El noveno año (102 a. JC.)

EN EL CONSULADO DE CAYO MARIO (IV) Y QUINTO LUTACIO CATULO CÉSAR.

Se había encomendado a Sila la organización del desfile triunfal de Mario, y él siguió escrupulosamente las órdenes e instrucciones de éste a pesar de sus reservas personales.

– Quiero que todos los actos se lleven a cabo con precisión y rapidez -le había dicho Mario a Sila en la primera reunión en Puteoli nada más desembarcar de Africa-. Llegar al Capitolio a la sexta hora como muy tarde, y de allí directamente a la ceremonia de investidura consular y a la reunión del Senado. Que todo vaya rápido, porque quiero que lo memorable sea la fiesta. Al fin y al cabo es una doble fiesta: mi triunfo como general y como nuevo primer cónsul. ¡Así que quiero una celebración de primera, Lucio Cornelio! Nada de huevos duros y quesos corrientes, ¿me entiendes? Comida de la mejor y más cara, bailarinas, cantantes y músicos de los mejores y mejor pagados, platos de oro y manteles púrpura.

Sila le había escuchado con el alma a los pies. Nunca dejaría de ser un palurdo pretencioso, pensó. Así pues, un desfile apresurado y ceremonias oficiales rápidas, seguido de una fiesta tal como decía. ¡Una fiesta pretenciosa y vulgar!

Pero él siguió las instrucciones al pie de la letra. Y a Roma llegaron carros con tinajas de barro, impermeabilizadas con cera por dentro, llenas de bandejas de ostras de Baiae, cangrejos de río de Campania y gambas de la bahía Crater, y otros carros similares trajeron angulas, lucios y róbalos del tramo superior del Tíber, mientras que un equipo especial de pescadores se dedicaba a la captura de lubinas en las desembocaduras de las cloacas de la ciudad; se enviaron a los abastecedores capones, patos, cochinillos, cabritos, faisanes y corzos cebados con pastelillos de miel borrachos, para que los rellenasen y guarneciesen; de Africa llegó un buen cargamento de caracoles gigantes, con saludos para Mario y Sila de Publio Vagienio, pidiéndoles informes de cómo reaccionaban los gastrónomos romanos.

Por lo tanto, con el desfile triunfal de Mario, Sila estuvo ocupado y alerta, pensando en que cuando tuviera lugar su propio triunfo, lo haría tan grande como el de Emilio Paulo, de forma que discurriese durante tres días por el antiguo itinerario; ya que dedicar tiempo y esplendor a un desfile era sinónimo del aristócrata que desea que el pueblo comparta el júbilo, mientras que prolongar el tiempo y el esplendor de la fiesta en el templo de Júpiter era muestra de provincianismo para impresionar a unos cuantos privilegiados.

No obstante, Sila logró que el desfile fuese memorable. Hubo carrozas que mostraban todo detalle relevante de las campañas africanas, desde los caracoles del Muluya hasta la sorprendente adivina Marta, que era el centro de atención del contingente indígena, reclinada en un diván púrpura y oro sobre una inmensa carroza, réplica del salón del trono del príncipe Gauda en la vieja Cartago y acompañada de un actor que encarnaba al propio Mario y otro figurando a Gauda con babuchas puntiagudas. Sobre un carro pesado lujosamente adornado, Sila colocó todas las condecoraciones militares de Mario; había montones de piezas de saqueo, montones de trofeos, consistentes en corazas enemigas, montones de objetos dispuestos de modo que los curiosos pudiesen verlos bien; montones de leones, monos y exóticos simios enjaulados y dos docenas de elefantes que avanzaban batiendo sus enormes orejas. Desfilaban las seis legiones del ejército de Africa, desprovistas de lanzas, puñales y espadas y portando unos palos con guirnaldas de laureles.

– ¡Alzad los pies y desfilad, cunni! -exclamó Mario, arengando a sus soldados en el desgastado césped de la Villa Publica antes de iniciarse el desfile-. Yo tengo que estar en el Capitolio a la hora sexta y no podré vigilaros personalmente, pero no os salvará ningún dios si me falláis, ¿me oís bien, fellatores?

Les encantaba que les hablase con palabras obscenas. Pero el caso es que Mario les encantaba, hablase como hablase, pensó Sila.


También Yugurta desfiló, revestido de su atuendo real de púrpura y ceñida por última vez la cabeza con la cinta con borlas llamada diadema, además de todos sus collares, anillos y pulseras de oro y piedras preciosas resplandecientes al sol, pues era un día de invierno ideal, ni muy frío ni ventoso. Acompañaban a Yugurta sus dos hijos, también de púrpura.

Cuando Mario envió a Yugurta a Roma, éste no acababa de creérselo, pues estaba convencido de que había salido con Bomílcar para nunca más volver a aquella ciudad de terracota y brillantes colores, de columnas pintadas, llamativos muros, llena por todas partes de estatuas de aspecto tan real que al contemplarlas uno imaginaba que en cualquier momento iban a comenzar a declamar, a pelear, a galopar o a llorar. No había aquel blancor africano en Roma, donde ya casi no se construía con ladrillo y no se enjalbegaban los muros, sino que se pintaban. Era una urbe de colinas y acantilados, de jardines con agudos cipreses y pinos como parasoles, templos enhiestos sobre altos podios con victorias aladas conduciendo quadrigae en la cima de los frontones, una ciudad en la que aún se notaba la cicatriz ya verdeante del gran incendio en el Viminal y el alto Esquilino. Roma, la ciudad en que todo se vendía. ¡Qué tragedia no haber podido encontrar el dinero para comprarla! Qué distinto habría sido todo.

Quinto Cecilio Metelo el Numídico le había traído como honorable huésped, aunque no se le había permitido salir de la casa. Era de noche cuando le habían introducido en aquella casa en la que había estado confinado durante meses, recluso en un porche que dominaba el Foro Romano y el Capitolio, reducido a pasear arriba y abajo por el jardín peristilo como un león enjaulado. Su orgullo no le permitía estar decaído y todos los días corría un poco, hacía flexiones, boxeaba, tocaba con la barbilla la rama que había elegido como barra. Ahora, marchando en el desfile triunfal de Mario, deseaba que los ciudadanos romanos le admirasen, quería estar seguro de que le tomaban por un temible adversario, no por un indolente potentado oriental.

Con Metelo el Numídico se había mantenido reservado, negándose a complacer el ego de un romano a expensas del otro, con gran decepción para su anfitrión, como pudo comprobar en seguida. El Numídico esperaba que él le diese pruebas de que Mario había abusado de su posición de procónsul, pero el que Metelo no consiguiese sus propósitos había resultado un secreto placer para Yugurta, que sabía a quién de los dos romanos temía y cuál de los dos le agradaba que le hubiese vencido. Cierto que el Numídico era un gran noble y tenía cierta integridad, pero como hombre y como soldado no le llegaba a Cayo Mario a la altura de las sandalias. Por lo que atañía a Metelo el Numídico, sin duda Cayo Mario se comportaba como un malnacido, y Yugurta, que dominaba todo lo referente a la bastardía, se mantenía más vinculado a Mario en una extraña y lamentable camaradería.

La noche anterior a la entrada de Cayo Mario en Roma en desfile triunfal y como cónsul por segunda vez, Metelo el Numídico y su poco hablador hijo habían invitado a Yugurta y a sus dos hijos a cenar. El otro invitado que había, a petición del propio Yugurta, era Publio Rutilio Rufo. De los que habían luchado juntos en Numancia a las órdenes de Escipión Emiliano, sólo faltaba Cayo Mario.

Fue una velada muy extraña. Metelo el Numídico se había esmerado al máximo para ofrecer una fiesta por todo lo alto, porque, como había manifestado, no tenía intención alguna de comer a expensas de Cayo Mario tras la reunión inaugural del Senado en el templo de Júpiter Optimus Maximus.

– Pero apenas quedan a la venta cangrejos, ostras, caracoles ni nada especial -dijo el Numídico antes de cenar-. Mario ha vaciado los mercados.

– ¿Y se lo reprocháis? -inquirió Yugurta, al ver que Rutilio Rufo no decía nada.

– A Cayo Mario se lo reprocho todo -contestó Metelo.

– Pues no deberíais hacerlo. Si hubiese salido de vuestras filas de la alta nobleza, Quinto Cecilio, os parecería muy bien. Pero no es así; Cayo Mario es un producto de la propia Roma. No me refiero a la Roma ciudad o a la Roma nación, sino a Roma, la diosa inmortal, el genio de la ciudad, el espíritu dinámico. Se necesitaba un hombre y ahí está -dijo Yugurta de Numidia.

– Hay entre nosotros quienes poseen el debido linaje y antepasados capaces de hacer lo que ha hecho Cayo Mario -replicó tercamente el Numídico-. En realidad debería haberlo hecho yo. Pero Cayo Mario me robó el imperium y mañana me va a arrebatar el premio. Por ejemplo -añadió dolido y mordaz al observar un leve gesto de incredulidad en Yugurta-, no fue verdaderamente Cayo Mario quien os capturó; el que os capturó pertenecía a un linaje ancestral: Lucio Cornelio Sila. Puede decirse, y en la modalidad de un silogismo válido, que quien ha puesto fin a la guerra ha sido Lucio Cornelio y no Cayo Mario. -Lanzó un suspiro, sacrificando sus propias pretensiones de preeminencia en la lógica jerarquía aristocrática a la persona de Lucio Cornelio Sila-. De hecho, Lucio Cornelio reúne las características de un buen romano.

– ¡No! -espetó Yugurta, consciente de que era objeto de la atención de Rutilio Rufo-. Ese es un leopardo con muchas manchas, mientras que Cayo Mario no se anda con pamplinas. No sé si me entendéis…

– No tengo la más remota idea de lo que queréis decir -replicó el Numídico, envarado.

– Yo sé perfectamente lo que queréis decir -terció Rutilio Rufo sonriendo complacido.

Yugurta le dirigió la antigua sonrisa de los tiempos de Numancia.

– Cayo Mario es un fenómeno -añadió-, el fruto ideal de un árbol ordinario olvidado que crece fuera del huerto. A esos hombres no hay quien los pare ni los tuerza, mi querido Quinto Cecilio. Tienen corazón, riñones, cerebro y un aura de inmortalidad, que les permite vencer todos los obstáculos que surgen a su paso. Son mimados de los dioses! Los dioses les prodigan todos los dones de la Fortuna. Por eso Cayo Mario avanza recto y aun cuando se ve obligado a torcer su camino, sigue recto.

– ¡Cuánta razón tenéis! -dijo Rutilio Rufo.

– ¡Lu… Lu… Lucio Cor… Cor… Cornelio es me… me… mejor! -terció el joven Metelo, irritado.

– ¡No! -replicó Yugurta, moviendo la cabeza enérgicamente-. Nuestro amigo Lucio Cornelio es listo… tiene agallas… y quizá corazón. Pero no creo que tenga esa vena de inmortalidad en su mente. A él le parecen normales los caminos retorcidos. No hay guerra de elefantes para un hombre que prefiere ir en mula. ¡Ah, sí, es valiente como un toro! No hay nadie que en combate sea más rápido dirigiendo una carga, formando una columna de apoyo, tapando una brecha o deteniendo una centuria en desbandada. Pero: Lucio no oye a Marte, mientras que Cayo Mario siempre oye a Marte. Por cierto, me imagino que Mario debe de ser un derivado latino de "Marte" ¿Quizá hijo de Marte? ¿No lo sabéis? ¡Sospecho que no queréis saberlo, Quinto Cecilio! Lástima. El latín es una lengua de poderoso sonido; muy dura, pero rítmica -concluyó el númida.

– Habladme más de Lucio Cornelio -dijo Rutilio Rufo, al tiempo que cogía un trozo de pan blanco y un huevo.

Yugurta estaba atacando con verdadera fruición los caracoles, que no había probado desde su llegada a Roma.

– ¿Y qué queréis que os diga? Es un producto de su clase. Todo lo que hace lo hace bien. Tan bien, que nueve testigos de cada diez no podrían decir si lo hace con toda naturalidad o como consecuencia de una actitud perfectamente meditada. Yo, en el tiempo que he pasado en su compañía, no he podido saber cuál es su inclinación natural o su verdadero ámbito. Oh, ganará guerras y gobernará, de eso no me cabe la menor duda, pero nunca con una auténtica inspiración mental -la salsa chorreaba por la barbilla del huésped de honor, y dejó de hablar mientras un criado le limpiaba la piel y la barba; tras lo cual eructó estentóreamente y prosiguió-: El siempre opta por el oportunismo porque carece de ese poder aplastante que sólo dimana de ese don mental de la inmortalidad. Si existen dos alternativas, Lucio Cornelio elige la que cree que le servirá para sus designios con el menor esfuerzo. A mí me da la impresión de que no es tan concienzudo como Cayo Mario ni tan clarividente.

– ¿Co… co… co… como sa… sa… béis tan… tan… to sobre Lu… Lu… Lucio Cornelio? -inquirió Metelo hijo.

– Tuve ocasión de efectuar en su compañía una inolvidable cabalgata -respondió Yugurta pensativo, mientras se aplicaba un palillo a los dientes-. Y luego hicimos juntos el viaje de Icosium a Utica por la costa africana. Nos vimos mucho -añadió, dejando que los demás dieran a sus palabras el sentido que quisieran, pero nadie hizo preguntas.

Trajeron las ensaladas y luego los asados. Metelo el Numídico y sus invitados volvieron a atacar con apetito, pero no así los jóvenes príncipes Iampsas y Oxintas.

– Quieren morir conmigo -comentó Yugurta en voz baja a Rutilio Rufo.

– No estaría bien -replicó Rutilio Rufo.

– Es lo que yo les he dicho.

– ¿Saben adónde van a ir?

– Oxintas a la ciudad de Venusia, que no sé dónde está, y Iampsas a Asculum Picentum, también un misterio para mí.

– Venusia está al sur de Campania, en la vía a Brundisium, y Asculum Picentum, al nordeste de Roma, al otro lado de los Apeninos. Allí estarán bien.

– ¿Cuánto durará su detención? -inquirió Yugurta.

Rutilio Rufo reflexionó un instante y se encogió de hombros.

– Es difícil de saber. Desde luego, algunos años. Hasta que los magistrados locales envíen un informe al Senado comunicando que están bien predispuestos respecto a Roma y no representa peligro alguno que vuelvan a su país.

– Entonces me temo que estarán aquí toda la vida. ¡Mejor que mueran conmigo, Publio Rutilio!

– No, Yugurta, no podéis decirlo tan tajantemente. ¿Quién sabe lo que el futuro les reserva?

– Cierto.

Siguieron dando cuenta de más ensaladas y asados y concluyeron el festín con dulces, pasteles, tortas de miel, quesos, fruta fresca y frutos secos. Sólo Iampsas y Oxintas mostraron poco apetito.

– Decidme, Quinto Cecilio -dijo Yugurta a Metelo el Numídico cuando retiraron los restos de la comida y trajeron un inmejorable vino puro-, ¿qué haríais si cualquier día apareciese otro Cayo Mario en una piel de patricio romano, un Cayo Mario con todas las dotes, vigor, visión y esa impronta mental de inmortalidad?

– No sé a dónde queréis ir a parar, majestad -replicó el Numídico, perplejo-. Cayo Mario es Cayo Mario.

– Pero no tiene por qué ser único -replicó Yugurta-. ¿Qué haríais ante un Cayo Mario que procediese de una familia patricia?

– Sería imposible -respondió Metelo.

– Tonterías, claro que podría ser -replicó Yugurta paladeando el excelente vino.

– Yugurta, yo creo que lo que Quinto Cecilio trata de decir es que Cayo Mario es un producto de su clase -añadió en tono conciliador Rutilio Rufo.

– Un Cayo Mario puede ser de cualquier clase -insistió Yugurta.

Las tres cabezas romanas se movieron al unísono, negando.

– No -se adelantó a decir Rutilio Rufo-. Lo que decís puede ser así en Numidia o en cualquier otro lugar del mundo, ¡pero no en Roma! A ningún patricio romano se le ocurriría pensar o actuar como lo hace Cayo Mario.

Y ahí acabó la discusión. Tras unas cuantas copas más dieron por concluida la cena: Publio Rutilio fue a su casa a acostarse, y los residentes en la mansión de Metelo el Numídico se retiraron a sus respectivas habitaciones. Tras la suculenta cena, animada con el vino y la buena compañía, Yugurta de Numidia durmió profunda y apaciblemente.

Cuando le despertó el esclavo que tenía asignado como ayuda de cámara dos horas antes del alba, el númida se levantó repuesto y con nuevas energías. Tomó un baño caliente y se vistió con todo detalle; le peinaron el pelo en tirabuzones como salchichas con rizadores calientes y le ondularon la barba, fijándosela con hilos de oro y de plata. Perfumado con costosos ungüentos, la diadema bien colocada y con todas sus alhajas (que ya habían catalogado los funcionarios del erario y que formarían parte del botín a repartir en el Campo de Marte al día siguiente del triunfo), el rey Yugurta salió de sus aposentos con aspecto de soberano helenizado y una impresionante majestad de pies a cabeza.

– Hoy -dijo a sus hijos conforme se dirigían en unas sillas de manos al Campo de Marte- voy a contemplar Roma por primera vez en mi vida.

Los recibió Sila en persona en medio de lo que parecía una caótica confusión a la luz de las antorchas; pero ya iba amaneciendo por la cresta del Esquilino y Yugurta imaginó que el alboroto se debía a la gran multitud reunida en la Villa Publica, pero en realidad se observaba un orden impecable.

Las cadenas que le colocaron eran sólo un símbolo. ¿Adónde iba a ir un rey guerrero púnico en Italia?

– Anoche estuvimos hablando de vos -dijo Yugurta a Sila por darle conversación.

– ¿Ah, sí? -replicó Sila, ataviado con la resplandeciente coraza de plata y el pteryges, tocado con un casco ático de plata rematado de plumas rojas y sobre sus hombros la capa militar también roja. Para Yugurta, acostumbrado a verle con un sombrero de paja de ala ancha, era casi un desconocido. A sus espaldas, su criado personal portaba un bastidor con todas las condecoraciones al valor, una impresionante colección.

– Sí -contestó Yugurta, displicente-. Estuvimos discutiendo quién ganó realmente la guerra contra mi, Cayo Mario o vos.

Los claros ojos se clavaron en el rostro del númida.

– Interesante discusión, majestad. Vos, ¿de parte de quién estuvisteis?

– De parte de lo cierto. Yo dije que fue Cayo Mario quien ganó la guerra. Suyas fueron las decisiones de mando y los hombres que participaron, vos incluido. Y de él partió la orden enviándoos a ver a mi suegro Boco -dijo Yugurta sonriente, e hizo una pausa-. Sin embargo, el único que compartió mi opinión fue mi viejo amigo, Rutilio Rufo. Quinto Cecilio y su hijo sostuvieron que la guerra la ganasteis vos, ya que fuisteis quien me capturó.

– Os pusisteis de parte de lo cierto -dijo Sila.

– El lado de lo cierto es relativo.

– No en este caso -replicó Sila, con un movimiento de cabeza hacia los impacientes soldados de Mario-. Yo nunca poseeré el don que él tiene para tratarlos. Yo no siento ese compañerismo, ¿sabéis?

– Pues lo ocultáis bien -comentó Yugurta

– Oh, la tropa lo sabe -añadió Sila-. El ganó la guerra con ellos. Lo que yo hice lo habría hecho cualquiera a quien se le hubiera encomendado. -Lanzó un profundo suspiro-. Me imagino que pasasteis una agradable velada, majestad…

– ¡Muy agradable! -contestó Yugurta moviendo las cadenas y viendo que no pesaban mucho-. Quinto Cecilio y su hijo tartamudo dieron un festín regio. Si a un númida le preguntan qué desea comer antes de morir, contestará: caracoles, y anoche cené caracoles.

– Entonces tenéis el estómago lleno y contento, majestad.

– ¡Ya lo creo! -replicó Yugurta, sonriente-. La manera más adecuada para que le pasen a uno el nudo corredizo, diría yo.

– No, soy yo quien lo dice -replicó Sila, cuya feroz sonrisa resultaba más siniestra en su rostro ahora más atezado.

– ¿Cómo es eso? -inquirió Yugurta, ya sin sonreír.

– Yo estoy al mando del desarrollo del desfile triunfal, rey Yugurta. Lo que significa que soy quien determina cómo debéis morir. Normalmente se hace por estrangulación, cierto. Pero no está legislado, y hay otra alternativa. Es decir, encerraros en el Tullianum y dejar que os pudráis -contestó Sila muy serio-. Tras un festín como el que habéis tenido, y sobre todo tras intentar sembrar discordia entre mi comandante y yo, creo que sería una lástima que no se os permitiera acabar de digerir los caracoles. Así que no habrá lazo corredizo, majestad. Moriréis poco a poco.

Afortunadamente sus hijos no estaban cerca para oírlo, y el númida vio cómo Sila le dirigía un saludo militar de despedida y a continuación se acercaba a sus hijos para verificar las cadenas. Miró detenidamente todo aquel mundo amenazador que le rodeaba, las masas enfebrecidas de criados blandiendo coronas y guirnaldas de laureles de victoria, los músicos haciendo sonar los cuernos y las extrañas trompetas con cabeza de caballo que Ahenobarbo había arrebatado a los galos cabelludos, los danzarines ensayando sus piruetas en el último momento, los caballos piafando y pateando impacientes, los bueyes atados por docenas a los carros, con sus cuernos dorados y la papada enguirnaldada, un burrito aguador con un sombrero de paja grotescamente coronado de laurel y con las orejas asomando por unos agujeros, una vieja bruja desdentada de senos fláccidos vestida de púrpura y oro de pies a cabeza y a la que hacían subir a un carro pesado, en el cual se tumbó en una litera forrada de púrpura como si fuese la más famosa cortesana, y que le miró de hito en hito con unos ojos de cancerbero. Merecía tener tres cabezas…

Una vez iniciado el desfile, el ritmo fue veloz. Generalmente marchaban en cabeza el Senado y todos los magistrados, y a continuación danzarines y payasos imitando a los famosos; seguía después el botín y las carrozas de trofeos, más danzarines, músicos y bufones escoltando a las bestias para el sacrificio con los sacerdotes, precediendo a los prisioneros de alcurnia y al general triunfador en su carro antiguo. Y finalmente las legiones. Pero Cayo Mario cambió algo aquel orden y desfiló a la cabeza del botín, el cortejo y los trofeos, para llegar al Capitolio y efectuar los sacrificios e inmediatamente ser investido cónsul y presidir la sesión inaugural del Senado y la fiesta en el templo de Júpiter Optimus Maximus.

Yugurta no pudo disfrutar de aquel su primer y último paseo a pie por las calles de Roma. Lo que le preocupaba era cómo iba a morir. Un hombre tenía que morir más tarde o más temprano, y él había tenido una vida muy agradable, a pesar de que hubiese acabado en derrota. Había dado que hacer a los romanos. Bomílcar, su querido hermano… también había muerto en una mazmorra, ahora que lo pensaba. Quizá el fratricidio disgustase a los dioses, por muy válido que fuese el motivo. Bien, sólo los dioses sabían cuántos de su propia sangre habían perecido a instigación suya, o por su propia mano. ¿Estaban menos manchadas de sangre sus manos por no haber participado directamente?

¡Oh, qué altas eran las casas! El desfile enfilaba velozmente por el Vicus Tuscus del Velabrum, una zona de la ciudad llena de insulae, que parecían querer tocarse por encima de las estrechas callejas. Caras en todas las ventanas, caras alborozadas, y lo sorprendente es que se alegraban también por su presencia, le conminaban a morir con palabras de ánimo y buenos deseos.

Luego, el cortejo circundó el mercado de la carne, el Forum Boarium, en donde la estatua desnuda del Hercules Triumphalis lucía los atavíos de general victorioso, la toga picta púrpura y oro, la tunica palmata púrpura bordada con palmas, la rama de laurel en una mano y el cetro de marfil con cabeza de águila en la otra, y el rostro pintado de minim rojo intenso. Estaba suspendida la venta de carne, pues en los magníficos templos que jalonaban la vía no se veían puestos ni tenderetes. ¡Ahí estaba el templo de Ceres! El templo más hermoso de la ciudad; era hermoso pero chillón, pintado de rojo y azul, verde y amarillo, sobre un alto podio como todos los templos romanos. Yugurta sabía que era la sede de la orden plebeya; allí guardaban los registros y tenían sus ediles.

El desfile desembocaba en el interior del Circo Máximo, la mayor edificación que había visto Yugurta en su vida. Ocupaba toda la longitud del Palatino y tenía capacidad para ciento cincuenta mil personas. Todas las gradas estaban llenas de gente enfebrecida que había acudido a ver el desfile triunfal de Cayo Mario; desde su puesto en la marcha, no lejos de Mario, Yugurta oía los vítores transformarse en gritos de adulación para el general. A nadie le importaba aquel paso acelerado, pues Mario había encomendado a sus agentes y clientes que difundiesen que el motivo de ello era que le preocupaba Roma y quería apresurarse a marchar lo antes posible a la Galia Transalpina a enfrentarse a los germanos.

Los espacios arbolados y magníficas mansiones del Palatino también estaban llenos de espectadores; por encima del nivel de la muchedumbre, a salvo de ser acosadas y robadas, se veían mujeres, doncellas, niñas y niños; de buena familia, le habían dicho. Salieron del Circo Máximo y tomaron por la Via Triumphalis, que rodeaba el Palatino por su extremo y tenía rocas y parques sobre ella, a la izquierda, y, a la derecha, apiñado al pie de la colina Celia, otro barrio de altas casas de viviendas. Luego estaba el Palus Ceroliae, el marjal a los pies de la Carinae y el Fagutal; finalmente, doblaron hacia la Velia, cuesta abajo hacia el Foro Romano, por las gastadas losas de la antigua vía sagrada, la Via Sacra.

Por fin podía contemplarlo: el centro del mundo. Igual que en su época lo había sido la Acrópolis. Ahora lo tenía ante sus ojos, el Foro Romano, pero le decepcionó enormemente. Sus edificios eran pequeños y viejos y no estaban distribuidos de una manera lógica; todos se veían desviados hacia el norte, porque el Foro discurría de noroeste a sudeste; el efecto general era descuidado y todo tenía aspecto ruinoso. Incluso los edificios más nuevos, que sí estaban bien orientados hacia el Foro, se veían descuidados. Realmente eran mucho más impresionantes los edificios que había visto antes, y los templos mucho mayores, lujosos e imponentes. Las casas de los sacerdotes tenían capas recientes de pintura, y el pequeño templo redondo de Vesta era bonito, pero sólo el grandioso templo de Cástor y Pólux y la magnífica austeridad dórica del templo de Saturno llamaban la atención como ejemplares admirables. El Foro era un lugar triste y monótono, situado en una hondonada húmeda y fea.

Frente al templo de Saturno, en cuyo podio los fumcionarios del Tesoro contemplaban el desfile, Yugurta, sus hijos, los nobles con sus esposas y todos los cautivos, fueron apartados del cortejo y situados a un lado; vieron llegar los lictores del general, los danzarines, los músicos, los portadores de incensarios, los timbaleros y trompeteros, los legados y, finalmente, el general en su carro, lejano e irreconocible en aquel boato de insignias y con el rostro pintado de rojo por el minim. Se dirigieron todos a la colina en que se alzaba el gran templo de Júpiter Optimus Maximus, cuya columnata lateral daba al Foro, pues también su eje discurría de norte a sur. Su fachada miraba al sur. El sur de Numidia.

Yugurta miró a sus hijos.

– Vivid largos años, y bien -les dijo; iban a vivir bajo custodia en remotas ciudades romanas, mientras los nobles y sus esposas regresaban a Numidia.

La guardia de lictores que rodeaba al rey tiró un poco de las cadenas y éste avanzó hacia el mar de banderas del bajo Foro, por debajo de los árboles del estanque de Curtius y de la estatua del sátiro Marsias tocando la flauta, para bordear la amplia zona en que se reunían las tribus y dirigirse al Clivus Argentarius. Tenía sobre su cabeza el Arx del Capitolio y el templo de Juno Moneta en que se acuñaba la moneda. Y allí estaba el viejo y destartalado edificio del Senado, al otro lado del área de Comicios, detrás de la pequeña y deslucida basílica Porcia, construida por Catón el Censor.

Pero allí concluía su paseo por Roma. Ante sus ojos tenía el Tullianum, en la falda del Arx capitolino, justo detrás de la escalinata de Gemonia, un modesto edificio gris de construcción a base de grandes piedras sin mortero, conocida en todo el orbe con el apelativo de ciclópea; no tenía más que una planta y una única abertura sin puerta entre los bloques. Creyéndose demasiado alto, Yugurta agachó la cabeza para entrar, pero pasó sin dificultad, pues era de altura más que suficiente para cualquier mortal.

Los lictores le despojaron de las vestiduras, las joyas, la diadema y las entregaron a los funcionarios del Tesoro que estaban esperándolas, con un certificado en el que se recogía aquel cambio de mano de las propiedades del Estado. Yugurta quedó tan sólo con el taparrabos de lino que Metelo el Numídico le había aconsejado ponerse, ya que él conocía el rito. Con las partes más germinativas de su ser decentemente tapadas, un hombre podía aprestarse a morir decentemente.

La única luz entraba por una abertura a sus espaldas y con ella podía ver Yugurta el agujero redondo en el centro del piso. Allí iban a meterle. Si hubieran optado por el lazo, el estrangulador le habría acompañado hasta el calabozo con suficientes ayudantes para sujetarle; una vez efectuada su tarea, habrían arrojado su cadáver por uno de los desagües a las cloacas, para a continuación regresar por medio de una escalera a la luz de Roma.

Pero Sila debía de habérselas arreglado para anular el procedimiento normal, porque no había ningún estrangulador. Trajeron una escala, pero Yugurta la rechazó, se aproximó al agujero y se dejó caer adentro sin lanzar exclamación alguna. El sonido sordo de la caída fue inmediato porque la celda no era muy profunda. Después de oírlo, la escolta dio media vuelta en silencio y abandonó el lugar. Nadie tapó el agujero ni cerró la entrada, porque nadie salía de aquel horrendo pozo del Tullianum.


Dos bueyes blancos y un toro blanco fueron los animales que Mario sacrificó aquel día, pero sólo los bueyes formaban parte del triunfo. Dejó su cuadriga al pie de la escalinata del templo de Júpiter Optimus Maximus y subió a solas. Ya dentro de la nave del templo, depositó las coronas de laurel al pie de la estatua del dios y a continuación entraron sus lictores a ofrecer igualmente coronas de laurel.

Era mediodía. Nunca había habido un desfile triunfal tan rápido; pero el resto del cortejo, que era el más numeroso, procedía a paso más lento para que la muchedumbre tuviese tiempo de ver danzarines, músicos, carrozas, botín, trofeos y soldados. Ahora venía lo importante de aquella jornada para Mario. Descendió la escalinata hacia los senadores, con el rostro pintado de rojo, la toga oro y púrpura, la túnica bordada con hojas de palma y en la mano derecha el cetro de marfil. Caminaba rápido, pensando en terminar cuanto antes la ceremonia de investidura, aguantando aquel suntuoso atavío como mal menor.

– ¡Bien, comencemos! -ordenó impaciente.

Un silencio glacial acogió sus palabras. Nadie se movía, nadie intuía lo que pensaba por la expresión del rostro. Ni siquiera el colega de Mario, Cayo Flavio Fimbría, y el cónsul saliente Publio Rutilio Rufo (Cneo Malio Máximo había enviado recado diciendo que se hallaba enfermo) se movían de su sitio.

– ¿Qué os sucede? -inquirió Mario, enojado.

Sila se destacó de la concurrencia, ya sin el aire marcial que le diera la coraza de plata, sino vistiendo la toga. Iluminaba su rostro una gran sonrisa y extendía el brazo, animado por la actitud del cuestor, solícito y atento.

– ¡Cayo Mario, no seas olvidadizo! -dijo en voz alta acercándose a él y obligándole a girar sobre sus talones con inusitada fuerza-. ¡Vete a casa a cambiarte! -añadió en un susurro.

Mario abrió la boca, decidido a replicar, pero en ese momento advirtió el gesto de oculta fruición de Metelo el Numídico y con un regio ademán se llevó la mano al rostro y miró su palma enrojecida.

– ¡Por los dioses! -exclamó en cómica mueca-. Excusadme, padres conscriptos -añadió, aproximándose de nuevo al grupo-. ¡Cierto que tengo prisa por ir a por los germanos, pero esto es absurdo! Os ruego me excuséis. Volveré lo antes posible. Con atuendo de general, por triunfal que sea, no se puede asistir a una reunión del Senado en el pomerium -y cruzó el Asylum camino del Arx-. ¡Gracias, Lucio Cornelio! -gritó por encima del hombro mientras se alejaba.

Sila se apartó de los silenciosos espectadores y echó a correr tras él, en un arranque poco adecuado para un hombre con toga, pero en él no resultó raro y hasta pareció natural.

– Te lo agradezco -dijo Mario cuando Sila le alcanzó-. Pero, en realidad, ¿qué demonios importa? Ahora tienen todos que esperar una hora bajo el viento frío mientras yo me lavo la cara y me pongo la toga praetexta.

– A ellos siles importa -respondió Sila-. Y creo que a mí también -añadió caminando más aprisa que Mario, a pesar de no tener las piernas tan largas-. Vas a necesitar a los senadores, Cayo Mario, así que haz el favor de no buscar más enfrentamientos. Para empezar, no les ha complacido verse obligados a compartir la investidura con tu triunfo. Así que no les toques más las narices.

– ¡De acuerdo, de acuerdo! -dijo Mario, resignado, subiendo de tres en tres los escalones que conducían desde el Arx a la puerta trasera de su casa e irrumpiendo con tal ímpetu que el portero cayó de bruces y comenzó a chillar horrorizado-. ¡Calla hombre, que no son los galos y estamos en la Roma actual, no trescientos años atrás! -exclamó, al tiempo que comenzaba a llamar a gritos a su ayuda de cámara, a su esposa y al criado del baño.

– Está todo preparado -contestó la maravillosa Julia, sonriéndole apaciblemente-. Me imaginé que llegarías con prisas, como siempre, y tienes el baño caliente esperándote y todo listo, Cayo Mario. Bien venido, hermano -añadió volviéndose hacia Sila con su dulce sonrisa-. El tiempo se ha vuelto frío, ¿no es cierto? Ven a mi sala de estar y caliéntate al brasero mientras te preparo vino caliente.

– Tienes razón, hace frío -dijo Sila, cogiendo la copa que le trajo su cuñada-. Acostumbrado a Africa, a la carrera detrás del "gran hombre", pensaba que hacía calor, pero estoy muerto de frío.

Julia se sentó frente a él, adelantando la cabeza, inquisitiva.

– ¿Qué ha pasado? -inquirió.

– Oh, no te pongas en el papel de esposa -replicó Sila, cediendo a su enfado.

– Luego me lo reprocharás, Lucio Cornelio -replicó ella-, pero ahora dime qué ha sucedido.

Sila sonrió irónico, moviendo la cabeza.

– Julia, sabes que quiero a este hombre como a nadie, pero hay veces en que se lo dejaría al estrangulador del Tullianum como al peor enemigo.

– Y yo -dijo ella con voz queda, conteniendo la risa-. Es normal, ¿sabes? Es el "gran hombre" y se hace difícil aguantarle. ¿Qué es lo que ha hecho?

– Quiso asistir a la investidura con el atavío triunfal -contestó Sila.

– ¡Oh, mi querido hermano! Me imagino que haría una escena, alegando las prisas, y que discutiría con todos…

– Afortunadamente me di cuenta de lo que pensaba hacer, a pesar de toda esa pintura roja -dijo Sila, sonriente-. Es por las cejas. Al cabo de tres años con Cayo Mario, cualquiera que no sea tonto puede leer su pensamiento según como mueva las cejas. Le serpentean y le tiemblan con arreglo a un código… bueno, tú, que nó eres tonta, lo sabrás bien.

– Sí, lo sé -contestó Julia, sonriente.

– Bueno, menos mal que me acerqué a tiempo y no sé qué le grité para advertirle que se había olvidado. Pero contuve un instante la respiración porque estuvo a punto de mandarme arrojar al Tíber. Gracias que en ese momento él se percató de que Quinto Cecilio el Numídico le miraba y cambió de idea. ¡Qué comediante! Imagino que todos menos Publio Rutilio Rufo creyeron de verdad que se le había olvidado cambiarse.

– ¡Oh, te doy las gracias, Lucio Cornelio! -dijo Julia.

– No tienes por qué -respondió Sila con toda sinceridad.

– ¿Quieres más vino caliente?

– Pues si, gracias.

Al poco regresaba con una bandeja de bollos calientes.

– Toma, acaban de sacarlos de la sartén. Llevan levadura y están rellenos de carne picada. Son estupendos. Los hace el cocinero para el pequeño Mario, que ahora está en esa fase horrenda en que no quiere comer nada de lo que debería.

– Los míos comen de todo -dijo Sila, iluminándosele el rostro-. ¡Oh, Julia, son encantadores! Nunca pensé que unas criaturitas pudieran ser tan… tan ideales.

– A mí también me gustan mucho -dijo Julia en su papel de tía.

– Ojalá fuera también así con Julilla -añadió Sila con rostro sombrío.

– Sí, claro -añadió Julia con voz queda, pensando en su hermana.

– ¿Qué es lo que le sucede? ¿Puedes explicármelo?

– Creo que la hemos mimado demasiado. No sé si sabes que mis padres no querían más hijos. Tenían dos varones, y cuando yo nací no les importó que hubiese una niña en la familia. Pero lo de Julilla fue una sorpresa. Y éramos pobres; por eso, conforme fue creciendo, a todos nos daba lástima, me imagino. Sobre todo a mis padres, porque no contaban con ella, pero se le dejaba pasar todo, y si había un sestercio de más era para ella, que lo despilfarraba sin que nadie la reprendiera. Supongo que ése fue el error, pero nosotros no hicimos nada por evitarlo; en vez de enseñarle a tener paciencia y a ser moderada, nada hicimos, y Julilla creció creyéndose que era la persona más importante del mundo, convirtiéndose así en una egoísta que siempre se salía con la suya. Los que más culpa tenemos somos nosotros, pero la pobre Julilla es la que sufre las consecuencias.

– Bebe demasiado -dijo Sila.

– Lo sé.

– Y apenas se ocupa de los niños.

– Lo sé-contestó Julia con lágrimas en los ojos.

– ¿Qué puedo hacer?

– Pues, lo único… divorciarte -respondió Julia, ya con lágrimas bañando sus mejillas.

– ¿Cómo voy a hacerlo si voy a estar fuera de Roma el tiempo que haga falta para derrotar a los germanos? -exclamó Sila, extendiendo las manos llenas de bollos-. Es la madre de mis hijos. La amaba tanto como puedo amar a nadie.

– Lucio Cornelio, no digas eso. ¡Se ama o no se ama! ¿Por que vas a ser tú menos en amor?

Aquello le llegaba al alma y no quiso seguir hablando de ello.

– Me críé sin cariño y no he aprendido a querer -replicó recurriendo a la excusa de siempre-. Ya no la quiero. En realidad, creo que la detesto. Pero es la madre de mi hija y de mi hijo, y hasta que pase la amenaza de los germanos, como mínimo, es lo único que tendrán los niños. Si me divorcio, hará alguna barbaridad… se volverá loca o se suicidará, o se pondrá a beber tres veces más vino del que bebe… o cualquier otra cosa igualmente desesperada.

– Sí, tienes razón; el divorcio no es la solución, porque sería aún peor para los niños -dijo Julia con un suspiro, enjugándose las lágrimas-. En este momento hay dos mujeres en la familia con dificultades. ¿Puedo sugerirte otra solución?

– ¡Lo que sea, por favor! -exclamó Sila.

– Bien, mi madre es la otra mujer que está sufriendo. No está contenta de vivir con su hermano Sexto, su mujer y su hijo. El principal problema que existe entre ella y mi cuñada de la familia Claudia es que mi madre sigue considerándose el ama de la casa y se pelean constantemente. Los Claudios son tercos y dominantes y todas las mujeres de la familia están educadas de un modo que desprecian las virtudes femeninas tradicionales, mientras que mi madre es todo lo contrario -dijo Julia, moviendo la cabeza, entristecida.

Sila trataba de mostrarse comprensivo y al corriente de aquella lógica femenina, pero no hizo comentarios.

– Mi madre ha cambiado desde la muerte de mi padre -prosiguió Julia-. Creo que ninguno de nosotros se había dado cuenta de lo unidos que estaban y de cuánto confiaba ella en su prudencia y sus orientaciones. Y ahora se ha vuelto maniática y quisquillosa; todo le parece mal y a veces es insufriblemente crítica. Cayo Mario vio lo mal que andaban las cosas en casa y se ofreció a comprarle una villa en el mar para que el pobre Sexto viviera en paz, pero ella se puso como una fiera y dijo que ya sabía que no la querían y que si es que iban a tratarla como una perjura para que se fuera de su casa… ¡No sabes cómo fue!

– Me imagino que lo que insinúas es que invite a Marcia a vivir con Julilla y conmigo -dijo Sila-, pero ¿cómo va a atraerle esta solución si no le satisfizo lo de la villa en el mar?

– Porque se dio cuenta de que la solución de Cayo Mario era una simple excusa para quitársela de en medio, y ella en estos momentos está muy irritada para ceder ante la pobre esposa de Sexto -dijo Julia-. Pero si la invitas a vivir con Julilla es distinto; para empezar, estará a un paso de casa, y, además, verá que la necesitan, que es útil. Y podrá vigilar a Julilla.

– ¿Y querrá? -inquirió Sila, rascándose la cabeza-. Por lo que me ha dicho Julilla, nunca viene de visita a pesar de que vive al lado.

– Es que tampoco se lleva bien con Julilla -contestó Julia, ya menos preocupada-. ¡Se pelean! Julilla, apenas ve que entra por la puerta, le dice que se vuelva a casa; pero si tú la invitases a vivir con vosotros, Julilla no podría hacer nada.

– Parece que estás decidida a convertir mi casa en un infierno -replicó Sila, sonriente.

– ¿Y eso te importará, Lucio Cornelio? -respondió Julia enarcando una ceja-. Al fin y al cabo, tú estarás fuera.

Mientras se lavaba las manos en la palangana que le había traído un criado, Sila enarcó una ceja.

– Te lo agradezco, cuñada -dijo; se levantó y se inclinó a besar a Julia en la mejilla-. Mañana veré a Marcia y le pediré que venga a vivir con nosotros. Le expondré con toda franqueza los motivos. Mientras sepa que a mis hijos se les cuida, podré soportar el estar apartado de ellos.

– ¿No los cuidan bien los esclavos? -inquirió Julia levantándose.

– Oh, los esclavos los miman y los estropean. Julilla compró unas doncellas estupendas para ocuparse de ellos. ¡Pero eso es convertirlos en esclavos, Julia! Son chicas griegas, tracias, celtas o qué sé yo, llenas de supersticiones y costumbres provincianas, que piensan en sus propios idiomas en vez de hacerlo en latín y que siguen pensando en sus remotos padres y parientes como en una especie de hitos de autoridad. Quiero que mis hijos se críen como es debido, al estilo romano, que los eduque una romana. Tendría que hacerlo su madre, pero como tengo mis dudas, no encuentro mejor alternativa que se ocupe su abuela Marcia, que es una mujer resuelta.

– Bien -dijo Julia.

Se dirigieron a la puerta.

– ¿Me es infiel Julilla? -inquirió Sila de repente.

Julia no fingió espanto ni se ofendió por la pregunta.

– Lo dudo mucho, Lucio Cornelio. Su vicio es el vino, no los hombres. Tú eres hombre y consideras que los hombres son un vicio peor que el vino, pero yo no estoy de acuerdo; el vino puede causar peores males a tus hijos que la infidelidad de tu esposa. Una mujer infiel no deja de cuidar a sus hijos ni quema la casa, mientras que una ebria sí. Ahora -añadió con un gesto de la mano-, lo importante es que mi madre se ponga manos a la obra.

En aquel momento irrumpió Cayo Mario en la habitación, correctamente vestido con la toga bordada de púrpura y gran aspecto de cónsul.

– ¡Vamos, vamos, Lucio Cornelio! ¡Acabemos la ceremonia antes de que se oculte el sol y salga la luna!

La esposa y el cuñado intercambiaron una sonrisa y los dos hombres salieron hacia el templo de Júpiter.


Mario hizo cuanto pudo para ablandar a los aliados itálicos.

– No son romanos -dijo ante la cámara con ocasión de la primera reunión práctica en los nones de enero-, pero son nuestros mejores aliados en todas nuestras empresas y comparten con nosotros la península de Italia. Comparten también la carga de aportar tropas para defender Italia y no han sido bien servidos. Como tampoco lo ha sido Roma. Como sabéis, padres conscriptos, actualmente se está dando un caso lamentable en la Asamblea de la plebe, en la que el consular Marco Junio Silano se está defendiendo de la imputación que ha presentado contra él el tribuno de la plebe Cneo Domicio. Aunque no se ha pronunciado la palabra traición, la implicación está clara: Marco Junio es uno de esos magistrados consulares de estos últimos años que ha perdido un ejército entero, incluidas legiones de aliados itálicos.

Se volvió para mirar directamente hacia Silano, que aquel día estaba en la cámara porque eran nones fasti, días de negocios públicos, y la Asamblea plebeya no podía reunirse.

– No me corresponde hoy exponer ningún cargo contra Marco Junio. Simplemente menciono un hecho. Que otros organismos y otros hombres se ocupen de la querella. Yo simplemente menciono un hecho. Marco Junio no necesita hablar hoy aquí en defensa de sus actos por causa mía. Yo simplemente menciono un hecho.

Carraspeó, haciendo una pausa y ofreciendo a Silano la oportunidad de decir algo, pero éste permanecía en silencio, como si Mario no existiese.

– Yo simplemente menciono un hecho, padres conscriptos. Simplemente eso; un hecho es un hecho.

– ¡Oh, vamos, continuad! -dijo Metelo el Numídico con aire de fastidio.

– Bien, gracias, Quinto Cecilio -replicó Mario haciendo una gran reverencia con su mejor sonrisa-. ¿Cómo no iba a continuar habiendo sido invitado a hacerlo por un magistrado consular tan augusto y notable como vos?

– Augusto y notable significa lo mismo, Cayo Mario -terció Metelo Dalmático pontífice máximo, con fastidio similar al de su hermano menor-. Ahorraríais a esta cámara considerable tiempo si hablaseis un latín menos tautológico.

– Pido perdón al augusto y notable magistrado consular Lucio Cecilio -replicó Mario, con otra profunda reverencia-, pero, en nuestra sociedad eminentemente democrática, esta cámara está abierta a todos los romanos, incluso a aquellos que, como yo, no pueden decirse augustos y notables. -Hizo una pausa, fingiendo reflexionar, provocando una ofuscación de pestañas sobre su nariz-. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! En la carga que nuestros aliados itálicos comparten con nosotros facilitándonos tropas para defender Italia. Una de las objeciones para aportar tropas que se repite en ese alud de cartas de los magistrados de los samnitas, los apuleos, los marsos y otros -añadió, cogiendo un montón de rollos que le tendía un funcionario y mostrándolos a la cámara- se refiere a la legalidad de que exijamos a los aliados itálicos la provisión de tropas para realizar campañas fuera de las fronteras de Italia y de la Galia itálica. Los aliados itálicos, augustos y notables padres conscriptos, sostienen que han estado aportando tropas, y perdiendo miles y miles de hombres, ¡para las guerras de Roma en el extranjero!, y cito textualmente.

Se oyó un murmullo entre los senadores.

– ¡Esa alegación es totalmente infundada! -espetó Escauro-. ¡Los enemigos de Roma son también enemigos de Italia!

– Yo sólo cito lo que dicen las cartas, Marco Emilio, príncipe del Senado -contestó Mario apaciguador-. Debemos tener en cuenta lo que dicen por la simple razón de que yo imagino que esta cámara tendrá que recibir en breve embajadas de todos los pueblos de Italia que han manifestado su descontento en tan numerosas cartas.

– Bien, ¡basta de escaramuzas! -añadió en tono algo burlón-. Vivimos en una península codo con codo con nuestros amigos itálicos, que no son romanos y nunca lo serán. Que se hayan elevado a su actual prominente posición en el mundo se debe exclusivamente a los grandes logros de Roma y los romanos. Que los pueblos itálicos estén ampliamente presentes en las provincias y esferas de influencia romana se debe estrictamente a los grandes logros de Roma y los romanos. El pan de su mesa, el fuego de sus casas en invierno, la salud y el número de sus hijos se lo deben a Roma y a los romanos. Antes de Roma, era el caos, la total desunión. Antes de Roma estaban los crueles reyes etruscos al norte de la península y los codiciosos griegos al sur. Por no hablar de los celtas de la Galia.

La cámara escuchaba en silencio ahora que Mario hablaba en serio, y hasta sus más acendrados enemigos prestaban atención, pues aquel militar, por crudo y directo que fuera, era un buen orador en su latín provinciano mientras dominase sus impulsos y hablase con un acento no muy distinto al de Escauro.

– Padres conscriptos, vosotros y el pueblo de Roma me habéis dado un mandato para librar a Italia de los germanos. Tan pronto como sea posible, llevaré como legados a la Galia Transalpina al propretor Manio Aquilio y al valiente senador Lucio Cornelio Sila. ¡Aunque nos cueste la vida, os libraremos de los germanos y garantizaremos la eterna seguridad de Roma e Italia! Eso os prometo en mi nombre y en nombre de mis legados y de todos mis soldados. Nuestro cometido es sagrado para nosotros y nada se opondrá a nuestro paso. ¡Llevaremos a la cabeza las águilas de plata de las legiones de Roma y alcanzaremos la victoria!

El grupo de senadores anodinos de los últimos bancos comenzó a vitorear y a patear, y al poco aplaudían también las primeras filas, Escauro incluido, pero no Metelo el Numídico.

Mario aguardó a que se hiciera el silencio.

– No obstante, antes de partir, debo suplicar a esta cámara que haga lo que pueda para paliar la preocupación de nuestros aliados itálicos. No podemos dar pábulo a estas alegaciones de que se emplean tropas itálicas para luchar en campañas que no son de incumbencia de los aliados itálicos, ni podemos dejar de alistar a todos los soldados que los aliados itálicos aceptaron formalmente darnos en virtud de un tratado. Los germanos amenazan a toda la península, incluida la Galia itálica. Pero la terrible escasez de hombres idóneos para servir en las legiones afecta a los aliados itálicos tanto como a Roma. El pozo se ha secado, colegas senadores, y el nivel de las aguas que lo alimentaban tardará en subir. Me gustaría dar a nuestros aliados itálicos la seguridad de que mientras exista un mínimo aliento de vida en este organismo nada augusto y nada notable, nunca más las tropas itálicas, ni romanas, perderán la vida en los campos de batalla. ¡Yo trataré con más reverencia y respeto que mi propia vida la vida de los hombres que lleve conmigo a defender a la patria! Así os lo prometo.

Se oyeron de nuevo vítores y aplausos, y esta vez las primeras filas se unieron antes, pero no Metelo el Numídico ni Catulo César.

Mario volvió a aguardar a que se hiciese el silencio.

– Ha llegado a mi conocimiento una reprensible situación. Se trata de que nosotros, el Senado y el pueblo de Roma, hemos sometido a esclavitud a muchos miles de itálicos y aliados en concepto de deuda, enviándolos como esclavos a las tierras de nuestros dominios en los confines del Mediterráneo. Como la mayoría de ellos proceden de la agricultura, casi todos se hallan cancelando su deuda en nuestros graneros de Sicilia, Cerdeña, Córcega y Africa. ¡Eso, padres conscriptos, es una injusticia! Si a los deudores romanos ya no se les inflige la esclavitud, tampoco debemos hacerlo con nuestros aliados itálicos. No, no son romanos, y nunca serán romanos; pero son nuestros hermanos de la península, y ningún romano esclaviza a sus hermanos por deudas.

Sin dar tiempo a que protestasen los grandes latifundistas que había entre los senadores, Mario prosiguió:

– Hasta que pueda dar a nuestros grandes terratenientes de las regiones trigueras la mano de obra a base de esclavos germanos, deberán procurársela de otro modo que no sea el de esclavos itálicos por deudas. Porque nosotros, padres conscriptos, debemos promulgar hoy mismo un decreto, que ratifique la Asamblea de la plebe, manumitiendo a todos los esclavos nacidos en los pueblos itálicos que son aliados nuestros. No podemos imponer a nuestros aliados más antiguos y fieles lo que no es aplicable entre nosotros. ¡Hay que liberar a esos esclavos! Tienen que volver a Italia para cumplir con su deuda natural con Roma: servir en las legiones auxiliares romanas.

"Se me informa que no queda población capíte censi en ningún pueblo itálico porque están reducidos a la esclavitud. Pues bien, colegas del Senado, el capite censi de Italia puede utilizarse mejor que trabajando en las regiones de abastecimiento de trigo. ¡Ya no podemos formar ejércitos al estilo tradicional, porque los pequeños propietarios que servían en ellos son demasiado viejos, demasiado jóvenes o han muerto! De momento, el censo por cabezas es el único recurso para alistar soldados. Mi valiente ejército africano, totalmente reclutado entre ese censo, ha demostrado que estos hombres llegan a ser magníficos soldados. Y del mismo modo que se ha demostrado que los propietarios procedentes de los pueblos itálicos, como soldados, no son en nada inferiores a los propietarios romanos, en los años venideros se demostrará que los hombres del censo por cabezas de los pueblos itálicos no son en nada inferiores a los soldados del censo por cabezas romano.

Mario descendió del estrado curul y dio unos pasos hasta el centro de la cámara.

– ¡Quiero ese decreto, padres conscriptos! ¿Me lo concederéis?

Lo había hecho magistralmente. Arrastrado por la fuerza de su oratoria, el Senado en pleno reaccionó como un solo hombre, mientras Metelo el Numídico, Metelo Dalmático, Escauro, Catulo César y otros trataban inútilmente de tomar la palabra.

– ¿Y cómo vas a lograr que los terratenientes trigueros acepten el decreto? -inquirió Publio Rutilio Rufo, mientras acompañaba a Mario en la breve distancia a su casa, después de la sesión de la cámara-. Supongo que te das cuenta de que estás pisoteando precisamente al grupo de caballeros y comerciantes de cuyo apoyo más dependes. Todos los favores que les concediste en Africa quedarán en agua de borrajas. ¿Te das cuenta de la cantidad de esos esclavos que son itálicos? ¡Sicilia funciona gracias a ellos!

– Ya tengo a mis agentes trabajando -respondió Mario, encogiéndose de hombros-. Saldrá bien. Además, porque haya estado apartado en Cumas este último mes, no creas que no me he movido. He realizado un estudio y los resultados son bien elocuentes, y muy interesantes. Sí, hay muchos miles de esclavos procedentes de los pueblos itálicos aliados trabajando en las zonas trigueras. Pero en Sicilia, por ejemplo, la gran mayoría de ellos son griegos. Y en Africa haré que el rey Gauda sustituya la mano de obra cuando liberen a los esclavos itálicos. Gauda es cliente mío y no le queda más remedio que avenirse a mis deseos. Cerdeña resulta más dificil, porque allí casi todos los esclavos son itálicos. No obstante, estoy seguro de que al nuevo gobernador, nuestro estimado propretor Tito Albicio, se le puede ganar para mi causa.

– Tiene un cuestor muy arrogante, Pompeyo el Bizco de Picenum -arguyó Rutilio Rufo, poco convencido.

– Los cuestores son como mosquitos -replicó Mario con desdén-, que no saben buscar otros sitios cuando empiezas a darte sopapos en la cabeza.

– No es una observación muy halagüeña para Lucio Cornelio.

– Él es distinto.

– No sé, Cayo Mario -dijo Rutilio Rufo con un suspiro-, no sé. Espero que todo te salga como piensas.

– Viejo cínico -dijo Mario con afecto.

– Viejo escéptico, querrás decir -replicó Rutilio Rufo.


Mario tuvo conocimiento de que los germanos no mostraban intención de dirigirse hacia el sur de la provincia romana de la Galia Transalpina, con excepción de los cimbros, que habían cruzado a la orilla occidental del Rhodanus y se mantenían lejos del territorio romano. Por el informe de su agente supo Mario que los teutones iban errantes por el noroeste y que los turingios, marcomanos y queruscos habían vuelto a asentarse entre los eduos y los ambarres en lo que parecía una situación definitiva. Naturalmente, en el informe se explicaba que ésta podía cambiar en cualquier momento. Pero 800000 personas requerían tiempo para recoger sus pertenencias, los animales y los carros y ponerse en marcha. Cayo Mario no esperaba ver descender a los germanos hacia el sur a lo largo del Rhodanus antes de mayo o junio. Si es que avanzaban.

A Mario no acababa de gustarle aquel informe. Sus hombres estaban ansiosos de entrar en combate, sus legados también y oficiales y centuriones habían trabajado con tesón para lograr una maquina militar perfecta. Aunque Mario sabía desde su regreso en diciembre que había un intérprete germano que aseguraba que los bárbaros estaban divididos por rencillas, estaba convencido de que reanudarían la marcha por la provincia romana. Después de haber aniquilado a un gran ejército romano era lógico y natural que aprovechasen esa victoria e invadieran el territorio que habían ganado por la fuerza de las armas e incluso trataran de asentarse en él. Porque si no, ¿a cuento de qué iniciar la migración y presentar batalla? No tenía sentido.

– ¡A mí me resultan un absoluto misterio! -exclamó, irritado y decepcionado, hablando con Sila y Aquilio después de recibir el informe.

– Son bárbaros -dijo Aquilio, que había obtenido el cargo de legado sugiriendo el nombramiento de Mario como cónsul, y ahora estaba deseoso de seguir ascendiendo.

– Sabemos bien poco de ellos -añadió Sila, inopinadamente reflexivo.

