5

Al llegar el mediodía, se encontraban ya en el interior de las planicies. El terreno resultaba accidentado, y la marcha lenta. Aunque el kank andaba con seguridad y era capaz de franquear el rocoso terreno, su inquietud resultaba muy evidente a Sorak, aunque no así a Ryana y la princesa. Las Planicies Pedregosas tenían realmente el nombre que merecían. Nada crecía absolutamente en ellas. Al principio, habían visto alguna que otra mata dispersa de vegetación, pero a estas alturas viajaban ya por un terreno totalmente desnudo, y el kank sabía que no encontraría alimento. Todo lo que divisaban durante kilómetros y kilómetros era terreno pedregoso.

Sorak se abría paso por entre las enormes rocas; pero, aun donde encontraba terreno que no fuera rocoso, apenas si se distinguía un poco de tierra. Donde no había roca partida, sus pies trituraban gravilla. Y, a medida que transcurría el día, el implacable sol oscuro iba cayendo a plomo sobre las rocas hasta que Sorak empezó a notar el calor a través de la gruesa piel de sus mocasines. No quería sobrecargar al kank, que ya transportaba dos jinetes, pero, al mismo tiempo, sabía que su calzado no tardaría en quedar hecho trizas en aquel suelo pedregoso. Aunque sus pies eran resistentes y estaban encallecidos, no le agradaba la idea de cruzar las planicies descalzo.

La temperatura había ido subiendo sin cesar durante toda la mañana hasta que ahora, con el sol en su cenit, Sorak tenía la impresión de que el sudor que le resbalaba por la cara se convertía en vapor antes de tocar el suelo. El calor resultaba totalmente sofocante. Ryana cabalgaba sobre el kank en silencio, balanceándose ligeramente al compás de los movimientos del animal, mientras que la princesa se apoyaba en su espalda, la cabeza vuelta a un lado, la respiración lenta y pesada. Sorak tuvo que ser justo con Korahna; era evidente que la joven lo estaba pasando muy mal bajo aquel calor abrasador, y sin embargo no había formulado ni una queja.

Fue una estupidez que viniéramos por aquí, dijo Eyron. No se le ve el final a este diabólico terreno lleno de pedruscos. Deberíamos haberlo rodeado.

El conjuro del pergamino indicaba que debíamos seguir esta dirección, replicó Sorak, conversando mentalmente con Eyron.

¿Por qué?, insistió el otro. ¿Qué vamos a conseguir con ello?¿Qué ganaremos si nos asfixiamos de calor y nos morimos aquí en este páramo desierto?

No vamos a morir, respondió Sorak. El Sabio no nos habría mostrado esta ruta sin un propósito. Tal vez ese propósito sea poner a prueba nuestras capacidades y nuestro tesón. No podemos fracasar.

Es posible que el Sabio no desee que lo encuentren, sugirió Eyron. ¿Se te había ocurrido esa posibilidad? A lo mejor esto no es más que su manera de asegurarse de que no puedas encontrarlo. Quizá quiera que muramos aquí en este erial.

No puedo creerlo, dijo Sorak. Si el Sabio no está dispuesto a que lo encuentren, no veo que tenga mucho sentido que intente desalentarnos de un modo tan drástico. Los profanadores han estado buscándolo durante años, y jamás lo han localizado.

Entonces ¿qué te hace pensar que tú lo conseguirás?, inquirió Eyron.

Lo conseguiremos porque el Sabio querrá que lo hagamos, contestó el joven. Él nos guiará, tal y como lo hace ya ahora.

Pero ¿cómo sabes que es el Sabio quien nos guía?, volvió a insistir la entidad. El pergamino procedía de la Alianza. ¿Qué pruebas tienes de su autenticidad? Podría formar parte de un plan suyo para engañarnos.

Supongo que eso es posible, admitió Sorak, pero lo considero muy improbable. Si existiera alguna razón por la que la Alianza no quisiera que tuviéramos éxito en nuestra búsqueda del Sabio, no tenían más que fingir ignorancia. No había necesidad de que nos entregaran el pergamino.

A menos que desearan deshacerse de nosotros muy servicialmente en las Planicies Pedregosas, puntualizó Eyron.

