9

Las Montañas Barrera eran una cordillera en forma de media luna, inclinada hacia el noroeste, con las puntas de la media luna señalando al este y al sur. En el extremo sur de la cordillera, cerca del punto más bajo del semicírculo, se alzaba la ciudad de Gulg. En el extremo opuesto del semicírculo, separada de Gulg por el extenso y verde valle protegido por las altas montañas de la cadena, estaba la ciudad de Nibenay. Desde donde Sorak se hallaba, en la cima situada cerca del extremo más elevado de las montañas, el elfling podía distinguir la ciudad allá en el fondo a sus pies, en tanto que la ciudad de Gulg resultaba apenas visible en la distancia, envuelta en la neblina matutina.

Las dos ciudades se hallaban situadas en una de las pocas zonas de Athas que seguían siendo verdes, debido a que la región estaba sustentada por corrientes de agua que descendían de las montañas y por arroyos subterráneos que afloraban a la superficie, la mayoría situados cerca de Nibenay. Según El diario del Nómada, que Sorak había estudiado mientras acampaban en las montañas, Gulg no era tanto una ciudad como una enorme colonia de cazadores-recolectores que dependían de los bosques de las Montañas Barrera para su sustento.

La gobernante, u Oba, de Gulg era la reina-hechicera Lalali-Puy, cuyo nombre significaba «diosa del bosque» en el idioma de su pueblo, la cual contaba con el apoyo incondicional de sus más bien primitivos súbditos, que la adoraban como si fuera una deidad. La Oba residía en lo que era quizás el palacio más insólito de Athas, edificado en lo más alto de las ramas de un anciano y gigantesco árbol de agafari; y sus templarios vivían en chozas construidas en las ramas bajas de dicho árbol.

El palacio, escribió el Nómada, era pequeño pero magnífico, sencillo y al mismo tiempo hermoso, y reflejaba el estrecho vínculo que existía entre los habitantes de Gulg y los árboles del bosque. Pese a ser una profanadora, la Oba era, entre todos los gobernantes de Athas, la que estaba más próxima al sendero de la vida de un druida. No obstante, era un sendero que había pervertido en su persecución del poder mediante las artes profanadoras.

La mayoría de los residentes de Gulg vivían en pequeñas cabañas circulares de tejados de paja situadas alrededor del enorme árbol de agafari donde su reina tenía su hogar. Las sencillas viviendas estaban protegidas por un «muro» defensivo que era, en realidad, un gran seto de árboles espinosos plantados tan cerca unos de otros que ni siquiera un halfling podía introducirse entre ellos sin quedar hecho trizas. La mayor parte de las gentes de Gulg eran tribales campesinos salvajes que cazaban en los bosques de las montañas y entregaban toda su caza a la Oba, quien luego distribuía la comida a sus ingenuos súbditos por intermedio de sus templarios.

Los comerciantes de los gremios mercantiles tenían que tratar con los templarios en lugar de hacerlo directamente con la gente, y ello había permitido al padre de Torian, uno de los templarios de la reina, forjar una poderosa alianza con la Casa de Ankhor. También había criado a su hijo siguiendo la tradición guerrera de los judagas, los guerreros cazadores de cabezas de Gulg, luchadores feroces y arqueros letales cuyos dardos envenenados podían matar con sólo provocar un leve rasguño. No era de extrañar, se dijo Sorak, que Torian hubiera sentido tan poca compasión y consideración por la vida humana.

Nibenay, por otra parte, era una ciudad más convencional, al menos en el sentido de que poseía edificaciones hechas de madera y piedra, si bien éstas distaban mucho de ser convencionales. Sorak se había sentido fascinado por la descripción del Nómada de las esculturas en piedra que cubrían casi cada centímetro de todos los edificios de Nibenay.

Las gentes de la ciudad eran artesanos y albañiles y justificadamente orgullosos de su talento, del que se valían para embellecer edificios con complicados dibujos y escenas. Algunos representaban a los propietarios de las casas o a los antepasados de los propietarios; otros mostraban danzas rituales, y los más exhibían esculturas de bestias y monstruos ejecutadas con minucioso detalle, como si quisieran aplacar a tales criaturas y a sus voraces apetitos.

Las gentes de Nibenay disfrutaban de una economía mucho más variada que los habitantes de Gulg, los cuales dependían del comercio con las casas mercantiles para la obtención de todos sus productos. Aparte de las pequeñas estatuas, ídolos, bustos y decoraciones de los edificios realizados por los albañiles de la ciudad, para todo lo cual existía gran demanda, la ciudad poseía una economía agrícola, centrada principalmente en los arrozales regados por arroyos controlados por la nobleza; pero aquello que hacía más famosa a Nibenay era su producción de armas, en particular las realizadas con la gruesa madera de agafari, que era casi tan resistente y duradera como el bronce.

Los árboles de agafari eran de crecimiento lento y resistentes a la sequía; pero, cuando se los regaba o plantaba en las montañas, donde existía un mayor abastecimiento de agua, crecían gruesos y a gran velocidad. Los garrotes de combate hechos con madera de agafari eran capaces de reventar casi cualquier tipo de armadura, y las lanzas y bastones de pelea de esa madera eran de una resistencia increíble, no obstante su delgadez.

Eran capaces de resistir los embates de espadas de obsidiana e incluso las muy escasas armas de hierro no conseguían más que hacerles algunas muescas. Sencillamente, la madera de agafari no se rompía.

A causa de ello, era muy difícil de trabajar, y se precisaban artesanos muy hábiles para obtener armas de aquella madera. Equipos enteros de guardabosques necesitaban a veces días para talar un solo árbol, para lo cual trabajaban con palas y hachas de piedra y utilizaban la quema controlada del sistema de raíces. Para obtener armas de la madera de agafari se precisaban herramientas especiales y una forja para controlar cuidadosamente el templado.

