6

Torian, furioso y asombrado a la vez, pensó que habían pasado cinco días. Cinco miserables días llevaban viajando por aquel bochornoso erial de piedras sin una sola noche de descanso, y aún no los habían alcanzado. Cómo conseguían el elfling y la sacerdotisa mantener este ritmo implacable, cargados como iban con la princesa, era algo totalmente incomprensible para él. Había presionado a sus hombres tanto como era posible presionarlos; el primer día había cabalgado sin descanso y seguido así toda la noche. En aquel momento había tenido la seguridad de que los atraparía al día siguiente, pero transcurrió el día siguiente y su presa seguía sin aparecer. Desde entonces, no se habían detenido más que para efectuar breves períodos de descanso durante el día y no permitía que sus hombres durmieran más de tres o cuatro horas cada noche. No comprendía cómo no habían conseguido atraparlos ya. Sencillamente era increíble.

El elfling y la sacerdotisa no llevaban más que un kank con ellos, y, por otra parte, sus kanks soldados eran más veloces, aunque casi toda su ventaja en cuanto a velocidad quedaba contrarrestada por la dificultad del terreno. De todos modos, el elfling no podía haber llevado muchas provisiones y, sin duda, ya se habrían quedado sin nada a estas alturas. Torian sabía que tanto elfos como halflings estaban bien adaptados a los viajes por el desierto, y el elfling debía de haber heredado esas características. La sacerdotisa villichi tenía toda su preparación anterior para ayudarla a salir de aquello, pero ¿y Korahna? ¿Cómo podría ella sobrevivir a tantas penalidades? Casi había esperado tropezarse con su cadáver en cualquier momento. Jamás hubiera creído a la joven capaz de sobrevivir más allá de una pocas horas en las planicies, mucho menos cinco días de viaje a un ritmo forzado. Lo cierto es que parecía imposible.

Los rayos del sol que caían implacables sobre las rocas las calentaban hasta tal punto que era como si el grupo cabalgara a través del horno de un herrero. De vez en cuando durante la marcha, se escuchaban agudos estampidos restallantes, un sonido que lo había desconcertado a él y alarmado a los mercenarios hasta que se dieron cuenta de que era el ruido de las piedras al estallar por culpa del intenso calor. Parecía inconcebible que nadie pudiera resistir tanto tiempo en este infierno tostado por el sol.

Tenía la garganta reseca y sus pulmones ardían por culpa del abrasador aire que respiraban. Sus labios estaban secos y agrietados a pesar de que los humedecía constantemente, y su piel parecía a punto de agrietarse cuando la tocaba, como la piel de un pollo bien asado. Sus hombres, mercenarios aguerridos todos, apenas si conseguían mantenerse sobre sus monturas. Ya sólo quedaban seis, sin contarse él.

La segunda noche de viaje, habían perdido un hombre víctima de un dragón de fuego. El ser se había ocultado entre las rocas, camuflado por el guijarroso granulado de su piel, y, cuando el desdichado pasó por su lado, saltó sobre él y, derribándolo de su montura, le hundió los fuertes colmillos en un hombro. Los otros kanks retrocedieron ante la criatura, y las saetas lanzadas por los otros mercenarios se limitaron a rebotar en el grueso pellejo del animal. Los kanks se desbocaron y, cuando por fin consiguieron recuperar el control sobre sus monturas, el dragón había desaparecido, arrastrando con él a su desventurada víctima. Sus gritos desaforados se perdieron a lo lejos hasta cesar de forma brusca.

Al día siguiente, perdieron a otro hombre por culpa de un escarabajo suplicio. La criatura había volado desde el suelo para posarse con suavidad sobre su espalda, de modo que él no se había dado cuenta; luego se arrastró ligera por debajo de la capa hasta llegar al final de la espalda, donde lanzó el largo y delgado zarcillo puntiagudo del interior de su hocico para que penetrase en la piel y se incrustase en la columna vertebral. El mortífero aguijón estaba recubierto de una sustancia que entumecía la piel para que la víctima no pudiera sentir la picadura hasta que era demasiado tarde. Una vez que el puntiagudo zarcillo estaba bien enterrado y arrollado alrededor de las terminaciones nerviosas, el escarabajo suplicio empezaba a hacer honor a su nombre.

Su víctima empezó de improviso a chillar con todas sus fuerzas y a arañarse violentamente la espalda mientras oleadas de dolor incandescente salían disparadas de la espina dorsal al cerebro. La criatura se alimentaba de la energía paranormal generada por el dolor, y, una vez que el aguijón estaba insertado, retirarlo sin matar a la víctima era poco menos que imposible. El mercenario cayó de su montura para aterrizar, entre convulsiones y chillidos enloquecidos, sobre el pedregoso suelo.