Ya es suficiente, Eyron, intervino la Guardiana. Ya has dicho lo que querías, y no hay necesidad de extenderse sobre el tema. Además, ya es demasiado tarde para dar la vuelta ahora.

Ella tiene razón, recalcó Sorak. Si diéramos la vuelta ahora, todo esto habría sido para nada, y todo lo que conseguiríamos sería tropezarnos con Torian y sus mercenarios, que sin duda ya deben de estar buscando a la princesa.

Ésa es otra cosa, replicó Eyron. ¿Por qué hemos de arrastrar ese equipaje inútil con nosotros? Ella no es más que una carga innecesaria. Ni siquiera ha traído consigo comida o agua. No hará más que agotar nuestras provisiones.

La necesitaremos cuando lleguemos a Nibenay, dijo Sorak. Además, en estos momentos tú resultas más una carga que ella. Había esperado quejas de Korahna, ya que ha vivido rodeada de comodidades toda su vida y no sabe nada de dificultades, pero ella no ha dicho ni palabra, y en cambio tengo que aguantar tus patéticos gimoteos. Toma ejemplo de la princesa, Eyron. Ella no tiene miedo.

Eyron tiene mieeedooo, Eyron tiene mieeedooo, se mofó Poesía con un sonsonete.

¡Haz el favor de callar, miserable granuja!

¡Eyron es un cooobarde, Eyron es un cooobarde!

¿Queréis callar los dos? El grito de Kivara resonó en la cabeza de Sorak. ¡Intento dormir y me estáis provocando dolor de cabeza!

Haced el favor de callar todos vosotros, intervino la Guardiana, ejerciendo un firme control que hizo que las otras voces se fueran acallando. Sorak necesita toda su energía para el viaje que nos espera. No necesita que vosotros le provoquéis más problemas aún.

Gracias, dijo Sorak.

De nada, respondió la Guardiana. Si empiezas a cansarte, quizá deberías descansar un poco y dejar que el Vagabundo se hiciera cargo.

Descansaré luego, replicó Sorak. Además, tengo mucho en que pensar.

Te preocupa Torian.

Sí. A estas horas sin duda ya se ha dado cuenta de que hemos ido por las planicies, eso si no adivinó nuestro plan desde el principio.

¿Crees que os seguirá?

Estoy seguro. No se lo dije a Ryana ni a la princesa, porque no vi motivo para preocuparlas aún más, pero me sorprendería mucho que Torian no haya salido tras de nosotros en cuanto se haya dado cuenta de la ruta que hemos tomado. No me pareció del tipo que se desanima con facilidad.

Ni a mí, coincidió la Guardiana. Pero sigue en pie la cuestión de si los mercenarios lo seguirán a través de este territorio.

Si se les da un buen incentivo, probablemente lo harán, repuso Sorak. Y Torian posee dinero más que suficiente para ello. Si no es así, no hay duda de que Ankhor lo respaldará.

Seguramente, coincidió de nuevo la Guardiana. No obstante, les llevamos una buena delantera. A lo mejor no consiguen alcanzarnos.

Eso era lo que me estaba preguntando yo. Dependerá de si Torian creyó o no que tomaríamos la ruta meridional. Si lo hizo y envió a los perseguidores en esa dirección, existe la posibilidad de que hayamos puesto suficientes kilómetros de distancia entre nosotros para dejar atrás a los perseguidores. Pero si no lo hizo…

¿Entonces Torian podría alcanzarnos?

Es probable. Seguimos llevándoles una delantera de cinco o seis horas al menos aunque no nos persiguieran en dirección sur. Todo depende de lo duro que haga cabalgar a sus mercenarios. No hay forma de saber lo que tardaremos en cruzar las planicies. Los mapas no muestran distancias exactas. Si los hombres de Torian viajan de noche, o parte de la noche, podrían recuperar el tiempo perdido en un día o dos. Tres como máximo.

En ese caso, quizá deberíamos viajar de noche también nosotros, sugirió la Guardiana.

Hay mucho que argumentar sobre eso, dijo Sorak. Sin embargo, aun cuando no significa una gran dificultad para la tribu, Ryana y la princesa se agotarían muy deprisa, en especial Korahna; ya parece encontrarse al límite de su resistencia, que no es excesiva.

