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Viajaron hacia el este, avanzando a un ritmo regular pero sin prisas. El oasis de Arroyo Plateado se encontraba a unos noventa kilómetros en línea recta a través del desierto del punto donde habían acampado en la loma. Sorak calculó que necesitarían al menos dos días para realizar el trayecto si andaban entre ocho y diez horas al día. El ritmo llevado les permitía períodos de descanso cortos y regulares, pero no nada que pudiera reducir su marcha.

Ryana sabía que Sorak habría ido más deprisa si hubiera viajado solo, ya que su ascendencia elfa y halfling hacía que estuviera más adaptado a un viaje por el desierto. Al ser villichi, la constitución de Ryana era superior a la de la mayoría de los humanos, y su preparación en el convento le había proporcionado una excelente base; pero, aun así, no podía igualar la capacidad natural de resistencia de Sorak. El sol oscuro podía minar rápidamente las fuerzas de cualquier viajero, e, incluso con el implacable calor abrasador de un verano athasiano, los elfos podían correr durante kilómetros a velocidades que podían quebrar el corazón de cualquier humano que intentara mantener su ritmo. En cuanto a los halflings, lo que les faltaba en estatura, lo compensaban en fuerza bruta y aguante. En Sorak se combinaban los mejores atributos de ambas razas.

Tal y como Ryana le había recordado, el desierto había intentado acabar con él años atrás, y había fracasado. Un niño humano abandonado en el desierto no habría tenido la menor esperanza de sobrevivir más allá de unas pocas horas, pero Sorak había sobrevivido durante días sin comida ni agua hasta que lo rescataron. No obstante, había transcurrido mucho tiempo desde entonces, y el desierto ejercía una siniestra fascinación sobre él. Siempre pensaría en las Montañas Resonantes como su hogar, pero era en el desierto donde había nacido… y había estado a punto de morir.

Mientras Ryana caminaba junto a él, Sorak permanecía silencioso, como si hubiera olvidado su presencia, aunque la joven sabía que no era así; su compañero estaba absorto en una conversación silenciosa con su tribu interior. Reconocía las señales. En tales ocasiones, Sorak parecía muy distante y preocupado, como si se encontrara a miles de kilómetros de distancia. Su expresión facial era neutra, pero al mismo tiempo transmitía una curiosa impresión de vigilancia independiente. Si ella le hubiera hablado, él habría oído o, más concretamente, la Centinela habría escuchado y desviado la atención de Sorak hacia aquel estímulo externo. De todos modos, la joven optó por mantener su silencio, para no interrumpir la conversación que no podía oír.

Desde que conocía a Sorak, que era casi de toda la vida, Ryana se preguntaba qué debía de sentir él al tener tanta gente diferente viviendo en su interior. Eran un grupo curioso y fascinante, y a algunos los conocía bastante bien, mientras que de otros apenas si sabía nada. Y existían algunos con los que nunca había entrado en contacto. Sorak le había dicho que él conocía al menos una docena de personalidades. Ryana conocía sólo nueve.

Estaba el Vagabundo, que se encontraba más a gusto cuando deambulaba por los bosques montañosos y cazaba en plena naturaleza, y que odiaba tanto la ciudad que se había manifestado en contadas ocasiones mientras Sorak estaba en Tyr. De niños, cuando Ryana y Sorak salían de excursión por los bosques de las Montañas Resonantes, era siempre el Vagabundo quien ocupaba la vanguardia de la conciencia del muchacho. Era un ser silencioso y fuerte y, por lo que ella sabía, con el único miembro de la tribu interior de Sorak con el que parecía relacionarse era con Poesía, cuya naturaleza juguetona e infantil capacidad de asombro compensaban el austero pragmatismo introspectivo del Vagabundo.

Ryana había tratado a Poesía en muchas ocasiones, pero le había gustado más cuando era niña que ahora. Mientras que Sorak y ella habían madurado, Poesía seguía siendo infantil y, cuando salía al exterior, por lo general lo hacía para maravillarse ante alguna flor silvestre o para cantar o tocar su flauta de madera, que Sorak guardaba sujeta a su mochila. El instrumento era casi tan largo como el brazo del muchacho y tallado en resistente madera azul de pagafa. Sorak no sabía tocarlo, pero Poesía parecía poseer una habilidad innata para tocar cualquier instrumento musical que cayera en sus manos. La joven no sabía qué edad podría tener Poesía, pero al parecer había «nacido» después de que Sorak llegara al convento; la muchacha suponía que no había existido antes de esa época porque Sorak había sublimado esas cualidades en su interior. Su primera infancia debía de haber sido terrible, pensaba Ryana, que no comprendía qué podía recuperar Sorak si conseguía recordarla.

Tampoco Eyron lo comprendía. Si Poesía era el niño que había en el interior de Sorak, Eyron era el adulto cínico y hastiado del mundo que siempre sopesaba las consecuencias de cualquier acción que tomaran los otros. Por cada motivo que Sorak tuviera para hacer algo, Eyron acostumbraba aparecer con dos o tres motivos para no hacerlo. La búsqueda del joven era uno de esos casos; Eyron había abogado por que Sorak siguiera ignorando su pasado. ¿Qué podía importar en realidad, había preguntado, que Sorak averiguara de qué tribu provenía? En el mejor de los casos, todo lo que averiguaría era qué tribu lo había desterrado. ¿En qué lo beneficiaría saber quiénes eran sus padres? Uno era elfo; el otro halfling. ¿Existía alguna razón acuciante para saber más? ¿Que más daba, había añadido Eyron, que Sorak no supiera jamás las circunstancias que habían conducido a su nacimiento? A lo mejor sus padres se habían conocido, enamorado y apareado, en contra de todas las creencias y convenciones de sus respectivas tribus y razas; si había sido así, era posible que a ambos los hubieran desterrado o algo peor. Por otra parte, tal vez a la madre de Sorak la habían violado durante un ataque contra su tribu, y el joven había sido el resultado: no tan sólo un hijo no deseado, sino uno que era odioso tanto a su madre como a su gente. Cualquiera que fuera la verdad, había insistido la entidad, no se ganaría nada averiguándolo. Sorak había abandonado el convento, y su vida era suya para empezar de nuevo. Podía vivir como quisiera.

Sorak no estaba de acuerdo, pues creía que jamás encontraría un significado o un propósito a su vida hasta descubrir quién era y de dónde venía. Incluso aunque decidiera dejar atrás su pasado, primero tendría que saber qué era lo que dejaba.

Cuando Sorak le contó a Ryana esta discusión, ella comprendió que, en cierto modo, él había estado discutiendo consigo mismo. Había sido un debate entre dos personalidades totalmente distintas, pero al mismo tiempo había sido una discusión entre aspectos diferentes de la misma personalidad, aunque en el caso de Sorak esos aspectos diferentes habían alcanzado un desarrollo completo como individuos independientes. La Guardiana era un ejemplo excelente ya que encarnaba los aspectos empáticos y protectores del muchacho, convertidos en una personalidad maternal cuyo papel no sólo era proteger la tribu, sino mantener también el equilibrio entre sus miembros.

