Prólogo

Las lunas gemelas de Athas inundaban el desierto de una luz espectral a medida que el oscuro sol se hundía en el horizonte. La temperatura descendía veloz mientras Ryana se calentaba sentada ante la fogata, satisfecha de haber abandonado la ciudad.

No tenía de Tyr más que malos recuerdos. De jovencita, mientras crecía en el convento villichi, había soñado con visitar la ciudad situada al pie de las Montañas Resonantes. En aquellos tiempos en que sólo podía imaginar sus mercados abarrotados y su seductora vida nocturna, Tyr había parecido un lugar exótico y fascinante. Había oído relatos sobre la ciudad de labios de las sacerdotisas de más edad, aquellas que habían realizado peregrinaciones, y había anhelado que llegara el día en que pudiera realizar su propio peregrinaje y abandonar el convento para conocer el mundo exterior. Ahora ya lo había conocido, y no se parecía en nada a sus sueños juveniles.

Cuando en sus sueños infantiles había imaginado las calles atestadas y los atractivos mercados de Tyr, lo había hecho sin los patéticos y tumefactos mendigos que se agazapaban en el polvo y gimoteaban quejumbrosos en demanda de algunas monedas, extendiendo suplicantes las manos mugrientas ante todo el que pasaba. Las pintorescas imágenes de su imaginación no habían resistido el hedor a orina y a estiércol procedente de todos los animales encerrados en la plaza del mercado, ni la basura generada por los habitantes de la ciudad, que se limitaban a lanzar sus desperdicios por las ventanas a las calles y callejones. Había imaginado una ciudad de edificios magníficos e imponentes, como si toda Tyr fuera tan impresionante como la Torre Dorada o el zigurat de Kalak, pero en lugar de ello había encontrado sobre todo edificios de ladrillos toscamente enlucidos cubiertos de yeso agrietado y desconchado, construcciones vetustas, macizas y de un invariable tono terroso, como los desvencijados cuchitriles de los suburbios. Era allí donde la gente pobre de Tyr vivía en unas condiciones sórdidas y lastimosas, apretados unos contra otros como animales apiñados en corrales apestosos.

No había imaginado la existencia de tantas alimañas y porquería, ni las moscas y la fetidez de la descomposición de las basuras que se pudrían en las calles, ni los rateros, los asesinos y las vulgares prostitutas pintarrajeadas, ni tampoco las turbas desatadas de gente desesperada atrapada en la dolorosa transición de una ciudad que se esforzaba por pasar de la tiranía de un rey-hechicero a una forma de gobierno más abierta y democrática. Ni se le había pasado por la cabeza que podría ir a Tyr no como una sacerdotisa en peregrinación, sino como una joven que había roto sus sagrados votos y huido del convento en plena noche, en pos del único hombre que había conocido y amado; tampoco se había figurado que antes de abandonar la ciudad aprendería lo que significaba matar.

Volvió la espalda a la ciudad desdibujada en la distancia, sin arrepentirse por haberla abandonado, y fijó la mirada en el desierto que se extendía a sus pies. Ella y Sorak habían acampado en la cima de una loma que dominaba el valle de Tyr, justo al este de la ciudad. Más allá de la ciudad, al oeste, las colinas se elevaban al encuentro de las Montañas Resonantes y, al este, descendían progresivamente, rodeando el valle casi por completo a excepción del desfiladero que se abría directamente al sur, por el que discurría la ruta comercial que desde Tyr atravesaba los altiplanos. Las caravanas utilizaban siempre el desfiladero, para luego dirigirse al sudoeste hacia Altaruk, o girar al nordeste en dirección al Arroyo Plateado, antes de encaminarse al norte a Urik, o al nordeste a Raam y Draj. Al este del oasis conocido como Arroyo Plateado, no había otra cosa que rocoso e inhóspito desierto, un erial sin senderos conocido por el nombre de Planicies Pedregosas que se extendía durante kilómetros hasta morir ante las Montañas Barrera, tras las que se encontraban las ciudades de Gulg y Nibenay.

Todas las caravanas tenían sus rutas trazadas, se dijo Ryana, en tanto que la de ellos aún no estaba fijada. Sentada allí sola, arrebujada en su capa, la larga melena plateada ondeando suavemente a impulsos de la brisa, la joven se preguntaba cuándo regresaría Sorak. O más bien habría que decir «el Vagabundo», pensó, puesto que, poco antes de abandonar el campamento, Sorak se había dormido y el Vagabundo había hecho su aparición y tomado el control de su cuerpo. En realidad no conocía muy bien al Vagabundo a pesar de haber estado en contacto con él muchas veces, ya que aquel ente no era nada conversador. Era un cazador y un rastreador, una entidad que conocía bien los bosques montañosos y el desértico altiplano.

El Vagabundo comía carne, al igual que las otras entidades que componían la tribu interior de Sorak, y sin embargo este último, así como las villichis entre las que se había criado, era vegetariano; era una de las muchas anomalías de su multiplicidad. Aunque, a diferencia de ella, el joven no había nacido villichi, había crecido en su convento y adoptado muchas de sus costumbres, y, como todas las villichis, había jurado seguir la Disciplina del Druida y la Senda del Protector.