Sus compañeros se limitaron a contemplarlo, asustados y perplejos, incapaces de descubrir la razón del tormento de su camarada. Fue Torian quien supuso cuál debía de ser la causa, y saltó de su montura para correr hacia el caído, cuchillo en mano. Con un veloz movimiento del arma, soltó la capa del convulso mercenario y vio al insecto; el quitinoso cascarón negro relucía bajo el sol mientras se aferraba a la espina dorsal de su víctima, torturándolo de un modo indecible. Torian y varios de los otros intentaron sujetar al hombre en el suelo, pero el dolor había enloquecido de tal forma al desdichado que se desasió de ellos y se incorporó de un salto.

Eliminada toda capacidad de razonar por culpa del dolor, el hombre se arrojó repetidamente contra las piedras en un inútil esfuerzo por desalojar al insecto, sin dejar ni un momento de chillar de un modo horrible, y luego, en un intento desesperado por acabar con el dolor, empezó a golpear la cabeza contra una roca. Sus compañeros no pudieron hacer otra cosa que observar horrorizados mientras la roca se teñía con su sangre. Varios se cubrieron los oídos para intentar no oír sus gritos y los sordos chasquidos goteantes producidos por el golpeteo de su cabeza contra la piedra.

Torian arrebató una ballesta a uno de los otros hombres e insertó rápidamente una saeta; pero, antes de que pudiera disparar al pobre desgraciado y liberarlo de sus sufrimientos, el hombre cayó y se desplomó en el suelo, la cabeza convertida en una masa sanguinolenta. El desdichado había preferido aplastarse el cerebro antes que padecer aquel dolor insoportable. En cuanto el escarabajo liberó el puntiagudo zarcillo, Torian levantó una piedra y lo trituró, aporreándolo hasta no dejar del repugnante insecto más que una mancha húmeda sobre el pedregoso suelo.

El espantoso espectáculo de la muerte de su camarada había acobardado al resto de los mercenarios. Esta pérdida, que se sumaba a la anterior muerte del hombre asesinado por el dragón, los había dejado conmocionados. Nada dijeron, pero sus rostros se habían mostrado sombríos, y Torian no necesitó ser un telépata para saber lo que pensaban. Le podía suceder tranquilamente a cualquiera de ellos, y, cuanto más tiempo permanecieran en aquellas tierras yermas, más probabilidades tenían de que ninguno regresara con vida.

Torian decidió que era hora de hacer una breve pausa para que descansaran los kanks y a la vez alimentarlos. Había llevado con él a dos bestias de reserva sin jinetes para transportar las provisiones; pero, cuando los hombres llegaron a su altura, observó de improviso que faltaban dos de ellos y, con ellos, los dos animales de carga.

– ¿Dónde están Dankro y Livak? -inquirió.

Los otros miraron a su alrededor y, al parecer, descubrieron entonces que dos de ellos no estaban.

– Cerraban la marcha junto con las bestias de carga -dijo uno de los hombres. Y abrió desmesuradamente los ojos al comprender lo sucedido-. ¡Los miserables bastardos han dado media vuelta! ¡Y se han llevado nuestras provisiones con ellos!

Los otros tres intercambiaron inquietas miradas. Todos sabían demasiado bien lo que eso significaba: toda su comida, todo el combustible para sus hogueras, y toda el agua de reserva, a excepción de los odres que transportaban con ellos, habían desaparecido ahora con los desertores.

– ¿Cuándo los vio alguno de vosotros por última vez? -preguntó Torian.

Volvieron a intercambiar miradas.

– Esta mañana, después de la pausa para descansar -respondió uno de ellos.

– Iban justo detrás de mí cuando nos pusimos en marcha -dijo otro-. Pero no se me ocurrió en ningún momento volver la cabeza. Después de lo sucedido con los otros, todos nos vigilábamos mutuamente las espaldas, y yo había pensado…

Su voz se apagó al darse cuenta de que, probablemente durante gran parte del día, había estado cabalgando solo en la retaguardia, sin nadie que vigilara su espalda.

– Debemos dar la vuelta al momento e ir tras ellos -dijo Rovik, el nuevo capitán.

– ¿Y perder más tiempo? -repuso Torian ceñudo-. No, que se las arreglen como puedan. Nosotros seguiremos adelante.

– ¡Pero, señor, se han llevado toda nuestra comida y agua! -protestó el capitán-. ¡Sólo nos quedan nuestros odres, y no llegarán ni al final del día!

– Lo sé muy bien -replicó el noble-. Mi situación no es diferente de la vuestra. Tendremos que beber con mucha moderación, y hacer que el agua dure lo máximo posible.

– ¿Y luego qué? -inquirió uno de los otros-. Como mucho podemos conseguir que el agua dure uno o dos días más; pero luego todos moriremos de sed. ¡Hemos de regresar! ¡Nuestra única posibilidad ahora es atrapar a Dankro y a Livak!