Gracias a la lectura de los diarios de las dos sacerdotisas villichis que también habían sido tribus de uno, Ryana había averiguado que la cooperación entre las diferentes personalidades no era de ningún modo la regla… sino más bien lo contrario. Las dos mujeres habían escrito que de niñas no comprendían realmente su situación, y que a menudo habían experimentado «lapsos», como ellas los llamaban, durante los cuales eran incapaces de recordar períodos de tiempo que iban desde varias horas a varios días. Durante ese tiempo, una de sus otras personalidades salía al exterior y, tras tomar el control, actuaba de un modo que solía ser totalmente contradictorio con el comportamiento de la personalidad principal. Al principio, ninguna de ellas era consciente de poseer otras personalidades, y, aunque estas personalidades conocían la existencia de la principal, no siempre sabían de la existencia de las otras. Era, a juicio de las víctimas, una existencia confusa y aterradora.

Como había sucedido con Sorak, la instrucción recibida en el convento villichi permitió a estas mujeres tener conciencia de la existencia de sus otras personalidades y llegar a adaptarse a ellas. El estudio del Sendero no sólo evitó que perdieran la razón, sino que también les abrió nuevas posibilidades de llevar unas vidas normales y productivas.

En el caso de Sorak, la Guardiana había sido la primera en responder y la que había servido de conducto entre el joven y los otros miembros de su tribu interior. Esta entidad poseía los poderes de la telepatía y la telequinesia, en tanto que Sorak, contrariamente a lo que se había pensado en un principio, no parecía poseer ningún poder paranormal.

Esta carencia había frustrado al muchacho enormemente durante sus sesiones de adiestramiento, y, cuando esa frustración llegaba a su punto máximo, la Guardiana asumía siempre el control. Fue la gran señora Varanna quien primero se dio cuenta de ello y persuadió a la entidad para que se mostrara abiertamente, convenciéndola de que no beneficiaría en nada a Sorak intentando protegerlo de la verdad sobre sí mismo. Para Sorak, aquello había sido un momento crucial.

Debido a que la Guardiana hablaba siempre con la voz del joven, Ryana no se había dado cuenta nunca de que era una mujer, y no averiguó la verdad sobre el sexo de la entidad hasta el día en que confesó a Sorak que lo deseaba. No menos espantoso fue el descubrimiento de que Sorak poseía al menos otras dos personalidades femeninas en su interior: la Centinela, que jamás dormía y hablaba en contadas ocasiones, y Kivara, una jovencita traviesa y maliciosa con un temperamento sumamente curioso y abiertamente sensual. Ryana no había hablado nunca con la Centinela, quien jamás se manifestaba al exterior, ni tampoco había conocido a Kivara. Cuando la Guardiana aparecía, por lo general se manifestaba de tal manera que no se producía ninguna alteración visible en la personalidad o el comportamiento de Sorak; en cambio, por la forma en que el joven hablaba de Kivara, quedaba claro que ésta nunca podría ser tan sutil. Ryana no era capaz de imaginar cómo podría ser Kivara, aunque tampoco estaba muy segura de querer saberlo.

Conocía a otras tres de las personalidades que Sorak poseía. O quizás eran ellas quienes lo poseían a él. Estaba Chillido, la entidad animal que sólo podía comunicarse con otras criaturas salvajes, y la Sombra, una presencia enigmática, lúgubre y aterradora que habitaba las profundidades del subconsciente de Sorak y sólo emergía cuando la tribu se enfrentaba a algo que amenazara su supervivencia; y finalmente existía Kether, el gran misterio en la complicada multiplicidad del elfling.

Ryana únicamente se había encontrado con Kether una vez, aunque había hablado con Sorak de la extraña entidad en numerosas ocasiones. La vez que lo había visto, Kether había exhibido poderes que parecían casi mágicos, aunque debían de ser paranormales, pues Sorak no había recibido nunca enseñanzas en el terreno de la magia. De todos modos, eso era simplemente una suposición lógica y, cuando se trataba de Kether, Ryana no estaba muy segura de que pudiera aplicarse la lógica. Ni siquiera Sorak sabía qué pensar de aquella entidad.

– Al contrario que los otros, Kether no forma realmente parte de la tribu interior -le dijo Sorak al contarle ella lo que pensaba. Se mostraba nervioso mientras intentaba explicar lo poco que comprendía sobre aquella rara y etérea entidad llamada Kether-. Al menos, no parece serlo. Los otros conocen su existencia, pero no se comunican con él, y no saben de dónde procede.

– Hablas como si él viniera de algún lugar fuera de ti -observó Ryana.

– Sí, lo sé. Es que eso es exactamente lo que parece.

– Pero… no comprendo. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible?

– Lo cierto es que no lo sé -respondió Sorak encogiéndose de hombros-. Ojalá pudiera explicarlo mejor, pero no puedo. Fue Kether quien se manifestó cuando agonizaba en el desierto y lanzó una llamada paranormal tan potente que alcanzó a la venerable Al´Kali, que se encontraba en la cima del Diente del Dragón. Ni yo ni ninguno de los otros hemos conseguido reproducir esa hazaña. No poseemos ese poder. La gran señora Varanna siempre creyó que el poder estaba en mi interior, pero sospecho que el poder se encuentra en realidad en Kether y que yo soy un simple conducto por el que de vez en cuando fluye. Kether es con mucho el más fuerte de nosotros, más poderoso incluso que la Sombra, pero sin embargo no parece formar parte de nosotros. No lo siento dentro de mí, como me sucede con el resto.

– A lo mejor no lo sientes porque habita muy por debajo de tu nivel de conciencia, como el núcleo infantil del que hablabas -sugirió Ryana.

– Es posible -concedió él-, aunque soy consciente de la presencia del núcleo infantil, si bien de forma muy vaga. También noto la presencia de otros que están profundamente enterrados y no se manifiestan… o al menos se han abstenido de salir hasta ahora. Percibo su presencia; los noto a través de la Guardiana. Pero con Kether la sensación es muy diferente; es algo que resulta muy difícil de describir.

– Inténtalo.

– Es… -Sacudió la cabeza-. No sé si puedo expresarlo correctamente. Existe una profunda calidez que parece extenderse por todo mi cuerpo y una sensación de… vértigo, aunque quizás ésa no es la palabra correcta. Es una especie de levedad, una sensación de rotación, casi como si cayera desde una gran altura… y luego simplemente me desvanezco. Cuando regreso, todavía existe esa sensación de gran calidez, que permanece ahí durante un rato para luego desaparecer muy despacio. Y, por mucho tiempo que Kether me haya poseído, por lo general no consigo recordar nada.

– Cuando hablas de cómo se manifiestan los otros -indicó Ryana-, dices sencillamente que ellos «salen al exterior». Pero, cuando te refieres a Kether, hablas de haber estado poseído.

