El segundo año (109 a. JC.)

EN EL CONSULADO DE QUINTO CECILIO METELO Y MARCO JUNIO SILANO

Panatio murió en Tarso a mediados de febrero, con lo cual a Publio Rutilio Rufo le quedó poco tiempo para volver a Roma antes de iniciarse la campaña. En principio había previsto hacer la mayor parte del viaje por tierra, pero las prisas le obligaron a arriesgarse por mar.

– Y hemos tenido mucha suerte -dijo a Cayo Mario al día siguiente de llegar a Roma, poco antes de los idus de marzo-, pues por una vez ha habido vientos favorables.

– Ya te dije, Publio Rutilio -contestó Mario, sonriente-, que ni el padre Neptuno osaría desbaratar los planes de Metelo. En realidad no ha sido ésa tu única suerte, pues si hubieses estado en Roma, te habría competido la ingrata tarea de ir a ver a los aliados itálicos para convencerlos de que aportaran tropas.

– Que es lo que tú has estado haciendo, ¿no?

– Desde primeros de enero, cuando a Metelo le cayó en suerte organizar la guerra en Africa contra Yugurta. Bah, no fue difícil reclutar tropas, dado que toda Italia ardía en deseos de vengar la afrenta de pasar bajo el yugo. Pero cada vez es más difícil encontrar hombres adecuados -contestó Mario.

– Entonces más vale que el futuro no depare más desastres militares a Roma -añadió Rutilio Rufo.

– Esperemos.

– ¿Cómo se ha portado Metelo contigo?

– Muy educadamente y lleno de consideración -contestó Mario-. Vino a verme al día siguiente de su nombramiento y al menos tuvo la cortesía de exponerme sinceramente sus motivos. Le pregunté qué quería de mí, y de ti por ende, que tanto le habíamos ridiculizado cuando la campaña de Numancia, y me dijo que Numancia le importaba un bledo. Que lo que le importaba era ganar la guerra de Africa y que el mejor modo de lograrlo era contar con los servicios de los dos hombres más preparados para enfrentarse a la estrategia de Yugurta.

– Muy listo -dijo Rutilio Rufo-. Así, como comandante en jefe, la gloria será para él. ¿Qué importa quién le haga ganar la guerra, si será él quien desfile en el carro triunfal y reciba todos los abrazos? El Senado no nos va a conceder a ti ni a mí el sobrenombre de Numídico, sino a él.

– Bien, a él le hace más falta que a nosotros. Metelo es un Cecilio, Publio Rutilio, lo que significa que es la cabeza la que rige su corazón, sobre todo cuando su piel está en juego.

– ¡Ah, lo has expresado muy acertadamente! -dijo Rutilio con admiración.

– Ya está presionando para que el Senado prolongue su mandato en Africa un segundo año -añadió Mario.

– Lo que demuestra que ha tomado bastante bien la medida a Yugurta todos estos años para comprender que someter a Numidia no va a ser fácil. ¿Cuántas legiones lleva?

– Cuatro. Dos romanas y dos itálicas.

– Más las tropas que ya hay estacionadas en Africa… unas dos legiones más. Sí, lo conseguiremos, Cayo Mario. Coincido contigo.

Mario se levantó del escritorio y fue a servir vino.

– ¿Qué es eso que he oído de Cneo Cornelio Escipión? -inquirió Rutilio Rufo, cogiendo a tiempo la copa que Mario le tendía, pues éste se echó a reír y derramó la suya.

– ¡Oh, Publio Rutilio, fue estupendo! De verdad, cada vez me sorprenden más las bufonadas de los viejos nobles romanos. A Escipión le habían respetablemente elegido pretor, concediéndole el gobierno de la Hispania Ulterior, cuando se echaron a suertes las provincias de los pretores. ¿Y sabes lo que hace? Ponerse en pie en el Senado y declinar solemnemente el honor de ser gobernador de la Hispania Ulterior. ¿Por qué?, pregunta atónito Escauro, que había supervisado el sorteo. Y Escipión le contesta: "Porque, sinceramente, lo encuentro muy atractivo. Arrasaría la provincia." La cámara se venía abajo de vítores, gritos de alegría, patadas y aplausos. Cuando por fin cesó el alboroto, Escauro le dice: "De acuerdo, Cneo Cornelio, arrasaríais la provincia." Así que ahora van a enviar a Quinto Servilio Cepio en su lugar.