Un arco largo construido con esta madera no tan sólo resultaba difícil de tensar sino que, si el arquero tenía la fuerza suficiente para hacerlo, era capaz de lanzar las flechas con tal fuerza que éstas atravesaban una armadura a cincuenta metros. Los artesanos de Nibenay eran famosos, y con razón, por sus armas de agafari, y la demanda de ellas por parte de los gremios comerciales era muy grande; ahí era donde se encontraba el quid de la rivalidad entre Gulg y Nibenay.

Los constructores de armas de Nibenay cosechaban los árboles de agafari que crecían en el Bosque de la Media Luna, pero los cazadores-recolectores de Gulg dependían de ellos para su subsistencia. Los bosques de agafari acogían la caza que alimentaba a la ciudad de Gulg, y bajo las amplias copas de estos árboles crecían los arbustos de cola, los pimenteros y toda la otra clase de vegetación que no sólo ayudaba a alimentar a los ciudadanos de Gulg, sino que además les proporcionaba un comercio en especias e hierbas. Durante más años de los que nadie podía contar, había existido una enconada rivalidad entre ambas ciudades, una rivalidad que con frecuencia había desembocado en guerra abierta por el control de los recursos naturales disponibles.

– ¿Por qué los habitantes de Nibenay no se dedican a plantar nuevos árboles de agafari a partir de plantones por cada uno que talan? -había preguntado Sorak a Korahna.

– Lo hacen -replicó la princesa-, pero los plantan en arboledas alrededor de la ciudad, donde se pueden regar fácilmente con agua de los arroyos. En el Bosque de la Media Luna, en cambio, no se molestan en replantar lo que cortan porque regar esos árboles no sería práctico, y se necesitaría más tiempo y esfuerzo para bajar la madera por las laderas. Por otra parte, además, las templarias, que dirigen estas operaciones, consideran que privar poco a poco a Gulg de sus recursos acabará por debilitar a la ciudad y hacerla más vulnerable al ataque, o por lo menos hará que se convierta por completo en dependiente de Nibenay, lo que exigiría su capitulación.

– Y, mientras eso sucede, se destruye el Bosque de la Media Luna -dijo Ryana- y, con él, el ciclo vital de las plantas y animales que viven del bosque.

– Es verdad -asintió Korahna-. De jovencita nunca se me ocurrió pensar en tales cosas, y ni siquiera empecé a comprenderlas hasta que inicié el estudio de las obras de los protectores en secreto y entré en contacto con la Alianza del Velo. Los habitantes de Nibenay no comprenden que no es únicamente la gente de Gulg la que sufrirá por culpa de sus crueles prácticas, sino que también ellos se verán afectados. Y a las templarias, si es que se dan cuenta, no parece importarles. Es una de esas cosas que espero, de algún modo, poder cambiar en un futuro.

– Eso significará ponerte en contra de tu padre -indicó Ryana.

– Ya lo he hecho -contestó ella-. En cuanto hice el juramento de protectora, le volví la espalda para siempre.

– Y provocaste su enemistad -añadió Sorak.

– Si es que lo sabe -repuso Korahna-. Nibenay se preocupa cada vez menos por los asuntos de su familia, y mucho menos por los de su reino. ¿Sabéis que nunca lo he visto?

– ¿Nunca? -Ryana estaba asombrada-. ¿A tu propio padre?

– Ni una sola vez -dijo ella-. Si alguna vez lo vi o él me sostuvo cuando era una criatura, no lo recuerdo. Tampoco lo ven nunca sus súbditos. Desde que yo nací, ha permanecido enclaustrado en la zona central de su palacio, donde nadie excepto los miembros de más graduación de la orden templaria pone jamás los pies. Durante todo el tiempo transcurrido desde mi nacimiento, pocas de sus esposas han conseguido verlo.

– ¿Cuántas esposas tiene? -inquirió Ryana.

– Todas las templarias son sus esposas -respondió Korahna-. O, si no, son sus hijas. En Nibenay todos los templarios son mujeres, y las templarias superiores son las más viejas de sus esposas. Está considerado un gran honor ser nombrada templaria superior. Primero hay que servir en los rangos sagrados durante un mínimo de veinticinco años, y luego ser elegida para el cargo de acuerdo con los méritos obtenidos, lo cual lo deciden las otras templarias superiores. Las vacantes sólo aparecen en caso de defunción, y al parecer el juramento es muy complicado; hay quien ha muerto incluso al tomarlo.

– ¿Sabes el motivo de que no hayas visto nunca a tu padre? -preguntó Sorak.

Korahna negó con la cabeza.

– A menudo me lo he preguntado; pero, las pocas veces que he intentado averiguarlo, se me ha contestado que yo no era quién para cuestionar tales cosas.

– No lo has visto nunca por la misma razón que sus súbditos nunca lo ven -respondió Sorak-: porque el Rey Espectro ya no es humano. Su contemplación provocaría repugnancia.

– ¿Qué quieres decir? -inquirió la princesa.

– Ha emprendido el proceso de metamorfosis en dragón -dijo Sorak.

– ¿Mi padre?

– Todos los reyes-hechiceros que quedan se encuentran ya en una fase u otra de la metamorfosis en dragón -explicó el elfling-. Cada uno teme que el otro complete la transformación primero, de modo que consagran todos sus esfuerzos a los largos y complicados conjuros que se requieren.

– No lo sabía -dijo Korahna, con expresión afligida-. Ni siquiera mis amigos de la Alianza del Velo me lo dijeron.