– ¡Eso es lo que digo yo! -espetó Mario.

– No, me refiero a otra cosa -añadió, dándose una palmada en las rodillas-, pero voy a pensármelo mejor antes de hablar, Cayo Mario. Al fin y al cabo no sabemos qué vamos a encontrarnos al otro lado de los Alpes.

– Eso es algo que tenemos que decidir -dijo Mario.

– ¿El qué? -inquirió Aquilio.

– Cruzar los Alpes. Ahora que nos aseguran que los germanos no van a constituir ninguna amenaza antes de mayo o junio como muy pronto, no creo que debamos cruzar los Alpes. Al menos, no por la ruta habitual. Nos pondremos en marcha a finales de enero con un enorme convoy de pertrechos y el avance será lento. Una de las virtudes de Metelo Dalmático en su cargo de pontífice máximo es que es un fanático del calendario y mantiene equiparados los meses con las estaciones. ¿Has notado el frío este invierno? -añadió, dirigiéndose a Sila.

– Ya lo creo, Cayo Mario.

– Yo también. Tenemos la sangre floja, Lucio Cornelio, de tanto tiempo en Africa en que casi no hiela y la nieve sólo se ve en las montañas más altas. Y a las tropas les sucede igual. Si cruzamos los Alpes en invierno por el paso del monte Genava, les afectará profundamente.

– Después de estar de licencia en Campania necesitarán endurecerse -replicó Sila, intransigente.

– ¡Ah, sí! Pero no perdiendo los dedos por congelación y el tacto de las manos por los sabañones. Tienen equipo de invierno, pero ¿se lo pondrán esos cunni ariscos?

– Si se les ordena, sí.

– Ya veo que estás decidido a ser duro -dijo Mario-. Muy bien, dejaré de ser razonable y daré órdenes. No vamos a llevar las legiones a la Galia Transalpina por la ruta habitual. Avanzaremos por la costa aunque sea más largo.

– ¡Por los dioses, tardaremos una eternidad! -protestó Aquilio.

– ¿Cuánto tiempo hace que no ha viajado un ejército a Hispania o a la Galia por la costa? -preguntó Mario a Aquilio.

– ¡Yo ni lo recuerdo!

– ¡Pues, ahí está! -replicó Mario en tono triunfal-. Por eso vamos a hacerlo. Quiero saber lo difícil que es, cuánto se tarda, cómo están las calzadas, qué terreno tenemos, todo. Yo llevaré cuatro legiones a marcha ligera y tú, Manio Aquilio, las otras dos más las cohortes suplementarias que hemos logrado formar, escoltando el convoy de pertrechos. Si, cuando marchen hacia el sur, los germanos se dirigen a Italia en vez de a Hispania, ¿cómo sabremos si van a hacerlo por el paso del monte Genava hacia la Galia itálica o si se dirigirán directamente a Roma por la costa? No parece que tengan mucho interés en averiguar cómo pensamos; luego, ¿cómo van a saber que la ruta más rápida y más corta hacia Roma no es por la costa, sino a través de los Alpes por la Galia itálica?

Sus legados se le quedaron mirando.

– Ya veo lo que quieres decir -dijo Sila-. Pero ¿por qué llevar a todo el ejército? Podríamos hacerlo mejor tú y yo con un pequeño escuadrón.

– ¡No! -replicó Mario, meneando enérgicamente la cabeza-. No quiero quedar separado de mi ejército por centenares de millas de montañas infranqueables. Donde yo voy, va todo mi ejército.

Y así, a finales de enero, Cayo Mario condujo sus tropas hacia el norte por la vía costera Aurelia, sin dejar de tomar notas durante todo el camino y de enviar breves cartas al Senado indicando las reparaciones que había que efectuar en determinados tramos de la calzada, los puentes que había que construir o reforzar y los viaductos que tender o reparar.

Decía en una carta:


Esto es Italia, y todas las rutas que llevan al norte de la península, a la Galia itálica y Liguria, deben estar en perféctas condiciones para no lamentarlo en un fúturo.


En Pisa, donde el río Arnus desemboca en el mar, el ejército pasó de Italia propiamente dicha a la Galia itálica, que era una zona de lo más extraño, no denominada oficialmente provincia ni con gobierno como el resto de Italia. Era una especie de limbo. De Pisa hasta Vada Sabatia, la calzada era totalmente nueva aunque sin acabar; era obra de Escauro cuando había sido censor y se llamaba la Via Emilia Scauri. Mario escribió a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, lo siguiente:


Es de alabar vuestra previsión; yo considero la Via Emilia Scauri uno de los principales factores complementarios de defensa de Roma e Italia desde que se abrió el paso del monte Genava, y de eso ya hace mucho tiempo, si tenemos en cuenta que el propio Aníbal lo utilizó. El ramal a Dertona es vital estratégicamente, ya que constituye la única ruta a través de los Apeninos ligures entre el Padus y la costa del Tirreno, que es la costa de Roma.

Los problemas son enormes. He hablado con vuestros ingenieros, que son muy competentes, y me place transmitiros su petición de recabar más fondos para aumentar la mano de obra en este tramo. Requiere algunos de los viaductos más altos y más largos concebibles de estructura más parecida a la de los acueductos que a la de puentes viarios. Afortunadamente hay canteras próximas para extraer la piedra, pero la reducidísima mano de obra retrasa el ritmo a que yo estimo debe efectuarse la obra. Con todo respeto, os requiero a que os sirváis de vuestro enorme prestigio para obtener el dinero del Senado y del Erario y activar la construcción. Si se pudiera terminar a finales del verano, Roma estaría más tranquila pensando que con cincuenta simples millas de carretera ahorraría centenares de marcha a sus ejércitos.


– Ahí está -dijo Mario a Sila-. ¡Para que el viejo esté ocupado y contento!

– Ya lo creo -añadió Sila, sonriente.

La Via Emilia Scauri acababa en Vada Sabatia y a partir de allí no existía calzada romana, sino una pista de carros que seguía el terreno más fácil por una zona de altas montañas costeras.

– Vas a arrepentirte de elegir esa ruta -dijo Sila.

– Al contrario, me complace seguirla. Podré observar los millares de puntos en que es posible una emboscada, y no entiendo por qué nadie en su sano juicio la utiliza para ir a la Galia Transalpina. Ahora entiendo por qué Publio Vagienio, que es de estos lugares, es capaz de escalar un farallón y encontrar sus caracoles y me doy cuenta de que no tenemos por qué temer que los germanos opten por esta ruta. Sí, puede que comiencen a avanzar por la costa, pero al cabo de un par de días, sus avanzadillas a caballo retrocederán para disuadirlos de seguir adelante. Si para nosotros es difícil, para ellos resulta imposible. ¡Estupendo!

Mario se volvió hacia Quinto Sertorio, quien, a pesar de su juventud, gozaba de una posición privilegiada ganada por méritos.

– Quinto Sertorio, muchacho, ¿dónde crees que debe encontrarse el convoy de pertrechos?

– Yo diría que entre Populonia y Pisa, dadas las malas condiciones de la Via Aurelia -contestó Sertorio.

– ¿Cómo está tu pierna?

– No en muy buenas condiciones para ir hasta allá a caballo -respondió el joven Sertorio, que siempre se anticipaba al pensamiento de Mario.

– Pues búscame tres hombres que estén en condiciones y envíalos con esto -dijo Mario, señalándole unas tablillas de cera.

– Vas a enviar el convoy de pertrechos por la Via Cassia hasta Florencia, después por la Via Annia a Bononia y luego a través del paso del monte Genava… -dijo Sila, con un suspiro de alivio.

– Podemos necesitar todas esas vigas, tornillos y grúas -dijo Mario, imprimiendo su sello anular sobre la cera y cerrando las bisagras de la tablilla-. Toma. Y asegúrate de que la cierran bien y la vuelven a sellar -añadió, dirigiéndose a Sertorio-. No quiero que nadie fisgue en las órdenes. Y que las entreguen en mano a Manio Aquilio, ¿entendido?

Sertorio asintió con la cabeza y abandonó la tienda de mando.

– En cuanto a este ejército, vamos a hacerle trabajar conforme avanza -dijo Mario a Sila-. Envía a los agrimensores en avanzadilla, que vamos a hacer una pista decente, ya que no una calzada.

En Liguria, igual que en otras regiones en las que las montañas estaban llenas de precipicios y eran escasas las tierras cultivables, la población se dedicaba principalmente a la cría de ganado y al pastoreo, o al bandidaje y la piratería; o, como Publio Vagienio, se enrolaban en las legiones auxiliares y fuerzas de caballería de Roma. En todos los puntos en que Mario veía barcos y pueblecitos en una rada y consideraba que los barcos eran más de piratería que de pesca, quemaba barcos y casas, dejaba a las mujeres, a los viejos y a los niños y se llevaba a los hombres a trabajar para mejorar la carretera. Mientras, los informes de Arausio, Valentia, Vienne y hasta de Lugdunum daban a entender a las claras que no iba a haber enfrentamiento con los germanos aquel año.

A principios de junio, tras cuatro meses de marcha, Mario llegó con sus legiones a las grandes llanuras costeras de la Galia Transalpina y se detuvo en un buen terreno entre Arelate y Aquae Sextiae, cerca de la ciudad de Glanum, al sur del río Druentia. Su convoy de pertrechos había llegado antes que él, tras una marcha de tres meses y medio.

Eligió el emplazamiento del campamento con sumo cuidado, lejos de terrenos de labor. Era una amplia colina con laderas rocosas y escarpadas por tres lados y varias fuentes en la cumbre, mientras que el cuarto lado no era ni demasiado abrupto ni demasiado angosto para impedir la rápida entrada y salida de tropas.

– Aquí vamos a vivir en los meses venideros -dijo con gesto de satisfacción-. Vamos a convertirlo en Carcasso.

Ni Sila ni Manio Aquilio hicieron ningún comentario, pero Sertorio no se contuvo.

– ¿Y es necesario? -inquirió-. Si crees que vamos a quedarnos aquí muchos meses, ¿no sería mucho más fácil alojar a las tropas en Arelate o Glanum? ¿Por qué acampar aquí? ¿Por qué no buscar a los germanos y enfrentarnos a ellos antes de que lleguen hasta aquí?

– Bien, joven Sertorio, por lo visto los germanos se han dispersado. Los cimbros, que parecían dispuestos a seguir hacia el oeste del Rhodanus, han cambiado ahora de idea y se dirigen, por el oeste de la Cebenna, a Hispania, es de suponer que a través de las tierras de los arvernos. Los teutones y tigurinos han dejado las tierras de los eduos y se han asentado entre los belgas. Al menos eso dicen los informes, aunque, en realidad, creo que son suposiciones.

– ¿Y no podemos comprobarlo? -inquirió Sertorio.

– ¿Cómo? -replicó Mario-. Los galos no nos tienen mucho cariño y de ellos dependemos para la información. Que hasta el momento nos la hayan facilitado, se explica porque no quieren a los germanos en sus tierras. Pero puedes estar seguro de una cosa: cuando los germanos lleguen a los Pirineos, retrocederán. Y dudo mucho de que los belgas sean más hospitalarios que los celtíberos allende los Pirineos. Desde la perspectiva germana, yo me plantearía el objetivo de pasar a Italia. Así que aquí estaremos hasta que lleguen los germanos, Quinto Sertorio. Me da igual que tarden años.

– Si tardan años, Cayo Mario, el ejército caerá en la molicie y te despojarán del mando -dijo Manio Aquilio.

– No caerá en la molicie porque voy a darle trabajo -replicó Mario-. Tenemos casi cuarenta mil hombres del censo por cabezas; el Estado los paga, es el propietario de sus armas y equipo y los alimenta. Cuando se retiren, yo me encargaré de que el Estado los atienda cuando sean viejos. Pero mientras sirvan en el ejército del Estado, son simples empleados suyos. Yo, como cónsul, represento al Estado y son mis empleados. Y me cuestan mucho dinero. Si lo único que les exijo es que estén sentaditos esperando que haya una batalla, imaginaos el inmenso coste de la misma cuando tenga lugar. -Las cejas de Mario subían y bajaban desaforadamente-. No han firmado un contrato para estarse sentados esperando una batalla, se han alistado en el ejército del Estado para lo que éste requiera de ellos. Como es el Estado quien los paga, tienen que trabajar para él. Y eso es lo que van a hacer. Trabajar! Este año van a reparar la Via Domicia desde Nemausus hasta Ocelum, y el año que viene excavarán un canal desde el mar hasta el Rhodanus, en Arelate.

Todos le miraban fascinados, y durante un buen rato no supieron qué decir.

Fue Sila quien lanzó un silbido.

– ¡Al soldado se le paga para luchar!

– Si compra su equipo con su propio dinero y el Estado simplemente le da de comer, perfectamente. Pero esa circunstancia no se da en mis hombres -replicó Cayo Mario-. Cuando no tengan que combatir, harán obras públicas que son muy necesarias, aunque nada más sea para que entiendan que están al servicio del Estado igual que un hombre está al servicio de quien le da trabajo. ¡Y eso los mantendrá en forma!

– ¿Y nosotros? -inquirió Sila-. ¿Vas a convertirnos en ingenieros?

– ¿Por qué no? -contestó Mario.

– Para empezar, yo no soy empleado del Estado -dijo Sila con buen humor-. Regalo mi tiempo, como todos los legados y tribunos.

– Lucio Cornelio -replicó Mario mirándole taimado-, créeme que es un regalo que agradezco.

Y no añadió mas.


Pese a todo, Sila salió de la reunión poco contento. ¡Empleados del Estado! Quizá fuese cierto para los del censo por cabezas, pero no para los tribunos y legados, como había objetado él. Mario lo había comprendido y no había insistido, pero lo que Sila no había dicho era la verdad. La recompensa monetaria de legados y tribunos era su parte en el botín, y nadie tenía realmente idea de lo que podía sacarse del botin de los germanos. La venta de prisioneros como esclavos era un privilegio del general que no compartía con legados y tribunos, centuriones ni tropas, y, no sabía por qué, pero le daba la impresión a Sila de que al cabo de aquella larga campaña de los años que fuese, el botín no iba a ser muy cuantioso, salvo en esclavos.

No le había gustado a Sila la larga y penosa marcha hasta el Rhodanus. Quinto Sertorio se había pasado el viaje olfateando alegremente como un perro suelto, entregándose con auténtico placer a cualquier tarea; había aprendido a utilizar el groma con el que los agrimensores medían el terreno, había estado observando cómo los zapadores salvaban los ríos crecidos, cómo reparaban los puentes y contenían los deslizamientos de tierras; había conducido un par de centurias a limpiar un nido de piratas en una ensenada; había trabajado con las cuadrillas de reparación de calzadas; servido de escucha en avanzadilla, e incluso había amaestrado a un aguilucho herido en un ala, que venía a verle de vez en cuando. Sí, para Quinto Sertorio todo era miel sobre hojuelas. Desde luego, al menos en eso se notaba que era pariente de Cayo Mario.

Pero Sila necesitaba drama. Tenía suficiente perspicacia para darse cuenta de que, ahora que era senador, eso representaba un fallo de carácter; pero ya con treinta y seis años, no se veía capaz de suprimir ese aspecto de su carácter. Hasta aquella horrenda e interminable marcha por la Via Emilia Scauri y los Alpes marítimos, había disfrutado mucho con su carrera militar, llena de acción y desafío, ya fuese en combate o modelando una nueva Africa. Pero él no había venido a la Galia Transalpina a hacer carreteras y excavar canales. ¡Ni mucho menos!

A finales de otoño habría elecciones consulares y a Mario le sustituiría alguien que a él le resultaría perjudicial; todo lo que Mario podría apuntarse en su segundo consulado sería una magnífica calzada que ya llevaba el nombre de otro. ¿Cómo podía estar tan tranquilo y despreocupado? Ni siquiera se había tomado la molestia de contestar a la objeción de Aquilio en el sentido de que le privarían del mando. ¿Qué se traía entre manos el zorro de Arpinum? ¿Por qué no se le veía preocupado?

Sila olvidó de pronto aquellos arduos interrogantes, porque acababa de ver algo que prometía ser deliciosamente picante, y sus ojos comenzaron a bailar de interés y recreo.

Fuera de la tienda de los tribunos había dos hombres hablando. O al menos eso era lo que le habría parecido a un observador cualquiera, pero a Sila se le antojó el prólogo de una maravillosa farsa. El más alto de los dos era Cayo Julio César y el más bajo Cayo Lusio, sobrino del "gran hombre" (sólo por matrimonio, se habría apresurado a añadir Mario).

Sila se dirigió hacia ellos pensando en si habría que serlo para reconocerlo. Era evidente que César no sabía distinguirlo, y, sin embargo, Sila notaba en él una especie de alarma.

– ¡Oh, Lucio Cornelio! -relinchó Cayo Lusio-. Estaba preguntándole a Cayo Julio si sabía qué clase de vida nocturna hay en Arelate, y si quería ir a probarla conmigo.

El bello rostro longilíneo de César era una máscara inexpresiva de cortesía, pero se le notaba claramente el deseo de apartarse de aquella compañía, pensó Sila, por la mirada que procuraba mantener fija en Lusio y que se le iba hacia un lado, por los imperceptibles movimientos que sus pies hacían en las botas militares, por el leve movimiento de dedos, y por muchas cosas más.

– Quizá Lucio Cornelio lo sepa mejor que yo -dijo César, comenzando a buscar la manera de evadirse, cargando el peso sobre un pie y desviando el otro un poco.

– ¡Oh, no, Cayo Julio, no te vayas! -dijo Lusio-. ¡Cuantos más seamos, mejor! -añadió con una risita.

– Lo siento, Cayo Lusio, tengo servicio -dijo César, alejándose.

Sila agarró a Lusio del codo y le apartó de la tienda. Pero le soltó inmediatamente.

Cayo Lusio era muy bien parecido. Tenía ojos verdes con largas pestañas y una poblada melena rizada rojo castaño, cejas bien arqueadas y oscuras y una nariz de longitud más bien griega, recta y carnosa. Un pequeño Apolo, pensó Sila sin impresionarse ni sentir tentación alguna.

Le extrañaba que Mario hubiese puesto los ojos en el joven; era raro en él. Presionado por su familia para que aceptase a Cayo Lusio bajo su mando, Mario había nombrado al joven tribuno sin que le hubieran elegido porque tenía la edad adecuada, pero habría preferido olvidarse de que existía hasta que llegara a destacar por alguna hazaña de valor o de extraordinaria habilidad.

– Cayo Lusio, voy a darte un consejo dijo Sila enérgicamente.

El joven parpadeó con sus largas pestañas y bajó los ojos.

– Te agradezco cualquier consejo, Lucio Cornelio.

– Tú te incorporaste ayer al ejército y has venido desde Roma por tu cuenta -comenzó a decir Sila.

– Desde Roma no, Lucio Cornelio -le interrumpió Lusio-, desde Ferentinum. Mi tío Cayo Mario me dio permiso para quedarme en Ferentinum porque mi madre estaba enferma.

¡Aaah!, se dijo Sila para sus adentros. Eso explicaba el brusco distanciamiento de Mario respecto a su sobrino por matrimonio. ¡Cómo no iba a detestar dar semejante excusa por la tardanza del joven en incorporarse a filas, cuando ni a él se le habría ocurrido recurrir a ella!

– Mi tío aún no me ha pedido que vaya a verle -añadió Lusio-. ¿Cuándo voy a verle?

– Espera a que te llame, pero dudo que lo haga. Hasta que no demuestres lo que vales, eres un estorbo para él, por la simple razón de que has pedido privilegios antes de que comenzase la campaña… y te has incorporado tarde.

– ¡Es que mi madre estaba enferma! -replicó Lusio, indignado.

– Todos tenemos madre, Cayo Lusio, o todos la hemos tenido. Muchos de nosotros nos hemos visto obligados a ir al servicio militar cuando teníamos enferma a nuestra madre, y muchos nos hemos enterado de la muerte de la madre haciendo el servicio militar muy lejos de ella. Y todos tenemos gran cariño a nuestra madre. Pero que la madre esté enferma no se considera un pretexto aceptable para incorporarse tarde a filas. Imagino que ya habrás contado a tus compañeros de tienda por qué has llegado tarde…

– Sí -contestó Lusio, cada vez más perplejo.

– Lástima. Mejor habría sido que no hubieses dado explicaciones y que hubiesen pensado lo que quisieran. Con esa excusa no ganas nada ante ellos y tu tío sabe que él tampoco por consentirlo. Pero el parentesco es el parentesco, y se presta a la injusticia -dijo Sila, frunciendo el entrecejo-. De todos modos, no es lo que quería decirte. Estamos en el ejército de Cayo Mario, no en el de Escipión el Africano. ¿Sabes a qué me refiero?

– No -contestó Lusio, totalmente despistado.

– Catón el censor acusó al Africano y a sus oficiales de mandar un ejército minado por la inmoralidad. Pues bien, Cayo Mario piensa mucho más como Catón el censor que como Escipión el Africano. ¿Me entiendes ahora?

– No -respondió Lusio, palideciendo.

– Yo creo que si -replicó Sila, sonriendo para mostrar sus desagradables dientes-. Te atraen los jóvenes guapos y no las mujeres. No puedo acusarte de afeminamiento manifiesto, pero si vas por ahí moviendo las pestañas a jóvenes como Cayo Julio (que, por cierto, es cuñado de tu tío, igual que yo), te encontrarás con graves problemas. Preferir el sexo propio no está considerado una virtud romana; al contrario, se considera, sobre todo en las legiones, un vicio nefando. Si no lo fuese, quizá las mujeres de las ciudades próximas a nuestros campamentos no harían tanto dinero ni las mujeres de los enemigos que vencemos sentirían la violación como primera imposición de la espada romana. ¡Pero algo de esto tienes que saber!

Lusio estaba muy nervioso; aquella reprimenda le causaba a la vez un sentimiento de inferioridad y de enorme injusticia.

– ¡Cómo cambian los tiempos -replicó-, ya no es el pecadillo social de antaño!

– Confundes los tiempos, Cayo Lusio, quizá porque quisieras que cambiasen y te juntas con gente de tu clase que piensa igual; os reunís y comparáis anécdotas, y aprovecháis cualquier afirmación para apoyar vuestro criterio. Pero te aseguro -añadió Sila, muy serio- que cuanto más te aísles en ese mundo en que naciste, más te engañarás a ti mismo. Y no hay ningún sitio en el que se perdone menos preferir al propio sexo como en el ejército de Cayo Mario. Y nadie te castigará más severamente que él si se entera de tu secreto.

– ¡Me volveré loco! -exclamó el joven Lusio, casi llorando y retorciéndose las manos.

– No te volverás loco. Te autodisciplinarás y tendrás mucho cuidado con quién te la juegas; y en seguida aprenderás las señas que se llevan aquí entre los que tienen tus gustos -dijo Sila-. Yo no podría decírtelas porque a mí no me afecta el vicio. Si eres ambicioso y quieres triunfar en la vida pública, Cayo Lusio, te recomiendo que no caigas en él. Pero, dado que eres joven y quizá no puedas reprimir tus apetitos, asegúrate de que no te equivocas con la gente.

Y con una amable sonrisa, Sila dio media vuelta y se alejó.

Estuvo un rato paseando sin rumbo fijo, con las manos a la espalda, sin apenas advertir la ordenada actividad del campamento. Se habían dado instrucciones a las legiones para montar un campamento provisional, pese a que no había fuerza enemiga en la provincia. Pero el reglamento estipulaba que un ejército romano no debía dormir sin protección. Ya estaban agrónomos y zapadores marcando el campamento fijo del alcor, y las tropas que no tenían asignada la organización del campamento provisional comenzaban a fortificar la colina, siendo la tarea principal procurarse madera para hacer vigas, estacas y estructuras; pero en el valle del Rhodanus había pocos bosques, dado que era una región muy poblada desde hacia siglos, desde los tiempos de la fundación de Massilia por los griegos, y su influencia, antes que la de los romanos, se había extendido a las tierras del interior.

El ejército estaba acampado al norte de los vastos marjales que constituían el delta del Rhodanus y se extendían al este y al oeste; como de costumbre, Mario había elegido un terreno sin cultivar.

– No hay que buscarse la enemistad de un posible aliado -dijo-. Además, con cincuenta mil bocas más en la región, necesitarán hasta el último palmo de tierra de cultivo.

Los intendentes de grano y provisiones de Mario ya andaban recorriendo la comarca para establecer contratos con los agricultores y las tropas estaban construyendo silos en lo alto del alcor para almacenar la cantidad suficiente para alimentar a los cincuenta mil hombres durante los doce meses entre una cosecha y otra. En el convoy de pertrechos venían todas las cosas que, por los informes, sabía Mario que no iba a encontrar en la Galia Transalpina o que existiría escasez de ellas: brea, grandes vigas, poleas, herramientas, grúas, cabrestantes, cal y cantidades masivas de tornillos y clavos de hierro. En Populonia y Pisae, los dos puertos a donde llegaban los lingotes de hierro dulce de la isla de Ilva, el praefectum fabrum había adquirido todos los existentes y los había hecho transportar en carros para las necesidades de fundición; entre los pertrechos y la maquinaria había yunques, crisoles, martillos, ladrillos y todo lo necesario. Ya había una cuadrilla acarreando madera para hacer un buen aprovisionamiento de carbón, ya que sin carbón no se podía obtener un horno con la temperatura apropiada para fundir el hierro, y no digamos acerarlo.

Cuando dio media vuelta camino de la tienda del general, Sila había ya decidido que había llegado el momento. Acababa de encontrar solución para el aburrimiento; una solución capaz de procurarle todo el drama que su espíritu necesitaba. La idea había tomado forma mientras se hallaba en Roma y la había ido madurando a lo largo de la marcha por la costa. Y acababa de cristalizar. Sí, había llegado el momento de ver a Cayo Mario.

El general estaba solo, escribiendo concienzudamente.

– Cayo Mario, ¿tendrías una hora para dedicarme? Quisiera que me acompañases a dar un paseo -dijo Sila, manteniendo abierto el faldón que separaba la tienda del toldo de piel que protegía al oficial de guardia. Un rayo de luz caía sobre su espalda, confiriéndole un aura de oro líquido, del que destacaban su cabeza y los hombros bañados por los largos rizos de su cabellera.

Mario alzó la cabeza y contempló el encuadre con desagrado.

– Necesitas cortarte el pelo -dijo sin preámbulos-. Unos centímetros más y parecerás una bailarina.

– ¡Extraordinario! -exclamó Sila, sin moverse.

– Desidia, diría yo -replicó Mario.

– Lo extraordinario es que no lo hayas advertido durante meses, y justo ahora que venía a hablarte de ello, lo adviertes. No lees en la mente de la gente, Cayo Mario, pero creo que sintonizas con el pensamiento de tus colaboradores.

– Lo que dices también parece propio de una bailarina -respondió Mario-. ¿Por qué quieres que te acompañe a pasear?

– Porque quiero hablarte en privado, Cayo Mario, en algún sitio seguro en el que las paredes no oigan. Un paseo será lo mejor.

Mario dejó la pluma, enrolló el papel y se puso en pie.

– Prefiero pasear a escribir, Lucio Cornelio. Vamos.

Cruzaron el campamento a buen paso sin hablar ni fijarse en las curiosas miradas que suscitaban por parte de centuriones, soldados y cadetes; al cabo de tres años de campañas con Cayo Mario y Lucio Cornelio, los legionarios habían adquirido un conocimiento tan certero de sus comandantes, que sabían cuándo tramaban algo importante. Y aquel día notaban que algo se traían entre manos.

Estaba ya muy avanzado el día para tratar de ascender al altozano, así que se detuvieron en un sitio en el que el viento se llevaba sus palabras.

– Bien, ¿de qué se trata? -inquirió Mario.

– Comencé a dejarme crecer el pelo en Roma -dijo Sila.

– No me había fijado hasta ahora. Supongo que el pelo tiene que ver con lo que quieres decirme.

– Voy a convertirme en galo -dijo Sila.

– ¡Oh! Cuéntame, Lucio Cornelio -dijo Mario con aire de prevención.

– El aspecto más frustrante de esta campaña contra los germanos es nuestra más absoluta falta de información sobre ellos -respondió Sila-. Desde el principio, cuando los táuricos nos enviaron su primera petición de ayuda y supimos que los germanos iniciaban una migración, nos hemos tropezado con el inconveniente de que no sabemos nada sobre ellos. No sabemos quiénes son, de dónde vienen, qué dioses adoran, y menos por qué migran de sus paises de origen, qué clase de organización social tienen y cómo se gobiernan. Y lo más importante, no sabemos por qué nos derrotan y luego se alejan de Italia.

Hablaba con la vista apartada de Mario, los últimos rayos de sol los envolvían y éste sentía un extraño temor; raras veces le causaba impresión una faceta oculta de Sila, esa faceta que él denominaba inhumana, en un sentido muy distinto del habitual. No, se trataba de que, simplemente, parecía que Sila de pronto descorriera un velo y apareciese distinto a un ser humano, y tampoco es que apareciese como un dios; se transformaba en un ser distinto a ningún mortal. Y en aquel momento, aquella faceta cobraba mayor relieve y era como si tuviese un sol interno en la mirada.

– Continúa -dijo Mario.

– Antes de salir de Roma me compré dos esclavos. Han viajado conmigo y los tengo aquí. Uno es un galo de Carnutes, la tribu depositaria de la religión celta. Es una fe extraña; creen que los árboles son seres animados, que tienen espíritu o algo parecido; es muy difícil establecer una comparación con nuestras creencias. El otro es un germano de los cimbros, capturado en Noricum cuando la derrota de Carbo. Los tengo a los dos separados y ninguno sabe de la existencia del otro.

– ¿Y no te has enterado de cosas de los germanos por tu esclavo? -inquirió Mario.

– Nada. Pretende no saber nada de quiénes son ni de dónde proceden. Por mis averiguaciones he llegado a la conclusión de que su ignorancia es un rasgo común a todos los germanos que hemos capturado y tenemos como esclavos, aunque dudo mucho que haya ningún amo romano que haya intentado obtener información. Eso, ahora, da igual. Mi propósito al comprar ese germano era obtener información, pero viendo que era tan recalcitrante, y no tiene objeto torturar a un individuo que parece un buey, se me ocurrió otra idea. La información, Cayo Mario, suele ser de segunda mano, y, para nuestros propósitos, inadecuada.

– Cierto -dijo Mario, que sabía adónde quería ir a parar Sila, pero no deseaba presionarle.

– Así que empecé a pensar que si no era inminente la guerra con los germanos, nos interesaba tratar de obtener información de primera mano -continuó Sila-. Mis dos esclavos han estado al servicio de romanos bastante tiempo y hablan latín, aunque en el caso del germano, un latín rudimentario. Lo curioso es que, por el galo, he sabido que entre sus compatriotas de pelo largo la segunda lengua es el latín, no el griego. Bueno, no es que vaya a suponer que los galos vayan por ahí contando chistes en latín, pero gracias a los contactos que mantenemos con las tribus asentadas, como son los eduos, a través de soldados y comerciantes, hay galos que tienen conocimientos de latín y han aprendido a leerlo y escribirlo, y, como su lengua no se escribe, cuando leen y escriben lo hacen en latín. No en griego. Es fascinante, ¿verdad? Estamos tan acostumbrados a pensar que el griego es la lengua universal que resulta gracioso que haya una parte del mundo en la que se prefiera el latín.

– No siendo erudito ni filósofo, Lucio Cornelio, debo confesarte que no es algo que me subyugue. No obstante -añadió Mario con una tímida sonrisa-, sí que tengo sumo ínterés en saber datos sobre los germanos.

– ¡Tocado, Cayo Mario! -exclamó Sila alzando las manos, como rindiéndose-. Muy bien. Veamos: hace casi cinco meses que vengo aprendiendo la lengua de los carnutos del centro de la Galia y el idioma de los cimbros germánicos. Mi maestro de carnuto siente mayor entusiasmo por el plan que mi maestro de germano, pero también hay que decir que es más despierto. -Sila hizo una pausa para reflexionar sobre tal afirmación y no acabó de complacerle-. Mi impresión de que el germano es más cerrado de mollera quizá no sea correcta; quizá sea porque la añoranza de los suyos es más fuerte que en el caso del galo y le produce un distanciamiento mental de su actual desgracia. O, dado la suerte de la sisa y el hecho de que fue lo bastante tonto para dejarse capturar en una guerra que ganaron los suyos, quizá si que sea un germano tonto.

– Lucio Cornelio, mi paciencia no es inagotable -dijo Mario, más bien en tono de resignación-. ¡Pareces un peripatético especialmente peripatético!

– Perdona -replicó Sila con una sonrisa, volviéndose a mirarle a la cara. El fulgor en sus ojos cesó y de nuevo pareció un ser mortal-. Con mi pelo, mi tez y mis ojos -prosiguió animado-, puedo hacerme pasar fácilmente por galo. Voy a convertirme en galo y viajar a zonas en que los romanos no se arriesgarían a aventurarse. Concretamente, pienso seguir a los germanos en su marcha hacia Hispania, lo que, tengo entendido, incluye a los cimbros y seguramente a los otros pueblos. Sé suficiente címbrico para entender al menos lo que dicen, y por eso me centraré en los cimbros. -Lanzó una carcajada-. En realidad, mi pelo tendría que ser más largo que el de una bailarina, pero, de momento, valdrá; si me preguntan por qué es tan corto diré que tuve una enfermedad en el cráneo y tuve que cortármelo. Suerte que me crece rápido.

No dijo más. Durante un buen rato Mario tampoco dijo nada; se limitó a poner el pie en un tronco, a apoyar el codo en la rodilla y la barbilla en el puño. La verdad es que no sabía qué decir. Llevaba meses preocupado porque iba a perder a Lucio Cornelio en los placeres de Roma porque la campaña iba a ser demasiado aburrida, y todo aquel tiempo Lucio Cornelio había estado elaborando pacientemente un plan que nada tenía de aburrido. ¡Menudo plan! ¡Vaya hombre! Ulises era el primer espía conocido de la historia en su disfraz de troyano, infiltrándose dentro de Ilión para recoger toda la información posible, y uno de los temas preferidos que los grammaticus imponían a los alumnos era si Calcas se pasó a los aqueos porque estaba realmente harto de los troyanos, porque quería espiar por cuenta del rey Príamo, o porque quería sembrar la discordia entre los reyes de Grecia.

Ulises también tenía el pelo rojo y también era de alta cuna. Sin embargo, a Mario le resultaba imposible pensar en Sila como un Ulises redivivo. Era un hombre suyo en todos los aspectos y tenía un plan perfecto. Era un hombre sin miedo que veía aquella fantástica misión con perspectiva práctica y… y de un modo irrebatible. En otras palabras, lo enfocaba como el aristócrata romano que era, y no albergaba dudas ante un posible fracaso, porque sabía que era mejor que los demás mortales.

Bajó el puño, el codo y la pierna, lanzó un suspiro e inquirió:

– ¿Crees sinceramente que puedes conseguirlo, Lucio Cornelio? ¡Qué romano más extraordinario eres! Siento enorme admiración por ti y por tu magnífico plan, pero tendrás que desprenderte de todo vestigio de romano, y no sé yo si un romano es capaz de eso. Nuestra cultura es tan profunda que deja marcas indelebles. Tendrás que vivir una farsa.

– ¡Oh, Cayo Mario, toda mi vida he vivido una clase u otra de mentira! -replicó Sila enarcando una de sus rubias cejas y esbozando una mueca con las comisuras de los labios.

– ¿Incluso ahora?

– Incluso ahora.

Reemprendieron el camino.

– ¿Piensas ir solo, Lucio Cornelio? -inquirió Mario-. ¿O crees que será mejor ir acompañado? ¿Y si necesitas enviarme un mensaje urgente y no puedes hacerlo tú? ¿No te sería útil tener un compañero para que os sirváis mutuamente de espejo?

– He pensado en eso -respondió Sila-, y quisiera ir con Quinto Sertorio.

De entrada, Mario pareció encantado, pero luego puso ceño.

– Su tez es demasiado oscura; no pasaría por galo, y menos por germano.

– Cierto. Pero podría ser un griego con sangre celtibérica -dijo Sila con un carraspeo-. En realidad, cuando salimos de Roma le regalé un esclavo, un celtíbero de los ilergetes. No le expliqué lo que tramaba, pero le dije que aprendiese a hablar celtíbero.

– Está muy bien pensado -dijo Mario mirándole-. Lo apruebo.

– Entonces, ¿puedo llevarme a Quinto Sertorio?

– Claro. Aunque sigo pensando que es de tez demasiado oscura y eso podría delatarte.

– No, no pasará nada. Quinto Sertorio me servirá admirablemente y su color de piel creo que será positivo. Mira, Quinto Sertorio tiene magia animal y los hombres con magia animal tienen un gran ascendiente entre los pueblos bárbaros. Ese color de piel realzará sus poderes chamánicos.

– ¿Magia animal? ¿Qué es eso?

– Quinto Sertorio tiene poder para someter a las fieras. Lo descubrí en Africa un dia que silbó a un gatopardo y lo acarició. Y, apenas estaba yo pensando un papel para él en esta misión cuando amaestró a un aguilucho al que había estado curando, aunque sin extirparle el instinto natural de ser libre y volar. El ave vive ahora como debe según su naturaleza, pero sigue siendo amiga suya, viene a verle, se le posa en el brazo y le da besos. Los soldados le guardan reverencia. Es un buen presagio.

– Lo sé -dijo Mario-. El águila es la insignia de las legiones y Quinto Sertorio la refuerza.

Permanecieron mirando un lugar en que estaban clavando en el suelo seis águilas de plata en astas también de plata, adornadas con coronas, phalerae y torcas; ante ellas ardía un fuego en un trípode, había una guardia firme y un sacerdote togado con la cabeza cubierta echaba incienso en las brasas del trípode mientras recitaba las plegarias del atardecer.

– ¿Cual es exactamente la importancia de esa magia con los animales? -inquirió Mario.

– Los galos son muy supersticiosos en relación con los espíritus que habitan los animales salvajes, y tengo entendido que también los cimbros y germanos. Quinto Sertorio personificará perfectamente a un chamán de una tribu hispánica tan remota, que ni las tribus de los Pirineos sabrán de su existencia -dijo Sila.

– ¿Cuándo piensas ponerte en marcha?

– Muy pronto. Pero preferiría que se lo dijeras tú a Quinto Sertorio -dijo Sila-. El querrá venir, pero es absolutamente leal a tu persona; así que es mejor que se lo digas tú. No debe saberlo nadie -añadió con un resoplido-. ¡Nadie!

– Estoy totalmente de acuerdo -respondió Mario-. Pero hay tres esclavos que saben algo, ya que han estado dando clases de idiomas. ¿Quieres que los vendamos y los enviemos a ultramar?

– ¿A qué tantas complicaciones? -replicó Sila, sorprendido-. Pienso matarlos.

– Excelente idea. Pero perderás dinero.

– No es una fortuna. Digamos que es mi contribución al éxito de la campaña contra los germanos -respondió Sila sin inmutarse.

– Haré que los maten en cuanto salgáis.

– No -replicó Sila meneando la cabeza-, yo mismo haré el trabajo sucio. Y en seguida. A Quinto Sertorio le han enseñado todo lo que pueden. Mañana los enviaré a Massilia con una encomienda. -Se estiró y bostezó voluptuosamente-. Tiro muy bien con arco, Cayo Mario, y los marjales de las salinas están desiertos. Todos pensarán que han escapado. Incluso Quinto Sertorio.

Me siento muy apegado a la tierra, pensó Mario. No es que me importe mandar a hombres a la muerte a sangre fría; forma parte de la vida, lo sabemos y no ofende a los dioses, pero él es un patricio romano de vieja alcurnia, claro. Muy por encima de la tierra. Un semidiós. Y Mario se encontró pensando en las palabras de la adivina Marta, que en aquel instante se hallaba lujosamente instalada en su casa de Roma como huésped de honor. Un romano mucho más grande que él, también un Cayo, pero un Julio, no un Mario… ¿Era eso lo que hacía falta? ¿Una gota semidivina de sangre patricia?


* * *

En una carta fechada a finales de septiembre, decía Rutilio Rufo a Cayo Mario:


Publio Licinio Nerva se ha decidido por fin a escribir al Senado con absoluto candor a propósito de la situación en Sicilia. Como primer cónsul que eres, te envían los despachos, desde luego, pero sabrás mi versión primero, porque sé que optarás por leer antes mi carta que los aburridos despachos, y mi carta va en la bolsa del correo oficial.

Pero antes de hablarte de Sicilia, es preciso retroceder a primeros de año, cuando, como sabes, la cámara recomendó a las tribus del pueblo que redactaran una ley poniendo en libertad en todo el mundo a los esclavos procedentes de los pueblos itálicos aliados. Pero no sabrás que tuvo una repercusión imprevista: los esclavos de otras nacionalidades, en particular los de naciones oficialmente denominadas amigas y aliadas del pueblo romano, o asumieron la ley como si los afectase a ellos o se sintieron muy ofendidos porque no los incluyese. Esto es sobre todo notorio entre los esclavos griegos, que constituyen la mayoría de la mano de obra que se utiliza en el granero de Sicilia y la mayoría de los esclavos de todo tipo en Campania.

En febrero, el hijo de un caballero de Campania y ciudadano romano, llamado Tito Vetio, de veinte años, se volvió loco, al parecer. La causa de la locura fueron las deudas; se había comprometido a pagar siete talentos de plata por -¡figúrate!- una esclava escita. Pero como Tito Vetio padre es un cicatero de mucho cuidado, y demasiado viejo, además, para ser padre de un muchacho de veinte años, el joven pidió el dinero prestado a un interés exorbitante, dando como aval su herencia. Naturalmente, se vio más indefenso que un pollo en manos de los usureros, que le exigieron el pago en un plazo de treinta días. Como al pobre le era imposible, consiguió una prórroga de otros treinta días. Pero como no tenía posibilidades de pagarles, los usureros fueron a exigírselo al padre con un interés exorbitante. El padre se negó y repudió al hijo, que se volvió loco.

A continuación, el joven Tito Vetio se revistió de una toga púrpura con diadema y se proclamó rey de Campania, sublevando a todos los esclavos de la región. Me apresuro a decirte que el padre es un importante granjero al estilo tradicional, que trata bien a sus esclavos y no tiene ninguno de origen itálico. Pero cerca de su casa había uno de esos granjeros recién enriquecidos, un hombre horrendo que compra esclavos de los más baratos sin hacer preguntas sobre su origen, los encadena para el trabajo y los encierra en un ergastulum para dormir. Este despreciable individuo se llamaba Marco Macrino Mactator y resulta que era gran amigo de tu joven colega de consulado, nuestro recto y honrado Cayo Flavio Fimbria.

El día en que el joven Tito Vetio se volvió loco, armó a sus esclavos comprando quinientos equipos de panoplias antiguas de exposición que una escuela de gladiadores tenía a la venta y con su pequeño ejército se dirigió a casa de Marco Macrino Mactator, torturó y mató a éste y a su familia y liberó a gran número de esclavos, muchos de los cuales resultaron ser itálicos y, por lo tanto, ilegales.

En cuestión de nada, Tito Vetio, rey de Campania, contaba con un ejército de más de cuatro mil esclavos y se había hecho fuerte en el campamento de un promontorio. ¡Y los reclutas-esclavos seguían llegando! Capua cerró sus puertas, convocó a todas las escuelas de gladiadores y pidió ayuda al Senado de Roma.

Fimbria habló largo y tendido sobre el asunto y lamentó la pérdida de su amigo Mactator el Carnicero, hasta que los padres conscriptos, hartos, delegaron en el praetor peregrinus, Lucio Licinio Lúculo, para que organizase un ejército y aplastase la rebelión. Pues bien, ya sabes qué engreido aristócrata es Lucio Licinio Lúculo, y no le gustó nada que una cucaracha como Fimbria le ordenase limpiar Campania.

Y valga una pequeña digresión. Supongo que sabes que Lúculo está casado con la hermana de Metelo, Metela Calva. Tienen dos hijos de catorce y doce años, de los que se dice que prometen mucho, y dado que el hijo de Metelo es incapaz de decir dos palabras seguidas, toda la familia tiene depositadas sus esperanzas en los jóvenes Lucio y Marco Lúculo. ¡Basta ya, Cayo Mario, se te oye refunfuñar desde Roma! Todo esto es importante, por increíble que te parezca. ¿Cómo vas a desenvolverte dignamente en medio del laberinto de la vida social romana si no te molestas en saber todas las ramificaciones familiares y chismorreos? La mujer de Lúculo, que es hermana de Metelo, tiene fama por su inmoralidad. Para empezar, lleva sus historias amorosas a plena luz del día con absoluto descaro, sin ahorrar escenas de histeria delante de conocidas tiendas de joyeros y hasta ha llegado a tratar de suicidarse desnudándose para arrojarse al Tíber. Pero es que, además, Metela Calva no corteja a hombres de su clase y eso es lo que más le duele a Metelo. Y no hablemos del altivo Lúculo. Sí, a Metela Calva le gustan los esclavos hermosos y los trabajadores fornidos que recoge en los muelles del puerto de Roma. Por eso es una insufrible carga para Metelo y Lúculo, aunque creo que es una madre sin igual para sus hijos.

Se acabó la digresión. Lo mencioné para dar un poco de pimienta a esta lamentable historia, y para hacerte comprender por qué Lúculo fue a Campania resentido por recibir órdenes de precisamente la clase de hombre a quien Metela Calva le habría gustado dar sus favores. Por cierto, hay un asunto turbio en relación con Fimbria. Se ha hecho amigo de Cayo Memio, figúrate, los dos son ahora uña y carne y hay mucho movimiento de dinero, aunque no se sabe claramente con qué objetivo.

En fin, Lúculo limpió rápidamente Campania y el joven Tito Vetio fue ejecutado con sus oficiales y su ejército de esclavos. Se le encomendó la tarea a Lúculo y éste presidió el tribunal en sitios como Reate.

¿No te dije ya hace tiempo, el año pasado, que eran previsibles esas revueltas de esclavos en Campania? ¡Pues ahora tenemos una auténtica guerra de esclavos en Sicilia!

Siempre he pensado que Públio Licinio Nerva parecía y actuaba como un ratón de biblioteca, pero ¿quién iba a imaginarse que resultaría tan peligroso enviarle a Sicilia de pretor-gobernador? Siendo tan puntilloso, el cargo habría debido cuadrarle perfectamente. No para de un sitio para otro, prepara sus cuarteles de invierno y escribe prolijos informes de todo lo que hace.

Claro, todo habría ido bien de no haber sido por esa maldita ley de libertad para los esclavos de origen itálico. El pretor-gobernador se aprestó a marchar a Sicilia y empezó a manumitir esclavos itálicos, que son aproximadamente la cuarta parte de todos los que trabajan en el abastecimiento de cereal. Comenzó por Siracusa, mientras que su cuestor empezaba por el otro extremo de la isla, en Lilybaeum. Se fue haciendo despacio y con todo detalle, sabiendo cómo es Nerva, y, por cierto, implantó un excelente método para descubrir a los esclavos que alegaban ser itálicos sin serlo, haciéndoles un examen en osco de la geografía regional de la península. El decreto, sin embargo, lo publicó en latín, con el propósito de eliminar a los posibles impostores; pero los que sólo leen griego tuvieron que recurrir a otros para la traducción y el lío que se organizó fue colosal…

En las dos últimas semanas de mayo, Nerva había liberado a unos ochocientos esclavos itálicos de Siracusa, mientras que su cuestor en Lilybaeum mataba el tiempo en espera de órdenes. En éstas, se presentó en Siracusa una airada comisión de cultivadores de trigo, amenazando con entrar en acción -con medidas que iban desde la castración hasta la querella- si seguía manumitiendo a sus esclavos. A Nerva le entró pánico y cerró inmediatamente el tribunal. Ya no se liberaba a más esclavos. Pero, desgraciadamente, la directriz llegó demasiado tarde en Lilibaeum al cuestor, que ya estaba harto de esperar y había montado el tribunal en la plaza del mercado, y que cuando apenas había comenzado, se veía obligado a cerrar; y los esclavos congregados en la plaza del mercado se volvieron locos de rabia y se disolvieron con ánimos asesinos.

El resultado fue que estalló una sublevación en el extremo occidental de la isla. Comenzó con el asesinato de una partida de acaudalados hermanos, propietarios de una gran finca cerca de Haliciae y se fue extendiendo. Por toda Sicilia cientos de esclavos, que en seguida fueron miles, abandonaron las granjas, en algunos casos después de asesinar a capataces y a propietarios, y se reunieron en el bosque de los Palici, que creo se encuentra a unas cuarenta millas al sudoeste del monte Etna. Nerva convocó a la milicia y creo que ha aplastado la revuelta tomando por asalto una antigua fortaleza llena de esclavos. Acto seguido, disolvió la milicia y la envió a casa.

Pero aquello no era más que el principio de la revuelta, que volvió a estallar cerca de Heracleia Minoa; y cuando Nerva trató de volver a reunir la milicia, todos hicieron oídos sordos, y se vio obligado a recurrir a una cohorte de tropas auxiliares acantonada en Enna, localidad muy distante de Heracleia Minoa, pero era la única tropa disponible. En esta ocasión Nerva fue derrotado, la cohorte quedó aniquilada y los esclavos se hicieron con armas.

Entretanto, los itálicos nombraron un jefe, presumiblemente un itálico que no había sido manumitido antes de que Nerva clausurase los tribunales. Se llama Salvio y es un marso; parece que cuando era hombre libre tenía la profesión de encantador de serpientes, y fue esclavizado porque le sorprendieron tocando la flauta ante un grupo de mujeres entregadas a esos cultos dionisiacos que tanto preocuparon al Senado hace años. Ahora, Salvio se ha proclamado rey, pero como es itálico, lleva su dignidad al estilo romano, no al helénico, y viste la toga praetexta en vez de diadema, haciéndose preceder de lictores con los fasces y las hachas.

En el extremo de Sicilia, cerca de Lilybaeum, ha aparecido otro rey de esclavos, éste griego, llamado Atenión, quien también ha reunido un ejército. Tanto Salvio como Atenión se juntaron en el bosque de los Palici y celebraron un cónclave. Como consecuencia, Salvio (que ahora se hace llamar rey Trifón) es el jefe máximo y ha elegido como cuartel general una plaza inexpugnable llamada Triocala, en la falda de las montañas que dominan la costa vecina a Africa, a medio camino entre Agrigentum y Lilybaeum.

En estos momentos, Sicilia es una Iliada de infortunios. La cosecha está por recoger, salvo lo que los esclavos han cogido para alimentarse, y este año Roma no tendrá trigo de la isla. Sus ciudades protestan por la afluencia de refugiados que han buscado abrigo entre sus murallas y el hambre y las enfermedades campan por las calles. Un ejército de sesenta mil esclavos bien armados con una caballería de cinco mil hace de las suyas de un lado para otro de la isla, y cuando se ve en peligro se retira a esa fortaleza inexpugnable de Triocala. Han atacado Murgantia y se han apoderado de ella, y menos mal que no lograron hacerse con Lilybaeum, que debió su salvación a un contingente de veteranos que supieron de la revuelta y llegaron en su ayuda por mar desde Africa.

Y ahora te cuento lo más indignante. Roma no sólo sufre una gran carencia de trigo, sino que además parece que alguien ha intentado manipular los acontecimientos de Sicilia fomentando la escasez de grano. La revuelta de esclavos ha provocado no una escasez pasajera, sino una carestía drástica; pero nuestro estimado Escauro, príncipe del Senado, sigue una pista que espera que le conduzca al culpable supremo. Yo me malicio que sospecha del despreciable cónsul Fimbria y de Cayo Memio. ¿Por qué un hombre recto y decente como Memio se alía con un individuo como Fimbria? Bueno, sí, creo que podría contestar a la pregunta. Él habría debido ser pretor hace años, pero sólo ahora lo ha conseguido, y necesita dinero para ser cónsul. Y cuando la falta de dinero impide que un hombre ocupe la silla que cree que le corresponde, es capaz de cometer muchas imprudencias.


Cayo Mario dejó la carta a un lado con un suspiro, acercó los despachos oficiales del Senado, y se puso a leerlos, cómodamente, solo y sin inhibiciones para silabear en voz alta. No es que fuese una desgracia, porque todos leían en voz alta; pero los demás se suponía que hablaban griego.

Publio Rutilio tenía razón, como siempre. Su larguísima carta era mucho más explícita que los despachos, aunque éstos incluían el texto de la carta de Nerva y aportaban muchas estadísticas. Pero no eran tan convincentes ni nuevas, y no daban el cuadro tan preciso que se desprendía de la carta de Rutilio.

Le era fácil imaginar la consternación en Roma. Una drástica carestía de trigo significaba peligro para muchas carreras políticas y un mal ambiente entre los del Erario y los ediles buscando otras fuentes de abastecimiento. Sicilia era la panadería, y si Sicilia no daba una buena cosecha, Roma se enfrentaba a la perspectiva del hambre. Ni Africa ni Cerdeña aportaban tanto trigo como Sicilia. ¡Ni siquiera juntas! La crisis haría que el pueblo culpara al Senado de haber enviado un mal gobernador a Sicilia, y el censo por cabezas haría responsables del hambre al pueblo y al Senado.

El censo por cabezas no era un organismo político, y no le interesaba gobernar ni que le gobernasen; su participación en la vida pública se limitaba a los asientos que ocupaba en los juegos y a su presencia en los repartos de las fiestas. Y, sin embargo, el censo por cabezas era una fuerza a tener en cuenta.

No es que se diera el grano gratis al censo por cabezas, pero el Senado, mediante sus ediles y cuestores, garantizaba que le fuera vendido trigo a un precio razonable, aunque en épocas de escasez eso supusiera comprarlo más caro y expenderlo al mismo precio, con gran disgusto del Erario. Todos los ciudadanos romanos que vivían en Roma tenían derecho a su ración de trigo al precio estatal estipulado, independientemente de su riqueza, a condición de ponerse a la enorme cola que se formaba ante el mostrador edilicio en el Porticus Minucia para recibir la cédula, que, presentada en cualquiera de los silos estatales del acantilado del Aventino sobre el puerto de Roma, facultaba para adquirir los cinco modii de trigo barato. Que los pudientes no se molestasen era lógico, porque era mucho más fácil comprarlo en el Velabrum y que los mercaderes se encargaran de obtenerlo en los silos particulares situados al pie del acantilado del Palatino en el Viscus Tuscus.

Sabiéndose atrapado en lo que podía ser una precaria posición política, Cayo Mario frunció sus esplendorosas cejas. En cuanto el Senado ordenara al Tesoro abrir sus cajas fuertes llenas de telarañas para comprar trigo barato para el censo por cabezas, comenzarían los alaridos; los jefes de los tribuni aerarii, burócratas del Erario, comenzarían a despotricar diciendo que no podían gastarse grandes sumas en comprar trigo habiendo seis legiones del censo por cabezas empleadas en las obras públicas en la Galia Transalpina. Eso, a su vez, haría que la responsabilidad recayera en el Senado, el cual tendría que entablar una horripilante batalla con el Tesoro para conseguir el trigo necesario; y luego el Senado se quejaría al pueblo de que, como de costumbre, el censo por cabezas era un estorbo muy costoso.

¡Una maravilla! ¿Cómo iba a conseguir ser nombrado cónsul in absentia por segundo año consecutivo, siendo general de un ejército de pobres cuando Roma estaba a merced de una masa hambrienta de pobres del censo por cabezas? ¡Maldito Publio Licinio Nerva y todos los especuladores de grano!


Sólo Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, había vislumbrado la crisis; cuando la siega estaba en puertas, el precio del trigo en Roma solía bajar algo a finales de verano, pero aquel año no había dejado de aumentar. La razón parecía evidente: la manumisión de los esclavos de origen italico limitaría la abundancia de cosecha. Pero no se había puesto en libertad a los esclavos y se preveía una cosecha normal; por consiguiente, los precios debían haber bajado drásticamente. Y no. Seguían subiendo.

Para Escauro, la razón sin lugar a dudas era una manipulación del trigo originada en el Senado, y sus propias averiguaciones apuntaban al cónsul Fimbria y al pretor urbano Cayo Memio, quienes durante la primavera y el verano no habían cesado de acopiar dinero. Para comprar grano barato y venderlo con enormes ganancias, era la conclusión de Escauro.

Y luego llegaron las noticias de la sublevación de esclavos en Sicilia. Tras lo cual, Fimbria y Memio comenzaron a vender frenéticamente todas sus pertenencias, salvo sus casas del Palatino y suficientes tierras para mantenerse en el censo senatorial. Por consiguiente, coligió Escauro, fuese cual fuese el cariz de sus negocios, era imposible que tuviese nada que ver con el abastecimiento de trigo.

El razonamiento era atractivo, pero era perdonable. Si el cónsul y el pretor urbano hubiesen estado implicados en la subida del precio del trigo, no estarían allí sentados, mondándose tranquilamente los dientes en lugar de frotarse las manos. ¡No, Fimbria y Memio, no! Tendría que dirigir sus pesquisas hacia otra parte.

Cuando la carta de Publio Licinio Nerva, en la que exponía la crisis de Sicilia, llegó a Roma, Escauro comenzó a oír a los mercaderes de grano susurrar el nombre de un senador y su sensible nariz olfateó algo interesante y más apetitoso que el falso olor de Fimbria y Memio: Lucio Apuleyo, el cuestor del puerto de Ostia. Joven y nuevo en el Senado, pero con una estupenda posición para un joven senador interesado en el precio del trigo, ya que el cuestor de Ostia tenía encomendado controlar los cargamentos del trigo y su almacenamiento, conocía y hablaba con todos los del ramo de aprovisionamiento y tenía a su disposición mucho antes que el Senado toda clase de información.