Entonces que descansen por turnos, insinuó la Guardiana. Al kank no es necesario conducirlo. Su instinto le hará seguirte. La princesa puede dormir mientras Ryana permanece despierta, para asegurarse de que no se cae y se hace daño. Luego, una vez que la princesa haya dormido, le puede tocar el turno a Ryana.

Es una propuesta sensata, asintió él. Ya tendremos suficientes preocupaciones intentando cruzar sanos y salvos este terreno sin tener que ocuparnos también de Torian. Y si viajamos de noche, cuando hace más fresco, podemos ir más deprisa.

También será más peligroso, le recordó la entidad. Todos tendremos que estar muy alerta.

La Centinela no nos ha fallado nunca antes, indicó Sorak.

Nunca ha habido tanto en juego, replicó ella. A la Centinela no se le escapa nada, pero no dejes que la dependencia de ella te suma en una falsa sensación de seguridad. Todos tendremos que permanecer vigilantes.

Sorak miró por encima del hombro en dirección a Ryana y la princesa, que montaban en el kank. Ryana parecía cansada. El desusado calor empezaba a afectarla. La princesa se apoyaba sobre su espalda, sujetándola por la cintura. Sin duda ambas esperaban ansiosas el frescor de la noche, y el descanso; no le agradaba la idea de tener que decirles que viajarían toda la noche. Tendrían que realizar una pequeña parada al menos cuando el sol empezara a ponerse, para descansar alrededor de una hora o dos antes de continuar camino, pero la Guardiana tenía razón: si Torian decidía darles caza, no podía permitirse parar a pasar la noche.

Pronto, al menos, la parte más calurosa del día habría quedado atrás.

Viajar de noche resultaría más fácil, aunque no más seguro. Pero luego tendrían que seguir adelante sin tregua durante todo el día siguiente, e ignoraba cuántos días necesitarían para cruzar las planicies. Sería muy duro para Ryana. En cuanto a la princesa… no creía que pudiera resistir muchos días parecidos. Quizás Eyron estaba en lo cierto, y no deberían haberla llevado con ellos. Cierto que ella había estado de acuerdo en ir, pero en realidad no sabía lo que le esperaba. Si moría allí en las planicies, llevaría su muerte siempre en la conciencia.

Sus pensamientos regresaron otra vez al Sabio, el objeto de su misión.

¿Por qué los había enviado el misterioso hechicero por este camino? ¿Era simplemente para poner a prueba su tesón, o existía también otro motivo para enviarlos a través de las tierras yermas? Recordó lo que Torian y Ankhor habían dicho. Nadie había conseguido salir vivo de aquel territorio. ¿Sería acaso posible que el Sabio se ocultase en algún lugar en medio de toda esta desolación? ¿Qué mejor lugar para que un hechicero protector se oculte que una abrasadora extensión de letal desierto pedregoso donde nadie se atrevía a entrar? Pero, no obstante, la voz de las llamas les había dicho que fueran a Nibenay. Las planicies no eran más que un obstáculo que debían superar en su camino hasta allí. Una y otra vez, mientras avanzaba con cuidado por entre las rocas, Sorak se hacía la misma pregunta: «¿Por qué?, ¿por qué las planicies?».

Cuando el sol empezó a hundirse más en el cielo, miró al frente y no vio otras cosas que rocas afiladas, cantos rodados y afloramientos rocosos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. La borrosa línea gris del horizonte, las Montañas Barrera, parecían tan lejanas como cuando habían iniciado el trayecto.


– Esto es inútil -dijo el capitán mercenario, frenando su kank-. Jamás conseguirán cruzar con vida este erial de piedras. Si seguimos adelante, no conseguiremos otra cosa que morir ahí fuera, igual que ellos. Mis hombres no seguirán adelante.

Torian hizo girar su montura para mirarlo. Dirigió una ojeada a los otros mercenarios, ocho en total, sin contarlos a él y al capitán. Sus rostros sombríos le demostraron que sentían lo mismo que su jefe.

– Haréis lo que se os ordene -replicó Torian con firmeza.

– No nos alistamos para esto -protestó el capitán-. Se nos contrató para proteger la caravana a lo largo de la ruta comercial, no para salir corriendo hacia las planicies en una empresa descabellada.