– Supongo que no quisieron herir tus sentimientos -observó Ryana.

– Mi propio padre -siguió Korahna con voz ahogada-. Ya fue bastante terrible cuando comprendí lo que significaba ser un profanador, pero pensar que se encuentra en vías de convertirse en la criatura más espantosa y maligna que jamás ha pisado este mundo marchito… -Sacudió la cabeza-. Maldigo el día en que nací en esa pestilente familia.

– Ahora puedes comprender por qué el Sabio se afana tanto en ocultar su paradero -repuso Ryana-. Sólo existe una criatura que pueda enfrentarse a un dragón, y ésa es un avangion. Cada uno de los reyes-hechiceros que siguen con vida daría cualquier cosa por averiguar el escondite del Sabio, pues representa la mayor amenaza a su poder.

– Y, si consiguen eliminarlo -intervino Sorak-, no existirá nada que los detenga. Completarán sus transformaciones y luego pelearán unos contra otros.

– Con lo que se destruirán entre ellos -dijo Korahna.

– Quizá -replicó Sorak-. Pero al final es probable que uno triunfe. Sin embargo, cuando eso suceda, Athas habrá quedado reducido a un maldito pedazo de roca muerta.

– Hay que detenerlos -afirmó Korahna.

– El Sabio es el único que tiene una posibilidad de hacerlo -explicó Ryana-, a menos que, de alguna forma, se pueda matar a los dragones antes de que puedan completar sus transformaciones.

– Haré todo lo que pueda por ayudar -ofreció la princesa.

– Pronto tendrás oportunidad de hacerlo -dijo Sorak, bajando la mirada en dirección a Nibenay.


Entraron en la ciudad por su puerta principal, flanqueada por dos gigantescas columnas de piedras encajadas en las murallas, esculpidas en profundo relieve con las figuras entrelazadas de serpientes y dragones que escupían fuego. Los semigigantes de aspecto aburrido que estaban de guardia en la entrada los dejaron pasar sin comentarios y sin molestarse en registrarlos. Había un flujo constante de personas entrando y saliendo, y en Nibenay, como en la mayoría de las ciudades de Athas, todo el mundo iba armado. La visión de una espada y un cuchillo o dos no provocaban comentarios. Si hubieran sabido que los tres peregrinos de aspecto mugriento llevaban espadas de metal, los guardas podrían haberse sentido mucho más interesados, pero el día era caluroso y no pensaban tomarse la molestia de examinar a todo el que cruzaba las puertas. Los alborotadores no tardaban en encontrar más de lo que habían esperado dentro de las murallas de la ciudad. Las templarias no toleraban violaciones de las leyes de la ciudad, y los semigigantes que componían la guardia ciudadana y también el ejército eran por lo general más que suficientes para ocuparse de cualquier criminal.

Lo primero que hicieron fue dirigirse al mercado central de la ciudad, donde vendieron sus kanks. Korahna se quedaría en Nibenay, y Sorak y Ryana no tenían ni idea de cuánto tiempo permanecerían allí. Cuando llegara el momento de abandonar la ciudad, podían comprar otros kanks, adquirir pasaje en un caravana o incluso marcharse a pie, como ya habían hecho antes.

No era muy sensato gastar sus limitados recursos en pagar un establo para los kanks, de modo que una hábil negociación por parte de Sorak, ayudada por los poderes paranormales de la Guardiana, les reportó un buen precio por los animales, y con parte de estas ganancias se procuraron una buena comida en una de las tabernas locales.

Korahna no atrajo miradas curiosas. Puesto que había pasado la mayor parte de su vida entre los muros del recinto palaciego, ninguno de los habitantes de Nibenay podía conocerla de vista, a excepción de aquellos que había conocido en la Alianza, y éstos jamás la hubieran reconocido. Ahora no se parecía en nada a una princesa.

Ataviada con ropas demasiado grandes cogidas a los mercenarios y cubierta de polvo por el viaje que habían realizado, parecía más una pastora del desierto que un retoño de la casa real de Nibenay. La larga melena rubia le caía lacia, suelta y enmarañada; el rostro estaba tiznado; las manos, sucias y encallecidas; las uñas, que antes habían sido largas, aparecían mordisqueadas, y había perdido peso durante el viaje. Su aspecto ahora era delgado y fuerte, y había algo en su rostro que no había estado allí antes: una expresión de madurez.

Las pocas miradas curiosas que recibían se debían menos a su aspecto que al de Sorak y Ryana. A diferencia de la mayoría de las villichis, los cabellos de la joven eran plateados en lugar de rojos, y, aunque sus extremidades carecían de la longitud anormal que caracterizaba a las villichis, era extraordinariamente alta para ser mujer; su altura y coloración, junto con su enjuta musculatura, la convertían en una figura imponente.

El aspecto de Sorak resultaba aún más fuera de lo corriente. Los habitantes de Nibenay no habían visto nunca antes a un elfling. A primera vista, el muchacho parecía humano, pero diferente en ciertos aspectos. Muchos de los que se cruzaban con ellos por las calles se volvían para mirarlo con curiosidad sin saber exactamente por qué. Aquellos que eran más observadores podrían haber detectado sus orejas puntiagudas cuando la brisa le echaba hacia atrás los cabellos, u observado la curiosa angularidad elfa de sus facciones, o el brillante espesor de su pelo, como la melena de un halfling; también podrían haberse dado cuenta de que era alto, aunque no exageradamente alto para un humano. Pero incluso los menos observadores de entre ellos, si lo miraban a la cara, no podrían haber evitado fijarse en sus ojos, muy hundidos, y con una mirada tan directa y penetrante que la mayoría se veía obligada a desviar la vista.