– Sí, es así como lo siento. No es como si Kether surgiera de dentro de mí, sino como si… descendiera sobre mí.

– Pero ¿desde dónde?

– Ojalá lo supiera. Del mundo de los espíritus tal vez.

– ¿Crees que Kether es un demonio?

– No, los demonios son criaturas que aparecen en las leyendas. Sabemos que no existen, aunque sí existen los espíritus que son la esencia que anima todo ser vivo. El Sendero nos enseña que el espíritu nunca muere realmente, que sobrevive a la muerte corporal y se une a la aún más poderosa energía vital del universo. Se nos enseña que las apariciones son una forma menor de espíritu, entidades de la naturaleza ligadas al plano físico. Pero los espíritus superiores existen en un plano más elevado, uno que no percibimos porque nuestros propios espíritus aún no han subido a él.

– ¿Y tú crees que Kether es un espíritu que ha encontrado la forma de tender un puente entre esos planos a través de ti?

– Quizá. No puedo decirlo. Sólo sé que hay una sensación de bondad en Kether, un aura de tranquilidad y fuerza. Y él no da la impresión de formar parte de mí; es más parecido a un visitante benévolo, una fuerza externa. No lo conozco, pero tampoco lo temo. Cuando desciende sobre mí, es como si me durmiera; luego despierto impregnado de una sensación de calma, tranquilidad y energía. No sé explicarlo de un modo mejor. Realmente desearía poder hacerlo.

«Lo he conocido casi toda mi vida -se dijo Ryana-, y no obstante hay facetas en las que no lo conozco en absoluto. Aunque, bien mirado, hay facetas en las que ni él mismo se conoce.»

– Un céntimo por tus pensamientos -dijo Sorak de repente sacándola de su ensoñación y devolviéndola al presente.

– ¿No puedes leerlos? -respondió ella con una sonrisa.

– La Guardiana es la telépata de entre nosotros -repuso él con suavidad-, pero no se permitiría leer tus pensamientos sin tu consentimiento. Al menos no creo que lo hiciera.

– ¿O sea que no estás seguro?

– Si ella creyera que era importante para el bienestar de la tribu, puede ser que lo hiciera y no me lo dijera.

– No me asusta que la Guardiana pueda leer mis pensamientos. No tengo nada que ocultar -dijo Ryana-. A ninguno de vosotros. En estos momentos pensaba simplemente en lo poco que te conozco, incluso después de diez años.

– Tal vez es porque, en muchas cosas, yo no me conozco a mí mismo -contestó Sorak, melancólico.

– Eso es exactamente lo que yo pensaba -repuso ella-. Debes de haber estado leyendo mi mente.

– Ya te he dicho que conscientemente jamás consentiría en que…

– Sólo bromeaba, Sorak.

– Ah, ya comprendo.

– La verdad es que deberías pedir a Poesía que te prestara su sentido del humor. Siempre has sido demasiado serio.

Ella lo había dicho a modo de broma, pero Sorak asintió, tomándolo como un comentario totalmente serio.

– Poesía y Kivara parecen poseer todo nuestro sentido del humor. Y también Eyron, supongo, aunque su humor es de un tipo más mordaz. Yo nunca he sabido detectar cuando alguien me hacía una broma. Ni siquiera tú. Me hace sentir… inepto.

«Partes de lo que debiera formar una personalidad completa han quedado distribuidas entre los otros», se dijo Ryana con cierta tristeza. Cuando eran pequeños, a menudo le había gastado bromas porque resultaba siempre una víctima muy fácil. Se preguntó si no debería guardar sus bromas para Poesía -aunque ello pudiera resultar agotador, ya que éste no parecía poseer en absoluto un lado serio-, o intentar ayudar a Sorak a desarrollar la parte más alegre de su naturaleza.

– Nunca me ha parecido que fueras un inepto en nada -le contestó-. Simplemente distinto. -Suspiró-. Es extraño. Cuando éramos más jóvenes, me limitaba a aceptarte como eras, pero ahora me esfuerzo por comprenderte, por comprenderos a todos, en realidad. Si hubiera hecho el esfuerzo antes, tal vez no te habría empujado a marcharte.

– ¿Crees que me empujaste a abandonar el convento? -Sorak frunció el entrecejo y meneó la cabeza negativamente. Tenía mis propias razones para marcharme.

– ¿Puedes afirmar con franqueza que yo no fui una de esas razones? -le preguntó directamente.

Él vaciló un instante y luego respondió:

– No, no puedo.

– He aquí la hipocresía de los elfos.

– Sólo soy elfo en parte -protestó Sorak. Entonces comprendió que ella le estaba tomando el pelo y sonrió-. Tenía mis motivos para marcharme, es cierto, pero tampoco quería convertirme en un motivo de aflicción para ti.

– Y así pues creaste una aflicción aun mayor marchándote -replicó ella burlona-. Lo comprendo. Debe de ser lógica elfa.

– ¿Voy a tener que soportar tus dardos durante todo este viaje?

– Sólo durante una parte de él. -Alzó la mano, el pulgar y el índice separados apenas un centímetro-. Una pequeña parte.

– Eres casi tan mala como Poesía.

– Vaya, pues si te vas a mostrar insultante, sería mejor que te replegaras al interior y dejaras salir a Eyron o a la Guardiana. Cualquiera de ellos podría proporcionar una conversación más interesante.

– Estoy totalmente de acuerdo -contestó Sorak, hablando de improviso en un tono de voz del todo diferente, uno que era más cortante, despreocupado y una pizca irónico. Ryana se dio cuenta de que ya no era Sorak sino Eyron. El joven la había tomado al pie de la letra. Por lo visto había decidido que estaba enojada con él, de modo que se había replegado y permitido que Eyron se manifestara.

También su porte había sufrido un leve cambio. Su postura había pasado de erguida y con las espaldas cuadradas a una ligeramente encorvada y de hombros hundidos. Incluso había variado el paso, con zancadas más cortas que descansaban con fuerza en los talones. Un observador corriente no hubiera notado la diferencia, pero Ryana era villichi y hacía tiempo que había aprendido a detectar el menor cambio que pudiera producirse en el aspecto y comportamiento del joven. Habría reconocido a Eyron aunque no hubiera hablado.

– Me limitaba a bromear un poco con Sorak -explicó-. En realidad no me sentía insultada.

– Ya lo sé -contestó Eyron.

– Ya sé que tú lo sabes. Lo he dicho para que se lo hagas saber a Sorak. No era mi intención hacer que se fuera. Me gustaría que no se mostrara tan sombrío y serio todo el tiempo.

– Siempre será sombrío y serio -repuso el ente-. Es sombrío y serio hasta extremos indecibles, y tú no vas a cambiarlo, Ryana. Déjalo en paz.

– ¿Te gustaría que lo hiciera, verdad? -le dijo ella, airada-. Haría que el resto de vosotros os sintierais más seguros.