– ¿Y cuánta delantera crees que nos llevan? -preguntó Torian-. Ninguno de vosotros los ha visto desde esta mañana. Deben de haberse ido rezagando, para luego dar la vuelta y huir a la primera oportunidad. Viajarán a toda prisa por miedo a que los descubramos, y no se detendrán a menos que algo ahí fuera los detenga. En cuyo caso las bestias de carga se limitarán a errar sin rumbo, y no estaremos en mejor posición que ahora. Son cinco días de viaje de vuelta, si viajamos sin descanso, y nuestra agua se habrá agotado mucho antes.

– Entonces en cualquier caso, estamos todos muertos -anunció uno de los mercenarios.

– Mirad ahí -les dijo Torian, girándose y señalando en dirección a las montañas que se alzaban ante ellos a lo lejos-. Las Montañas Barrera se encuentran como mucho a otros tres o cuatro días de viaje. Yo crecí en esas montañas, y las conozco como la palma de mi mano. Una vez allí, encontraremos gran cantidad de animales y agua. Debemos seguir adelante, es nuestra única oportunidad.

– ¿Para qué? -insistió el mercenario que acababa de hablar-. Simplemente moriremos cuando no nos queden más que un día o dos de viaje para llegar a las montañas. Es inútil. Estamos acabados, Torian. Esta insensata persecución tuya nos ha matado a todos. Somos hombres muertos.

– Los muertos no necesitan agua -anunció Torian, desenvainando la espada para, acto seguido, hundirla en el pecho del hombre. El mercenario lanzó un grito y lo miró, incrédulo; luego sus ojos se vidriaron mientras se llevaba las manos a la herida y caía pesadamente de la montura.

Torian se volvió a mirar a los demás, sujetando aún la ensangrentada espada.

– ¿Alguien más cree que no hay esperanza? -Los otros se limitaron a mirarlo en sepulcral silencio-. Perfecto. Entonces podemos repartirnos su agua entre todos. Si la utilizamos con moderación, debería alargar nuestros suministros un día o dos más. A partir de ahora, yo llevaré toda el agua y la distribuiré como crea oportuno. ¿Alguna objeción?

Nadie habló.

– Entonces está decidido -anunció Torian-. Entregadme vuestros odres. A partir de este momento, no nos detendremos hasta llegar a las Montañas Barrera.


El cuarto día de su viaje por las planicies se quedaron sin comida. Habían alargado sus provisiones todo lo posible, dándole la mayor parte al kank, que tenía un apetito voraz y no podía sobrevivir únicamente de su miel; mientras que ellos se alimentaban sólo del dulce alimento, del que apenas quedaban ya algunos glóbulos. No obstante, el animal necesitaba complementar su dieta con forraje y, como no crecía nada en aquel lugar, acabaron por darle a él el resto de la miel, pero ni siquiera eso era suficiente. Al quinto día, la criatura empezó a debilitarse. Sin embargo, eso no era lo peor: también se habían quedado sin agua.

Ryana se sentía totalmente seca, y podía imaginar muy bien cómo se sentiría la princesa, quien no había dicho una palabra desde hacía horas, limitándose a aferrarse débilmente a Ryana, con los brazos alrededor de su cintura y la cabeza apoyada en la espalda. Ryana observó que incluso Sorak mostraba los efectos de todo aquel padecimiento. Al menos ella y Korahna habían podido dormir durante el viaje. Se habían turnado para ello, una sujetando a la otra para evitar que cayera, mientras que el kank se había limitado a seguir dócilmente a Sorak.

El elfling había ido a pie durante todo el viaje y, aunque se había replegado a dormir mientras el Vagabundo o Chillido se hacían cargo, el cuerpo que todos compartían no había dormido ni descansado, a excepción de las breves pausas que realizaban. Ryana podía advertir por el porte de Sorak, cada vez que salía a la superficie para hacerse cargo otra vez de su cuerpo, que el joven sentía los efectos físicos de tanto esfuerzo. Su constitución elfling podía resistir un castigo mayor que el que era capaz de soportar un humano, pero incluso él se sentía cansado ahora.

Ryana notó cómo las manos de Korahna se aflojaban y se volvió justo a tiempo de sujetarla antes de que cayera.

– ¡Sorak! -gritó.

Él se detuvo y se volvió; la contempló agotado.

– Korahna se ha desmayado -explicó ella.

– Suéltala -indicó él, regresando junto al kank.

Tomó a la princesa en sus brazos cuando Ryana la bajó con cuidado del lomo del animal, tras lo cual la joven desmontó para colocarse junto a él y ayudarlo a depositarla con suavidad sobre el suelo.

– Jamás creí que llegaría viva tan lejos -comentó la muchacha-. Yo apenas si puedo mantenerme en pie.