La taberna en la que se encontraban, cercana al mercado central, estaba al aire libre y cubierta por un toldo, de modo que podían contemplar la calle y observar la bulliciosa actividad mientras atardecía y los comerciantes empezaban a cerrar sus puestos. Poco a poco, la plaza del mercado se fue vaciando a medida que las sombras crecían y la gente se marchaba a sus casas o acudía a las tabernas u otros lugares de diversión. El local donde ellos estaban no tardó en llenarse con una ruidosa clientela, que buscaba quitarse el polvo del mercado y el calor del día de sus gargantas.

– ¿Qué se siente al estar de vuelta en casa? -preguntó Ryana.

– Una sensación extraña -replicó Korahna, que apartó su plato de comida y miró a su alrededor-. Cuando me fui, jamás creí que volvería a ver la ciudad. Ahora, después de nuestro viaje por las planicies y las montañas, parece extraño ver a tanta gente en un mismo lugar. Resulta… opresivo.

– Sé muy bien lo que sientes -dijo la sacerdotisa con una sonrisa-. Hay algo en la soledad y belleza del desierto que invade el espíritu. Es como si se ensanchara de algún modo, liberado de los confines de una ciudad o un pueblo… o incluso de un templo villichi. Luego, cuando te vuelves a encontrar otra vez entre gente, te sientes encerrada y apretujada.

– Sí -repuso Korahna-, eso es exactamente lo que siento.

– La gente no está hecha para vivir en ciudades -continuó Ryana-. Las ciudades son algo artificial, producto de una necesidad, en un principio, de agruparse para sobrevivir, y luego de una conveniencia en lo relativo a protección, comercio e industria. Pero, a medida que la población crece, el espacio disponible se torna más limitado, y el espíritu se retrae para compensar la falta de espacio. La gente se vuelve menos franca. Se apoderan de ella los ritmos más veloces que provoca la superpoblación. Todo el mundo tiene siempre prisa, todo el mundo estorba a todo el mundo. Las personas se tornan más nerviosas, menos confiadas, más propensas a reaccionar con violencia. Las ciudades son lugares insalubres. No dejan que la gente respire libremente.

»Cuando era niña, soñaba en ir a una ciudad porque parecía una aventura. Ahora, no puedo imaginar cómo nadie puede desear vivir de este modo, como antloids en un nido. Tal vez ése es el motivo de que los profanadores vivan en ciudades. Han olvidado qué es lo que profanan. No pueden amar un mundo que sólo ven en raras ocasiones.

– No obstante, es mi hogar -dijo Korahna-. Aquí es donde nací, y donde crecí, y aquí debo ofrecer una reparación por haber llevado una vida privilegiada mientras otros sufrían. Las ciudades no cambiarán nunca, Ryana, a menos que alguien trabaje para lograrlo.

– ¿Puede una ciudad ser diferente de lo que es? -quiso saber la joven.

– Quizá no -respondió la princesa-, pero puede ser mejor de lo que es. Sin duda el esfuerzo vale la pena.

– Sería agradable que así fuera -suspiró Ryana.

– Empieza a oscurecer -anunció Sorak-. Y la noche es el mejor momento para ponerse en contacto con la Alianza. Me sentiré mejor cuando sepa que estás a salvo con ellos.

– ¿Tan ansioso estás de deshacerte de mí? -preguntó Korahna.

– No. Simplemente ansioso por finalizar la tarea para la que vinimos aquí. Y ni siquiera sé aún cuál pueda ser esa tarea.

– ¿Y crees que la Alianza lo sabrá?

– Si los miembros de mayor rango de la Alianza están en contacto con el Sabio, él nos lo hará saber a través de ellos -dijo Sorak.

– ¿Y si no lo hace?

– Entonces no sé qué haremos -respondió él-. El rollo de pergamino nos ordenó venir a Nibenay. Bueno, aquí estamos por fin. Hemos cumplido nuestra parte; ahora es el momento de que el Sabio cumpla la suya.

– En ese caso, os llevaré al encuentro de la Alianza -anunció Korahna, empujando hacia atrás su silla y poniéndose en pie-. Vosotros me habéis traído a casa, por lo que os estoy profundamente agradecida. Me fui siendo una princesa mimada, y he regresado como una mujer que ha aprendido algo sobre sus capacidades. Por eso, también, os estoy agradecida, y más…

Desvió la mirada de Sorak a Ryana.

– No sé cómo hizo Kether lo que hizo, pero, por el vínculo que ha forjado entre nosotras, estaré siempre agradecida. Ryana, temo que tú recibiste la peor parte del trato, ya que yo no tenía nada de importancia que ofrecer. Pero por lo que tú me has dado… -Meneó la cabeza, incapaz de encontrar las palabras adecuadas-. Sólo puedo decir gracias, y sin embargo eso no parece suficiente.

– Lo es -contestó Ryana con una sonrisa-. Pero no te consideres tan insignificante. Lo que recibí de ti no fue poca cosa. Sé ahora más cosas sobre cómo vive y piensa la nobleza de lo que sabía antes, y también lo que significa descubrir un propósito a nuestra vida cuando se ha carecido de uno. Yo nací con el mío, pero tú buscaste el tuyo y lo encontraste, y tuviste el valor de actuar de acuerdo con tus creencias, cuando hacerlo significaba renunciar a todo lo que conocías. Para eso se necesitó un gran valor.

– Vaya… -dijo Korahna, visiblemente conmovida-. Viniendo de una sacerdotisa villichi, eso es una gran alabanza.

– Una villichi, sí, porque así es como nací -repuso Ryana-; pero, en cuanto a sacerdotisa…, ése es un título al que ya no puedo realmente pretender. Rompí mi juramento.