– ¿Seguros? -repitió Eyron-. ¿Crees que representas alguna amenaza para nosotros?

– No lo digo exactamente en ese sentido.

– ¿Ah, no? ¿Y en qué sentido ha sido, pues?

– ¿Por qué has de ser siempre tan polemista? -replicó ella.

– Porque me gusta una buena discusión alguna que otra vez, igual que a ti te gusta tomarle el pelo a Sorak de vez en cuando. No obstante, la diferencia entre nosotros es que yo disfruto con el estímulo de un debate animado, en tanto que tú fastidias a Sorak porque sabes que es totalmente incapaz de defenderse.

– ¡Eso no es cierto! -protestó ella.

– ¿No? He observado que jamás lo intentas conmigo. Me gustaría saber por qué.

– Porque gastar bromas es un pasatiempo divertido, y tu humor es todo mordaz y amargo.

– Ah, ¿entonces lo que deseas es un humor juguetón? En ese caso, llamaré a Poesía.

– No, aguarda…

– ¿Por qué? Creía que eso era lo que querías.

– ¡Deja de tergiversar mis palabras!

– Me limito a intentar que veas su significado -repuso Eyron con tono guasón-. Si nunca tratas de provocarme a mí con tu ingenio no es porque temas que compita contigo, sino porque no me guardas rencor, como te sucede con Sorak.

La muchacha se detuvo en seco, totalmente atónita ante sus palabras.

– ¿Qué?

– ¿Te sorprende? -Eyron volvió la cabeza para mirarla. Realmente, parece que te conoces aún menos de lo que Sorak se conoce a sí mismo.

– ¿Qué estás diciendo? ¡Amo a Sorak y no le guardo ningún rencor! ¡Él lo sabe, todos vosotros lo sabéis!

– ¿Es eso cierto? -inquirió Eyron con una mueca irónica- En realidad, Poesía sabe que amas a Sorak sólo porque te ha oído decirlo, pero no comprende esa emoción en absoluto. El Vagabundo puede saberlo o no; en cualquier caso, a él no le importa. ¿Chillido? Chillido entendería el acto de aparearse, desde luego, pero no ese estado más complejo que es el amor. La Centinela sabe y comprende, pero el concepto de amor de mujer le produce inquietud. Kivara se siente excitada ante la idea, pero por motivos relacionados con los sentidos, no con el corazón. Y la Sombra está tan lejos del amor como la noche del día. La Guardiana sabe que amas a Sorak, pero dudo de que discrepara conmigo en cuanto a que también sientes rencor contra él; por lo que respecta a Kether… la verdad es que no osaría hablar por Kether, puesto que éste no se digna hablar conmigo. No obstante, permanece el hecho de que bajo tu amor por Sorak arde un resentimiento que no tienes el valor o la honradez de admitir.

– ¡Eso es absurdo! -se encolerizó Ryana-. ¡Si tuviera que sentir rencor por alguien, ése serías tú, por ser siempre tan belicoso!

– Al contrario, ése es precisamente el motivo de que no estés resentida conmigo. Yo te ofrezco una salida a tu rabia. En tu interior, estás enojada con Sorak, pero no puedes manifestarlo. Ni siquiera eres capaz de admitírtelo a ti misma, pero está ahí, de todos modos.

– Creía que la Guardiana era la telépata de entre vosotros -replicó la joven en tono agrio-. ¿O es que tú también has desarrollado ese don?

– No hace falta ser telépata para ver de qué lado están tus sentimientos -dijo Eyron-. La Guardiana te llamó egoísta en una ocasión, y la verdad es que lo eres. No digo que sea algo malo, ¿sabes?; pero, al no admitir que tus sentimientos de enojo y resentimiento se derivan de tus propios deseos egoístas, no haces más que empeorar las cosas. Quizá preferirías discutir esto con la Guardiana; tal vez te lo tomarías mejor si lo oyeras de la boca de otra hembra.

– No, tú lo empezaste, tú lo terminarás -exigió ella-. Sigue. Explícame en qué modo mis deseos egoístas me condujeron a romper mis votos y a abandonar todo lo que quería por Sorak.

– ¡Oh, por favor! Tú no hiciste absolutamente nada por Sorak. Lo que hiciste lo hiciste por ti, porque tú querías hacerlo. Es cierto que has nacido villichi, Ryana, pero siempre te irritó la restrictiva vida en el convento. Siempre soñabas con correr aventuras en el mundo exterior.

– ¡Abandoné el convento porque quería estar con Sorak!

– Precisamente -dijo Eyron-, porque querías estar con Sorak. Y, puesto que él se había ido, no existía ningún motivo apremiante para que te quedaras. No sacrificaste nada por él a lo que no hubieras renunciado de buen grado, de todos modos.

– Muy bien… Si eso es cierto, y no he hecho más que lo que quería hacer, entonces ¿qué motivo podría tener para estar enojada con él?

– Porque lo deseas, y sin embargo no puedes tenerlo -respondió el otro con sencillez.

Incluso después de conocerlo durante todos aquellos años, y de haber visto cómo cambiaban sus personalidades, le costaba escuchar aquellas palabras saliendo de sus labios. Era Eyron el que hablaba, y no Sorak, pero era el rostro de Sorak el que ella veía y su voz la que oía, aunque el tono fuera distinto.

– Eso ya ha quedado resuelto -repuso ella, desviando la mirada. Era difícil sostener su mirada. La mirada de Eyron, se recordó, pero seguían siendo los ojos de Sorak.

– ¿Estás segura?

– ¿Tú estabas aquí cuando lo discutimos, no es cierto?

– El mero hecho de discutir un asunto no significa que quede resuelto -replicó él-. Creciste con Sorak, y acabaste enamorándote, a pesar de saber que él era una tribu de uno. Creíste que podrías aceptar eso, pero sólo cuando forzaste la cuestión Sorak te dijo que jamás podría ser, porque tres de nosotros somos hembras. Fue toda una conmoción para ti, y Sorak tiene la culpa porque debería habértelo dicho. Ahí se encuentra el origen de tu resentimiento, Ryana: él debería habértelo dicho. Todos esos años, y jamás lo sospechaste siquiera, porque él te lo ocultó.

Ryana se vio forzada a admitir que era cierto. Había creído que comprendía, y era posible que así fuera; pero, a pesar de ello, se seguía sintiendo furiosa y traicionada.

– Nunca le oculte nada -respondió ella, bajando la mirada hacia sus pies-. Habría dado cualquier cosa por él, habría hecho incluso cualquier cosa. ¡No tenía más que pedirlo! Sin embargo, me ocultó algo que era una parte vital de quién era y lo que era. Si lo hubiera sabido, quizá las cosas habrían sido diferentes; quizá no me habría permitido enamorarme de él. Quizá no me habría hecho ilusiones ni dejado que aumentara mi esperanza… ¿Por qué, Eyron? ¿Por qué no me lo dijo?