Torian sacó su daga y la arrojó con tal rapidez que el gesto apenas si fue perceptible. El cuchillo voló por los aires con precisión certera y se hundió en el blando hueco de la garganta del capitán de los mercenarios. El hombre lanzó un estertor ahogado y sus manos se alzaron hacia la hoja mientras la sangre le borboteaba por la boca. Cayó del kank y aterrizó hecho un ovillo sobre el rocoso suelo, que se empapó con su sangre. Antes de que ninguno de los otros pudiera reaccionar, Torian ya había desenvainado la espada, que, como su cuchillo, estaba hecha de acero, un metal poco común y de valor casi incalculable; era la clase de arma que sólo un noble muy acaudalado podía permitirse, siempre y cuando tuviera la suerte de encontrar una así.

– ¿Alguien más piensa que esto es una empresa descabellada? -inquirió Torian-. El que lo haga que venga a decírmelo a la cara.

Los mercenarios se miraron entre ellos y luego contemplaron a su capitán muerto, que yacía a sus pies. Torian sabía exactamente lo que pensaban. Ellos eran ocho, y él sólo uno; pero aunque las posibilidades los favorecían, él empuñaba una espada de acero, y todos sabían lo que eso significaba: sus espadas de obsidiana se harían pedazos contra la de él, y además ya les había ofrecido una letal demostración de sus habilidades. Los nobles no acostumbraban ser guerreros, pero Torian había aprendido a manejar los cuchillos desde la tierna infancia con el mejor experto en armas de Gulg, y estaba seguro no sólo de sus dotes, sino también de su habilidad para intimidar a los soldados. Después de todo, no eran más que campesinos mercenarios y toda una vida de sumisión a las clases superiores los había condicionado a no pensar siquiera en atreverse a alzar sus armas contra un aristócrata.

De todos modos, para protegerse de tal eventualidad, Torian escogió muy prudentemente remachar el clavo con un poco más de energía.

– Vuestro capitán era un rastreador estupendo -dijo-. Su talento igualaba casi al mío. A lo mejor alguno de vosotros posee habilidades parecidas, y tal vez podáis encontrar el camino de vuelta para salir de las planicies por vosotros mismos, sin mí. Por otra parte, quizá no es así. Sea como sea, escoged y hacedlo ahora. Pero os advierto esto: la única forma de que cualquiera de vosotros pueda regresar es que yo esté ahí caído en el suelo, junto a vuestro capitán.

Los mercenarios volvieron a intercambiar nerviosas miradas. Incluso antes de que le contestaran, Torian sabía que había vencido.

– Os seguiremos, señor -respondió uno de los hombres.

– Muy bien -dijo Torian-. Tú eres el capitán ahora, y tu paga reflejará tu nuevo cargo. Es más: cada uno de vosotros será recompensado con la suma de cincuenta piezas de oro cuando regresemos con la princesa Korahna.

Sonrió ante el brillo codicioso de sus ojos. Cincuenta piezas de oro era una suma desmesurada para estos hombres, que podían seguir sirviendo durante el resto de sus vidas sin que jamás consiguieran reunir esa suma. Para Torian, por otra parte, aquello era una miseria. La suya era una de las familias más ricas de Athas, con inmensas propiedades y profundos lazos comerciales con la casa de Ankhor, una de las corporaciones comerciales más poderosas. Y, una vez que tuviera a Korahna por esposa, él sería, además, uno de los aristócratas con más poder político de todo Athas, aliado no sólo a una casa real, sino a dos. Para conseguir eso, se arrastraría por las planicies si era necesario.

– Mi cuchillo, capitán -ordenó.

El recién ascendido capitán mercenario extrajo la daga de acero de la garganta de su predecesor, la limpió contra su cuerpo y la entregó a Torian.

– Nos vamos -anunció Torian, haciendo girar su montura y dirigiéndose hacia el oeste. Los mercenarios lo siguieron. Cualquiera de ellos, lo sabía muy bien, podría fácilmente atacarlo en cuanto les diera la espalda, pero también sabía que ninguno de ellos se atrevería. No ahora. «Ataca al miedo de un hombre -se dijo-, y luego apela a su codicia, y ese hombre es tuyo para siempre.» Sabía qué armas utilizar para manipular a los hombres.