– El también la arrasará -dijo Rutilio Rufo, sonriendo.

– ¡Claro, claro! Lo saben todos, hasta el propio Escauro. Pero Cepio al menos tiene la gracia de fingir que no, de modo que Roma cierre los ojos a lo que se hace en Hispania y la vida siga su curso -replicó Mario, volviendo a sentarse tras el escritorio-. Me encanta este sitio, Publio Rutilio, de verdad.

– Me alegro de que a Silano no le envíen fuera.

– ¡Por suerte, alguien tiene que gobernar Roma! Qué excusa! Está claro que en el Senado hubo sus más y sus menos por prorrogar el cargo de gobernador de Macedonia a Minucio Rufo. Y una vez cubierto eso, a Silano no le quedaba más que Roma, en donde las cosas más o menos siguen como siempre. Silano a la cabeza de un ejército es una perspectiva capaz de espantar al propio Marte.

– ¡Desde luego!

– Hasta ahora ha sido un buen año -añadió Mario-. No sólo se salvó Hispania de la suave mano de Escipión, y Macedonia de la de Silano, sino que en la propia Roma han disminuido notablemente los villanos, si se me perdona que califique de villanos a algunos de nuestros consulares.

– ¿Te refieres a la Comisión Mamilia?

– Exactamente. Bestia, Galba, Qpimio, Cayo Catón y Espurio Albino han sido condenados, y aún quedan más procesos, y no es de extrañar… Cayo Memio ha asistido a ellos con gran asiduidad. Mamilio obtuvo pruebas de connivencia con Yugurta, y Escauro es un presidente de tribunal implacable, pues, aunque intervino en defensa de Bestia, luego cambió y votó su condena.

– Un hombre debe ser flexible -dijo Rutilio Rufo sonriendo-. Escauro tiene que ganarse su candidatura al consulado mostrando independencia, pero sin eludir su obligación para con el tribunal. Escauro menos que nadie.

– El menos que nadie.

– ¿Y adónde han ido los condenados? -inquirió Rutilio Rufo.

– Unos cuantos han elegido Massilia como lugar de exilio, pero Lucio Opimio optó por la Macedonia occidental.

– Y Aulo Albino se salvó.

– Sí; Espurio Albino asumió toda la culpabilidad y el Senado votó para permitírselo -contestó Mario con un suspiro-. Fue un buen razonamiento legal.


Julia entró en parto en los idus de marzo, y cuando las comadronas comunicaron a Mario que no iba a ser nada fácil, él avisó inmediatamente a los padres de su esposa.

– Nuestra sangre es demasiado antigua y gastada -dijo preocupado César a Mario en el despacho de éste, a donde esposo y padre se habían retirado unidos por un mutuo cariño y temor.

– ¡La mía no! -replicó Mario.

– ¡Pero eso a ella no la servirá de nada! Quizá ayude a su hija, si es que la tiene, y debemos dar gracias por ello. Yo esperaba que al casarme con Marcia mi linaje recibiese un refuerzo de sangre plebeya, pero, por lo que se ve, Marcia es aún demasiado noble. Su madre era patricia, una Sulpicia. Ya sé que hay quien dice que la sangre debe mantenerse pura, pero yo cada vez me doy más cuenta de que las mujeres de las antiguas familias muestran tendencia a sufrir hemorragia en el parto. ¿Por qué, si no, es mucho más alta la proporción de mortalidad femenina entre las familias antiguas que entre las demás? -dijo César, pasándose la mano por su plateado cabello.

Mario no podía estarse sentado; se puso en pie y comenzó a pasear de arriba abajo.

– Al menos cuenta con todos los cuidados necesarios -dijo, haciendo un ademán en dirección a la habitación del parto, de la que aún no había salido ningún vagido.

– El otoño pasado no pudieron salvar al sobrino de Clitumna -dijo César, cediendo al pesimismo.

– ