7

El puente de piedra describía un pronunciado arco sobre el lago y estaba construido de tal manera que podía ser defendido fácilmente por cualquiera que se encontrara en el alcázar. El puente era tan estrecho que sólo se podía pasar en fila de a dos, y había una barbacana al otro extremo; además, el arco había sido diseñado de tal modo que ningún tipo de escudo que llevara la avanzadilla de un ejército atacante serviría de nada, porque los arqueros de la barbacana podían disparar por encima de él en cuanto los atacantes descendieran por la pendiente del arco. De todos modos, no se veían señales de que nadie hubiera pasado por allí desde hacía años. El mortero estaba viejo y agrietado, pidiendo a gritos que lo repararan, y varias piedras de los muros bajos a ambos lados del puente habían ido a parar al lago situado debajo.

Sorak empezó a cruzar despacio, tanteando con los pies a medida que avanzaba, no muy seguro de hasta qué punto se habría debilitado la estructura con el paso de los años. Parecía increíblemente vieja, y toda la superficie del tramo que unía ambos lados estaba cubierta por una gruesa capa de polvo de roca. No obstante, parecía sólido. Korahna fue tras Sorak, seguida por Ryana. A medida que se acercaban a la barbacana del otro extremo, pudieron ver que esa parte de la estructura se había desmoronado. El lugar era un nido de murciélagos, y una bandada de ellos salió en tropel cuando ellos se aproximaron, girando en círculos en enloquecidos arabescos y lanzando agudos chillidos mientras ascendían vertiginosamente hacia el techo de la cueva.

Ryana se mantenía alerta, la espada en la mano. Sorak se limitaba a empuñar su bastón; Galdra colgaba al cinto en su vaina, bajo la capa. La tensión de Korahna era evidente por la forma en que se movía; estaba a todas luces aterrorizada, pero no decía ni palabra mientras seguía a Sorak, aunque tenía buen cuidado de permanecer siempre a pocos pasos de distancia.

Sin duda, en una época lejana, debía de haber existido una gruesa puerta de madera en la barbacana, pero la madera se había podrido hacía tiempo por culpa de la humedad de la caverna, y sólo quedaban algunos trozos.

Sorak utilizó el bastón para apartar unas cuantas telarañas inmensas al pasar, seguido por las dos mujeres. El alcázar estaba construido sobre roca viva que sobresalía de la superficie del lago, y, como ésta tenía forma irregular, los muros se habían construido de acuerdo con su configuración.

Atravesaron la barbacana y se acercaron a los muros exteriores del alcázar, que tenían unos doce metros de altura. También las paredes se habían desmoronado en algunas zonas, y la parte más alta de la torre se había desplomado, pero gran parte de la construcción seguía en pie. Cruzaron la entrada en forma de arco y penetraron en un patio de piedra enlucida. Había en él un viejo pozo, del que los residentes sin duda sacaban el agua, y varias construcciones que debían de haber desempeñado la función de prisiones o de pequeñas dependencias separadas del alcázar. La torre se alzaba sobre ellos, oscura, silenciosa y sombría. Todo estaba en silencio, a excepción de los chillidos de los murciélagos.

– Supongo que hemos de entrar -dijo Korahna.

– Puedes aguardar aquí si lo deseas -repuso Sorak.

– ¿Sola? Desde luego que no -respondió ella rápidamente.

Al igual que en la barbacana y en la muralla exterior, ya no existía puerta en la edificación misma del alcázar, y Sorak ascendió los peldaños de piedra y atravesó la oscura arcada de acceso. Korahna lo siguió inquieta, y Ryana cerró la marcha. Penetraron en un gran vestíbulo oscuro, cubierto de polvo y telarañas; el suelo estaba plagado de los pequeños excrementos de criaturas que podían oír escabullándose en todas direcciones al acercarse ellos, y por todas partes se veía guano. El lugar olía a podredumbre.

– No veo absolutamente nada aquí dentro -dijo Ryana, que sabía que la visión de Sorak en la oscuridad era tan buena como la de ella a plena luz del día.