Pero ¿qué armas había utilizado Korahna para manipular al elfling? ¿Había apelado a sus instintos masculinos como una dama en apuros? Eso era desde luego posible, pero se daba el caso de que Sorak no era un hombre; era un elfling, y ni elfos ni halflings eran famosos por anteponer los intereses de otros por delante de los propios. ¿Cómo había convencido a Sorak de que la ayudara a escapar? ¿Le había prometido riquezas…, le había prometido su cuerpo? No creía que se tratara de lo último. Una mujer desesperada podía muy bien recurrir como último recurso a ofrecer favores sexuales, pero el elfling tenía una compañera de viaje que, si bien era una sacerdotisa, no resultaba menos deseable que la princesa. Y las sacerdotisas villichis, aunque a menudo célibes, no siempre hacían voto de castidad.

Riqueza entonces. Una recompensa de la Alianza del Velo a cambio de devolverla sana y salva. Sí, decidió, eso era lo que tenía más sentido. La Alianza realmente pagaría una buena suma por recuperarla, porque la hija de un rey-hechicero que había hecho el juramento del protector resultaría un arma poderosa en sus manos. Y los elfos sentían una pasión por el dinero que sobrepasaba incluso la de los humanos más codiciosos. En cuanto a la sacerdotisa, ésta desde luego se sentiría fuertemente motivada a salir en ayuda de una protectora como ella, siempre y cuando Korahna consiguiera convencerla de que era sincera. Sí, ahora que conocía sus motivos, se sentía mejor. Resultaba siempre de ayuda comprender al enemigo, y Sorak, al haberle robado a la princesa, se había declarado enemigo suyo para toda la vida. Pronto comprendería con exactitud lo que eso significaba, se dijo Torian, y acabaría por lamentarlo amargamente.

Devolvió su atención al terreno que lo rodeaba. No tardó en encontrar el rastro, aunque no es que hubiera habido mucho rastro que seguir desde el arroyo. Se había levantado temprano, como siempre hacía, para practicar en el todavía fresco aire matutino con sus cuchillos, y al salir de su tienda oyó un curioso ruido. A poca distancia de la tienda había descubierto al guarda que Sorak había atado; el hombre se había arrastrado penosamente palmo a palmo hasta regresar junto a las tiendas, impulsándose como una oruga. En cuanto Torian cortó sus ligaduras, el otro le contó lo sucedido, y el aristócrata corrió a la tienda de Korahna.

Los centinelas de guardia en el exterior le habían dicho que la princesa seguía durmiendo en el interior, y que nadie había pasado por allí desde que ellos habían ocupado sus puestos. Torian había echado a un lado el faldón de la tienda y había descubierto no sólo la desaparición de la joven, sino también el corte que Korahna había hecho con su cuchillo en la pared posterior de la tienda. Él en persona se había ocupado de matar a ambos centinelas, luego, antes de dar la alarma, siguió con sumo cuidado el rastro que la muchacha había dejado. La arena arrastrada por el viento había cubierto todas sus pisadas, pero encontró ramas rotas en un arbusto enano que había rozado al pasar, y los brotes nuevos pisoteados de aquellos sobre los que había pasado. En ese momento ya había sabido adónde lo conduciría el rastro. Vio el lugar donde el elfling y la sacerdotisa habían acampado la noche anterior, y comprendió que había huido con ellos. También supuso que Sorak había robado el calzado del guarda para que reemplazara las elegantes sandalias de Korahna. Eso, y el que no hubieran robado ninguno de los kanks, le informó del camino que debían de haber tomado.

De haber elegido la ruta del sur, habría tenido sentido que robaran dos de los kanks además de llevarse el suyo para así poder ir más deprisa y poner más distancia entre ellos y los perseguidores que sabían saldrían en su persecución. Pero los kanks no irían más deprisa a través de las rocosas tierras yermas que un hombre a pie, y, sin la posibilidad de encontrar alimento, tendrían que alimentar a sus monturas con sus propias provisiones. Tres kanks los dejarían sin nada muy deprisa. Con uno, quizá, podían tener una posibilidad. Aunque sería una posibilidad muy pequeña.