– Fui muy egoísta al traerla con nosotros -asintió Sorak-. Habría estado mejor con Torian.

– Ella dijo que prefería morir -repuso Ryana.

– Me temo que así será. No le quedan fuerzas. Ha llegado hasta aquí sólo gracias a su coraje, y eso ya no es suficiente. Habrá muerto al anochecer.

Ryana miró por encima del hombro en dirección a las montañas.

– Otros tres o cuatro días de viaje y habríamos llegado al final de este erial. -Suspiró resignada-. Si es que Torian no ha dado media vuelta hace tiempo, no encontrará más que nuestros cadáveres.

– No estamos muertos aún -dijo Sorak.

– Pronto anochecerá -observó Ryana, mirando hacia las montañas- Hasta ahora, Chillido nos ha mantenido a salvo al comunicarse con las criaturas que se nos acercaban, pero Chillido no puede sacar agua de las piedras. Y, cuando nuestros cuerpos ya no puedan más, nos convertiremos en el banquete de algún animal hambriento. Parece que el Sabio se ha limitado a atraernos hacia nuestra propia muerte.

No obtuvo respuesta de Sorak. Se volvió y lo encontró sentado con las piernas cruzadas en el suelo junto a la princesa, que yacía inmóvil y respiraba tan débilmente que su pecho apenas se movía. Por su aspecto parecía como si la lividez de la muerte empezara a adueñarse de ella. Sorak tenía los ojos cerrados, y respiraba despacio, profundamente y con regularidad. En ese instante, Ryana empezó a sentir el calor.

Era un calor que no provenía del sol, que estaba ya muy bajo en el horizonte. Tampoco procedía de las piedras abrasadas por el astro rey, que aún notaba calientes bajo sus pies; ni tampoco surgía de dentro de ella. Provenía de Sorak.

Mientras observaba, empezó a percibir las oleadas de calor que relucían alrededor del joven, y el rostro de éste adoptó una expresión del todo distinta. Era más que un simple cambio aparente. La boca, que por lo general se mostraba dura, cruel y sensual, se había dulcificado, y los labios parecían más gruesos; la acostumbrada expresión obstinada se tornó beatífica y serena. Y, cuando abrió los ojos y la miró, ella descubrió que el color del iris había pasado del marrón oscuro al azul celeste.

– Kether -murmuró Ryana.

El ente le tendió la mano. Ella la tomó y sintió cómo un calor revitalizante fluía a su interior. Cerró los ojos mientras la energía recorría sus brazos.

Entonces, sin soltarle la mano, Kether extendió la otra y posó ligeramente las puntas de los dedos sobre la frente de Korahna. La princesa entreabrió los labios y, aspirando con fuerza, profirió un débil gemido.

En el mismo instante en que la princesa Korahna aspiraba profundamente, un ligero mareo se apoderó de Ryana, y, aunque tenía los ojos cerrados, le pareció «ver» el interior de una gran biblioteca, parecida a la del templo villichi, solamente que mucho más lujosa, con rollos de pergaminos almacenados en hileras de cubículos tallados en bruñida obsidiana incrustada de plata batida. Comprendió que se trataba de la biblioteca templaria del palacio del Rey Espectro, donde Korahna había descubierto por primera vez las obras de los protectores.

Luego, vio las calles de Nibenay por la noche, con mendigos acurrucados en los portales y prostitutas desastradas repantigadas en las entradas de oscuros callejones. Oyó el llanto de niños hambrientos que salía de las ventanas superiores, y vio a las ancianas rebuscando entre la basura de las calles algún resto comestible que llevarse a la boca. La invadió una profunda tristeza al contemplar el estado al que habían sido reducidas estas personas, y notó cómo resbalaban las lágrimas por sus mejillas, aunque no era ella quien lloraba. Las imágenes se arremolinaban en su subconsciente: rostros en tabernas mientras Korahna intentaba establecer contacto con la Alianza del Velo, figuras encapuchadas que la abordaban en una habitación en sombras, una escapada a hurtadillas fuera del recinto de palacio por la noche para asistir a reuniones clandestinas. Más y más deprisa los recuerdos fluían a través de ella, y experimentó la vida de Korahna en una oleada caleidoscópica de pensamientos, sensaciones e impresiones.

Entonces, con la misma brusquedad con que se había iniciado, todo terminó, y Ryana notó cómo la mano de Kether soltaba la suya.

Abrió los ojos y se encontró empapada de sudor, y con una especie de hormigueo por todo el cuerpo. Se sentía mareada y, sin embargo, al mismo tiempo ya no se notaba cansada. Aún estaba hambrienta y sedienta, pero era como si hubiera recobrado el aliento y recibido nuevas energías. Korahna abrió los ojos con un parpadeo y aspiró con fuerza.