– No hay mucho que ver -respondió él, y la voz resonó en la oscuridad desde algún punto a su derecha-. Si aquí hubo algún mobiliario, hace tiempo que desapareció. La sala tiene forma cuadrada, con una tarima elevada de piedra en un lado a nuestra izquierda, donde el señor de la mansión se sentaba durante las comidas o donde se celebraban las audiencias, por difícil que resulte imaginar tales asambleas en un lugar tan deprimente como éste. Hay soportes en las paredes para las antorchas, y una tribuna abovedada que recorre tres de los lados de la estancia en el piso superior. Si miro al techo, veo vigas podridas. Los suelos, en su mayoría, han desaparecido. Aquí no ha vivido nadie desde hace innumerables generaciones.

Sin embargo, aún no había acabado de hablar, cuando una luz parpadeante apareció de improviso, iluminando las paredes de los escalones de piedra que ascendían hacia la torre. Era como si alguien descendiera por la escalera con una vela, excepto que su luz era azul.

– ¡Luz mágica! -susurró Korahna, aferrándose al brazo de Ryana.

Mientras observaban, la luz aumentó de intensidad y, surgiendo de detrás de una curva de la pared, apareció una figura que bajaba los escalones. Korahna lanzó una exclamación ahogada y se acurrucó temerosa detrás de Ryana, cuyos dedos se cerraron con fuerza sobre la empuñadura de la espada. A medida que la figura se acercaba a ellos, descendiendo los escalones, pudieron distinguir que el hombre vestía largos ropajes y que no sostenía ni vela ni farol alguno. El resplandor azulado emanaba de su propio cuerpo, lo que provocaba que sus facciones resultaran algo vagas.

Tenía los cabellos largos, por debajo de los hombros, pero el fulgor azul que proyectaba impedía determinar de qué color eran esos cabellos, aunque Ryana imaginó que debían de ser blancos, ya que parecía muy anciano.

Lucía también una luenga barba, que ocultaba gran parte del rostro. Sus proporciones eran humanas, y sus ropas aparecían profusamente estampadas. Alrededor de la cabeza descubierta, lucía una diadema que parecía de oro o plata -Ryana no estaba segura a causa del resplandor que emanaba de él- en cuyo centro había engastada una especie de piedra preciosa tallada en facetas. Llevaba una espada atada al cinto, con una empuñadura y pomo engastados en piedras preciosas, al igual que la vaina. Alrededor del cuello le colgaba algo parecido a una cadena de dignatario, y adornaba sus muñecas con anchos brazaletes de metal.

Los pies calzados con botas suaves no dejaban huellas sobre el polvo de las escaleras mientras descendía. Se detuvo en el último peldaño y contempló a cada uno de ellos alternativamente, mientras su brillante aureola azul iluminaba toda la estancia.

– ¿Sois el Sabio? -preguntó Sorak, mirando fijamente a la figura.

– Yo fui lord Belloc, duque de Carador, Señor de las Regiones Remotas, Guardián de los Sellos del Conocimiento, vasallo del rey Valatrix el Primero de los Teluris.

– El Pueblo Olvidado -murmuró Korahna-. Las antiguas leyendas hablan de ellos. Se dice que fueron los primeros en practicar la hechicería.

– Entonces, ¿sois un espíritu? -quiso saber Ryana.

– Mi cuerpo ha estado muerto durante los últimos tres mil años -contestó el espíritu.

– ¿Y habéis vivido aquí desde entonces? -inquirió Sorak.

– Hubo un tiempo en que moraba en un palacio que rivalizaba con el del mismo rey Valatrix -respondió él-. Se encontraba a varios días de viaje al oeste de aquí, en las llanuras verdes, junto a un arroyo de aguas frescas.

– Arroyo Plateado -repuso Sorak-. ¿Cómo vinisteis a parar aquí?

– Valatrix sintió celos de mi sabiduría y se creyó amenazado por mi poder. Codiciaba los Sellos del Conocimiento, que me habían sido entregados para su custodia por las venerables hermanas de la Orden de la Llave Complaciente. -Se volvió para mirar a Ryana-. Bienvenida, hermana, hace mucho tiempo que no veía a una sacerdotisa de la sagrada orden.

Ryana contempló con asombro al espíritu, sin comprender al principio, y entonces cayó en la cuenta.