Torian no sabía de nadie que hubiera sobrevivido a un viaje a través de aquel lugar. De todas las razas de Athas, elfos y halflings poseían la mayor resistencia física, por lo que, a lo mejor, contra todo pronóstico, el elfling podría conseguirlo. Era incluso posible que la sacerdotisa también lo consiguiera, con la ayuda del elfling. A las villichis se las entrenaba con toda rigurosidad para soportar toda clase de penurias. Pero Torian no se hacía ninguna ilusión de que Korahna pudiera sobrevivir a un viaje así. La pequeña idiota perecería allí en las planicies, incluso aunque no fueran víctimas de las criaturas que vagaban por la zona.

Korahna también les haría ir más despacio. No la imaginaba haciendo el trayecto a pie. Tendría que montar. Probablemente, también lo haría la sacerdotisa; a pesar de toda la preparación que las sacerdotisas villichis recibían, seguían siendo humanas, y andar durante días en el abrasador calor de las Planicies Pedregosas estaría fuera del alcance aun de sus considerables aptitudes. De modo que eso significaba que el kank iría cargado con al menos dos jinetes, si el elfling decidía ir a pie. Y el kank que llevaban era un productor de comida, no un soldado. No se movería con tanta rapidez como sus monturas. ¿Cuánta delantera podían llevarles? ¿Cinco horas, tal vez seis? Desde luego no más de eso. Los atraparían. En algún momento, tendrían que detenerse y descansar. Mientras examinaba con atención el suelo que tenía delante, Torian descubría alguna que otra señal del paso del kank; piedras pequeñas desalojadas de sus oquedades en el suelo, arañazos en las piedras mayores producidos por las zarpas del animal. Dio gracias de que su padre hubiera insistido en su adiestramiento, y no lo hubiera criado como un noble mimado. Su padre había creído que el adiestramiento en el arte del combate fortalecía el carácter, y había tenido razón. Un hombre de menor categoría habría abandonado antes de arriesgarse a perseguir a su presa al interior de aquella zona. Sin duda, con eso contaba precisamente el elfling. Pues bien, se dijo el aristócrata, se iba a llevar una sorpresa muy desagradable.


Cuando el sol empezó a hundirse por el horizonte, Sorak decidió hacer una breve parada. Había que alimentar al kank, y a ellos también les vendría bien algo de alimento. Ryana parecía agotada y Korahna totalmente exhausta. Ayudó a ambas a bajar del lomo del gigantesco escarabajo, y éstas prácticamente se dejaron caer de espaldas contra una enorme roca. Les entregó el odre de agua y, tras advertirles que bebieran con moderación, las vigiló para asegurarse de que no sucumbían a la tentación de beber a grandes tragos.

– Bueno, al menos ya no hace tanto calor -musitó Ryana con una triste sonrisa.

Sorak utilizó la hoja de su cuchillo para desgajar uno de los glóbulos de miel del abdomen del kank y lo llevó hasta ellas. Perforó la membrana con la punta del cuchillo y lo entregó a Korahna. Ésta extrajo un poco; luego se lo pasó a Ryana y se apoyó contra la roca, con los ojos cerrados. Sorak lamentaba tener que darles la desagradable nueva, pero era mejor no demorarla más.

– Por lo menos resultará más fresco el trayecto que nos queda por recorrer esta noche -anunció.

– ¿Vamos a seguir? -Korahna abrió los ojos de par en par-. ¿Te refieres a que no nos vamos a detener a pasar la noche?

– Sólo descansaremos aquí un rato -replicó él-. Cuanto antes reanudemos nuestro camino, antes llegaremos a las montañas.

– Crees que nos siguen -dedujo Ryana.

– Sí -asintió Sorak-. Y creo que Torian hará cabalgar a sus mercenarios toda la noche en un intento de atraparnos. No podemos permitir que reduzca la delantera que hemos conseguido.

– Pero no sabes con seguridad que Torian vaya tras de nosotros -protestó Korahna.

– No, no lo sé -admitió él-. Pero no podemos permitirnos pensar que no lo hace. De todos modos, viajar por la noche resultará más fácil al no existir ese calor abrasador.