– He tenido un sueño de lo más sorprendente… -dijo, sentándose en el suelo.

Sorak tenía la cabeza apoyada sobre el pecho, y respiraba pesadamente.

El calor había desaparecido ahora, aunque Ryana sentía aún sus efectos residuales. El sol, que, por lo que recordaba Ryana había empezado a hundirse bajo la línea del horizonte hacía sólo unos instantes, se había puesto hacía ya mucho tiempo porque las lunas gemelas, Ral y Guthay, proyectaban su luz fantasmal sobre las planicies. Sorak alzó la cabeza, los ojos cerrados todavía, y aspiró con fuerza; luego soltó el aire muy despacio.

– Creo que ahora podemos seguir -anunció, abriendo los ojos.

Ryana y la princesa se contemplaban mutuamente con asombro. Algo increíble había pasado entre ambas, y las dos sabían que de alguna manera se había forjado un vínculo que nunca podría romperse. De improviso era como si se conocieran de toda la vida. Eran como hermanas, sólo que más que hermanas, ya que, gracias a Kether, habían compartido una intimidad más profunda de la que muchos hermanos podían conseguir.

– No comprendo lo que ha sucedido -dijo Korahna despacio-. Parecía un curioso sueño, y no obstante no era ningún sueño, ¿verdad?

– No -contestó Ryana-, no era un sueño.

La princesa clavó la mirada en Sorak.

– Pero ¿cómo…? -Su voz se apagó. No se le ocurría cómo formular la pregunta.

– No es algo que pudiéramos siquiera empezar a comprender, Korahna -le dijo Ryana-. No podemos hacer otra cosa que aceptarlo. Kether nos dio energía, y mucho más que eso. Mucho más.

– ¿Kether? -inquirió Korahna. Y entonces miró a Sorak, y comprendió que lo sabía porque Ryana se lo había transmitido. Por vez primera, comprendió quién y qué era en realidad el elfling-. Una tribu de uno -musitó. Jamás había oído mencionar tal cosa, pero de improviso sabía lo que significaba.

– Sorak -dijo de repente Ryana-, ¡mira!

A unos dos kilómetros más o menos de distancia, justo en dirección este, donde el terreno empezaba a elevarse, ardía un fuego.

– ¡Torian! -exclamó Korahna-. ¡Nos ha rodeado!

– No -replicó Sorak-. Ésa no es la luz de una fogata. Aquí no hay nada que arda, y, aunque Torian hubiera traído antorchas o madera para encender una hoguera, no despediría esa clase de luz. Sus llamas son azules, luego verdes y luego vuelven a ser azules.

– Como el fuego del pergamino que contenía el conjuro -señaló Ryana. -¿El Sabio? -preguntó Korahna. -¿Será posible que hayamos encontrado su refugio? -inquirió Ryana.

– A lo mejor -respondió Sorak-. Lo sabremos cuando lleguemos allí. Vamos, démonos prisa.

Las dos mujeres volvieron a montar, y el kank se alzó a regañadientes y se puso en marcha para seguir a Sorak. El animal estaba cansado y débil, y Ryana no creyó que pudiera viajar durante mucho más tiempo. Se encontraban a menos de dos kilómetros del lugar en el que ardía la llama, pero ¿qué encontrarían cuando llegaran? El terreno había empezado a elevarse, ascendiendo de trecho en trecho en dirección a las montañas, que se encontraban aún a varios días de viaje. Aquí las rocas eran mayores y había más afloramientos rocosos, a través de los cuales tenían que abrirse paso. En más de una ocasión perdieron de vista la llama mientras avanzaban lentamente hacia ella; pero, a pesar de ello, se fueron acercando de forma lenta y continuada, zigzagueando por un laberinto de fisuras rocosas que se asemejaban a los muros de una fortaleza. A lo lejos, oyeron el sonido de una criatura de gran tamaño rugiendo mientras cazaba… o mientras la cazaban.

Al aproximarse más a la llama, Ryana pudo observar que desde luego no era una fogata, sino una elevada columna de fuego azul verdoso que parecía brotar de la roca viva.

– ¿Cómo es posible que arda la piedra? -inquirió Korahna con asombro mientras contemplaba fijamente la llama.

– Mediante la magia -respondió Ryana.

Cuando por fin llegaron ante ella, comprobaron que era la misma clase de llama que les había indicado el camino a través de los altiplanos y las tierras yermas; la llama mágica que había liberado el conjuro del pergamino. Sin embargo, era imposible que hubiera estado ardiendo todo este tiempo, se dijo Ryana. La habrían divisado a kilómetros de distancia. Parecía brotar directamente de la piedra al pie de un enorme afloramiento de rocas que tenían delante y que los rodeaba por tres lados, de modo que la única salida se encontraba en el lugar por el que habían venido. Sorak se detuvo a cierta distancia de la columna de fuego y la observó con atención.