Ryana recordaba el día en que la venerable pyreen había llevado a Sorak al convento, tras encontrarlo medio muerto en el desierto, donde había sido abandonado a su suerte por su tribu, que lo había expulsado de su seno por ser mestizo. A pesar de que las razas humanas y semihumanas de Athas se mezclaban con frecuencia, y mestizos como semienanos, semigigantes y semielfos no eran nada insólito, Sorak era un elfling, tal vez el único de su raza.

Elfos y halflings eran enemigos mortales, y por lo general se mataban nada más verse. Sin embargo, de algún modo, un miembro de la raza elfa y otro de la raza halfling se habían apareado para producir a Sorak y otorgarle las características de ambas razas. Los halflings eran menudos, aunque fornidos, mientras que los elfos eran altos, delgados y de extremidades largas. Las dimensiones de Sorak, una mezcla de ambas, eran similares a las de los humanos y, de hecho, a simple vista el joven parecía totalmente humano.

Las diferencias eran pequeñas pero significativas. La larga cabellera negra era espesa y abundante, como la melena de un halfling. Los ojos estaban hundidos y eran muy oscuros, con una mirada inquietante y taladradora, y, al igual que a elfos y halflings, le permitían ver en la oscuridad; poseían además el mismo brillo felino que cobraban los ojos de los halflings cuando la luz desaparecía. Las facciones de su rostro tenían un aspecto élfico muy marcado, con pómulos elevados y prominentes; una nariz afilada; una barbilla estrecha, casi puntiaguda; una boca ancha y sensual, cejas arqueadas y orejas puntiagudas. Y, como los elfos, era barbilampiño.

Pero, por extraordinario que fuese su aspecto físico, su estructura mental resultaba aún más insólita: Sorak era una «tribu de uno». Se trataba de un estado sumamente raro y, por lo que Ryana sabía, tan sólo las villichis lo comprendían. Sabía al menos de dos casos acaecidos entre las villichis, aunque ambos pertenecían al pasado. Las dos sacerdotisas afectadas habían redactado prolijos diarios, y, de niña, Ryana los había estudiado en la biblioteca del templo para poder comprender mejor a su amigo.

Tenía sólo seis años cuando Sorak había llegado al convento villichi. Él era aproximadamente de la misma edad, aunque no recordaba su pasado, la época anterior a su abandono en el desierto, y por lo tanto no sabía cuántos años tenía. El trauma de lo sucedido no tan sólo había borrado sus recuerdos sino que había dividido su mente de tal forma que ahora poseía al menos doce personalidades distintas, cada una con sus propios atributos característicos, entre los que destacaban poderosos poderes paranormales.

Antes de la llegada de Sorak, jamás había vivido un miembro del sexo opuesto en el convento villichi, ya que las villichis eran una secta femenina, no tan sólo por elección, sino también por cuestión de nacimiento. Por otra parte, las villichis no eran algo corriente, aunque no eran tan insólitas como las tribus de uno. Sólo hembras humanas podían nacer villichi, aunque nadie sabía el motivo. Eran una mutación, que se distinguía por características físicas tales como su extraordinaria altura y esbeltez, la palidez de su piel, y sus largos cuellos y extremidades. Por lo que se refiere a sus proporciones físicas, estaban más cerca de los elfos que de los humanos, aunque los elfos eran aún más altos; pero lo que realmente las hacía diferentes era que nacían con poderes paranormales ya desarrollados al máximo. En tanto que la mayoría de los humanos y semihumanos poseían un potencial latente para al menos un poder paranormal que, por lo general, precisaba de muchos años de adiestramiento bajo la guía de un experto, de un maestro del Sendero, para sacarlo a la luz, las criaturas villichis nacían con él ya en flor.

Ryana era baja para ser villichi, aunque con casi un metro ochenta y tres de estatura seguía siendo alta comparada con una humana, y sus proporciones se acercaban más al modelo humano. Lo único que la diferenciaba era su plateada cabellera blanca, como la de un albino. Sus ojos eran de un llamativo y brillante verde esmeralda, y la piel tenía una palidez tal que parecía casi transparente. Como todas las villichis, se quemaba con facilidad bajo el ardiente sol athasiano si no tomaba precauciones.

Sus padres eran pobres y tenían ya cuatro hijos cuando ella había nacido; su vida era pues bastante difícil sin una criatura que arrojaba los objetos domésticos de un lado a otro con sus poderes mentales cada vez que tenía hambre o se sentía irritada. Cuando una sacerdotisa villichi en peregrinaje apareció por su pequeña aldea, no tuvieron el menor reparo en entregar la custodia de su fastidiosa hija con poderes paranormales a una orden dedicada al cuidado, educación y adiestramiento de otras como ella.

La situación de Sorak había sido diferente. No tan sólo era del sexo masculino, lo que ya era bastante malo, sino que ni siquiera era humano, por lo que su llegada al convento había levantado una gran y acalorada controversia. Varanna, la gran señora de la orden, lo había aceptado porque además de ser una tribu de uno estaba dotado de increíbles poderes paranormales, los más fuertes con los que jamás se había encontrado. No obstante, las otras sacerdotisas habían tomado a mal en un principio la presencia de un hombre entre ellas, y elfling además.

