un instante, se apoyó en la pierna izquierda para lanzar dos nuevas estocadas, y escuchó un gemido furioso:
– ¡Me ha clavado eso otra vez!
Decididamente, aquel tipo era imbécil. Jaime Astarloa aprovechó la ocasión para cambiar de sitio, ahora sin tropezar con nada en el camino. Sonriendo para sus adentros, pensó que todo aquello se parecía mucho al juego infantil de las cuatro esquinas. Se preguntó cuánto tiempo más podría resistir. Desde luego, no demasiado. Pero no era aquélla, después de todo, una mala forma de morir. Mucho mejor que dentro de unos años, extinguiéndose en un asilo, con las monjas sisándole los últimos ahorros que guardaría bajo la cama, y renegando de un Dios en el que jamás logró creer.
– ¡A mí!
Esta vez, su ya desfalleciente grito de pelea resonó en vano. Una sombra pasó fugaz a su lado, pisoteando loza rota, y de pronto un rectángulo de claridad se abrió en la pared. La sombra se deslizó rápidamente por la puerta abierta, seguida por otra silueta fugitiva que se alejó cojeando. En la galería se escuchaban ya voces de vecinos a los que había despertado el rumor de la pelea. Había ruido de pasos, postigos y puertas que se abrían, preguntas alarmadas, gritos de comadres. El maestro de esgrima fue tambaleándose hasta la puerta y se apoyó desmayadamente en el umbral, llenándose con deleite los pulmones del aire fresco de la noche. Bajo la ropa sentía el cuerpo empapado en sudor, y la mano que sostenía el estoque temblaba como la hoja de un árbol. Le costó un rato hacerse a la idea de que, después de todo, iba a tener que seguir viviendo.
Poco a poco vio congregarse a su alrededor temerosos vecinos en camisa de dormir que se apiñaban curioseando, iluminándose con bujías y quinqués mientras lanzaban recelosas miradas hacia el interior de la casa, en la que no se atrevían a entrar. Farol y chuzo en mano, un sereno subía por la escalera de la galería; los vecinos abrieron paso a la autoridad, que llegó mirando con suspicacia el estoque que aún sostenía don Jaime en la mano.
– ¿Los han cogido? -preguntó el maestro de esgrima sin demasiada esperanza.
Negó el sereno, rascándose el cogote bajo la gorra.
– Ha sido imposible, caballero. Un vecino y un servidor perseguimos a dos hombres que escapaban calle abajo a todo correr; pero, cerca de la Puerta de Toledo, subieron a un carruaje que los esperaba, dándose a la fuga sin remedio… ¿Hay que lamentar alguna desgracia?
Don Jaime asintió, señalando el interior de la casa.
– Hay un hombre malherido ahí dentro; vean lo que se puede hacer por él. Sería conveniente llamar a un médico -la energía que la lucha había inyectado en su cuerpo se estaba desvaneciendo ahora, dando paso a una gran lasitud; de pronto se sentía muy viejo y cansado-. También conviene enviar a alguien en busca de la policía. Es de suma urgencia avisar al jefe superior, don Jenaro Campillo.
Se mostró servicial el representante de la autoridad.
– Ahora mismo -miró con atención a don Jaime, observando aprensivo su rostro manchado de sangre-. ¿Está usted herido, caballero?
El maestro de armas se tocó la frente con los dedos. Sólo notó las cejas hinchadas, sin duda por el cabezazo asestado durante la pelea.
– Esta sangre no es mía-respondió con una débil sonrisa-. Y si necesitan la descripción de los dos sujetos que estaban aquí, lamento no poder ser de mucha ayuda… Sólo puedo decir que uno lleva la nariz rota, y el otro dos estocadas en alguna parte del cuerpo.
Los ojos de pez lo miraban fríamente tras los cristales de los quevedos.
– ¿Eso es todo?
Jaime Astarloa contempló los posos de la taza de café que tenía entre las manos. Todavía estaba un poco avergonzado.
– Eso es todo. Ahora sí que le he dicho cuanto sé.
Campillo se levantó de su mesa de despacho, dio unos pasos por la habitación y se quedó mirando a través de la ventana, con los pulgares en las sisas dei chaleco. Al cabo de un rato se volvió lentamente y miró con hosquedad al maestro de esgrima.
– Señor Astarloa… Permita que le diga que en todo este asunto se ha comportado usted corno un niño.
El anciano parpadeó.
– Soy el primero en admitirlo.
– No me diga. Lo admite, vaya. Pero me pregunto para qué diantre nos sirve ahora que usted lo admita. A ese Cárceles lo han estado haciendo filetes, como si fuese una pieza de ternera, porque a usted se le metió en la cabeza ponerse a jugar a Rocambole.
– Yo sólo quería…
– Sé muy bien lo que quería. Y prefiero no pensar demasiado en ello, para evitar la tentación de meterlo a usted en la cárcel.
– Mi intención era proteger a doña Adela de Otero.
El jefe de policía soltó una risita sarcástica.