Ulteriores indagaciones convencieron a Escauro de que había dado con el culpable, y lanzó el golpe por el buen nombre del Senado en la reunión que se celebró a primeros de octubre. Lucio Apuleyo Saturnino era el responsable del prematuro aumento del precio del trigo, que había impedido que el Erario adquiriese reservas para los graneros estatales a un precio razonable, dijo Escauro, príncipe del Senado, ante la cámara en pleno. Y la cámara tuvo su chivo expiatorio. En medio de una gran indignación, los senadores votaron mayoritariamente despojar a Lucio Apuleyo Saturnino del cargo de cuestor, privándole, por lo tanto, de su puesto senatorial y poniéndole en la tesitura de una acusación de extorsión.

Conminado a comparecer ante el Senado, a Saturnino no le quedó más remedio que negar los cargos de Escauro. No había pruebas ni a favor ni en contra, lo cual significaba que el asunto tenía que dirimirse con arreglo a la credibilidad de ambos.

– ¡Demostrad que estoy implicado! -gritó Saturnino.

– ¡Demostrad que no lo estáis! -replicó Escauro.

Y, naturalmente, la cámara creyó al príncipe del Senado, ya que Escauro en las denuncias era irreprochable; eso lo sabían todos. Y a Saturnino le desposeyeron sin contemplaciones.

Pero Lucio Apuleyo Saturnino era un luchador. Tenía la edad justa para el cargo de cuestor y su nuevo puesto de senador: treinta años. Lo que, a su vez, significaba que no se sabía gran cosa de él por no haber destacado en el Foro ni haber brillado particularmente durante su servicio militar, además de proceder de una familia senatorial natural de Picenum. No le quedaba más remedio que perder su cargo de cuestor y su silla en el Senado, y ni siquiera pudo protestar cuando la cámara concedió su apreciado puesto en Ostia para lo que quedaba de año nada menos que a Escauro, príncipe del Senado. Pero él no se daba por vencido.

Nadie en Roma le creía inocente. Por dondequiera que iba le escupían, le zarandeaban y hasta le tiraban piedras. La fachada de su casa estaba llena de pintadas: "CERDO, PEDERASTA, GUARRO, LOBO, MONSTRUO, CHUPAPENES", y otrOs dicterios competían sobre la superficie enlucida. A su esposa y a su hija las rehuían todos y las pobres se pasaban el día llorando. Hasta sus sirvientes procuraban evitarle y cumplían sus órdenes con desgana o, si estaban de mal humor, le respondían.

Su mejor amigo era un tal Cayo Servilio Glaucia, bastante anodino. Algo mayor que Saturnino, Glaucia gozaba de cierta fama ante los tribunales a título de excelente redactor legal, pero carecía de la distinción de ser un Servilio patricio, o siquiera un importante Servilio plebeyo. Salvo por su fama como abogado, Glaucia estaba a la par con otro Cayo Servilio que había hecho dinero, accediendo al Senado al amparo de la toga de su mentor Ahenobarbo. Sin embargo, aquel otro Servilio plebeyo no había adquirido un cognomen, mientras que Glaucia tenía uno bastante respetable porque hacía referencia a los bellos ojos verde claro de su familia.

Formaban una buena pareja, Saturnino y Glaucia: uno muy moreno y el otro muy blanco, y ambos el mejor prototipo de su estilo físico. La base de su amistad era su similar agudeza mental e inteligencia, aparte de la ambición de ambos por llegar al consulado y ennoblecer a sus respectivas familias. La política y la legislación los fascinaba, convirtiéndolos, en definitiva, en personas idóneas para la tarea a la que su linaje los abocaba.

– Aún no me han derrotado -dijo Saturnino a Glaucia, frunciendo los labios-. Hay un medio para volver al Senado y voy a recurrir a él.

– No será por medio de los censores -dijo Glaucia.

– ¡Desde luego que no! No, voy a presentarme a la elección de tribuno de la plebe -contestó Saturnino.

– No lo conseguirás -replicó Glaucia, que no es que fuese excesivamente pesimista, sino realista.

– Sí, si encuentro un valedor poderoso.

– Cayo Mario.

– ¿Quién, si no? A él no le gustan nada Escauro ni el Numídico, ni ninguno de los que dictan la política -dijo Saturnino-. Mañana embarco para Massilia para exponerle mi caso al único que estará dispuesto a escucharme. Y le ofreceré mis servicios.

– Si, es una buena idea, Lucio Apuleyo -dijo Glaucia, asintiendo con la cabeza-. Al fin y al cabo, nada tienes que perder. Imagínate qué divertido -añadió-, hacerle la vida difícil a Escauro cuando seas tribuno de la plebe.

– No, yo no voy a por él -replicó Saturnino con desdén-. Él actuó como pensaba que era su deber; eso es irrebatible. Pero es que alguien me puso deliberadamente en ese brete, y a ése es al que quiero atacar. Si me nombran tribuno de la plebe le haré la vida imposible. Si descubro quién es…

– Ve a Massilia y habla con Cayo Mario -dijo Glaucia-. Entretanto, yo haré averiguaciones.

En otoño si que zarpaban barcos hacia occidente, y Lucio Apuleyo Saturnino tuvo una buena travesía hasta Massilia. Desde allí viajó a caballo hasta el campamento romano de las afueras de Glanum y pidió audiencia con Cayo Mario.

No había exagerado Mario diciendo a sus oficiales que quería construir otro Carcasso, aunque su campamento era una réplica en madera y tierra de la pétrea fortaleza. El alto sobre el que se asentaba el campamento romano estaba erizado de fortificaciones. Saturnino comprendió en seguida que gentes como los germanos, poco hábiles para el asedio, serían incapaces de tomarlo aunque los asaltasen al unísono con todos los hombres disponibles.

– Pero no creáis que se trata realmente de proteger a mis tropas -dijo Cayo Mario, mientras realizaban un recorrido por las instalaciones-. Lo he construido para engañar a los germanos.

¡Y se dice que este hombre no es astuto!, pensó Saturnino, apreciando de pronto la inteligencia de Mario. Es el único que puede ayudarme.

Ambos habían sentido una mutua simpatía, nacida de aquella inflexibilidad y tesón comunes y quizá de una cierta iconoclastia antirromana. A Saturnino le complació profundamente descubrir que, tal como él esperaba, a Glanum ya había llegado la noticia de su desventura. Sin embargo, no sabía en qué momento debía exponerle sus pretensiones, porque Cayo Mario era el comandante en jefe de una gran empresa y su vida, incluidos los ratos de asueto, estaba totalmente ligada a ella.

Esperándose un comedor atestado, Saturnino quedó sorprendido de que Manio Aquilio y él fuesen los únicos invitados a la mesa de Cayo Mario.

– ¿Está en Roma Lucio Cornelio? -inquirió.

– No, está realizando una misión especial -contestó Mario, imperturbable, cogiendo un huevo relleno.

Viendo que no tenía objeto ocultar su solicitud ante Manio Aquilio, que el año anterior había actuado como hombre de Mario -y que lo más seguro era que recibiera cartas de Roma con todos los chismorreos-, Saturnino comenzó a exponer su caso nada más terminar de comer. Los dos le escucharon en silencio sin hacerle una sola pregunta, lo cual hizo suponer a Saturnino que lo había expuesto todo con claridad y lógica.

Mario lanzó un suspiro.

– Me alegra mucho que hayáis venido a exponérmelo personalmente -dijo-. Eso dice mucho en vuestro favor, Lucio Apuleyo, porque una persona culpable habría recurrido a cualquier cosa menos a venir en persona. No se me considera un crédulo; aunque tampoco lo es Escauro. Pero me caéis bien y creo que el que ha investigado este asunto se ha dejado despistar por una serie de falsedades que le han conducido a vuestra persona. En definitiva, siendo cuestor en Ostia sois un señuelo perfecto.

– Si la acusación contra mí tiene un punto débil, Cayo Mario, es que yo no dispongo del dinero que hace falta para comprar trigo en tal cantidad -dijo Saturnino.

– Cierto, pero eso tampoco os exonera de sospechas -replicó Mario-. Podéis haberlo hecho a cambio de un importante soborno o haber pedido un préstamo.

– ¿Creéis que lo he hecho?

– No. Me parece que sois la víctima y no el culpable.

– Yo también -terció Manio Aquilio-. Está claro.

– ¿Me ayudaréis, entonces, a conseguir que me nombren tribuno de la plebe? -inquirió Saturnino.

– Oh, desde luego -contestó Mario sin dudarlo.

– Yo os lo pagaré con lo que esté en mi mano.

– ¡Estupendo! -exclamó Mario.

Después, las cosas se sucedieron velozmente. Saturnino no tenía tiempo que perder; las elecciones para tribunos de la plebe se celebraban a primeros de noviembre y tenía que regresar a Roma a tiempo para inscribirse como candidato y recibir el apoyo que Mario le había prometido. Así, provisto de un buen montón de cartas de éste para varios personajes de Roma, Saturnino puso rumbo a los Alpes en un carruaje rápido tirado por cuatro mulas, y con una buena bolsa para poder alquilar durante el trayecto animales tan buenos como los cuatro con que iniciaba el viaje.

Cuando partía, un extraordinario trío cruzaba a pie las puertas del campamento: tres galos. ¡Bárbaros galos! Como en su vida había visto un bárbaro, Saturnino se quedó atónito. Uno parecía ir de prisionero de los otros dos, porque lo llevaban con grilletes. ¡Lo curioso era que parecía menos bárbaro en su aspecto que los otros dos! Era un individuo de contextura normal, de tez medianamente clara, con pelo largo pero cortado al estilo griego, afeitado y con calzones galos y una casaca de pieles de complicado trenzado. El otro era de tez muy oscura, pero llevaba un tocado enorme de plumas negras y alambre dorado, que decía de su origen celtibérico, y una escasa vestimenta que dejaba ver un cuerpo musculoso. El tercero era sin duda el jefe, un auténtico bárbaro galo: un pecho de piel blanca como la leche, pero bronceada, calzones atados con correas como los germanos o los míticos belgas; pelo largo rojo dorado hasta la espalda, bigotes largos también rojos, cayéndole a ambos lados de la boca y, al cuello, una enorme torca en forma de cabeza de dragón, que parecía de oro.

El carruaje comenzó a ponerse en movimiento y, al pasar junto al grupo, los ojos de Saturnino se cruzaron con la mirada glacial del jefe y no pudo evitar un estremecimiento. ¡Aquél sí que era un auténtico bárbaro!


Los tres galos prosiguieron cuesta arriba hasta la puerta principal sin que nadie les cortara el paso hasta llegar a la mesa del oficial de guardia, situada bajo un toldo a la puerta de la residencia del general, construida en madera.

– Cayo Mario, por favor -dijo el jefe en impecable latín.

El oficial de servicio ni pestañeó.

– Voy a ver si recibe -dijo, poniéndose en pie, para salir transcurrido un momento-. El general dice que paséis, Lucio Cornelio -añadió con una amplia sonrisa.

– Listo -musitó Sertorio cuando pasaba junto al oficial-, ni una palabra a nadie, ¿entendido?

Al ver a sus dos oficiales, Mario se los quedó mirando tan fijamente como lo había hecho Saturnino, pero no con tanta sorpresa.

– Ya era hora de que volvieseis -dijo, dirigiéndose a Sila, dándole un afectuoso apretón de mano y haciendo luego lo propio con Sertorio.

– No vamos a estar mucho -dijo Sila, empujando al cautivo hacia adelante-. Sólo hemos venido a traerte un regalo para tu desfile triunfal. Te presento al rey Copilo de los volcos tectosagos, el mismo que fraguó el aniquilamiento del ejército de Lucio Casio en Burdigala.

– ¡Ah! -exclamó Mario, mirando al prisionero de arriba abajo-. No tiene mucho aspecto de galo, ¿eh? Vosotros dos tenéis mucho más aspecto de bárbaros.

Sertorio sonrió y Sila respondió.

– Bueno, como su capital es Tolosa, ha tenido hace mucho tiemPO contacto con la civilización y habla bien el griego, y posiblemente, razonando, sea galo a medias. Le capturamos en las afueras de Burdigala.

– ¿Merecía la pena? -inquirió Mario.

– Te darás cuenta cuando te lo explique -dijo Sila, sonriendo como un tigre-. Ya verás, tiene una curiosa historia que contar y puede hacerlo en una lengua que se entiende en Roma.

Sorprendido por la mirada de Sila, Mario observó con mayor curiosidad al rey Copilo.

– ¿Qué historia?

– Oh, una sobre estanques llenos de oro. Un oro que fue cargado en carros romanos y enviado por la carretera de Tolosa a Narbo cuando Quinto Servilio Cepio era cónsul. Un oro que desapareció misteriosamente no lejos de Carcasso, dejando una cohorte romana aniquilada en la calzada, despojada de armas y corazas. Copilo estaba cerca de Carcasso cuando desapareció el oro; al fin y al cabo, él era el depositario del oro según su razonamiento. Pero la partida que se apoderó de él y se lo llevó al sur de Hispania era demasiado numerosa y estaba muy bien armada para posibilitar un ataque y Copilo sólo disponía de unos cuantos hombres. Lo interesante es que hubo un superviviente romano, Furio, el praefectus fabrum, y un superviviente griego, el liberto Quinto Servilio Bias. Desde luego, Copilo no estaba cerca de Malaca varios meses después, cuando los carros cargados de oro entraron en una piscifactoría propiedad de un cliente de Quinto Servilio Cepio, ni tampoco vio que el oro zarpaba rumbo a Esmirna etiquetado como "Garum de Malaca, consignado a Quinto Servilio Cepio". Pero sí tiene un amigo, que conoce a uno que es amigo de uno que tiene amistad con un bandido turdetano llamado Brigantius, y, según el tal Brigantius, le contrataron para robar el oro y llevarlo a Malaca unos agentes de un tal Quinto Servilio Cepio, es decir, Furio y el liberto Bias, quienes pagaron a Brigantius con los carros, las mulas y seiscientos juegos de armas y corazas romanas, arrebatadas a los soldados muertos por Brigantius. El oro viajó a oriente con Furio y Bias.

Nunca había visto a Cayo Mario tan perplejo, pensó Sila. Ni cuando leyó la carta por la que le nombraban cónsul in absentia.

– ¡Por los dioses! -exclamó Mario-. ¡Cómo pudo atreverse!

– Ya lo creo que se atrevió -replicó Sila, airado-. cQué importancia tienen las vidas de seiscientos soldados romanos? ¡Lo importante es que había mil quinientos talentos de oro en esos carros! Y resulta que los volcos tectosagos no se consideran propietarios del oro, sino sólo sus depositarios, porque ese oro son las riquezas de Delfos, Olimpia, Dodona y unos doce templos menores que el segundo Breno recibió en concepto de propiedad de todas las tribus galas. Y ahora los volcos tectosagos han sido maLdecidos, y el rey Copilo por partida doble. Los galos se han quedado sin tesoro.

Una vez repuesto de la primera impresión, Mario miró a Sila y a Copilo. Era una historia expuesta en vívidos términos, desde luego; pero, sobre todo, una historia contada por un bardo galo, no por un senador romano.

– Eres un gran actor, Lucio Cornelio -dijo Mario.

– Muchas gracias, Cayo Mario -replicó Sila, absurdamente complacido.

– ¿Y no os quedáis? ¿Y el invierno? Aquí estaréis mejor -añadió Mario, sonriente-. Sobre todo Quinto Sertorio, que no cubre su pecho más que con una corona de plumas.

– No; salimos mañana. Los cimbros están congregándose al pie de los Pirineos y las tribus locales se dedican a arrojarles todo lo que encuentran desde la menor cornisa, risco o acantilado. ¡A los germanos parece que les fascinan las alturas! A Quinto Sertorio y a mí nos ha costado meses aproximarnos a los cimbros y hemos tenido que hacernos amigos de media Galia y de Hispánia -dijo Sila.

Mario sirvió dos copas de vino, miró a Copilo y sirvió una tercera, que dio al prisionero. Al darle la copa a Sertorio, miró a su pariente muy serio de arriba abajo.

– Pareces el gallo de Plutón -dijo.

Sertorio dio un sorbo de vino y lanzó un suspiro, complacido.

– ¡Tusculano! -dijo, ahuecándose las plumas-. ¿El gallo de Plutón, eh? Bueno, mejor que el cuervo de Proserpina.

– ¿Qué noticias hay de los germanos? -inquirió Mario.

– Poca cosa; ya te contaré más cosas durante la cena. Es demasiado pronto para poder saber de dónde proceden y qué los impulsa. Lo sabremos la próxima vez. No temas, volveré antes de que emprendan ningún movimiento hacia Italia. Pero puedo decirte dónde se encuentran en estos momentos. Los teutones, tigurinos, marcomanos y queruscos tratan de cruzar el Rhenus y pasar a Germania, mientras que los cimbros van a cruzar los Pirineos para pasar a Hispania. No creo que ninguno de los dos grupos lo consiga -añadió Sila dejando la copa-. ¡Ah, qué vino tan bueno!

Mario llamó al oficial de servicio.

– Que vengan tres hombres de confianza, y mirad de encontrar alojamiento cómodo para el rey Copilo. Desgraciadamente habrá que encerrarle, pero sólo hasta que lo enviemos a Roma.

– Yo no le enviaría a Roma -dijo Sila, pensativo, una vez que hubo salido el oficial-. En realidad, yo tendría mucho cuidado respecto a dónde enviarle.

– ¿Por Cepio? ¡No se atrevería! -dijo Mario.

– Fue él quien robó el oro -replicó Sila.

– De acuerdo, lo retendremos en Nersia -dijo Mario, tajante-. Quinto Sertorio, ¿no tendrá tu madre algunos amigos que pudieran alojar al rey un año o dos? Yo me encargaría de los gastos.

– Ya encontrará a alguien -respondió Sertorio.

– ¡Qué suerte! -exclamó Mario, regocijado-. Nunca pensé que hallaríamos pruebas para mandar a Cepio al exilio, y ahora, con el rey Copilo, las tenemos. Lo guardaremos prudentemente hasta que volvamos a Roma después de derrotar a los germanos; y luego acusaremos a Cepio de extorsión y traición.

– ¿Traición? -inquirió Sila, perplejo-. ¡Con las amistades que tiene en las centurias, imposible!

– Ah -replicó Mario-, pero los amigos de las centurias no podrán ayudarle cuando le juzgue por traición el tribunal especial formado sólo por caballeros.

– ¿Qué te traes entre manos, Cayo Mario? -inquirió Sila.

– ¡Para el año que viene tengo dos tribunos de la plebe míos! -exclamó Mario con gesto de triunfo.

– A lo mejor no los eligen -terció Sertorio, lacónico.

– ¡Claro que los elegirán! -dijeron Mario y Sila a coro.

Los tres se echaron a reir y el prisionero siguió de pie con gran dignidad, fingiendo que no entendía latín, esperando su destino.

En ese momento, Mario recordó el concepto de la cortesía y siguió hablando en griego para que Copilo pudiese tomar parte en la conversación, tras prometerle que pronto le liberaría de las cadenas.


* * *

– Quinto Cecilio -dijo Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico-, ¿sabes que estoy disfrutando con mi trabajo en Ostia? Aquí me tienes, con cincuenta y cinco años, calvo como un huevo y con tantas arrugas que mi barbero ya casi no puede afeitarme, ¡y vuelvo a sentirme como un muchacho! ¡Con qué soltura resuelvo los problemas! Recuerdo que cuando tenía treinta años se me hacían más insuperables que los Alpes y ahora, a los cincuenta y cinco, son como simples pedruscos.

Escauro había regresado a Roma para asistir a una reunión especial del Senado convocada por el praetor urbanus Cayo Memio, para discutir un asunto preocupante relativo a Cerdeña; el segundo cónsul, Cayo Flavio Fimbria, estaba indispuesto, cosa que, al parecer, era frecuente aquellos días.

– ¿Os ha llegado el rumor? -inquirió Metelo el Numídico conforme subían la escalinata de la curia hostilia y entraban en ella; el heraldo aún no había convocado a la cámara para que se reuniera y la mayoría de los senadores ya presentes, en vez de aguardar fuera, habían entrado y charlaban en espera de que diera comienzo la sesión con la ofrenda de un sacrificio y plegarias del magistrado oficiante.

– ¿Qué rumor? -replicó Escauro sin prestar mucha atención, pues aquellos días todos sus pensamientos los ocupaba el abastecimiento de trigo.

– Lucio Casio y Lucio Marcio se han aliado y tratan de proponer a la Asamblea de la plebe que nombren otra vez candidato consular a Cayo Mario, nada menos que in absentia.

Escauro se detuvo a unos pasos de donde su criado había colocado su silla, en la habitual primera fila, entre las de Metelo el Numídico y Metelo Dalmático, pontífice máximo, y se quedó mirando perplejo a Metelo.

– ¡No osarán! -dijo.

– ¡Ah, ya lo creo! ¿Os imagináis? Un tercer consulado seguido es algo sin precedentes… ¡es como nombrarle dictador! ¿Por qué en las raras ocasiones en que Roma necesitó un dictador se limitó la duración del cargo a seis meses, sino para asegurar que al nominado no se le imbuía la idea de su propia supremacía? ¡Y ahora nos vemos con ese rústico dictando las reglas y saliéndose con la suya! -exclamó Metelo, enfurecido.

Escauro se sentó en su silla como un viejo.

– Es culpa nuestra -dijo midiendo las palabras-. No hemos tenido el valor de nuestros antepasados para librarnos de esta seta venenosa. ¿Por qué se eliminó a Tiberio Graco, a Marco Fulvio y a Cayo Graco, y este Cayo Mario sobrevive? ¡Se habría debido acabar con él hace años!

– Es un rústico -replicó Metelo el Numídico encogiéndose de hombros-. Los Gracos y Fulvio Flaco eran nobles. Seta venenosa es la mejor definición… brota de la noche a la mañana, pero cuando uno llega a cortarla, ha crecido en otra parte.

– ¡Eso tiene que acabarse! -exclamó Escauro-. ¡Nadie puede ser elegido cónsul in absentia, y menos dos veces consecutivas! Ese hombre ha pisoteado las tradiciones de gobierno romanas más que nadie en toda la historia de la república. Empiezo a creer que quiere ser rey de Roma, no el primer hombre de Roma.

– Yo pienso lo mismo -dijo Metelo el Numídico tomando asiento-. Pero, ¿cómo podríamos desembarazarnos de él? ¡Nunca está aquí suficiente tiempo para asesinarle!

– Lucio Casio y Lucio Marcio -repitió Escauro en tono de sorpresa-. ¡No lo entiendo! Son nobles de familias plebeyas de lo mejor y más antiguas… ¿No podría nadie apelar a su sentido de lo conveniente y lo decente?

– Bueno, todos conocemos a Lucio Marcio -dijo Metelo-. Mario le ha pagado las deudas y por primera vez en su azarosa vida es una persona solvente. Pero Lucio Casio es distinto. Se ha vuelto morbosamente sensible a la opinión de la plebe sobre los generales incompetentes como su padre y de la fama de Mario entre el pueblo. Yo creo que piensa que si logra que se le asocie a Mario venciendo a los germanos, ganará fama para su familia.

– ¡Umm! -replicó Escauro por toda respuesta.

Ya no pudieron seguir hablando porque se encontraban todos los senadores en sus puestos y Cayo Memio, que aquellos días se hallaba muy ojeroso y más guapo que nunca, se puso en pie para tomar la palabra.

– Padres conscriptos -comenzó a decir, con un papel en la mano-, he recibido una carta de Cerdeña de Cneo Pompeyo Estrabo. Me la ha dirigido a mí en vez de a nuestro estimado cónsul Cayo Flavio, porque, como pretor urbano que soy, es mi deber supervisar los juzgados de Roma.

Hizo una pausa para dirigir una fiera mirada a las filas de atrás, con la que casi consiguió parecer feo; los senadores sin voto comprendieron perfectamente y se aprestaron a poner cara de suma atención.

– Para recordaros a los de atrás que apenas honráis a esta cámara con vuestra presencia, diré que Cneo Pompeyo Estrabón es cuestor del gobernador de Cerdeña, que creo recordaréis que este año es Tito Anio Albucio. ¿Queda bien entendida la complicada relación, padres conscriptos? -inquirió con evidente sarcasmo.

Se oyó un murmullo general, que Memio interpretó como consenso.

– ¡Bien! -añadió-. Entonces procederé a leer la carta que me ha dirigido Cneo Pompeyo. ¿Escucháis?

Otro murmullo.

– ¡Bien! -repitió Memio desenrollando la carta y poniéndose a leer con voz clara y dicción firme e impecable.


Os escribo, Cayo Memio, para solicitar se me permita procesar a Tito Anio Albucio, gobernador propraetor de nuestra provincia de Cerdeña, inmediatamente después de nuestro regreso a Roma a finales del año. Como sabe esa cámara, hace un mes Tito Anio comunicó su éxito en la erradicación del bandidaje en la provincia y solicitó una ovación por su obra. Solicitud que le fue justamente denegada. Aunque quedaron erradicadas ciertas redes de esos perniciosos individuos, la provincia no está ni mucho menos libre de bandoleros. Pero mis razones para procesar al gobernador se deben a su conducta antirromana al saber que su solicitud de ovación había sido denegada. No sólo motejó a los miembros del Senado de pandilla de irrumatores desconsiderados, sino que procedió, con grandes gastos, a celebrar una farsa de triunfo por las calles de Carales. Yo considero esta acción como una afrenta al Senado del pueblo de Roma, y ese burdo triunfo, una traición. De hecho, me siento tan indignado, que me obstino en ser yo mismo quien dirija el proceso. Os ruego me contestéis lo antes posible.


Memio dejó la carta en medio de un profundo silencio.

– Agrádecería la opinión del docto portavoz de la cámara, Marco Emilio Escauro -dijo, y tomó asiento.

Escauro, con severo gesto en su arrugado rostro, se dirigió al centro de la cámara.

– Es curioso -comenzó diciendo- que estuviese yo hablando de asuntos parecidos a éste antes de abrirse la sesión. De asuntos que indican la erosión de nuestros tradicionales métodos de gobierno y conducta personal en el gobierno. En los últimos años, este augusto cuerpo formado por los más excelsos hombres de Roma viene sufriendo la pérdida, no sólo de su poder sino de su dignidad como brazo más antiguo del gobierno. A nosotros, ¡los hombres más relevantes de Roma!, ya no se nos permite dirigir el rumbo del Estado. Nosotros, ¡los hombres más relevantes de Roma!, nos hemos acostumbrado a que el pueblo… políticos veleidosos, inexpertos, irreflexivos y advenedizos, se han acostumbrado a que el pueblo nos haga besar el polvo. Nosotros, ¡los hombres relevantes de Roma!, ya no contamos. Nuestra prudencia, nuestra experiencia, la distinción de nuestras familias durante tantas generaciones desde la fundación de la república, ya no cuentan para nada. Sólo importa el pueblo. Y yo os digo, padres conscriptos, ¡que el pueblo no tiene dotes para gobernar Roma!

Se volvió hacia las puertas abiertas y dirigió la voz hacia la zona de los comicios.

– ¿Qué porción del pueblo dirige la Asamblea de la plebe? -tronó-. ¡Hombres de la segunda, tercera y hasta cuarta clase, caballeros irrelevantes y ambiciosos que quieren dirigir Roma como si fuese su propio negocio, tenderos y pequeños granjeros, incluso artesanos venidos a más para tener varias galerías escultóricas, cómo he visto yo denominar a un patio! ¡Y hombres que se llaman abogados, pero que tienen que buscarse clientes entre los bucólicos y los imbéciles, y hombres que se denominan agentes y son incapaces de definir de qué son agentes! ¡Sus actividades privadas los aburren y se dedican a acudir a los comitia jactándose de que ellos en sus preciosas tribus pueden gobernar Roma mejor que nosotros en la exclusividad de esta curia! ¡La jerga política chorrea de su boca cual vómito fétido y grumoso, y parlotean de subvencionar a este o a aquel tribuno de la plebe, aplaudiendo cuando las prerrogativas senatoriales se conceden a los caballeros! ¡Son hombres medios esa gente! ¡Ni lo suficiente grandes para pertenecer a la primera clase de las centurias, ni lo bastante bajos para dedicarse a sus propios asuntos en la quinta clase y en el censo por cabezas! ¡Os lo repito, padres conscriptos, el pueblo no tiene dotes para gobernar Roma! Se le ha concedido excesivo poder y en su presuntuosa arrogancia, fomentada e instigada, hay que añadir, por diversos miembros de esta cámara cuando eran tribunos de la plebe, ahora alardean de ignorar nuestros consejos, nuestras orientaciones, nuestras personas!

Todos sabían que aquello iba a ser uno de los memorables discursos de Escauro; su propio secretario y otros escribas no paraban de anotarlo todo por escrito al pie de la letra, y él peroraba a un discreto ritmo para que quedara constancia de todo lo que decía.

– Ha llegado la hora -prosiguió con voz estentórea- de que en el Senado invirtamos ese proceso. ¡Ha llegado la hora de que demostrémos al pueblo que ellos son subalternos en esta empresa común de gobernar! -lanzó un suspiro y siguió en tono coloquial-: Por supuesto que los orígenes de este deterioro del poder senatorial son fáciles de discernir. Esta augusta cámara ha permitido el acceso a demasiados advenedizos, a demasiadas setas venenosas, a demasiados hombres nuevos, a cargos de magistratura superior. ¿Qué significa en definitiva el Senado de Roma para un hombre que ha tenido que limpiarse la mierda de cerdo del rostro antes de llegar a Roma para probar su suerte en política? ¿Qué significa el Senado de Roma para alguien que, en el mejor de los casos, es un latino a medias, originario de las tierras fronterizas de los samnitas… que alcanzó su primer consulado amparado en las faldas de la mujer patricia que compró? ¿Y qué significa el Senado de Roma para un híbrido bizco de las colinas infectadas de celtas del norte de Picenum?

Que Escauro fuese a atacar a Mario era algo lógicamente esperado, pero la gracia estaba en su aproximación bastante sesgada, y la cámara acusaba la reprimenda, escuchando con una actitud mezcla de interés y deber.

– Nuestros hijos, padres conscriptos -añadió en tono quejumbroso-, son seres timoratos que crecen en una atmósfera que ahoga al Senado de Roma hasta en su tarea de insuflar vida al pueblo de Roma. ¿Cómo podemos esperar que nuestros hijos vayan a gobernar Roma en su día, si el pueblo los intimida? ¡Os lo repito, si no habéis empezado ya, desde hoy mismo debéis comenzar a educar a vuestros hijos para que se hagan fuertes en el Senado e implacables con el pueblo! ¡Hacedles entender la natural superioridad del Senado! ¡Y preparadlos para luchar por el mantenimiento de esa superioridad natural!

Se había apartado de la entrada y ahora dirigía su perorata al banco de los tribunos, que estaba lleno.

– ¿Quiere alguien decirme por qué un miembro de esta augusta cámara puede deliberadamente optar por minarla? ¿Puede alguien decírmelo? ¡Porque es algo que sucede constantemente! ¡Y ahí están sentados, llamándose senadores, miembros de esta augusta cámara! ¡Y también llamándose tribunos de la plebe! ¡Ahora sirven a dos señores! Y yo os digo, recordémosles que son antes que nada senadores, y tribunos de la plebe después. Que su real cometido ante la plebe es educarla a ese papel subordinado. Pero ¿es lo que hacen? ¡No! ¡Claro que no! Sí, algunos de esos tribunos guardan lealtad al orden establecido, lo admito, y por ello son encomiables. Otros, como siempre ha sucedido desde que el mundo es mundo, no hacen nada por el Senado ni por el pueblo, temerosos de que si se sientan a un extremo u otro del banco de los tribunos el resto se levante y ellos caigan al suelo en medio del ridículo. Pero es que hay otros, padres conscriptos, que deliberadamente se dedican a minar a esta augusta cámara, al Senado de Roma. ¿Por qué? ¿Qué es lo que puede inducirlos a destruir su propio orden?

Los diez que ocupaban el banco de tribunos adoptaron una serie de actitudes, fiel reflejo de su propia tendencia política: los senadores leales estaban erguidos, altaneros, satisfechos; los del centro del banco se rebullían con la vista baja, y los tribunos activos aguantaban la diatriba desafiantes y muy serios.

– Yo os diré por qué, colegas senadores -continuó Escauro con una voz que rezumaba gozo-. Porque algunos se dejan comprar como baratijas de mercadillo. ¡A ésos todos los comprendemos! Pero hay otros con motivaciones más sutiles, y entre éstos el primero fue Tiberio Sempronio Graco. Hablo de la clase de tribuno de la plebe que ve en ella un instrumento para sus propias ambiciones, la clase de hombre que codicia la categoría de primer hombre de Roma sin ganársela entre sus pares, como hizo Escipión Emiliano, Escipión Africano y Emilio Paulo, y, os ruego me perdonéis todos por la presunción, Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado. Hemos adoptado un vocablo griego para describir el estilo de tribunos de la plebe de Tiberio y Cayo Graco: los llamamos demagogos. No obstante, no lo empleamos exactamente igual que los griegos. Nuestros demagogos no arrastran a toda la ciudad al Foro pidiendo sangre, tiran a los senadores por la escalinata de la curia y hacen su voluntad mediante la violencia de las masas. Nuestros demagogos se contentan con inflamar a los que habitualmente se congregan en la zona de comicios y hacen su voluntad por medio de la legislación. Sí, claro, hay violencia de vez en cuando, pero no es frecuente; somos nosOtros, el Senado, quienes tenemos que recurrir a la violencia para restablecer el status quo. Porque nuestros demagogos son legisladores y leguleyos, más sutiles, más rencorosos, ¡mucho más peligrosos que los que incitan a la revuelta! Corrompen al pueblo para lograr sus ambiciones. Y eso, padres conscriptos, no tiene nombre. Y, sin embargo, se hace todos los días y cada día es más evidente. El atajo hacia el poder, el camino fácil hacia la preeminencia.

Calló un instante, dio media vuelta, recogió con la mano izquierda los amplios pliegues de su toga bordada en púrpura que le caían del hombro izquierdo y se los ajustó al cuello; a continuación flexionó el brazo derecho desnudo para dar énfasis gestual a sus palabras.

– El atajo al poder, el camino fácil a la preeminencia -repitió con voz estentórea-. Bien, todos conocemos a esa clase de hombres, ¿no es cierto? El primero es Cayo Mario, nuestro estimado primer cónsul, quien, según tengo entendido, está otra vez a punto de hacerse elegir cónsul ¡y otra vez in absentia! cPor deseo nuestro? ¡No! ¡Por medio del pueblo, naturalmente! ¿Cómo, si no, iba a haber llegado Cayo Mario a donde ha llegado de no haber sido por el pueblo? Algunos de nosotros le hemos combatido con uñas y dientes, le hemos combatido con todos los recursos legales de nuestro arsenal constitucional. ¡Pero en vano! Cayo Mario cuenta con el apoyo del pueblo, el oído del pueblo, y echa dinero en las bolsas de algunos de los tribunos de la plebe. En los tiempos actuales, basta con eso. Ese es Cayo Mario. Pero no me he levantado para hablar de Cayo Mario. Me perdonaréis, padres conscriptos, por dejar que mis sentimientos me hagan apartarme de lo esencial de mi exposición.

Volvió al sitio que ocupaba antes y se volvió hacia el estrado en que estaban sentados los magistrados curules, dirigiéndose a Cayo Memio.

– Me he levantado para hablar de otro arribista, una modalidad de arribismo menos ostensible que la de Cayo Mario. La clase de arribista que aduce antepasados senatoriales y habla bien el griego, que ha tenido una buena educación y vive en una casa lo bastante lujosa en la que sus ojos nunca han visto mierda de cerdo, es decir, en la que nunca ha visto nada de nada. No es un romano descendiente de romanos, por mucho que diga. Me refiero a Cneo Pompeyo Estrabo, legado de esta augusta cámara para servir al gobernador de Cerdeña, Tito Anio Albucio.

"Y bien, ¿quién es este Cneo Pompeyo Estrabo? Un Pompeyo que dice tener vínculos de sangre con los Pompeyos de esta cámara desdé hace generaciones, aunque seria interesante ver hasta qué punto son verdad esos vínculos. Rico como Craso, con una clientela que cubre casi la mitad del norte de Italia, un rey dentro de sus tierras. Ese es Cneo Pompeyo Estrabo.

"Miembros del Senado -añadió casi a gritos-, ¿adónde va a llegar esta augusta cámara si un senador bisoño disfrazado de cuestor tiene la osadía y el… el… descaro de acusar a su superior? ¿Tan faltos de jóvenes romanos estamos que no podemos sentar culos romanos en trescientas escasas sillas? ¡Me… me… escandaliza! ¿Es que ese Pompeyo bizco está tan poco instruido en los detalles de comportamiento que debe guardar un miembro del Senado como para llegar a imaginarse que puede acusar a su superior? ¿Qué nos sucede que consentimos que gentes como Pompeyo el bizco sienten sus posaderas en una silla senatorial? ¿Cómo es que se atreve a cosa semejante? ¡Por ignorancia y falta de clase, por eso se atreve! ¡Hay cosas, conscriptos padres, que no se hacen! Cosas como acusar a un superior o a un pariente próximo, incluidos los que lo son por matrimonio. ¡No se hacen! ¡Descarado, bovino, grosero, inculto, presuntuoso, estúpido… nuestra lengua latina carece de epítetos suficientes para calificar los defectos de una seta venenosa como este Cneo Pompeyo Estrabo, ese Pompeyo bizco!

Del banco de los tribunos se alzó una voz.

– ¿Es que inferís, Marco Emilio, que hay que alabar la conducta de Tito Anio Albucio? -inquirió Lucio Casio.

El príncipe del Senado se revolvió como una cobra.

– ¡Oh, no seáis ingenuo, Lucio Casio! -replicó-. Aquí no se trata de Tito Anio. Naturalmente que ese asunto se tratará como es debido, en este caso con un proceso. Si se le declara culpable, recibirá el castigo que la ley prescribe. Pero aquí de lo que se trata es del protocolo, la cortesía, la etiqueta, en otras palabras, Lucio Casio, ¡de modales! ¡Esa seta venenosa de Pompeyo el bizco es culpable de una flagrante transgresión de modales!

Se volvió hacia la cámara.

– Propongo, padres conscriptos, que Tito Anio Albucio responda de cargos con cariz de traición, pero que el praetor urbanus escriba al mismo tiempo una carta contundente al cuestor Cneo Pompeyo Estrabo diciéndole que, primero, bajo ninguna circunstancia se le permitirá procesar a un superior, y, segundo, que tiene modales de patán.

La cámara votó con un nutrido aplauso, a guisa de consenso.

– Cayo Memio, yo creo -dijo Lucio Marcio Filipo con un tonillo nasal de irreprochable superioridad aristocrática, dolido por la alusión de Escauro de que Mario había comprado sus servicios- que la cámara debería nombrar ahora mismo un fiscal para el caso de Tito Anio Albucio.

– ¿Alguna objeción? -preguntó Memio mirando a los senadores.

No había objeciones.

– Muy bien, que conste que la cámara nombrará un fiscal para el proceso contra Tito Anio Albucio. ¿Nombres…? -añadió Memio.

– ¡Oh, querido praetor urbanus; no puede haber más que un solo nombre! -replicó Filipo con el mismo tonillo.

– Pues, decidlo, Lucio Marcio.

– Pues el ducho abogado del Foro César Estrabo -contestó Filipo-. Vamos, que no le ahorremos a Tito Anio la impresión de que le persigue una voz de su pasado. ¡Yo creo que el fiscal debe ser bizco!

La cámara estalló en una risotada; y Escauro como el que más. Cuando cesó la hilaridad, todos votaron por unanimidad nombrar fiscal del proceso contra Tito Anio Albucio al joven Cayo Julio César Estrabo, hermano menor de Catulo César y Lucio César, vengándose así de Pompeyo Estrabo. Cuando éste recibió la severa carta del Senado (más una copia del discurso de Escauro, que adjuntó Cayo Memio para echar sal en la herida), comprendió perfectamente. Y juró que algún día tendría a todos aquellos aristócratas altaneros del Senado a su merced, igual que ellos le tenían a él en aquel momento.


Pese a los ingentes esfuerzos que desplegaron, ni Escauro ni el Numídico pudieron conseguir suficientes votos en la Asamblea de la plebe para impedir la nominación de Cayo Mario como candidato al consulado in absentia. Y tampoco pudieron modificar la actitud de la Asamblea de las centurias, porque a los electores de la segunda clase aún les dolía la afirmación de Escauro en su memorable discurso de que eran hombres medio, tan despreciables como los de la tercera y cuarta. La Asamblea centuriada prorrogó el mandato de Mario para contener a los germanos y no quiso saber de nadie más para el cargo. Elegido primer cónsul por segunda vez consecutiva, Cayo Mario era el hombre del momento, y podía sin ambages decirse el primer hombre de Roma.

– Pero no primus ínter pares -dijo Metelo el Numídico al joven Marco Livio Druso, que había regresado al Foro tras su breve carrera militar del año anterior. Se habían encontrado ante el tribunal del pretor urbano y Druso iba acompañado de su amigo y cuñado Cepio hijo.

– Mucho me temo, Quinto Cecilio -dijo Druso sin el menor deje de apología-, que por una vez no coincido con la opinión de mis iguales. Yo voté por Cayo Mario… Sí, eso os deja perplejo, ¿verdad? Pero es que no sólo voté por Cayo Mario, sino que se lo aconsejé a casi todos mis amigos y clientes.

– ¡Sois un traidor a vuestra clase! -espetó el Numídico.

– En absoluto, Quinto Cecilio. Mirad, yo estuve en Arausio -replicó apaciblemente Druso-, y vi con mis propios ojos lo que sucede cuando el elitismo senatorial se antepone al buen sentido romano. Y os digo sinceramente que si Cayo Mario fuese bizco como César Estrabo, tan descarado como Pompeyo Estrabo, tan bajo de cuna como un trabajador del puerto de Roma, tan vulgar como el caballero Sexto Perquetieno… aun así le votaría. No creo que exista un militar de su talla, y yo no toleraría que nombraran por encima de él a un cónsul que le tratase como Quinto Servilio Cepio trató a Cneo Malio Máximo.

Y Druso le dio la espalda con gran dignidad y se alejó, dejándole con la boca abierta.

– Ha cambiado -comentó Cepio hijo, que aún seguía a Druso, aunque con menos entusiasmo desde su regreso de la Galia Transalpina-. Mi padre dice que si Marco Livio no se anda con cuidado, se volverá un demagogo de cuidado.

– ¡No puede! -exclamó Metelo el Numídico-. Su padre el censor fue uno de los enemigos más pertinaces de Cayo Graco, y el joven Marco Livio ha recibido una educación eminentemente conservadora.

– Arausio le ha hecho cambiar -insistió Cepio hijo-. Quizá fuese el golpe que recibió en la cabeza… eso es lo que cree mi padre, desde luego, pues desde su regreso es uña y carne con ese marso llamado Silo, del que se hizo amigo después de la batalla -añadió con desdén-. Ese Silo es de Alba Fucentia y se pasea por casa de Marco Livio como si fuera suya; se pasan horas sentados hablando y nunca me invitan a estar con ellos.

– Un asunto lamentable, Arausio -dijo Metelo el Numídico, llegando a un forzado eufemismo, pues se lo comentaba al hijo del principal responsable.

Cepio hijo se escabulló en cuanto pudo y se fue a casa embargado por una insatisfacción que venía de lejos, no sabía exactamente de cuándo, pero más o menos desde que se había casado con la hermana de Druso y éste se había casado con la hermana de él. No había fundamento para sentirse así, pero sentía algo. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde Arausio! Tampoco su padre era el mismo; tan pronto se echaba a reír por algún chiste que él no entendía, como caía en la más profunda desesperación por la ola de resentimiento público que se había desencadenado o, al poco, comenzaba a despotricar a voces diciendo que era una injusticia, pero Cepio hijo no acababa de entenderle.

Y él mismo tampoco lograba sentirse totalmente inocente por lo de Arausio; mientras que Druso, Sertorio y Sexto César, incluso aquel Silo, quedaron en el campo de batalla dados por muertos, él había cruzado apresuradamente el río como un miserable, con las mismas ansias de sobrevivir que los reclutas bisoños del censo por cabezas de su legión. Naturalmente, esto nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a su padre. Era el tremendo secreto del joven Cepio. No obstante, siempre que veía a Druso Se preguntaba lo que éste sospecharía.

Su esposa, Livia Drusa, se hallaba en la sala de estar con la niña sobre las rodillas, porque acababa de darle el pecho. Como de costumbre, fue acogido con una sonrisa que habría debido reconfortarle; pero no sucedía eso. Los ojos de Livia desmentían el resto de su rostrO, pues no Se iluminaban con ninguna sonrisa ni los animaba ningún fulgor de interés. Siempre que le hablaba o le escuchaba, Cepio hijo se daba cuenta de que nunca le miraba. Sin embargo, era el más afortunado de los mortales con una esposa tan amable y complaciente: nunca rehuía sus requerimientos sexuales ni alegaba estar cansada. Claro que en tales ocasiones él no podía ver sus ojos y no podía saber con certeza si los animaba un destello de placer.

Un hombre más inteligente y perspicaz habría amablemente exigido a Livia Drusa esas cosas, pero Cepio hijo lo dejaba todo a la imaginación y no podía darse cuenta de que tenía muy poca. Lo que si tenía era suficiente agudeza mental para darse cuenta de que había algo que no funcionaba en absoluto, pero carecía de la suficiente agudeza mental para deducir el qué. No se le ocurrió, por supuesto, pensar que ella no le amaba, pese a que antes de casarse estaba convencido de que no le gustaba. Pero eso había sido cosa de su imaginación, porque no podía dejar de gustarle si era tan buena esposa romana. Así que tenía que amarle.

Para Cepio hijo, su hija Servilia era más un objeto que un ser humano, por la decepción que se había llevado al no nacer un niño. Se sentó, mientras Livia Drusa daba unas friegas en la espalda a la pequeña y luego se la entregaba a la niñera macedonia.

– ¿Sabías que tu hermano ha votado por Cayo Mario en las elecciones consulares? -inquirió.

– No -respondió Livia Drusa, con un fulgor en la mirada-. ¿Estás seguro?

– Se lo ha dicho hoy a Quinto Cecilio Metelo el Numídico. Yo estaba delante. Y volvió a repetir lo de Arausio. ¡Oh, desearía que los enemigos de mi padre le dejasen morir de muerte natural!

– Deja que pase el tiempo, Quinto Servilio.

– Es que cada vez es peor -replicó él, abatido.

– ¿Vas a quedarte a cenar?

– No, en realidad voy a volver a salir. Cenaré en casa de Lucio Lucinio Orator. Vendrá también Marco Livio.

– Ah -respondió ella lacónica.

– Lo siento; iba a decírtelo esta mañana pero se me olvidó -añadió él, levantándose-. ¿No te importa, verdad?

– No, claro que no -contestó Livia Drusa con voz neutra.

Claro que le importaba; no porque le gustase la compañía de su marido, sino porque si él se lo hubiese advertido, se habría ahorrado dinero y tiempo en la cocina. Vivían con su suegro Cepio, que siempre se estaba quejando de las facturas y constantemente le reprochaba a ella no ser un ama de casa cuidadosa, sin ocurrírsele pensar que tanto a él como a su hijo les tenía sin cuidado avisarla de lo que pensaban hacer, y así cada día se veía obligada a tener preparada una comida que muchas veces no se consumía y de la que daban cuenta los esclavos.

– Domina, ¿llevo a la niña a su cuarto? -inquirió la niñera macedonia.

– Sí -respondió Livia Drusa, saliendo de su ensimismamiento, sin siquiera dirigir a la niña una mirada mientras se la llevaba la criada. La estaba amamantando no porque fuese mejor para la pequeña, sino porque sabía que mientras le diera el pecho no volvería a quedarse encinta.

No quería mucho a aquella niña; cada vez que la miraba era como si viese un Cepio en miniatura: piernas cortas, una piel tan oscura que resultaba inquietante, vello negro en espalda, brazos y piernas y un pelo negro y tieso que le cubría la frente y la nuca cual pelaje de animal. Para Livia Drusa, aquella niña era deplorable; ni siquiera se le ocurría encontrarle alguna gracia, y eso que las tenía; por ejemplo, aquellos ojazos negros, promesa de una gran belleza, o la boquita de rosa, apacible y callada.

Los dieciocho meses de matrimonio no habían servido para que Livia Drusa aceptase su suerte, pese a que en ningún momento desobedecía lo que le mandaba Cepio; su cortesía y afán eran intachables. Incluso en sus frecuentes relaciones sexuales con él, actuaba irreprochablemente. Gracias que su alta cuna y clase social le impedían una reacción ardiente, porque Cepio se habría quedado atónito de haberla oído jadear de placer o viéndola revolcarse en la cama, lasciva como una concubina. Todo lo que estaba obligada a hacer lo cumplía como una buena esposa; se tumbaba de espaldas, sin juego de caderas y con una leve efusión dentro de un pudor impenetrable. ¡Ah, pero qué difícil era! Más difícil que ninguna otra cosa, porque cuando su marido la tocaba, deseaba gritar que no la violase y vomitarle en la cara.

Le resultaba imposible sentir compasión por aquel hombre, que, a decir verdad, no había hecho nada para merecer su repulsa. El y su hermano Druso se habían convertido en un binomio terrorífico capaz de convertirla en un guiñapo. Atenazada por el temor, pasaba los días pensando en morir sin saber lo que era vida.

Lo peor de todo era la reclusión en que vivía. La casa de Servilio Cepio estaba en la parte del Palatino que daba al Circo Máximo, enfrente del Aventino, y no había casas debajo, sino un vertiginoso acantilado; y ya no tenía ocasión de asomarse al balcón para ver al pelirrojo Odiseo, como hacía en casa de su hermano.

Su suegro Cepio era un hombre particularmente desagradable que resultaba más insoportable cada día que pasaba; ni siquiera tenía una esposa que fuese para ella un consuelo, y era tan escaso el trato que mantenía con padre e hijo, que nunca se había atrevido a preguntarles si existía tal mujer. Y, claro, el malhumor del suegro aumentaba cada vez más como consecuencia del desastre de Arausio. Primero le habían despojado del imperium, después, el tribuno de la plebe Lucio Casio Longino había conseguido que aprobasen una ley privándole del asiento en el Senado y, ahora, no había mes en que algún demagogo emprendedor no tratara de procesarle acusándole de traición. Virtualmente confinado en aquella casa por el virulento odio de la multitud y su propio sentido de conservación, Cepio padre se pasaba la mayor parte del tiempo observándola y criticándola acerbamente.

Cierto que ella, con algunas tonterías, agravaba la situación. Un día, aquella manía de su suegro de estar siempre mirándola la puso tan furiosa, que salió al jardín peristilo donde nadie podía oír lo que decía y se puso a hablar sola en voz alta, y cuando los esclavos comenzaron a agruparse bajo la columnata, preguntándose en voz baja qué es lo que pasaría, su suegro había salido del despacho como una fiera, llegándose hasta ella con cara de pocos amigos.

– ¿Pero qué es lo que haces? -le había dicho.

– Estoy recitando la trova de Odiseo -había contestado ella, abriendo mucho los ojos en gesto de inocencia.

– ¡Pues no lo hagas! ¡Estás dando un espectáculo! ¡Los criados comentan que te has vuelto loca! ¡Si quieres recitar a Homero, hazlo donde la gente sepa que es Homero! No sé por qué haces una cosa así…

– Por pasar el tiempo -respondió ella.

– Hay mejores maneras de pasar el tiempo, muchacha. Siéntate al telar, acuna a tu niña o haz cosas de mujer. ¡Vamos, vamos, fuera de aquí!

– Yo no sé lo que hacen las mujeres, padre -replicó ella, poniéndose en pie-. ¿Qué hacen las mujeres?

– ¡Volver locos a los hombres! -había replicado él, regresando al despacho, que cerró de un portazo.

Después hizo aún más, porque siguió el consejo de su suegro y se sentó ante el telar. Sí, pero a tejer una serie de vestidos de luto y hablando en voz alta mientras trabajaba con un imaginario rey Odiseo, diciéndole que había estado muchos años lejos y que tejía vestidos de luto para retrasar el momento de la elección de otro esposo; de vez en cuando cesaba en su monólogo y se inclinaba como escuchando a alguien.

En esta ocasión, Cepio padre envió a su hijo a que viese qué le pasaba.

– Estoy tejiendo mi vestido funerario -dijo ella, muy tranquila-, a ver si averiguo cuándo vendrá el rey Odiseo a rescatarme. Un día vendrá a rescatarme.

– ¿Rescatarte? -inquirió Cepio hijo, atónito-. ¿De qué estás hablando, Livia Drusa?

– Nunca salgo de esta casa-respondió ella.

– ¡Por Juno! -exclamó Cepio, alzando las manos exasperado-, ¿qué te impide hacerlo?

Livia Drusa no sabía qué alegar.

– No tengo dinero -dijo.

– ¿Quieres dinero? ¡Yo te daré dinero, Livia Drusa! ¡Pero deja de preocupar a mi padre! -gritó Cepio, irritadísimo-. ¡Ve a donde quieras! ¡Compra lo que quieras!

Con cara muy sonriente, ella cruzó la habitación y le dio un beso en la mejilla.

– Gracias -le dijo con tanta sinceridad que hasta le abrazó.

¡Así de fácil! Se habían acabado aquellos años de reclusión forzada. Porque a Livia Drusa no se le había ocurrido que al pasar de la potestad de su hermano a la de su marido y su suegro las cosas habían cambiado un poco.


* * *

Cuando Lucio Apuleyo Saturnino fue elegido tribuno de la plebe, su agradecimiento para con Cayo Mario fue inconmensurable. ¡Ahora podía vengarse! Y pronto descubriría que no le faltaban aliados; otro de los tribunos de la plebe, un tal Cayo Norbano, era un cliente de Mario, de Etruria, y tenía una inmensa fortuna, aunque no influencia senatorial porque carecía de linaje. Y estaba Marco Bebio, uno del clan de tribunos de los Bebios, famosos por lo sobornables, a quien se podía recurrir fáciimente en caso de necesidad.

Desgraciadamente, el otro extremo del banco de los tribunos lo ocupaban tres adversarios de talla. En la punta se sentaba Lucio Aurelio Cota, hijo del finado cónsul Cota, sobrino del ex pretor Marco Cota y hermanastro de Aurelia, esposa del joven Cayo Julio César; a su lado tenía a Lucio Antistio Regino, de antepasados respetables pero no aristocráticos, de quien se decía que era cliente del cónsul Quinto Servilio Cepio y, por consiguiente, poco predispuesto en su contra. El tercero era Tito Didio, de una familia de Campania, un hombre muy tranquilo y eficiente que había adquirido buena fama de militar.

Los del centro del banco eran muy humildes tribunos de la plebe, y parecían pensar que su principal papel durante el año que tenían por delante iba a consistir en evitar que los dos extremos opuestos se degollasen mutuamente. Efectivamente, no existía mucho respeto reciproco entre los que Escauro vituperaba de demagogos y los que encomiaba por no perder de vista el hecho de que antes eran senadores que tribunos de la plebe.

No es que a Saturnino le importase. El había accedido al cargo con más votos que nadie, seguido de Cayo Norbano, lo que servía para que los conservadores se dieran cuenta de que no había disminuido el afecto del pueblo por Cayo Mario, y que éste había considerado que valía la pena gastar una buena suma de dinero en comprar votos para Saturnino y Norbano. Era preciso que ambos actuaran rápidamente, pues el interés por la Asamblea plebeya había disminuido notablemente en los tres últimos meses del año que acababa de expirar, debido en parte al aburrimiento del pueblo y también al hecho de que ningún tribuno de la plebe podía seguir aquel ritmo más de tres meses. Los tribunos de la plebe se cansaban pronto, como la liebre de Esopo, mientras que la senecta tortuga senatorial mantenía su ritmo.

– Sólo verán mi sombra -dijo Saturnino a Glaucia cuando se aproximaba el décimo día del mes de diciembre, fecha en que el nuevo colegio tribunicio asumía el cargo.

– ¿Qué es lo primero? -inquirió indolente Glaucia, algo decepcionado porque, siendo mayor que Saturnino, aún no había tenido ocasión de que le eligieran tribuno de la plebe.

– Una modesta ley agraria -respondió Saturnino con sonrisa de lobo- para ayudar a mi amigo y benefactor Cayo Mario.

Con minuciosidad de planteamiento y mediante un magnífico discurso, Saturnino incluyó en la orden del día una ley para distribuir el ager Africanus insularum, reservado en dominio público el año anterior por Lucio Marcio Filipo; ahora se repartiría entre los soldados del censo por cabezas del ejército de Mario, según un promedio de cien iurera (por cabeza). ¡Ah, cómo se había divertido con los aullidos de aprobación del pueblo, los alaridos de indignación del Senado, los puños alzados de Lucio Cota y el firme e inocente discurso de Cayo Norbano en apoyo de la medida!

– Nunca había imaginado lo interesante que es ser tribuno de la plebe -dijo una vez disuelto el contio, mientras cenaba con Glaucia en casa de éste.

– Si, desde luego, tuviste a los padres de la patria a la defensiva -añadió Glaucia recordando la escena-. ¡Creí que a Metelo el Numídico le iba a estallar una vena!

– Lástima que no fuera así -dijo Saturnino, reclinándose con un suspiro de contento y divagando con la mirada por entre los dibujos que el hollín de lámparas y braseros había dejado en el techo, que necesitaba urgentemente remozar-. Es curiosa su forma de pensar, ¿no? Basta con que se susurre el término "ley agraria" para que comiencen a despotricar contra los Gracos, horrorizados por la idea de dar algo si no es a cambio de otra cosa. ¡Hasta el censo por cabezas repudia el hecho de conceder algo gratis!

– Bueno, es que es un concepto muy nuevo para todo romano bien pensante -replicó Glaucia.

– Y una vez aprobado, comenzaron a chillar por el gran tamaño de las parcelas… diez veces mayores que una pequeña propiedad de Campania, dijeron. Se diría que saben de antemano que una isla de la Sirte menor tiene un rendimiento diez veces inferior a la peor explotación de Campania y que la lluvia es la décima parte de previsible -dijo Saturnino.