A pesar de que no era más que un niño, habían protestado. El sexo masculino sólo quería dominar a la mujer, habían argumentado, y los elfos eran famosos por su duplicidad. En cuanto a los halflings, no tan sólo eran salvajes devoradores de carne, sino que a menudo también comían carne humana. Aun cuando Sorak no manifestara ninguna de esas repugnantes características, las jóvenes villichis sentían que la simple presencia de un hombre en el convento resultaría perjudicial. Sin embargo, Varanna se había mantenido firme, insistiendo en que, aunque Sorak no había nacido villichi, estaba no obstante dotado de extraordinarias aptitudes paranormales, como les sucedía a todas ellas, y que era además una tribu de uno, lo que significaba que, sin una preparación villichi para adaptarse a su extraordinaria naturaleza, estaría condenado a una vida de sufrimiento y, finalmente, locura.

El día en que Sorak fue conducido por vez primera a la residencia donde vivía Ryana, todas las otras sacerdotisas habían protestado con vehemencia. Sólo la muchacha había salido en su defensa. Al recordarlo ahora, la joven no estaba segura de poder recordar el motivo; quizá fuera porque ambos tenían más o menos la misma edad, y Ryana no tenía a nadie más de su edad con quien pudiera hacer amistad en el convento; quizás había sido su terquedad y rebeldía naturales las que habían provocado que discrepara de las otras y diera la cara por el joven elfling, o tal vez fuera porque siempre se había sentido sola y comprendiera que también él estaba solo. A lo mejor había sabido de algún modo, a un nivel totalmente intuitivo y subconsciente, que ambos estaban destinados a estar juntos.

Parecía dolido, perdido y solo, y sintió simpatía por él. Había perdido la memoria. No sabía ni su nombre. La gran señora lo había llamado Sorak, una palabra elfa utilizada para describir a un nómada que siempre va solo. Aun así, Ryana se había unido a él, y habían crecido juntos como hermanos hasta el punto de que la joven creía comprenderlo mejor que nadie.

No obstante, existían límites a su propia comprensión, como había descubierto aquel día, no demasiado lejano, en que había anunciado su amor a Sorak… y había sido rechazada, porque varias de las personalidades del muchacho eran femeninas, y no podían amar a otra mujer.

En un principio se había sentido escandalizada, y luego humillada, después furiosa con él por no habérselo dicho nunca, y finalmente sintió pena… por él y su soledad, por la extraordinaria y dura realidad de su existencia. Se retiró a la cámara de meditación de la torre del templo para ordenar sus ideas, y, cuando volvió a salir, se encontró con que el joven había abandonado el convento.

Se culpó a sí misma al principio, pensando que era ella quien lo había empujado a partir, pero la gran señora le explicó que, si acaso, ella había sido el catalizador de una decisión que Sorak llevaba debatiendo desde hacía bastante tiempo.

– Siempre supe que llegaría un día en que nos dejaría -había dicho la gran señora Varanna-. Nada lo habría retenido, ni siquiera tú, Ryana. Los elfos y halflings son nómadas. Lo llevan en la sangre. Y en Sorak hay otras fuerzas que lo empujan, además. Hay preguntas para las que ansía hallar respuesta, y no puede encontrar esas respuestas aquí.

– Pero no puedo creer que se haya ido sin siquiera despedirse -había respondido Ryana.

– Es un elfling -le había recordado Varanna con una sonrisa-. Sus emociones son distintas de las nuestras. Precisamente tú deberías saberlo bien. No puedes esperar que actúe como un humano.

– Lo sé, pero… es sólo que… Siempre había creído…

– Comprendo -había dicho la gran señora en tono comprensivo-. Hace ya bastante tiempo que sé lo que sientes por Sorak. Lo he leído en tus ojos. Pero la clase de vida conyugal que tú deseas es imposible, Ryana. Sorak es un elfling y una tribu de uno. Tú eres villichi, y las villichis no toman compañero.

– Pero no hay nada en nuestros votos que lo prohíba -había protestado ella.

– Hablando con propiedad, no, no lo hay -había convenido la gran señora-. Te concederé que la interpretación de los votos podría muy bien discutirse en lo referente a este tema. Pero, desde un punto de vista práctico, sería un disparate. No podemos tener hijos. Nuestros poderes paranormales y nuestra preparación, sin mencionar nuestra constitución física, intimidarían a la mayoría de los varones. No es por nada que la mayoría de las sacerdotisas escogen el celibato.

– Pero Sorak es diferente -había insistido Ryana, y la gran señora había alzado la mano para impedir cualquier otro comentario.

– Sé lo que vas a decir, y no discreparé. Sus poderes paranormales son los más fuertes con los que me haya tropezado jamás; ni siquiera yo puedo atravesar sus impresionantes defensas. Y, puesto que es un mestizo, es posible que también sea incapaz de tener descendencia. Sin embargo, Sorak tiene algunos problemas específicos que tal vez no consiga superar nunca. En el mejor de los casos, no hallará más que una forma de convivir con ellos. Su deambular por la vida será solitario, Ryana. Comprendo que es duro para ti oír estas cosas justo ahora, y aun más duro comprenderlas, pero todavía eres joven y tienes por delante tus mejores y más productivos años.