– Lo estaba viendo venir -movió la cabeza, como un médico al diagnosticar un caso perdido-. Y ya hemos visto para lo que sirvió su protección: un fiambre, otro en camino y usted vivo de milagro. Sin contar a Luis de Ayala.
– Siempre intenté permanecer al margen…
– Menos mal. Si llega usted a meter baza como Dios manda, esto habría sido la de San Quintín. -Campillo sacó un pañuelo del bolsillo y procedió a limpiar con esmero los cristales de sus lentes-. No sé si se hace cargo, señor Astarloa, de la gravedad de su situación.
– Me hago cargo. Y asumo las consecuencias.
– Intentó proteger a una persona que podía estar implicada en el asesinato del marqués… Mejor dicho: que sin duda estaba implicada; porque ni siquiera su muerte desmiente que fuese cómplice de la intriga. Es más: tal vez exactamente eso le costó la vida…
Campillo hizo una pausa, se puso los quevedos y utilizó el pañuelo para secarse el sudor de la cara.
– Respóndame sólo a una pregunta, señor Astarloa… ¿Por qué me ocultó la verdad sobre esa mujer?
Transcurrieron unos instantes. Después, el maestro de esgrima levantó despacio la cabeza y miró a través del jefe de policía como si no lo viese, observando algo invisible situado a su espalda, muy lejos. Entornó los párpados, endureciéndose la expresión de sus ojos grises:
– Yo la amaba.
Por la ventana abierta ascendía el ruido de los carruajes circulando calle abajo. Campillo permaneció inmóvil, en silencio; era evidente que, por primera vez, no sabía qué decir. Dio unos pasos por la habitación; carraspeó, incómodo, y fue a sentarse tras su mesa de despacho sin decidirse a mirar a la cara del maestro de esgrima.
– Lo siento -dijo al cabo de un rato.
Jaime Astarloa hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin responder.
– Voy a serle sincero -añadió el jefe de policía tras una pausa de circunstancias, suficiente para que el eco de las últimas palabras intercambiadas se extinguiera entre ambos-. Conforme pasan las horas, se hace cada vez más improbable solucionar este asunto; al menos, echarles el guante a los culpables. Su amigo Cárceles, o lo que queda de él, es la única persona viva que los conoce; confiemos en que viva lo suficiente como para contárnoslo… ¿De veras no logró identificar a ninguno de los individuos que torturaban a ese desgraciado?
– Imposible. Todo ocurrió a oscuras.
– Tuvo usted mucha suerte anoche. A estas horas podría encontrarse en cierto lugar que ya conoce, sobre una mesa de mármol.
– Lo sé.
El policía sonrió levemente, por primera vez en toda la mañana.
– Tengo entendido que resultó usted duro de pelar -dio unos mandobles imaginarios en el aire-. A sus años… Quiero decir que no es común, vaya. Un hombre de su edad haciendo frente de esa forma a dos asesinos profesionales…
Jaime Astarloa se encogió de hombros.
– Luchaba por mi vida, señor Campillo.
El otro se puso un cigarro en la boca.
– Es una razón de peso -aprobó, con gesto comprensivo-. Sin duda es una razón de peso. ¿Sigue sin fumar, señor Astarloa?
– Sigo sin fumar.,
– Resulta curioso, señor mío -Campillo encendió un fósforo y aspiró con visible placer las primeras bocanadas de humo-. Pero, a pesar de su… poco sensata actuación en toda esta historia, no puedo evitar sentir una extraña simpatía por usted. En serio. ¿Me permite que le exponga cierto símil un poco atrevido? Con todo respeto, por supuesto.
– Se lo permito.
Los ojos acuosos lo miraron fijamente.
– Hay en usted algo de… De inocencia, a ver si me entiende. Quiero decir que su comportamiento podría compararse, salvando las distancias, al de un monje de clausura que de pronto se viera envuelto en el torbellino del mundo. ¿Me sigue? Usted discurre a lo largo de esta tragedia como si flotase en un limbo personal, ajeno a los imperativos de la lógica y dejándose llevar por un sentido de lo real extremadamente particular… Un sentido que, por supuesto, nada tiene que ver con lo realmente real. Y a lo mejor es justamente esa inconsciencia, disculpe el término, lo que, por una extraña paradoja, ha permitido que nuestra nueva entrevista tenga lugar en este despacho y no en el depósito de cadáveres. Resumiendo: creo que en ningún momento, quizás ni siquiera en éste, ha valorado usted en toda su gravedad el embrollo en que se ha metido.
Jaime Astarloa dejó la taza de café sobre la mesa y miró a su interlocutor con el ceño fruncido.
– Espero que no esté insinuando que soy un imbécil, señor Campillo.