– ¿No se te ha ocurrido que podía sentir miedo? -contestó Eyron.

Ella levantó la mirada hacia él, sorprendida, y contempló el rostro de Sorak, sus ojos que la miraban… aunque en realidad no era él.

– ¿Miedo? Sorak no ha tenido nunca miedo de nada. ¿Por qué tendría que temerme?

– Porque es un varón, y es joven, y porque ser un varón joven significa estar inundado de inseguridades y sentimientos que uno no puede comprender del todo -respondió Eyron-. Yo hablo por experiencia, claro. Comparto sus dudas y temores. ¿De qué manera podría evitarlo?

– ¿Qué dudas, qué temores?

– Dudas sobre sí mismo y su identidad -contestó él-. Y un temor a que lo considerases menos hombre por tener facetas femeninas.

– ¡Pero eso es absurdo!

– No obstante es cierto. Sorak te ama, Ryana, pero nunca podrá hacerte el amor porque nuestras facetas femeninas no lo tolerarían. ¿Crees que eso no es una fuente de tormento para él?

– No menos que para mí. -Lo observó con curiosidad-. ¿Qué hay de ti, Eyron? No has dicho nada de lo que tú sientes por mí.

– Pienso en ti como en mi amiga -respondió éste-. Una amiga íntima. Mi único amigo, en realidad.

– ¿Qué? ¿Es que ninguno de los otros…?

– Oh, no, no quería decir eso, eso es diferente. Quería decir mi único amigo fuera de la tribu. Al parecer no hago amigos con facilidad.

– ¿Me tolerarías tú como amante de Sorak?

– Desde luego. Yo soy hombre, y te considero mi amiga. No puedo decir que te ame, pero sí siento algún afecto por ti. Si fuera yo solo quien tuviera que tomar la decisión, yo y Sorak, quiero decir, no tendría objeciones. Creo que sois buenos el uno para el otro; pero, por desgracia, hay otros a quienes tener en cuenta.

– Sí, lo sé; pero te agradezco tu sinceridad. Y tu declaración de buena voluntad.

– Oh, es más que buena voluntad, Ryana -dijo Eyron-. Siento un gran cariño por ti. No te conozco tan bien como Sorak; de hecho a todos nos pasa lo mismo, excepto quizás a la Guardiana. Y, aunque debo confesar que mi naturaleza no es la más sensible al amor, creo que podría aprender a compartir el amor que Sorak siente por ti.

– Me satisface oírlo.

– Vaya, pues, a lo mejor no soy tan polemista como crees.

– Quizá no -dijo ella sonriendo-; pero hay veces…

– … en las que te gustaría estrangularme. -Eyron terminó la frase por ella.

– Yo no iría tan lejos -replicó ella-. Aporrearte un poco, tal vez sí.

– Me alegro de tu moderación. No me considero un buen luchador.

– ¡Eyron teme a una chiiica! ¡Eyron teme a una chiiica!

– ¡Cállate, Poesía! -ordenó el ente, en tono molesto.

– ¡La la la, la la la, la la la!

Ryana tuvo que reír ante los repentinos y rápidos cambios que pasaban por las facciones de Sorak. Un momento era Eyron, el adulto maduro, sereno y organizado, y al siguiente era Poesía, la criatura provocadora e incontrolable. Su expresión facial, su porte, el lenguaje de su cuerpo, todo cambiaba bruscamente de acá para allá al manifestarse alternativamente cada una las dos diferentes personalidades.

– Me satisface ver que lo encuentras tan divertido -le dijo Eyron, irritado.

– ¡La la la, la la la, la la la! -se mofó Poesía con un sonsonete agudo.

– Poesía, por favor -intervino Ryana-. Eyron y yo estábamos conversando. No es de buena educación interrumpir a los mayores cuando hablan.

– Oh, de acueeeerdo… -replicó el ente, abatido.

– Nunca me escucha a mí como te escucha a ti -dijo Eyron, mientras la expresión enfurruñada de Poesía era bruscamente reemplazada en el rostro de Sorak por la expresión fastidiada de Eyron.

– Eso es porque te muestras impaciente con él -repuso Ryana-. Los niños siempre reconocen los puntos débiles de los adultos, y se apresuran a aprovecharse de ellos.

– Me impaciento porque le encanta fastidiarme.

– Es sólo una estratagema para llamar la atención. Si lo mimaras un poco más, no tendría tanta necesidad de provocarte.

– Las mujeres son mejores para estas cosas.

– Quizá; pero los hombres lo harían igual de bien si se molestaran en aprender. La mayoría olvidan muy fácilmente lo que era ser un niño.

– Sorak fue niño -protestó Eyron-, pero yo no.

– Hay algunas cosas en todos vosotros que no creo que llegue a comprender jamás -suspiró Ryana, resignada.

– Es mejor limitarse a aceptar algunas cosas sin intentar comprenderlas -respondió Eyron.

– Hago lo que puedo.

Siguieron conversando durante un rato mientras andaban, y eso ayudó a pasar el rato durante el trayecto, pero Eyron se cansó pronto de la caminata y se replegó al interior, lo que permitió que la Guardiana se manifestara. En realidad, en cierto modo ella había estado presente todo el tiempo porque, al igual que la Centinela, nunca se encontraba muy por debajo de la superficie. Como su nombre daba a entender, su papel principal era el de actuar como protectora de la tribu. Era una figura fuerte y maternal que a veces interactuaba con los otros de forma activa, y otras se contentaba con permanecer pasiva; pero estaba siempre allí como una presencia moderadora, una fuerza que mantenía el equilibrio en la tribu interior. Mientras ella se manifestaba, Sorak también se encontraba allí como una presencia implícita y, si lo deseaba, podía hablar, o simplemente limitarse a escuchar y observar mientras la Guardiana se relacionaba con Ryana.

Cuando salían los otros al exterior, las cosas solían ser algo distintas. Si Poesía ocupaba la palestra, Sorak y la entidad podían estar en el exterior al mismo tiempo, como dos individuos despiertos en el mismo cuerpo; otro tanto sucedía con Sorak y la Guardiana, o con Sorak y Chillido. Pero, si se trataba de Eyron, o el Vagabundo, o cualquiera de los otros que eran personalidades más fuertes, a menudo el muchacho no se encontraba allí. En tales ocasiones, se desvanecía en el interior de su propio subconsciente, y no se enteraba de lo ocurrido durante el tiempo en que una de las entidades más fuertes había tomado el mando a menos que la Guardiana decidiera concederle acceso a esos recuerdos. Kivara era quien parecía ocasionarle mayores dificultades. De todas sus personalidades, era la más indisciplinada e imprevisible, y los dos se encontraban a menudo en oposición.

Sorak le había contado que, si Kivara pudiera salirse con la suya, saldría más a menudo al exterior, pero la Guardiana la mantenía a raya. La Guardiana era capaz de dominar a todas las otras personalidades, incluido Sorak, a excepción hecha de Kether y la Sombra; y estos dos se manifestaban raras veces.