– Lo sé -replicó Korahna-. Y también sé que te provoca gran aflicción. Pero te repetiré tus propias palabras: actuar según las propias creencias, cuando significa renunciar a todo lo que se conoce, requiere una gran cantidad de coraje.

– Si las dos habéis acabado de intercambiar cumplidos, quizá podríamos ir en busca de un poco de diversión en esta ciudad -intervino Sorak. Aunque se trataba de su voz, el tono había cambiado por completo, y toda su actitud había sufrido una extraordinaria transformación. Estaba de pie con una mano en la cadera, la cabeza inclinada ligeramente a un lado, y una expresión de aburrida impaciencia en el rostro.

– Kivara -dijo Ryana.

Korahna se limitó a contemplarlo fijamente, estupefacta ante el repentino cambio. Su comunión con Ryana daba a ambas una idea y una comprensión de la naturaleza de Kivara, pero a pesar de ello asistir a una manifestación suya la dejó sorprendida.

– No es el momento, Kivara -indicó Ryana.

– Me he cansado de esperar el momento adecuado -replicó ella, haciendo girar los ojos y echando la cabeza atrás en un gesto airado-. No he salido desde que abandonamos Tyr. No hubo nada interesante durante el viaje; pero, ahora que por fin hemos llegado a una ciudad, merezco un poco de tiempo.

– No hemos venido aquí a divertirnos, Kivara -insistió la sacerdotisa-. Hemos de entregar a Korahna sana y salva a la Alianza del Velo y luego averiguar qué es lo tenemos que hacer aquí.

– ¿Y bien? Yo no os lo impido -repuso la entidad-. ¿Pero por qué tiene eso que significar que no podemos divertirnos un poco mientras lo hacemos?

– Somos protectores en la ciudad de un profanador -dijo Ryana con suma paciencia, aunque su exasperación empezaba a aflorar-. Y hemos traído de vuelta a la princesa exiliada. Corremos cierto peligro aquí.

– Perfecto -repuso Kivara-. Eso puede añadir un poco de sabor a lo que hasta ahora ha sido un viaje aburridísimo.

– Guardiana… -dijo Ryana.

– ¡No! -exclamó Kivara, estampando el pie contra el suelo, enojada. Varias personas se volvieron para contemplar sorprendidas su curioso comportamiento-. ¡No he salido durante semanas! ¡Y no voy a replegarme otra vez!

Kivara, intervino la Guardiana, aunque Korahna y Ryana no podían oírla, te estás portando muy mal. Esto no es lo que acordamos.

– Acepté cooperar; no acepté permanecer replegada todo el tiempo. ¡Tengo tanto derecho a salir como cualquiera de vosotros!

Kivara, éste no es ni el momento ni el lugar para discutir. Ya hablaremos sobre esto más tarde.

– ¡No! ¡No es justo! ¡Nunca me divierto!

Kivara…

– ¡No, he dicho!

Korahna contemplaba, fascinada, la conversación, aparentemente unilateral, que tenía lugar ante sus ojos. Las facciones de Sorak -o de Kivara- se contraían en una mueca mientras luchaba contra la fuerza de voluntad de la Guardiana.

– ¡No… no… no!

Toda la clientela de la taberna los observaba ahora. El cuerpo de Sorak se estremecía, y su cabeza se movía de un lado a otro mientras la boca se crispaba y sus manos, cerradas con fuerza, golpeaban contra sus muslos. Y entonces su cuerpo se desplomó ligeramente y se relajó, y al cabo de un momento se irguió otra vez y Sorak volvió a aparecer. Los parroquianos murmuraban entre ellos.

– Será mejor que nos marchemos enseguida -instó Sorak, precediéndolas rápidamente hacia el exterior de la taberna.

La gente los siguió con la mirada mientras salían a la calle. Era ya de noche, y las dos mujeres apresuraron el paso para poder mantenerse a la altura del joven, que se alejaba a grandes zancadas de la taberna. Se detuvo algo más allá en la esquina de un edificio, y se apoyó contra él agotado.

– Sorak… -inquirió Ryana con expresión preocupada-, ¿te encuentras bien?

– Perdonadme -respondió él, limitándose a asentir con la cabeza.

– No fue culpa tuya -dijo Ryana. Korahna permanecía a su lado, contemplando al joven y mordiéndose el labio inferior, sin saber qué pensar.

Sorak aspiró profundamente y expulsó el aire con fuerza.

– Ella no había hecho algo parecido desde hace mucho tiempo. La Guardiana nunca había tenido problemas para controlarla hasta ahora. Parece que se está volviendo más fuerte.

– ¿No puede hacerse nada? -preguntó Korahna.

Sorak negó con la cabeza.

– Kivara es una parte de nuestra identidad colectiva -explicó-. Cuando era un chiquillo, con la ayuda de la gran señora del templo villichi, conseguí llegar a un acuerdo entre todos los individuos de la tribu para que cooperaran unos con otros por el bien del grupo. La Guardiana ha sido siempre la más sensata de todos, y siempre ha conseguido mantener a la tribu en equilibrio. Algo como esto no había sucedido desde hace mucho, mucho tiempo.

– ¿Podrás mantener la situación bajo control? -inquirió Ryana con ansiedad.

– Eso creo -replicó él-. Simplemente estoy cansado. Ha sido un viaje largo y duro, y mi cansancio permitió que Kivara se escabullera. Estaré más alerta a partir de ahora. -Aspiró profundamente y dejó escapar el aire con un suspiro-. Muy bien, princesa -siguió-. Guíanos.