– La Llave Complaciente… las venerables hermanas… ¿las villichis?

– Valatrix creía que los poderes de las venerables hermanas se derivaban de sus sagrados Sellos de la Sabiduría y no del interior de ellas mismas, como era en realidad. Creía también que mis propios poderes provenían de estos mismos Sellos, y no de los años de arduo y paciente estudio de las artes mágicas. Estaba seguro de que los Sellos del Conocimiento poseían un gran poder, cuando en realidad todo lo que contenían era la llave de ese poder, un poder que había que liberar dentro de uno mismo y educar con suma paciencia durante innumerables años de dedicación. Víctima de sus celos y sus ansias de poder, Valatrix se alió con los damites, que vivían en el norte en su ciudad fortificada en la Cuenca del Dragón, y, unidos, sus fuerzas marcharon contra mí.

»No podía reunir un ejército capaz de derrotar tal hueste -continuó el espíritu-, y por lo tanto me vi obligado a huir, junto con aquellos partidarios leales y súbditos que consiguieron escapar. Las venerables hermanas se desperdigaron por los cuatro puntos cardinales, para reunirse de nuevo en un lugar secreto que sólo ellas conocían. Yo vine aquí con mis fieles seguidores para construir este alcázar y guardar los Sellos en esta oculta caverna. Aquí vivimos y aquí morimos, aquellos que decidimos quedarnos. Fui el último que quedó y, en mi lecho de muerte, juré permanecer aquí hasta el momento en que pudiera entregar los Sellos del Conocimiento a alguien digno de guardarlos y protegerlos.

– Los Sellos del Conocimiento -dijo Ryana-. ¿Os referís a las Llaves Perdidas de la Sabiduría de las que hablan las leyendas villichis?

– Realmente son las llaves de la sabiduría -asintió el espectro-, pero sólo revelarán sus secretos a aquel que sepa utilizarlos correctamente.

– ¿Y qué sabéis del Sabio? -preguntó Sorak.

– Ah, sí, el Nómada -repuso el otro, asintiendo de nuevo-. En una ocasión, hace muchos años, vino aquí, el primer ser vivo que visitaba este lugar desde mi muerte. Era muy joven entonces, irreflexivo, y lleno de la impetuosidad de la juventud. Comprendí que quizás un día podría recibir los Sellos, pero que aún no estaba preparado.

– ¿El Nómada? -exclamó Sorak con sorpresa-. ¿Queréis decir que el Nómada y el Sabio son la misma persona?

– Se ha vuelto mucho más sabio desde entonces -dijo el espíritu-, pero no puede abandonar su refugio ahora, y yo no puedo ir más allá de estas paredes. Tendréis que ser vosotros quienes le llevéis los Sellos del Conocimiento. Por eso os envió, para que le llevarais los Sellos a él y a mí me trajerais el descanso.

– Pero… no sabemos dónde encontrar al Sabio -protestó Sorak-. ¿Dónde hemos de buscarlo?

– En vuestro corazón, y en vuestros sueños. El Nómada será vuestro guía, y los Sellos vuestra llave a la sabiduría. Contemplad…

El espíritu extendió el brazo derecho y, girando la mano para poner la palma hacia arriba, alzó el brazo en un gesto de levantar algo. Un enorme bloque de piedra de la parte central del suelo de la sala se movió con un sonoro chirrido, y empezó a elevarse muy despacio del suelo hasta alcanzar una altura de un metro; allí se detuvo y permaneció flotando. Del agujero que había ocupado la losa, se alzó por los aires un pequeño cofre que parecía hecho de alguna especie de metal, ya que brillaba suavemente bajo la luz. El cofre flotó hasta Ryana y se detuvo en el aire frente a ella a la altura de su pecho.

– Lo más correcto es que sea una sacerdotisa quien lleve los Sellos -dijo el espíritu. Ryana alargó los brazos y cogió el cofre. Estaba cerrado con un pequeño candado de hierro y, mientras lo sujetaba, el candado se abrió… e inmediatamente se convirtió en polvo-. Mis días en este plano han finalizado -suspiró fatigado el espectro-. Por fin puedo descansar.