»Pronto -había proseguido-, te harás cargo de las clases de adiestramiento de la hermana Tamura, y descubrirás que se puede hallar una gran satisfacción en moldear las mentes y cuerpos de las hermanas más jóvenes. Llegado el momento, partirás en tu primera peregrinación en busca de otras como nosotras, y para reunir información sobre la situación en el mundo exterior. Cuando regreses, todo ello nos ayudará en nuestra búsqueda de un modo de enmendar todo el daño que nuestro mundo ha padecido a manos de los profanadores. Nuestra labor aquí es una labor sagrada y noble, y sus recompensas pueden resultar mucho mayores que los efímeros placeres del amor.

»Sé que estas cosas son duras de escuchar cuando se es joven -había añadido Varanna con una sonrisa indulgente-. Yo fui joven en una ocasión, de modo que lo sé, pero el tiempo aclara las cosas, Ryana. El tiempo y la paciencia. Diste a Sorak lo que más necesitaba: tu amistad y comprensión. Más que ninguna otra, tú lo ayudaste a adquirir la fuerza que necesitaba para salir en busca de su destino en el mundo. Ha llegado el momento de que él lo haga, y tú debes respetar su elección. Tienes que dejar que se vaya.

Ryana había intentado convencerse de que la gran señora tenía razón, de que lo mejor que podía hacer por Sorak era dejarlo marchar, pero no conseguía aceptarlo. Hacía diez años que se conocían, desde que ambos eran unos niños, y ella jamás se había sentido tan unida a ninguna de sus hermanas villichis como lo había estado a Sorak. Tal vez había alimentado esperanzas absurdas en cuanto a la clase de relación que podían tener; pero, aunque ahora estaba claro para ella que nunca serían amantes, sabía de todos modos que el joven la quería todo lo que podría amar nunca a nadie. Por su parte, ella no había querido nunca a nadie más; ni siquiera había conocido a otra persona del sexo opuesto.

Las sacerdotisas habían comentado a menudo los diferentes modos en los que podía sublimarse el deseo físico. De vez en cuando, una sacerdotisa en peregrinaje podía entregarse a los placeres de la carne, ya que ello no estaba expresamente prohibido por sus votos, pero incluso aquellas que lo habían hecho acababan por escoger el celibato. Los varones, decían, dejaban mucho que desear en cuanto a compañerismo, respeto mutuo y vínculos espirituales. Ryana era aún virgen, por lo que carecía de experiencia personal para poder juzgar, pero la deducción obvia era que el aspecto físico del amor no era tan importante. Lo que era importante era el vínculo que había compartido con Sorak desde la infancia. Con su partida, la muchacha había sentido un vacío en su interior que ninguna otra cosa podía llenar.

Esa noche, cuando todo el mundo dormía, había llenado su mochila con sus pocas pertenencias, para luego deslizarse al interior del arsenal donde las hermanas guardaban todas las armas con las que se entrenaban. Las villichis habían seguido siempre el principio de que el desarrollo del cuerpo era tan importante como la preparación de la mente. Desde el momento en que llegaban al convento, las hermanas aprendían a utilizar la espada, el bastón, la daga y la ballesta, además de armas tales como los cahulaks, la maza y el mayal, la lanza, la hoz y el cuchillo de la viuda. Una sacerdotisa villichi sola en peregrinación no era tan vulnerable como parecía.

Ryana se había ceñido un espadón de hierro e introducido dos dagas en la parte superior de cada uno de sus altos mocasines; cogió también un bastón y se colgó una ballesta a la espalda, junto con un carcaj de saetas. Tal vez las armas no le pertenecieran, pero había pasado una parte de su tiempo en el taller del arsenal, haciendo arcos y flechas y trabajando en la fragua para forjar espadas y dagas de hierro; así que, de algún modo, sentía que se había ganado cierto derecho a tenerlas. No creía que la hermana Tamura se lo reprochara. Si alguien iba a comprenderlo, ésa sería Tamura.

Tras esto, Ryana había saltado el muro para no alertar a la anciana portera. La hermana Dyona no podría haberle impedido marchar, pero la joven estaba segura de que habría intentado disuadirla e insistido para que lo discutiera primero con la gran señora Varanna, y Ryana no estaba de humor para discutir o intentar justificar sus acciones. Había tomado una decisión. Ahora vivía con las consecuencias de aquella decisión, y esas consecuencias eran que no tenía ni idea de lo que le esperaba.

Todo lo que sabía era que tenían que encontrar a un hechicero conocido sólo como «el Sabio», lo que era mucho más fácil de decir que de hacer. Casi todo el mundo creía que el Sabio no era más que un mito, una leyenda para que el pueblo mantuviera viva la esperanza, la esperanza de que un día el poder de los profanadores sería derrotado, el último de los dragones eliminado, y se iniciaría el reverdecer de Athas.

Según se contaba, el Sabio era un hechicero ermitaño, un protector embarcado en la ardua tarea de metamorfosearse en un avangion. Ryana no sabía qué era exactamente un avangion. Nunca había existido tal ser en Athas, pero los antiguos libros de magia hablaban de él. De todos los conjuros de metamorfosis, la transformación en avangion era la más difícil, la más agotadora y la más peligrosa; aparte de los peligros propios de la metamorfosis misma, existían los peligros planteados por los profanadores, en especial los reyes-hechiceros, para quienes el avangion significaría la peor amenaza.