Korahna los condujo por las oscuras y tortuosas calles de Nibenay, lejos de la zona del mercado y en dirección al centro de la ciudad. A medida que se acercaban más al recinto palaciego, en el corazón de la ciudad, los edificios se volvieron más grandes y opulentos. Casi cada casa ante la que pasaban ahora exhibía grandes entradas con columnas de piedra profusamente esculpidas con figuras. A estas horas los criados ya habían colocado antorchas en los soportes exteriores, de modo que un poco de luz iluminaba las calles. Aquí apenas se veía gente por las calles, y aquellos con los que se cruzaban se apresuraban a cambiar de acera para evitarlos.

– Debemos de tener toda una facha -observó Ryana al darse cuenta de que la gente se apartaba a toda prisa de su camino.

– La gente tiene miedo de los desconocidos en esta parte de la ciudad -explicó Korahna-. Los más pudientes son los que viven más cerca del palacio, excepto los poderosos nobles que poseen fincas justo al otro lado de las murallas de la ciudad. De vez en cuando, individuos desesperados vienen aquí en un intento de robar una casa o asaltar a algún transeúnte. Debemos estar alerta por si aparece alguna patrulla de semigigantes. Sin duda nos darían el alto.

– ¿Y si lo hacen?

– Digamos que es mejor que no lo hagan -replicó Korahna-. Vamos, deprisa. Por aquí.

Atravesaron la calle a la carrera y se introdujeron en un callejón. Moviéndose rápidamente de calleja en calleja y pegándose a los muros de los edificios, no tardaron en llegar al inmenso perímetro del palacio. Alzándose por encima de todos los otros edificios se hallaba el palacio mismo, un edificio enorme construido por completo en piedra profusamente esculpida, y de cuyo centro sobresalía una cabeza gigantesca. Sorak y Ryana se detuvieron un instante para contemplarla con admiración. Las alas laterales del palacio parecían sus hombros, y los pisos centrales superiores su cuello; unos ojos hundidos, en cuyo interior ardía el fuego, contemplaban toda la ciudad; la enorme frente estaba fruncida, y la protuberante barbilla orgullosamente alzada. El rostro estaba afeitado, y la expresión de la gigantesca cara era a la vez impasible y malévola.

– Por todo lo más sagrado, ¿quién es ése? -inquirió Ryana en voz baja.

– Mi padre -respondió Korahna.

– ¿Ése es el Rey Espectro? -musitó Sorak.

Korahna asintió.

– Los mejores albañiles de la ciudad tardaron décadas en esculpir su semblante en enormes bloques de piedra enlucida. Para la mayoría de ellos, fue el trabajo de su vida. Trabajaban todos los días, desde el alba hasta el anochecer, y al llegar la noche los relevaban otros albañiles que continuaban la labor a la luz de las antorchas. Se dice que muchos murieron en esta tarea. Algunos cayeron de los andamios; otros murieron de agotamiento. Y, mientras los albañiles trabajaban en el exterior, equipos de otros artesanos lo hacían dentro para construir los aposentos interiores de mármol, alabastro, cinabrio, obsidiana y piedras preciosas. Y, cuando éstos acabaron, los ejecutaron a todos.

– ¿Por qué? -quiso saber Ryana.

– Para que nadie pudiera contar lo que se encuentra dentro de los aposentos privados de mi padre -respondió Korahna-. Una vez finalizados los trabajos, Nibenay se trasladó allí, y nadie lo ha vuelto a ver desde ese día.

– ¿Nadie en absoluto? -inquirió Sorak.

– Sólo las templarias superiores que cuidan de él -dijo la princesa. Señaló hacia la parte superior del rostro-. Cada noche, hasta el amanecer, las luces arden dentro de esos ojos, como si Nibenay vigilara la ciudad que lleva su nombre. Hay quien dice que puede ver todas las transgresiones y que envía a sus templarias y semigigantes a aplicar su ley.

– ¿Y viviste toda tu vida con eso mirándote? -se asombró Ryana.

– Cuando era una niña -sonrió Korahna-, pensaba que el rostro de piedra era mi padre. Acostumbraba colocarme debajo en el patio del palacio y lo llamaba; pero nunca recibí respuesta. Vamos, debemos seguir adelante. Las patrullas pasarán pronto.

Se encaminaron a toda prisa hacia el lado opuesto de la ciudad, más allá del perímetro del palacio, en dirección al barrio elfo, según explicó Korahna.

– ¿Existe una gran población elfa en Nibenay? -inquirió Sorak sorprendido.

– Semielfos en su mayoría -replicó la princesa-, pero entre ellos hay muchos elfos de pura raza que han abandonado la vida nómada en tribus. Se dice que en estos días cada vez hay más elfos que se sienten atraídos por las ciudades. La vida en los altiplanos es dura, y las Llanuras de Marfil que se extienden al sur de la ciudad son tan inhóspitas como las tierras yermas.

»Casi todos los elfos de estas regiones vivían antes en el Bosque de la Media Luna y en las estribaciones superiores de las Montañas Barrera, que aquí en la ciudad nosotros llamamos Montañas Nibenay. Sin embargo, en su gran mayoría han sido expulsados de allí por los guardabosques y cazadores de Gulg. Con los guardabosques cortando los árboles de agafari y los cazadores acabando con la poca caza que queda, los elfos de las montañas se han quedado casi sin nada. Unas cuantas tribus siguen viviendo allí, pero en su mayoría son salteadores, y su número mengua con cada año que pasa. Nadie sabe cuántos elfos viven en el barrio, pero su población crece de año en año.

– ¿A qué se dedican aquí en la ciudad? -preguntó Sorak.

– Trabajan en lo que pueden -respondió ella-. En su mayoría son tareas que los humanos no aceptarían. Algunos roban, aunque las penas son muy duras si los atrapan. Muchas de las mujeres elfas venden sus favores. Es una vida miserable, pero aún es peor para ellos fuera de la ciudad.