– Sí, pero el debate realmente se centraba en los millares de nuevos clientes con que se hace Cayo Mario, ¿no? -inquirió Glaucia-. Ahí es donde realmente les duele. Todos los veteranos del ejército del censo por cabezas son clientes potenciales del general, y más cuando éste se ha tomado la molestia de asegurarles un trozo de tierra para la vejez. ¡Le quedan obligados! Lo que sucede es que no ven que el Estado es su único benefactor, ya que es el Estado quien tiene que encontrar la tierra. Pero ellos se lo agradecen a su general, se lo agradecen a Cayo Mario, y eso es lo que indigna a los padres de la patria.

– De acuerdo. Pero la solución no está en oponerse, Cayo Servilio, sino en aprobar una ley general aplicable a todos los ejércitos del censo por cabezas de una vez para siempre… diez iugera de buena tierra para cada hombre que acabe su plazo de servicio en las legiones; digamos quince años… veinte, si quieres. Y eso independientemente de los generales al mando de los cuales sirva o de las distintas campañas en que combata.

– ¡Eso tiene demasiado sentido común, Lucio Apuleyo! -replicó Glaucia, riendo con ganas-. Y piensa en la oposición de todos los caballeros a los que una ley así afectaría… menos tierra para arriendo. ¡Y eso sin contar a nuestros estimados y bucólicos senadores!

– Si las tierras estuviesen en Italia, no digo que no -replicó Saturnino-. ¿Pero unas islas en la costa africana…? ¡Por favor, Cayo Servilio! ¿De qué les sirven a esos viejos perros guardianes de sus putrefactos huesos? ¡Compáralo con los millones de iugera que Cayo Mario ha dado en nombre de Roma en las riberas del Ubu y del Chelif y a orillas del lago Tritonis, y todo a esos mismos que ponen el grito en el cielo!

Glaucia puso en blanco sus ojos verde claro de largas pestañas, se tumbó de espaldas, dio una palmada y volvió a soltar una carcajada.

– De todos modos, a mí el discurso que más me gustó fue el de Escauro. Ese hombre es inteligente; los demás lo único que tienen es influencia. ¿Estás preparado para mañana en el Senado? -inquirió, alzando la cabeza y mirando a Saturnino.

– Creo que sí-respondió Saturnino, animado-. ¡Lucio Apuleyo vuelve al Senado! ¡Y esta vez no pueden echarme antes de que expire el cargo! Tendrían que movilizar a las treinta y cinco tribus, y eso no lo harían. Les guste o no a los padres de la patria, vuelvo a estar en su madriguera más irritado que una avispa.

Entró en el Senado como si fuese de él, con una majestuosa reverencia a Escauro y saludos con la mano derecha a ambos lados de la cámara, que se hallaba casi llena, indicio inequívoco de un fuerte debate. Se dijo que el resultado no importaba tanto, ya que el escenario en que se dirimiría el verdadero conflicto no era la curia hostilia, sino la zona de Comitia. Había llegado el día de defenderse con argumentos descarados y, además, con el cuestor de cereales caído en desgracia metamorfoseado como por encantamiento en tribuno de la plebe, una amarga sorpresa para los padres de la patria.

Con los padres conscriptos del Senado abordaría una nueva táctica, una táctica que pensaba aplicar luego a la Asamblea de la plebe. Iba a ser una prueba.

– Hace mucho tiempo que la esfera de influencia de Roma no se limita a Italia -comenzó diciendo-. Todos sabemos las contrariedades que Yugurta ha causado a Roma. Todos estamos eternamente agradecidos al estimado primer cónsul Cayo Mario por haber puesto fin tan admirablemente, y de forma tan definitiva, a la guerra en Africa. Pero ¿cómo puede Roma garantizar a las generaciónes futuras unas provincias pacificadas de las que puedan gozar sus frutos? Tenemos una tradición, vinculada a las tradiciones de los pueblos no romanos, por la que, aunque éstos vivan en nuestras provincias, son libres de continuar con sus ritos religiosos, sus costumbres comerciales, sus costumbres políticas. A condición de que ello no perjudique a Roma o suponga un peligro. Pero una de las consecuencias más deplorables de esta tradición de no injerencia es la ignorancia. Ninguna de nuestras provincias más allá de Italia, la Galia itálica y Sicilia está al corriente de las cosas de Roma como para que la población se sienta inclinada hacia la colaboración en detrimento de la resistencia. Si la población de Numidia nos hubiera conocido mejor, Yugurta jamás habría podido arrastrarla tras éL Si la población de Mauritania nos hubiera conocido mejor, jamás Yugurta habría convencido al rey Boco para que le apoyase.

Lanzó un carraspeo y comprobó que la cámara prestaba atención; pero tenía que llegar a la conclusión. Allá iba.

– Lo que nos lleva al asunto del ager Africanus insularum. Estas islas tienen poca importancia estratégica. Son pequeñas y esta cámara no las echará de menos. No hay oro, ni plata, ni hierro, ni especias exóticas. No son muy fértiles comparadas con los fabulosos graneros del río Bagradas, en el que muchos de los miembros de esta cámara tienen tierras, igual que muchos caballeros de la primera clase. Entonces, ¿por qué no dárselas a los soldados del censo por cabezas de Cayo Mario cuando se retiren? ¿Queremos realmente vivir abrumados con cuarenta mil veteranos proletarios en las tabernas y calles de Roma? Sin trabajo, sin nada que hacer, empobrecidos después de haberse gastado su pequeña parte del botín… ¿No es mejor para ellos, y para Roma, asentarlos en el Ager Africanus insularum? Porque, padres conscriptos, hay un trabajo que pueden hacer cuando se retiren. ¡Llevar Roma a la provincia de Africa! ¡Nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestros dioses, nuestro modelo de vida! A través de esos valientes y animosos expatriados, los pueblos de la provincia africana nos comprenderán mejor; porque esos valientes y animosos expatriados son gente del común; ni más rica, ni más inteligente, ni más privilegiada que la mayoría de los indígenas, y estarán en contacto diario con la población; algunos se casarán con mujeres indígenas, confraternizarán unos con otros y, en definitiva, habrá menos guerra y más paz.

Lo había expuesto con gran persuasión, razonando, sin ningún tipo de frases grandilocuentes ni gestos retóricos, y conforme se enardecía en la perorata comenzó a creer que podría conseguir que los tercos miembros de aquel organismo elitista fuesen capaces de ver las esperanzas que abrigaban para Roma los hombres como Cayo Mario, ¡y como él!

Mientras regresaba a su extremo del banco de los tribunos, no notó nada en el silencio que contradijera tal convencimiento. Pero no; es que esperaban. Esperaban que uno de los padres de la patria señalara el camino. Borregos, borregos, borregos. Maldito rebaño de borregos.

– Pido la palabra -dijo Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, al magistrado presidente, el segundo cónsul Cayo Flavio Fimbria.

– La tenéis, Lucio Cecilio -dijo Fimbria.

Metelo Dalmático se puso en pie; hasta ese momento había ocultado su indignación, pero ésta desbordó sus cauces como un fogonazo de yesca.

– ¡Roma es única! -tronó de tal modo que algunos de los senadores se sobresaltaron-. ¿Cómo se atreve ningún romano perteneciente a esta cámara proponer un programa destinado a que el resto del mundo imite a Roma?

La habitual actitud de Dalmático de suprema altivez se había desvanecido; se crecía, congestionado, hinchadas las venas de Su rostro mofletudo. Y temblaba; vibraba de ira casi como las alas de una polilla. Fascinados, atemorizados, todos los presentes contenían la respiración, escuchando a aquel Dalmático, pontífice máximo, de cuya existencia apenas se habían percatado.

– Veamos, padres conscriptos, todos conocemos la Roma que digo, ¿no es cierto? -vociferó-. ¡Lucio Apuleyo Saturnino es un ladrón, un aprovechado de la carestía de alimentos, un vulgar afeminado, un corruptor de niños que abriga lascivos deseos por su hermana y su hijita, un muñeco manipulado por el maestro de ceremonias de Arpinum ahora en la Galia Transalpina, una cucaracha del más inmundo lupanar de Roma, un proxeneta, un maricón, un pornógrafo, el producto que supura cada verpa de esta ciudad! ¿Qué sabe él de Roma, qué sabe de Roma el lerdo de su patrón de Arpinum? ¡Roma es única! ¡Roma no se puede tirar al mundo como excremento a las cloacas, como escupitajos al sumidero! ¿Es que vamos a consentir la disolución de nuestra raza con uniones híbridas con las mujerzuelas de cien pueblos? ¿Es que en el futuro vamos a viajar a lugares remotos para que hieran nuestros oídos romanos una jerga latina espúrea? ¡Que hablen griego! ¡Que adoren a Serapis del escroto o a Astarté del Ano! ¿A nosotros qué nos importa? ¿Pero es que vamos a entregarles a Quirino? ¿Quiénes son los quirites, los hijos de Quirino? ¡Nosotros! Porque ¿quién es Quirino? ¡Sólo un romano puede saberlo! ¡Quirino es el espíritu de la ciudadanía romana, Quirino es el dios de la asamblea de varones romanos, Quirino es el dios invencible, porque Roma jamás ha sido vencida… y nunca será vencida, compañeros quirites!

La cámara prorrumpió en vítores atronadores, mientras Dalmático, pontífice máximo, se dirigía vacilante hacia su asiento, en el que casi se derrumbó; los senadores lloraban, pateaban, aplaudían hasta cansarse las manos, se volvían unos hacia otros para abrazarse llorosos.

Pero toda aquella emoción contenida se diluyó como espuma de la mar sobre roca basáltica y, una vez secadas las lágrimas y los cuerpos serenados, los hombres del Senado de Roma se encontraron carentes de energía y arrastraron sus pesados pies hasta sus casas, con la ensoñación de ese momento mágico en que habían tenido la visión de un Quirino sin rostro que los cubría con su toga protectora como un padre a sus leales y amados hijos.

La cámara estaba casi vacía cuando Craso Orator, Quinto Mucio Escévola, Metelo el Numídico, Catulo César y Escauro, príncipe del Senado, cesaron en su eufórica conversación y optaron por seguir los pasos de los demás. Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, seguía sentado, erguido y con las manos cruzadas en el regazo en gesto tan impecable como una muchacha bien educada. Pero tenía la cabeza caída, con la barbilla sobre el pecho, y una leve brisa que entraba por las puertas movía su canoso cabello.

– ¡Hermano, ha sido el mejor discurso que he oído en mi vida! -exclamó Metelo el Numídico, apretando con una mano el hombro de Dalmático.

Dalmático seguía sentado sin hablar ni moverse; sólo en ese momento vieron que estaba muerto.

– Un final digno -comentó Craso Orator-. Yo moriría feliz sabiendo que había hecho mi mejor discurso a las puertas de la muerte.

Pero ni el discurso de Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni la muerte de Metelo Dalmático, pontífice máximo, ni la ira y poder del Senado pudieron impedir que la Asamblea de la plebe aprobase la ley agraria de Saturnino. Y, con ello, la carrera de tribuno de Lucio Apuleyo Saturnino tuvo un comienzo sonado, una curiosa mezcla de infamia y adulación.

– Me encanta -dijo Saturnino a Glaucia mientras cenaban la misma noche en que había sido aprobada la lex Appuleia. Cenaban juntos a menudo y habitualmente en casa de Glaucia, ya que la esposa de Saturnino no había acabado de sobreponerse a los terribles acontecimientos que se sucedieron tras la denuncia de Escauro cuando Saturnino era cuestor en Ostia-. Sí, me encanta. Imagínate, Cayo Servilio, habria tenido una carrera muy distinta de no haber sido por ese viejo mentula de Escauro.

– Sí, te va bien la tribuna de los Espolones -dijo Glaucia, comiendo uvas de invernadero-. Quizá haya, al fin y al cabo, algo que rige nuestras vidas.

– ¡Ah, te refieres a Quirino! -exclamó, burlón, Saturnino.

– Puedes reírte, pero yo te digo que la vida es una cosa bien rara -replicó Glaucia-. Es todo tan intrincado como el juego del cottatus.

– ¿Cómo, no hay nada estoico ni epicúreo, Cayo Servilio? ¿Nada de fatalismo ni hedonismo? Ten cuidado, no vayas a escandalizar a todos esos griegos aguafiestas que sostienen irredentos que los romanos nunca haremos una filosofía que no proceda de la suya -dijo Saturnino riendo.

– Los griegos son y los romanos hacen. ¡Hay que elegir! No he conocido a ningún hombre que haya logrado combinar esos dos estados del ser. Somos los dos extremos opuestos del conducto alimentario, griegos y romanos. Los romanos somos la boca, y la llenamos; los griegos son el ano, y lo vacían. No pretendo ofender a los griegos; es una simple figura retórica -dijo Glaucia, subrayando su afirmación echando unas uvas al extremo romano del conducto alimentario.

– Como uno de los extremos no tiene nada que hacer sin el otro, es mejor mantenernos unidos -dijo Saturnino.

– ¡Ahora ha hablado un romano! -dijo Glaucia riendo.

– De los pies a la cabeza, a pesar de que Metelo Dalmático dijese lo contrario. ¿No fue una suerte para nosotros que el viejo fellator se muriera tan oportunamente? Si los padres de la patria fuesen más emprendedores, habrían hecho de él un ejemplo imperecedero. ¡Metelo Dalmático, el nuevo Quirino! -Saturnino agitó las heces del fondo de la copa y las vertió hábilmente sobre un plato vacío, contando las ramas del charquito que partían del centro-. Tres -dijo, estremecido-. El número de la muerte.

– ¿Y dónde está ahora el escéptico? -dijo Glaucia, burlón.

– Es que es muy raro que sólo salgan tres -dijo Saturnino.

Glaucia escupió con gran maestría y deshizo la forma del charquito con tres granos de uva.

– ¡Ahí tienes! ¡Tres rematados por tres!

– Moriremos los dos dentro de tres años -dijo Saturnino.

– ¡Lucio Apuleyo, eres el colmo de las contradicciones! Eres tan blanco como Lucio Cornelio Sila y con mucha menor excusa. ¡Vamos, que sólo es un juego de cottatus! -dijo Glaucia, y cambió de tema-. Sí, la tribuna de la plebe es una vida mucho más excitante que hacer de barragana de los padres de la patria. Es un gran reto manipular políticamente al pueblo. Un general tiene sus legiones; un demagogo sólo dispone de su lengua -añadió, conteniendo la risa-. ¿No ha sido un placer ver a la multitud expulsar esta mañana del Foro a Marco Bebio cuando intentó plantear el veto?

– ¡Un espectáculo inenarrable! -añadió Saturnino, sonriente y repasando números mentalmente: tres o treinta y tres.

– Por cierto -dijo Glaucia, con otro abrupto cambio de tema-, ¿has oído lo último que se rumorea en el Foro?

– ¿Que Quinto Servilio Cepio robó para él el oro de Tolosa? -dijo Saturnino.

– ¡Maldita sea, creía que lo había sabido antes que tú! -exclamó Glaucia.

– Yo me he enterado por una carta de Manio Aquilio -dijo Saturnino-. Cuando Cayo Mario está muy ocupado, Aquilio me escribe a mí; y no creas que me quejo, porque escribe cartas muchó mejores que el "gran hombre".

– ¿Desde la Galia Transalpina? ¿Y cómo lo han sabido?

– Allí se inició el rumor. Cayo Mario ha capturado nada menos que al rey de Tolosa. Y éste dice que Cepio robó el oro: quince mil talentos.

– ¡Quince mil talentos! -repitió Glaucia con un silbido-. ¡Qué colosal! Pero se ha pasado, ¿no? Vamos, que es comprensible que un gobernador tenga sus gajes, pero eso debe ser más oro del que hay en el Erario. ¡Ya lo creo que se ha pasado!

– Cierto, cierto. No obstante, el rumor le vendrá muy bien a Cayo Norbano cuando acuse a Cepio, ¿no te parece? La historia del oro correrá por toda la ciudad en menos de lo que tarda Metela Calva en levantarse el vestido para una panda de descargadores lujuriosos.

– ¡Me gusta esa metáfora! -dijo Glaucia. De pronto se puso muy serio-. ¡Basta de cháchara! Tenemos trabajo que hacer en eso de las leyes de traición y no podemos dejar que se nos escape nada.

El trabajo que Saturnino y Glaucia efectuaron sobre las leyes de traición fue minuciosamente planificado y coordinado como una estrategia bélica. Querían arrebatar a las centurias la jurisdicción de los procesos de traición y la increíble sucesión de callejones sin salida y obstáculos que implicaban; y después querían quitarle al Senado el monopolio de los procesos por extorsión y soborno, sustituyendo los jurados senatoriales por jurados formados exclusivamente por caballeros.

– Primero tenemos que hacer que Norbano declare culpable a Cepio en la Asamblea de la plebe de algún cargo en que ésta tenga potestad, y, con tal de que no se defina como traición, podemos hacerlo ahora mismo, cuando tiene en contra suya tanta animadversión popular por el asunto del oro robado -dijo Saturnino.

– Nunca se ha conseguido en la Asamblea plebeya -replicó Glaucia dubitativo-. Nuestro exaltado amigo Ahenobarbo ya lo intentó acusando a Silano de provocar ilegalmente una guerra contra los germanos, y eso sin hablar de traición. Pero la Asamblea de la plebe rechazó el caso. La dificultad estriba en que a nadie le gustan los juicios por traición.

– Bueno, seguiremos preparándolo -dijo Saturnino-. Para lograr que las centurias emitan veredicto de culpabilidad, el acusado tiene que comparecer y decir por sí miSmo que deliberadamente se propuso la ruina de su país. Y nadie es tan tonto para eso. Cayo Mario tiene razón: tenemos que cortar las alas a los padres de la patria demostrándoles que no están por encima de ningún reproche moral ni de la ley. Y eso sólo podemos hacerlo ante un organismo que no esté formado por senadores.

– ¿Y por qué no aprobar inmediatamente esa ley sobre traición y luego juzgar a Cepio ante un tribunal especial? -inquirió Glaucia-. Sí, sí, ya sé que los senadores chillarán como cerdos enchironados, ¿no lo hacen siempre?

– Queremos sobrevivir, ¿no? -replicó Saturnino con una mueca-. Aunque sólo nos queden tres años más, es mejor que perecer dentro de dos días.

– ¡Y dale con los tres años!

– Mira -insistió Saturnino-, si podemos hacer que la Asamblea de la plebe declare culpable a Cepio, el Senado comprenderá lo que pretendemos y se dará cuenta de que el pueblo está harto de senadores que impiden que se aplique el justo castigo a sus colegas, y que no quiere que haya una ley para los senadores y otra para los demás. ¡Ya es hora de que el pueblo despierte! Y yo soy el que va a dar el golpe que lo despierte. Desde que se instauró la república, el Senado ha conseguido que la gente admita crédulamente que los senadores son lo mejor del pueblo romano y que tienen derecho a decir y hacer lo que se les antoje. ¡Votad por Lucio Tiddlypus… su familia dio a Roma el primer cónsul! Y sin que importe que sea un codicioso incompetente… ¡No! Lucio Tiddlypus tiene el apellido y la tradición de que su familia ha estado al servicio público de Roma. Los hermanos Graco tenían razón. Hay que arrebatar los tribunales a la cohorte de los Tiddlypus y dárselos a los caballeros.

– Se me acaba de ocurrir una cosa, Lucio Apuleyo -dijo Glaucia con aire pensativo-. El pueblo es un sector responsable y bien formado, al menos; pilar de la tradición romana. Pero ¿qué sucedería si un día alguien empezase a hablar del censo por cabezas igual que tú del pueblo?

– Mientras tengan la barriga llena y los ediles les den buenos espectáculos en los juegos, los del censo por cabezas son felices -replicó Saturnino riendo-. ¡Para hacer al censo por cabezas políticamente consciente habría que convertir el Foro Romano en el Circo Máximo!

– Este invierno no tienen la barriga tan llena -dijo Glaucia.

– Lo bastante, gracias nada menos que a nuestro respetable portavoz de la cámara, Marco Emilio Escauro. Mira, no lamento que no podamos convencer al Numídico o a Catulo César para que vean las cosas según nuestra perspectiva, pero lo que sí creo es que es una lástima no podernos ganar a Escauro -dijo Saturnino.

– No le guardas rencor por haberte echado de la cámara, ¿verdad? -inquirió Glaucia, mirándole con expresión de curiosidad.

– No. El hizo lo que creyó legal. Pero algún día, Cayo Servilio, encontraré a los verdaderos culpables y lo lamentarán más que Edipo -contestó Saturnino furioso.


A primeros de enero, el tribuno de la plebe Cayo Norbano juzgaba a Quinto Servilio Cepio ante la Asamblea de la plebe por el cargo expresado con el término de "pérdida de su ejército".

Desde el principio los ánimos estaban muy exaltados, pues no todo el pueblo era contrario al elitismo senatorial, y el Senado había movilizado al máximo a los partidarios suyos entre la plebe para defender a Cepio. Mucho antes de que se convocase a las tribus para votar, estalló la violencia y corrió la sangre. Los tribunos de la plebe Tito Didio y Lucio Aurelio Cota vetaron el procedimiento y la multitud, furiosa, los hizo bajar de la tribuna de los Espolones, apedreándolos y apaleándolos; Didio y Cota fueron detenidos y sacados de la zona de comicios y, por presión de la muchedumbre, encerrados en el Argiletum. A pesar de los golpes y del abucheo, se habían empeñado inútilmente en gritar su veto entre un mar de rostros iracundos.

El rumor del asunto del oro de Tolosa había desequilibrado la balanza en contra de Cepio y el Senado, no había la menor duda. Desde el censo por cabezas hasta la primera clase, toda la ciudad lanzaba imprecaciones contra Cepio el ladrón, Cepio el traidor, Cepio el egoísta. El pueblo -mujeres incluidas-, que nunca había mostrado interés alguno por el Foro o las Asambleas, acudió a ver al tal Cepio, un delincuente inimaginable; se discutía qué altura tendría la montaña de ladrillos de oro, cuánto pesaba, qué cantidad era. Y el odio se mascaba en el aire, porque a nadie le gusta ver a un particular largarse con lo que se considera propiedad de todos. Y menos si se trata de una cantidad tan fabulosa.

Decidido a que el juicio continuase, Norbano hizo caso omiso de aquel alboroto periférico, de las reyertas y del caos que se organizó cuando los asistentes habituales de la Asamblea incitaron a la multitud, que únicamente había acudido a ver y a insultar a Cepio, quien estaba de pie en la tribuna con una escolta de lictores para protegerle y no para detenerle. Los senadores, que por su categoría de patricios no podían intervenir en la Asamblea, permanecían agrupados en la escalinata de la curia hostilia intimidando a Norbano, hasta que una parte de la muchedumbre comenzó a apedrearlos. Escauro cayó sin conocimiento, sangrando por una herida en la cabeza. Pero Norbano prosiguió el juicio sin preocuparse de si el príncipe del Senado estaba muerto o simplemente desmayado.

Cuando llegó el momento de votar, se hizo con suma rapidez; las primeras dieciocho tribus de las treinta y cinco condenaron a Quinto Servilio Cepio, por lo que ya no se llamó a ninguna tribu más a votar. Envalentonado por aquel signo sin precedentes del odio que se manifestaba hacia Cepio, Norbano requirió a la Asamblea que impusiera una sentencia concreta a votación, una sentencia tan dura que todos los senadores presentes pusieron el grito en el cielo en futil protesta. De nuevo las dieciocho tribus votaron en bloque que se le aplicara un horrible castigo. Y Cepio quedó despojado de la ciudadanía, se le prohibía recibir fuego y agua en un radio de ocho millas en torno a Roma, se le impuso una multa de quince mil talentos de oro y se le obligó a quedar confinado en las celdas de la Lautumiae bajo guardia, sin que pudiese hablar con nadie, incluidos los miembros de su familia, hasta que partiera para el exilio.

Entre puños amenazadores y gritos de triunfo de que no iba a poder ver a sus agentes ni banqueros para escamotear su fortuna, Quinto Servilio Cepio, ex ciudadano de Roma, salió escoltado por los lictores para recorrer la breve distancia que separaba la zona de Asambleas de las destartaladas celdas de la Lautumiae.

Totalmente satisfecha con el epílogo de lo que había sido una jornada tan deliciosa y extraordinaria, la multitud se fue a sus casas y en el Foro sólo quedaron unos cuantos senadores.

Los diez tribunos de la plebe habían formado distintos corrillos de afinidad: Lucio Cota, Tito Didio, Marco Bebio y Lucio Antistio Regino con caras largas y callados, mientras que Cayo Norbano y Lucio Apuleyo Saturnino, con cara feliz, hablaban animadamente entre risas con Cayo Servilio Glaucia, que se había acercado a saludarlos. Todos ellos habían perdido la toga en el tumulto.

Marco Emilio Escauro se hallaba sentado, con la espalda apoyada en el pedestal de una estatua de Escipión el Africano, mientras que Metelo el Numídico, con dos esclavos, trataba de contener la sangre que le manaba de un corte en la sien; Craso Orator, con su inseparable (y primo hermano) Quinto Mucio Escévola, permanecía inmóvil y abatido junto a Escauro; los jóvenes Druso y Cepio hijo seguían atónitos en la escalinata del Senado, acompañados del tío de Druso, Publio Rutilio Rufo, y de Marco Aurelio Cota; y el segundo cónsul, Lucio Aurelio Orestes, que no andaba muy bien de salud, se hallaba tendido todo lo largo que era en el vestíbulo, atendido solícitamente por un angustiado pretor.

Rutilio Rufo y Cota llegaron corriendo a atender a Cepio hijo, al ver que de pronto se combaba contra el aturdido y pálido Druso, que le había pasado un brazo por los hombros.

– ¿Qué podemos hacer por ayudarle? -inquirió Cota.

Druso meneó la cabeza sin decir nada, impedido por la emoción, y Cepio hijo parecía no oír nada.

– ¿Ha pensado alguien en mandar unos lictores a proteger la casa de Quinto Servilio frente a la multitud? -inquirió Rutilio Rufo.

– Yo lo he hecho -logró decir Druso.

– ¿Y su esposa? -inquirió Cota, señalando con la cabeza al joven Cepio.

– La he mandado con la niña a mi casa -contestó Druso, llevándose la mano libre a la mejilla como si acabara de descubrirla. Cepio hijo se rebulló y miró extrañado a los tres.

– Ha sido sólo por el oro -dijo-. ¡Lo único que les importabaera el oro! No han pensado en Arausio. No le han condenado por Arausio. ¡Sólo les importaba el oro!

– Es muy humano pensar más en el oro que en las vidas humanas-dijo Rutilio Rufo con voz queda.

Druso miró severamente a su tío, pero si Rutilio Rufo lo había dicho con ironía, Cepio hijo ni lo advirtió.

– De esto tiene la culpa Cayo Mario -dijo el joven Cepio.

– Vamos, Quinto Servilio -dijo Rutilio Rufo cogiéndole por el codo-, Marco Aurelio y yo te llevaremos a casa de Marco Livio.

Conforme se alejaban de la escalinata del Senado, Lucio Antistio Regino se apartó de Lucio Cota, Didio y Bebio, y enfrentó a Norbano, quien dio un paso atrás, adoptando una agresiva actitud de defensa.

– ¡Oh, perded cuidado! -espetó Antistio-. ¡Yo no me ensucio las manos con canallas como vos! ¡Voy a la Lautumiae a liberar a Quinto Servilio. ¡Nadie en la historia de la república ha sido encarcelado en espera del exilio, y no voy a consentir que Quinto Servilio sea el primero! ¡Podéis impedírmelo si queréis, pero he mandado que me traigan la espada y, por Júpiter, Cayo Norbano, que si intentáis detenerme, os mataré!

– ¡Oh, liberadle! -replicó Norbano riendo-. ¡Llevaos a Quinto Servilio a casa y enjugadle los ojos… y el culo! ¡Pero yo no me acercaría a su casa!

– ¡No olvidéis cobrárselo bien! -añadió Saturnino en voz alta en dirección a Antistio que ya se alejaba-. ¡Puede pagaros bien en oro!

Antistio giró sobre sus talones para hacer un inequívoco gesto con los dedos de la mano derecha.

– ¡Yo no! -gritó Glaucia, riéndose-. ¡Que vos seáis una reina no quiere decir que lo seamos nosotros!

– Vamos -dijo Cayo Norbano, perdiendo interés, a Glaucia y a Saturnino-, vayamos a casa a cenar.

Aunque se sentía francamente mal, Escauro habría preferido morir a permitirse vomitar en público, por lo que contuvo su revuelto estómago hasta que los tres jóvenes se alejaron, charlando animadamente y riéndose.

– Son unos lobos -dijo a Metelo el Numídico, cuya toga estaba manchada de sangre del propio Escauro-. ¡Miradlos! ¡Instrumentos de Cayo Mario!

– ¿Podéis poneros en pie, Marco Emilio? -preguntó el Numídico.

– No, hasta que no logre dominar mi estómago.

– Veo que Publio Rutilio y Marco Aurelio se han llevado a casa a los dos jóvenes de Quinto Servilio -dijo el Numídico.

– Bien; les hace falta alguien que los vigile. Nunca he visto una turba tan sedienta de sangre noble, ni siquiera en los tiempos atroces de Cayo Graco -dijo Escauro entre profundos suspiros-. Tendremos que ser muy prudentes durante un tiempo, Quinto Cecilio, porque si apretamos, esos lobos apretarán más.

– ¡Maldito Quinto Cecilio y su oro! -farfulló el Numídico.

Ya algo mejor, Escauro se puso en pie apoyándose en Metelo.

– ¿Asi que creéis que se lo llevó?

– ¡Bah, no os burléis de mí, Marco Emilio! -exclamó-. Le conocéis tan bien como yo. ¡Claro que se lo llevó! Y nunca se lo perdonaré, porque pertenecía al Erario.

– El inconveniente está -dijo Escauro, comenzando a andar como entre nubes- en que no disponemos de un método interno por el que nosotros mismos podamos castigar a nuestros iguales culpables de traición.

Metelo el Numídico se encogió de hombros.

– No puede haber tal método, y lo sabéis. Instituirlo equivaldría a admitir que los nuestros dejan a veces de cumplir con su deber. Y si mostramos nuestras debilidades en público estamos perdidos.

– Antes la muerte dijo Escauro.

– Lo mismo digo -añadió Metelo con un suspiro-. Lo único que espero es que los nuestros sientan lo mismo que nosotros.

– Eso que habéis dicho no está bien -replicó Escauro, irónico.

– ¡Marco Emilio, vuestro hijo es muy joven! Yo, de verdad, no creo que esté maleado.

– ¿Queréis que intercambiemos a nuestros hijos?

– No -contestó Metelo-, porque ese gesto sería el fin de vuestro hijo. Su peor obstáculo es que sabe que no aprobáis su conducta.

– Es un débil -replicó Escauro el fuerte.

– Quizá le vendría bien una buena esposa -añadió el Numídico.

– ¡Esa sí que es una buena idea! -exclamó Escauro deteniéndose y mirando a su amigo-. Aún no le había designado ninguna porque es muy inmaduro. ¿Se os ocurre alguna?

– Mi sobrina; la hija de Dalmático, Metela Dalmática. Cumplirá dieciocho años dentro de dos, y yo soy su tutor ahora que ha muerto nuestro querido Dalmático. ¿Qué os parece, Marco Emilio?

– ¡Trato hecho, Quinto Cecilio! ¡Trato hecho!


Druso había enviado a su mayordomo Cratipo y a todos los esclavos fisicamente aptos a la casa de Servilio Cepio en cuanto advirtió que iba a ser declarado culpable.

Inquieta por el juicio, y por lo poco que había conseguido oír de la conversación entre los Cepio padre e hijo, Livia Drusa Se había sentado ante su telar por hacer algo; era incapaz de abstraerse en ningún libro, ni siquiera la poesía amorosa del procaz Meleagro. Como no esperaba aquella invasión de los sirvientes de su hermano, se alarmó al ver el gesto de contenido pánico en la cara de Cratipo.

– ¡Rápido, dominilla, coged todo lo que deseéis llevaros! -dijo, mirando a su alrededor en la sala de estar-. Ya he mandado vuestra doncella recoger ropa y a la niñera que se encargue de laniña; decidme qué es lo que queréis llevaros de libros, papeles y telas.

– ¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? -dijo ella con los ojos muy abiertos, mirando al criado.

– Vuestro suegro, dominilla. Marco Livio dice que el tribunal Va a condenarle -respondió Cratipo.

– ¿Y qué tiene eso que ver para que yo abandone la casa? -inquirió ella, aterrada por la idea de tener que volver a la reclusión de la mansión fraterna después de haber descubierto la libertad.

– Toda Roma quiere su sangre, domínílla.

– ¿Su sangre? -repitió, demudada-. ¿Es que van a matarlo?

– No, tanto no -respondió Cratipo-, sólo confiscarán sus propiedades, pero la multitud está tan irritada que vuestro hermano piensa que cuando acabe el juicio puede venir aquí para entregarse al pillaje.

En cuestión de una hora, la casa de Quinto Servilio Cepio quedó vacía y con las puertas externas bien cerradas y atrancadas; cuando Cratipo y Livia Drusa bajaban por el Clivus Palatinus, subía ya una brigada de lictores sin toga, sólo con la túnica y armados de palos en vez de los fasces, para montar guardia ante la casa y contener a la airada multitud. El Estado quería conservar intactas las propiedades de Cepio para inventariarlas y subastarlas.

Servilia Cepionis estaba en la puerta de casa de Druso para recibir a su cuñada, tan pálida como ésta.

– Pasa y verás -dijo, instándola a que entrara y llevándola por el jardín peristilo hasta el balcón que dominaba el Foro Romano.

Desde allí se veía perfectamente el final del juicio de Quinto Servilio Cepio. La hormigueante multitud se agrupaba en tribus para votar la sentencia del exilio y una fuerte multa; una serie de extrañas líneas sinuosas de gentes dispuestas en la zona de Comitia, que en contacto con la turba de curiosos se hacían caóticas. Los nudos señalaban los puntos en que se producían reyertas y los remolinos los sitios en que esas reyertas se convertían en algo parecido a núcleos de desórdenes; en la escalinata del Senado había un nutrido grupo y en la tribuna de los Espolones se veía a los tribunos de la plebe y una diminuta figura rodeada de lictores, que Livia Drusa imaginó era su suegro, el acusado.

Servilia Cepionis había roto a llorar en silencio, sin lanzar ningún gemido de lo anonadada que estaba. Livia Drusa se le acercó.

– Cratipo dice que la multitud quizá vaya a casa de mi padre a saquearla -dijo-. ¡Yo no lo sabía! ¡No me habían dicho nada!

Servilia Cepionis sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

– Hacía tiempo que Marco Livio se lo temía -dijo-. ¡Es por esa maldita historia del oro de Tolosa! Si no se hubiera difundido, todo habría ido de otra manera. ¡Pero parece que toda Roma había juzgado de antemano a mi padre antes de acudir al Foro… y por algo de lo que ni siquiera se le acusaba!

– Voy a ver dónde ha puesto Cratipo a la niña -dijo Livia Drusa, volviéndose.

Estas palabras provocaron otro raudal de lágrimas en Servilia Cepionis, que hasta la fecha no había conseguido quedar encinta y que deseaba desesperadamente tener un hijo.

– ¿Por qué no habré concebido? -preguntó a su cuñada-. ¡Qué suerte tienes! ¡Marco Livio dice que vas a tener otro hijo, y yo ni siquiera he sido madre!

– Hay tiempo para todo -replicó Livia Drusa para consolarla-. Ten en cuenta que después de la boda ellos estuvieron fuera meses, y Marco Livio tiene más ocupaciones que Quinto Servilio. Suele decirse que cuanto más ocupado está el marido, más difícil es que la esposa conciba.

– No; soy estéril -musitó Servilia Cepionis-. Sé que soy estéril. ¡Lo noto! ¡Y Marco Livio es tan bueno! -Y rompió a llorar de nuevo.

– Vamos, vamos, no te pongas así -dijo Livia Drusa, llevando a su cuñada hasta el atrium y buscando con la mirada un criado-. El desesperarte no te ayudará a concebir, ¿sabes? A los niños les gustan los vientres acogedores.

En ese momento apareció Cratipo.

– ¡Oh, gracias a los dioses! -exclamó Livia Drusa-. Cratipo, busca a la doncella de mi hermana. Y me indicas dónde voy a dormir y dónde has acomodado a la pequeña.

En aquella enorme casa no era problema alojar a varios huéspedes. Cratipo había dispuesto para Cepio hijo y su esposa unos aposentos que daban al jardín peristilo, otros para Cepio padre y a la niña la había alojado en el cuarto que había libre junto a la columnata.

– ¿Cuándo pongo la cena? -preguntó el mayordomo a Livia Drusa, que había empezado a deshacer el equipaje de los huéspedes.

– ¡Cuando diga mi hermana, Cratipo! No quiero usurparle su autoridad.

– Domínílla, está muy abatida y se ha echado.

– ¡Ah! Bien, pues ten la cena lista para dentro de una hora… los hombres querrán comer. Pero a lo mejor tardamos más.

Se oyó un revuelo en el jardín; Livia Drusa salió a ver y se encontró con su hermano Druso, ayudando a Cepio hijo a caminar junto a la columnata.

– ¿Qué ha sucedido? -inquirió-. ¿En qué puedo ayudar? ¿Qué ha sucedido? -repitió, mirando a Druso.

– Han condenado a nuestro suegro Quinto Servilio al exilio a más de ochocientas millas de Roma, a una multa de quince mil talentos de oro, lo que implica la confiscación de la última mecha de lámpara que posea su familia, y a encarcelamiento en la Lautumiae hasta que se le deporte -contestó Druso.

– ¡Pero si todo lo que él tiene no ascenderá a cien talentos de oro! -replicó Livia Drusa, atónita.

– Claro; por consiguiente, nunca más podrá volver a casa.

Llegó corriendo Servilia Cepionis, con aspecto de Casandra huyendo de los griegos -pensó Livia Drusa-, con el pelo revuelto, los ojos extraviados y llorosa y boquiabierta.

– ¿Qué ha sucedido, qué ha sucedido? -gritaba.

Druso la sujetó firmemente, enjugó sus lágrimas, dejó qué reclinara la cabeza en el pecho de su hermano y así se calmó con milagrosa rapidez.

– Vamos a tu despacho, Marco Livio -dijo ella, echando a andar.

Livia Drusa dio un paso atrás, aterrada.

– ¿Qué te pasa? -inquirió Servilia Cepionis.

– ¡No podemos entrar en el despacho con los hombres!

– ¡Claro que sí! -replicó Servilia Cepionis, inquieta-. No es momento para que las mujeres de la familia ignoren la situación, como bien sabe Marco Livio. Resistimos todos juntos o perecemos todos. Un hombre fuerte debe tener mujeres fuertes a su lado.

Atolondrada, Livia Drusa trataba de asimilar todos los cambios de ánimo que estaba experimentando y, finalmente, lo cobarde que había sido toda su vida. Druso esperaba que le recibiera una esposa fuera de si, pero también que se calmase y supiese actuar de un modo práctico y positivo; y era lo que había hecho Servilia Cepionis.

Livia Drusa, pues, siguió a Servilia Cepionis y a los hombres al despacho y logró dominarse para que no se le notara el horror al ver que Servilia servía vino puro para todos. Sentada, probando por primera vez en su vida vino sin agua, Livia ocultó el torbellino de sus pensamientos; y su indignación.

Al final de la hora décima, Lucio Antistio Regino trajo a Quinto Servilio Cepio a casa de Druso. Cepio venía exhausto, aunque más enojado que abatido.

– Le he sacado de la Lautumiae -dijo Antistio con los labios fruncidos-. ¡Mientras yo sea tribuno de la plebe no se encarcela a ningún romano de rango consular! Es una afrenta a Rómulo, a Quirino y a todos los dioses. ¡Cómo habrán osado!

– Han osado porque el pueblo los ha animado, igual que todos esos forasteros insolentes de los juegos -respondió Cepio, apurando la copa de vino de un trago-. Más -añadió, dirigiéndose a su hijo, que dio un salto para servirle, contento de que su padre estuviera a salvo-. Estoy acabado en Roma -siguió diciendo, mientras miraba con sus profundos ojos negros, primero a Druso y luego a su hijo-. A partir de ahora seréis los jóvenes quienes tendréis que defender el derecho de la familia a disfrutar de los antiguos privilegios de su preeminencia natural. Hasta el último aliento, si es necesario. Los Marios, los Saturninos y los Norbanos deben ser exterminados… con el puñal, si es el único modo posible, ¿entendéis?

Cepio hijo asentía sumiso con la cabeza, pero Druso permanecía sentado con la copa en la mano, con cara de palo.

– Os juro, padre, que nuestra familia nunca consentirá la pérdida de la dignítas mientras yo sea paterfamilias -dijo, solemne, Cepio hijo, quedándose más tranquilo.

Y Livia Drusa sintió que le aborrecía más que nunca y más que a su detestable padre. ¿Por qué le detestaré tanto? ¿Por qué me obligaría mi hermano a casarme con él?

Pero se olvidó de su condición al ver una expresión en el rostro de Druso que la fascinó y la confundió. No es que se mostrase disconforme con lo que decía su suegro, era más bien como si estuviese haciendo acopio de sus palabras para conservarlas en su mente junto a otras muchas cosas, algunas de las cuales no entendía. Y Livia Drusa comprendió de pronto que su hermano sentía una profunda repulsa por su suegro. ¡Oh, cómo había cambiado Druso! Cepio hijo, por el contrario, nunca cambiaría y cada vez sería más el que ya era.

– ¿Qué pensáis hacer, padre? -inquirió Druso.

Una extraña sonrisa afloró al rostro de Cepio y la irritación desapareció de sus ojos, sustituida por un fulgor más complejo, mezcla de triunfo, astucia, dolor y odio.

– Oh, querido hijo, partir al exilio como ha dictaminado la Asamblea de la plebe -contestó.

– Pero ¿adónde, padre? -preguntó Cepio hijo-. No lo digo por mi… Marco Livio me ayudará… sino por vos. ¿Cómo vais a poder vivir debidamente en el exilio?

– Tengo dinero en Esmirna; más que de sobra para mis necesidades. Y, en cuanto a ti, hijo mío, no hay por qué preocuparse. Tu madre dejó una gran fortuna, que yo te he conservado y con la que podrás vivir más que decentemente -respondió Cepio.

– ¿Y no la confiscarán?

– No, y por dos razones. Primero, porque está a tu nombre y no al mío. Y, segundo, porque no está depositada en Roma, sino en Esmirna, con mi dinero -añadió con una gran sonrisa-. Tendrás que vivir en casa de Marco Livio unos años, y luego comenzaré a transferirte la fortuna. Si algo me sucediera, mis banqueros continuarán lo que yo haya dispuesto. Entretanto, yerno, llevad la cuenta de los gastos en que incurra mi hijo, que a su debido tiempo os reembolsaré hasta el último sestercio.

Se hizo un silencio tan profundo y emotivo que parecía planear sobre todos los que componían el grupo, que pensaron lo que Servilio Cepio no decía: que había robado el oro de Tolosa, que el oro de Tolosa estaba en Esmirna y que ese oro era ahora propiedad de Quinto Servilio Cepio. Quinto Servilio Cepio era casi tan rico como la propia Roma.

Cepio se volvió hacia Antistio, que callaba como los demás.

– ¿Habéis considerado lo que os dije por el camino?

– Sí, Quinto Servilio -contestó Antistio con un carraspeo-. Acepto.

– ¡Bien! -exclamó Cepio mirando a su hijo y a su yerno-. Mi querido amigo Lucio Antistio ha aceptado escoltarme hasta Esmirna, para concederme el placer de su compañía y la protección de tribuno de la plebe. Cuando lleguemos a Esmirna procuraré convencerle de que se quede allí.

– Eso aún no lo he decidido -dijo Antistio.

– No hay prisa, no hay ninguna prisa -añadió Cepio contemporizador, frotándose las manos como para calentárselas-. ¡Os confieso que me comería un niño crudo! ¿Hay algo de cenar?

– Desde luego, padre -contestó Servilia Cepionis-. Pasad al comedor mientras Livia Drusa y yo nos ocupamos de la cocina.

Cosa que, desde luego, era más que inexacto, porque quien se ocupaba de la cocina era Cratipo. Las dos mujeres fueron a buscarle y le encontraron en el balcón columbrando hacia el Foro Romano, sobre el que comenzaban a caer las sombras.

– ¡Mirad eso! ¿Habéis visto antes semejante suciedad? -dijo el criado, indignado, señalando-. ¡Hay basura por todas partes! Zapatos, harapos, palos, restos de comida, jarros de vino… ¡Qué desastre!

Y allí estaba el Odiseo pelirrojo, de pie con Cneo Domicio Ahenobarbo, en el balcón de la casa de más abajo; parecían, igual que Cratipo, comentar irritados aquella suciedad.

Livia Drusa se estremeció, se humedeció los labios y miró con desesperada angustia a aquel joven, tan próximo y a la vez tan lejano. El criado se fue corriendo hacia la escalera de la cocina, y ella vio la ocasión de plantear una pregunta sin importancia.

– Hermana, ¿quién es ese hombre pelirrojo que está en la terraza con Cneo Domicio? Hace años que viene a visitarle, pero no sé quién es; no lo reconozco. ¿Sabes tú quién es?

– ¡Ah, ése! -respondió Servilia Cepionis, desdeñosa-. Es Marco Porcio Catón.

– ¿Catón? ¿Como Catón el censor?

– Exacto. ¡Arribistas! Es el nieto de Catón el censor.

– Pero ¿no era su abuela Licinia y su madre Emilia Paula? ¡Eso le hace aceptable! -replicó Livia Drusa con los ojos brillantes.

– Te equivocas de rama, querida -replicó sarcástica Servilia Cepionis-. No es hijo de Emilia Paula; si lo fuera tendría que ser mucho mayor. ¡No, no, no es un Catón Liciniano! Es un Catón Saloniano, nieto de esclavo.

El mundo imaginario de Livia Drusa se venía abajo, amenazado por una serie de grietas.

– No lo entiendo -replicó, perpleja.

– ¡Cómo!, ¿no sabes la historia? Es el hijo del hijo de Catón el censor con su segunda mujer.

– ¿De la hija de un esclavo? -inquirió Livia Drusa, conteniendo la respiración.

– La hija de su esclavo, para ser exactos. Salonia, se llamaba. -Creo que es algo lamentable que se les permita mezclarse con nosotros, los descendientes de Licinia, la primera mujer de Catón el censor. Y se han abierto camino hasta el Senado. Claro que los Porcios Catón Licinianos no les hablan; ni nosotros tampoco.

– ¿Y por qué le recibe Cneo Domicio?

Servilia Cepionis soltó una carcajada semejante a las de su insufrible padre.

– Bueno, los Domicios Ahenobarbos no son tan ilustres, ¿sabes? Tienen más dinero que antepasados, a pesar de todos los cuentos que dicen que Cástor y Pólux les tocaron la barba con algo rojo. No sé exactamente por qué le aceptan, pero me lo imagino. Fue mi padre quien lo resolvió.

– Resolvió, ¿el qué? -inquirió Livia Drusa, con el alma en los pies.

– Mira, la segunda rama de Catón el censor es una familia de pelirrojos. El propio Catón el censor era pelirrojo, para empezar. Pero Licinia y Emilia Paula eran morenas, por lo que sus hijos e hijas tienen el pelo y los ojos marrones, mientras que el esclavo Salonio de Catón el censor era un celtibero de Salo, en la Hispania Citerior, y tenía el pelo rubio. Su hija, Salonia, era muy rubia; por eso los Catones Salonianos tienen el pelo rojo y los ojos grises -dijo Servilia Cepionis, encogiéndose de hombros-. Los Domicios Ahenobarbos tienen que perpetuar el mito que inventaron de las barbas rojas heredadas de un antepasado que fue tocado por Cástor y Pólux y siempre se casan con mujeres pelirrojas; pero hay pocas, y si no hay una disponible de mejor linaje, imagino que Domicio Ahenobarbo se casará con una de la rama de los Catones Salonianos. Son tan engreídos que consideran su sangre capaz de absorber cualquier porquería.

– Entonces, ese amigo de Cneo Domicio tendrá una hermana.

– Tiene una hermana -contestó Servilia Cepionis con un sobresalto-. Tengo que ir a ver. ¡Qué día! Vamos, ven a cenar.

– Ve tú; antes tengo que dar de comer a la niña.

La mención de la pequeña bastó para que la madre frustrada que era Servilia Cepionis se alejase apresuradamente. Livia Drusa volvió a la balaustrada y miró hacia abajo. Allí seguía Cneo Domicio y su visita, el joven pelirrojo de abuelo esclavo. Quizá la oscuridad creciente hacía menos vistoso su pelo, y aparentaba ser menos alto, menos ancho de espaldas. Su cuello era algo ridículo, demasiado largo y delgado para ser romano. A Livia Drusa le brotaron cuatro escuetas lágrimas, que cayeron sobre la barandilla pintada de amarillo.

He sido una tonta, como de costumbre, pensó. He estado soñando cuatro años seguidos con un hombre que es descendiente de un esclavo, y de un esclavo real, no de uno mitológico. Yo le había imaginado rey, noble y valiente como Odiseo; me había convertido en una paciente Penélope que aguarda su llegada. Y ahora descubro que no es noble. ¡Ni siquiera de una cuna decente! Al fin y al cabo, ¿qué era Catón el censor, sino un campesino de Tuscúlo, amparado por el patricio Valerio Flaco? Un auténtico precursor de Cayo Mario. Ese hombre de ahí abajo es descendiente directo de un esclavo hispano y de un campesino. ¡Qué tonta soy! ¡Una idiota estúpida!

Cuando llegó al cuarto de la niña, se encontró a la pequeña Servilia hambrienta por no haberse respetado el horario aquel día tan agitado, y se sentó quince minutos a darle el pecho.

– Tendrás que buscar un ama de cría -dijo a la niñera macedónica antes de marcharse-, porque quiero descansar un tiempo antes del parto. Y cuando nazca el que viene, le pones un ama de cría desde el principio, porque está visto que dar el pecho no impide quedarse embarazada, si no no lo estaría.

Llegó al comedor en el momento en que servían el plato principal, y se sentó lo más discretamente que pudo en la silla frente a Cepio hijo. Todos comían con ganas, y Livia Drusa advirtió que ella también tenía apetito.

– ¿Te encuentras bien, Livia Drusa? -inquirió Cepio hijo, con gesto preocupado-. Pareces enferma.

Sorprendida, le miró y, por primera vez en todos aquellos años, su rostro no le causó aquellos sentimientos de repulsa. No, él no era pelirrojo, ni tenía los ojos grises, ni era alto y esbelto y de anchas espaldas, ni sería jamás el rey Odiseo. Pero era su esposo, la amaba y le era fiel; era el padre de sus hijos y patricio romano, noble por parte de padre y madre.

Así que le sonrió; una sonrisa que incluso le asomó a los ojos.

– Creo que es por el día que hemos pasado, Quinto Cecilio -contestó dulcemente-. En realidad, hacia años que no me sentía tan bien.


Animado por el resultado del juicio de Cepio, Saturnino comenzó a actuar con tan arbitraria arrogancia que el Senado se resintió en sus cimientos. Sin que se hubiesen apagado las brasas del proceso de Cepio, Saturnino acusó a Cneo Malio Máximo por "pérdida de su ejército" ante la Asamblea de la plebe con idéntico resultado. Malio Máximo, que se había quedado sin hijos por la batalla de Araúsio, ahora perdía la ciudadanía romana y se veía obligado a emprender el exilio, mucho más privado de medios que el codicioso Cepio.

Luego, a finales de febrero, se aprobó la nueva ley relativa a la traición, la lex Apuleia de matestate, privando a las molestas centurías de la potestad de juzgar los delitos de traición y encomendándolos a un tribunal especial formado estrictamente por caballeros, y en el que no participaba el Senado. Pese a ello, los senadores no alegaron nada en contra durante el debate ni intentaron oponerse a que se promulgara la ley.

Por colosales que fuesen aquellos cambios, y de incalculable importancia para el futuro gobierno de Roma, no atrajeron tanto el interés del Senado o del pueblo como la elección pontifical celebrada por entonces. La muerte de Lucio Cecilio Metelo Dalmático, pontífice máximo, había dejado no una, sino dos vacantes en el colegio de pontífices; y como esas dos vacantes las ocupaba un solo hombre, hubo quienes arguyeron que bastaba con una sola elección. Pero, como señaló Escauro, príncipe del Senado, con un peligroso temblor en la voz y boca estremecida, eso sólo habría sido posible si el elegido pontífice ordinario hubiera sido también candidato al cargo supremo. Finalmente se llegó al acuerdo de elegir primero al pontífice máximo.

– Entonces ya veremos lo que se hace -dijo Escauro, con profundos suspiros y muerto de risa.

Tanto Escauro, príncipe del Senado, como Metelo el Numídico eran candidatos al cargo, igual que Catulo César y Cneo Domicio Ahenobarbo.

– Si me eligen, o eligen a Quinto Lutacio, haremos una segunda votación para el pontífice ordinario, ya que los dos pertenecemos al colegio -dijo Escauro, con heroico control de la voz.

Formaban parte de él un tal Servilio Vatia, Elio Tubero, Metelo el Numídico y Cneo Domicio Ahenobarbo.

La nueva ley estipulaba que diecisiete de las treinta y cinco tribus fuesen elegidas a suertes y que éstas efectuasen la votación. Se echaron a suertes y se determinaron las diecisiete tribus en cuestión. Todo ello se hizo aquel mismo día en el Foro con gran sentido del humor y tolerancia y sin ningún tipo de violencia, pues no era Escauro el único que se divertía enormemente, dado que a los romanos no había nada que más complaciese su sentido del humor que aquella competición por el título más augusto en los rollos de los censores, en particular cuando la parte ofendida había logrado tan limpiamente devolver la pelota a los ofensores.

Naturalmente, Cneo Domicio Ahenobarbo era el protagonista del momento. Y a nadie le sorprendió que fuese elegido pontífice máximo, con lo cual se hacía innecesaria la segunda elección. Entre vítores y guirnaldas al viento, Cneo Domicio Ahenobarbo representaba la venganza perfecta sobre aquellos que habían dado el sacerdocio de su fallecido padre al joven Marco Livio Druso.

Escauro se retorció en un paroxismo de carcajadas nada más saberse el veredicto, con gran disgusto de Metelo el Numídico, que no le veía la gracia.

– ¡De verdad, Marco Emilio, sois el colmo! ¡Es una ofensa! Ese pípinna con tan mal genio y mala bilis de pontífice máximo! ¿Después de mi querido hermano Dalmático? ¿Y contra vos, o contra mí? -exclamó, dando un puñetazo contra una de las proas que adornaban la rostra-. ¡Ah, si hay algo que detesto en los romanos es cuando su pervertido sentido del ridículo predomina sobre el sentido común! ¡Me resulta más perdonable la promulgación de una ley de Saturnino que esto! Al menos una ley de Saturnino implica opiniones muy enraizadas en el pueblo. ¡Pero esta… esta farsa, es pura irresponsabilidad! Siento tal vergüenza que me dan ganas de unirme a Quinto Servilio en el destierro.

Pero cuanto más furioso se ponía Metelo el Numídico, más se reía Escauro. Finalmente, sujetándose los costados y mirando a Metelo por entre un velo de lágrimas, logró musitarle:

– ¡Bah, dejad de comportaros como una vieja vestal ante un par de pelotas peludas y un pene erecto! ¡Es para morirse de risa! Y nos merecemos bien lo que nos haga.

Y volvió a contorsionarse, produciendo un ruido hilarante parecido al de un gatito estrujado, mientras Metelo se alejaba indignado.


En una inesperada carta, que Publio Rufo recibió en septiembre, Cayo Mario le decía:


Sé que tendría que escribirte más a menudo, viejo amigo, pero el inconveniente es que me cuesta escribir cartas. Tus cartas sí que son como un corcho lanzado a quien está a punto de ahogarse; y llenas de tu personalidad, sin adornos ni formalismos. Bueno, esta simple frase me ha costado lo que no te imaginas.

No me cabe la menor duda de que habrás ido al Senado a soportar los quejidos de nuestro Meneitos respecto a lo que le cuesta al Estado mantener un ejército del censo por cabezas en un segundo año de inactividad al otro lado de los Alpes. ¿Y cómo voy a conseguir que me elijan cónsul por cuarta vez y tres veces consecutivas? Eso es lo que tengo que hacer. Porque, si no, pierdo todo lo que me había propuesto. Porque el año que viene, Publio Rutilio, va a ser el año de los germanos. Lo noto. Sí, admito que no existe base real para ese presentimiento, pero cuando vuelvan Lucio Cornelio y Quinto Sertorio, estoy seguro de que me lo confirmarán. No he sabido nada de ellos desde que el año pasado me trajeron al rey Copilo. Y aunque me alegra que mis dos tribunos de la plebe lograsen declarar culpable a Quinto Servilio Cepio, aún lamento no haber podido hacerlo yo mismo con Copilo de testigo. No importa. Quinto Servilio ha tenido su merecido. No obstante, es una lástima que Roma no haya podido recuperar el oro de Tolosa. Habría servido para pagar muchos ejércitos del censo por cabezas.

Aquí la vida continúa como siempre. La Vía Domicia ha quedado en perfecto estado desde Nemausus hasta Ocelum, con lo que en el futuro resultará mucho más fácil la marcha de las legiones. Había llegado a un estado ruinoso, y tenía tramos que no se habían reparado desde los tiempos en que el tata de nuestro nuevo pontífice máximo estuvo por aquí, hace casi veinte años. Las inundaciones, las heladas y los chaparrones la habían dejado muy deteriorada. Naturalmente, no es igual que construir una calzada nueva, porque una vez que se han colocado las piedras del lecho del afirmado, es una base que dura para siempre; pero es imposible que la tropa y los carros marchen bien por una calzada llena de hoyos y con piedras que sobresalen; la superficie superior de arena, grava y polvo de piedra debe estar tan lisa como una cáscara de huevo y hay que regarla hasta que se apelmaza como hormigón. Te aseguro que la actual Vía Domicia es mérito de mis hombres.