La magia tenía un precio, y ese precio resultaba trágicamente visible en la reducción de Athas a un planeta moribundo y desértico. Los templarios y sus reyes-hechiceros afirmaban que no era su magia la que había profanado el paisaje athasiano; insistían en que la destrucción del ecosistema se había iniciado miles de años antes con aquellos que habían intentado controlar la naturaleza, y que a tal devastación habían contribuido cambios en el sol, que nadie podía gobernar. Tal vez hubiera algo de verdad en eso, pero pocos creían tales afirmaciones ya que no había nada que los acusara de modo más convincente que la destrucción provocada por la práctica de la magia profanadora.

Los protectores no destruían el terreno del mismo modo en que lo hacían los profanadores, pero la mayoría de la gente no se molestaba en distinguir entre una magia y la otra, y por lo tanto cualquier forma de magia era despreciada universalmente por ser la causa de la devastación del planeta. Todos conocían las leyendas, y no faltaban juglares que las repitieran. La balada de la tierra agonizante, La endecha del Sol Oscuro, El lamento del druida y muchas otras eran canciones que contaban cómo se había expoliado al mundo.

Hubo una época en que Athas era verde, y los vientos que soplaban sobre sus verdes y floridas llanuras habían transportado el canto de las aves. En una ocasión, sus espesos bosques habían abundado en caza, y las estaciones venían y se iban, trayendo mantos de nieve virgen en el invierno y la renovación con cada primavera. Ahora sólo existían dos estaciones, tal y como decía la gente: «verano y la otra».

Durante la mayor parte del año, el desierto athasiano ardía por el día y se tornaba glacial por las noches, pero existían dos o tres meses durante el llamado verano en que las noches eran lo suficientemente suaves para dormir en el exterior sin una manta y los días traían temperaturas que recordaban el interior de un horno. Allí donde una vez las llanuras habían sido verdes y fértiles, existían ahora yermas planicies desérticas cubiertas tan sólo por hierbas parduscas, achaparrada quiebrahacha y árboles pagafa, unos pocos matorrales resistentes a la sequía, y una amplia variedad de cactos espinosos y plantas carnosas, en su mayoría letales. En cuanto a los bosques, casi todos habían dado paso a colinas pedregosas, en las que el viento gemía por entre los riscos con un sonido que hacía pensar en una bestia gigantesca aullando desesperada. Únicamente en puntos aislados, como la Cordillera Boscosa de las Montañas Resonantes, existía algún indicio de cómo había sido el mundo en una ocasión; pero, con cada año que pasaba, los bosques retrocedían un poco más. Y lo que no moría lo destruían los profanadores.

La magia precisaba energía, y la fuente de esa energía podía ser la fuerza vital del que lanzaba el conjuro o la de otros seres vivos como las plantas. La magia que practicaban profanadores y protectores era en esencia la misma, pero los protectores respetaban la vida, y lanzaban sus conjuros con prudencia para que la energía tomada de la vida vegetal se extrajera de tal modo que permitiera una recuperación total. Los protectores no mataban con su magia.

Los profanadores, por otra parte, practicaban la hechicería de la muerte. Cuando un miembro de ese grupo lanzaba un conjuro, todo lo que le importaba era absorber tanta energía como pudiera, para aumentar en todo lo posible su poder y la fuerza del hechizo; cuando un profanador extraía energía de una planta, ésta se marchitaba y moría, y el suelo en el que crecía quedaba totalmente yermo.

El gran atractivo de la magia profanadora era que creaba una enorme adicción, pues permitía al hechicero aumentar su poder mucho más deprisa que aquellos que seguían la Senda del Protector, que exigía veneración por la vida. Pero, al igual que con cualquier droga adictiva, la ilimitada ansia de poder precisaba cada vez de dosis mayores, y, en su implacable búsqueda de poder, el profanador finalmente alcanzaba el límite de lo que podía absorber y contener, más allá del cual el poder acabaría por consumirlo…

Tan sólo los reyes-hechiceros podían resistir el flujo de la energía profanadora total, y lo conseguían gracias a la mutación. Se transformaban mediante dolorosos rituales interminables y fases graduales de desarrollo en criaturas cuyos voraces apetitos y capacidad de poder las convertía en las formas de vida más peligrosas del planeta: los dragones.

Los dragones eran perversiones repugnantes, pensaba Ryana, mutaciones mágicas que amenazaban toda la vida del planeta. Por dondequiera que pasara, un dragón arrasaba por completo el territorio y acababa con un sinnúmero de vidas de humanos y semihumanos que exigía como tributo.

Cuando un rey-hechicero se embarcaba en el mágico sendero de la metamorfosis que lo transformaría en un dragón, ya no existía vuelta atrás, pues el simple hecho de iniciar el proceso significaba dejar atrás toda posibilidad de redención. Con cada etapa sucesiva de transformación, el hechicero cambiaba físicamente, perdiendo poco a poco todo aspecto humano para adoptar el de un dragón. Llegado a este punto, al profanador ya no lo preocupaba su propia humanidad o la falta de ella porque la metamorfosis conllevaba la inmortalidad y una capacidad de poder que superaba todo lo que el profanador hubiera experimentado hasta entonces. A un dragón no le importaba si su propia existencia amenazaba toda la vida del planeta; su insaciable apetito podía convertir el mundo en una roca yerma y reseca incapaz de sustentar cualquier clase de vida. Los dragones no se preocupaban por esas cosas: estaban locos.