Ryana había necesitado diez años para acostumbrarse a las complejidades de las relaciones entre los miembros de la tribu interior del elfling, así que podía imaginar lo que sentiría cualquiera que se encontrara con Sorak por vez primera, y también podía comprender por qué éste no se molestaba en explicar su peculiar condición a los que se cruzaban en su camino. No lograría más que asustar y desconcertar a la gente. Sin su adiestramiento en el arte del Sendero, también él se habría sentido asustado y desconcertado. Se preguntó si existiría algún modo de que pudiera volverse normal.

– Guardiana -dijo, sabiendo que la intimidad de sus propios pensamientos sería respetada a menos que invitara a la entidad a leer su mente-, he estado pensando en algo; pero, antes de que hablemos de ello, quisiera asegurarme de que no lo tomarás a mal. No es mi deseo ofender.

– Jamás pensaría eso de ti -respondió ella-. Habla pues, y habla con franqueza.

– ¿Crees que existe alguna posibilidad de que Sorak pueda ser normal alguna vez?

– ¿Qué es normal? -quiso saber la Guardiana.

– Bueno… ya sabes lo que quiero decir: como todos los demás.

– Todos los demás no son iguales. Lo que es normal para una persona puede no serlo para otra. Pero creo comprender lo que quieres decir. Deseas saber si Sorak podrá ser alguna vez sólo Sorak, y no una tribu de uno.

– Sí; no es que desee que no existáis, tienes que comprenderlo. Bueno… en cierto sentido, supongo que sí lo deseo, pero no es debido a ningún sentimiento que tenga contra vosotros. Ninguno de vosotros. Es sólo que… si las cosas hubieran sido diferentes…

– Comprendo -repuso la Guardiana-, y ojalá pudiera contestar tu pregunta, pero no puedo. Va más allá del ámbito de mis conocimientos.

– Sí, claro… Supón que encontramos al Sabio -dijo Ryana-, y supón que él puede cambiar las cosas con su magia, hacer que Sorak ya no sea una tribu de uno, sino simplemente Sorak. Si eso fuera posible… -Su voz se apagó.

– ¿Cómo me lo tomaría? -La Guardiana completó el pensamiento por ella-. Si fuera posible, supongo que dependería de cómo fuera posible.

– ¿Qué quieres decir?

– Dependería del modo de conseguirlo, suponiendo que pudiera conseguirse -replicó ella-. Ponte en mi lugar, si puedes. No eres tan sólo Ryana, sino que Ryana es una faceta de tu personalidad; compartes cuerpo y mente con otras facetas, que son igualmente parte de ti, aunque separadas. Digamos que has encontrado un hechicero que puede hacerte igual que todo el mundo…, es decir, igual en el sentido que tú utilizas. ¿No te preocuparía el modo en que fuera a hacerse?

»Si este hechicero te dijera: "Puedo convertirte en un solo ser, unir todas tus facetas en una persona armoniosa"; bueno, en ese caso podrías estar dispuesta a aceptar tal solución, y aceptarla ansiosa. Pero ¿y si ese mismo hechicero te dijera: "Ryana, puedo hacer que seas como todos los demás; puedo hacer que únicamente Ryana exista, y que todos los otros desaparezcan"? ¿Estarías entonces tan ansiosa por aceptar tal solución?

»¿No sería lo mismo que pedirte que estuvieras de acuerdo en las muertes de todos los otros? Y si damos por sentado, por seguir con la discusión, que tú aceptaras esa situación, ¿cuál sería el resultado? Si todos los demás fueran entidades distintas que constituyeran una unidad mayor, ¿qué se ganaría, y qué se perdería? ¿Si ellos murieran, qué clase de persona quedaría? ¿Una que fuera completa? ¿O una que no fuera más que un fragmento de un individuo equilibrado?

– Comprendo -dijo la muchacha-. En ese caso, si fuera yo la que debiera escoger, me negaría, desde luego. Pero supón que se tratara del primer caso que mencionaste…

– ¿Unirnos a todos en una persona…, en Sorak? -inquirió la Guardiana.

– De un modo que os conservara a todos, aunque como un solo individuo en lugar de muchos. ¿Entonces qué dirías?

– Si eso fuera posible -respondió la otra-, entonces creo que, quizá, no tendría objeciones. Si la conversión de todos en uno junto con su conservación como una parte de Sorak beneficiara a la tribu, sería sin duda mejor así. Pero, una vez más, hay que considerar lo que podría ganarse y lo que podría perderse. ¿Qué sería de todos los poderes que acumulamos como tribu? ¿Permanecerían, o se perderían? ¿Y qué pasaría con Kether? Si Kether es, como sospechamos, un espíritu procedente de otro plano, ¿se podría conservar su capacidad para manifestarse a través de Sorak, o habríamos destruido para siempre ese puente?

– Sí, ésas son cosas que habría que tener en cuenta -repuso Ryana, asintiendo-. De todos modos, no era más que especulación inútil. Tal vez ni siquiera el Sabio tenga ese poder.

– No lo sabremos hasta encontrarlo -contestó la Guardiana-. ¿Y quién sabe el tiempo que puede necesitar esta búsqueda? Todavía hay algo más que debemos tener en cuenta en el análisis de posibilidades. Algo que a lo mejor no has tomado en consideración.

– ¿Y es?

– Supongamos que encontrábamos al Sabio, y que él pudiera unirnos a todos en una persona, sin perjuicio para nadie. Sorak se convertiría en la tribu, todos fusionados en una persona que fuera, como tú dices, «normal». Y la tribu se convertiría en Sorak. Todas las cosas que yo soy, todo lo que es Kivara y Poesía, la Centinela y el Vagabundo y la Sombra, Chillido y Eyron y los otros, algunos de los cuales están aún profundamente enterrados, todos se convertirían en una parte de Sorak. ¿Qué le sucedería, entonces, al Sorak que tú conoces y amas? ¿No se convertiría en alguien muy diferente?, ¿no dejaría de existir el Sorak que tú conoces?

Ryana siguió andando en silencio durante un rato, rumiando sus palabras, y la Guardiana no interfirió en su meditación. Por fin, la muchacha dijo:

– Jamás había considerado la posibilidad de que Sorak pudiera cambiar de un modo que lo hiciera totalmente distinto. Si ése fuera el caso, supongo que mis propias ideas sobre la cuestión, mis propios sentimientos, dependerían de que tal cambio redundara o no en su beneficio; es decir, en beneficio de todos vosotros.