– Y también más peligroso -apuntó Ryana.

– Es posible -concedió Sorak-, pero acampar aquí tampoco sería más seguro. No tenemos nada con lo que encender una hoguera. Los depredadores nocturnos nos pueden atacar aquí con la misma facilidad que mientras nos movemos.

– ¿No estás cansado? -le preguntó Korahna, maravillada-. Nosotras hemos padecido el calor, pero al menos hemos ido montadas, mientras que tú has andado todo el día.

– Yo soy un elfling -dijo Sorak, sentándose frente a ellas sobre el accidentado suelo. Estiró las piernas y las flexionó-. No me canso con la misma facilidad que los humanos. De todos modos, el recorrido de hoy ha tenido su efecto. Me alegro de poder sentarme, aunque sólo sea por un rato.

Aunque era capaz de descansar mientras el Vagabundo o uno de los otros salía al exterior y tomaba el control, seguía siendo el mismo cuerpo el que realizaba el esfuerzo; y su cuerpo de elfling, no obstante su soberbia condición física, no poseía reservas de energía indefinidas.

– ¿Cuántos días más de viaje crees que nos quedan? -preguntó Korahna.

– No lo sé. -Sorak se encogió de hombros-. Las distancias resultan engañosas en el desierto. Podrían ser tres o cuatro días más, si avanzamos a buen ritmo, o podría ser una semana o más. Veo las montañas a lo lejos, pero no puedo asegurar a qué distancia se encuentran.

Ryana realizó algunos veloces cálculos mentales.

– Si son más de tres o cuatro días, nos quedaremos sin agua -dijo categórica.

– Tenemos la miel del kank -repuso Sorak- Podemos añadirla al agua para aumentar la cantidad.

– La miel del kank es dulce -objetó Ryana-. No hará más que aumentar nuestra sed.

– No, si la añadimos en pequeñas cantidades -dijo él.

– Incluso así -insistió ella-, tendremos suficiente sólo para cinco o seis días.

– Razón de más para viajar de noche y realizar la travesía tan rápido como sea posible -replicó Sorak.

– Torian se enfrentará a los mismos problemas -intervino Korahna-. Seguramente dará la vuelta.

– Yo no creo que sea del tipo que abandona una tarea una vez que ha resuelto llevarla a cabo -contestó Sorak-. Sin duda llevará más agua, y sus hombres montarán kanks soldados, que pueden viajar más deprisa que nuestro animal.

– Así pues, ¿crees que tiene una posibilidad de alcanzarnos? -preguntó Ryana.

– Dependería de cuándo inició la persecución, y de si se dio cuenta o no del camino que habíamos tomado. Y dependerá de la habilidad de sus rastreadores.

– Torian es un rastreador experto -dijo Korahna- Presumía a menudo de ello. Su padre lo crió como a un guerrero. Afirma haber estudiado con el mejor experto en armas de Gulg. Lo vi entrenarse una mañana, y consiguió vencer fácilmente a los mejores espadachines de lord Ankhor.

– Vaya, ésas sí que son noticias reconfortantes -dijo Ryana en tono sarcástico.

– Es todo culpa mía -gimió Korahna-. Si no hubiera venido con vosotros, no habríais tenido necesidad de venir por este camino, ni os habrían perseguido.

– Habríamos venido por aquí de todos modos -repuso Sorak-. Y el viaje no habría sido más fácil de soportar sin tu presencia.

– Pero ¿por qué? -quiso saber la princesa-. Podríais haber tomado la ruta del sur y, sin mi presencia, habríais recorrido todo el camino sin que os molestaran.

– No -insistió Sorak-, es por este camino por el que estábamos destinados a pasar.

¿Destinados a pasar? -inquirió Korahna, mirándolo sin comprender-. ¿Por qué? ¿Por qué motivo?

– Éste es el camino que nos indicó un sortilegio -explicó él-. Un sortilegio liberado al quemar un pergamino que obtuvimos de la Alianza del Velo en Tyr.

– ¿Al quemar un pergamino? -exclamó Korahna, sentándose muy tiesa de repente e inclinándose al frente-. ¿Y se tenía que quemar a una hora y en un lugar específicos?