Únicamente existía una criatura capaz de enfrentarse al poder de un dragón, y ésa era el avangion. O al menos eso decían las leyendas. Un avangion era la antítesis de un dragón, una metamorfosis obtenida siguiendo la Senda del Protector. Los antiguos libros de hechicería hablaban de él, pero jamás había existido uno en Athas, quizá porque el proceso requería mucho más tiempo que la mutación en dragón. Según la leyenda, el mecanismo de transformación en ese ser no lo impulsaba la absorción de fuerza vital, y era por ese motivo que el avangion era más poderoso que sus enemigos profanadores. Mientras que el dragón era el enemigo de la vida, el avangion era el defensor de la vida, y poseía una poderosa afinidad con todo ser vivo, por lo que esta criatura podía oponerse al poder de un dragón y vencerlo, y ayudar en la consecución del reverdecimiento del mundo.

De acuerdo con la leyenda, un hombre, un protector -un hechicero ermitaño conocido como el Sabio- se había embarcado en el arduo y solitario proceso de metamorfosis que lo convertiría en un avangion. Como la larga, dolorosa y extenuante mutación requeriría muchos años, el Sabio se había recluido en un escondite secreto, donde podría concentrarse en los complicados conjuros de metamorfosis y estar a salvo de los profanadores que intentarían detenerlo a toda costa. Ni siquiera se conocía su nombre auténtico, de modo que ningún profanador pudiera utilizarlo para obtener poder sobre él o deducir la localización de su escondite.

La historia tenía innumerables variantes, según el juglar que interpretara la canción, pero hacía ya muchos años que iba de boca en boca por el mundo y no aparecía ningún avangion; tampoco nadie había visto nunca al Sabio ni hablado con él ni sabía nada de él. Ryana, como la mayoría, siempre había creído que no era más que un mito… hasta ahora.

Sorak había emprendido la búsqueda del Sabio, tanto para averiguar la verdad sobre su pasado como para dar un propósito a su futuro, y para ello había ido en busca primero de Lyra Al´Kali, la venerable pyreen que lo había hallado en el desierto y conducido al convento.

Los pyreens, también llamados pacificadores, podían cambiar de aspecto y eran poderosos maestros del Sendero, consagrados a la Disciplina del Druida y a la Senda del Protector. Eran la raza más antigua de Athas, y, aunque sus vidas se prolongaban durante siglos, empezaban a extinguirse. Nadie sabía cuántos quedaban, aunque se creía que sólo sobrevivían unos pocos. Los pyreens eran nómadas, místicos que recorrían el mundo e intentaban contrarrestar la corruptora influencia de los profanadores, pero solían vivir apartados y evitaban el contacto tanto con humanos como con semihumanos. El día que la venerable Al´Kali había llevado a Sorak al convento había sido la primera y la última vez que Ryana había visto un pyreen.

Una vez al año, la venerable Al´Kali peregrinaba a la cima del Diente del Dragón con el propósito de reafirmar sus votos. Sorak la había encontrado allí, y, al contarle ella que los jefes de la Alianza del Velo -una red clandestina de protectores que combatían a los reyes-hechiceros- mantenían una especie de contacto con el Sabio, el joven se había encaminado a Tyr para dar con ellos. Mientras intentaba establecer contacto con la organización, el muchacho se había visto envuelto sin quererlo en una intriga política destinada a derrocar al gobierno de la ciudad, descubrir a los miembros de la Alianza del Velo y restablecer a los templarios en el poder bajo un régimen profanador. Sorak había ayudado a desbaratar el complot y, a cambio, los jefes de la Alianza del Velo le habían entregado un rollo de pergamino que, afirmaban, contenía todo lo que sabían sobre el Sabio.

– Pero ¿por qué escribirlo en un pergamino? -se había preguntado Sorak en voz alta cuando hubieron marchado-. ¿Por qué no contármelo sencillamente?

– Tal vez porque era demasiado complicado -había sugerido Ryana-, y pensaron que podías olvidarlo si no estaba escrito.

– Pero dijeron que debía quemar esto después de leerlo -había respondido él, meneando la cabeza-. Si tanto los preocupaba que esta información no cayera en manos equivocadas, ¿por qué molestarse en escribirla? ¿Por qué correr el riesgo?

– Realmente resulta curioso -había asentido ella.

El elfling había roto el sello y desenrollado el pergamino.

– ¿Qué dice? -había inquirido la muchacha, llena de ansiedad.

– Muy poco. Dice: «Asciende a la cima de la loma situada al oeste de la ciudad. Espera hasta el alba. Cuando amanezca, arroja el pergamino a una hoguera. Que el Nómada te guíe en tu búsqueda». Eso es todo -había concluido-. No tiene sentido.

– A lo mejor sí -había indicado ella-. Recuerda que los miembros de la Alianza del Velo son hechiceros.

– ¿Quieres decir que este rollo de pergamino es mágico? -se había asombrado Sorak-. Sí, eso podría ser. O si no, me han timado y he hecho el ridículo.

– Sea como sea, lo sabremos mañana al amanecer -había manifestado Ryana.