Y, ante sus ojos, el resplandor azulado comenzó a desvanecerse y, con él, también el espíritu desapareció.

– Recordad: para el peregrino el único sendero auténtico es el sendero del conocimiento. -La voz incorpórea resonó en toda la estancia-. El Nómada será vuestro guía, los sellos vuestras llaves para encontrar la sabiduría. Marchaos ahora, y hacedlo rápido.

Un viento helado recorrió la sala cuando ésta volvió a sumirse en la oscuridad. Ryana notó cómo Sorak la tomaba por el brazo y las conducía a ambas fuera del alcázar. Una vez en el exterior, la joven contempló con curiosidad el pequeño cofre que sostenía. Estaba hecho de oro macizo y grabado con antiguas runas.

A su espalda, se escuchó un sordo tronar y, al volverse, vieron que las piedras de la torre empezaban a desmoronarse.

– Rápido -indicó Sorak, cogiéndolas del brazo-. Hemos de darnos prisa.

Cruzaron corriendo el patio y la abovedada puerta de acceso de la muralla exterior mientras el alcázar se desplomaba tras ellos en una avalancha de rocas. Siguieron corriendo a través de la barbacana y por el puente, cuyo suelo se estremeció bajo sus pies mientras lo cruzaban a toda velocidad. La argamasa se agrietó, aparecieron fisuras en la estructura del puente, y pesados bloques de piedra se precipitaron al lago.

Korahna lanzó un grito al dar un traspié y perder el equilibrio, pero Sorak la sujetó y la tomó en brazos en un solo movimiento. Toda la caverna retumbaba mientras el alcázar se desmoronaba a su espalda en medio de una nube de polvo, y los murciélagos revoloteaban enloquecidos por la cueva lanzando agudos chillidos.

Sorak arrastró a sus compañeras al otro lado justo antes de que el puente acabara de desplomarse tras ellos, levantando un surtidor de agua al caer las pesadas losas en el lago. El retumbar cesó y, a medida que el polvo se posaba lentamente en el suelo, pudieron ver que tan sólo quedaba un montón de cascotes en el lugar donde se había alzado el alcázar.

– Descansad, Belloc -dijo Sorak-. Nosotros cumpliremos vuestro encargo.

Ryana contempló el pequeño cofre que sujetaba.

– He averiguado algo que ni siquiera la señora Varanna sabe -musitó-. He averiguado el origen de la hermandad villichi. Se desperdigaron por los cuatro puntos cardinales, para reunirse de nuevo en un lugar secreto que sólo ellas conocían: el valle en las Montañas Resonantes, donde se alza el templo hoy en día. Y en este pequeño cofre se encuentran las Llaves de la Sabiduría, largo tiempo perdidas… ¡y los Sellos del Conocimiento, que ninguna sacerdotisa ha visto desde hace más de tres mil años!

– Y ahora tú puedes contemplarlos -indicó Sorak.

Ryana negó con la cabeza.

– Que haya de ser yo…, yo, que he roto mis votos villichis… -Volvió a negar con la cabeza-. No soy digna.

– Lord Belloc pensó que lo eras -repuso él.

– Pero él no lo sabía… No se lo dije…

Sorak apoyó la mano sobre el hombro de la joven.

– ¿Quién soy yo, un proscrito, para llevar la espada mágica de los reyes elfos? -inquirió-. ¿Quién eres tú para llevar los Sellos del Conocimiento? ¿Y quién es Korahna para ir en contra de todo aquello que su padre representa y aliarse con los protectores? ¿Quiénes somos nosotros para cuestionar todas estas cosas?

– Fueron las preguntas que nos hacíamos las que nos condujeron hasta aquí -dijo Ryana.

– Cierto -replicó él, asintiendo-. Y aún existen respuestas que encontrar. Pero no las encontraremos aquí. Me había atrevido a esperar que nuestra búsqueda hubiera finalizado. Sin embargo, ahora creo que no ha hecho más que empezar.

Korahna permanecía inmóvil mirando al otro lado del lago, al montón de escombros que ocupaba el lugar donde había estado el alcázar.