Hemos construido también una calzada que cruza los marjales del Rhodanus desde Nemausus hasta Arelate. Y acabamos de terminar la excavación de un canal navegable desde el mar hasta Arelate, para evitar los pantanos, barrizales y bancos de arena de la desembocadura. Todos los peces gordos griegos de Massilia se arrastran agradecidos, con la nariz donde yo pongo el culo, los hipócritas. Pero el agradecimiento no ha hecho que se reduzcan en nada los precios de lo que venden a mi ejército.

Por si oyes hablar de ello y la historia se tergiversa, ya que las historias que a mí y a los míos se refieren siempre se tergiversan, te diré lo que sucedió con Cayo Lusio. Recordarás al hijo de mi cuñada, que llegó aquí como tribuno militar. Mi capitán preboste vino a verme hace dos semanas para decirme algo que consideraba muy mala noticia. Habían hallado a Cayo Lusio muerto en el barracón de oficiales, abierto en canal de un limpio tajo desde la garganta al vientre, como no lo haría el mejor oficiaL. El autor, un soldado, se había entregado; era también un simpático muchacho, de lo mejor, me dijo su centurión. Resulta que Lusio era marica, le gustaba ese soldado y no dejaba de molestarle, hasta que en la centuria, el muchacho se convirtió en la risión y todos hacían burla de él con gestos raros y parpadeos. El pobre soldado no podía evitar aquello y el resultado fue el homicidio. De todos modos, tuve que someterle a un consejo de guerra y debo decirte que tuve sumo placer en declararle inocente, ascenderle y recompensarle con una bolsa de dinero. Bueno, ya vuelvo a caer en el estilo literario.

El asunto se resolvió bien para mí, porque demostré que, para empezar, no tenía parentesco de sangre con Lusio, y, en segundo lugar, esto me dio la oportunidad de demostrar a los oficiales que para su general la justicia se lleva a cabo sin favoritismos para los familiares. Supongo que los maricas pueden desempeñar ciertos cometidos, pero, decididamente, la legión no es para ellos, ¿no crees, Publio Rutilio? ¿Te imaginas lo que habríamos hecho con Lusio en Numancia? No habría acabado con una muerte limpia y rápida, sino dando alaridos. Aunque uno no puede nunca asombrarse, y jamás olvidaré las cosas que oí en el funeral de Escipión Emiliano. Bueno, de mí, nunca dijo nada malo, así que no tengo por qué comentar nada. Era un tipo raro, pero yo creo que esas historias se cuentan cuando los hombres no engendran hijos.

Y eso es todo. Ah, salvo que este año he hecho algunos cambios en el pilum, y espero que la nueva versión se generalice. Si dispones de dinero, compra acciones de una de las nuevas factorías que van a manufacturarlas. O búscate una factoría, pues si eres dueño del edificio los censores no pueden acusarte de prácticas impropias de senador, ¿no es así, ahora?

Bueno, lo que he cambiado es la forma de unión entre el asta de hierro y el mango de madera. El pilum es una obra de arte comparada con la vieja lanza tipo hasta, pero no cabe duda de que son mucho más costosos debido a su punta más pequeña y dentada en lugar de la punta larga en forma de hoja, y llevar un asta de hierro más larga y un mango de madera moldeado para complementar la fuerza dinámica del lanzamiento, en vez del viejo mango tipo escoba de la hasta. Hace mucho tiempo que vengo observando que al enemigo le encanta apoderarse de estos pilum, y provocan a nuestras tropas bisoñas para que se los arrojen cuando no hay posibilidad de acertar más que en los escudos. Luego se quedan con el pilum o nos lo arrojan a nosotros.

Lo que yo he hecho ha sido descubrir el modo de unir el asta de hierro al mango de madera con una clavija débil, y cuando el pilum hace impacto, el asta se rompe por la juntura y el enemigo no puede volver a arrojárnoslo ni llevárselo. Además, si conservamos el campo después de la batalla, los armeros pueden ir recogiendo los trozos rotos para volverlos a montar. Nos ahorra dinero porque no se pierden y ahorramos vidas porque el enemigo no nos los puede arrojar.

Y ésas son todas las noticias. Escribe pronto.


Publio Rutilio Rufo dejó la carta a un lado con una sonrisa. No era muy sintáctica, fluida ni tenía mucho estilo; pero así era Cayo Mario. El era también como sus cartas. De todos modos, aquella obsesión a propósito del consulado era preocupante. Por una parte, comprendía que Mario quisiera seguir siendo cónsul hasta derrotar a los germanos, porque sabía que nadie era capaz de vencerlos. Pero por otra parte, Rutilio Rufo era un romano muy apegado a las tradiciones de su clase para aprobar aquella actitud, aun teniendo en cuenta los germanos. ¿Estaba Roma tan cambiada por las innovaciones políticas de Mario que ya no era la Roma de Rómulo? Rutilio Rufo no acababa de saberlo. Era muy difícil querer a un hombre, tal como a él le sucedía con Mario, y soportar la estela de tradiciones deshechas que dejaba a su paso. ¡El pílum, por Juno! ¿Es que no puede dejar nada tal como lo encuentra?

Pero Publio Rutilio Rufo se sentó y contestó inmediatamente aquella carta. Porque quería a Cayo Mario.


Está haciendo un verano más bien indolente, y me temo que no tenga mucho que contar, querido Cayo Mario. Nada de momento, en cualquier caso. Tu estimado colega Lucio Aurelio Orestes, segundo cónsul, no se encuentra bien, cosa que ya sucedía cuando lo eligieron. No entiendo por qué se presentó candidato, salvo que, supongo, pensaría que se merecía el cargo. Queda por saber si el cargo le ha merecido a él. Pero lo dudo.

Las únicas noticias son un par de sabrosos escándalos, que sé te divertirán tanto como a mí. Curiosamente, los dos implican a tu tribuno de la plebe, Lucio Apuleyo Saturnino. Es un extraordinario individuo, pero un cúmulo de contradicciones. Yo siempre he pensado que es una lástima que Escauro le buscara las vueltas. Saturnino entró en el Senado con la declarada intención de convertirse en el primer Apuleyo en sentarse en la silla curul, estoy seguro. Y ahora ansía destrozar el Senado para que los cónsules no sean más que unas simples máscaras de cera. Sí, sí, te oigo decir que peco de pesimista, que exagero y que mi visión de las cosas está deformada por mi apego a las tradiciones. ¡Pero, de todos modos, tengo razón! Espero me perdones que me refiera a todos tan sólo por el cognomen. Va a ser una carta larga y así ahorraré algunas palabras.

Saturnino ha sido vengado. ¿Qué te parece? Un asunto increíble y que ha redundado mucho en beneficio de nuestro venerado príncipe del Senado, Escauro. Tienes que admitir que es un hombre mucho mejor que su compañero el Meneitos. Esa es la diferencia entre Emilio y Cecilio.

Sabes -sé que lo sabes porque te lo dije- que Escauro prosigue su cometido de supervisor del abastecimiento de grano y se pasa el tiempo entre Ostia y Roma, haciendo la vida imposible a los grandes mercaderes del trigo. A una sola persona debemos agradecer la notable estabilidad de los precios del cereal estas dos últimas cosechas, a pesar de la escasez. ¡A Escauro!

De acuerdo, de acuerdo, interrumpiré el panegírico y seguiré con mi historia. Parece que cuando Escauro estuvo en Ostia hace un par de meses se tropezó con el agente procurador de grano delegado en Sicilia. No necesito hablarte de la revuelta de esclavos, ya que recibes los despachos del Senado periódicamente; sólo te diré que creo que este año hemos enviado de gobernador a la persona idónea. Puede que sea un aristócrata engreído con una boca como culo de gato, pero Lucio Licinio Lúculo es muy puntilloso en cosas como son los informes a la cámara o en limpiar los campos de batalla.

¿Querrás creer, por cierto, que un idiota de pretor, uno de los que tienen antecedentes más ambiguos (¿no es una buena frase?), de los Servilios plebeyos y que consiguió comprar la elección de augur gracias al poder del dinero de su patrón Ahenobarbo y ahora se hace llamar, ¡imagínate!, Cayo Servilio Augur, tuvo el otro día la osadía de levantarse en la cámara para acusar a Lúculo de prolongar deliberadamente la guerra en Sicilia para asegurarse la prórroga del mando el año que viene?

¿Y en base a qué hizo semejante acusación?, te oigo preguntar. Pues, imagínate, porque después de derrotar tan eficazmente al ejército de esclavos, Lúculo no se apresuró a dirigirse contra Triocala, dejando en el campo 35000 cadáveres de esclavos y todas las bolsas de sublevación de la región de Heracleia Minoa reproducirse como llagas en la piel romana. Lúculo hizo lo que tenía que hacer; derrotó a los esclavos en la batalla y luego dedicó una semana a ocuparse de los muertos y a limpiar tales bolsas de resistencia antes de dirigirse a Triocala, en donde se habían refugiado los esclavos supervivientes de la batalla. Pero Servilio Augur dice que Lúculo, después de la batalla, debía haber volado como los pájaros por el cielo hasta Triocala, porque alega el Augur que los esclavos que se refugiaron en Triocala eran tan presa de pánico que se le habrían rendido inmediatamente. Mientras que, tal como las cosas resultaron de verdad, cuando Lúculo llegó a Triocala, los esclavos se habían sobrepuesto al pánico y decidieron seguir combatiendo. ¿Y de quién obtiene Servilio el Augur esta información?, preguntarás. ¡Pues de sus augures, naturalmente! ¿Cómo si no va a saber lo que piensa una turba de esclavos encerrada en una fortaleza inexpugnable? ¿Y tú has visto acaso que Lúculo sea tan aberrante para entablar una tremenda batalla y ponerse a cavilar un plan para que le prorroguen el mando de gobernador? ¡Cuántas tonterías! Lúculo hizo lo que era de rigor: limpiar alfa antes de comenzar con beta.

Me disgustó el discurso de Servilio el Augur y me disgustó aún más que el pontífice máximo Ahenobarbo comenzase a vociferar su apoyo a aquella absurda patraña de alegatos totalmente injustificados. Naturalmente, todos los generales de salón de los bancos de atrás que nada saben de batallas pensaron que Lúculo era culpable. Ya veremos, pero no me sorprendería que oyeras que, uno, la cámara decide no prorrogar el mandato de Lúculo y, dos, dar el cargo de gobernador de Sicilia el año que viene a Servilio el Augur, quien habría iniciado toda esta farsa de la traición simplemente para que le nombraran a él. Es una golosina para alguien con tan poca experiencia y tan huero como Servilio el Augur, ya que Lúculo lo ha dejado todo hecho. La derrota de Heracleia Minoa ha obligado a los esclavos que quedan a retirarse en una fortaleza de la que no pueden salir porque Lúculo la tiene sitiada, y, además, ha logrado hacer volver suficientes granjeros a sus tierras para que este año haya cosecha; y el campo de Sicilia ya no está a merced del ejército de esclavos. Lo que quiere el gobernador Servilio es llegar al lugar ya debidamente pacificado haciendo reverencias a derecha e izquierda. Te digo, Cayo Mario, que la ambición unida a la estupidez es lo más peligroso del mundo.

Edepol, edepol, una digresión bastante larga, ¿no? Mi indignación por la situación de Lúculo me ha podido. Lo siento muchísimo por él. Pero sigamos con la historia de Escauro en Ostia, y su encuentro con el agente procurador de grano de Sicilia. Bien, cuando se pensaba que una cuarta parte de los esclavos dedicados al cultivo del cereal en Sicilia serían liberados el año pasado antes de la cosecha, los mercaderes de trigo calcularon que una cuarta parte de la cosecha se quedaría sin recoger debido a la falta de mano de obra. Por eso nadie se preocupó por comprar ese cuarto. En eso que, en dos semanas, ese roedor de Nerva liberó a ochocientos esclavos itálicos. Y el agente procurador de Escauro formaba parte de un grupo que durante esas dos semanas recorría la isla comprando a toda prisa ese cuarto de la cosecha a un precio absurdamente bajo. Luego, los cultivadores obligaron a Nerva a clausurar los tribunales de emancipación y, de pronto, Sicilia contó de nuevo con suficiente mano de obra para recoger toda la cosecha. Así, este último cuarto, comprado por nada, era ahora propiedad de una persona o personas desconocidas, lo que explicaba el alquiler general de todos los silos vacíos entre Puteoli y Roma. Ese último cuarto se iba a almacenar en ellos hasta el año siguiente, cuando la insistencia de Roma en que se liberase a los esclavos itálicos habría provocado una cosecha en la isla menor de lo normal, haciendo aumentar el precio del trigo.

Con lo que no contaban esas personas desconocidas era con la sublevación de los esclavos, debido a la cual en vez de recogerse los cuatro cuartos de la cosecha, no se recogió nada. Y así, el gran montaje de lograr una enorme ganancia con el último cuarto se vino abajo y los silos vacíos reservados se quedaron vacíos.

Sin embargo, volviendo a las dos ajetreadas semanas en que Nerva emancipó algunos esclavos itálicos y el grupo de compradores se afanaba por adquirir el último cuarto de la cosecha, una vez hecho y clausurados los tribunales, el citado grupo fue asaltado por unos bandidos, que los mataron a todos. O eso pensaron los bandidos, porque uno de los compradores, el que habló con Escauro en Ostia, se fingió muerto y logró salvarse.

Escauro se olió algo muy gordo. ¡Qué olfato tiene! ¡Y qué inteligencia! Él sospechó en seguida el montaje, cosa que el procurador no había hecho. Yo le admiro a pesar de su acendrado conservadurismo. Olfateando como un perro de caza, descubrió que las personas desconocidas eran nada menos que tu estimado colega consular del año pasado, Cayo Flavio Fimbria, y el gobernador de Macedonia del año en curso, Cayo Memio. Habían montado una falsa pista el año pasado para nuestro perro de caza Escauro, que, efectivamente, le condujo al cuestor de Ostia, es decir, nuestro turbulento tribuno de la plebe Lucio Apuleyo Saturnino.

Una vez reunidas las pruebas, Escauro se alzó a pedir excusas a Saturnino dos veces, una en el Senado y otra en el Foro. Estaba mortificado, pero sin perder la dignitas, por supuesto. Todos aprecian al que se disculpa bien y con sinceridad, y tengo que decir que Saturnino nunca atacó a Escauro cuando regresó a la cámara en su condición de tribuno de la plebe. También Saturnino se alzó, en la cámara y en el Foro, y le dijo a Escauro que él no le guardaba rencor porque había comprendido lo astutos que habían sido los falsos culpables, y que le estaba profundamente agradecido por recobrar su perdida reputación. Así, tampoco Saturnino perdió la dignitas. Y a todos complace quien recibe modesta y airosamente una buena disculpa.

Escauro, además, ofreció a Saturnino el cometido de procesar a Fimbria y a Memio ante el nuevo tribunal por delitos de traición y, naturalmente, Saturnino aceptó. Así que ahora todos esperamos ver muchas chispas y poco humo cuando Fimbria y Memio comparezcan en juicio. Imagino que serán declarados culpables ante un tribunal formado por caballeros, pues muchos caballeros del ramo del trigo han perdido dinero, y a ellos dos se les culpa del desastre de Sicilia. El corolario de la historia es que a veces los malos reciben su justo castigo.

La otra historia de Saturnino es mucho más divertida y mucho más intrigante. Aún no he logrado imaginarme qué es lo que se trae entre manos nuestro reivindicado tribuno de la plebe.

Hará unas dos semanas llegó un individuo al Foro y subió a la tribuna de los Espolones, que estaba vacía en ese momento porque no había asamblea y los oradores aficionados se habían tomado el día libre, y anunció a voz en grito, para que le oyera todo el Foro, que se llamaba Lucio Equitio, que era un liberto de un ciudadano romano de Picenum y -agárrate, Cayo Mario, ya verás- que era hijo natural de nada menos que Tiberio Sempronio Graco!

Se sabía la historia al dedillo, y los hechos coinciden, de momento. Hela aquí, en pocas palabras: su madre era una liberta de condición decente pero modesta, que se enamoró de Tiberio Graco, quien también se enamoró de ella. Pero, claro, el linaje de la joven no permitía el casamiento y tuvo que convertirse en su querida, viviendo en una pequeña y confortable casa de una hacienda de Tiberio Graco. Luego nació Lucio Equitio; su madre se llamaba Equitia.

A continuación asesinaron a Tiberio Graco y Equitia murió poco después, quedando su hijito al cuidado de Cornelia, la madre de los Gracos. Pero a Cornelia, madre de los Gracos, no le hacía gracia ser la tutora de un nieto bastardo y lo encomendó al cuidado de una pareja de esclavos de sus propiedades de Misenum. Y luego lo vendió como esclavo a una gente de Firmum Picenum.

Él dice que no sabía quién era; pero si ha hecho las cosas que dice, no podía ser ningún niño cuando murió su padre Tiberio Graco, en cuyo caso miente. En fin, después de ser vendido como esclavo en Firmun Picenum, trabajó tan bien y se hizo tanto querer por sus amos, que al morir el paterfamilias, no sólo le manumitieron, sino que heredó la fortuna de la familia, que por lo visto no tenía parientes. Como había tenido una excelente educación, con la herencia instaló un negocio, y durante no sé cuántos años se alistó en las legiones e hizo una fortuna. Por lo que dice, habría que calcularle unos cincuenta años, cuando aparenta unos treinta.

Luego conoció a uno que, con grandes aspavientos, elogió su gran parecido con Tiberio Graco. Él siempre había sabido que era itálico y no extranjero y se había hecho grandes cábalas sobre sus orígenes. En valentonado por el descubrimiento de que se parecía a Tiberio Graco, localizó a la pareja a quien Cornelia, madre de los Gracos, le había confiado durante un tiempo y se enteró por ellos de la historia de su nacimiento. ¿No es fantástico? Yo todavía no sé si se trata de una tragedia griega o de una farsa romana.

Bueno, naturalmente, nuestros crédulos y sentimentales habituales del Foro se excitaron enormemente, y al cabo de dos días Lucio Equitio era festejado por doquier como hijo de Tiberio Graco. Lástima que todos los hijos legítimos hayan muerto, ¿no? Por cierto, Lucio Equitio se parece extraordinariamente a Tiberio Graco. Habla igual que él, anda igual que él, gesticula igual y hasta alza la nariz lo mismo que él. Yo creo que lo que más me hace desconfiar es esa similitud tan perfecta. Más que un hijo parece un mellizo. Los hijos no se parecen a los padres de esa manera; lo he comprobado muchas veces, y hay muchas mujeres que han traído al mundo un hijo que les queda profundamente agradecido por ello y que dedican mucho tiempo del período posparto a asegurar al abuelo del retoño que éste es parecidísimo al tío-abuelo Lucio Tiddlypus. Bien, basta.

A continuación, los carcas del Senado nos enteramos de que Saturnino apoya a este Lucio Equitio, sube a la tribuna con él y le anima a que logre adeptos. No había transcurrido una semana cuando el nombre de Equitio iba en boca de todos los que en Roma tienen una renta inferior a la de tribuno del Tesoro y superior a la del censo por cabezas; comerciantes, tenderos, artesanos, pequeños granjeros, la flor y nata de la tercera, cuarta y quinta clases. Ya sabes el tipo de gente a que me refiero. De ésa que besaba el suelo que pisaban los Gracos, todos esos hombres modestos y trabajadores que no suelen votar, pero que votan en sus tribus lo suficiente para sentirse bien distintos a los libertos y a los del censo por cabezas. Una clase demasiado orgullosa para aceptar caridad, pero no lo bastante rica para sobrevivir a los astronómicos precios del trigo.

Los padres conscriptos del Senado, en particular los que visten togas bordadas en púrpura, comenzaron a inquietarse un poco por toda esa adulación popular y también a preocuparse algo por la intervención de Saturnino, que es realmente lo misterioso. Pero ¿qué puede hacerse? Finalmente, nada menos que nuestro nuevo pontífice máximo, Ahenobarbo -le han dado el muy acertado apodo de pipinna-, propuso traer al Foro a la hermana de los hermanos Graco y viuda de Escipión Emiliano, como si fuéramos a olvidar las pendencias que hubo en aquel matrimonio, a que subiera a la tribuna para enfrentarse al supuesto impostor.

Así se hizo hace tres días. Saturnino se situó en un extremo riéndose como un tonto -lo que sucede es que no es ningún tonto y no sé qué se traerá entre manos- y Lucio Equitio mirando de hito en hito a aquella vieja apergaminada. Ahenobarbo Pipinna adoptó una postura exageradamente pontifical; cogió a Sempronia por los hombros pero a ella no le gustó nada y se lo sacudió de encima como si fuese una araña peluda y preguntó con voz atronadora: "Hija de Tiberio Sempronio Graco el Viejo y Cornelia Africana, ¿reconocéis a este hombre?"

Por supuesto, ella espetó que no le había visto en su vida y que su queridisimo y amado hermano Tiberio jamás de los jamases habría abierto el tapón de su botella de vino fuera de los sagrados lazos del matrimonio, y que todo aquello era un absurdo. Luego comenzó a apalear a Equitio con su bastón de ébano y marfIl; escena que resultó la pantomima más indignante que puedas imaginar; ojalá hubiese estado presente Cornelio Sila, porque se habría divertido de lo lindo.

Al final, Ahenobarbo Pipinna (¡me encanta este apodo, que se lo ha puesto nada menos que Metelo el Numídico!) tuvo que bajarla a la fuerza de la tribuna de los Espolones, entre gritos y carcajadas del público, mientras Escauro lloraba de risa y aún se contorsionó más cuando Pipinna, el Meneitos y su retoño le reprocharon su frivolidad senatorial.

En cuanto a Lucio Equitio volvió a quedarle libre la tribuna, Saturnino se llegó hasta él y le preguntó si sabía quién era la horrenda anciana. Equitio contestó que no, lo que demuestra o que no había escuchado los clamores de Ahenobarbo presentándola o que mentía. Pero Saturnino le explicó con breves y amables palabras que era su tía Sempronia, la hermana de los Gracos. Equitio puso cara de sorpresa, dijo que en toda su ajetreada vida no había visto a su tía Sempronia y añadió que le extrañaba mucho que Tiberio Graco hubiese contado a su hermana lo de la querida y el hijo en un nidito de amor de una de las haciendas de Sempronio Graco.

La multitud apreció el buen sentido de esta respuesta y circula la alegre creencia de que Lucio Equitio es hijo natural de Tiberio Graco. Y el Senado, y no digamos Ahenobarbo, está que echa chispas. Bueno, menos Saturnino, que se sonríe; Escauro, que se carcajeo, y yo. ¡Adivina lo que yo hago!


Publio Rutilio Rufo lanzó un suspiro y estiró la cansada mano, deseando detestar el escribir cartas tanto como Cayo Mario, para no verse impulsado a incluir todos aquellos detalles que marcaban la diferencia entre una misiva de cinco columnas y una de cincuenta y cinco.


Y esto, querido Cayo Mario, es definitivamente todo. Si siguiera sentado un rato más se me ocurrirían historias más entretenidas y acabaría quedándome dormido con la nariz en el tintero. Ojalá hubiese un modo mejor -es decir, más tradicionalmente romano- para que conservaras el mando en lugar de tener que presentarte de nuevo al consulado. Y tampoco veo cómo vas a poder obtenerlo. Pero me atrevo a decir que lo conseguirás. Cuídate. Recuerda que ya no eres ningún pollo, sino un perro viejo, así que no te rompas ningún hueso. Te volveré a escribir cuando ocurra algo interesante.


Cayo Mario recibió la carta a primeros de noviembre, y ya la tenía dominada para leerla con verdadera fruición, cuando apareció Sila. Prueba de que volvía para quedarse era que se había cortado los larguísimos y caídos bigotes y el cabello. Así, mientras Sila se deleitaba tomando un buen baño, Mario le leyó la carta, alegrándose de tenerle allí para compartir aquella diversión.

Se encerraron en el despacho privado del general y Mario dio orden de que no los molestasen; ni siquiera Manio Aquilio.

– ¡Quítate esa maldita torca! -dijo Mario cuando Sila, ya debidamente ataviado al estilo romano, al inclinarse dejó asomar el enorme adorno de oro por la túnica.

Pero Sila meneó la cabeza, sonriendo y acariciando las espléndidas cabezas de dragón que formaban los extremos del círculo casi completo de la torca.

– No, Cayo Mario, creo que voy a llevarla siempre. Un poco bárbara, ¿no?

– No está bien en un romano -masculló Mario.

– Lo malo es que se ha convertido en mi talismán, y no puedo quitármela por si me abandona la buena suerte -replicó Sila, sentándose en un diván con un suspiro de voluptuosidad-. ¡Ah, el placer de sentarse como un hombre civilizado! He estado de juerga sentado en bancos tan duros, que había comenzado a pensar que era un sueño. ¡Qué bien volver a sentir la continencia! Los galos y los germanos lo hacen todo con exceso; comen y beben hasta que se vomitan unos encima de otros o se mueren de hambre porque salen de incursión o a combatir sin ninguna provisión. ¡Ah, pero qué fieros y valientes, Cayo Mario! De verdad, si tuvieran un ápice de nuestra organización y disciplina no podriamos vencerlos.

– Por suerte para nosotros, carecen prácticamente de ambas, y podemos vencerlos. Me imagino qué es lo que quieres decir. Toma, bebe. Es de Falernio.

Sila bebió con fruición pero sin precipitarse.

– ¡Ah, el vino, el vino! ¡Néctar de los dioses, consuelo del corazón afligido, reparación para el espíritu! ¿Cómo podría vivir sin él? -Se echó a reír-. ¡No me importa si no vuelvo a ver en mi vida un solo cuerno más o un pichel de cerveza! El vino es cosa civilizada. No te hace eructar, ni peer, ni te infla el vientre; con la cerveza uno se convierte en una cisterna ambulante.

– ¿Y Quinto Sertorio? Espero que esté bien.

– Está en camino, pero hemos hecho el viaje por separado. Yo quería hablar contigo a solas, Cayo Mario -respondió Sila.

– Como quieras, Lucio Cornelio -dijo Mario, mirándole con afecto.

– No sé por dónde empezar.

– Pues empieza por el principio. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Cuánto tiempo hace que están en movimiento?

Sila saboreó el vino y cerró los ojos.

– No se denominan germanos y no se consideran un solo pueblo. Son cimbros, teutones, marcomanos, queruscos y tigurinos. La patria de los cimbros y los teutones es una península larga y ancha que hay al norte de Germania, vagamente descrita por algunos geógrafos griegos, que la denominaron Quersoneso Címbrico. Parece que la mitad norte es el país de los cimbros y la mitad que se une al continente de Germania es el de los teutones. Aunque ellos se consideran pueblos distintos, no se aprecian diferencias fisicas en ambos pueblos, si bien el idioma varía algo, pero se entienden.

"No eran pueblos nómadas, pero no conocían la agricultura tal como se da entre nosotros; parece ser que allí el invierno es más húmedo que nevoso y que la tierra produce una estupenda hierba todo el año. Así que vivían del ganado, complementado con avena y centeno. Comen buey, beben leche, algunas verduras, algo de pan negro duro y gachas.

"Luego, hacia la época de la muerte de Cayo Graco, unos veinte años como máximo, sufrieron un año de inundaciones debido a que la gran cantidad de nieve de las montañas hizo crecer sus grandes rios, además de que llovió mucho, hubo tormentas desastrosas y altas mareas, y el océano Atlántico cubrió toda la península. Al retirarse el mar, el suelo tenía excesiva salinidad, no crecía la hierba y los pozos estaban salobres. Entonces construyeron un ejército de carros, reunieron el ganado y los caballos que les quedaban y se pusieron en movimiento en busca de otro país.

Mario escuchaba sus palabras con sumo interés, muy erguido en su asiento y sin preocuparse de la copa de vino.

– ¿Todos ellos? ¿Cuántos eran? -inquirió.

– No, no todos. Los viejos y los débiles fueron eliminados y enterrados en grandes túmulos. La migración sólo la emprendieron los guerreros, las mujeres jóvenes y los niños. Yo calculo que la iniciarían unos seiscientos mil, rumbo al sudeste por el valle del gran río que denominamos el Albis.

– Pero yo creo que esa parte del mundo está poco habitada -dijo Mario, frunciendo el entrecejo-. ¿Por qué no se quedaron en las riberas del Albis?

– ¿Quién sabe? -replicó Sila encogiéndose de hombros-. Parece que se pusieron en manos de sus dioses en espera de que alguna señal divina les indicara una nueva patria. Desde luego no parece que encontrasen mucha resistencia al avance, al menos a lo largo del Albis. Finalmente, llegaron al nacimiento del gran río y por primera vez en la memoria de la raza vieron grandes montañas, porque el Quersoneso Címbrico es completamente plano, con terrenos bajos.

– Evidente, si el océano lo anegó -dijo Mario, alzando apresuradamente una mano-. No, no lo he dicho en plan sarcástico, Lucio Cornelio. No soy muy oportuno con las palabras, ni tengo tacto. -Se levantó y sirvió más vino-. Así que las montañas les impresionaron bastante, ¿eh?

– Así es. Sus dioses eran dioses celestes, pero al ver aquellas torres que tocaban el vientre de las nubes, se pusieron a adorar a los dioses que supusieron habitaban bajo las torres y las habían levantado sobre el suelo. Desde entonces no se han alejado mucho de las montañas. En el cuarto año de la migración cruzaron una cuenca alpina y pasaron de la cabecera del Albis a la del Danubius, un río del que sí sabemos más. Allí giraron rumbo al este, siguiendo su curso hacia las llanuras de Geta y Sarmacia.

– Entonces, ¿es que se encaminaban al mar Euxino? -inquirió Mario.

– Eso parece -respondió Sila-. Pero los boyos les cortaron el paso hacia la cuenca norte de Dacia y se vieron obligados a seguir el curso del Danubius por la región en que ese río tuerce bruscamente hacia el sur en Panonia.

– Los boyos son celtas -dijo Mario, pensativo-. Y tengo entendido que celtas y germanos no se mezclan.

– No, claro que no. Pero lo interesante es que en ninguno de los sitios en que los germanos decidieron asentarse lucharon por hacerse con la tierra. Al menor signo de resistencia por parte de las tribus locales, reemprendían la marcha. Luego, en una zona cercana a la confluencia del Danubius con el Tisia y el Savus, se estrellaron con otro muro de celtas, esta vez de escordiscos.

– ¡Nuestros enemigos los escordiscos! -exclamó Mario, sonriente-. Bueno, ¿no es consolador saber que nosotros y los escordiscos tenemos un enemigo común?

– Teniendo en cuenta que eso sucedió hace unos quince años -replicó Sila enarcando una ceja- y que no lo sabíamos, poco consuelo es.

– No estoy muy inspirado hoy, ¿verdad? Perdona, Lucio Cornelio. Tú lo has vivido, y yo te escucho emocionado y compruebo que mi lengua dice torpezas -replicó Mario.

– No pasa nada, Cayo Mario, lo comprendo -dijo Sila, sonriendo.

– ¡Continúa, continúa!

– Quizá uno de sus principales problemas es que no tenían un jefe digno de ese nombre; ni un plan determinado, por llamarlo de alguna manera. Yo creo que esperaban que llegase el día en que un gran rey les permitiese asentarse en unas tierras deshabitadas.

– Y, claro, los grandes reyes no están muy predispuestos a hacerlo -dijo Mario.

– No. Bueno, el caso es que dieron la vuelta y se dirigieron al oeste -prosiguió Sila-, pero apartándose del Danubius. Primero siguieron el curso del Savus, luego torcieron algo al norte y siguieron por el Dravus hasta su cabecera. Por entonces llevaban ya errantes más de seis años sin detenerse en ningún sitio más que algunos días.

– ¿No viajaban en carros? -inquirió Mario.

– Rara vez. Los carros van uncidos al ganado y simplemente los guían, aunque si alguien está enfermo o hay una embarazada a punto de concebir, el carro hace de medio de transporte; pero sólo en esos casos -respondió Sila con un suspiro-. Y, bueno, ya sabemos lo que sucedió después. Penetraron en el Noricum y en las tierras de los taun.

– Quienes pidieron ayuda a Roma, Roma envió a Carbo a enfrentarse a los invasores, y éste perdió su ejército -dijo Mario.

– Y, como siempre, los germanos volvieron grupas en previsión de complicaciones -añadió Sila-. En lugar de invadir la Galia itálica, se dirigieron a las grandes montañas y volvieron al Danubius, ligeramente a la derecha de su confluencia con el Aenus. Los boyos no los dejaban pasar hacia el este y se dirigieron al oeste a lo largo del Danubius a través de las tierras de los marcomanos. Por motivos que no he logrado saber, un buen contingente de marcomanos se unió a los cimbros y teutones en el séptimo año de migración.

– ¿Y qué hay de esa tempestad de truenos? -inquirió Mario-. La que interrumpió la batalla entre los germanos y Carbo, y gracias a la cual pudo salvarse parte de las tropas de Carbo. Hay quien dice que los germanos interpretaron la tormenta como señal de ira divina y que eso nos salvó de la invasión.

– Lo dudo -replicó Sila sin inmutarse-. Bueno, sí, cuando estalló la tormenta, los cimbros, que eran los que luchaban contra Carbo por hallarse más próximos a él, huyeron despavoridos, pero no creo que fuese lo que los disuadió de penetrar en la Galia itá lica. La verdad parece ser simplemente que no les gusta guerrear para conquistar territorio.

– ¡Es fascinante! Y nosotros los consideramos hordas de bárbaros que codician Italia. ¿Y qué pasó a continuación? -inquirió Mario, lleno de interés.

– En esta ocasión remontaron el curso del Danubius hasta el nacimiento. En el octavo año se les unió un grupo de auténticos germanos: los queruscos, que procedían de sus tierras cercanas al río Visurgis, y, en el noveno año, un pueblo de Helvecia llamado los tigurinos, que por lo visto vivían al este del lago Lemanna y que sí son celtas. Igual que, creo, lo son los marcomanos. Sin embargo, tanto los marcomanos como los tigurinos son celtas muy germanizados.

– ¿Quieres decir que no sienten repulsa por los germanos?

– ¡Mucho menos del rechazo que sienten por sus congéneres celtas! -respondió Sila, sonriente-. Los marcomanos han guerreado con los boyos durante siglos y los tigurinos con los helvecios. Así que yo supongo que al cruzar sus tierras los carros germanos, pensaron que era interesante viajar a tierras desconocidas. Cuando la migración cruzó el Jura hacia la Galia Comata, eran ya más de ochocientos mil.

– Y penetraron en las tierras de los pobres eduos y los ambarres y allí se quedaron -dijo Mario.

– Más de tres años -añadió Sila, asintiendo con la cabeza-. Los eduos y ambarres eran más pacíficos, ¿comprendes? Estaban romanizados, Cayo Mario. Cneo Domicio los había metido en cintura para que nuestra provincia de la Galia Transalpina estuviera tranquila. Y a los germanos empezó a gustarles nuestro rico pan blanco… ¡para untar su mantequilla!, y para mojar en la salsa de buey y acompañar sus horrorosas morcillas de sangre.

– Hablas con verdadero sentimiento, Lucio Cornelio.

– ¡Ya lo creo! -dijo Sila y, tras una breve sonrisa, contempló pensativo la superficie del vino para luego alzar sus ojos fulgurantes hacia Mario-. Ahora han elegido un rey común a todos -añadió de repente.

– ¡Ah! -exclamó Mario en voz queda.

– Se llama Boiorix y es un cimbro. Los cimbros son el pueblo mas numeroso.

– Pero es un nombre celta -dijo Mario-. Boiorix… de los boyos. Una nación formidable; hay colonias de boyos por todas partes: en Dacia, Tracia, la Galia Cabelluda, la Galia itálica, Helvecia, ¡qué sé yo! Quizá hace mucho tiempo instalaron una colonia entre los cimbros. Al fin y al cabo, si ese Boiorix se dice cimbro es que debe serlo. No pueden ser tan primitivos que no tengan una tradición genealógica.

– En realidad tienen muy poca tradición genealógica -replicó Sila, apoyándose en un codo-. No porque sean realmente primitivos, sino porque su estructura social es diferente a la nuestra. Y distinta a la de todos los pueblos ribereños del Mediterráneo. No son un pueblo agrícola, y cuando la gente no posee tierras y granjas a lo largo de generaciones, no se desarrolla en ella esa idea de procedencia de un lugar; lo que significa que tampoco desarrollan un sentimiento de familia. Llevan una vida colectiva de tipo tribal, que para ellos es más importante. Prefieren regirse por un sistema alimentario común, que para ellos es más razonable. Si las casas son chozas para dormir, carentes de cocina, y la casa va sobre ruedas y tampoco tiene cocina, es más fácil matar reses enteras, asarlas enteras y alimentar a toda la tribu.

"Su tradición genealógica se basa en la tribu, o en el conjunto de tribus que constituyen un pueblo. Tienen héroes a los que cantan, pero sus hazañas están muy adornadas por encima de la realidad, y un jefe de dos generaciones atrás se transforma en un Perseo o un Hércules y pierde todo perfil humano. Su concepto de lugar es también muy difuso. Y la posición, jefe, cabecilla o chamán, se sobrepone a la identidad del que la ostenta. ¡El individuo es la posición que ocupa! Se aísla de su familia y ésta no asciende con él; y cuando muere, la posición pasa a otro elegido por la tribu sin consideraciones a lo que nosotros llamariamos títulos de familia. Sus ideas sobre la familia son muy distintas a las nuestras, Cayo Mario -dijo Sila izándose sobre el codo para servir más vino.

– ¡Se nota que has vivido con ellos! -musitó Mario.

– ¡Qué remedio! -dijo Sila dando un sorbo para poder echar agua en la copa-. Y no me he acostumbrado -añadió como sorprendido-. Es igual, no cabe duda de que mi mente volverá -dijo poniendo ceño-. Logré infiltrarme entre los cimbros cuando aún trataban de abrirse camino hacia los Pirineos. Sería noviembre del año pasado, cuando regresaba de verte.

– ¿Cómo lo hiciste? -inquirió Mario.

– En aquel momento estaban comenzando a padecer la secuela de cualquier pueblo tras una larga guerra, igual que nosotros, sobre todo después de Arausio. Como todo el pueblo, menos los viejos y los tullidos, avanzan en bloque, todo guerrero caído suele dejar viuda y huérfanos, y esas mujeres son una carga, a menos que sus hijos varones tengan edad para convertirse en guerreros sin gran tardanza. Así que las viudas tienen que esforzarse por encontrar nuevos maridos entre los guerreros que aún son jóvenes o no han sabido procurarse esposa. Si una mujer consigue unirse con su hijo a otro guerrero, se le permite seguir igual que antes. Su carro es la dote; aunque no todas las viudas poseen carro ni todas encuentran pareja. Claro que poseer un carro ayuda mucho. Se les concede un tiempo de tres meses para encontrar pareja, es decir el plazo de una estación. Si no lo consiguen, se les da muerte junto con los hijos, y los miembros de la tribu que no tienen carro se los reparten a suertes. Matan a los que consideran demasiado viejos para contribuir productivamente al bienestar de la tribu, y si hay exceso de niñas, las matan también.

– ¡Y yo que pensaba que nosotros éramos duros! -dijo Mario con una mueca.

– ¿Qué dureza, Cayo Mario? -replicó Sila meneando la cabeza-. Los germanos y los galos son como cualquier otro pueblo y estructuran su sociedad para sobrevivir como tal; los que se convierten en una rémora que la comunidad no puede permitirse deben ser eliminados. ¿Y qué es mejor, dejarlas sueltas sin hombres que cuiden de ellas o eliminarlas? ¿Morir despacio de hambre y frío o rápido y sin dolor? Ellos lo ven así. No tienen más remedio que verlo así.

– Supongo que sí -dijo Mario, reticente-, pero a mi personalmente me encantan nuestros ancianos. Por escucharlos vale la pena darles comida y alojamiento.

– ¡Pero eso es porque nosotros podemos permitirnos su conservación, Cayo Mario! Roma es muy rica; por consiguiente, Roma puede permitirse mantener a algunos por lo menos de los que no aportan nada productivo a la comunidad. Sin embargo, no condenamos la eliminación de los recién nacidos abandonados, ¿no?

– ¡Claro que no!

– ¿Y cuál es la diferencia? Cuando los germanos encuentren una patria, se volverán más parecidos a los galos. Y los galos en contacto con griegos y romanos acaban pareciéndose a griegos o romanos. Cuando tengan una patria podrán relajar sus reglas; adquirirán suficiente riqueza para alimentar a los viejos y a las viudas cargadas de hijos. Ellos no son urbanitas, sino campesinos. También las ciudades vuelven a tener reglas distintas, ¿no lo has advertido? Las ciudades engendran el mal de eliminar a los viejos y a los enfermos, y las ciudades reducen el sentimiento campesino del hogar y la familia. Cuanto más grande se hace Roma, más se parece a los germanos.

– Me pierdo, Lucio Cornelio -dijo Mario rascándose la cabeza-. ¡Vuelve al tema, por favor! ¿Qué te sucedió? ¿Encontraste una viuda y te integraste en una tribu como guerrero?

– Exactamente -respondió Sila asintiendo con la cabeza-. Sertorio hizo igual en otra tribu, y por eso no nos hemos visto mucho; sólo a veces para intercambiar observaciones. Los dos encontramos una mujer con carro y sin pareja. Eso fue después de integrarnos en las tribus como guerreros, claro, cosa que ya había sucedido mucho antes de venir a verte el año pasado, y encontramos mujer nada más regresar.

– ¿Y no os rechazaron? -inquirió Mario-. Al fin y al cabo, os hacíais pasar por galos, no por germanos.

– Cierto. Pero luchábamos bien los dos. Y ningún jefe de tribu desprecia a un buen guerrero -dijo Sila con una sonrisa.

– ¡Por lo menos no os habrán hecho matar romanos! Aunque lo habríais hecho en caso necesario.

– Por supuesto-respondió Sila-. ¿Tú no?

– Claro que sí. El amor es para todos y el sentimiento para unos pocos -respondió Mario-. Un hombre debe luchar para salvar a todos, no a unos pocos. Bueno, salvo si se le presenta la oportunidad de hacer las dos cosas -añadió con el rostro iluminado.

– Yo era un galo de los carnutos, sirviendo como guerrero cimbro -dijo Sila, pensando en que la filosofía de Mario era tan confusa como éste pensaba que era la suya-. A principios de primavera hubo un gran consejo de todos los jefes de las tribus. Por entonces, los cimbros habían impulsado al máximo su avance hacia el oeste, con la esperanza de entrar en Hispania por la zona en que son más bajos los Pirineos. El consejo se celebró en la orilla del río que los aquitanos llaman Aturis. Habían llegado noticias ciertas de que todas las tribus de cántabros, astures, vetones, lusitanos occidentales y vascones se habían aliado al otro lado de la cordillera para contener la invasión germana. Y en este consejo, de pronto, sin que nadie lo esperase, surgió Boiorix.

– Recuerdo el informe que hizo Marco Cota después de Arausio -dijo Mario-. Era uno de los dos jefes que riñeron, el otro fue Teutobodo de los teutones.

– Es muy joven -dijo Sila-; no tendrá más de treinta años. Es altísimo y de contextura hercúlea; tiene unos pies que parecen lubinas. Pero lo interesante es su mentalidad parecida a la nuestra. Tanto galos como germanos tienen unos esquemas mentales tan distintos a los de cualquier pueblo del Mediterráneo, que nosotros los vemos como bárbaros. Mientras que Boiorix ha demostrado estos últimos nueve meses ser un bárbaro muy distinto. Para empezar, ha aprendido a leer y escribir en latín, no en griego. Creo que ya te he mencionado que cuando un galo muestra tendencia a instruirse, aprende latín en vez de griego.

– ¡Boiorix, Lucio Cornelio, Boiorix! -dijo Mario, impaciente.

– Volvamos a Boiorix -continuó Sila, sonriente-. Había tenido buen ascendiente en los consejos tal vez durante cuatro años, pero en primavera se impuso a la oposición y se hizo nombrar jefe supremo; nosotros le llamariamos rey, dado que tiene la prerrogativa de adoptar una decisión irrevocable en todas las circunstancias sin temor a caer en desacuerdo con el consejo.

– ¿Y cómo consiguió hacerse nombrar? -inquirió Mario.

– Por el viejo sistema -respondió Sila-. Ni germanos ni galos efectúan elecciones, aunque a veces votan en el consejo; pero las decisiones del consejo suelen supeditarse a quien logra permanecer más tiempo sobrio o tiene la voz más fuerte. Pero en el caso de Boiorix se proclamó rey por derecho de combate, matando a todos sus adversarios. No fue un solo encuentro, sino toda una jornada de lucha en la que fueron cayendo todos sus oponentes: en total once cabecillas que mordieron el polvo al estilo homérico.

– Rey por muerte de los rivales -dijo Mario, pensativo-. ¿Qué satisfacción reporta eso? ¡Es algo auténticamente bárbaro! A un rival se le aplasta en el debate o ante los tribunales para que pueda seguir luchando; todos debemos tener rivales. Teniendo rivales vivos, quien se impone más brilla por ser mejor que ellos; mientras que muertos no brilla nada.

– Estoy de acuerdo -dijo Sila-, pero en el mundo bárbaro, es decir en occidente, el criterio que impera es matar a los rivales. Es más seguro.

– ¿Y qué sucedió con Boiorix después de proclamarse rey?

– Dijo a los cimbros que no iban a dirigirse a Hispania, que había lugares mucho más fáciles. Como Italia. Pero primero señaló que los cimbros iban a unirse a los teutones, los tigurinos, los marcomanos y los queruscos; y que, entonces, él seria rey de germanos y cimbros.

Sila volvió a llenar su copa con vino bien aguado.

– Pasamos la primavera y el verano avanzando hacia el norte por la Galia Cabelluda; cruzamos el Garumna, el Liger y el Sequana y entramos en las tierras de los belgas.

– ¡Los belgas! -exclamó Mario-. ¿Los has visto?

– Sí, claro -respondió Sila, sin darle mayor importancia.

– Y habría guerra a muerte.

– Ni mucho menos. El rey Boiorix optó por lo que denominariamos abrir negociaciones. Hasta el viaje de verano por la Galia Cabelluda, los germanos no habían mostrado interés por negociar, y cada vez que se tropezaban con uno de nuestros ejércitos impidiéndoles el paso, por ejemplo, enviaban una embajada pidiendo permiso de tránsito por territorio romano. Nosotros siempre se lo hemos negado, naturalmente. Y ellos se alejaban y no volvían a intentarlo. Nunca han titubeado, ni han solicitado sentarse a una mesa de negociaciones, ni han tratado de saber si había algo que nosotros estuviésemos decididos a pedirles para abrir negociaciones. Pero Boiorix negoció el paso de los cimbros por la Galia Cabelluda.

– ¿Ah, sí? ¿En qué condiciones?

– A cambio de dar a galos y belgas carne, leche, mantequilla y trabajo en los campos. Hizo un trueque de su ganado por cerveza y trigo y les ofreció sus guerreros para ayudarlos a labrar más tierras para que hubiese bastantes para todos -respondió Sila.

– ¡Un bárbaro muy listo! -comentó Mario con un enérgico movimiento de cejas.

– Ya lo creo, Cayo Mario. Y así, en absoluta paz y amistad, seguimos el curso del rio Isara al norte de Sequana y, finalmente, llegamos a las tierras de una tribu belga, los aduatucos; éstos son principalmente germanos que viven en las orillas del río Mosa, más abajo del Sabis, y que también están asentados en el lindero de un vastísimo bosque llamado la Arduenna y que se extiende desde el este del Mosa hasta el Mosella, y que resulta impenetrable para los no germanos. Los auténticos germanos de Germania viven en bosques y los utilizan como nosotros las fortificaciones.

Mario seguía reflexionando con sumo interés, porque sus cejas no dejaban de moverse como si actuaran con vida propia.

– Continúa, Lucio Cornelio; cada vez encuentro más interesante al enemigo germano.

– Me lo imaginaba -replicó Sila inclinando la cabeza-. Los queruscos proceden, en realidad, de una región de Germania no muy lejos de las tierras de los aduatucos, y son parientes. Y así convencieron a los teutones, los tigurinos y los marcomanos para que los siguieran a las tierras de los aduatucos, mientras los cimbros andaban por el sur camino de los Pirineos. Pero cuando los cimbros regresaron a finales del Sextilis, lo que vieron no fue nada halagüeño: los teutones se habían querellado con aduatucos y queruscos al extremo de que había habido muchas escaramuzas, bastantes muertes y existía un malestar que nosotros, los cimbros, notamos iba en aumento.

– Y el rey Boiorix lo arregló todo -dijo Mario.

– ¡Él lo arregla todo! -respondió Sila con una sonrisa-. Apaciguó a los aduatucos y convocó un gran consejo de los emigrantes germanos, cimbros, teutones, tigurinos, queruscos y marcomanos. En este consejo anunció que no sólo era rey de los cimbros, sino rey de todos los germanos. Tuvo que enfrentarse a varios en duelo, pero no a sus únicos rivales serios, Teutobodo de los teutones y Getorix de los tigurinos. Estos también tienen una mentalidad más romana, y decidieron seguir viviendo y representar una amenaza para el rey Boiorix.

– ¿Y todo esto cómo lo supiste? -inquirió Mario-. ¿Es que te habías convertido en cabecilla y estabas en el consejo?

– En realidad me había convertido en un cabecilla -contestó Sila, haciéndose el modesto con esfuerzo, ya que la humildad estaba considerada falta de carácter-. No un gran jefe, compréndelo, pero lo suficiente para que me invitasen a los consejos. Mi esposa Germana, que no es cimbra sino del pueblo querusco, dio a luz dos hijos cuando alcanzamos el Mosa y esto fue interpretado como tan buen augurio que mi categoría de jefecillo ascendió a la de cabecilla de grupo a tiempo para participar en el gran consejo de todos los germanos.

Mario soltó una carcajada.

– ¿Quieres decir que algún día algún pobre romano puede tropezarse con un par de pequeños germanos que se te parecen? -inquirió.

– Es posible -respondió Sila.

– ¿Y con unos pequeños Quintos Sertorios?

– Con uno por lo menos.

– Continúa, Lucio Cornelio -dijo Mario, ya serio.

– Ese Boiorix es muy muy listo. Hagamos lo que hagamos, no debemos subestimarle porque sea un bárbaro. Delineó una estrategia de la que tú mismo te habrías enorgullecido. Y no exagero, créeme.

– ¡Te creo! -replicó Mario, tenso de interés-. ¿Qué estrategia?

– El año que viene, en cuanto el tiempo lo permita, a más tardar en marzo, los germanos tratarán de invadir Italia por tres frentes -respondió Sila-. Y cuando digo marzo, quiero decir que será la fecha en que los ochocientos mil bárbaros abandonarán las tierras de los aduatucos. Boiorix ha fijado en seis meses el plazo para que todos cubran el viaje desde el río Mosa hasta la Galia itálica.

Ambos se inclinaron hacia adelante.

– Los ha dividido en tres contingentes de fuerzas. Los teutones invadirán la Galia itálica desde el oeste; éstos son unos doscientos cincuenta mil, los dirigirá su rey Teutobodo, y su plan es bajar por el Rhodanus y a lo largo de la costa de Liguria hasta Genua y Pisae. No obstante, yo imagino que, al estar Boiorix al mando de la invasión, antes de que se inicie habrán cambiado el itinerario para llegar por la Via Domitia y el paso del monte Genava. Con lo cual avanzarán por el Padus en Taurasia.

– Aparte de latín, están aprendiendo geografía, ¿no? -inquirió Mario, sonriente.

– Ya te he dicho que Boiorix lee mucho. Además, ha sometido a tortura a prisioneros romanos, porque no todos los que perdimos en ArausiO murieron. Si cayeron en manos de los cimbros, Boiorix los conservó con vida hasta enterarse de lo que le interesaba. A los nuestroS no se les puede reprochar que hablasen -añadió Sila con una mueca-. Los germanos recurren a la tortura como cosa natural.

– O sea que los teutones seguirán la misma ruta que tomaron todos ellos antes de Arausio -dijo Mario-. ¿Y los otros cómo piensan penetrar en la Galia itálica?

– Los cimbros son los más numerosos de los tres grandes grupos de germanos -respondió Sila-. En total, cuatrocientos mil por lo menos. Mientras que los teutones bajan directamente siguiendo el curso del Mosa hasta el Arar y el Rhodanus, los cimbros avanzarán a lo largo del Rhenus hasta el lago Brigantinus, seguirán en dirección norte para rebasar el lago y alcanzar el nacimiento del Danubius. Luego seguirán hacia el este del Danubius hasta llegar al Aenus y continuar aguas abajo para entrar en la Galia itálica por el paso de Brennus, con lo que aparecerán en Athesis, cerca de Verona.

– Dirigidos por el propio Boiorix -dijo Mario, hundiendo la cabeza entre los hombros-. Esto me gusta cada vez menos.

– El tercer grupo es el más reducido y menos compacto -prosiguió Sila-. Lo forman tigurinos, marcomanos y queruscos; unos doscientos mil. Irán al mando de Getorix de los tigurinos. Al principio, Boiorix iba a dirigirlos en línea recta cruzando las grandes selvas germanas, la Hercinia, la Gabreta, etcétera, para hacerlos caer a través de Panonia en Noricum; pero luego creo que dudó de si seguirían ese plan y decidió hacerlos avanzar con él por el Danubius hasta el Aenus. Desde allí proseguirán en dirección este a lo largo del Danubius hasta alcanzar Noricum para girar hacia el sur y entrar en la Galia itálica por los Alpes Cárnicos, con lo que caerán sobre Tergeste, no lejos de Aquileia.

– ¿Y dices que los tres grupos disponen de seis meses para hacer el viaje? -inquirió Mario-. Bien, no digo que los teutones no lo consigan, pero los cimbros tienen un itinerario mucho más largo, y el grupo hibrido, todavía más.

– Pues ahí te equivocas, Cayo Mario -replicó Sila-, porque, en realidad, desde el punto del Mosa en que se separan los tres grupos, la distancia que recorre cada uno de ellos es igual. Los tres tienen que atravesar los Alpes, pero sólo los teutones los cruzan por territorio que no han atravesado antes. ¡En los últimos dieciocho años los germanos han ido a todos los sitios cruzando los Alpes! Han bajado desde el nacimiento del Danubius en Dacia, han bajado por el Rhenus desde sus fuentes en Helella y han descendido por el Rhodanus desde sus fuentes en Arausio. Son veteranos alpinistas.

– ¡Por Júpiter, Lucio Cornelio, es magistral! -masculló Mario con un silbido-. Pero ¿llegarán en la fecha prevista? Quiero decir que Boiorix tiene que contar con que los tres grupos lleguen a la Galia itálica en octubre.

– Yo creo que los teutones y los cimbros la alcanzarán por esa fecha, porque están bien dirigidos y muy motivados. En cuanto a los otros, no estoy muy seguro; ni creo que lo esté Boiorix.

Sila se levantó de la camilla y comenzó a pasear de arriba abajo.

– Hay otra cosa, Cayo Mario, y es algo muy serio. Después de dieciocho años de andar de un lado para otro, los germanos están cansados y quieren desesperadamente asentarse. Hay un gran número de niños que han crecido, convirtiéndose en jóvenes guerreros sin tener una patria. En realidad se ha estado hablando de regresar al Quersoneso Címbrico, ya que hace tiempo que el mar ha retrocedido y la tierra vuelve a ser fértil.

– ¡Ojalá lo hicieran! -exclamó Mario.

– Pero ya es demasiado tarde -dijo Sila, paseando incansable-. Ahora ya se han acostumbrado al pan blanco crujiente para untar mantequilla, a mojar la salsa de buey y a acompañar sus horrendas morcillas de sangre. Les gusta el calor del sol del sur y la proximidad de las grandes montañas blancas. Primero Panonia y Noricum, luego la Galia. Nuestro mundo es más rico, y ahora que tienen por jefe a Boiorix, han decidido apoderarse de él.

– No, mientras yo tenga el mando, no lo conseguirán -dijo Mario arrellanándose en la silla-. ¿Eso es todo?

– Todo… y nada -replicó Sila con aire entristecido-. Podría hablarte de ellos días seguidos. Pero de momento es cuanto necesitas saber.

– ¿Y tu mujer y tus hijos? ¿Los has dejado para que los eliminen al no tener un guerrero que ofrecer a la comunidad?

– ¿No es curioso? -inquirió Sila, pensativo-. Me resultó imposible, y lo que hice fue llevar a Germana y a los niños con los queruscos que viven al norte del Chatti, a orillas del río Visurgis. Su tribu pertenece a los queruscos, aunque se llaman los marsos. Extraño, ¿no crees? Nosotros tenemos nuestros marsos y los germanos los suyos; el nombre se pronuncia exactamente igual. Lo que hace pensar en cómo llegamos a ser lo que somos… ¿Será parte de la naturaleza humana vagabundear en busca de nuevas patrias? ¿Nos cansaremos los romanos de Italia algún día y emigraremos a otra parte? He pensado mucho a propósito del mundo desde que me uní a los germanos, Cayo Mario.

Por algún motivo que no alcanzaba a entender, estas últimas palabras de Sila casi hicieron llorar a Mario, por lo que dijo con voz más queda de lo habitual:

– Me alegro de que no dejaras que la matasen.

– Yo también, a pesar de que no tenía tiempo. Me preocupaba no llegar a verte antes de las elecciones consulares, ya que pensé que mis informaciones te servirían mucho -dijo con un carraspeo-. En realidad, me comprometí a concluir un tratado de paz y amistad, en tu nombre, naturalmente, con los marsos de Germania. Pensé que así, en cierto modo, mis hijos tendrán un atisbo de Roma. Germana me ha prometido criarlos de forma que piensen bien de Roma.