– Sí; pero ¿cómo sabías tú eso? -Sorak frunció el entrecejo.

– Porque es así como la Alianza del Velo recibe los comunicados del Sabio -respondió ella muy excitada-. Yo nunca he visto uno de esos pergaminos, pero he oído que aparecen mágicamente a ciertos individuos, y que no sirven de nada a menos que se quemen en un lugar concreto y a una hora concreta. Y que la información se supone que llega mediante sueños o visiones percibidas dentro de un cristal. Pero se dice que sólo los jefes secretos de la Alianza del Velo consiguen ver tales pergaminos. Nunca había sabido si creer o no esos relatos, hasta hoy. ¿Por qué no me dijisteis que erais miembros de la Alianza? ¿Fue porque no confiabais en la hija de un rey profanador?

– No, fue porque nosotros no somos miembros de la Alianza del Velo -respondió Sorak-. Les hicimos un favor allá en Tyr, y ellos nos dieron el pergamino para que nos ayudara en nuestra misión.

– ¿Qué misión?

– Encontrar al Sabio -dijo Sorak.

Korahna se quedó mirándolo boquiabierta.

– ¡Pero nadie ha encontrado jamás al Sabio!

– Entonces supongo que seremos los primeros -replicó él, incorporándose-. Será mejor que nos pongamos en camino.

Las fatigadas mujeres montaron, y se pusieron en marcha otra vez mientras el sol desaparecía lentamente detrás del horizonte. Durante un tiempo, el desierto se vio sumido en una total oscuridad, luego la primera de las lunas gemelas se elevó por los aires, seguida al poco rato por la segunda, y las Planicies Pedregosas se vieron iluminadas por una espectral luz azulada.

– Ahora sé por qué me habéis traído con vosotros -dijo Korahna mientras cabalgaban lentamente detrás del elfling-. Pensaba que tan sólo habíais sentido pena por una compañera protectora, pero me necesitabais para entrar en contacto con la Alianza del Velo en Nibenay.

– Eso fue idea de Sorak -indicó Ryana-. Si quieres saberlo, yo estuve en contra de traerte con nosotros. Sabía las penalidades a las que te enfrentarías en este viaje, y no creía que pudieras sobrevivir.

– Comprendo -repuso Korahna, en voz baja-. ¿Y aún lo crees?

Ryana lanzó un corto bufido.

– Aún no estoy convencida de que ninguno de nosotros vaya a sobrevivir. Pero has demostrado más valor del que te suponía. ¿Quién sabe? Ya se verá.

– No pareces muy segura.

– Tu ánimo es fuerte, Korahna, pero tu cuerpo es débil -replicó Ryana-. No lo digo para condenarte; simplemente es así como están las cosas. Un espíritu fuerte a menudo puede compensar las debilidades del cuerpo, pero sólo llevamos un día de viaje, y tú ya estás al límite de tu resistencia. No me malinterpretes; te reconozco el valor, pero no sé si será suficiente para que superes esto.

– Prefiero morir aquí en las planicies, intentando controlar mi destino, que vivir con Torian y estar bajo control -afirmó la princesa-. Hasta el momento, mi vida no ha valido gran cosa, y la firmeza de mis creencias no ha sido puesta a prueba realmente. Si he de morir, entonces al menos moriré como una protectora y no como el trofeo de un hombre rico. Dame tu espada.

– Es mejor que conserves las fuerzas -aconsejó Ryana.

– No, es mejor que las aumente -dijo ella-. Y sostenerla me dará algo en lo que concentrar mi mente.

– Como desees -contestó Ryana, entregándole su espada.

– No parece tan pesada ahora -observó la princesa, sosteniéndola apartada del cuerpo.

– No te agotes -indicó Ryana con una sonrisa-. Aprender a manejar la espada implica muchas más cosas que simplemente fortalecer los brazos. E incluso eso no se consigue con rapidez.

– Pero al menos esto es un principio.

– Sí, es un principio. Pero sólo un principio. Se necesitan muchos años de entrenamiento para ser diestro en el manejo de una espada.

– Me queda todo el resto de mi vida para aprender -respondió Korahna.

«Desde luego -se dijo Ryana-. Esperemos que el resto de tu vida vaya más allá de los próximos días.»

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