– Pensar que ese pobre espíritu deambuló por aquellas salas oscuras y desiertas solo durante más años de los que ninguno de nosotros ha vivido… ni llegará a vivir jamás. Siempre creí que los espíritus eran seres temibles; no obstante, siento pena por ese desdichado espectro, y alivio por que pueda descansar al fin.

– Sí, ahora que nos ha traspasado su responsabilidad a nosotros -repuso Ryana, los ojos fijos en el cofre de oro-. Y no es ninguna tontería.

– ¿Qué son los Sellos del Conocimiento? -inquirió la princesa.

Ryana abrió la caja. En su interior, descansando en ranuras talladas en un bloque de brillante obsidiana, había cuatro aros de oro con grandes caras circulares, como monedas, grabadas con símbolos rúnicos. Al presionarlo sobre cera caliente o arcilla, cada aro dejaría marcado un sello.

– Según la leyenda villichi, son aros encantados -explicó Ryana-, creados por una hechicera druida que fue la primera gran señora de nuestra antigua orden. Se dice que cada aro es una llave, una para cada uno de los cuatro puntos cardinales, y que, cuando se utilizan los cuatro juntos como sellos, las marcas que dejan liberan un hechizo que abre las puertas de la sabiduría.

– Pero ¿eso qué significa? -insistió la princesa.

– No lo sé. -Ryana meneó la cabeza-. Si había más detalles de este relato, se han perdido en el transcurso de los años. La leyenda dice que cada sacerdotisa villichi, al alcanzar la mayoría de edad, partía en peregrinaje en busca de las Llaves de la Sabiduría, que se habían perdido. Es así como se dice que se iniciaron nuestros peregrinajes, y ahora ya sabemos cómo se perdieron las llaves. Belloc las tuvo ocultas en su refugio de la caverna mientras Valatrix, y quién sabe cuántos más, las buscaban. Incluso aunque no supieran cómo utilizarlas correctamente, seguían valiendo una fortuna; y, ahora que los metales son aún más escasos, su valor debe de ser incalculable. Y los reyes-hechiceros darían sin duda cualquier cosa por poseerlas.

– Y ahora las tienes tú -dijo Korahna.

La joven se mordió el labio inferior e hizo una mueca irónica.

– Y, si la noticia se propaga -repuso-, me convertiré en el blanco de todos los ladrones, bandidos y profanadores del planeta.

– ¿No deberías llevarlas de vuelta a tu templo villichi en las Montañas Resonantes? -inquirió la princesa.

– ¿Y dar a esos mismos ladrones, bandidos y profanadores un motivo para buscar nuestro templo? -replicó la sacerdotisa, sacudiendo la cabeza-. No. Con el tiempo volvería a suceder lo mismo una vez más. Además, le fueron confiadas a Belloc, y él las custodió no sólo durante toda su vida, sino también en la muerte. Creía que debían entregarse al Sabio, y, si alguien conoce su utilización correcta, esa persona debe de ser el Sabio.

– En ese caso, lo mejor será que nos pongamos en camino hacia Nibenay -anunció Sorak-, pues ésa es la dirección que se nos indicó.

Retrocedieron a través del túnel y regresaron de nuevo a la gruta. Sorak se inclinó junto al estanque y se echó un poco de agua por encima.

– Deberíamos aprovechar esta última oportunidad de volver a llenar los odres y refrescarnos un poco -aconsejó.

– Desde luego que deberíais hacerlo, ya que será vuestra última oportunidad -dijo Torian desde la entrada de la cueva. Estaba allí de pie, perfilado por la luz que provenía del exterior, empuñando la espada y flanqueado por sus mercenarios.

– ¡Torian! -exclamó Korahna.

– Mis felicitaciones, alteza -saludó él, penetrando en la gruta-. Jamás hubiera soñado que podrías sobrevivir a un viaje por las tierras yermas. Está claro que subestimé enormemente tu fuerza de voluntad y de espíritu. No tan sólo has sobrevivido, y aparentemente sin un gran desgaste físico, sino que además has conseguido encontrar agua. Mis hombres y yo te estamos agradecidos. Estábamos ya muy sedientos.