Al anochecer ya habían llegado a la cima de la loma y acampado. Tras dormir un rato, la muchacha se había encargado de la guardia para que Sorak pudiera dormir. Cuando el joven cerró los ojos, el Vagabundo hizo su aparición y tomó el control; se incorporó en silencio y se perdió en la oscuridad a grandes zancadas, los ojos relucientes como los de un gato. Ryana sabía que Sorak estaba profundamente dormido, replegado en sí mismo, como él lo llamaba, y que cuando despertara no recordaría que el Vagabundo hubiera ido de caza.

Ryana se había acostumbrado a este insólito comportamiento cuando aún eran niños allá en el convento. Sorak, por respeto a las villichis que lo habían criado, no comía carne. Sin embargo, su dieta vegetariana iba en contra tanto de su naturaleza elfa como de la halfling, y sus otras personalidades no compartían su deseo de seguir las costumbres villichis. A fin de evitar conflictos, su tribu interior había encontrado este curioso método de compromiso: mientras Sorak dormía, el Vagabundo salía de caza, y el resto de la tribu podía disfrutar de la sangre caliente de una pieza recién abatida sin que el muchacho tuviera que participar en ello. Al despertar tendría el estómago lleno, pero ningún recuerdo de cómo había sucedido. Lo sabría, claro; pero, puesto que no había sido él quien había cazado y consumido la carne, su conciencia estaría tranquila.

Desde el punto de vista de Ryana, resultaba una curiosa forma de lógica, pero al parecer convencía a Sorak. A ella, por su parte, le importaba muy poco si el joven comía carne o no. Era un elfling, y era algo natural en él hacerlo. En cuanto a eso, se decía, podría argüirse que también era innato en los humanos el comer carne, y, puesto que había quebrantado sus votos al abandonar el convento, quizá ya no tuviera nada que perder si comía carne, aunque nunca lo había hecho. La sola idea le repugnaba. Menos mal que la tribu interior del joven se marchaba lejos del campamento a cazar y devorar su presa. Hizo una mueca al imaginar a Sorak desgarrando un ensangrentado pedazo de carne cruda, aún caliente, y decidió seguir siendo vegetariana.

Amanecía casi cuando el Vagabundo regresó. Se movía tan silenciosamente que, incluso con sus bien adiestrados sentidos villichi, Ryana no lo oyó hasta que salió a la luz de la fogata y se sentó en el suelo a su lado, con las piernas cruzadas. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el pecho… y, al cabo de un instante, Sorak se despertó y levantó los ojos hacia ella.

– ¿Descansaste bien? -inquirió la muchacha con un leve tono burlón.

Él se limitó a gruñir, para inmediatamente alzar la mirada al cielo.

– Casi ha amanecido. -Introdujo la mano en su capa y sacó el rollo de pergamino; lo desenrolló y volvió a estudiarlo-. «Cuando amanezca, arroja el pergamino a una hoguera. Que el Nómada te guíe en tu búsqueda» -leyó.

– Parece muy sencillo -dijo ella-. Hemos ascendido a la loma y encendido una hoguera. Dentro de poco, conoceremos el resto… lo que sea que haya que saber.

– He estado pensando en esa última parte -comentó Sorak-: «Que el Nómada te guíe en tu búsqueda». Es un dicho corriente que a menudo se utiliza para desearnos suerte en un viaje, pero aquí se emplea la palabra «búsqueda» en lugar de «viaje».

– Bueno, ellos sabían que tu viaje era una búsqueda -repuso Ryana encogiéndose de hombros.

– Cierto. Pero aparte de eso, las frases escritas en el pergamino son sencillas y directas, desprovistas de sentimiento o salutación.

– ¿Quieres decir que crees que significan algo más?

– Tal vez -replicó Sorak-. Parece una especie de referencia a El diario del Nómada. La hermana Dyona me dio su ejemplar el día que abandoné el convento.

Abrió la mochila, rebuscó en ella unos instantes, y por fin sacó un pequeño libro de aspecto corriente encuadernado en piel, cosido con tripas de animal. No era algo que hubiera salido de las manos de las villichis, que escribían sus conocimientos sobre pergaminos.

– ¿Ves qué dedicatoria puso?


«Un insignificante regalo para que te sirva de guía en tu viaje. Es un arma más sutil que tu espada, pero no menos poderosa, a su manera. Utilízala con sabiduría.»


– Un arma sutil -repitió-, para ser utilizada con sabiduría. Y ahora el pergamino de la Alianza del Velo parece hacer referencia a ella.

– Se sabe que la Alianza del Velo hace copias del diario y las distribuye -dijo Ryana, pensativa-. Es un libro prohibido porque cuenta la verdad sobre los profanadores, pero ¿crees que puede haber algo más aparte de eso?

– No estoy seguro -respondió Sorak-. Lo he estado leyendo, pero quizá merezca un estudio más cuidadoso. Es posible que contenga alguna especie de significado oculto. -Levantó por segunda vez la mirada hacia el cielo. Empezaba a clarear-. El sol saldrá en cualquier momento. -Volvió a enrollar el pergamino y lo sostuvo sobre el fuego mientras lo contemplaba meditabundo-. ¿Qué crees que sucederá cuando lo quememos?