– Aquí no hay nada -dijo Ryana mirando a su alrededor-. El sendero ha llegado a un callejón sin salida.

– Si Torian nos encuentra ahora, estaremos atrapados -observó Korahna en tono aprensivo-. No hay forma de salir si no es por donde hemos venido.

– Se nos ha traído aquí por un motivo -indicó Sorak.

– ¿Qué? -exclamó Ryana-. Aquí no hay nada.

– Se nos ha traído aquí por un motivo -repitió el joven.

– Venid -llamó de improviso una voz profunda y resonante, la misma voz que habían oído con anterioridad, indicándoles que fueran a Nibenay. Salía del interior de las llamas.

– ¿Ir adónde? -inquirió Ryana.

– Venid -repitió de nuevo la voz.

Sorak dio un paso al frente.

– Pero ¿qué estás haciendo? -dijo Ryana, sujetándolo del brazo.

– Hemos de acercarnos a la llama -repuso él.

– No siento ningún deseo de acercarme más de lo que estoy ahora -manifestó ella, la mirada fija en la columna de fuego.

Sorak se desasió con suavidad.

– No hemos recorrido todo este camino para fracasar ahora -replicó-. Hemos de hacer lo que se nos ordena.

– No te acerques demasiado -advirtió ella llena de inquietud.

Sorak se acercó más a la llama.

– Venid -volvió a llamar la voz.

Él se adelantó aún más, hasta casi tocarla.

– Venid -dijo la voz, una vez más.

Sorak dio una zancada al frente.

– ¡Sorak! -chilló Ryana.

El elfling se encontraba a pocos centímetros de la llama.

– Venid -repitió la voz.

– ¡Sorak, no! -gritó Ryana, intentando sujetarlo.

El joven penetró en el interior de la llama.

Korahna lanzó un grito de terror, llevándose las manos a la boca. Sorak había desaparecido por completo. Ryana se quedó paralizada, los ojos abiertos de par en par incapaces de creer lo que veían. Y entonces la voz volvió a hablar:

– Venid.

– Ryana, hemos de dar la vuelta -dijo Korahna.

La muchacha se limitó a contemplar sin decir nada el punto por el que Sorak había penetrado en aquel fuego azulverdoso.

– Ryana, es demasiado tarde -añadió Korahna-. Ha desaparecido. Debemos huir de este lugar.

Ryana se dio la vuelta para mirarla, y se limitó a negar con la cabeza.

– Ryana, por favor…, apártate.

– No -dijo ella, y se acercó más a la llama.

– ¡Ryana! -La princesa corrió tras ella y la sujetó por el brazo, intentando alejarla de allí-. ¡No lo hagas! Sorak se ha matado. ¡No hay motivo para que tú también pierdas la vida!

– ¿Notas el calor, Korahna?

– ¿Qué?

– El calor. ¿Notas el calor?

– No te preocupes que ya lo sentirás si te acercas más -dijo la princesa-. Apártate, Ryana. Por favor, te lo suplico.

– Ya deberíamos notarlo -indicó la joven con los ojos fijos en el fuego-. Encontrándonos como estamos tan cerca de una llamarada de este tamaño, deberíamos sentir su calor. Y, sin embargo, no hay calor, ¿verdad?

Korahna se limitó a contemplarla perpleja.

– ¿Lo hay?

– No -admitió Korahna, parpadeando.

– Dijiste que eras valiente -dijo Ryana, tomándola de la mano-. Dijiste que preferías morir a fracasar en tu empeño de ser dueña y señora de tu destino. Ha llegado el momento de confirmar esas palabras.

La princesa tragó saliva con fuerza y sacudió la cabeza mientras Ryana tiraba de ella hacia el fuego.

– ¡No, deténte! ¿Qué haces?

– Debemos seguir a Sorak.

Korahna se soltó violentamente.

– ¿Estás loca? ¡Nos quemaremos igual que él!

– ¿Cómo es que arde la piedra? -inquirió Ryana-. ¿Cómo es que las llamas no despiden calor? Eso no es un fuego corriente, Korahna. No creo que vaya a quemarnos.

La princesa se humedeció los labios y tragó con fuerza.

– Ryana…, tengo miedo.

– Sorak penetró en el fuego. ¿Lo oíste chillar?

– No -respondió ella, como si se diera cuenta por primera vez.

– Me dijiste que tenías valor -dijo Ryana-. Coge mi mano.

Mordiéndose el labio, Korahna le tendió la mano.

– Venid -repitió la voz que surgía de las llamas.

Las dos penetraron en el fuego.