– ¿No volverás a verla? -inquirió Mario.

– ¡Claro que no! -replicó Sila sin pensárselo dos veces-. Ni a los gemelos. Cayo Mario, no pienso volver a dejarme crecer el pelo ni el bigote, ni a viajar lejos de las tierras mediterráneas. La dieta de buey, leche, mantequilla y gachas de avena no se acomoda a mi estómago romano; ni me gusta vivir sin bañarme y me desagrada la cerveza. Yo he hecho lo que he podido por Germana y los niños, llevándolos a donde la falta de un guerrero no significa la muerte para ellos; pero le he dicho a ella que intente buscar otro hombre. Es lo razonable y lógico. Si todo va bien, sobrevivirán; y mis hijos serán unos buenos germanos. ¡Fieros guerreros, espero! Y espero que más importantes que yo. No obstante, si la Fortuna no hace que sobrevivan, mejor que yo no lo sepa, ¿no crees?

– Efectivamente, Lucio Cornelio -contestó Mario, mirándose las manos que asían la copa y sorprendiéndose al verse los nudillos blancos.

– La única ocasión en que doy crédito a las alegaciones de Metelo Numídico el Meneítos respecto a tus orígenes vulgares -dijo Sila en tono jocoso-, es cuando algún incidente excita tu adormecida sentimentalidad de campesino.

– Lo peor de ti, Sila -replicó Mario, clavando en él su mirada-, es que no sé qué es lo que te hace funcionar. Qué es lo que te hace mover las piernas, balancear los brazos y por qué sonríes como un lobo. Ni qué es lo que realmente piensas. Eso sí que no lo sabré nunca.

– Ni nadie, cuñado, por si te sirve de consuelo. Ni yo mismo -respondió Sila.


* * *

Aquel mes de noviembre parecía que Cayo Mario no iba a conseguir ser cónsul para el próximo año. Una carta de Lucio Apuleyo Saturnino disipó toda esperanza de otro plebiscito que le autorizase a ser nombrado por tercera vez cónsul in absentia.


El Senado no va a cruzarse de brazos de nuevo, porque ahora casi toda Roma está convencida de que los germanos no van a presentarse. Nunca. De hecho, los germanos se han convertido en una nueva Lamia, un monstruo tan manido para inspirar terror, que ya no asusta a nadie.

Naturalmente, vuestros enemigos han puesto el grito en el cielo alegando que ya es el segundo año en la Galia Transalpina en que os dedicáis a reparar calzadas y a excavar canales navegables, y alegan que vuestra presencia allá con un numeroso ejército le cuesta al Estado más de lo que puede permitirse, y más teniendo en cuenta el precio que ha alcanzado el trigo.

He sondeado las aguas electorales en lo que respecta a nombraros cónsul in absentia por tercera vez y se me ha quedado helado el dedo del pie que sumergí en ellas. Vuestras posibilidades mejorarían algo si vinierais a Roma y participaseis personalmente en los comicios. Pero, claro, si hacéis eso, vuestros enemigos argüirán que el supuesto peligro en la Galia Transalpina no existe.

Sin embargo, he hecho cuanto pude y he obtenido apoyo del Senado de modo que logréis que se os prorrogue el mando con categoría proconsular. Esto significa que los cónsules del año que viene serán vuestros superiores. Y, como divertida nota final, os diré que el candidato consular favorito para el año que viene es Quinto Lutacio Catulo. Los electores están tan hartos de que se presente cada año que han decidido quitárselo de en medio votándole. Espero que ésta os halle bien de salud.


Cuando Mario acabó de leer la breve misiva de Saturnino, permaneció sentado un buen rato con el entrecejo fruncido. Aunque las noticias eran adversas, había cierto aire desenvuelto en la carta, como si el propio Saturnino diese por sentado que Mario era algo del pasado y estuviera dedicándose a reconsiderar las cosas. Cayo Mario no tenía garra para el electorado; había perdido influencia, dado que los germanos eran un peligro menor en comparación con la revuelta de esclavos en Sicilia y el abastecimiento de trigo. El monstruo Lamia había muerto.

Bien, pues el monstruo Lamia no estaba muerto, y Lucio Cornelio Sila estaba vivo para demostrarlo. Pero ¿qué interés había en enviar a Sila a Roma para que lo corroborara si él, Cayo Mario, no podía acompañarle? Sin apoyo y sin poder, Sila no lograría imponerse; tendría que explicar la historia a demasiados personajes adversarios de su comandante, hombres a quienes aquello de que un aristócrata romano hubiese estado casi dos años disfrazado de galo les parecía una farsa tan sin pies ni cabeza, que toda Roma acabaría pensando que era un cuento. No, o viajaban los dos a Roma o ninguno.

Tomó papel, pluma y tinta, y se dispuso a escribir a Lucio Apuleyo Saturnino.


Os habréis vengado, Lucio Apuleyo, pero recordad que fui yo quien hizo posible que sobrevivieseis hasta poder resarciros. Aún me estáis obligado, y yo espero de vos una clientela leal.

No supongáis que no puedo acudir a Roma. Aún puede presentarse la oportunidad. O, cuando menos, quiero que actuéis como si efectivamente, fuese a presentarme en Roma. Así que aquí está lo que quiero. La necesidad más inmediata es posponer las elecciones consulares, una tarea que vos y Cayo Norbano, como tribunos de la plebe, sois bien capaces de llevar a cabo. Lo haréis con todo entusiasmo, dedicando a ello todas vuestras energías. Después, espero que sepáis utilizar ese cerebro de que gozáis para aprovechar la primera oportunidad que os permita presionar al Senado y al pueblo para que me llamen a Roma.

Iré a Roma, no lo dudéis. Así que, si queréis elevaros mucho más en el tribunado del pueblo, os interesa seguir siendo el instrumento de Cayo Mario.


Y a finales de noviembre un viento del este trajo a Cayo Mario el inesperado beso de la diosa Fortuna, en forma de una segunda carta de Saturnino, que llegó por mar dos días antes de que el correo del Senado con los despachos alcanzase Glanum. Decía Saturnino, muy humilde:


No dudo de que vendréis a Roma. Al mismo día siguiente al recibo de vuestra aleccionadora nota, vuestro estimado colega Lucio Aurelio Orestes, segundo cónsul, murió de repente. Y, aun a riesgo de sufrir vuestras censuras, aproveché la oportunidad para forzar al Senado a que os llamase. No era ése el plan trazado por los padres de la patria, quienes mediante el portavoz de la cámara recomendaron que los padres conscriptos eligiesen un cónsul suffectus para ocupar la silla dejada vacante por Orestes. Pero, ¡oh sorprendente suerte!, el día anterior Escauro habia pronunciado un largo discurso en la cámara diciendo que vuestra presencia en la Galia Transalpina era una afrenta a la credulidad de todos los varones honrados y que habíais fabricado el pánico a los germanos para haceros elegir como auténtico dictador. Por supuesto, nada más morir Orestes, Escauro cambió de tonada completamente: la cámara no osaría llamaros a ejercer las funciones electorales teniendo Italia encima la amenaza germana, y, por consiguiente, la cámara debía nombrar un cónsul suplente para no interrumpir las elecciones.

Como no he tenido tiempo de comenzar a valerme del cargo de tribuno para posponer las elecciones, creo que ya es innecesario. En lugar de eso, me levanté en la cámara y pronuncié un sagaz discurso para que nuestro estimado príncipe del Senado pudiera interpretarlo de dos maneras. O hay una amenaza germana o no la hay. Y decidí aceptar su discurso del día anterior como su sincera opinión: no había amenaza germana. Por consiguiente, no había necesidad de ocupar la silla de marfil del finado cónsul con un suffectus. No, dije, hay que llamar a Cayo Mario y que Cayo Mario lleve a cabo la tarea para la que ha sido elegido. No necesitaba acusar a Escauro de modificar su punto de vista en el segundo discurso para acomodarse a las circunstancias. Todos lo entendieron.

Espero que ésta llegue antes que el correo oficial. La época del año favorece la ruta marítima, aunque, naturalmente, podríais deducir perfectamente los acontecimientos leyendo los comunicados del Senado. Pero si consigo que mi carta llegue antes que ellos, tendréis algo más de tiempo para planificar vuestra campaña en Roma. He comenzado a mover las cosas entre los electores, naturalmente, y cuando lleguéis a Roma dispondréis de una delegación de los más respetables dirigentes del pueblo que os rogará que os presentéis a las elecciones de cónsul.


– ¡Nos marchamos! -dijo Mario, eufórico, a Sila, entregándole la carta de Saturnino-. Recoge tus cosas, no hay tiempo que perder. Vas a testificar ante la cámara que los germanos van a invadir Italia por tres frentes distintos el año que viene en otoño, y yo diré a los electores que soy el único capaz de detenerlos.

– ¿Hasta dónde llego? -inquirió Sila, sorprendido.

– Hasta donde tengas que hacerlo. Yo iniciaré el asunto y expondré lo que hemos descubierto. Y tú lo corroborarás, pero no de un modo que des a entender a la cámara que has vivido como un bárbaro -respondió Mario con gesto de tristeza-. Hay cosas, Lucio Cornelio, que es mejor no decirlas. Ellos no te conocen lo suficiente para entender la clase de hombre que eres. No les digas cosas que puedan utilizar contra ti más adelante. Eres un patricio romano; déjalos que crean que tus audaces hazañas las hiciste como patricio romano.

– ¡Es de todo punto imposible andar entre los germanos vestido de patricio romano! -replicó Sila meneando la cabeza.

– Ellos no lo saben -replicó Mario con una sonrisa-. cRecuerdas lo que decía Publio Rutilio en su carta? Los generales de salón de los bancos de atrás, los llamaba. Pues, igualmente, son espías de salón y serían incapaces de conocer las reglas del espionaje aunque las tuvieran delante de las narices -añadió con una carcajada-. En realidad, ojalá te hubiese dicho que te dejases un poco más el bigote y el pelo largo. Te habría vestido de germano y te habría paseado por el Foro. Y sabes lo que habría sucedido, ¿no?

– Que nadie me habría reconocido -respondió Sila con un suspiro.

– Exacto. Así que no sometas a esfuerzo innecesario su imaginación romana. Yo tomaré la palabra primero y tú continúas -dijo Mario.


Para Sila, Roma no ofrecía ese vigor político o esa calidez doméstica que representaban para Mario. Pese al brillante desempeño de su cargo de cuestor con Mario y su no menos brillante carrera de espía, también a las órdenes de Mario, no era más que uno de los nuevos senadores jóvenes con futuro que actuaban ensombrecidos por el primer hombre de Roma. Y su carrera política para el porvenir tampoco marchaba lo bastante aprisa, sobre todo teniendo en cuenta su tardía incorporación al Senado; era un patricio, y, por consiguiente, no podía ser tribuno de la plebe, no tenía dinero para aspirar a una silla curul y no llevaba suficiente tiempo en el Senado para poder ser pretor. Era el aspecto político de las cosas. En su casa se encontró con un ambiente amargo e irritante, perturbado aún más por una esposa que bebía en exceso y no se ocupaba de los niños, y por una suegra que sentía por él la misma repulsa que por su propia situación. Esa era la faceta doméstica.

Sí, el ambiente político mejoraría para él; no estaba tan deprimido como para no verlo, pero el clima del hogar tenía necesariamente que empeorar. Y lo que más arduo le resultaba en su estancia en Roma era el cambio de vida de estilo germano al romano. Durante casi un año había vivido con Germana en un medio más ajeno aún a su mundo aristocrático que el de los viejos tiempos de lupanar del Subura. Y Germana era su solaz, su fortaleza, su punto normal de referencia en aquella extraña sociedad bárbara.

No le había sido difícil agarrarse a la cola de la cometa cimbra, porque él era un guerrero valiente y fuerte, y, además, era un guerrero que sabía pensar. En valentía y fortaleza física le aventajaban muchos germanos; pero ellos eran un metal sin aleación, y él poseía el temple final en el que la astucia se unía al valor y era tan escurridizo como fuerte. Sila era el muchacho frente al gigante, el hombre que, para destacar en el combate armado, no disponía de otro medio que el de pensar. Por eso había destacado en seguida en el campo de batalla contra las tribus de los Pirineos de Hispania, siendo aceptado en la hermandad de guerreros.

Luego, él y Sertorio habían acordado que si tenían que integrarse en aquel extraño mundo con posibilidades de acceder a los planes de los germanos (como habían hecho), tenían que ser algo más que soldados útiles. Tendrían que crearse un núcleo en la vida tribal. Por eso se habían separado para integrarse en tribus distintas y habían elegido esposa entre las viudas recientes.

Había puesto los ojos en Germana porque también era una forastera y no tenía hijos. Su hombre había sido jefe de su propia tribu cimbra, porque, si no, las mujeres de la tribu nunca habrían tolerado la presencia de una extranjera, ya que usurpaba el puesto que habría debido ocupar una mujer cimbra. Y las indignadas cimbras ya planeaban apalearla a muerte cuando Sila -meteoro entre los demás guerreros- había saltado sobre su carro para apropiársela. Compartirían su condición de extranjeros. No había habido ningún sentimiento ni atracción alguna en la elección de Germana la querusca; sencillamente, ella le necesitaba más que cualquier mujer cimbra de la tribu y, al mismo tiempo, se encontraba menos ligada al grupo que una cimbra auténtica. Así, si llegaba a descubrir su origen romano, existían menores posibilidades de que le denunciase que en el caso de una cimbra.

Como todas las mujeres bárbaras, Germana era muy ordinaria. La mayoría eran altas, fuertes y físicamente armónicas, con piernas largas y buenos pechos, pelo pajizo, ojos muy azules y un rostro blanco que le hacía a uno olvidar la fealdad de sus grandes bocas y pequeñas narices rectas. Germana era mucho más baja que Sila (quien, según los cánones romanos, tenía la respetable estatura de seis pies menos tres pulgadas; Mario, con una pulgada por encima de seis pies, era muy alto) y más regordeta que sus congéneres. Aunque tenía el pelo muy espeso y largo, era de esa tonalidad indefinida, universalmente conocido como color "ratón", y tenía ojos gris oscuro que entonaban con el pelo. En lo demás, correspondía bastante al tipo germano: huesos craneales bien marcados, nariz fina y delgada como una hoja corta y recta. Tenía treinta años y no había concebido; de no haber sido su hombre el jefe, que se había negado a dejarla, Germana habría perecido.

Lo que destacaba en ella para haber sido elegida sucesivamente por dos hombres de categoría superior, no era evidente a primera vista. Su primer hombre la había calificado de distinta e interesante, pero sin precisar más; Sila detectó en ella una aristocracia natural, viéndola como una mujer delicada y altiva que irradiaba un gran atractivo sexual.

Se avinieron muy bien en todos los aspectos, pues ella era lo bastante inteligente para no exigir demasiado sexualmente, razonable para no ponerle trabas, lo bastante apasionada para darle placer en la cama, lo bastante coherente para establecer una buena comunicación y hacendosa de sobra para no darle más tarea. Germana sabía tener siempre recogidos los animales, bien marcados, bien ordeñados, debidamente emparejados y bien cuidados. El carro de Germana estaba siempre perfectamente con el toldo bien tenso y arreglado o parcheado, con las maderas bien engrasadas y limpias, igual que las grandes ruedas que lubricaba con una mezcla de mantequilla y unto de buey en los ejes y los pivotes y a las que nunca faltaban radios ni segmentos de la llanta. Las cacerolas y vasijas de Germana siempre estaban limpias; las provisiones las tenía bien preservadas de la humedad y los insectos; la ropa y las esteras, siempre bien aireadas y secas; poseía unos cuchillos admirablemente afilados y nunca se dejaba nada tirado. Germana, realmente, era la antítesis de Julilla. Salvo que no tenía sangre romana.

Cuando supo que estaba encinta -cosa que advirtió en seguida-, a los dos les encantó. Y a Germana con mayor motivo. Ahora estaba en paz con la tribu a la que no pertenecía y la vergüenza de su anterior esterilidad repercutía claramente sobre el jefe muerto. Detalle que no gustó nada a las mujeres de la tribu, que tanto la odiaban. Pero no pudieron hacer nada, porque en primavera, cuando los cimbros pusieron rumbo norte hacia las tierras de los aduatucos, Sila era el nuevo jefe. Germana, como puede colegirse, había tenido una inmensa suerte.

Y luego, en el Sextilis, tras una gestación que soportó sin una queja, dio a luz dos mellizos, gordos, sanos y pelirrojos. Sila les llamó German y Cornel. Se había estrujado la mollera para encontrar un nombre que en cierto modo perpetuase su gens Cornelio, y que, al mismo tiempo, no sonase extraño en lengua germana. "Cornel" fue la solución.

Los niños eran una delicia como todos los gemelos: tan iguales, que era difícil distinguirlos, muy bien avenidos y más dedicados a crecer que a llorar. Los mellizos no eran muy frecuentes, y su nacimiento en el seno de aquella pareja extranjera se consideró un buen augurio, que a Sila le valió la jefatura del grupo de pequeñas tribus. En consecuencia, pudo asistir al gran consejo convocado por Boiorix para los tres pueblos de germanos cuando el rey de los cimbros dirimió sin sangre las fricciones entre aduatúcos y teutones.

Ya hacía tiempo, naturalmente, que Sila sabía que tendría que irse pronto, pero había pospuesto la marcha hasta después del gran consejo, consciente de que le preocupaba lo que habría debido ser una consideración muy secundaria, es decir, qué les sucedería a Germana y a sus hijos al desaparecer él. Era muy posible que pudiese confiar en los hombres de su propia tribu, pero no en las mujeres; y era sabido que en cualquier situación interna de la tribu prevalecería la opinión de las mujeres. En cuanto él desapareciera, Germana perecería apaleada, aunque no mataran a los niños.

Estaban en septiembre y el tiempo apremiaba. Sin embargo, Sila adoptó una decisión que iba contra sus propios intereses y contra los de Roma. Aunque apenas tenía tiempo, antes de regresar al campamento de Mario llevaría a Germana a su propia tribu en Germania. Y eso significaba que tendría que decirle quién era. A ella, más que sorprenderla, la fascinó; miró sucesivamente a sus hijos, maravillada, como si en ese momento comprendiese realmente lo importantes que eran, cual si fuesen los hijos de un semidiós, y no se mostró apenada cuando le dijo que tendría que dejarla para siempre, pero sí manifestó gratitud cuando le aseguró que antes la conduciría hasta su tribu de los marsos en Germania, con la esperanza de que entre sus gentes estaría protegida y salvaría la vida.

A principios de octubre abandonaron el gigantesco enclave de los carros germanos a primeras horas de la noche, tras elegir previamente un emplazamiento para su carro y sus animales desde el cual su marcha llamase menos la atención. Al amanecer aún estaban abriéndose camino entre los carros de las tribus, pero nadie se fijó en ellos y un par de días después ya habían salido del enclave de la migración.

Los aduatucos estaban a unas cien millas de los marsos y el terreno que los separaba era bastante plano; pero entre la Galia Cabelluda de los belgas y Germania se hallaba el río mayor de toda Europa occidental: el Rhenus. Tendría que cruzarlo con el carro de su esposa y tenía que defender a su familia de los merodeadores. Y Sila lo hizo a su manera simple y directa: confiando en sus vínculos con la diosa Fortuna, que nunca le abandonaba.

Cuando llegaron al Rhenus, se encontraron las orillas llenas de gente que no prestaba atención a un carro solitario en el que viajaba un germano con dos mellizos pelirrojos en brazos de la madre. Una barcaza para transbordar carros cruzaba periódicamente el gran río a cambio de una tinaja del apreciadísimo trigo; como el verano había sido bastante seco, las aguas bajaban tranquilas, y Sila, previo el pago de tres tinajas de trigo, logró que cruzasen el carro de Germana y los animales.

Una vez en Germania, prosiguieron el viaje a buen ritmo, ya que no había grandes bosques en aquella región y solamente algunos cultivos de forraje para el ganado en invierno. La tercera semana de octubre Sila dio con la tribu marsa de Germana y se la confió, al mismo tiempo que concluía un tratado de paz y amistad entre los marsos germanos y el Senado y el pueblo de Roma.

Luego, cuando llegó el momento de la despedida definitiva, lloraron muy apenados y vieron que resultaba más difícil de lo que habían creído. Con los mellizos en brazos, Germana siguió a pie a Sila hasta que el caballo la dejó atrás y, entre grandes lamentos, su imagen se fue perdiendo en la distancia para siempre, y él, enceguecido por las lágrimas, impulsaba al animal hacia el sudoeste, confiando durante varias millas en su solo instinto.

La gente de Germana le había dado una buena montura y pudo cambiarla por otro buen corcel al final de la jornada y continuar así cambiando de caballo durante los doce días que tardó en llegar desde el nacimiento del río Amisia, en donde estaba asentada la tribu de los marsos, hasta el campamento de Mario en Glanum. Viajaba siempre a campo traviesa, evitando montañas y espesos bosques, y siguiendo el curso de los grandes ríos del Rhenus al Mosela, del Mosela al Arar y de éste al Rhodanus.

Iba tan acongojado que tuvo que esforzarse por fijarse bien en las gentes de las regiones por las que pasaba, aunque en cierta ocasión se sorprendió al oírse hablando el galo de los druidas y se dijo que dominaba varios dialectos germánicos y el galo carnútico, ¡él, Lucio Cornelio Sila, senador romano!

Pero lo que él y Quinto Sertorio descubrieron referente a las disposiciones de los germanos en tierras de los aduatucos no cristalizaría hasta la primavera siguiente, mucho después de que ambos hubiesen dejado a sus esposas en Germania. Pues cuando los miles y miles de carros comenzaron a moverse y los tres grandes contingentes de bárbaros se separaron para invadir Italia, cimbros, teutones, tigurinos, queruscos y marcomanos dejaron con los aduatucos algo que los protegiese hasta su regreso: una fuerza de seis mil de los mejores guerreros, que impidiesen las incursiones de otras tribus y que defendiesen los tesoros tribales que también les confiaron; todas las estatuillas de oro, los carros de oro, los arneses de oro, las ofrendas votivas de oro, las monedas de oro, los lingotes de oro, varias toneladas del más fino ámbar y otros objetos preciosos que habían añadido durante su última migración al acervo de varias generaciones. El único oro que transportaron los bárbaros fue el que llevaban sobre sus personas; lo demás quedó escondido en tierras de los aduatucos, de forma muy parecida a como los volcos tectosagos habían hecho en Tolosa con el oro de los pueblos galos.


Así, cuando Sila volvió a ver a Julilla, no pudo por menos de establecer la comparación con Germana y la encontró descuidada, veleidosa, poco instruida, desordenada y odiosa. Al menos desde su anterior reencuentro había aprendido a no lanzarse indecorosamente en sus brazos a la vista de los criados. Pero durante la comida en casa aquel primer día pensó que, probablemente, aquella actitud contenida era más bien debida a la presencia de Marcia que a un auténtico deseo por complacerle. Sí, Marcia se hacía notar: era una matrona rígida, hierática, seria, adusta e implacable. No había envejecido bien y, tras tantos años de felicidad como esposa de Cayo Julio César, la viudez le resultaba insoportable. Además, Sila sospechaba que detestaba ser la madre de una hija tan poco satisfactoria como Julilla.

Y no era de extrañar. Porque él mismo detestaba estar casado con una esposa tan poco satisfactoria como Julilla. Sin embargo, no habría sido buena política echarla, dado que no era ninguna Metela Calva que se refocilase indiscriminadamente con el pueblo bajo; ni con el pueblo alto. Quizá la fidelidad fuese su única virtud, y, desgraciadamente, su vicio de la bebida no había trascendido a tal extremo que en Roma se supiese que era una borracha porque Marcia había hecho lo imposible por ocultarlo. En consecuencia: quedaba descartado un divorcio por disfarreatio (aun en el caso de que hubiese estado dispuesto a enfrentarse al tremendo proceso).

No obstante, resultaba imposible vivir con ella. Sus exigencias fisicas en el dormitorio eran tan acuciantes y ásperas, que él lo único que sentía era una profunda turbación abrasadora y horrible; bastaba con mirarla para que todos sus tejidos eréctiles se retrayeran como los caracoles de Publio Vagienio. No le apetecía tocarla ni que ella le tocara.

Para una mujer era fácil fingir deseo sexual y placer, pero para un hombre ambas cosas resultan imposibles. Si los hombres eran por naturaleza más auténticos -pensaba Sila- era, sin duda, porque llevaban entre las piernas un fehaciente indicativo que regía todas las facetas del comportamiento masculino. Y si había algo que justificase la atracción mutua entre hombres era el hecho de que el acto erótico no requería ir acompañado de un acto de fe.

Todos aquellos razonamientos nada bueno presagiaban para Julilla, quien ignoraba lo que pensaba su esposo pero estaba desalentada por su evidente falta de motivación. Dos noches seguidas se vio rechazada, al tiempo que Sila perdía la paciencia y sus excusas se hacían más superficiales y menos convincentes. La tercera vez, Julilla se levantó por la mañana antes que el propio Sila para hacer un copioso desayuno con vino y su madre la sorprendió.

Aquello dio lugar a una discusión entre las dos, tan acerba y cáustica, que la muchacha lloró, los esclavos se escondieron y el propio Sila se encerró en el tablinum mascullando maldiciones contra todas las mujeres. Lo que colegía por las palabras que había oído, apuntaba a que se trataba de una discusión por algo que no era nuevo ni sucedía por primera vez. Los niños, gritaba Marcia con potencia suficiente para que se la oyera desde el templo de la Magna Mater, estaban completamente abandonados por la madre; Julilla replicaba, con chillidos susceptibles de oírse hasta en el Circo Máximo, que ella le había robado el cariño de sus hijos y que no se lo reprochase.

El enfrentamiento verbal fue tan violento y duró tanto, que a Sila no le quedó la menor duda de que el tema había sido debidamente debatido en anteriores ocasiones. Era como si repitiesen maquinalmente los reproches, que concluyeron en el atrium frente a la puerta de su despacho, momento en el que Marcia dijo a Julilla que se llevaba a los niños y a la niñera a dar un paseo y que no sabía cuándo volvería, pero que más le valía estar sobria a su regreso.

Con las manos en los oídos para no escuchar los patéticos sollozos y súplicas de los niños, mediando entre madre y abuela, Sila trató de concentrarse en la idea de lo maravillosos que eran los pequeños. Aún le duraba el placer de volver a verlos después de tanto tiempo; Cornelia Sila tenía algo más de cinco años y el pequeño Lucio Sila cuatro. Ya eran personitas con edad para sufrir, como él bien sabía por los recuerdos de su niñez que aún conservaba en algún rincón de la memoria. Si algún paliativo había en el abandono de sus dos hijos gemelos germanos, estribaba en el hecho de que cuando lo había hecho eran aún muy pequeños, unos seres de boquita balbuciente, que sólo balanceaban la cabeza y cuyo cuerpo, de pies a cabeza, era una masa regordeta. Le resultaría mucho más dificil dejar a sus hijos romanos, porque ya eran personas. Los compadecía profundamente, porque los amaba mucho; con un sentimiento muy distinto al que había sentido nunca por un hombre o una mujer. Desinteresado y puro, sin tacha y absoluto.

La puerta del despacho se abrió de golpe y Julilla entró en un revuelo de túnicas, con los puños cerrados y el rostro congestionado de furor. Y borracha.

– ¿Lo has oído? -inquirió gesticulando.

– ¿Cómo no iba a oírlo? -replicó Sila con voz cansada, dejando la pluma-. Se habrá oído en todo el Palatino.

– ¡Esa vieja vaca, esa latosa! ¿Cómo Se atreve a decirme que descuido a mis hijos?

¿Lo hago o no lo hago?, se dijo Sila para sus adentros. ¿Por qué la aguanto? ¿Por qué no cojo mi cajita de polvos blancos de Pisa y se los echo en el vino hasta que se le caigan los dientes, la lengua se le consuma como una mecha y sus pechos se le inflen y exploten como cuescos de lobo? ¿Por qué no me busco una buena encina y cojo unas hermosas setas y se las doy hasta que sangre por todos sus orificios? ¿Por qué no le doy el beso que ansía y le retuerzo el asqueroso pescuezo igual que a Clitumna? ¿Cuántos hombres he matado con la espada, el puñal, el arco, el veneno, con piedras, hacha, palo, correa, con mis propias manos? ¿Por qué ella tiene que ser distinta? La respuesta le vino inmediatamente, por supuesto. Julilla había materializado sus sueños, le había dado suerte; y era una patricia romana, sangre de su sangre. Antes mataría a Germana.

Pese a todo, las palabras no matarían a aquella romana fuerte y nerviosa; así que podía usar palabras.

– Descuidas a los niños -dijo-. Por eso traje a tu madre para que viviese aquí.

Ella contuvo un grito, llevándose las manos a la garganta aparatosamente.

– ¡Oh! ¿Pero cómo te atreves? ¡Nunca he descuidado a los niños!

– No digas tonterías. Siempre te han importado un bledo -replicó él con la misma voz cansada que había adoptado desde que había entrado en aquel hogar de infortunio-. A tí lo único que te preocupa, Julilla, es una jarra de vino.

– ¿Y quién puede reprochármelo? -espetó ella bajando las manos-. ¿Quién puede honradamente reprochármelo? ¡Si estoy casada con un hombre que no me quiere, a quien no se le empina cuando estamos en la cama, aunque me la meta en la boca y la lama y la chupe hasta que se me desencajen las mandíbulas!

– Si vamos a ser tan explícitos, ¿quieres hacer el favor de cerrar la puerta? -dijo él.

– ¿Por qué? ¿Para que los utilísimos sirvientes no lo oigan? ¡Qué asqueroso hipócrita eres, Sila! ¿Y de quién es la vergüenza, tuya o mía? ¿Por qué nunca es tuya? ¡Tu fama amatoria está lo bastante difundida en la ciudad para que esa lamentable carencia conmigo sea calificada de impotencia! ¡Sólo soy yo a quien no quieres! ¡A tu esposa! ¡Ni siquiera se me ha ocurrido mirar a otro hombre! ¿Y, en cambio, qué es lo que gano? ¡Te pasas dos años lejos y ni siquiera se te levanta cuando me convierto en irrumator! -Lo había escupido con sus grandes ojos amarillos y hundidos bañados en lágrimas-. ¿Qué he hecho yo? ¿Por qué no me quieres? ¿Por qué no me deseas? ¡Oh, Sila, mírame con ojos amorosos, tócame con manos amorosas y no volveré a necesitar un trago de vino en mi vida! ¿Cómo voy a poder amarte como te amo si no recibo a cambio ni una chispa de amor?

– Quizá eso sea parte del problema -dijo él con distanciamiento clínico-. No me gusta que me amen con exceso. No está bien. En realidad, es insano.

– ¡Pues dime qué debo hacer para dejar de amarte! -replicó ella llorando-. ¡Yo no lo sé. ¿Tú crees que puedo? ¡Dímelo, y en menos de lo que tarda una chispa en prender en la yesca dejaré de amarte! ¡Ojalá pudiera! ¡Ansío dejar de amarte! Pero no puedo. Te quiero más que a mí misma.

Sila lanzó un suspiro.

– Tal vez la solución esté en que seas mayor de una vez. Pareces una adolescente. Sigues teniendo dieciséis años fisica y mentalmente. Pero ya no los tienes, Julilla. Tienes veinticuatro años. Eres madre de una hija de cinco y de un niño de cuatro.

– Quizá a los dieciséis años fue la última vez en que fui feliz -replicó ella, restregándose las mojadas mejillas con la palma de la mano.

– Si no has sido feliz desde los dieciséis años, dificilmente me lo puedes reprochar a mí-dijo Sila.

– Tú nunca tienes la culpa de nada, ¿verdad?

– Eso es una verdad como un templo -replicó él con ínfulas de superioridad.

– ¿Y con otras mujeres?

– ¿Qué pasa con otras mujeres?

– Es muy posible que uno de los motivos para que no hayas mostrado ningún interés por mí desde que has vuelto sea que tienes una mujer escondida en la Galia…

– No es una mujer -replicó él sin alterar la voz-, es mi esposa. Y no está en la Galia, sino en Germania.

– ¿Una esposa? -dijo ella, boquiabierta.

– Sí, eso es; con arreglo a las costumbres germanas. Y con unos mellizos de unos cuatro meses -añadió cerrando los ojos para que ella no advirtiese su pena-. Los echo mucho de menos. ¿No es curioso?

Julilla consiguió cerrar la boca y tragar saliva convulsivamente.

– ¿Tan hermosa es? -inquirió en un susurro.

– ¿Hermosa? -repitió Sila, abriendo los ojos, sorprendido-. ¿Germana? ¡No, en absoluto! Es regordeta y tiene treinta años. No es ni mucho menos tan hermosa como tú. Ni siquiera tan rubia, y ni siquiera es la hija de un jefe, y menos de un rey. Es una simple bárbara.

– ¿Por qué has hecho eso?

– No sé -respondió Sila, meneando la cabeza-. Supongo que porque me gustaba mucho.

– ¿Y qué tiene ella que no tenga yo?

– Un buen par de pechos -contestó Sila, encogiéndose de hombros-; aunque a mí no me enloquecen los pechos, así que no debe ser eso. Era muy trabajadora y nunca se quejaba; nunca esperaba nada de mi… No, no es eso; mejor digamos que nunca esperaba que fuese quien no soy -añadió, sonriendo complacido-. Sí, creo que debe de ser eso. Ella era muy suya y nunca me abrumaba con su persona. Tú eres un preso encadenado a mi cuello, y Germana era como dos cordeles atados a mis pies.

Sin decir palabra, Julilla le dio la espalda y salió del despacho. Sila se levantó, fue hasta la puerta y la cerró.

Pero no había transcurrido tiempo suficiente para que reanudara sus garabatos -ya que aquella mañana era incapaz de escribir con lógica-, cuando la puerta volvió a abrirse.

El criado asomó la cabeza, haciendo una magistral imitación de una figura inanimada.

– ¿Qué hay?

– Un visitante, Lucio Cornelio. ¿Estais en casa?

– ¿Quién es?

– Dominus, de saberlo os habría dicho su nombre -replicó el criado, hierático-, pero simplemente me ha dicho que os dijera lo siguiente: "Saludos de Scilax."

El rostro de Sila se iluminó, esbozando una sonrisa de complacencia. ¡Uno de los viejos tiempos! ¡Uno de los suyos, de los comediantes y actores que frecuentaba! ¡Estupendo! Aquel bobo de criado que había contratado Julilla no sabía nada, claro que no. Los esclavos de Clitumna no eran lo bastante buenos para ella.

– ¡Hazle pasar!

Él sí que habría sabido de quién se trataba, en cualquier momento. Sin embargo, ¡cómo había cambiado! Se había hecho un hombre.

– Metrobio -dijo Sila, poniéndose en pie y mirando de reojo a la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Pero las ventanas estaban abiertas; no importaba, porque en aquella casa existía la regla inflexible de que nadie se parase en la columnata en ningún sitio desde el que pudiera verse su despacho.

Debía de tener unos veintidós años, pensó Sila. Bastante alto para ser griego. Había cortado su larga melena de rizos, dejándose una escueta cofia varonil, y en las mejillas y mentón, otrora blancos como la leche, apuntaba una tonalidad azulada, indicio de una barba cerrada muy bien afeitada. Conservaba aquel perfil de Apolo praxiteliano y algo de aquella placidez ambigua; era como una vívida estatua de mármol pintado capaz de bajar del pedestal y echar a andar. Pero permanecía quieto, recogido, ensimismado y guardando el secreto de su misterio y sus orígenes.

Pero hubo un momento en que el marmóreo dominio de aquella belleza perfecta cedió: Metrobio miró a Sila lleno de amor y abrió sonriente los brazos.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Sila y un temblor movió su boca. Ni se dio cuenta de que su cadera tropezaba con el escritorio al dar la vuelta; se lanzó a los brazos de Metrobio como a una rada, hundiendo el rostro en su hombro y rodeándole a su vez. El beso que se produjo fue exquisito, un beso de corazones afines y adultos, un acto de fe innata, sin ningún matiz doloroso.

– ¡Muchacho, mi hermoso muchacho! -exclamó Sila, llorando de gratitud porque algunas cosas no hubiesen cambiado.


Julilla permanecía junto a la ventana abierta del despacho de Sila, mirando cómo su esposo se echaba en brazos del joven; los vio besarse, oyó las amorosas palabras que se decían, vio cómo se dirigían al diván para sentarse e iniciar los escarceos íntimos de una antigua relación tan satisfactoria para ambos, que era como un ansiado regreso. No necesitaba que le explicasen que aquello era el motivo real del desdén de su esposo; y de su afición al vino y su inconsciente venganza desocupándose de sus hijos. Los hijos de su esposo.

Antes de que se desvistiesen ante sus ojos, Julilla se alejó con la cabeza muy alta y los ojos secos para entrar en el dormitorio que compartía con Lucio Cornelio Sila. Su esposo. Había detrás un reducido cubículo que usaban de vestidor, y ahora más lleno desde el regreso de Sila, pues su panoplia de gala estaba colocada sobre un caballete, el casco en un pedestal especial y su espada con empuñadura de marfil, adornada con una cabeza de águila, colgada de la pared en la vaina.

No le costó descolgar la espada, pero sí sacarla de la vaina y el correaje. Pero por fin lo consiguió, conteniendo la respiración cuando el filo le cortó la mano hasta el hueso de lo afilada que estaba. Experimentó cierta sorpresa al ver que sentía dolor fisico en aquel momento, pero hizo abstracción del dolor y la sorpresa y, sin vacilar, la empuñó por la marfileña cabeza de águila, la volvió hacia ella y se echó contra la pared.

Lo había hecho real. Se desplomó, entre un revuelo de telas ensangrentadas, al hundirse la espada en su vientre, con el corazón latiéndole velozmente y sintiendo el estertor de su propia respiración como el de alguien amenazador a sus espaldas dispuesto a arrebatarle la virtud o la vida. Pero ya no tenía virtud ni vida, ¿qué podía importar? Ahora sí sentía el horror de la agonía y aquel calor de su propia sangre regándole la piel. Pero ella era una Julio César y no iba a pedír socorro ni a lamentar su decisión en aquellos postreros instantes. Tampoco cruzó su mente el más mínimo pensamiento por sus hijitos: sólo pensaba en la insensatez de haber amado todos aquellos años a un hombre al que le gustaban los hombres.

Eso era razón suficiente para morir. No iba a vivir para ser la irrisión de Roma, para que todas las afortunadas que estaban casadas con hombres de verdad se burlaran de ella. Conforme se desangraba, su enfebrecida mente comenzó a enfriarse, a aminorarse, a petrificarse. ¡Ah, qué maravilla dejar por fin de amarle! Se acabaron los tormentos, las angustias, las humillaciones, el vino. Le había pedido que le dijera cómo dejar de amarle y él lo había hecho. Al fin y al cabo, su amado Sila había sido amable. Sus últimos momentos de lucidez fueron para sus hijos: al menos en ellos perduraría algo de ella misma. Y así entró en el dulce piélago de la Muerte, deseando a sus hijos una vida larga y venturosa.


Sila volvió a su escritorio y se sentó.

– ¿Hay vino? Sírveme una copa -dijo a Metrobio.

¡Qué parecido al muchacho era el hombre cuando la animación iluminaba su rostro! Y ello le ayudaba a recordar que aquel muchacho había querido renunciar a cualquier lujo para vivir en la penuria con su amado Sila.

Sonriente, Metrobio trajo el vino y tomó asiento en la silla de clientes.

– Sé lo que vas a decir, Lucio Cornelio. No podemos tomar esto por costumbre.

– Sí. Entre otras cosas -replicó Sila dando un sorbo de vino y mirándole fijamente-. No es posible, queridísimo muchacho. Sólo a veces, cuando la necesidad, el dolor o lo que sea resulta insoportable. Me separa el canto de un sestercio de todo lo que me gusta, tú incluido. Si estuviésemos en Grecia, sí; pero estamos en Roma. Si fuese el primer hombre de Roma, sí; pero no lo soy. Es Cayo Mario.

– Lo comprendo -dijo Metrobio con una mueca.

– ¿Sigues en el teatro?

– Claro. Es lo único que sé hacer. Además, Scilax ha sido un buen maestro; hay que decirlo. Así que no me falta trabajo y descanso poco -carraspeó y adoptó un aire preocupado-. El único cambio es que me he vuelto serio.

– ¿Serio?

– Eso es. Resultó que no tenía auténtica vis cómica. Cuando era niño podía pasar, pero en cuanto crecí, tuve que dejar los Cupidos alados y los diablillos y comprobé que mi verdadero talento era para la tragedia. Así que ahora interpreto papeles de Esquilo y Accio en lugar de los de Aristófanes y Plauto. No me quejo.

– Bueno -dijo Sila encogiéndose de hombros-, así al menos podré ir al teatro sin descubrirme por ir a verte interpretar el papel de ingenuo desventurado. ¿Eres ciudadano?

– Lamentablemente, no.

– Ya veré lo que puedo hacer -dijo Sila con un bostezo, dejando la copa y juntando las manos como un banquero-. Sí que nos veremos, pero no con frecuencia y nunca más aquí. Tengo una esposa bastante alocada de quien no puedo fiarme.

– Sería estupendo que nos viésemos de vez en cuando.

– ¿Tienes un sitio razonablemente privado o sigues viviendo con Scilax?

– ¡Creí que lo sabías! -replicó Metrobio con aire sorprendido-. Pero claro, ¿cómo ibas a saberlo si has estado años fuera de Roma? Scilax murió hace seis meses y me dejó todo lo que tenía, incluida la vivienda.

– Pues nos veremos allí -dijo Sila poniéndose en pie-. Vamos, te acompaño. Y te inscribo como cliente mío; así, si alguna vez necesitas venir aquí, tendrás una justificación. Te enviaré una nota a casa antes de ir a verte.

En los hermosos ojos negros afloraba el deseo de un beso cuando se despidieron en la puerta de la casa, pero ni dijeron ni hicieron nada que pudiera hacer pensar al hierático mayordomo ni al portero que aquel joven tan bien parecido fuese algo más que un simple cliente nuevo conocido de los viejos tiempos.

– Saludos a todos, Metrobio.

– ¿No estarás en Roma para el festival de teatro?

– Me temo que no -respondió Sila con una sonrisa displicente-. Por culpa de los germanos.

Y así se despidieron, justo en el momento en que Marcia aparecía por el otro extremo de la calle con los niños y la niñera. Sila aguardó a que llegase y le franqueó la entrada.

– Marcia, haced el favor de venir a mi despacho.

Con mirada recelosa, Marcia entró en el despacho y se dirigió al diván, en el que Sila advirtió horrorizado una mancha húmeda.

– Sentaos en la silla, si no os importa -dijo.

Ella tomó asiento, mirándole con ceño, la barbilla alta y los labios apretados.

– Suegra, sé que no os gusto y no pretendo ganarme vuestro afecto -comenzó a decir Sila, asegurándose de aparentar una actitud de completa despreocupación y tranquilidad-. Yo tampoco os pedí que vinieseis a vivir aquí porque me gustaseis. Me preocupaban los niños, y siguen preocupándome. Debo agradeceros de todo corazón todo lo que habéis hecho; los habéis cuidado muy bien y han vuelto a ser unos niños romanos.

– Me alegra que lo creáis así -dijo ella, ablandándose un poco.

– En consecuencia, ya no son ellos mi principal preocupación, sino Julilla. Esta mañana oí la disputa que sostuvisteis con ella.

– ¡Todo el mundo lo oyó! -espetó Marcia.

– Sí, cierto… -replicó Sila con un profundo suspiro-. Cuando os llevasteis a los niños de paseo tuvimos un altercado que también oyó todo el mundo… o al menos lo que ella gritaba. No sé si tenéis alguna idea respecto a lo que debemos hacer.

– Lamentablemente -replicó Marcia, plenamente consciente de que lo había ocultado- muy poca gente sabe que bebe como para que os sirva de pretexto para el divorcio, y como único motivo. Cada vez bebe más y no voy a poder seguir ocultándolo. Cuando lo sepan todos, podréis repudiarla sin que parezca censurable.

– ¿Y si eso sucede mientras yo esté fuera de Roma?

– Yo soy su madre y puedo expulsarla. Si sucede en vuestra ausencia, la enviaré a vuestra villa de Circei, y cuando volváis, podéis divorciaros y encerrarla en otro lugar. Con el tiempo, la bebida la matará -dijo Marcia poniéndose en pie dispuesta a marcharse y sin dejar traslucir en lo más mínimo la pena que sentía-. No me gustáis, Lucio Cornelio, pero no os reprocho la situación de Julilla.

– ¿Os gusta alguien de vuestra familia política? -inquirió Sila.

– Sólo Aurelia -espetó Marcia, despectíva.

– No sé dónde estará Julilla -dijo Sila mientras la acompañaba hasta el atrium, apercibiéndose de pronto que no la había visto ni oído desde que había llegado Metrobio. Y un estremecimiento le recorrió la columna vertebral.

– Me imagino que estará echada esperándonos -respondió Marcia-. Cuando empieza el día con una riña, suele seguir rezongando hasta que cae borracha.

– No la he visto desde que salió corriendo del despacho -dijo Sila con una mueca de disgusto-. Poco después vino a verme un amigo y acababa de despedirle cuando llegasteis con los niños.

– No suele mostrarse tan retraída -añadió Marcia, dirigiendo una mirada al mayordomo-. ¿Has visto a la señora? -inquirió.

– La última vez que la vi se dirigía a su dormitorio -respondíó el hombre-. ¿Le pregunto a su criada?

– No, déjalo -respondió Marcia, mirando de soslayo a Sila-. Creo que deberíamos hablar con ella ahora mismo, Lucio Cornelio. Tal vez entre en razón si le decimos lo que le sucederá si no sale de su repugnante situación.

Y encontraron a Julilla, inerte y retorcida. Su ropaje de lana fina había hecho de esponja, absorbiendo casi toda la sangre, y la hallaron ataviada de húmedo granate, cual una nereida surgida de un volcán.

Marcia, vacilante, se apoyó en el brazo de Sila y éste la sostuvo.

Pero la hija de Quinto Marcio rex se sobrepuso y conservó impasible el dominio.

– Es una solución que no me esperaba -dijo con voz neutra.

– Ni yo -añadió Sila, acostumbrado a las matanzas.

– ¿Qué es lo que le dijisteis?

– Nada que pudiera motivar esto, que yo recuerde -contestó Sila, meneando la cabeza-. Quizá los criados puedan decírnoslo, ya que oyeron la mitad de la discusión.

– No, no creo que convenga preguntarles -replicó Marcia, buscando de pronto refugio en brazos de Sila-. En muchos aspectos, Lucio Cornelio, es lo mejor que puede haber sucedido. Prefiero que los niños sufran la impresión de su muerte que la lenta decepción de ver que era una borracha. Son muy pequeños y lo olvidarán, pero, de haber sido mayores, nunca lo habrían olvidado. Sí, es lo mejor -añadió reclinando la mejilla en el pecho de Sila, mientras una lágrima traspasaba sus párpados cerrados.

– Venid, os acompaño a vuestro aposento -dijo él, sacándola del ensangrentado cubículo-. ¡He sido un insensato en no pensar en mi espada!

– ¿Y por qué habíais de pensar?

– Se me ha ocurrido ahora -replicó Sila, que sabía perfectamente por qué Julilla había recurrido a su espada: habría estado mirando por la ventana mientras él estaba con Metrobio. Marcia tenía razón. Había sido lo mejor. Y no había tenido que hacerlo él.


La magia no había fallado; cuando se celebraron las elecciones consulares, al acceder al cargo los nuevos tribunos de la plebe el décimo día de diciembre, Cayo Mario volvió a ser primer cónsul. Ninguno podía dejar de creer el testimonio de Lucio Cornelio Sila ni refutar la afirmación de Saturnino de que sólo seguía habiendo un hombre capaz de contener a los germanos. El antiguo temor a los germanos invadió Roma como el Tíber desbordado y de nuevo los acontecimientos de Sicilia perdieron el primer puesto en la lista de crisis que, como siempre, no disminuía en número.

– En cuanto eliminamos una, surge rápidamente otra en cualquier sitio -dijo Marco Emilio Escauro a Quinto Cecilio Metelo Numídico el Meneítos.

– Incluida Sicilia -añadió el cuñado de Lúculo con voz venenosa-. ¿Cómo iba Cayo Mario a dar apoyo a ese pípínna de Ahenobarbo si estaba empeñado en que Lucio Lúculo fuese sustituido como gobernador de Sicilia? ¡Y por Servilio el Augur! ¡No es más que un hombre nuevo bajo el disfraz de un nombre antiguo!

– Te estaba provocando, Quinto Cecilio -dijo Escauro-. A Cayo Mario le importa un sestercio falso quien gobierne Sicilia, ahora que los germanos van a llegar por fin. Si querías que Lucio Lúculo siguiera allí, más te habría valido permanecer tranquilo y Cayo Mario no habría recordado que tú y Lucio Lúculo os importáis mutuamente.

– El rodillo senatorial necesita ojos atentos que los vigile -replicó el Numídico-. ¡Voy a presentarme a censor!

– ¡Buena idea! ¿Con quién?

– Con mi primo Caprario.

– ¡Oh, todavía mejor, por Venus! Hará exactamente lo que tú le digas.

– Ya es hora de que limpiemos el Senado, por no hablar de los caballeros. Seré un censor inflexible, Marco Emilio, ¡pierde cuidado! -añadió el Numídico-. Saldrán Saturnino y Glaucia; son peligrosos.

– ¡Oh, no lo hagas! -exclamó Escauro acobardándose-. Si no le hubiese acusado falsamente de especulación con el trigo, se habría convertido en otra clase de político. Nunca tendré la conciencia tranquila por Lucio Apuleyo.

– ¡Mi querido Marco Emilio -replicó el Numídico enarcando las cejas-, necesitas urgentemente un tonificante! Da lo mismo el motivo por el que ese lobo de Saturnino actuara como lo hizo. Lo que importa en este momento es que sea lo que es. Y tiene que salir añadió con un airado resoplido-. Aún somos alguien en Roma, y al menos este año que viene Cayo Mario se verá las caras con un verdadero hombre como colega, y no esos espantapájaros de Fimbria y Orestes. Conseguiremos que Quinto Lutacio tenga un ejército y todos los pequeños éxitos que obtenga los difundiremos en Roma como auténticos triunfos.

Porque el electorado había votado también a Quinto Lutacio Catulo César de segundo cónsul con Mario, pero…

– Es una espina en mi costado -dijo Mario.

– Tu joven hermano es pretor -dijo Sila.

– Afortunadamente va a la Hispania Ulterior y no será un obstáculo.

Alcanzaron a Marco Emilio Escauro, que había despedido al Numídico al pie de la escalinata del Senado.

– Debo daros las gracias por vuestras gestiones e iniciativas en el abastecimiento de trigo -dijo Mario, muy educado.

– Mientras haya grano que comprar en el mundo, Cayo Mario, no es tarea difícil -replicó Escauro, también muy educado-. Lo que me preocupa es cuando llegue el día en que no haya ningún sitio donde comprarlo.

– Eso es inverosímil de momento. Supongo que en la próxima cosecha Sicilia habrá vuelto a la normalidad.

– A condición -replicó Escauro sin pensárselo dos veces- de que no perdamos todo lo ganado cuando ese necio de Servilio Augur asuma el cargo de gobernador.

– La guerra en Sicilia ha terminado -añadió Mario.

– Más vale que lo creáis así, cónsul. Yo no estoy tan seguro.

– ¿Y dónde habéis adquirido el trigo estos dos últimos años? -terció rápidamente Sila para impedir una discusión.

– En la provincia de Asia -respondió Escauro, dejando de buena gana el otro tema, porque le encantaba ser curator annonae, el encargado del abastecimiento de trigo.

– Pero estoy seguro de que no cosechan mucho de más -se apresuró a añadir Sila.

– En realidad, apenas un modius -contestó Escauro con aire de suficiencia-. No, podemos dar las gracias al rey Mitrídates del Ponto, que es muy joven pero muy emprendedor. Ha conquistado toda la zona norte del mar Euxino y domina los graneros del Tanais, el Boristenes, el Hypanis y el Danastris, y consigue con ello unas buenas rentas suplementarias para el país exportando este superávit cimerio a la provincia de Asia y vendiéndonoslo. Pero os digo una cosa, voy a dejarme guiar por el instinto y el año que viene volveré a proveerme en la provincia de Asia. Va allí de cuestor el joven Marco Livio Druso y le he delegado para que actúe de comprador.

– Cuando esté allí -indicó Mario- irá a visitar en Esmirna a su suegro Quinto Servilio Cepio.

– Indudablemente -añadió Escauro con voz queda.

– Pues, entonces, haced que el joven Marco Livio pase las facturas del trigo a Quinto Servilio Cepio, que tiene más dinero que el Erario -dijo Mario.

– Eso es una alegación infundada.

– No, según el rey Copilo.

Se hizo un molesto silencio por un instante hasta que Sila habló:

– ¿Qué cantidad de trigo asiático llega a Roma, Marco Emilio? Tengo entendido que la piratería aumenta cada año.

– La mitad, aproximadamente -respondió Escauro, cabizbajo-. Toda la costa de Panfilia y Cilicia está infestada de guaridas de piratas. Desde luego se dedican al comercio de esclavos, pero si no tienen grano para alimentarlos, se dedican a robarlo y así hacen grandes ganancias. Luego, el trigo que les sobra nos lo venden al doble del precio a que lo compramos con la garantía de que nos llegue sin que vuelvan a piratearlo.

– Es fantástico que incluso entre los piratas haya intermediarios -dijo Mario-. Pues eso es lo que son. Lo roban y vuelven a vendérnoslo. Mejor ganancia no puede haber. Ya va siendo hora de que hagamos algo, príncipe del Senado, ¿no creéis?

– Ciertamente -contestó Escauro, enardecido.

– ¿Qué sugerís?

– Una comisión especial para uno de los pretores… una especie de gobernador ambulante, por así decir. Dándole barcos y marineros, y encomendándole la limpieza de todos los nidos de piratas en las costas de Panfilia y Cilicia -respondió Escauro.

– Se le podría denominar gobernador de Cilicia -dijo Mario.

– ¡Muy buena idea!

– De acuerdo, príncipe del Senado, reunamos lo antes posible a los padres conscriptos y hagámoslo.

– Hagámoslo -replicó Escauro, condescendiente-. Cayo Mario, sabéis que detesto cuanto representáis, pero admiro vuestra capacidad para actuar sin alharacas.

– El Tesoro chillará como una vestal a la que se invita a cenar en un burdel -dijo Mario con una sonrisa.

– ¡Pues que lo haga! Si no acabamos con la piratería, el comercio entre el este y el oeste dejará de existir. Barcos y marinos -repitió Escauro, pensativo-. ¿Cuántos creéis que hacen falta?

– Pues, unas ocho o diez flotas y, digamos… unos diez mil buenos marineros. Si disponemos de ellos -respondió Mario.

– Podemos disponer de ellos -dijo Escauro convencido-. Si es necesario, contrataremos los que falten en Rodas, Halicarnaso, Cnido, Atenas, Efeso… perded cuidado, los encontraremos.

– Debería hacerlo Marco Antonio -añadió Mario.

– ¿Cómo, no vuestro propio hermano? -inquirió Escauro, simulando sorpresa.

– Marco Emilio -replicó Mario, sonriente y sin inmutarse-, mi hermano Marco Mario es, como yo, un patán. Mientras que a los Antonios les encanta el mar.

– ¡Si no están todos en el mar…! -dijo Escauro, riendo.

– Cierto. Pero nuestro pretor Marco Antonio vale y creo que sabrá llevar a cabo la tarea.

– Yo también lo creo.

– Y mientras tanto -terció Sila, sonriendo-, el Tesoro estará tan ocupado lloriqueando y quejándose de las compras de trigo de Marco Emilio y de los cazadores de piratas, que ni se dará cuenta de las cantidades que desembolsa por los ejércitos a base del censo por cabezas. Porque Quinto Lutacio tendrá que alistar también tropas del censo por cabezas.

– ¡Oh, Lucio Cornelio, lleváis demasiado tiempo a las órdenes de Cayo Mario! -exclamó Escauro.

– Estaba pensando lo mismo -dijo inopinadamente Mario. Pero no añadió nada más.


Sila y Mario partieron para la Galia Transalpina a finales de febrero, después de asistir a las exequias de Julilla. Marcia se avino a permanecer provisionalmente en casa de Sila para cuidar de los niños.

– Pero no contéis con que me quede para siempre, Lucio Cornelio -dijo en tono conminatorio-. Ahora que voy a cumplir cincuenta años, tengo ganas de ir a vivir a la costa de Campania; mis huesos ya no aguantan esta humedad de Roma. Más vale que volváis a casaros y deis a esos niños una madre y hermanitos o hermanitas para jugar.

– Eso tendrá que esperar hasta que contengamos a los germanos -respondió Sila, procurando mostrarse cortés.

– Pues bien, después de los germanos -dijo Marcia.

– Dentro de dos años -replicó él.

– ¿Dos? ¡Será uno!

– Quizá, pero lo dudo. Contad con dos, suegra.

– Pero ni un día más, Lucio Cornelio.

Sila la miró, enarcando inquisitivo una ceja.

– Más vale que empecéis a buscarme una esposa adecuada.

– ¿Bromeáis?

– ¡No, no bromeo! -exclamó Sila, ya un poco harto-. ¿Es que pensáis que puedo marchar a combatir a los germanos y buscar en Roma una nueva esposa? Si deseáis marcharos en cuanto yo regrese, más vale que me tengáis una esposa preparada.

– ¿Qué clase de esposa?

– ¡Me da igual! Aseguraos simplemente de que sea buena madre para los pequeños -respondió Sila.