– No, no. Por supuesto que no -el policía levantó las manos en el aire, como si pretendiese encajar sus anteriores palabras en el lugar apropiado-. Veo que no me he explicado bien, señor Astarloa; perdone mi torpeza. Verá usted… Cuando hay asesinos de por medio, y especialmente cuando esos asesinos se comportan de forma tan fría y profesional como hasta ahora, el asunto debe ser encarado por la autoridad competente, que en su cometido es tan profesional como ellos, o más. ¿Me sigue?… Por eso resulta insólito que alguien, tan ajeno a esto como lo es usted, circule arriba y abajo, entre asesinos y víctimas, con tanta suerte que ni siquiera reciba un rasguño. A eso lo llamo tener buena estrella, señor mío; muy buena estrella. Pero la suerte, un día u otro, termina esfumándose. ¿Conoce el juego de la ruleta rusa?… Se hace con los modernos revólveres, ¿no es cierto? Bueno, pues cuando se prueba suerte, hemos de tener en cuenta que siempre hay una bala en el tambor. Y si seguimos apretando y apretando el gatillo, a la larga la bala termina por salir, y bang. Fin de la historia. ¿Me entiende?
El maestro de esgrima asintió en silencio. Satisfecho de su propia exposición, el policía se repantigó en el asiento con el humeante cigarro entre los dedos.
– Mi consejo es que, en el futuro, permanezca usted al margen. Para mayor seguridad, lo mejor sería que abandonase temporalmente su domicilio habitual. Quizás un viaje le fuese bien, después de tantas emociones. Tenga en cuenta que ahora los asesinos saben que usted tenía esos documentos, y estarán interesados en cerrarle la boca para siempre.
– Lo pensaré.
Campillo levantó la palma de una mano hacia arriba, como dando a entender que le había ofrecido al maestro de armas cuantos consejos razonables estaban a su alcance.
– Me gustaría darle a usted alguna protección oficial, pero no hay manera. El momento es crítico. Las tropas sublevadas por Serrano y Prim avanzan hacia Madrid, se prepara una batalla que puede ser decisiva, y tal vez la familia real no regrese, sino que permanezca en San Sebastián, dispuesta a refugiarse en Francia… Como puede imaginar, por razones del cargo que ocupo hay asuntos más importantes que debo atender.
– ¿Me está diciendo que no hay forma de coger a los asesinos?
El policía hizo un gesto ambiguo.
– Para coger a alguien, primero hay que saber quién es. Y carezco de datos. Casi no ha quedado títere con cabeza: dos cadáveres, un pobre infeliz mutilado y medio loco, que posiblemente no salve la vida, y nada más. Quizás la detenida lectura de los misteriosos documentos nos hubiese ayudado, pero gracias a su… llamémosla piadosamente absurda negligencia, esos papeles han desaparecido, me temo que para siempre. Mi única carta ahora es su amigo Cárceles; si logra restablecerse, quizás pueda decirnos cómo supieron los asesinos que él tenía el legajo en su poder, qué hay dentro de éste y, tal vez, el nombre que buscamos… ¿De veras no recuerda usted nada?
El maestro de esgrima negó, desalentado.
Ya le he dicho todo cuanto sé -murmuró-. Sólo pude leerlos una vez, muy superficialmente, y apenas recuerdo más que las notas oficiales y relaciones de nombres, entre ellos varios militares. Nada que tuviese sentido para mí.
Campillo lo miró como se mira una curiosidad exótica.
– Le aseguro, señor Astarloa, que usted me desconcierta, palabra de honor. En un país donde la afición nacional consiste en disparar el trabuco sobre el primero que dobla la esquina, donde dos personas discuten y en el acto se congregan allí doscientas para ver lo que pasa, tomando partido por el uno o por el otro, usted desentona. Me gustaría saber…
Sonaron unos golpes en la puerta, y un policía de paisano se detuvo en el umbral. Campillo se volvió hacia él, haciendo un gesto de asentimiento, y el recién llegado se acercó a la mesa, inclinándose para susurrarle unas palabras al oído. El jefe de policía frunció el ceño y movió la cabeza gravemente. Cuando el otro saludó y se fue, Campillo miró a don Jaime.
– Acaba de esfumarse nuestra última esperanza -informó en tono lúgubre-. A su amigo Cárceles ya no le duele nada.
Jaime Astarloa dejó caer las manos sobre las rodillas y contuvo el aliento. Sus ojos grises, bordeados de arrugas, se clavaron en los de su interlocutor.
– ¿Perdón?
El policía cogió un lápiz de la mesa, quebrándolo entre sus dedos. Después le mostró los dos trozos al maestro de esgrima, como si aquello tuviese algún significado.
– Cárceles acaba de fallecer en el hospital. Mis agentes no han podido arrancarle ni una palabra, porque no llegó a recobrar la razón: murió loco de horror -los ojos de pez del representante de la autoridad sostuvieron la mirada de don Jaime-. Ahora, señor Astarloa, usted se ha convertido en el último eslabón intacto de la cadena.
Campillo hizo una pausa y utilizó un pedazo del lápiz roto para rascarse bajo el peluquín.
– De encontrarme en su piel -añadió, con helada ironía- yo no me alejaría demasiado de ese precioso bastón estoque.