Como por un milagro, la sensación era de frescor. Korahna se maravilló de cómo atravesaban las llamas. El fuego las envolvía por todas partes y, aun así, no quemaba. Parecía casi como si pasaran a través de una cascada, excepto que tampoco se mojaban. Salieron a una gruta iluminada por rocas fosforescentes. Una luz verdosa que emanaba de las paredes impregnaba la rocosa estancia. Y oyeron el goteo del agua.

– ¿Cómo es que tardasteis tanto? -preguntó Sorak.

– ¡Agua! -exclamó Korahna con una carcajada, al descubrir el estanque situado al fondo de la gruta. Sorak se encontraba junto a él, la melena empapada y chorreando agua.

– Bebed cuanto queráis -dijo-. Es agua de un arroyo que aflora a través de la piedra.

– Pero… ¿adónde va? -inquirió Ryana, perpleja.

– Fluye por este corredor de aquí -explicó él, señalando un túnel en sombras cerca de la parte trasera de la cueva-. Debe de existir una caverna más abajo.

Mientras Korahna llenaba los odres de todos, Ryana se acercó hasta Sorak y miró en la dirección que indicaba. En la zona posterior de la gruta, al otro lado del estanque, se veía un saliente que ocultaba parcialmente un túnel que se perdía en el interior de la roca. Escuchó el rumor del agua fluyendo despacio por una parte de aquel pasadizo. Al rodear el estanque, descubrieron que el túnel se inclinaba ligeramente a la derecha. El agua que borboteaba desde el arroyo había excavado con los años un canal en la piedra, y había una repisa en uno de los lados, lo bastante ancha para poder pasar.

Escucharon unos arañazos en el suelo a su espalda y al volverse vieron que la llama que cubría la entrada había desaparecido y que el kank se había acercado a la abertura, donde crecían algunas plantas en la piedra, alimentadas sus raíces por la humedad de la caverna.

– Bueno, al menos el kank no se quedará con hambre -dijo Ryana-. Nosotros, en cambio, aún hemos de encontrar comida.

– Me alegro de que hayamos encontrado agua -repuso Sorak-. Empezaba a desesperar de nuestras posibilidades. Sin duda, fue el Sabio quien nos guió hasta aquí.

– Si Torian aún nos sigue, también habrá visto ese fuego -indicó Ryana.

– Sí, pero ahora ha desaparecido -replicó Sorak-. Y, sin la llama para guiarle, no es probable que consiga encontrar este lugar. Está bien escondido.

– Me sentiría mejor si nos pusiéramos en camino después de un corto descanso -insistió Ryana.

– No -Sorak negó con la cabeza-; aún no. No creo que la única razón de que nos dirigieran hasta este lugar fuera para que encontrásemos agua. La columna de fuego que ocultaba la entrada a este sitio era para poner a prueba nuestra intrepidez. Aquí hay algo más que hemos de encontrar.

– Yo no veo nada aquí excepto la gruta -dijo Ryana, mirando en derredor.

– Ahí, a lo mejor -repuso Sorak, indicando el túnel.

Korahna llegó junto a ellos mientras él lo decía.

– ¿No estaréis pensando en bajar por allí, verdad?

– ¿Por qué no?

– No hay forma de saber lo que nos aguarda ahí abajo -respondió la princesa.

– Existe un modo -anunció Sorak al tiempo que se inclinaba para pasar por debajo del saliente e iniciaba el descenso por el túnel.

– Primero a través del fuego, ahora al interior de un agujero negro -dijo Korahna y, tras un suspiro, añadió-: No puedo decir que este viaje haya carecido de emociones.

– Pues yo, con mucho gusto habría prescindido de la mayoría de esas emociones -repuso Ryana con una sonrisa-. Después de vos, alteza.

Korahna hizo una mueca y pasó bajo el saliente para seguir a Sorak. Descendieron despacio por el pasadizo, el cual, al igual que la caverna, estaba débilmente iluminado por la piedra fosforescente. El agua corría junto a ellos por un canal mientras avanzaban por una progresiva pendiente, andando a tientas junto a la pared del túnel. Ryana intentó aguzar el oído para detectar el sonido de un torrente impetuoso, que pudiera indicar una repentina bajada perpendicular, pero sabía que Sorak advertiría cualquier peligro mucho antes que ella. Su oído era mucho más fino y veía bien en la oscuridad. La inclinación del pasadizo fue aumentando poco a poco, y se fueron adentrando más bajo tierra. El túnel corrió en línea recta durante un rato, y luego volvió a girar y girar. En ese momento, Sorak se encontraba ya muy por delante de ellas.

Ryana no estaba segura de cuánto habían andado, cuando lo oyó gritar:

– ¡Ryana! ¡Princesa! ¡Venid deprisa!

Temerosa de que hubiera sucedido algo, Ryana adelantó precipitadamente a la princesa, desenvainando la espada. El túnel torció bruscamente, y la joven divisó luz más adelante. Al oír cómo Korahna, a su espalda, apresuraba el paso para alcanzarla, Ryana echó a correr. Cuando llegó al final del pasadizo, se detuvo en seco y lanzó una exclamación ahogada.