Por estos y otros motivos, a Sila le alegró mucho dejar Roma. Cuanto más siguiera allí, más deseos tenía de ver a Metrobio y cuanto más veía a Metrobio, más intuía que necesitaba verlo. Y ya no podía ejercer la misma influencia y dominio sobre aquel adulto que la que había ejercido sobre el muchacho; ahora Metrobio tenía edad suficiente para sentirse con derecho a estipular en qué términos había de progresar la relación. ¡Sí, era mucho mejor irse de Roma! Sólo echaría de menos a sus queridas criaturitas, sus encantadores hijos, tan cariñosos. Podía estar fuera muchas lunas, pero en cuanto regresara sabía que le recibirían con los brazos abiertos y le cubrirían de besos. ¿Por qué no sería así el amor entre adultos? La respuesta, pensó, era sencilla: el amor entre adultos era algo muy vinculado al egoísmo y al cerebro.


Sila y Mario habían dejado al segundo cónsul, Quinto Lutacio Catulo César, en el brete de reclutar otro ejército, y quejándose a voz en grito porque tenía que formarlo con elementos del censo por cabezas.

– ¡Claro que tiene que formarse con proletarios! -dijo Mario, tajante-. ¡Y no me vengáis con quejas y lloriqueos al respecto; yo no perdí ochenta mil soldados en Arausio ni soy responsable de los que hemos perdido en otras batallas!

Estas palabras hicieron callar a Catulo César, que adoptó una aristocrática actitud altanera.

– Creo que no deberías echarle en cara los crímenes de los de su clase -dijo Sila.

– ¡Pues que él no me eche en cara lo del ejército del censo por cabezas! -gruñó Mario.

Sila no quiso seguir discutiendo.

Afortunadamente, en la Galia las cosas estaban como debía ser. Manio Aquilio había mantenido el ejército en buen estado, construyendo más puentes, acueductos y entrenándole con maniobras. Había regresado Quinto Sertorio, pero para regresar al poco con los germanos, porque decía que allí sería de más utilidad; pensaba seguir con los cimbros en su marcha para informar a Mario de todo lo que fuera posible. Y comenzaban a advertirse entre la tropa deseos de entrar en acción.

Aquel año habrían debido intercalar en el calendario un mes de febrero extra, pero se notaba la diferencia entre el viejo pontífice máximo, Dalmático, y el recién nombrado, Ahenobarbo. Este no veía la ventaja de mantener el calendario en consonancia con las estaciones, y así, cuando llegó marzo, todavía era invierno. Con aquel sistema de calendario, en el año de sólo 355 días, había que intercalar un mes extra de veinte días cada dos años, y esto solía hacerse después de febrero. Pero era una decisión que adoptaba el Colegio de Pontífices, y si no lo presidía un pontífice máximo consciente, el calendario se desfasaba, como sucedía ahora.

Felizmente llegó una carta de Publio Rutilio Rufo poco después de que Sila y Mario se reintegraran a la rutina de la vida de campamento al otro lado de los Alpes.


Decididamente éste va a ser un año lleno de acontecimientos, y tropiezo con el inconveniente de no saber por dónde empezar. Por supuesto, todos estaban esperando a que desaparecieras de en medio, y te juro que aún no habrías llegado a Ocelum cuando ya las ratas y los ratones se regocijaban en el Foro bajo. ¡Oh gato, no sabes lo bien que se lo pasaban!

Bien, comenzaré por tu buen par de censores, el Meneítos y el manso de su primo. El Meneítos lleva una temporada que no para; a decir verdad, desde que le eligieron; sólo que bien se guardaba de no decir nada que pudiera llegar a tus oídos. Ahora anda con que quiere "purificar el Senado", creo que dice.

Desde luego, puedes tener la seguridad de que no van a ser un par de censores corruptos y de que todos los contratos del Estado se adjudicarán como es debido, con arreglo a su precio combinado con la calidad. Sin embargo, ya han tropezado con el Tesoro al solicitar una gran suma para reparar y remozar algunos templos que no disponen de fondos para hacerlo ellos, aparte de volver a pintar e instalar letrinas de mármol en tres edificios del Estado: el de los flamines mayores, más las residencias del rex sacrorum y del pontífice máximo. A mí, personalmente, me basta con mi letrina de madera. ¡El mármol es frío y duro! Hubo una disputa bastante animada cuando el Meneítos mencionó el domus publicus del pontífice máximo, pues el Tesoro opinaba que nuestro nuevo pontífice es lo bastante rico para correr con los gastos de pintura y de letrinas de mármoL.

Luego se pasó a la adjudicación de los contratos corrientes, y creo que muy acertadamente. Las ofertas eran numerosas, las pujas fueron muy animadas y dudo de que haya supercherias.

Se había llegado a este punto con una rapidez inaudita porque, claro, lo que realmente querían hacer era revisar la nómina de senadores y caballeros. Pero hubo que aguardar dos dias para concluir con todos los contratos -¡te juro que se ha hecho en menos de un mes el trabajo de año y medio!- y que el Meneítos convocase un contio de la Asamblea del pueblo para que se leyesen los informes de los censores sobre la moralidad o inmoralidad de los padres conscriptos del Senado. Sin embargo, alguien debió avisar de antemano a Saturnino y a Glaucia de que no iban a constar sus nombres, porque cuando se reunió la Asamblea se vio que estaba acrecentada con gladiadores y matones que normalmente no asisten a esta reunión de los comtios.

Y nada más anunciar el Meneítos que se iban a borrar de la lista de senadores los nombres de Lucio Apuleyo Saturnino y Cayo Servilio Glaucia, aquello fue el acabóse. Los gladiadores arremetieron contra la tribuna y obligaron al pobre Meneítos a bailar, pasándoselo de mano en mano y abofeteándole sin piedad con sus manazas callosas. Fue una nueva modalidad; nada de palos ni porras, simplemente las manos. Dicen que lo llaman violencia mínima. Fue de pena. Todo sucedió tan rápido y estaba tan bien organizado, que el Meneítos recorrió todo el camino hasta el arranque del Clivus Argentarius hasta que Escauro, Ahenobarbo y otros hombres buenos pudieron rescatarle y llevarle corriendo a refugiarse en el templo de Júpiter Optimus Maximus. Allí vieron que la cara le había aumentado el doble, no podía abrir los ojos, tenía los labios y las cejas partidos por varios sitios, la nariz le manaba como una fuente y sus orejas daban lástima. Parecía uno de esos antiguos boxeadores griegos de los juegos olímpicos.

Por cierto, ¿qué te parece el nombre que le dan a la facción archiconservadora? Boni, los hombres buenos. Escauro va diciendo que es el quien lo ha inventado para contrarrestar la denominación que les daba Saturnino de ultraconservadores. Pero debería recordar que somos muchos los que tenemos edad para saber que Cayo Graco y Lucio Opimio llamaban a los de su facción los boni. ¡Bueno, volvamos a mi historia!

Cuando el Caprarius supo que su primo el Numídico estaba a salvo, logró restablecer el orden en los comicios, haciendo que los heraldos tocasen las trompetas y diciendo a voz en grito que no estaba de acuerdo con las averiguaciones de su colega y que, por consiguiente, Saturnino y Glaucia seguirían en la lista senatorial. Hay que decir que el Meneítos salió malparado de la maniobra, pero no me gustan los métodos de lucha del amigo Saturnino. Él alega que no tuvo nada que ver con la violencia, aunque agradece que el pueblo sea tan fervorosamente partidario suyo.

Considérate perdonado por pensar que ahí quedó todo. ¡Pero no! Luego, los censores iniciaron la evaluación económica de los caballeros, en un precioso tribunal nuevo que les han hecho cerca del estanque de Curtio; es una edificación de madera, si, pero concebida para ese uso concreto, con una escalinata por ambos lados para que los que comparecen lo hagan ordenadamente por un solo lado de la mesa de los censores y bajen por el otro. Muy bien hecho; ya conoces el procedimiento: todo caballero o aspirante debe presentar documentación que acredite su tribu, lugar de nacimiento, ciudadanía, servicio militar, propiedades, capital y rentas.

Aunque se tarda varias semanas en comprobar si los solicitantes poseen de verdad una renta anual mínima de 400000 sestercios, los primeros días el espectáculo atrae a una buena multitud. Y así fue cuando el Meneítos y su primo comenzaron a leer la lista ecuestre. ¡Qué lamentable aspecto tenia el pobre Meneítos! Las magulladuras presentaban un color, más que negro, amarillo bilioso, y los cortes se habían convertido en una maraña de rayas sanguinolentas; aunque ya podía abrir los ojos para ver, debió pensar que más le habría valido no hacerlo para ver lo que vio en la tarde de aquel primer día de comparecencias ante el nuevo tribunal.

¡Nada menos que a Lucio Equitio, el supuesto hijo bastardo de Tiberio Graco! El tal Lucio Equitio subió la escalinata cuando le llegó el turno y se situó delante del Numídico, no de Caprarius. El Meneítos se quedó helado al ver a Equitio, secundado por una cohorte de escribas y funcionarios cargados de libros de contabilidad y documentos. En ese instante se volvió hacia su secretario para decirle que el tribunal levantaba la sesión por aquel día y que hiciera el favor de decir a aquel ser que se retirara de su presencia.

– Tenéis tiempo para atenderme -dijo Equitio.

– De acuerdo, ¿qué deseáis? -replicó él en tono amenazador.

– Quiero inscribirme como caballero -dijo Equitio.

– ¡En este lustrum de censores no! -negó el bonus Meneítos.

Debo decir que Equitio se mostró paciente y que simplemente se limitó a decir, dirigiendo la mirada hacia la multitud: "No podéis rechazarme, Quinto Cecilio, porque reúno los requisitos." Momento en el que se vio que había otra vez gladiadores y matones entre la gente.

– ¡Qué vais a reunir! -replicó el Numídico-. ¡Carecéis de la principal condición: no sois ciudadano romano!

– Sí lo soy, estimado censor -insistió Equitio de forma que todos pudieran oirle-. Me convertí en ciudadano romano al morir mi amo, que me concedió la ciudadanía en su testamento, junto con sus propiedades y su nombre. Que haya adoptado el nombre de mi madre no hace al caso. Tengo pruebas de mi manumisión y adopción. Y no sólo eso, sino que he servido en las legiones diez años y como ciudadano romano legionario, no en tropas auxiliares.

– No os inscribiré como caballero, y cuando establezcamos el censo de ciudadanos romanos, no os inscribiré como romano -replicó el Numídico.

– Tengo derecho -replicó Equitio con voz clara-. Soy ciudadano romano, de la tribu Suburana, y he servido diez años en las legiones; soy un hombre moral y respetable, propietario de cuatro insulae, diez tabernas, cien iugera de tierra en Lanuvium, mil iugera de tierra en Firmun Picenum, un pórtico de mercado en Firmun Picenum, y poseo una renta anual de más de cuatro millones de sestercios. Así que también tengo derecho a ser senador.

Tras lo cual, chascó los dedos al hombre que dirigía a los funcionarios, quien chascó los dedos a los demás, que se adelantaron con montones de papeles.

– Ahí tenéis las pruebas, Quinto Cecilio -insistió.

– ¡Me tienen sin cuidado los papelotes que presentéis, vulgar seta de baja cuna, y me importan un bledo quienes traigáis para testificar! -gritó el Meneítos-. ¡No os inscribiré como ciudadano de Roma y menos aún como miembro del Ordo equester! ¡Me meo en vos, chulo asqueroso! ¡Y ahora largaos!

Equitio se volvió hacia la multitud, abrió los brazos -llevaba toga- y habló.

– ¿Habéis oído? -dijo-. ¡A mí, Lucio Equitio, hijo de Tiberio Sempronio Graco, se me niega la ciudadanía y mi condición de caballero!

El Meneítos se puso en pie y fue hacia él con tal rapidez, que Equitio ni siquiera le vio acercarse; acto seguido, nuestro valiente censor le propinó un derechazo en la mandíbula y Equitio cayó de culo y quedó en el suelo como atontado. Pero el Meneítos no se contentó con el puñetazo y le arreó una patada que hizo que Equitio fuese a parar a los pies del estrado, entre la multitud.

– ¡Me meo en todos vosotros! -vociferó, esgrimiendo los puños frente al público y los gladiadores-. ¡Marchaos y llevaos a esa cagarruta no romana!

Y otra vez volvió a ser el acabóse, sólo que esta vez los gladiadóres no tocaron al Meneítos en la cara. Le arrastraron del tribunal, golpeándole en el cuerpo con puños, uñas, dientes y botas. Al final fueron Saturnino y Glaucia -había olvidado decirte que estaban acechando en la parte de atrás- quienes se adelantaron a rescatarle.

Me imagino que no tenían previsto que le mataran. Luego, Saturnino subió al estrado y apaciguó los ánimos para que Caprario pudiese hablar.

– ¡No estoy de acuerdo con mi colega y asumo la responsabilidad de admitir a Lucio Equitio en las filas del Ordo equester -gritó el pobre hombre, demudado. Yo creo que ni en sus campañas militares habría visto tanta violencia.

– ¡Anotad el nombre de Lucio Equitio! -vociferó Saturnino.

Y Caprario inscribió el nombre en la lista.

– ¡Todos a sus casas! -dijo Saturnino.

Y todos se fueron rápidamente a casa, sacando a Lucio Equitio a hombros.

El Meneítos estaba hecho una pena. Afortunadamente, creo que fuera de peligro. ¡Pero no sabes la rabia que le dominaba! Quería lanzarse sobre su pobre primo Caprario por haber cedido una vez más; y éste, casi con lágrimas en los ojos, no sabía qué alegar.

– ¡Gusanos! ¡Eso es lo que son todos, unos gusanos!

No cesaba de despotricar el Meneítos, mientras los demás trataban de vendarle las costillas -tenía varias rotas- y averiguar qué otras heridas ocultaba su toga. Si, todo fue una locura, pero, por los dioses, Cayo Mario, que hay que admirar el valor del Meneítos.


Mario alzó la vista de la carta, con el entrecejo fruncido.

– ¿Qué es lo que Saturnino se traerá entre manos? -inquirió. Pero Sila estaba pensando en algo mucho más trivial.

– ¡Plauto! -dijo de pronto.

– ¿Qué?

– ¡Los boni, los hombres buenos! Cayo Graco, Lucio Opimio y nuestro buen Escauro dicen que han inventado esa denominación para referirse a sus facciones, pero Plauto aplicaba el término boni a los plutócratas y otros patronos hace un siglo! Recuerdo haberlo oido en una obra de Plauto llamada Cautivos, que representaron cuando Escauro era edil curul y yo tenía edad para ir al teatro.

– Lucio Cornelio -replicó Mario, mirándole de hito en hito-, deja de pensar en quién acuñó una palabra sin importancia y presta atención a lo que tiene sustancia. ¡A ti te hablan de teatro y olvidas todo lo demás!

– ¡Oh, lo siento! -dijo Sila en tono burlón.

Mario reanudó la lectura.


Y ahora nos vamos del Foro a Sicilia, donde han venido sucediendo toda clase de cosas y ninguna buena; aunque algunas siniestramente divertidas y otras francamente increíbles.

Como bien sabes, aunque te refrescaré la memoria, porque detesto las historias sin hilación, al final de la campaña del año pasado Lucio Licinio Lúculo se sentó frente al bastión de esclavos de Triocala decidido a rendirlos por hambre. Había sembrado el terror entre ellos haciendo que el heraldo declamara la historia de aquel bastión enemigo que envió a los romanos el mensaje de que tenían comida de sobra para diez años y los romanos contestaron que, en tal caso, tomarían la plaza el undécimo año,

En realidad, Lúculo efectuó un magnífico asedio, cercando Triocala con un bosque de rampas de asalto, torres, testudos, arietes, catapultas y barricadas, y al mismo tiempo rellenó una enorme sima que había a guisa de defensa natural delante de las murallas. Construyó, además, un estupendo campamento para sus tropas, tan bien fortificado que, aunque los esclavos hubiesen hecho una incursión fuera de la plaza, no habrían logrado entrar en él. Y allí se dispuso a esperar que pasase el invierno, con la tropa bien instalada, y seguro de que a él le prorrogarían el mando.

Luego, en enero, llegó la noticia de que el nuevo gobernador era Cayo Servilio Augur, y, con el despacho oficial, recibió una carta de nuestro querido Metelo Numídico el Meneítos dándole cuenta de los detalles feos y del modo escandaloso en que había sido amañado por Ahenobarbo y su lameculos el Augur.

Tú no conoces bien a Lúculo, Cayo Mario, pero yo si. Como tantos de su clase, él reacciona con una altanería fría, tranquila y distanciada ante la adversidad. Ya sabes: "Soy Lucio Licinio Lúculo, un noble romano de una antigua y prestigiosa familia; con algo de suerte, puede que en alguna ocasión repare en vos." Pero bajo esa fachada hay un hombre totalmente distinto, sensible, fanáticamente consciente de la necedad, lleno de pasión y de temible furia. Así que, al recibir la noticia, aparentemente la aceptó con la calma y tranquila resignación que cabe esperarse de él y procedió a destrozar todas las piezas de artillería, las torres de asedio, el testudo, las escalas, a vaciar el foso, y no dejó nada; quemó todo lo que pudo y limpió los alrededores de Triocala, esparciéndolo todo en mil direcciones. A continuación demolió el campamento y destruyó todos los pertrechos.

¿Crees que ahí paró la cosa? ¡Ni mucho menos, Lúculo no hacía más que empezar! Destruyó todos los archivos de su administración en Siracusa y Lilybaeum y trasladó a sus diecisiete mil hombres al puerto de Agrigentum.

Su cuestor fue abrumadoramente leal y se avino a todo lo que Lúculo dispuso. Habían recibido la paga del ejército y en Siracusa tenían dinero del botín conquistado en la batalla de Heracleia Minoa. Lúculo procedió a multar a todos los ciudadanos no romanos de Sicilia por haber agobiado tanto al anterior gobernador Publio Licinio Nerva, y sumó esa recaudación a los fondos disponibles. Después gastó parte del dinero recién recibido para uso de Servilio el Augur en alquilar una flota para el transporte de sus hombres.

En la playa de Agrigentum licenció a sus tropas y les entregó hasta el último sestercio que le quedaba. Los soldados no eran ya más que una multitud abigarrada, prueba palmaria de que el censo por cabezas de Italia está ya tan agotado como las otras clases en lo que a alistamiento de tropas se refiere. Aparte de los veteranos italianos y romanos que había alistado en Campania, tenía una legión y unas cuantas cohortes de Bitinia, Grecia y Macedonia, por cuya demanda al rey Nicomedes de Bitinia, éste había contestado que no disponía de hombres porque los recaudadores de impuestos romanos los habían esclavizado a todos. Una referencia bastante impertinente a nuestro decreto de liberación de los esclavos de los pueblos itálicos aliados, pues Nicomedes pensaba que su tratado de amistad y alianza con Roma incluía la emancipación de esclavos bitinios. Pero Lúculo se salió con la suya, naturalmente, y consiguió tropas bitinias.

Bien, envió a sus casas a los soldados bitinios y a continuación a los itálicos y romanos, con sus papeles de licenciados. Y tras eliminar todo vestigio de su período de gobernador en los anales de Sicilia, él mismo se embarcó.

En cuanto hubo zarpado, el rey Trifón y su consejero Atenión salieron de Triocala y comenzaron a saquear y pillar de nuevo la isla. Ahora están totalmente convencidos de que ganarán la guerra y su grito de enganche es: "¡En lugar de ser esclavo, ten un esclavo!" No se ha sembrado y las ciudades están atestadas de refugiados del campo. Sicilia vuelve a ser una Iliada de aflicción.

Y en medio de esta deliciosa situación llegó Servilio el Augur. Naturalmente, no daba crédito a sus ojos. Y comenzó a quejarse en sucesivas cartas a su patrón Ahenobarbo Pipinna.

Entretanto, Lúculo llegaba a Roma y comenzó a hacer preparativos para lo inevitable. Cuando Ahenobarbo le acusó en el Senado de destrucción deliberada de bienes romanos -en particular los pertrechos de asedio-, Lúculo se limitó a mirarle por encima de la nariz, diciendo que pensaba que al nuevo gobernador le gustaría comenzar a hacer las cosas a su manera. A él, añadió, le gustaba dejarlo todo tal como lo había encontrado y era exactamente lo que había hecho en Sicilia al final de su mandato: había dejado la isla tal como la había encontrado. El principal agravio de Servilio el Augur era la falta de ejército, porque había imaginado que Lúculo le dejaría las legiones, bien que no se hubiera tomado la molestia de solicitárselas oficialmente. Por consiguiente, sostuvo Lúculo, no habiendo solicitud por parte de Servilio el Augur, él podía disponer libremente de sus tropas, y consideraba que se merecían la licencia.

"Le dejo a Cayo Servilio Augur una mesa limpia, sin ningún estorbo de lo que yo he hecho -dijo Lúculo ante el Senado-. Cayo Servilio Augur es un hombre nuevo y los hombres nuevos tienen su propio método para hacerlo todo. Por lo cual, consideré que le hacía un favor."

Pero, sin ejército, está claro que poco puede hacer en Sicilia Servilio el Augur. Y menos hallándose Catulo César a la caza de los últimos reclutas que Italia puede aportar: por lo que no creo que haya posibilidades de reunir un nuevo ejército para Sicilia este año. Los veteranos de Lúculo se hallan dispersos y la mayoría con una buena bolsa y pocas ganas de que los localicen.

Lúculo sabe perfectamente que se ha buscado un proceso, pero no creo que le importe. Se ha cobrado la inmensa satisfacción de destruir toda posibilidad de que Servilio el Augur le haga sombra. Y eso, para Lúculo, cuenta más que evitar un juicio. Así que está ocupado haciendo todo lo posible por proteger a sus hijos, pues es evidente que piensa que Ahenobarbo y el Augur se valdrán del nuevo tribunal de Saturnino que juzga los delitos de traición para procesarle y declararle culpable. Ha transferido cuanto ha podido de sus propiedades a su hijo mayor, Lucio Lúculo, y ha cedido en adopción al menor, que ahora tiene trece años, a los Terencios Varro. En esta generación no hay ningún Marco Terencio Varro y son una familia muy rica.

Me ha dicho Escauro que el Meneítos -que se halla muy afectado por todo esto, y con razón, porque si declaran culpable a Lúculo tendrá que hacerse cargo de su escandalosa hermana Metela Calva- dice que los dos hijos han jurado vengarse de Servilio el Augur en cuanto sean mayores, y parece que el mayor, Lucio Lúculo, está muy amargado. No me extraña, pues si por fuera es muy parecido a su padre, ¿por qué no ha de serlo también por dentro? Caer en desgracia por la desmedida ambición del bullanguero hombre nuevo Augur es imperdonable.

Y eso es todo de momento. Te tendré informado. Ojalá pudiera estar ahí para ayudarte frente a los germanos: no porque necesites mi ayuda, sino porque yo me siento excluido.


Ya habían transcurrido unos cuantos días de abril del calendario de aquel año cuando Mario y Sila supieron que los germanos se hallaban recogiendo sus cosas y comenzando a salir de las tierras de los aduatucos, y pasó otro mes hasta que llegó Sertorio en persona a comunicar que Boiorix había aglutinado en torno a él a suficientes pueblos germanos para asegurarse la realización de su plan. Los cimbros y el grupo mixto encabezado por los tigurinos habían iniciado la migración a lo largo del Rhenus, mientras los teutones se dirigían hacia el sudeste siguiendo el curso del Mosa.

– Hay que suponer que este otoño los germanos llegarán en tres grupos distintos a las fronteras de la Galia itálica -dijo Mario con un profundo suspiro-. Me gustaría estar allí en persona para dar la bienvenida a Boiorix cuando llegue por el Athesis, pero no es conveniente. En primer lugar, tengo que hacer frente a los teutones y reducirlos. Esperemos que éstos sean el grupo que marcha más de prisa, al menos hasta el Druentia, porque hasta más adelante no tendrán que cruzar terreno alpino. Si podemos derrotarlos aquí, y hacerlo bien, tendremos tiempo para cruzar por el paso del monte Genava e interceptar a Boiorix y a los cimbros antes de que penetren en la Galia itálica.

– ¿No creéis que Catulo César pueda enfrentarse por sí solo a Boiorix? -inquirió Manio Aquilio.

– No -respondió Mario, tajante.

Después, a solas con Sila, amplió su opinión respecto a las posibilidades de su colega frente a Boiorix; porque Quinto Lutacio Catulo iba a dirigir su ejército hacia el norte en cuanto estuviera entrenado y equipado.

– Dispondrá de unas seis legiones, y tiene toda la primavera y el verano para ponerlas en condiciones. Pero no es un auténtico general -dijo Mario-. Esperemos que Teutobodo llegue antes, que le venzamos, que crucemos los Alpes a toda prisa y nos unamos a Catulo César antes de que Boiorix alcance el lago Benacus.

– No sucederá así -dijo Sila con voz firme, enarcando una ceja.

– ¡Sabía que ibas a decir eso! -replicó Mario con un suspiro.

– Y yo sabía que tú sabías que iba a decirlo -añadió Sila sonriente-. No es probable que los dos grupos que no dirige Boiorix avancen más de prisa que los cimbros. El problema estriba en que no vas a tener tiempo de estar en ambos sitios en el momento oportuno.

– Pues aguardaré aquí a Teutobodo -dijo Mario, decidido-. Este ejército se conoce al dedillo las hierbas entre Massilia y Arausio, y la tropa necesita urgentemente una victoria después de dos años de inactividad. Las posibilidades de victoria aquí son inmejorables. Aquí me quedaré.

– Veo que dices "me", Cayo Mario -replicó Sila con calma-. ¿Y a mí no me encomiendas nada?

– Sí, Lucio Cornelio. Perdona que te escamotee la bien merecida posibilidad de aplastar a los teutones, pero creo que debo enviarte a las órdenes de Catulo César como legado mayor. Con ese cargo, no tendrá más remedio que tragarte. Tú eres patricio -respondió Mario.

Amargamente decepcionado, Sila bajó la vista hacia sus manos.

– ¿Y qué ayuda voy a poder prestar si me encuadras en el peor ejército? -inquirió.

– No me preocuparía si no viese los mismos síntomas de los Silanos, Casios, Cepios y Malios Máximos en mi colega consular. Pero los veo, Lucio Cornelio, ¡los veo! Catulo César no tiene idea de estrategia ni de táctica, y cree que los dioses le fueron infundidos en el caletre al nacer de ilustre linaje y que en el momento decisivo estarán de su lado. ¡Pero tú bien sabes que no es así!

– Lo sé-dijo Sila.

– Si Boiorix y Catulo César entablan batalla antes de que yo pueda llegar a la Galia italica, Catulo César cometerá algún fallo garrafal y perderá su ejército. Y si consentimos eso, no veo cómo vamos a poder vencer a los bárbaros. Los cimbros son el grupo mejor dirigido de los tres, y el más numeroso. Y, además, yo no conozco la configuración del terreno en la Galia itálica ni en el curso alto del Padus. Si puedo vencer a los teutones con menos de cuarenta mil hombres es porque conozco el terreno.

Sila trató de sostener insolentemente la mirada a su superior, pero aquellas cejas le pudieron.

– Pero ¿qué esperas que haga yo? -inquirió-. Es Catulo César quien lleva la capa de general, ¡no Cornelio Sila! ¿Qué esperas de mí?

Mario alargó el brazo y cogió a Sila por la muñeca.

– Si lo supiera, sería capaz de controlar a Catulo César desde aquí -dijo-. Es evidente, Lucio Cornelio, que has sobrevivido más de un año entre el enemigo fingiéndote uno de ellos. Tu cerebro es tan agudo como tu espada, y ambos sabes usarlos magistralmente. No me cabe la menor duda de que harás lo que haga falta por salvar a Catulo César de sí mismo.

– Luego mis órdenes son salvar su ejército a toda costa… -dijo Sila con un suspiro.

– A toda costa.

– ¿Aun a costa de Catulo César?

– Aun a costa de Catulo César.


La primavera culminó en un tropel de flores y el verano entró como un general victorioso en su desfile triunfal para, a continuación, dilatarse en calor y sequedad. Teutobodo y sus teutones fueron avanzando por las tierras de los eduos y entraron en las de los alóbroges, que ocupaban la región entre el curso superior del Rhodanus y el Isara hasta muchas millas al sur. Los alóbroges eran guerreros y manifestaban su odio por Roma y los romanos, pero ya tres años antes la horda germana había cruzado por sus tierras y no querían ser dominados por los germanos. Hubo, pues, encarnizada lucha y el avance teutón sufrió retrasos. Mario comenzó a pasear de arriba abajo en su puesto de mando, pensando en cómo irían las cosas con Sila, que ya estaba incorporado al ejército de Catulo César en la Galia itálica, acampado a lo largo del Padus.

Catulo César había avanzado por la Via Flaminia al frente de seis nuevas legiones de potencia reducida a finales de junio; la falta de hombres era tan aguda que no había podido reclutar más. Al llegar a Bononia, sobre la Via Emilia, tomó por la Via Annia hacia la gran ciudad manufacturera de Patavium, situada muy al este del lago Benacus, pero mejor ruta para un ejército en marcha que las calzadas y pistas secundarias de que estaba principalmente dotada la Galia itálica. De Patavium avanzó por una de las carreteras secundarias mal cuidadas hasta Verona, donde estableció su campamento base.

Hasta aquel momento, Catulo César no había hecho nada erróneo en opinión de Sila, pero ahora comprendía mejor por qué Mario le había destinado a la Galia itálica para realizar una tarea que en su momento él había subestimado. Puede que militarmente las cosas fuesen bien, pero no se había equivocado Mario a propósito de Catulo César, pensó Sila. Era un aristócrata soberbio, arrogante, pagado de sí mismo; a Sila le recordaba notablemente a Metelo el Numídico. La dificultad estribaba en que el escenario bélico y el enemigo eran mucho más peligrosos que los que había tenido que afrontar Metelo el Numídico; y Metelo el Numídico contaba como legados con Cayo Mario y Rutilio Rufo, además de conservar el recuerdo de una saludable experiencia en una cochiquera de Numancia. Mientras que Catulo César nunca se había tropezado con un Cayo Mario en la jerarquía militar; había servido el plazo reglamentario de cadete para después ser tribuno militar con menos tropas y en guerras menos importantes, como eran Macedonia e Hispania, pero no conocía la guerra a gran escala.

No había sido muy prometedora la acogida que dispensó a Sila, ya que había elegido sus legados antes de salir de Roma, y al llegar a Bononia se le encontraba con una orden del comandante en jefe Cayo Mario en la que se decía que Lucio Cornelio quedaba nombrado legado mayor y segundo en el mando. La decisión era arbitraria y despótica, pero a Mario no le quedaba otra alternativa. La actitud de Catulo César para con Sila fue glacial y le planteó infinitos obstáculos. Sólo el nacimiento de Sila le convenció, aunque aminorado por su pasado modo de vida. Había también un algo de envidia en Catulo César, que veía en Sila a un rival que no sólo había participado en batallas más importantes en otros lugares, sino que, además, se había adjudicado la brillante hazaña de espiar en el campo de los germanos. De haber sabido el papel real desempeñado por Sila en aquella misión, aún se habría mostrado más suspicaz y reticente.

De hecho, Mario había hecho alarde de su genio enviando a Sila en vez de a Manio Aquilio, que también habría podido actuar muy bien de perro guardián; pues Sila atacaba a los nervios de Catulo César, y era como si con el rabillo del ojo estuviera viendo constantemente a un leopardo blanco al acecho y al volver la cabeza no lo viera. Jamás un legado mayor fue más útil, ni más dispuesto a asumir las tareas cotidianas de administración y supervisión del ejército para descargar a un general ocupado. Sin embargo, Catulo César sabía que pasaba algo. ¿Por qué iba Cayo Mario a haber enviado a aquel hombre, de no ser porque tramaba algo?

No formaba parte del plan de Sila tranquilizar a Catulo César, disipando sus temores y sospechas; al contrario, lo que Sila se proponía era mantenerle atemorizado y receloso, ganando con ello ascendiente psíquico sobre él si, en caso necesario, le convenía. Y mientras tanto se dedicó a conocer a todos los tribunos militares y centuriones del ejército, así como a muchos soldados. Habiéndole dado carta blanca Catulo César en las cuestiones rutinarias de entrenamiento y maniobras una vez montado el campamento cerca de Verona, Sila se convirtió en el legado mayor conocido, respetado y en quien todos confiaban. Era necesario que así fuera por si se terciaba la necesidad de eliminar a Catulo César.

No es que tuviera intención de matar o mutilar a Catulo César, porque se sentía lo bastante patricio para desear la protección de sus iguales, incluso frente a sí mismos. Por Catulo César no sentía afecto; por la clase que representaba, sí.


Los cimbros habían realizado un buen avance al mando de Boiorix, que había encabezado su propio contingente y el de Getorix hasta la confluencia del Danubius con el Aenus; allí dejó que Getorix concluyera solo el restante itinerario, no muy largo, mientras él, al frente de los cimbros, se dirigía hacia el sur siguiendo el curso del Aenus. Pronto cruzaban terreno alpino habitado por una tribu de celtas llamados brenos, en honor del primer Breno; aquella tribu dominaba el paso de Breno, el más inferior de todos los pasos alpinos a la Galia itálica, pero no podía impedir que los cimbros lo cruzaran.

En los últimos días de Quintilis, los cimbros llegaron al río Athesis en su confluencia con el Isarcus, riachuelo que habían seguido al cruzar por el paso de Breno. Allí, en los verdes prados alpinos, se diseminaron y contemplaron las cumbres de las montañas en aquel cielo límpido. Y allí fue donde los avistaron las avanzadillas de Sila.

Aunque había pensado que estaba preparado para cualquier eventualidad, Sila no había ni soñado con la que tenía que hacer frente ahora, porque no conocía lo suficiente a Catulo César para intuir cómo reaccionaría al saber que los cimbros estaban en el valle del Athesis a punto de invadir la Galia itálica.

– ¡Mientras yo viva, ningún pie germano pisará suelo de Italia! -dijo Catulo César con voz altisonante cuando se habló del asunto en el consejo-. ¡No pisará suelo de Italia ningún pie germano! -repitió, levantándose majestuosamente de su silla y mirando sucesivamente a todos sus oficiales-. Nos ponemos en marcha.

– ¿En marcha? -replicó Sila mirándole-. ¿Hacia dónde?

– Athesis arriba, naturalmente -respondió Catulo César, con aire de juzgar necio a Sila-. Haré que los germanos crucen los Alpes antes de que las primeras nieves lo impidan.

– ¿Muy aguas arriba? -inquirió Sila.

– Hasta que demos con ellos.

– ¿En un valle estrecho como el del Athesis?

– Por supuesto -respondió Catulo César-. Tenemos ventaja sobre ellos. Somos un ejército disciplinado y ellos una turba desperdigada y desordenada. Es nuestra mejor oportunidad.

– Nuestra mejor oportunidad es donde hay terreno para desplegar las legiones -dijo Sila.

– En el valle del Athesis hay sitio más que suficiente para los despliegues que sean necesarios -replicó Catulo César, dando por terminada la discusión.

Sila salió del consejo con la mente trabajando a toda velocidad; los planes que había elaborado para el enfrentamiento con los cimbros se venían abajo. Había ensayado cómo iba a ir planteando cada una de las alternativas a Catulo César para que él creyera que eran iniciativa propia. Pero ahora se encontraba con las manos vacías y no se le ocurría nada. A menos que lograse convencer a Catulo César para que cambiase de idea.

Pero Catulo César no quería cambiar de idea. Puso en marcha su ejército y lo hizo avanzar aguas arriba del Athesis hasta el punto en que se desvía unas millas al este del lago Benacus, el mayor de los preciosos lagos alpinos que llenan las estribaciones de los Alpes itálicos. Y cuanto más avanzaba en dirección norte el pequeño ejército -constaba de veintidós mil soldados, dos mil jinetes y unos ocho mil hombres de tropas auxiliares- más estrecho y siniestro aparecía el valle del Athesis.

Finalmente, Catulo César alcanzó el puesto de comercio llamado Tridentum. Era un lugar en que los imponentes Alpes constituían el telón de fondo, con tres erizados colmillos por los que recibía el nombre de Tres Dientes. Allí el Athesis corría profundo y rápido por tener su nacimiento en montañas en las que el deshielo es total y alimentan al río todo el año. Después de Tridentum el valle se cerraba aún más y la carretera que lo unía al pueblo junto al brioso río cruzaba un largo puente de madera sobre pilares de piedra.

Cabalgando en vanguardia con sus oficiales, Catulo César detuvo al caballo y miró el lugar con gesto satisfactorio.

– Me recuerda las Termópilas -dijo-. Es el lugar ideal para contener a los germanos hasta que desistan y vuelvan grupas.

– Los espartanos que defendían las Termópilas murieron todos -comentó Sila.

– ¿Y eso qué importa si repelemos a los germanos? -replicó Catulo César enarcando las cejas altanero.

– ¡Pero no van a volver grupas, Quinto Lutacio! ¿Volver grupas en esta época del año, con el norte lleno de nieve, con pocas provisiones y los pastos y el grano de la Galia itálica a unas pocas millas al sur? -añadió Sila, meneando vehementemente la cabeza-. Aquí no los detendremos.

Todos los oficiales se rebullían inquietos; todos habían observado el nerviosismo de Sila desde el inicio de la marcha a lo largo del Athesis y su sentido común les decía que la decisión de Catulo César era una locura. Y Sila no les había ocultado su inquietud, porque si tenía que evitar que Catulo César perdiera el ejército, necesitaba el apoyo de los oficiales de estado mayor.

– Aquí lucharemos añadió Catulo César sin salir de sus trece, con la mente llena de imágenes del inmortal Leónidas y su reducido grupo de espartanos. ¿Qué importaba que el cuerpo pereciera si se alcanzaba fama eterna?

Los cimbros estaban muy cerca. Al ejército romano le habría resultado imposible avanzar más al norte de Tridentum, aunque hubiese querido Catulo César. Pese a ello, él se empeñó en que toda la tropa cruzase el puente y acampase en el lado erróneo del río, en una zona tan estrecha que el campamento se alargaba varias millas en dirección norte-sur, con todas las legiones estranguladas por las contiguas y con la última situada cerca del puente.

– Yo estoy muy mal acostumbrado -dijo Sila al centurión primus pilus de la legión más próxima al puente, un fornido samnita de Atina llamado Cneo Petreio, que pertenecía a una legión igualmente samnita, formada por itálicos del censo por cabezas, clasificada como de tropas auxiliares.

– ¿Y cómo es eso? -inquirió Cneo Petreio, contemplando las brillantes aguas desde el puente, que a guisa de barandilla tenía unos troncos bajos.

– He servido con Cayo Mario -contestó Sila.

– ¡Qué suerte la vuestra! -dijo el samnita-. Yo no he tenido esa oportunidad -añadió con un gruñido-, pero no creo que ninguno de nosotros vayamos a tenerla, Lucio Cornelio.

Los acompañaba un tercero, comandante de la legión y tribuno militar. Nada menos que Marco Emilio Escauro, hijo del portavoz del Senado y franca decepción de su valiente padre. Escauro hijo dejó de contemplar el río y miró a su centurión jefe.

– ¿Qué queréis decir con que ninguno de nosotros? -inquirió.

– Todos vamos a morir aquí, tribuno -contestó Cneo Petreio con otro gruñido.

– ¿Que vamos a morir todos? ¿Por qué?

– Cneo Petreio quiere decir, joven Marco Emilio -terció Sila con siniestra sonrisa-, que nos ha metido en una situación militarmente irresoluble otro incompetente de alta cuna.

– ¡No, os equivocáis! -exclamó enardecido el joven Escauro-. Ya me dí cuenta de que no parecisteis entender la estrategia de Quinto Lutacio, Lucio Cornelio.

– Pues explicádnosla, tribunus militum -replicó Sila con un guiño en dirección al centurión-. Soy todo oídos.

– Bien; hay cuatrocientos mil germanos y nosotros somos sólo veinticuatro mil. Así que es muy difícil hacerles frente en campo abierto -dijo el joven Escauro, envalentonado por la atención de los dos militares-. Posiblemente el único modo de vencerlos es obligándolos a cerrarse en un frente similar al que nuestro ejército puede abarcar y machacar ese frente con nuestra superior habilidad. Cuando vean que no cedemos… harán la maniobra habitual germana: volver grupas.

– ¿Eso es lo que creéis? -dijo Cneo Petreio.

– ¡Así será! -replicó el joven Escauro.

– ¡Así será! -repitió Sila, echándose a reír.

– ¡Así será! -añadió Cneo Petreio, riendo también.

– ¿Qué es lo que tanta gracia os hace? -espetó el joven Escauro, mirándolos sorprendido y con cierto temor.

– Tiene gracia, joven Escauro -dijo Sila enjugándose los ojos-, porque es una inmensa ingenuidad. ¡Mirad ahí! -añadió señalando con la mano las dos laderas que confluían sobre el valle-. ¿Qué veis?

– Montañas -contestó Escauro hijo, cada vez más perplejo.

– ¡Sendas, caminos de herradura, senderos de cabras, eso es lo que se ve! -añadió Sila-. ¿No habéis notado esos festones de pequeñas terrazas que dan a la montaña aspecto de faldas minoicas? Lo único que tienen que hacer los cimbros es ganar las alturas por las terrazas y nos habrán desbordado por el flanco en tres días; y entonces, joven Marco Emilio, nos hallaremos entre la espada y la pared. Y nos aplastarán como a un escarabajo.

El joven Escauro empalideció de tal modo que Sila y Petreio se le acercaron inmediatamente, temiendo que fuese a caer al río y pereciese en la rápida corriente.

– Nuestro general ha trazado un plan erróneo -dijo Sila, tajante-. Debíamos haber esperado a los cimbros entre Verona y el lago Benacus, donde existen cien alternativas de encajonarlos y amplitud para actuar.

– ¿Y por qué no se lo dice alguien a Quinto Lutacio? -musitó Escauro hijo.

– Porque no es más que otro cónsul engreído -replicó Sila- y no quiere escuchar más que el galimatías de su propio cerebro. Si yo fuese Cayo Mario, me escucharía. Pero ése es non sequitur, porque Cayo Mario no habría tenido necesidad de decir nada. No, joven Marco Emilio, nuestro general Quinto Lutacio Catulo César – piensa que es preferible combatir como en las Termópilas. Y si recordáis la historia, sabréis que un pequeño sendero que rodeaba la montaña bastó para derrotar a Leónidas.

– ¡Excusadme! -farfulló Escauro hijo, llevándose una mano a la boca, dando media vuelta y regresando a su tienda.

Sila y Petreio le vieron alejarse, tratando de contener las náuseas.

– Esto no es un ejército, sino un chasco -dijo Petreio.

– No, es un buen ejército modesto -replicó Sila-. El chasco son los mandos.

– Menos vos, Lucio Cornelio.

– Menos yo.

– Algo se os ha ocurrido -añadió Petreio.

– Por supuesto -dijo Sila sonriendo y enseñando sus colmillos.

– ¿Puedo preguntaros qué es?

– Yo diría que sí, Cneo Petreio. Pero mejor será que os lo diga… a buen recaudo. En la asamblea del campamento de vuestra legión samnita -respondió Sila-. Vos y yo vamos a dedicar la tarde a convocar a todos los primus pilus y centuriones jefes de cohorte a una reunión al anochecer. Serán unos setenta hombres -añadió, calculando a toda velocidad-, pero serán setenta muy importantes. Entonces actuáis por vuestra cuenta, Cneo Petreio. Lleváis las tres legiones a ese extremo del valle, y yo monto en mi fiel mula y conduzco las otras tres al otro extremo.

Los cimbros se habían situado aquel mismo día al norte de las seis legiones de Catulo César, esparciéndose por el valle en vanguardia de sus carros, hasta quedar detenidos por las fortificaciones del campamento romano; y allí permanecieron, enardecidos, mientras la noticia se difundía entre las legiones y los escuchas se dirigían al norte para atisbar por entre los parapetos de mimbre el pavoroso espectáculo de la mayor horda jamás vista por un romano, y, además, de hombres gigantescos.

La reunión de Sila en el campamento samnita fue breve. Cuando concluyó había aún suficiente luz para que los conjurados cruzasen el puente de madera, con Sila a la cabeza, y se dirigiesen al pueblo de Tridentum en donde Catulo César había sentado su cuartel general en casa del magistrado local. El general había convocado una reunión para hablar de la llegada de los cimbros, y precisamente estaba quejándose de la ausencia de su lugarteniente cuando Sila hizo su entrada.

– Os ruego que seáis puntual, Lucio Cornelio -dijo con gesto glacial-. Tomad asiento y pasemos al asunto de preparar el ataque de mañana.

– Lo lamento, pero no tengo tiempo para sentarme -contestó Sila, que no vestía coraza, sino camisa de cuero y pteryges, con espada y puñal al cinto.

– ¡Pues id, si tenéis cosas más importantes que hacer! -replicó Catulo César con el rostro congestionado.

– Oh, no voy a ir a ninguna parte -dijo Sila, sonriente-. Las cosas importantes que tengo que hacer están en este cuarto, y lo más importante de todo es que mañana no va a haber ninguna batalla, Quinto Lutacio.

– ¿Que no habrá batalla? ¿Por qué? -inquirió Catulo César poniéndose en pie.

– Porque os enfrentáis a un motín y yo soy quien lo ha instigado -contestó Sila desenvainando la espada-. ¡Adelante, centuriones! -exclamó-. Estaremos algo estrechos, pero cabemos todos.

Ninguno de los que rodeaban al general dijo palabra; Catulo César, porque estaba furioso y los demás porque vieron el cielo abierto -no a todos los oficiales les convencía la perspectiva de aquella batalla- o porque no salían de su asombro. Setenta centuriones cruzaron el umbral y se situaron muy apretados a espaldas de Sila, dejando un estrecho espacio de tres pies entre el grupo que formaban y el estado mayor de Catulo César, que ahora estaban todos en pie, literalmente de espaldas a la pared.

– ¡Por esto os arrojarán de la roca Tarpeya! -exclamó Catulo César.

– Que así sea, si es mi destino -replicó Sila, envainando la espada-. Pero, ¿hasta qué punto es motín un motín, Quinto Lutacio? ¿Hasta qué extremo debe un soldado obedecer ciegamente? ¿Es auténtico patriotismo ir voluntariamente a la muerte, cuando el general que da las órdenes es militarmente imbécil?

Era evidente que Catulo César no sabía qué decir y no encontraba la réplica adecuada a tan brutal sinceridad. Por otra parte, era demasiado soberbio para farfullar ninguna protesta y demasiado seguro de su posición para rebajarse a contestar. Finalmente, dijo con glacial dignidad:

– ¡Esto es inaudito, Lucio Cornelio!

– Estoy de acuerdo -replicó Sila, asintiendo con la cabeza-. Es inaudito. En realidad, nuestra presencia aquí en Tridentum es inaudita. Mañana, los cimbros encontrarán centenares de senderos de ganado en las faldas de las montañas. ¡No una Anopaea, sino cientos! Vos no sois espartano, Quinto Lutacio, sino romano, y me sorprende que vuestra remembranza de las Termópilas sea más espartana que romana. ¿No aprendisteis que Catón el censor se sirvió del sendero Anopaea para rebasar el flanco del rey Antioco? ¿O es que consideráis a Catón de cuna demasiado baja para servir como ejemplo de algo más que hubris? ¡Es a Catón el censor en Termópilas a quien yo admiro, no a Leónidas y su guardia real pereciendo en bloque! Los espartanos decidieron perecer únicamente para retrasar a los persas lo suficiente para que la flota griega se aprestara en Artemisium. Sólo que no les salió bien, Quinto Lutacio. ¡No salió bien! La flota griega sucumbió y Leónidas murió inútilmente. ¿Influyó la resistencia de las Termópilas sobre el curso de la guerra contra los persas? ¡Claro que no! Cuando otra flota griega venció en Salamina, las Termópilas no habían sido el preludio. ¿Es que diréis acaso con toda sinceridad que preferís el gesto suicida de Leónidas a la brillante estrategia de Temístocles?

– Confundís la situación -replicó altivo Catulo César, desmoronándose su orgullo por efecto de aquel Ulises pelirrojo y chanchullero, pues lo cierto es que lo que más le preocupaba era salir indemne con su dignitas y auctorítas y no lo que pudiera pasar con su ejército o los cimbros.

– No, Quinto Lutacio, el que confunde la situación sois vos -replicó Sila-. Vuestro ejército es ahora mío en virtud del motín. Cuando Cayo Mario me envió aquí -añadió pronunciando cáusticamente el nombre en el denso silencio-, me dio una orden concreta: conservar intacto este ejército hasta que él pueda hacerse cargo de él, y eso no podrá hacerlo hasta que derrote a los teutones. Cayo Mario es nuestro comandante en jefe, Quinto Lutacio, y yo en este momento actúo a sus órdenes, no a las vuestras. Si consintiera esta temeraria locura, el ejército acabaría aniquilado en el campo de Tridentum. Por eso no va a haber batalla en Tridentum. Este ejército emprenderá la retirada esta misma noche. Entero. Y estará entero para combatir otro día, cuando las posibilidades de victoria sean muchísimo más favorables.

– He jurado que ningún pie germano pisaría el suelo de Italia -dijo Catulo César- y no seré perjuro.

– No sois vos quien adopta la decisión, Quinto Lutacio, así que no seréis perjuro -replicó Sila.

Quinto Lutacio Catulo César era uno de aquellos senadores de la vieja guardia que se negaba a llevar un anillo de oro como emblema de su cargo y prefería el viejo anillo de hierro tradicional, por lo que, cuando hizo un ademán imperativo con la mano derecha, dirigido a los presentes, no surgió del dedo índice ningún destello, sino que el gesto fue como un borrón grisáceo por efecto del cual los hombres se rebulleron y susurraron.

– Salid -dijo Catulo César-. Aguardad afuera, quiero hablar a solas con Lucio Cornelio.

Los centuriones dieron media vuelta y salieron, seguidos por los tribunos militares, el estado mayor de Catulo César y sus legados mayores. Cuando estuvieron a solas, Catulo César volvió a su silla y se dejó caer en ella.

Estaba en un brete, y lo sabía. El orgullo le había impulsado a remontar el curso del Athesis; no orgullo por Roma o su ejército, sino ese orgullo personal que le había llevado a afirmar que no consentiría que el pie germano hollase el suelo de Italia y que le impedía retractarse, siquiera fuese por mor de Roma o de su ejército. Cuanto más había avanzado por el valle, más profunda era su convicción de que cometía un error garrafal; cuanto más remontaba el curso del río, más deprimido se hallaba. Así, al llegar a Tridentum y considerar el parecido de aquel lugar con las Termópilas -aunque, en estricto sentido geográfico, era bien consciente de que no se parecía en nada-, había concebido el sacrificio útil de todos, salvando con ello su honor y su nefasto orgullo. Tridentum, igual que las Termópilas, sería una gesta que pasaría a la Historia. El exterminio de unos cuantos valientes enfrentados a un enemigo arrollador. ¡Extranjero, ve y dí a los romanos que aquí yacen los que cumplieron con su deber!, un magnífico monumento, peregrinaciones y poemas épicos inmortales.

La visión de los cimbros esparciéndose por el alto valle del Athesis le hizo recobrar el sentido común, y el resto fue obra de Sila. Porque, indudablemente, tenía ojos; y un cerebro, aunque fuese un cerebro fácilmente obnubilado por su inconmensurable dígnítas. Y los ojos habían advertido las innumerables terrazas a guisa de gigantescos escalones en las abruptas y verdes faldas montañosas, y el cerebro había comprendido con qué facilidad podían rebasar los flancos los guerreros cimbros. No se trataba de una garganta con acantilados, sino de un estrecho valle alpino inadecuado para desplegar un ejército por aquellas pendientes, que ninguna formación podría superar en orden de combate y menos maniobrar debidamente.

Lo que no había sido capaz de ver era cómo salir bien librado de aquel dilema sin perder la cara; en principio, la irrupción de Sila en la reunión del estado mayor le había parecido de perilla. Podía alegar insubordinación ante el Senado y mandar procesar por traición a todos los oficiales implicados, desde Sila hasta el último centurión. Pero aquella solución había quedado inmediatamente descartada. El motín era el más denigrado delito en la esfera militar, pero un motín en el que él quedase solo frente a todos los oficiales del ejército (había advertido en seguida en sus rostros que todos secundaban a Sila) era exponente de sentido común frente a una estupidez monumental. Si no hubiese habido un Arausio -si Cepio y Malio Máximo no hubieran mancillado para siempre el concepto del imperium del general romano ante los ojos del pueblo romano, e incluso de algunas facciones del Senado-, habría sido distinto. Tal como se producían los acontecimientos, entendió en seguida, tras la aparición de Sila, que si se obcecaba en la postura de un motín sería precisamente él quien sufriría los reproches de sus conciudadanos, él quien podría acabar acusado de traición ante el tribunal especial de Saturnino.

En consecuencia, Quinto Lutacio Catulo César lanzó un profundo suspiro y optó por la conciliación.

– No se hable más de motín, Lucio Cornelio -dijo-. No había necesidad de que lo expusierais en público. Habríais debido venir a hablar a solas conmigo, y entre los dos habríamos arreglado las cosas.

– No estoy de acuerdo, Quinto Lutacio -replicó Sila sin alterarse-. Si hubiese venido a veros a solas, me habríais despedido con cajas destempladas. Necesitabais un ejemplo fehaciente.

Catulo César frunció los labios y miró por encima de su larga nariz romana, consciente de ser un miembro ilustre de un clan ilustre, rubio y con ojos azules, altanero y beligerante.

– Lleváis demasiado tiempo con Cayo Mario -dijo-. Este comportamiento no concuerda con vuestra condición patricia.

– ¡Oh, por todos los dioses -exclamó Sila, dando una palmada sobre su camisa de cuero que hizo tintinear los flecos y adornos de metal-, olvidaos de toda esa farfulla de linajes, Quinto Lutacio! ¡Estoy al borde de la náusea con tanto elitismo! ¡Y antes de que comencéis a despotricar sobre nuestro común superior Cayo Mario, dejad que os recuerde que en lo que respecta a asuntos militares y estrategia, nosotros somos un candil y él es el faro de Alejandría! ¡Ni vos ni yo somos militares! Pero yo tengo la ventaja de que he hecho mi aprendizaje a la luz del faro de Alejandría y mi candil brilla más que el vuestro.

– ¡A ese hombre se le sobrestima! -masculló Catulo César.

– ¡Oh, no! ¡Quejaos y refunfuñad tanto como queráis, Quinto Lutacio, pero Cayo Mario es el primer hombre de Roma! El hombre de Arpinum os ha superado a todos con un brazo atado a la espalda.

– Me sorprende que seáis tan acérrimo partidario suyo… pero os prometo, Lucio Cornelio, que esto no lo olvidaré.

– Ya lo creo que no… -replicó Sila, sonriente.

– Lucio Cornelio, os aconsejo que en el futuro cambiéis de lealtad -añadió Catulo César-. Si no lo hacéis, nunca seréis pretor, y menos aún cónsul.

– ¡Oh, me gustan las amenazas claras! -replicó Sila con voz queda-. ¿Queréis impresionarme? Tengo linaje, y si llegase el momento en que os interesara mi apoyo, me lo solicitaríais -añadió con una mirada aviesa-. Algún día seré el primer hombre de Roma, el árbol más alto, igual que Cayo Mario. Esos árboles altos nadie los corta; cuando caen es porque están podridos por dentro.

Catulo César no contestó; Sila tomó asiento y se inclinó para servirse vino.

– Hablemos del motín, Quinto Lutacio, y desechad cualquier veleidad de imaginaros que no estoy decidido a llevarlo hasta sus máximas consecuencias.

– Confieso que sois un desconocido para mí, Lucio Cornelio, pero he visto lo suficiente de vuestra energía estos dos últimos meses para darme cuenta de que hay muy pocas cosas que no estéis dispuesto a hacer para saliros con la vuestra -dijo Catulo César, mirando su viejo anillo de hierro de senador, como buscando inspiración-. Lo he dicho antes y os lo repito, no se hable más de motín -añadió, haciendo un ruido al tragar saliva-. Me avengo al deseo del ejército de retirarse, con una condición: que no se vuelva a repetir la palabra "motín".

– Acepto en representación del ejército -contestó Sila.

– Quisiera ordenar yo mismo la retirada. Al fin y al cabo, supongo que habréis planeado la estrategia.

– Es absolutamente necesario que ordenéis vos mismo la retirada, Quinto Lutacio -contestó Sila-. Si, tengo una estrategia planeada. Una estrategia muy sencilla. Al amanecer, el ejército arrancará las estacas y procederá a retirarse lo antes posible. Todos deben haber cruzado el puente y hallarse al sur de Tridentum antes de que anochezca. Los auxiliares samnitas se situarán cerca del puente para cubrir la maniobra y lo cruzarán los últimos. La lástima es que está construido sobre pilares de piedra y no podamos derruirlos, por lo que los germanos podrán volver a tenderlo. De todos modos, no son ingenieros y tardarán más de lo debido, aparte de que se hundirá unas cuantas veces mientras lo cruzan las huestes de Boiorix. Si quiere seguir hacia el sur, tendrá que cruzar el río aquí en Tridentum. Por eso hay que hacer que se retrase.

– Pues acabemos con esta farsa -dijo Catulo César, poniéndose en pie y saliendo del cuarto con aparente calma y dominio, recuperando poco a poco su dignítas y auctorítas-. Nuestra posición es insostenible y voy a ordenar la retirada -añadió claro y terminante-. He dado instrucciones a Lucio Cornelio al respecto y él las cursará. Pero quiero que quede bien claro que aquí no se ha hablado de "motín" para nada. ¿Entendido?

Un murmullo de consenso surgió entre los oficiales, profundamente satisfechos de olvidar lo del "motín".

Catulo César giró sobre sus talones.

– Podéis retiraros -dijo por encima del hombro.

Conforme el grupo se deshacía, Cneo Petreio se acercó a Sila y le acompañó hasta el puente.

– Creo que ha salido muy bien, Lucio Cornelio. Se comportó mejor de lo que yo esperaba; mejor que otros de su clase.