– No quisiera ser dura -intervino la Guardiana-, pero considera también que es el Sorak que conoces ahora el que te ama. Yo comprendo ese amor, y soy capaz de compartirlo hasta cierto punto, pero yo no podría quererte del modo en que lo hace él. Quizá sea porque soy mujer y mi naturaleza me impide amar a otra de mi sexo. Si Sorak cambiara en la forma que estamos debatiendo, tal vez ese amor cambiaría igualmente. Pero también debes tener en cuenta a los otros. Si bien Eyron es hombre, piensa en ti como una amiga, no como una amante. La Centinela no te ama y jamás podría hacerlo. Al Vagabundo le resultas indiferente, aunque no por alguna falta tuya; simplemente el Vagabundo es el Vagabundo, y no es muy dado a tales emociones. Lo mismo sucede con la Sombra. A Kivara la fascinan las sensaciones y experiencias nuevas, por lo que probablemente no se negaría a una relación física contigo, pero sería una amante voluble y despreocupada. Y están todos los otros, cuyos sentimientos y formas de pensar contribuirían a la creación del nuevo Sorak del que hablamos. Es posible que este nuevo Sorak ya no te amara.

– Si el cambio lo beneficiara a él -Ryana se humedeció los labios-, si os beneficiara a todos, y lo hiciera feliz a él, yo lo aceptaría, sin importar el sufrimiento que pudiera causarme.

– Bueno, estamos hablando de algo que a lo mejor no sucede jamás -respondió la Guardiana-. La primera vez que hablamos de tu amor por Sorak, te llamé egoísta y te acusé de pensar sólo en ti. Fui desagradable y ahora lo lamento, porque ahora sé que no eres nada de eso. Y lo que voy a decir lo digo no por mí, sino por tu bien. Anhelar algo que tal vez nunca llegue es como poner los cimientos en una ciénaga. Es más que probable que tus esperanzas se hundan en el cenagal. Sé que esto es más fácil de decir que de hacer, pero, si pudieras intentar aprender a querer a Sorak como un amigo, un hermano, quizás evitarías que se te parta el corazón suceda lo que suceda en el futuro.

– Tienes razón -repuso Ryana-. Es más fácil de decir que de hacer. Ojalá no fuera así.

Siguieron viajando durante todo el día, deteniéndose de vez en cuando a descansar, y el viaje transcurrió, en su mayor parte, sin incidentes. A medida que avanzaba la jornada, la temperatura fue subiendo sin pausa, y el oscuro sol athasiano empezó a caer a plomo sobre ellos, inmisericorde. Sorak volvió a salir al exterior y la acompañó el resto del trayecto, aunque la Guardiana le impidió recordar la última parte de su conversación; de todos modos la conversación se fue tornando más escasa entre ambos, a fin de conservar las energías para el largo trayecto que tenían por delante.

Ryana no había viajado nunca por el desierto athasiano y, mientras atravesaban el altiplano, que se extendía ante ellos aparentemente hasta el infinito, se maravillaba ante la salvaje belleza del terreno y su sobrenatural quietud.

Siempre había considerado el desierto como un lugar vacío y desolado, pero no era así en absoluto. Estaba lleno de vida, aunque, por fuerza, ésta había tenido que encontrar formas de adaptarse al inhóspito clima.

El paisaje estaba salpicado de achaparrados árboles de pagafa, que crecían aquí mucho más pequeños y más retorcidos que en el bosque y alrededor de las ciudades, donde disponían de más agua. Aquí, en el altiplano, no crecían por encima de los tres o cuatro metros, y sus ramas desnudas, retorcidas y sin hojas no proporcionaban la menor sombra. Sus troncos y ramas de un tono azulverdoso les permitían fabricar energía nutriente a partir del sol, y sus raíces se hundían profundamente en busca de agua, extendiéndose a uno y otro lado mediante numerosas ramificaciones. Durante la breve estación de las lluvias, cuando los monzones barrían el desierto para depositar la preciosa agua en breves pero violentas tormentas, las ramas del árbol de pagafa echaban unas hojas finas como agujas que creaban una especie de corona plumosa, e incluso brotaban ramas adicionales para aprovechar el agua extra. Luego, al regresar la casi omnipresente sequía, las hojas en forma de aguja caían y las nuevas ramas volvían a secarse de modo que el árbol conservara la energía para el nuevo ciclo de crecimiento.

Las hojas caían, secas en menos de un día, y formaban un manto de color orín bajo el árbol. Estas hojas secas resultaban un excelente material para los nidos que construían los roedores del desierto, los cuales excavaban sus madrigueras debajo de las muchas clases de cactos que crecían en el altiplano. Algunos cactos eran muy pequeños, apenas del tamaño de un puño humano, cubiertos de una pequeña capa de plateados alfileres que una o dos veces al año -tras las lluvias- se convertían en flores de brillantes colores que sólo duraban un día; otros eran grandes y en forma de tonel, tan altos como un hombre adulto y el doble de gruesos.

A los roedores les encantaba anidar entre las gruesas raíces de la base del pagafa, y, con el tiempo, sus excavaciones mataban la planta, aunque ello tardaba varios años en suceder. Poco a poco, el enorme árbol perdía su punto de apoyo y se desplomaba a causa de su propio peso, y al poco tiempo ya estaba seco; se convertía entonces en hogar temporal de kips y escarabajos, que se alimentaban de su carne pulposa antes de que acabara de secarse. Las largas y gruesas espinas de los cactos eran cosechadas por los antloids del desierto, cuyos obreros formaban largas hileras a través del desierto cada vez que trasladaban las gruesas espinas hasta sus nidos para que sirvieran de sostén a los innumerables túneles que excavaban en el reseco suelo del desierto.

De vez en cuando, las madrigueras de los antloids eran atacadas por dragones del desierto, uno de los grandes reptiles que habitaban el desierto athasiano. Medio lagarto y medio serpiente, la gruesa piel del dragón, tan apreciada como armadura en las ciudades, lo volvía impenetrable a las mandíbulas de aquellos seres. Las largas zarpas le permitían desenterrar los nidos, y la gruesa lengua musculosa de doble punta le concedía la capacidad de capturar a las criaturas y arrastrarlas al exterior, donde podía triturar sus dermatoesqueletos.

Los antloids salían en tropel a combatirlo, y a veces, si la colonia era lo bastante grande, conseguían abatir al dragón gracias al peso total de todos ellos, amontonando sus enormes cuerpos sobre él. En el caso de que fuera el dragón quien salía triunfante, los supervivientes se desperdigaban y abandonaban el desenterrado nido, que entonces se convertía en hogar de los hurrums, escarabajos de alegres colores apreciados en las ciudades por los melodiosos zumbidos que emitían, o de los renks, grandes babosas del desierto que se alimentaban de los desechos que quedaban en el nido abandonado.

No obstante, si los antloids conseguían vencer al dragón, se comían su cadáver, compartiéndolo con otras formas de vida, en general con jankxes, mamíferos peludos y chillones que construían madrigueras parecidas a ciudades, o con z´tals, altos lagartos bípedos que vivían en rebaños pequeños en medio del desierto y ponían huevos dentro de las madrigueras desenterradas de los antloids después de haber dado cuenta del cadáver del dragón.