Parecían cansados y agotados por el viaje a través de las salvajes planicies, pero la determinación de sus ojos no era menos intensa a causa de lo padecido. Los mercenarios sostenían las ballestas tensadas y cargadas con saetas; y sus ojos no se apartaban de Sorak y Ryana.

– No deberías haberme seguido, Torian -dijo Korahna-. No regresaré contigo.

– Oh, no tengo la menor intención de volver a cruzar ese miserable erial desértico -repuso él-. Estamos a unos dos o tres días de viaje de las montañas, y, una vez cruzadas esas montañas, estamos en mis dominios. Mi intención es llevarte de regreso a Gulg, donde encontrarás una vida mucho más cómoda en la hacienda de mi familia.

– No, Torian -replicó ella-. No voy a ir contigo. Me voy a casa, a Nibenay.

– ¿A qué? -inquirió el noble-. ¿A llevar una vida miserable escondiéndote entre las sombras con la Alianza del Velo? ¿A vivir en un cuchitril en los barrios bajos y ocultarte de los templarios? ¿A conspirar inútilmente en habitaciones apestosas y sucias en medio del hedor de cuerpos sudorosos y sin lavar? ¿A tener miedo de mostrar tu rostro a la luz del día? Esa no es vida para una princesa. Puedo ofrecerte mucho más que eso.

– Quizá -dijo Korahna-, pero a un precio que no puedo y no quiero pagar.

– Entonces me temo que no tendrás elección -respondió él-. No he recorrido todo este camino para nada. Cuatro hombres han muerto por tu culpa, Korahna, y otros dos morirán cuando los atrape, si es que las planicies no han acabado ya con ellos. Me has causado muchos problemas, alteza, más de los que habría soportado por cualquier otra mujer. Pienso verme recompensado por mis esfuerzos, y tú, Korahna, serás esa recompensa.

– Tal vez tengamos algo que objetar a eso -intervino Ryana.

– Vos tendréis muy poco que decir sobre nada, señora -respondió Torian con desdén-. Disfrutasteis de la hospitalidad de mi tienda, y me pagáis robándome algo que es de mi propiedad.

¿Tu propiedad? -exclamó Korahna con incredulidad.

– Sacerdotisa o no, nadie se burla de mí -continuó él, haciendo caso omiso del enojo de Korahna. Se volvió hacia Sorak y levantó la espada, utilizándola para apuntarle-. Y en cuanto a ti, elfling, a ti te mataré personalmente.

– Hablando no lo conseguirás -dijo Sorak.

– Entonces he acabado de hablar -masculló Torian, alzando el arma y saltando hacia él.

Con un gesto tan engañosamente rápido y grácil que casi pareció indolente Sorak desenvainó a Galdra y detuvo el ataque de la espada de Torian.

En cuanto entró en contacto con el metal elfo, el arma del noble se partió limpiamente en dos, pero Torian ni siquiera sintió el impacto del golpe; su brazo continuó descendiendo merced al impulso adquirido, haciendo que perdiera el equilibrio. Sólo cuando la parte superior de la espada chocó con un ruido metálico contra el suelo de piedra, Torian se recuperó y contempló con asombro lo que quedaba de su arma: la empuñadura y un palmo de hoja.

– ¿Decías? -dijo Sorak, enarcando una ceja.

Los ojos de Torian se abrieron de par en par.

– ¡Matadlo! -gritó enfurecido a los mercenarios-. ¡Atravesadlo con las flechas!

Los hombres alzaron las ballestas y dispararon sus saetas; pero, a pesar de que no más de quince pasos los separaban de su blanco, todos los proyectiles pasaron muy lejos del objetivo. Los mercenarios se quedaron boquiabiertos.

Torian farfulló incoherencias y empezó a chillarles, arrojando espuma por los labios.

– ¡Idiotas! ¿Qué es lo que os pasa? ¿No podéis ni darle a un blanco que está a menos de cinco metros? ¡Disparadle, he dicho! ¡Disparadle! ¡Disparadle!

Los mercenarios se dispusieron a coger nuevas saetas, pero de improviso todos sus proyectiles saltaron de los carcajs y salieron volando por los aires por sí mismos, atravesaron la gruta y acabaron por estrellarse contra la pared opuesta y caer en el estanque.