– No lo sé -repuso ella meneando la cabeza.

– ¿Y si no lo hacemos?

– Ya sabemos lo que contiene -indicó la joven-. No parece que vaya a servir de nada conservarlo.

– Al amanecer -repitió él-. Es muy concreto en cuanto a eso. Y sobre esta loma. En la cima, dice.

– Hemos hecho todo lo que era preciso. ¿Por qué vacilas?

– Porque lo que mi mano sostiene es mágico. Ahora estoy seguro de ello, pero ignoro qué conjuro podemos desatar cuando lo quememos.

– Los miembros de la Alianza del Velo son protectores -le recordó ella-, así que no será un conjuro profanador porque iría en contra de todo aquello en lo que creen.

– Supongo que es así -asintió con la cabeza-. Pero siento recelo de todo lo relacionado con la magia. No confío en ella.

– Entonces confía en tu instinto -replicó Ryana-. Te apoyaré cualquiera que sea tu elección.

El muchacho levantó los ojos hacia ella y sonrió.

– No sabes cómo siento que rompieras tus votos por mí -le dijo-, pero al mismo tiempo me alegra que vinieras.

– Amanece -indicó ella, al ver que el oscuro sol asomaba por la línea del horizonte.

– Bueno… -dijo él, y dejó caer el pergamino en el fuego.

Éste se tornó rápidamente marrón y enseguida empezó a arder, pero con una llamarada que primero era azul, luego verde y por último azul otra vez. A medida que el papel se consumía se desprendían chispas, que saltaban sobre el fuego y se elevaban cada vez más alto, arremolinándose en la columna de humo azulverdoso, girando cada vez más deprisa hasta formar un embudo como el de un ondulante remolino de arena. El embudo flotó sobre la fogata y creció, alargándose a medida que giraba sobre sí mismo cada vez a mayor velocidad. Absorbió las llamas del fuego, engulléndolas al interior de su vórtice, que centelleaba y chisporroteaba con energía mágica, al tiempo que levantaba un fuerte viento que agitó sus cabellos y capas y los cegó con una polvareda de arena y cenizas.

La columna se elevó por encima de la ahora apagada fogata, produciendo un fuerte silbido sobre el que de improviso pareció hablar una voz, una voz profunda y sonora que surgió de la nube azulverdosa en forma de embudo para pronunciar una única palabra:

Nibenaaaay…

Luego el brillante embudo nebuloso se alzó del suelo y cruzó la loma a ras del suelo, adquiriendo velocidad a medida que descendía en dirección al desierto. Se alejó girando veloz sobre sí mismo por la meseta, en dirección este, hacia Arroyo Plateado y las planicies desérticas situadas más allá. Ellos lo siguieron con la mirada mientras se perdía en la distancia a tal velocidad que dejaba un rastro de luz azulverdosa tras él, como si indicara el camino. No tardó en desaparecer, y todo volvió a quedar en silencio.

Ambos permanecieron unos instantes mirando el punto por el que había desaparecido, sin hablar. Por fin fue Sorak quien rompió el silencio.

– ¿Lo oíste? -preguntó.

– La voz dijo «Nibenay» -respondió Ryana, asintiendo-. ¿Crees que fue el Sabio el que habló?

– No lo sé -replicó él-. Pero se marchó hacia el este. No al sudeste, por donde discurre la ruta comercial que va a Altaruk y de allí a Gulg y luego a Nibenay, sino directamente hacia el este, en dirección a Arroyo Plateado y más allá.

– Entonces ésa parece ser la ruta que debemos seguir -dijo Ryana.

– Sí -asintió él-. Pero, según El diario del Nómada, esa dirección conduce a través de las Planicies Pedregosas. No hay senderos, ni poblados o aldeas; y, lo que es peor, no hay agua. Nada excepto un erial de rocas hasta que lleguemos a las Montañas Barrera, que debemos cruzar si hemos de llegar a Nibenay por esa ruta. El viaje será duro… y muy peligroso.

– En ese caso, cuanto antes lo iniciemos, antes lo terminaremos -anunció Ryana, recogiendo su mochila, su ballesta y su bastón-. ¿Pero qué haremos cuando lleguemos a Nibenay?

– Sé lo mismo que tú; pero, si intentamos cruzar las Planicies Pedregosas, es posible que ni siquiera lleguemos a las Montañas Barrera.

– El desierto intentó apoderarse de ti en una ocasión, y fracasó -repuso Ryana-. ¿Por qué crees que ahora lo conseguirá?

– Bueno, quizá no lo haga -sonrió él-, pero no es sensato tentar al destino. En cualquier caso no es necesario que ambos hagamos un viaje tan arriesgado. Podrías regresar a Tyr y unirte a una caravana que vaya a Nibenay siguiendo la ruta comercial que pasa por Altaruk y Gulg. Yo me reuniría contigo allí y…

– No, iremos juntos -declaró Ryana, en un tono de voz que no admitía discusión. Se colgó la ballesta a la espalda y deslizó los brazos por las correas de la mochila, luego, sujetando el bastón en la mano derecha, inició el descenso por la ladera occidental. Dio unos cuantos pasos y se detuvo para mirar por encima del hombro-. ¿Vienes?

– Tú delante, hermanita -contestó él con una mueca burlona.

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