La tierra revuelta que el dragón dejaba tras él al destruir la madriguera permitía que arraigaran las semillas de las zarzas silvestres, las cuales crecían entonces alrededor de los huevos dejados por los z´tals; los espinosos tentáculos sobresalían del suelo y protegían así los huevos de serpientes y roedores. Toda la vida en el desierto era muy interdependiente; aunque mutada por la devastación de los profanadores, había surgido un nuevo equilibrio ecológico.

Ryana se preguntó cómo habría sido el desierto en la época en que Athas era aún verde. Intentó imaginar la yerma planicie ondulante cubierta de matorrales cuando estaba tapizada de altos pastos que se agitaban al viento, inundada de flores silvestres, y con el canto de las aves resonando en el aire. Ese era el sueño de todo druida y de toda villichi, de todos los protectores de todo el mundo: que algún día Athas recobrara su verdor. Con toda probabilidad, Ryana no viviría para ver ese día. Pero, a pesar de ello, se sentía contenta de haber dejado las montañas para ver realmente el desierto; no el inmenso y vacío erial que parecía ser, visto desde las alturas de las Montañas Resonantes, sino el lugar curiosamente hermoso y vital que en realidad era.

Sabía que parte de esa belleza podía ser mortal. Si los antloids, con sus tres metros de altura, atacaban, lo que era particularmente probable en la estación en que su reina criaba, sus temibles mandíbulas acabarían con ella en un santiamén. Las raras y espléndidas flores de fuego que crecían en el desierto podían resultar tan letales como hermosas eran. Aunque eran fáciles de esquivar a la luz del día debido a que sus bancales se podían distinguir a kilómetros de distancia, podían matar a primeras horas de la mañana si un viajero imprudente se encontraba cerca cuando las flores en forma de bulbo se abrían. Las flores de brillante color plateado, algunas tan grandes que tenían entre medio metro y un metro de diámetro, se abrían hacia el sol y seguían su trayectoria en el cielo durante todo el día, absorbiendo sus rayos vivificadores y reflejándolos a su vez en forma de mortíferos haces de energía. No era más que el mecanismo de protección de la planta, pero la visión de aquellas bellísimas flores abriéndose sería lo último que se vería.

Que las flores de fuego mataran no era más que una contingencia de su adaptación para sobrevivir en un clima tan hostil, pero una flor asesina lo hacía adrede; la flor asesina era carnívora, y su supervivencia en el desierto dependía de su habilidad para atrapar a su presa, cosa que conseguía mediante una amplia red de sarmientos superficiales parecidos a raíces que, a diferencia de su raíz primaria, salían del cuerpo de la planta hasta distancias de casi quince metros. El más leve roce en uno de estos sarmientos enviaba un impulso a los pistilos de las brillantes flores, que inmediatamente lanzaban una lluvia de afiladas púas finas como agujas. Las púas iban recubiertas de un veneno que producía parálisis. Una vez que la infortunada víctima quedaba totalmente inmovilizada tanto si era animal, humanoide o humana, la flor asesina estiraba sus zarcillos y los enrollaba alrededor de la presa. Un roedor o un mamífero pequeños eran digeridos en cuestión de horas; en el caso de un humano, el proceso podía durar semanas. Era una muerte horrible y dolorosa.

Plantas e insectos no eran los únicos peligros del desierto. Existía una amplia variedad de reptiles mortales, desde serpientes venenosas no mayores que el dedo de un humano hasta los mortíferos dragones, algunas de cuyas especies podían crecer hasta alcanzar una longitud de nueve metros y una amplitud mayor que el tronco de un árbol de agafari bien regado. La muerte podía venir de las alturas, bajo la forma de flotadores, criaturas con ligeros cuerpos transparentes compuestos de un protoplasma gelatinoso y punzantes tentáculos en forma de cintas que colgaban de la parte inferior. El simple contacto con uno de esos tentáculos podía producir una enorme y dolorosa roncha que tardaba semanas en curar, en tanto que el contacto completo podía resultar fatal. Y la muerte también podía venir de debajo de los pies, bajo la forma de acechadores de las dunas, cactos arenosos o gusanos engullidores.

Los acechadores de las dunas eran formas de vida que no pertenecían ni al mundo animal ni al vegetal, sino a un estadio intermedio, y vivían casi por completo bajo la superficie del desierto en pozos que excavaban a medida que se desarrollaban. La boca del acechador crecía de forma gradual y se extendía sobre la superficie, cubierta con lo que parecía ser un estanque de cristalina agua fresca; incluso brotaban plantas alrededor de la boca de la extraña criatura, sustentadas por la humedad que ésta producía, lo que confería al lugar la engañosa apariencia de un pequeño oasis acogedor. Pero acercarse a aquel estanque para beber en él era una muerte casi segura. La boca del acechador de las dunas, accionada por una pisada sobre la blanda membrana que se extendía justo bajo la arena, absorbería a la confiada víctima al interior del pozo que ocupaba la criatura, para, una vez allí, ser digerida por el mismo fluido que en un principio había parecido ser un estanque de agua.

Los cactos arenosos no eran menos letales. Al igual que el acechador de las dunas, el cuerpo principal de la planta crecía bajo la superficie del desierto, en especial allí donde el suelo era arenoso. Tan sólo las puntas de numerosas espinas sobresalían por encima de la superficie, cubriendo una amplia zona; apenas asomaban unos dos o tres centímetros, lo que hacía que fueran difíciles de descubrir. Pisar una espina ponía en marcha una respuesta en el interior de la planta, la espina salía disparada y se introducía en el pie de la víctima, donde su afilado garfio encontraba un buen asidero, y la planta empezaba a chupar la sangre a su presa. Una vez «enganchada», la única posibilidad de la victima era soltarse de la espina, o arrancarla, pero esto no podía lograrse sin arrancar también una buena cantidad de carne; y, si quedaba un resto de espina clavada en la víctima, había que eliminarla para que no se produjera una infección.

Los gusanos engullidores resultaban más peligrosos aún. Un viajero observador podía detectar las pequeñas depresiones que dejaban en la arena al pasar, pero ser perseguido por un gusano engullidor era una perspectiva aterradora, ya que éste era capaz de distinguir los pasos de su presa en la superficie y salir debajo de ella. Un pequeño gusano engullidor joven podía arrancar un pie o toda una pierna. Uno que fuera adulto podía tragarse entero a un humano.

Tampoco eran éstos los únicos peligros del desierto. Allá en el templo villichi, Ryana había estudiado todas las formas de vida que habitaban Athas, y los depredadores del desierto habían llenado todo un montón de pergaminos. Las Montañas Resonantes no carecían de peligros, pero no podían ni compararse con lo que guardaba el desierto. Era un lugar de quietud y belleza etérea, pero también prometía la muerte al imprudente. Durante el día, un viajero alerta, bien versado en los peligros del desierto podía tomar medidas para evitarlos; por la noche, los peligros se multiplicaban al despertarse los depredadores nocturnos.

Y la noche se acercaba rápidamente.

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