– Hubo un tiempo en que eran un pueblo orgulloso -comentó Sorak-, y ahora se han convertido en esto.

Las calles eran más oscuras en esta zona de la ciudad. Pocas antorchas ardían en el exterior de edificios desvencijados, y las escasas construcciones cubiertas con esculturas decorativas eran viejas y necesitaban urgentemente ser restauradas. Las restantes no eran muy diferentes de los cuchitriles destartalados de los barrios populosos de Tyr. Había más gente por las calles aquí. Al igual que en Tyr, las autoridades no patrullaban los sectores más pobres de la ciudad; no les importaba demasiado lo que pudiera suceder a sus habitantes.

Al acercarse a una taberna con dos antorchas encendidas a cada lado de su entrada, varias prostitutas elfas recostadas contra los muros del edificio llamaron a Sorak y lo instaron a acercarse, realizando poses provocativas, algunas de las cuales eran extremadamente explícitas y demostraban con sumo detalle lo que se ofrecía a cambio de dinero. Sorak y Ryana se sintieron desolados ante la juventud de algunas de ellas, casi niñas en muchos casos, degradadas por la pobreza y la intolerancia y falta de oportunidades. Nadie las respetaba, y por lo tanto tampoco ellas se respetaban a sí mismas.

– Por aquí -indicó Korahna-. Aquí dentro.

Entraron en el local. Un descolorido letrero colocado en la pared que daba a la calle identificaba a la taberna como La Espada Elfa. Sorak pensó en su espada elfa y se aseguró de que quedara bien oculta bajo su capa.

En el interior, la taberna era poco más que una gran sala con arcadas de piedra y un vetusto suelo de tablas. La clientela estaba sentaba en toscos bancos de madera ante largas mesas. La mayoría bebía. Unos pocos jugaban a los dados. Sobre un pequeño escenario elevado situado contra una pared, un músico elfo ciego tañía un arpa elfa mientras otros dos lo acompañaban a la flauta y al tambor. Una cría de pterrax dentro de una jaula grande deglutía los restos de comida que le arrojaban los parroquianos, mientras camareras descalzas paseaban con bandejas por entre las mesas, regresando periódicamente a la barra para volver a llenar sus jarras de barro e ir a buscar nuevas botellas y copas de cerámica.

Casi todos los parroquianos eran semielfos y elfos, pero también descubrieron algún rostro humano. Como era de esperar, no había enanos, pues elfos y enanos no se tenían mucho aprecio, ni tampoco halflings. Los halflings eran salvajes, y no se encontraría nunca a un halfling en una ciudad, aunque Sorak se dijo que lo mismo se había dicho antes también con respecto a los elfos. Unos cuantos ojos se volvieron a contemplarlos cuando entraron, pero, por lo que a la mayoría se refiere, nadie los miró directamente. Cruzar miradas con alguien en un lugar así podía enseguida tomarse como un desafío. Korahna dirigió una rápida mirada hacia la barra del fondo, y luego les hizo una señal para que la siguieran mientras cruzaba la sala, avanzando con paso decidido.

Al pasar por entre las mesas, un banco cayó estrepitosamente al suelo de improviso frente a Sorak. Su ocupante se incorporó de un salto y fue a chocar contra el joven.

– ¡Embustero, pedazo de excremento! ¡Te cortaré la lengua por eso!

El elfo sentado frente a él le dirigió una mueca burlona y, poniéndose en pie al instante, se arrojó sobre el otro por encima de la mesa. Ambos se estrellaron contra Sorak, que aún seguía intentando zafarse del elfo que había chocado contra él. Los tres rodaron por el suelo hechos un revoltijo, los dos elfos chillando e insultándose el uno al otro.

De improviso Sorak sintió cómo unos dedos expertos se llevaban su bolsa y comprendió la naturaleza del juego. Mientras varios otros parroquianos separaban y sujetaban a los dos combatientes, Sorak se incorporó.

– ¡Muy bien, vosotros dos fuera! -gritó el fornido tabernero humano, saliendo de detrás de la barra con un enorme garrote de agafari en las manos-. Solucionadlo fuera.

– Un momento -intervino Sorak cuando los dos elfos dieron media vuelta para marcharse.

– ¿Y qué interés tienes tú en todo esto? -exigió el tabernero, sin dejar de empuñar el garrote.

Sorak señaló a uno de los elfos.

– Tiene algo que es mío.

– ¿Qué? -inquirió el hombre.

– Mi bolsa.

– ¡Miente! -protestó el elfo-. ¡No he tocado jamás su asquerosa bolsa… si es que llevaba una cuando entró aquí!

– Vuestra pelea no era más que una excusa para permitirte robarla -dijo Sorak.

– Será mejor que tengas cuidado con tus acusaciones, amigo -replicó el elfo con aire amenazador en tanto que su compañero, que momentos antes había parecido dispuesto a matarlo, se colocaba junto a él para respaldarlo-. Esta bolsa es mía -siguió el elfo, sacando su bolsa y agitándola. Se escuchó el tintineo de unas pocas monedas de cerámica-. Mi amigo así lo declarará, así como también la camarera, que me vio pagar de ella. ¡Fíjate, tiene mi nombre cosido!

– No me refería a esa bolsa -repuso Sorak-. Me refería a la que tienes escondida en el bolsillo de tu capa.

– Estás loco.

– ¿Eso crees? Entonces, ¿qué se supone que es esto?