La saeta de Ryana, sin embargo, no erró el blanco. Alcanzó a uno de los hombres en la garganta, y éste cayó, entre estertores y borboteos y agarrándose el cuello en el punto en que la flecha había atravesado la laringe y salido por el otro lado. Mientras su adversario se desplomaba, la sacerdotisa sacó la espada.

– Los otros son míos -anunció.

Torian se quedó sin habla al ver cómo la mujer arremetía contra los mercenarios que quedaban, blandiendo la espada con ambas manos.

Con un grito inarticulado de rabia, el noble sacó su daga y la arrojó contra Sorak.

Éste se limitó a alzar la mano, y la daga se detuvo en pleno vuelo como si hubiera chocado contra un muro invisible.

Torian abrió la boca incrédulo; la daga chocó inofensiva contra el suelo. Su mano fue en busca de la segunda daga, pero, antes de que sus dedos pudieran cerrarse alrededor de la empuñadura, el cuchillo salió volando de su funda y voló por la gruta describiendo un amplio arco sobre la cabeza de Sorak antes de ir a parar a las aguas del estanque situado a su espalda.

Al ver a Torian desarmado, inmovilizado por la sorpresa y en apariencia impotente, Korahna se precipitó de repente sobre él presa de un ataque de furia real.

– ¿Así que soy propiedad tuya, verdad? -chilló, los ojos ardiendo de cólera-. ¡Yo te demostraré de quién soy propiedad!

– ¡Princesa, no! -gritó Sorak, pero era demasiado tarde.

Ella levantó el brazo para golpear a Torian en la cara con el dorso de la mano; pero, cuando descargaba el golpe, el aristócrata le sujetó la mano, la hizo girar en redondo, y la agarró por detrás. Tras inmovilizarla con sus fuertes manos, la colocó delante de él, un brazo apretado contra su garganta, el otro agarrándola por los cabellos.

– ¡Intenta cualquier otro de tus trucos, elfling, y le partiré el cuello! ¡Suelta tu espada, sacerdotisa!

Los dos mercenarios restantes, aunque luchadores diestros y experimentados, habían estado muy ocupados con Ryana, cuyo ataque los había hecho retroceder hasta la entrada de la gruta. Al ver que Torian tenía a la princesa, la joven vaciló y se retiró ligeramente, sosteniendo la espada ante ella. Los dos hombres aprovecharon la tregua para separarse y colocarse uno a cada lado de la joven, listos para atacar. La mirada de la sacerdotisa pasó veloz de ellos a Torian y otra vez a ellos.

– ¡Tira la espada, he dicho! -repitió Torian-. ¡Tírala o mataré a esta zorra!

Ryana vaciló.

– Sorak… -dijo, indecisa, sin dejar de vigilar a sus dos antagonistas, que mantenían sus posiciones.

– Si la matas -le espetó Sorak-, no habrá nada que pueda salvarte de mí.

– Y, si la suelto, supongo que muy amablemente nos permitirás que nos retiremos y sigamos nuestro camino -repuso Torian sarcástico. Lanzó una carcajada que resonó como un estampido-. No, amigo mío, me parece que no. No eres tan estúpido. Sabes que no haría más que aguardar mi oportunidad y lo volvería a intentar. No podrías permitirte dejar que siga con vida. Te aconsejo que digas a la sacerdotisa que tire su espada, antes de que me impaciente.

– Sorak -inquirió ella-, ¿qué debo hacer?

– No lo escuches, Ryana. Esos hombres te matarán en cuanto sueltes la espada.

– Te doy mi palabra de que no lo harán -dijo el noble.

– ¿Esperas que confíe en tu palabra? -replicó Sorak despectivo.

– No tienes mucho donde elegir -contestó el otro-. Pero, a pesar de ello, no confías en mí. Piensa en esto: no gano nada si hago que maten a la sacerdotisa. Es más valiosa para mí viva, como rehén.

– La princesa tiene aún más valor para ti -dijo Sorak, intentando ganar tiempo mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad para encontrar una salida a la situación. Un rápido tirón y el cuello de Korahna estaría roto. Y tenía la seguridad de que Torian no vacilaría en hacerlo-. Has recorrido todo este camino por ella. Si la matas ahora, ¿de qué habrán servido todos tus sacrificios?