– Bah, a pesar de todos sus modales, no es tonto -replicó Sila-. Pero tiene razón, olvidemos la palabra "motín".

– ¡No me la oiréis a mí! -dijo Petreio con fruición.

Ya había oscurecido, pero el puente se hallaba iluminado por antorchas y cruzaron los imperfectos troncos sin dificultad. En la otra orilla se adelantaron a los centuriones y tribunos y Sila se volvió hacia ellos.

– Que toda la tropa esté dispuesta para la marcha en cuanto amanezca -dijo-. Los cuerpos de ingenieros y todos los centuriones deberán acudir a una reunión conmigo una hora antes del amanecer. Ahora, los tribunos militares, venid conmigo.

– ¡Cómo me alegra que esté con nosotros! -comentó Cneo Petreio a su segundo centurión.

– Y yo, pero no me alegra nada que esté con nosotros ése -respondió el segundo centurión señalando a Marco Emilio Escauro hijo, que se apresuraba a seguir a Sila y a sus colegas tribunos.

– Cierto -respondió Petreio con un gruñido-, a mí también me preocupa; pero ya le vigilaré yo mañana. Aquí no se ha hablado de "motín", pero no voy a dejar que a nuestros samnitas los mal mande un idiota romano, por muy famoso que sea su padre.


Al amanecer, las legiones comenzaron a ponerse en marcha. La retirada se iniciaba como todas las maniobras efectuadas por tropas romanas bien adiestradas en medio de un notable silencio y orden. Cruzaba primero el puente la legión más alejada, seguida por la contigua y así sucesivamente, de modo que el ejército efectuaba un movimiento parecido al de una alfombra que se enrolla. Afortunadamente, los pertrechos, todas las bestias de carga y una serie de caballos, reservados para los altos mandos, habían quedado al sur del pueblo y del puente. A los primeros claros del alba, Sila hizo que este contingente fuese el primero en avanzar por la carretera con buena antelación sobre las legiones, y había dado las órdenes para que la mitad del ejército se les adelantase después de darles alcance, mientras la otra mitad cerraba la retaguardia hasta Verona. Porque si se alejaban de Tridentum, sabía que los cimbros no avanzarían lo bastante de prisa para avistar la polvareda de la retirada.

Lo que en realidad sucedió fue que los cimbros estaban tan entretenidos explorando los senderos de las laderas, que transcurrió una hora desde la salida del sol hasta que advirtieron que las tropas romanas se retiraban. A continuación, todo fue confusión hasta que Boiorix en persona logró restablecer cierto orden entre aquellas hordas. Entretanto, la columna romana se había movido con rapidez, y, cuando los cimbros formaron para el ataque, la legión más alejada del puente ya estaba cruzándolo en doble fila.

El cuerpo de ingenieros había trabajado sin descanso en vigas y puntales desde mucho antes de que amaneciera.

– ¡Siempre la misma historia! -exclamó el jefe de ingenieros dirigiéndose a Sila, que se había acercado a ver cómo iba la tarea-. Siempre tengo que habérmelas con un puente romano bien construido cuando se trata de mandarlo al cuerno de un empujoncito.

– ¿Lo conseguiréis? -inquirió Sila.

– Eso espero, legatus. Creo que no queda un solo amarre ni perno. Hemos quitado todos los ensambles y cuñas que lo sujetaban. Así que podré derruirlo rápidamente y sin la grúa grande que nos haría falta, porque las que tenemos son pequeñas y no hay tiempo de montar otra. No, lo haremos por las bravas, y me temo que va a estar algo temblón cuando lo crucen las últimas tropas -contestó el ingeniero jefe.

– ¿Qué sistema es ese de por las bravas? -inquirió Sila poniendo ceño.

– Serrar los puntales y apoyos principales.

– ¡Pues continuad! Os enviaré cien bueyes para darle ese tirón, ¿os bastan?

– ¡Qué remedio! -respondió el jefe de ingenieros, alejándose a supervisar el trabajo en otro punto.

La caballería cimbra llegó chillando y gritando por el valle, arrasando en su carga las vallas del campamento romano, que eran simples defensas rutinarias, dado que no habían tenido tiempo de fortificarlo debidamente. Sólo la legión samnita había quedado al otro lado del río, y fue sorprendida en el momento de cruzar la puerta de su campamento por los cimbros, que se interpusieron entre ellos y el puente, aislándolos. Los samnitas maniobraron en formación de combate y se aprestaron a resistir la carga, con las lanzas preparadas y muy serios.

Sila contemplaba angustiado la escena desde la otra orilla, aguardando a que se produjera la carga de los cimbros y en vilo por lo que fuera a hacer el comandante de la legión samnita, que era el joven Escauro. Se reprochaba no haber depuesto del mando a aquel tímido hijo de tan audaz padre, para haberlo asumido él en persona. Pero ya era demasiado tarde; no podía cruzar el río porque no disponía de tropa suficiente y no quería confiar la retirada a Catulo César. Por consiguiente, tenía que sobrevivir. Tampoco quería llamar la atención de los cimbros respecto a la existencia del puente, porque si volvían sus ojos hacia él, verían cinco legiones romanas y un convoy de pertrechos avanzando en dirección sur y se lanzarían en su persecución. Si era necesario, ordenaría que los bueyes comenzasen a tirar de las cadenas conectadas a la debilitada estructura; pero si hacía eso, la legión samnita perdía toda esperanza.

– ¡Una carga, joven Escauro, lanza una carga! -se encontró musitando-. ¡Hazlos retroceder y cruza con tus tropas el puente!

La caballería cimbria volvía grupas, pues las primeras filas habían rebasado el campamento samnita con el ímpetu de la carga y las filas de atrás retrocedían dejando espacio a los que volvían al galope, para, a continuación, lanzarse como una piña sobre el campamento samnita y desbaratarlo con los caballos para que los guerreros de a pie remataran la maniobra. A partir de ese momento, la caballería actuaría como una pala gigante que empujaría a los samnitas contra la masa de la infantería cimbra.

La única posibilidad que tenía la legión samnita era abrirse camino por entre las filas traseras de la caballería bárbara e impedir que las primeras filas se les unieran en refuerzo; luego, lancear los caballos mientras el resto se apresuraba a cruzar el puente. ¿Pero dónde estaba el joven Escauro? cPor qué no hacía eso? ¡Un instante más y sería demasiado tarde!

En rigor, los vítores de las tres centurias que estaban con Sila precedieron el instante en que él vio el arranque de la carga samnita, porque él buscaba un tribuno militar a caballo, y la carga la dirigió un hombre a pie: Cneo Petreio, el centurión samnita primus pílus.

Gritando con el resto de sus hombres, Sila daba saltos de impaciencia mientras los samnitas que no participaban en el ataque cruzaban a la carrera el puente en filas tan compactas, que no dejaron espacio para que los cimbros abrieran brecha por segunda vez. Los caballos de las primeras filas cimbras iban cayendo a centenares ante la lluvia de venablos samnitas, y los guerreros bárbaros se revolvían para zafarse de sus corceles abatidos, entremezclándose en un revoltijo indescriptible conforme seguían lloviendo sobre ellos más venablos de la centuria, mientras que las últimas filas de la caballería cimbra, rezagadas al otro lado, corrían igual suerte. Al final fue la propia caballería derribada lo que impidió la intervención de la infantería cimbra, y Cneo Petreio pudo cruzar el puente a la zaga de su último hombre sin que le persiguiera ningún germano.

Los bueyes ya estaban dispuestos con antelación para la tarea antes de la escaramuza, pues cien bestias enganchadas por parejas podían coger ímpetu en cuestión de segundos en cuanto comenzara a estirar los dos ayuntados en cabeza y los cincuenta pares tensaran las cadenas para derribar el puente. Como era un buen puente romano, aguantó mucho más de lo que había pensado el jefe de ingenieros, pesimista como todos los de su oficio. Pero, finalmente, cedió uno de los puntales, y entre crujidos, estallidos y golpazos, el puente tridentino sobre el Athesis cedió, cayendo sus maderos a las torrenciales aguas, que los arrastraron como pajas.

Cneo Petreio venía herido en el costado, pero no de gravedad; Sila le encontró sentado y atendido por los cirujanos de la legión, que en aquel momento le quitaban la cota de malla. Tenía el rostro cubierto por una mezcla de barro, sudor y estiércol, pero, aparte de eso, parecía estar bien y muy despierto.

– ¡No toquéis esa herida hasta que no esté bien limpia, mentulae! -farfulló Sila-. ¡Primero lavadle bien toda la mierda! No se va a desangrar. ¿Verdad que no, Cneo Petreio?

– ¡Qué va! -contestó el centurión, sonriendo como un bendito-. Lo conseguimos, ¿eh, Lucio Cornelio? Hemos cruzado todos, menos un puñado que han muerto en la otra orilla.

Sila se agachó junto a él y aproximó su cabeza al herido para que nadie pudiese oírlos.

– ¿Qué ha sido del joven Escauro? -inquirió.

– Estaba cagado y no podía pensar, y cuando le achuché para que dirigiera la maniobra, me pasó el mando. Se desmayó, pero está bien el pobrecillo; le cruzaron por el puente en brazos. Es una lástima, pero esta a salvo. No ha heredado los redaños de su padre, desde luego. Debería haberse metido a bibliotecario.

– No puedo expresar cuánto me alegro de que estuvieseis allí y no otro primus pilus. No se me había ocurrido, y cuando lo pensé, me habría dado de patadas por no haberle relevado del mando -dijo Sila.

– No importa, Lucio Cornelio, al final todo ha salido bien. Al menos, así se dará cuenta de sus limitaciones.

Regresaron los cirujanos con esponjas y agua en cantidad suficiente para lavar a doce hombres; Sila se puso en pie para dejarlos trabajar y extendió el brazo derecho hacia Cneo Petreio, que estrechó su mano, fundiéndose en un gesto de mutua comprensión.

– ¡Os habéis ganado la corona de hierba! -dijo Sila.

– ¡No, no! -replicó Cneo, turbado.

– Claro que sí. Habéis salvado de la muerte a una legión entera, Cneo Petreio, y cuando un solo hombre salva a una legión, recibe la corona de hierba. Ya me ocuparé yo -añadió Sila.

¿Era ésa la corona de hierba que Julilla había visto en su futuro tantos años atrás?, se preguntó Sila mientras descendía del promontorio hacia el pueblo para organizar el traslado en carro de Cneo Petreio, héroe de Tridentum. ¡Pobre Julilla! Pobrecilla… Nunca había hecho nada bien, así que quizá aquello fuese otro de sus errores respecto al azaroso proceder de la Fortuna. Julilla era la única Julia que no había poseido el don de hacer feliz al esposo. Luego, su mente se centró en cosas más importantes. Lucio Cornelio no iba a incurrir en hacerse mala sangre por Julilla. Su fin nada había tenido que ver con su destino: ella se lo había buscado.


Catulo César trasladó todo su ejército al campamento en las afueras de Verona antes de que Boiorix hubiese hecho cruzar su último carro por diversos puentes tambaleantes e iniciado la marcha cuesta abajo hacia las feraces llanuras del Padus. Al principio, el cónsul se había empeñado en presentar batalla a los cimbros junto al lago Benacus, pero Sila, ya bien afirmado en su papel, no se lo consintió, sino que le hizo enviar mensajes a todas lás ciudades y pueblos desde Aquileia hasta Comun y Mediolanum al oeste, para que la Galia itálica más allá del Padus fuese evacuada por todos los ciudadanos romanos, los habitantes con derecho latino y los galos que no deseasen confraternizar con los germanos. Los refugiados debían dirigirse hacia el sur del Padus y abandonar a los cimbros la región de la Galia itálica más allá del Po.

– Se verán como cerdos en un campo cubierto de bellotas -dijo Sila con la seguridad que le confería su experiencia de haber vivido más de un año entre los cimbros-. Cuando vean los pastos y la tranquilidad que existe entre el lago Benacus y la orilla norte del Padus, Boiorix no podrá mantenerlos unidos y se dispersarán en mil direcciones. Ya veréis.

– Lo pillarán y lo asolarán todo -dijo Catulo César.

– Exactamente… y se olvidarán de lo que tenían que hacer, es decir, invadir Italia. ¡Animaos, Quinto Lutacio! Al fin y al cabo es la región más gala de la Galia Cisalpina y no cruzarán el Padus hasta que la dejen más monda que una osamenta de pollo. La población habrá huido antes de que lleguen y se habrá llevado lo más valioso. Y la tierra aguantará y la recuperaremos cuando llegue Cayo Mario.

Catulo César hizo una mueca, pero no dijo nada. Ya sabía la dureza de las réplicas de Sila y, además, no ignoraba lo implacable que era. Frío, inflexible y resuelto. Un extraño amigo intimo de Cayo Mario, aunque fuesen cuñados. Bueno, lo fueron. ¿Habría eliminado Sila también a aquella Julia?, se preguntaba Catulo César, que en las muchas reflexiones que se hacía sobre Sila acababa de recordar aquel rumor que había circulado entre los hermanos Julio César y sus familias por la época en que Sila había surgido de la oscuridad a la vida pública al casarse con Julilla, en el sentido de que el dinero para sus aspiraciones políticas lo había conseguido asesinando a su… ¿madre… madrastra… querida? Bien, cuando regresaran a Roma ya se ocuparía él de averiguar lo cierto de aquel rumor. Oh, no para utilizarlo descaradamente o en seguida, sino para reservarlo para el futuro, cuando Lucio Cornelio aspirase a ser elegido pretor. No le privaría de la alegría de ser edil, y que se gastase una buena suma. Si, pretor; cuando quisiera ser pretor.

Una vez que las legiones se instalaron en el campamento en las afueras de Verona, Catulo César decidió que lo primero que tenía que hacer era comunicar por correo urgente a Roma el desastre del Athesis, porque si no lo hacía, se maliciaba que Sila lo haría a través de Cayo Mario. Por consiguiente, era importante que llegase primero su versión. Estando los dos cónsules en campaña, el despacho al Senado había que dirigirlo al portavoz de la cámara. Así fue como Catulo César envió su informe a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, junto con una carta personal con detalles más específicos de lo que había ocurrido, y confió despacho y carta -perfectamente sellada- al joven Escauro, hijo del príncipe del Senado, ordenándole que los llevase a Roma al galope.

– Es el mejor jinete que tenemos -dijo Catulo César a Sila.

– Quinto Lutacio -dijo Sila mirándole con el mismo gesto sarcástico y altanero que había adoptado durante la reunión relativa al motín-, hacéis gala de la más refinada crueldad que conozco.

– ¿Queréis revocar la orden? -replicó él-. Tenéis poder para hacerlo.

– Es vuestro ejército, Quinto Lutacio -replicó Sila, encogiéndose de hombros-. Haced lo que queráis.

Y es lo que hizo: enviar al joven Marco Emilio Escauro de correo urgente, llevando la noticia de su propia desgracia.

– Os encomiendo esto, Marco Emilio, porque no encuentro peor castigo para un cobarde de una familia tan ilustre que llevar a su propio padre la noticia de un desastre militar y de un desastre personal -dijo Catulo César en tono pontifical y mesurado.

El joven Escauro, pálido, avergonzado y con menos peso del que tenía dos semanas atrás, se mantuvo firme rehuyendo mirar a su general. Pero cuando Catulo César terminó de hablar, los ojos del joven Escauro -una versión más clara y no tan hermosa como aquellos ojos verdes paternos- se posaron sin poder evitarlo en el rostro altivo de Catulo César.

– ¡Por favor, Quinto Lutacio! -exclamó suplicante-. ¡Por favor, os lo ruego, enviad a otro! ¡Ya me enfrentaré a mi padre a su debido tiempo!

– Marco Emilio, a su debido tiempo es el tiempo de Roma -replicó Catulo César hierático, sintiendo una oleada de desprecio-. Cabalgad a galope hasta Roma y dad al príncipe del Senado el despacho consular. Puede que seáis un cobarde en el combate, pero sois uno de los mejores jinetes de la legión y tenéis un nombre lo bastante ilustre para conseguir buenas monturas en todo el trayecto. ¡Y no temáis, los germanos están en el norte, lejos de nosotros, y vos viajáis hacia el sur!

El joven Escauro cabalgó como un saco milla tras milla por la Via Annia y la Via Casia hasta Roma. Era un viaje corto para un jinete avezado, pero su cabeza se balanceaba de arriba abajo al ritmo del caballo, los dientes le castañeaban y a veces hablaba en voz alta.

– Si hubiese tenido la oportunidad de diñarla, ¿creéis que no lo habría hecho? -preguntaba a unos testigos fantasma-. ¿Qué puedo hacer si no soy valiente, padre? ¿De dónde viene el valor? ¿Por qué a mí no me ha sido concedido? ¿Cómo explicaros el dolor y el miedo, el terror que sentía al ver a aquellos horrendos salvajes llegar chillando y gritando como las mismas Furias? ¡No podía moverme! ¡Ni siquiera pude dominar mi vientre, y menos mi ánimo! ¡Tragué saliva y más saliva hasta que no pude más y caí inanimado, feliz de morir! Y luego desperté y vi que estaba vivo, pero aún aterrorizado, con el vientre flojo… y a los soldados que me habían llevado, limpiándose la mierda en el río, ¡allí mismo, en mi presencia, con tal desprecio y odio…! Oh, padre, ¿qué es el valor? ¿Por qué no tengo el que me corresponde? Padre, escuchadme, ¡dejadme que os explique! ¿Cómo podéis hacerme reproches por algo que no tengo? ¡Padre, escuchadme!

Pero Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, no escuchó. Cuando llegó su hijo con las misivas de Catulo César, estaba en el Senado; y cuando regresó a casa, su hijo se había encerrado en su cuarto, dejando al mayordomo una nota diciéndole que había traído un escrito del cónsul y que esperaba en su cuarto hasta que lo hubiera leído y mandase llamarle.

Escauro leyó primero el despacho, con rostro sombrío, pero contento en el fondo porque las legiones se hubieran salvado. Luego leyó la carta de Catulo César, musitando en voz alta las horrendas palabras, encogiéndose cada vez más en la silla hasta que pareció quedar reducido a la mitad y las lágrimas asomaron a sus ojos y cayeron sobre el papel, emborronándolo. Naturalmente, él conocía de sobra a Catulo César y no le caía de sorpresa; sentía infinita gratitud porque un legado tan firme y valeroso como Sila hubiese estado a mano para proteger a aquellas tropas insustituibles.

Pero él esperaba que su hijo hallase en último extremo, en la angustia de los últimos momentos vitales, ese valor, esa valentía que Escauro sinceramente creía don de todos los mortales. O de todos los llamados Emilio, al menos. Era su único varón, su único hijo. Y ahora su linaje concluía con semejante desgracia, con tal ignominia… Más valía así, si ése era el temple de su único hijo.

Lanzó un suspiro y adoptó una decisión. No habría enmascaramientos, maquillajes, excusas ni disimulos. Que recurriera a esas artimañas Catulo César y otros como él. Su hijo era un cobarde, había abandonado a sus tropas en el trance de mayor peligro, y aún más humillante que el que hubiera huido, era que se había cagado, desmayándose después. Sus soldados le habían salvado, cuando habría debido ser al revés. Escauro decidió soportar aquella vergüenza con el mismo valor que le caracterizaba en todo. ¡Que sufriera su hijo el azote del desprecio de toda Roma!

Secó sus lágrimas, serenó su espíritu y llamó al mayordomo con una palmada; éste encontró a su amo sentado muy tieso en la silla, con gesto tranquilo y las manos cruzadas sobre el escritorio.

– Vuestro hijo está deseando veros -dijo el mayordomo, consciente de que sucedía algo, dado el extraño comportamiento del joven Escauro.

– Podéis llevar recado a Marco Emilio Escauro hijo -dijo Escauro, impasible-, y decirle que reniego de él pero que no le despojo de nuestro nombre. Mi hijo es un cobarde, un perrucho callejero, y quiero que toda Roma sepa que es un cobarde que lleva nuestro apellido. Decidle que no quiero volver a verle en mi vida. Y decidle igualmente que no será acogido en esta casa ni siquiera para pedir limosna. ¡Decidselo! ¡Decidle que mientras yo viva no le admitiré en mi presencia! ¡Id a decídselo! ¡Id ya!

Temblando por la impresión y llorando de lástima por el joven, a quien apreciaba y del que durante aquellos veinte años habría podido decir al padre que carecía de valor, firmeza e iniciativa propia, el mayordomo fue a decir a Escauro hijo lo que le había encomendado el padre.

– Gracias -dijo el joven, cerrando la puerta sin echar el cerrojo.

Cuando el mayordomo se atrevió a volver al cuarto varias horas después, porque Escauro quería saber si su hijo ya había dejado la casa, se encontró al joven muerto en el suelo. La única presa que su espada encontraba digna de morir había sido él mismo, y sólo con él se tiñó de sangre.

Pero Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, fue fiel a su palabra. Se negó a ver el cadáver, y en el Senado leyó la letanía del desastre en la Galia itálica con su habitual energía y espíritu, incluido el informe terriblemente sincero y verídico de la cobardía de su hijo y de su posterior suicidio, sin ocultar su actitud ni mostrar dolor.

Cuando, después de la reunión del Senado, Escauro aguardó en la escalinata de la cámara a Metelo el Numídico, dio en pensar si quizá los dioses le habían concedido a él tanto valor que no había quedado nada para su hijo; pues valor hacía falta para esperar allí a Metelo mientras los demás senadores pasaban apresuradamente por su lado, compungidos, angustiados, cabizbajos.

– ¡Oh, mi querido Marco! -exclamó Metelo el Numídico en cuanto vio que no había moros en la costa-. ¡Mi querido y apreciado Marco!, ¿qué puedo decirte?

– Respecto a mi hijo, nada -replicó Escauro, al tiempo que una fibra perturbaba la gélida inmensidad de su pecho. ¡Qué felicidad tener amigos!-. En cuanto a los germanos, ¿cómo lograremos evitar que cunda el pánico en Roma?

– Oh, no te preocupes tanto por Roma -contestó Metelo el Numídico, tranquilizándole-. Roma sobrevivirá. Hoy, mañana y pasado mañana le embarga el pánico, y al día siguiente hay mercado y negocios como de costumbre. ¿Acaso has visto que la gente se traslade de la ciudad que habita porque haya en ella riesgos de terremotos o un volcán cerca?

– Es cierto, no la dejan. Al menos hasta que una viga le cae en la cabeza a la abuela o una vieja muere en un río de lava -dijo Escauro, con gran contento al ver que era capaz de sostener una conversación normal y hasta sonreír un poquito.

– Nos salvaremos, Marco, pierde cuidado -dijo Metelo el Numídico tragando saliva-. Aún le toca a Cayo Mario enfrentarse a los germanos -añadió virilmente, para demostrar que él también tenía su reserva de valor-. Claro que si le derrotan habrá que preocuparse. Porque si Cayo Mario no los vence, no hay nadie capaz de hacerlo.

Escauro parpadeó; aquellas palabras en boca de Metelo el Numídico suponían una heroicidad que ahorraba comentarios. Además, mejor dictar a su memoria que olvidara para siempre que Metelo el Numídico había llegado a admitir que Cayo Mario era la única alternativa de Roma y el mejor general.

– Quinto, debo decirte algo a propósito de mi hijo y luego olvidaremos el tema -dijo Escauro.

– ¿Qué?

– Tu sobrina… y pupila, Metela Dalmática. Este lamentable acontecimiento te habrá causado, igual que a ella, grave quebranto. Pero dile que ha tenido un feliz desenlace; porque habría sido un baldón para una Cecilia Metela verse casada con un cobarde -dijo Escauro enfurruñado.

De pronto se encontró caminando solo y, al volverse, vio a Metelo el Numídico que le miraba pasmado.

– Quinto… Quinto, ¿sucede algo? -inquirió Escauro volviendo hacia él.

– ¿Si sucede…? -repitió Metelo saliendo de su estupor-. ¡No, no sucede nada! ¡Oh, mi querido Marco, se me acaba de ocurrir una idea espléndida!

– ¿Cuál?

– ¿Por qué no te casas con mi sobrina Dalmática?

– ¿Yo? -replicó Escauro, estupefacto.

– ¡Tú, claro! Eres viudo hace tiempo y ahora no tienes hijo que herede tu nombre y tu fortuna. Y eso, Marco, es una pena -dijo Metelo el Numídico apremiándole afectuosamente-. Ella es una muchacha encantadora y preciosa. ¡Vamos, Marco, entierra el pasado y comienza de nuevo! ¡Además, es muy rica!

– Quinto, valgo menos que esa vieja cabra lúbrica de Catón el censor-replicó Escauro, en tono lo bastante dubitativo como para indicar que estaba dispuesto a acceder si la oferta era verdaderamente seria-. ¡Tengo ya cincuenta y cinco años!

– Y aspecto de vivir otros cincuenta y cinco.

– ¡Vamos, vamos, mirame! Calvo, algo de panza, más arrugado que un elefante de Aníbal, empiezo a encorvarme y me atormentan el reúma y las hemorroides… No, Quinto, no.

– Dalmática es lo bastante joven para considerar a un abuelo el marido adecuado -replicó Metelo el Numídico-. ¡Vamos, Marco, me encantaría! Decídete. ¿Qué me dices?

Escauro se rascó la pelada mollera, con el alma en vilo, y al mismo tiempo sintiendo una especie de renacimiento interno.

– ¿Tú crees sinceramente que puede dar buen resultado? ¿Crees que puedo tener hijos? Habré muerto antes de que sean mayores.

– ¿Y por qué tienes que morir tan joven? A mi me pareces uno de esos chismes egipcios… tan bien conservado que pueden durar mil años. Cuando tú mueras, Marco Emilio, Roma se verá sacudida en sus cimientos.

Comenzaron a cruzar el Foro hacia la escalinata de las Vestales enfrascados en la conversación y gesticulando enfáticamente.

– Mira a esos dos -dijo Saturníno a Glaucia-. Supongo que estarán tramando la caída de todos los demagogos.

– Ese Escauro es una vieja cagarruta con corazón de hielo -dijo Glaucia-. ¿Cómo habrá podido tomar la palabra para hablar así de su propio hijo?

– Porque los asuntos de familia importan más que los propios individuos que la forman -contestó Saturnino en tono pedante-. De todos modos, ha sido una táctica inmejorable, porque ha demostrado a todos que en su familia no falta el valor. Su hijo estuvo a punto de perder una legión romana, pero ni a él ni a su familia va a reprochárselo nadie.


A mediados de septiembre, los teutones habían rebasado Arausio y se aproximaban a la confluencia del Rhodanus con el Druentia. En la fortaleza romana de Glanum, los ánimos de la tropa se exacerbaban.

– Eso está bien -dijo Cayo Mario a Quinto Sertorio a la vuelta de una inspección general.

– Llevan años esperando este momento -añadió Sertorio.

– Y no sienten temor alguno, ¿verdad?

– Confían en vos, Cayo Mario.

La noticia del fracaso en Tridentum llegó con Quinto Sertorío, que había abandonado su disfraz de cimbro y se había entrevistado con Sila en secreto, llevando a Mario una carta en la que aquél le explicaba detalladamente los acontecimientos, para finalizar diciéndole que el ejército de Catulo César había establecido sus cuarteles de invierno en las afueras de Placentia. Luego llegó carta de Rutilio Rufo explicando los hechos tal como se veían en Roma.


Imagino que fue decisión tuya enviar a Lucio Cornelio a vigilar a nuestro altanero amigo Quinto Lutacio, cosa que aplaudo de todo corazón. Circulan toda clase de rumores, pero lo cierto es que nadie parece capaz de confirmarlos, ni siquiera los boní. Te habrán llegado, sin duda, por medio de Lucio Cornelio; más adelante, cuando haya concluido esto de los germanos, reclamaré en base a nuestra amistad una aclaración completa. De momento he oído hablar de motín, cobardía, torpeza y toda clase de fechorías militares. Lo más fascinante es la brevedad y sinceridad -me atrevería a decir- del informe de Quinto Lutacio a la cámara. ¿Pero es realmente sincero ese reconocimiento de que cuando se vio ante los cimbros comprendió que Tridentum no era el lugar adecuado para presentar batalla, y dio media vuelta para retirarse y salvar su ejército, después de destruir el puente para retrasar el avance germano? ¡Debe de haber algo más! Parece que te estoy viendo sonreír mientras lees.

Esto, sin los cónsules, es una ciudad muerta. Naturalmente que sentí profunda lástima por Marco Emilio, e imagino que a ti te sucederá lo propio. ¿Qué puede uno hacer cuando se da cuenta de que ha engendrado un hijo indigno de llevar el nombre de la familia? Pero el escándalo concluyó en seguida por dos motivos. Primero, porque todos respetan enormemente a Escauro (ésta va a ser una larga carta, así que perdona que prescinda de los cognomen), independientemente de que le aprecien o no. El segundo motivo es mucho más sensacional. El viejo y artero culibonia (¿a que tiene gracia el epíteto?) ha dado a todos tema de conversación: se ha casado con la prometida de su hijo, Cecilia Metela Dalmática, que estaba bajo la tutela de Metelo el Meneítos. ¡Con diecisiete años! Sería para llorar si no fuese tan divertido. Aunque no la conozco, dicen que es una muchacha preciosa, muy amable y encantadora, algo difícil de entender sabiendo del establo del que procede, pero lo creo, ¡lo creo! Tendrías que ver a Escauro; te daría risa. Anda haciendo cabriolas. ¡Yo de verdad que estoy pensando en hacer una incursión por las mejores escuelas de Roma a ver si encuentro una doncella que sea la nueva esposa de Rutilio Rufo!

Este invierno hay una grave escasez de trigo, oh primer cónsul, únicamente por recordártelo, ya que por las tareas inherentes a tu cargo en el enfrentamiento con los germanos te ha sido imposible actuar en este asunto. Sin embargo, he oído que dentro de poco Catulo César va a ceder el mando de Placentia a Sila para pasar el invierno en Roma. En cuanto a ti, no creo que haya ninguna novedad. El asunto de Tridentum ha reforzado tu candidatura in absentia para otro consulado, pero Catulo César no se presentará a elecciones hasta después del enfrentamiento con los germanos. Debe hacérsele muy duro desear por el bien de Roma que obtengas una gran victoria y, al mismo tiempo, desear por su propio bien que te caigas de golpe sobre tu podex de patán. Si vences, Cayo Mario, serás sin duda cónsul el año que viene. Por cierto, ha sido una hábil maniobra dejar que Manio Aquilio se presentase a cónsul. El electorado estaba profundamente impresionado cuando llegó, proclamó su candidatura y dijo con firmeza que volvía contigo para enfrentarse a los germanos, aunque ello le supusiera no estar en Roma cuando se celebren las elecciones. Si vences a los germanos, Cayo Mario -e inmediatamente envías a Manio Aquilio a Roma- tendrás por fin un colega joven con el que podrás trabajar bien.

Cayo Servilio Glaucia, buen compañero de tu casi-cliente Saturnino -ya sé que es un comentario poco oportuno-, ha anunciado que se presentará a las elecciones de tribuno de la plebe. ¡Va a ser un gatazo gris entre los palomos! Hablando de Servilios y volviendo a lo del trigo, Servilio el Augur sigue actuando pésimamente en Sicilia. Como te decía en mi anterior misiva, él contaba con que Lúculo le traspasara humildemente lo que tanto trabajo le había costado conseguir. Ahora, la cámara recibe, con regularidad digna de asombro, cada día de mercado, una carta en la que Servilio el Augur se lamenta de su suerte y reitera que piensa procesar a Lúculo en cuanto regrese a Roma. El rey de los esclavos ha muerto -se autodenominaba Salvio o Trifón- y han elegido a otro, un griego de Asia llamado Atenión, que es mas listo que Salvio/Trifón. Si Manio Aquilio sale elegido segundo cónsul, no sería mala idea enviarle a Sicilia para poner fin de una vez por todas a aquel desbarajuste. De momento, quien manda en Sicilia es el rey Atenión, no Servilio el Augur. De todos modos, mis quejas respecto a la situación en Sicilia son puramente semánticas. ¿Sabías lo que ese despreciable y viejo culibonia tuvo arrestos para decir el otro día en la cámara? Me refiero a Escauro, ¡ojalá su aparato procreador se le caiga por exceso de uso! "¡Sicilia se ha convertido en una auténtica Iliada de aflicciones!", exclamó a voz en grito. Y todos se agolparon para acercársele después de la reunión y darle la enhorabuena por la invención de semejante frase. Debió oírmela decir a mí. Así se pudra entero.

Ahora daré un salto atrás en el asunto de los tribunos de la plebe. Este año han sido una pandilla de lo más ineficaz y desastroso, y por ello -aunque tiemblo al decirlo- me alegro de que Glaucia vuelva a presentarse el año que viene. Roma es un aburrimiento si no hay un par de buenas pugnas en los comicios. Aunque hemos asistido a uno de los incidentes más raros entre los tribunos y no hacen más que correr rumores.

Hará cosa de un mes llegaron a la ciudad doce o trece individuos con extraña vestimenta a base de largas capas multicolores bordadas en oro, joyas en barbas y cabello, pendientes y unos tocados fastuosos de pañuelos bordados. ¡Yo me sentía como en un espectáculo! Se presentaron como embajadores y solicitaron que los recibiera el Senado en sesión extraordinaria. Pero cuando nuestro venerable y rejuvenecido príncipe del Senado examinó sus credenciales, les negó la audiencia, alegando que no tenían categoría oficial. Los tales pretendían proceder del santuario de la Gran Diosa en Pessinus de la Frigia anatólica, y venir por encomienda de la mismísima diosa a Roma para desearle suerte en su lucha contra los germanos. Es como si te oyera preguntar ¿pero por qué a una gran diosa de Anatolia le importan los germanos? Eso mismo nos dijimos todos, y estoy seguro de que fué el motivo por el que Escauro se negó a recibir a los estrafalarios individuos.

Pero nadie ha logrado descubrir a qué han venido. Los orientales son tan consumados timadores, que todo romano que se precie cose su bolsa y se la mete en el sobaco cuando se tropieza con ellos. ¡Pero éstos no! Van por Roma repartiendo generosamente dinero como si sus bolsas no tuvieran fondo. Su jefe es un ejemplar indescriptible llamado Bataces. Los demás palidecen a su lado, porque va cubierto de pies a cabeza con auténtico brocado de oro y lleva una corona de oro macizo. Yo había oído hablar de ese fantástico brocado de oro, pero no creía que fuesen a contemplarlo mis ojos de no emprender viaje para ver al rey Tolomeo o al rey de los partos.

Las mujeres de esta tonta ciudad nuestra están locas por Bataces y su cortejo y deslumbradas por tanto oro; y alargan sus codiciosas manos por si cae una perla o un carbúnculo de sus barbas o de… no quiero seguir, Cayo Mario. Simplemente añadir, con exquisita delicadeza, que no son ni mucho menos eunucos.

En fin, ya sea porque su propia esposa fuese una de las damas romanas encandiladas, o por motivos mas altruistas, el tribuno de la plebe Aulo Pompeyo subió a la tribuna y acusó a Bataces y a sus sacerdotes de ser unos charlatanes e impostores, y pidió su expulsión de nuestra amada ciudad, preferiblemente montados al revés en asnos y bien embadurnados con pez y plumas. Bataces se ofendió profundamente por el discurso de Pompeyo y acudió inmediatamente al Senado a quejarse. Algunas esposas de ese ínclito organismo deben haber sido infectadas -o inyectadas- de entusiasmo por los embajadores, porque la cámara ordenó sin tardanza a Aulo Pompeyo que desistiera de una vez por todas de acosar a tan importantes personajes. Los puristas entre los padres conscriptos se pusieron del lado de Aulo Pompeyo, porque no es competencia del Senado reprobar a un tribuno de la plebe su comportamiento en la tribuna de los comicios. Luego hubo un altercado sobre si Bataces y su séquito eran o no embajadores, pese a la previa descalificación de Escauro. Como nadie encontraba a Escauro -yo supongo que estaría releyendo mis antiguos discursos para encontrar frases, o levantando las faldas a su nueva esposa para encontrar carne-, no se llegó a un acuerdo.

Así que Aulo Pompeyo siguió despotricando como una fiera desde su tribuna, acusando a las damas romanas de codicia y lujuria. Lo que sucedió a continuación fue que el propio Bataces se llegó con gran pompa hasta la tribuna, seguido por su séquito de lujosos sacerdotes y no menos elegantes damas romanas, cual gatos callejeros detrás del vendedor de pescado. Afortunadamente yo estaba presente, ¡ya sabes cómo es Roma! Me lo habían advertido, claro, igual que a media ciudad. Y asistimos a una farsa increíble, maior que lo que haya podido ver Sila en el teatro. Aulo Pompeyo y Bataces se enzarzaron rápidamente -¡lástima que sólo de palabra!- y nuestro tribuno de la plebe no cejaba en que su contrincante era un saltimbanqui y Bataces en que Aulo Pompeyo estaba jugando con fuego porque a la Gran Diosa no le complacía que insultaran a sus sacerdotes. La escena la concluyó Bataces pronunciando -en griego, para que todos lo entendiesen- un estremecedor maleficio de muerte contra Aulo Pompeyo. Yo no sé si es que le complacería ser invocada en frigio.

¡Y ahora viene lo mejor, Cayo Mario! Nada más pronunciar el maleficio, Aulo Pompeyo comenzó a ahogarse y a toser, tuvo que bajar de la tribuna tambaleante y dejar que lo llevasen a casa, y allí estuvo tres días en cama cada vez peor, hasta que murió. La diñó. Bueno, ya puedes imaginarte el efecto que esto causó entre los senadores y las damas romanas. Ahora, Bataces puede ir a donde quiera y hacer lo que quiera. La gente se aparta a su paso de un brinco como si padeciese una especie de lepra dorada. Le invitan a comer, la cámara cambió de postura y recibió oficialmente a la embajada (sin que apareciera Escauro), las mujeres le hacen corrillo y él sonríe y bendice con la mano y campa por ahí como el mismísimo Zeus.

Estoy perplejo, disgustado, harto y no sé cuántas cosas más. La cuestión estriba en cómo lo logró Bataces. ¿Fue intervención divina o un veneno desconocido? Yo apuesto por esto último, pero es que yo soy partidario de la persuasión escéptica o un redomado cínico.


Cayo Mario se hartó de reír y luego se dispuso a tratar el asunto de los germanos.


Doscientos cincuenta mil teutones cruzaron el río Druentia al este de su punto de confluencia con el Rhodanus, y comenzaron a descender hacia la fortaleza romana. La heterogénea columna ocupaba varias millas en su marcha con los guerreros en los flancos y en vanguardia en número de ciento treinta mil; la serpenteante cola la constituía una ingente masa de carros, ganado y caballos al cuidado de las mujeres y los niños. Había pocos viejos, y menos aun mujeres viejas. En vanguardia de los guerreros iba la tribu de los ambrones, feroces, altivos y valientes. En retaguardia, a veinticinco millas, quedaba el último grupo de carros y animales.

Los exploradores germanos habían avistado la ciudadela romana, pero el rey Teutobodo avanzaba seguro de sí mismo. Llegarían a Massilia a pesar de los romanos, porque en Massilia, la mayor ciudad de que ellos habían oído hablar después de Roma, encontrarían mujeres, esclavos, comida y lujos. Después de darse el placer de saquearla e incendiarla, torcerían hacia el este, siguiendo la costa de Italia, porque, aunque Teutobodo sabía que la Via Domitia en el tramo del paso del monte Genava estaba en inmejorables condiciones, seguía creyendo que por la ruta costera llegaría antes a Italia.

La cosecha estaba aún en los campos y fue hollada por el paso de la horda; nadie pensó, ni siquiera Teutobodo, en que con un poco de cuidado se podía haber salvado el grano, almacenándolo para el invierno. Los carros iban llenos de provisiones saqueadas durante el viaje, y las cosechas pisoteadas podían aprovecharse para el ganado bovino y caballar. Para los germanos, las cosechas eran simple forraje.

Cuando los ambrones alcanzaron el pie del montículo en que se alzaba la fortaleza romana, no sucedió nada. Mario no se movió, ni los germanos decidieron asaltarla. Pero representaba una barrera psicológica; por ello, los ambrones se detuvieron y el resto de los guerreros se apiñaron detrás hasta que la colina quedó rodeada de germanos cual hormigas y llegó el propio Teutobodo. Primero trataron de incitar al ejército romano con rechiflas, abucheos, insultos y haciendo desfilar a unos cautivos a los que habían sometido a tortura. Pero ni un solo romano les respondió ni salió a su encuentro. Luego, la horda efectuó un asalto masivo frontal, que se deshizo sin consecuencias contra las magníficas fortificaciones del campamento de Mario. Los romanos lanzaron unos cuantos venablos sobre blancos fáciles, y nada más.

Teutobodo se encogió de hombros. ¡Que los romanos se quedaran allí! No importaba mucho. Y así, la horda germana anegó la colina como un espumoso océano en torno a un escollo y se alejó en dirección sur, con sus miles de carros traqueteando durante siete días como una estela, mientras mujeres y niños alzaban, a su paso, la vista hacia aquella ciudadela aparentemente muerta y proseguían la marcha hacia Massilia.

Pero, apenas el último carro se había perdido en el horizonte, Mario avanzó con sus seis legiones reforzadas y lo hizo a paso ligero. Tranquila, disciplinada y animada por la perspectiva de la ansiada batalla, la colunma romana, sin ser detectada, se adelantó por el flanco a los germanos en el momento en que éstos entraban a empellones por la carretera de Arelato a Aquae Sextiae, desde donde Teutobodo pensaba dirigir a sus guerreros hacia el mar. Al cruzar el río Ars, Mario adoptó un despliegue perfecto en la orilla sur sobre una cresta abrupta y en pendiente, rodeada de suaves colinas y allí se atrincheró, dominando el río.

La vanguardia, compuesta por treinta mil guerreros ambrones, llegó al vado, esperando hallar una fortaleza romana rebosante de cascos emplumados y lanzas; pero vieron que era un campamento corriente, fácil presa. Sin esperar refuerzos, los ambrones cruzaron el riachuelo al galope y se lanzaron al ataque.

Los legionarios romanos se limitaron a rebasar la valla del perímetro frontal y descender cuesta abajo para hacer frente a una horda de bárbaros indisciplinados. Primero les arrojaron los pila con efectos devastadores; luego desenvainaron las espadas, se protegieron con los escudos y se enzarzaron en una batalla sincronizada como los elementos de una gigantesca máquina. Apenas quedó un ambrón vivo que volviera a cruzar el vado, y sobre la pendiente quedaron los cadáveres de treinta mil bárbaros. Mario apenas sufrió bajas.

El combate duró menos de media hora, y al cabo de una hora los cadáveres de los ambrones quedaron apilados formando una barrera -espadas, torcas, escudos, brazaletes, pectorales y cascos fueron recogidos en el campamento romano- frente al vado: el primer obstáculo que la siguiente oleada de bárbaros tendría que superar sería aquella muralla de sus propios muertos.

Ahora, la orilla opuesta del Ars era un hervidero de teutones, que miraban aturdidos y furiosos aquel muro de cadáveres de ambrones y el campamento romano en las alturas, bullente de miles de soldados riendo, silbando, cantando y regocijándose en la euforia del triunfo. Era la primera vez que un ejército romano mataba tan gran número de enemigos.

Desde luego no era más que una operación preliminar, y la batalla principal estaba por librar. Pero llegaría, eso por supuesto. Para completar su plan, Mario eligió tres mil soldados de sus mejores tropas y, al mando de Manio Aquilio, los envió aquella tarde aguas abajo para cruzar el río; allí esperarían hasta que se produjera el enfrentamiento general, para caer sobre la retaguardia germana cuando el combate estuviera en su punto culminante.

Aquella noche no durmió casi ningún legionario, dada la ansiedad que todos sentían. Pero cuando al día siguiente no se vio ninguna maniobra de ataque por parte de los germanos, a nadie le importó el cansancio. Preocupaba aquella inactividad de los bárbaros a Mario, que no quería retrasar la acción porque los germanos decidieran no atacar. Necesitaba una victoria decisiva y estaba dispuesto a lograrla. En la orilla opuesta, los incontables miles de teutones habían acampado sin apenas fortificación, mientras que Teutobodo -tan enorme sobre su caballo galo que sus pies casi rozaban el suelo- exploraba el vado acompañado de una docena de notables. Todo el día estuvo moviéndose de arriba abajo en su pobre corcel, con sus dos trenzas rubias sobre el pectoral y las alas doradas del casco brillantes bajo el sol. Incluso desde tan lejos se advertían la angustia y la indecisión en su rostro afeitado.

A la mañana siguiente, el día amaneció tan límpido como los anteriores, prometiendo un calor que no tardaría en pudrir la masa de cadáveres ambrones; Mario no pensaba permanecer allí para que la peste se convirtiese en factor más temible que el enemigo.

– Bien -dijo a Quinto Sertorio-, vamos a arriesgarnos. Si no atacan, yo provocaré el combate saliendo a por ellos. Perderemos la ventaja de un asalto cuesta arriba, pero, a pesar de ello, aquí, nuestras posibilidades son mejores que en ningún otro lugar, y Manio Aquilio está bien situado. Haz sonar los clarines, forma a las tropas, que voy a arengarlas.

Era el procedimiento habitual; ningún ejército romano entraba en combate sin una arenga previa. En primer lugar, todos tenían ocasión de ver al general en uniforme de combate, servía de inyección moral y, por último, era la única oportunidad para que éste informase hasta el último legionario de cómo pensaba obtener la victoria. La batalla nunca se desarrollaba estrictamente conforme a un plan determinado -esO lo sabían todos-, pero la arenga del general daba a los soldados una idea sobre lo que se esperaba de ellos, y si reinaba mayor desorden del previsto, éstos podían pensar por sí mismos. Muchos ejércitos romanos habían ganado batallas gracias a que los soldados sabían lo que el general quería que hicieran, llevándolo a cabo sin que intervinieran las órdenes de los tribunos.

La derrota de los ambrones había servido de tónico y las legiones, decididas a vencer, estaban en perfecto estado físico hasta el último hombre, con armas y corazas relucientes y el equipo impoluto. Reunidas en el espacio abierto que denominaban foro de asamblea, las filas aguardaban en formación a que Cayo Mario les dirigiera la palabra.

– ¡Bueno, cunni, ha llegado el día! -grító Mario desde la improvisada tribuna-. ¡La lástima es que, como valemos tanto, ahora no quieren combatir! ¡Así que vamos a volverlos más locos que si se enfrentaran a legiones de dientes de dragón! ¡Vamos a cruzar nuestra valla, avanzar cuesta abajo, y luego a tumbar cadáveres a diestro y siniestro! ¡Vamos a pisarlos, escupirlos y mearles los muertos si es preciso! ¡Y tenedlo bien claro: van a cruzar el vado en mayor número de miles de los que vosotros, ignorantes mentulae, sois capaces de contar con los dedos! ¡Y no tenemos la ventaja de estar sentados aquí como gallos en una cerca; vamos a tener que hacerles frente cara a cara! ¡Y eso quiere decir que hay que alzar la vista porque son más altos que nosotros! ¡Son gigantes! ¿Acaso nos importa eso, eh?

– ¡No! -gritaron todos como un solo hombre-. ¡No, no, no!

– ¡No! -repitió Mario-. ¿Y por qué? ¡Porque somos las legiones de Roma! ¡Seguimos a las águilas de plata hasta la muerte o la victoria! ¡Los romanos son los mejores soldados del mundo! ¡Y vosotros, soldados proletarios de Cayo Mario, los mejores que ha habido en Roma!

Los vítores no cesaban, la tropa, histérica de orgullo, llorando, se aprestaba con todas sus fibras sensibles para el combate.

– ¡Pues bien! ¡Vamos a cruzar la valla y a sudar lo nuestro! ¡No hay otro modo de ganar esta guerra más que haciendo que no quede en pie uno solo de esos salvajes de ojos de loco! ¡Luchando! ¡Aguantando hasta que no quede en pie ni uno de esos gigantes salvajes! -Se volvió hacia los seis envueltos en pieles de león, con las fauces de la fiera cubriéndoles el casco y las patas sin garras anudadas sobre el pecho teñido por la cota de malla, que escuchaban la arenga sosteniendo las astas de plata de los estandartes, coronados por águilas de plata con las alas desplegadas-. ¡Aquí tenéis vuestras águilas de plata! ¡Emblema del valor! ¡Emblema de Roma! ¡Emblemas de mis legiones! ¡Seguid a las águilas por la gloria de Roma!

Ni siquiera en medio de aquella exaltación se quebraba la disciplina; en perfecto orden y sin precipitarse, las seis legiones de Mario salieron del campamento y descendieron la pendiente, girando para protegerse los flancos, dado que no había espacio para la caballería. Ante los germanos presentaron una formación en forma de hoz y a la primera demostración de desprecio por los cadáveres de los ambrones, el rey Teutobodo se decidió y ordenó cruzar el vado para lanzarse contra las filas romanas, que ni se inmutaron. La primera fila de ataque germano cayó bajo una lluvia de pila lanzados con sorprendente acierto, ya que las tropas de Mario habían estado entrenándose a diario durante dos años.

La batalla fue larga y reñida, pero las líneas romanas no se rompieron ni las seis águilas de plata portadas por los aquiliferi cayeron en poder del enemigo. Los germanos muertos se apilaban cada vez más junto a los de los ambrones, pero no cesaban de cruzar el vado más germanos que sustituían a los caídos. Hasta que Manio Aquilio y sus tres mil hombres cayeron sobre la retaguardia enemiga e hicieron una carnicería.

A media tarde ya no había teutones. Animados por la tradición militar y la gloria de Roma y dirigidos por un soberbio general, los treinta y siete mil soldados bien entrenados y bien equipados escribieron una página de historia militar en Aquae Sextiae derrotando a más de cien mil guerreros germanos en dos combates. Ochenta mil cadáveres se unieron a los treinta mil de ambrones en las orillas del río Ars, pues muy pocos teutones optaron por conservar la vida, prefiriendo morir sin mella de su orgullo y de su honor. Entre los caídos estaba Teutobodo. Y los vencedores se hicieron con el botín de muchos miles de mujeres y niños teutones y diecisiete mil guerreros cautivos. Cuando los mercaderes de esclavos llegaron en tropel de Massilia para comprarlos, Mario donó las ganancias a sus soldados y oficiales, pese a que, por tradición, el producto de la venta de los prisioneros y esclavos correspondía exclusivamente al general.

– Yo no necesito ese dinero, y ellos se lo han ganado -dijo-. Ya veo -añadió sonriente, recordando la exorbitante suma que los de Massilia habían cobrado a Marco Aurelio Cota por el flete del barco para llevar a Roma la noticia del desastre de Arausio- que las autoridades de Massilia nos han enviado un saludo de agradecimiento por haber salvado su ciudad. Creo que les pasaré factura.

Entregó a Manio Aquilio el informe para el Senado y le envió a Roma al galope.

– Lleva la noticia y te presentas a las elecciones consulares -dijo-. ¡No pierdas tiempo!

Manio Aquilio no perdió tiempo. Llegaba a Roma al cabo de siete días, y entregó la carta al segundo cónsul Quinto Lutacio Catulo César para que la leyese ante el Senado, pues él se negó rotundamente a añadir una palabra.


Yo, Cayo Mario, primer cónsul, en cumplimiento de mi deber, informo al Senado y al pueblo de Roma que hoy en el campo de Aquae Sextiae, en la provincia romana de la Galia Transalpina, las legiones bajo mi mando han derrotado a la nación de los teutones germanos. El número de germanos muertos asciende a ciento trece mil, los cautivos germanos son diecisiete mil hombres y ciento treinta mil mujeres y niños. Hemos capturado treinta y dos mil carros, cuarenta y un mil caballos, doscientas mil cabezas de ganado. He decretado que todo el botín, incluidos los prisioneros vendidos como esclavos, se reparta entre mis hombres en la debida proporción. ¡Viva Roma!


Toda Roma se volvió loca de alegría; las calles se llenaron de gente que lloraba, bailaba, gritaba, y se abrazaban unos a otros, desde los esclavos hasta los más encumbrados. Cayo Mario fue elegido cónsul in absentia para el año siguiente, y Manio Aquilio fue segundo cónsul. El Senado aprobó un homenaje de agradecimiento de tres días, y dos días más los tribunos de la plebe.

– Ya lo dijo Sila -comentó Catulo César a Metelo el Numídico cuando los ánimos se apaciguaron.

– ¡Ajá, ya veo que no os complace ese Lucio Cornelio Sila! ¿Qué es lo que dijo?

– Dijo algo así como que el árbol más corpulento del mundo nadie puede cortarlo. Ese Cayo Mario tiene la suerte de su lado. Yo no pude convencer a mi ejército para que entrara en combate, y él derrota a todo un pueblo y apenas sufre bajas-respondió Catulo César, cabizbajo.

– Siempre ha tenido suerte -añadió Metelo el Numídico.

– ¡Nada de suerte! -terció enérgicamente Publio Rutilio Rufo, que estaba a la escucha-. ¡Hay que saber reconocer sus méritos!


Y ya no pudieron decir nada más (escribió Rutilio Rufo a CayoMario). Como bien sabes, no apruebo todos esos consulados consecutivos ni a algunos de tus voraces amigos, pero confieso que me exaspera extraordinariamente ver esa envidia y desprecio en hombres que deberían tener la suficiente entereza para ser ecuánimes. Esopo los calificaba acertadamente de uvas agrias. ¿Has visto mayor insensatez que atribuir tus éxitos y sus fracasos a la suerte? La verdad es que un hombre es factor de su propia suerte. Me dan ganas de escupir cuando los oigo denigrar tu estupenda victoria.

Se acabó ese tema, porque me va a dar una apoplejía. Y hablando de esos voraces amigos tuyos, Cayo Servilio Glaucia, que asumió su cargo de tribuno de la plebe hace una semana, está ya levantando un buen revuelo en el Foro. Ha convocado su primer contio para discutir un nuevo proyecto de ley que piensa promulgar con idea de deshacer la faena del héroe de Tolosa, Quinto Servilio Cepio, en caso de que su exilio en Esmirna dure toda la vida. ¡No me gusta ese hombre y nunca me gustó! Glaucia va a devolver el tribunal de extorsiones a los caballeros, con todas las atribuciones subsidiarias. Si se aprueba la ley -y yo creo que sí-, a partir de ahora el Estado podrá recuperarse de daños o de propiedades ilícitamente enajenadas, o de fondos especulados, directamente de sus últimos beneficiarios o de los primeros responsables. De este modo, antes de que un gobernador rapaz pueda poner sus mal adquiridos bienes a nombre de su tía Lucia o del tata de su esposa, o de alguien tan allegado como su hijo, con la ley de Glaucia también éstos tendrán que rascarse la bolsa.

Supongo que esto es de justicia, pero, ¿adónde nos conducirá una legislación como ésta, Cayo Mario? ¡Da al Estado demasiado poder, y no digamos dinero! ¡Fomenta los demagogos y los burócratas! Hay algo terriblemente alentador de meterse a la política para enriquecerse. Es normal, es humano; es perdonable. Comprensible. A los que hay que vigilar es a los que se dedican a la política para cambiar el mundo. Esos son el verdadero mal: los del poder por el poder y los altruistas. No es sano pensar anticipadamente sobre el fúturo. Hay gente que no lo merece. ¿Te dije que era escéptico? Pues sí, lo soy. Aunque a veces -sólo a veces- me pregunto si no me estoy volviendo bastante cínico.

He oído que dentro de poco estarás en Roma. ¡Estoy deseándolo! Quiero ver la cara que pone el Meneítos nada más verte. Catulo César ha sido nombrado procónsul de la Galia itálica, como seguramente tú imaginabas, y ya se ha reincorporado a su ejército en Placentia. Ten cuidado porque intentará atribuirse el mérito de la próxima victoria si le dejas. Espero que Lucio Cornelio Sila siga siendo tan leal como antes, aunque haya muerto Julilla.

En el aspecto diplomático, Bataces y sus sacerdotes se han decidido finalmente a regresar a su país. Hasta Brundisium llegan los lamentos de varias damas de alto linaje. Ahora somos anfitriones de una embajada menos imponente y amenazadora. Viene en nombre nada menos que del joven rey que ha conseguido anexionarse la mayor parte del territorio en torno al mar Euxino, Mitrídates del Ponto. Quiere un tratado de amistad y alianza, pero Escauro no está a favor de ello. No sé por qué. ¿Tendrá, acaso, algo que ver con la fuerte influencia de los agentes del rey Nicomedes de nuestra aliada Bitinia? Edepol, edepol, ¡de nuevo esa horrible vena escéptica! No, Cayo Mario, no es una vena cínica. Al menos, por ahora.

Para terminar, algo de chismorreo y noticias privadas. El padre conscripto Marco Calpurnio Bibulo es padre de un hijo y heredero, lo que ha causado gratas expresiones de júbilo por parte de los Domitios Ahenobarbos y Servilios Cepios, aunque he advertido que los Calpurnios Pisones han mantenido su aire de indiferencia. Aunque parece ser el destino de algunos ancianos venerables casarse con colegialas, es más habitual en ellos acabar en brazos de la muerte. Ha muerto Cayo Lucilio, nuestro, nunca mejor dicho, gigante. De verdad que lo siento bastante. ¡Era un plomo en la vida real, pero por escrito era brillantísimo! También lamento, esta vez muy sinceramente, la muerte de tu anciana Marta la siria. Ya sé que lo sabes porque te escribió Julia, pero yo echaré de menos a la vieja bruja. El Meneítos echaba espumarajos cuando la veía por Roma en su llamativa litera púrpura. Tu querida Julia también lamenta su muerte. Por cierto, espero que sepas apreciar a la joya con quien estás casado. No conozco muchas esposas que sientan pena por la muerte de un huésped que llegó para estar un mes y se quedó para siempre, y más un huésped que se tomaba como etiqueta escupir en el suelo y mear en el estanque.

Acabo repitiendo tus propias palabras. "¡Viva Roma!" ¿Cómo has podido, Cayo Mario? ¡Qué engreimiento!

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