Su bolsa salió volando del bolsillo secreto de la capa del ratero y se puso a flotar ante el rostro del ladrón. Por un instante, el elfo se limitó a contemplarla boquiabierto; luego, con un grito de rabia, la apartó a un lado de un manotazo y agarró su espada. Mientras se lanzaba al frente y hacía descender la espada describiendo un amplio y veloz arco, Sorak sacó veloz a Galdra de su vaina y detuvo el golpe, todo en un mismo gesto. La hoja de obsidiana del elfo se hizo añicos en una explosión de miles de diminutas astillas.

El ladrón se quedó sin habla y miró con incredulidad a Sorak cuando éste apoyó la punta de alfanje de Galdra contra su garganta.

– Mi bolsa -ordenó.

El ladrón miró a su alrededor presa del pánico, en busca de respaldo, pero se encontró con que Ryana tenía apoyada su daga en la garganta de su cómplice. En la taberna reinaba un profundo silencio. Todos los ojos estaban fijos en ellos, y el más leve susurro se habría podido oír en toda la sala. La mirada aterrorizada del ratero regresó a la espada apoyada contra su garganta, y entonces pareció verla realmente por vez primera; observó su curiosa forma, el acero elfo del que estaba forjada, y las runas elfas grabadas en la hoja. Sus ojos se abrieron de par en par, y lanzó una exclamación; levantó la vista hacia Sorak como si hubiera visto un fantasma.

– ¡Galdra! -exclamó en voz baja. Cayó de rodillas e inclinó la cabeza-. ¡Perdonadme! ¡No sabía!

Un murmullo excitado estalló por toda la taberna.

– Levántate -ordenó Sorak.

El ladrón obedeció al instante.

– Ahora devuelve mi bolsa.

– Al momento -dijo él, precipitándose hacia ella. La recogió del lugar donde había caído y se la llevó a Sorak-. No soy más que un ladrón cobarde e indigno, mi señor. Haced conmigo lo que queráis, pero os pido con toda humildad que me perdonéis.

– Cállate -replicó Sorak-. Hablas demasiado.

– Sí, mi señor, es cierto. Perdonad.

– Sal de mi vista -indicó el elfling.

– Gracias, mi señor, gracias -respondió el elfo, realizando una profunda reverencia mientras retrocedía. Su compañero lo siguió, también entre reverencias, sin dejar de mirar a Sorak y a Ryana con aprensión. Tras salir ellos, un cierto número de parroquianos se escabulló también por la puerta.

– ¡Dientes de serpiente! -masculló el tabernero-. ¿Qué es todo eso? ¿Eres un noble?

– No -respondió Sorak-. Debe de haberme confundido con otra persona.

– No eres un noble, y sin embargo llevas una espada de excepcional valor y manufactura. Tu aspecto es el de un elfo, pero no eres un elfo. Y tienes los ojos y el pelo de un halfling. ¿Quién eres?

– Es mi amigo -respondió Korahna, acercándose al tabernero.

– ¿Y quién se supone que eres tú? -inquirió él.

Korahna se acercó más a él y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

– Mira con atención, Galavan. ¿No me reconoces?

El hombre frunció el entrecejo y la contempló con atención por unos instantes, entonces sus ojos se abrieron de par en par y se quedó boquiabierto por la sorpresa.

– ¡Dientes de serpiente! -musitó-. ¡Pensamos que estabas muerta!

– Podemos discutir eso más tarde -dijo ella-. Sabes por qué he venido. Estos dos son amigos míos, y respondo por ellos con mi vida.

– Tu palabra es suficiente para mí -repuso Galavan-. Venid por aquí, a la habitación trasera.

Los condujo detrás de la barra y a través de una arcada tapada por una cortina.

– Vigila el local -indicó a uno de sus ayudantes, y luego desapareció en el interior.

No parecía ser más que un almacén con una mesa pequeña, una silla y un farol. Las paredes estaban llenas de estanterías de madera que contenían copas, jarras, platos, botellas y otros artículos. Galavan se acercó a una de las estanterías, introdujo una mano en ella y soltó una palanca oculta; luego apartó toda la estantería de la pared, descubriendo un oscuro pasadizo.

– Por aquí -dijo, tomando el farol de la mesa e indicándoles que pasaran al interior. Entregó el farol a Korahna y, una vez que hubieron entrado, cerró la puerta secreta a su espalda.

– ¿Adónde conduce esto? -preguntó Ryana a la princesa.

– Ya lo veréis -respondió ella y empezó a bajar el tramo de peldaños de piedra, que conducía a un túnel bajo la calle. Avanzaron por el pasadizo un buen rato hasta que se dieron cuenta de que a su alrededor tenían un espacio más amplio. Las paredes del túnel habían llegado a su fin, y se encontraban en una zona despejada, pero bajo tierra.

– ¿Qué es este lugar? -preguntó Ryana, incapaz de ver gran cosa más allá del resplandor del farol.

– Son ruinas -dijo Sorak, cuya visión nocturna le permitía ver mucho más que ella-. Ruinas subterráneas. Nos encontramos en una especie de patio.

– Nibenay está construida sobre las ruinas de otra ciudad antigua -explicó Korahna-, que se remonta a más de mil años atrás. Ni las templarias ni mi padre lo saben, pero por toda la ciudad, hay lugares donde se puede hallar un modo de acceder a la ciudad vieja. La Espada Elfa es uno de esos sitios. Galavan es un aliado secreto de la Alianza del Velo.

– ¿Y ahora qué va a suceder? -quiso saber Ryana.

Como en respuesta a su pregunta, una veintena de antorchas se encendieron de improviso a su alrededor, y distinguieron unas figuras encapuchadas y vestidas con túnicas que los rodeaban formando un amplio círculo.

– Bienvenida a casa, Korahna -dijo una de ellas-. Te esperábamos.

Загрузка...