El túnel terminaba en una enorme caverna, recorrida por vetas fosforescentes que iluminaban su inmensa extensión como si se tratara de la luz de la luna. El agua continuaba fluyendo en un arroyo ondulante que descendía por una pendiente y seguía en dirección al centro de la cueva, donde se alzaban unas antiguas ruinas. Era una torre del homenaje, con un torreón de piedra que se elevaba sobre los muros de roca. El arroyo fluía al interior de un lago subterráneo, y el alcázar se alzaba sobre una isla en su mismo centro. A su izquierda, un puente de piedra en forma de arco salvaba las aguas del lago, para conducir hasta la isla.

Ryana oyó cómo la princesa ahogaba una exclamación al salir del túnel a su espalda.

– ¡Una fortaleza! -exclamó Korahna-. ¡Una fortaleza subterránea! ¡Por su estilo debe de tener miles de años! Pero… ¿quién puede haberla construido?

– Una de las razas antiguas, de las que sólo quedan leyendas -contestó Ryana- He oído historias sobre ciudades y ruinas bajo tierra, pero nunca conocí a nadie que las hubiera visto en realidad.

– Se dice que tales lugares están habitados por espíritus -indicó Korahna con cierta inquietud.

– Tal vez es así -dijo Sorak-. Y, sin embargo, se nos ha guiado aquí para que encontrásemos este lugar. Creo que es posible que hayamos encontrado el refugio del Sabio.


– ¡Nos perderemos para siempre en este laberinto de roca! -se quejó Rovik.

– No haremos tal cosa -replicó Torian-. He observado el camino, y el rastro pasa por aquí. Lo que es más, no pueden llevarnos más de una hora o dos de delantera, como mucho. Estas huellas de kank están todavía frescas. Fueron en dirección a ese fuego que vimos anoche.

– Pero ahora ya no hay fuego -dijo Rovik-. Lo que fuera, se ha consumido. Ya no hay un faro que nos guíe.

– No, pero está a punto de amanecer, y el rastro resultará más fácil de seguir -repuso Torian-. Dame otra antorcha.

– Ésa era la última -contestó el otro-. Las restantes se fueron con nuestras provisiones y aquellos desertores miserables.

– Ya me ocuparé de ellos cuando regresemos -aseguró el noble, arrojando los restos chisporroteantes de la última antorcha al suelo con enojo.

– ¿Qué pueden haber encontrado que arda aquí? -inquirió uno de los mercenarios.

– No era ninguna fogata -contestó Torian-. Era una llama demasiado brillante.

– ¿Y os disteis cuenta de que ardía en tonos azules y verdes? -apuntó otro de los mercenarios-. ¡Era la hoguera de una bruja!

– Dudo que una bruja tuviera más posibilidades de sobrevivir aquí que cualquier otra cosa -respondió Torian irónico-. Sin duda era un fuego volcánico, y ése era el motivo de que ardiera así.

– ¿Un volcán? -repitió el mercenario alarmado-. ¿Queréis decir como la Cresta Humeante?

– Tranquilízate -dijo el noble-. Si fuera un volcán como la Cresta Humeante, habríamos visto el cono de la montaña elevándose en el aire desde kilómetros de distancia. Y, de haber sido una erupción total, todo el cielo habría estado rojo. Tiene que tratarse de una pequeña fisura o pozo de azufre que de cuando en cuando vomita alguna llamarada. Estaremos totalmente a salvo.

– Tan a salvo como puede estarlo cualquiera en esta tierra desierta -rezongó el mercenario.

– ¿Es que un elfling y dos mujeres van a ser más valientes que todos vosotros? -preguntó Torian sarcástico-. La princesa ha llevado siempre una cómoda existencia de aristócrata real, y, por sorprendente que parezca, ha conseguido llegar hasta aquí. ¿Acaso tiene ella más fortaleza que vosotros?

– Si sigue viva, a lo mejor es así -repuso el mercenario-. Pero lo más probable es que esté muerta, y que ellos hayan abandonado su cuerpo en alguna parte entre todas estas rocas.

– Si así fuera, habría visto alguna señal de ello -contestó Torian-. No, está viva. Ellos no tendrían ninguna razón para transportar su cadáver. Y los atraparemos pronto. La cacería casi ha finalizado.

– ¿Qué haréis con el elfling cuando lo encontréis? -quiso saber el mercenario.

– Lo cortaré en trocitos, y me llevaré su cabeza como trofeo.

– ¿Y la sacerdotisa? ¿La mataréis también?

– No me importa lo que le suceda a la sacerdotisa. Os la podéis quedar si así lo deseáis.

Los mercenarios sonrieron.

Загрузка...