– Desde luego, sería una pérdida inútil -admitió Torian con voz serena-, y sin duda también significaría mi muerte. No obstante, moriría negándote tu satisfacción, y eso siempre valdría algo, supongo. Apostaría a que tú tienes tus propias intenciones con respecto a la princesa; de lo contrario no habrías arriesgado tanto para llevarla contigo. Es posible que la sacerdotisa sí la hubiera ayudado en un gesto bondadoso, y por ser una protectora como ella, ¿pero tú? No lo creo. Creo que tú lo haces por obtener algo, algo que deseas. Una recompensa, a lo mejor, o alguna otra cosa que ella te haya prometido.

Sorak maldijo al otro por su perspicacia. Había dado con la verdad, aunque no sabía con exactitud cuál era ésta. Él necesitaba a la princesa, aparte de su preocupación por ella, y Torian lo sabía.

– Si la suelto ahora -continuó el noble-, entonces no hay nada, nada, que pueda salvarme de ti. Y, si la mato, también me espera la muerte. Sea como sea, las condiciones seguirán siendo las mismas. Estoy preparado para asumirlas, de una forma u otra; ahora bien, mientras ella siga viva, el juego continúa. Me llevaré a la sacerdotisa como rehén para asegurarme de que no intentas ninguno de tus trucos. Has demostrado ser un maestro del Sendero, y no me hago ilusiones sobre mis posibilidades de matarte. La sacerdotisa garantizará que no me mates.

– ¿Qué propones? -inquirió Sorak con voz tirante.

Torian sonrió, comprendiendo que había conseguido dar la vuelta a la situación de forma espectacular y que ahora era él quien llevaba la ventaja.

– Me pondré en camino hacia Gulg con la princesa y la sacerdotisa. Podrás seguirnos si lo deseas, pero no muy de cerca; porque, si te veo, la sacerdotisa lo pagará, ¿comprendido?

– Comprendido.

– ¡Sorak, no! -exclamó Ryana.

– No tenemos mucho donde elegir, Ryana -respondió él.

– Escúchalo, sacerdotisa -dijo Torian-. Ahora no es el momento de ideas estúpidas ni gestos nobles.

– Sigue -intervino Sorak-. Di tus condiciones.

– Cuando llegue a la seguridad de la finca de mi familia -contestó el noble-, liberaré a la sacerdotisa. Ilesa, siempre y cuando tú cumplas tu parte. La princesa se queda conmigo. Cualquiera que sea la recompensa que te ha prometido, yo la igualaré de modo que no te vayas sin haber obtenido nada. Eso te dará un incentivo para continuar tu camino y no molestarme más. No deseo tener que estar pendiente de mi espalda el resto de mi vida. Esperarás a las puertas de Gulg. Te enviaré tu recompensa con la sacerdotisa, y puedes reunirte con ella allí. Si pones los pies dentro de las puertas de la ciudad, ordenaré que te maten. Ni siquiera un maestro del Sendero puede enfrentarse a toda la guardia de una ciudad.

»Permitiré incluso que conserves tu espada mágica, aunque me siento muy tentado de exigir que la entregues. No obstante, soy hombre práctico, y no deseo provocarte más. Tú me quitaste algo, y ahora lo he recuperado. Me contento con dejarlo así y devolverte las molestias que me has ocasionado. Lo consideraré una inversión para el futuro. Así que… ¿qué va a ser? ¿Vamos a ser prácticos los dos? ¿O finalizaremos este triste asunto aquí mismo y ahora, sin que ninguna de las dos partes saque provecho?

– Suelta la espada, Ryana -indicó Sorak.

– ¡Sorak, no! ¡No lo escuches! ¡No puedes confiar en él! -replicó ella.

– Creo que puedo confiar en que cuide de sus propios intereses -contestó Sorak-. Y por su propio interés le conviene mantener el trato de buena fe. Suelta la espada.

La joven vaciló un instante; luego, con expresión de repugnancia, arrojó el arma al suelo.

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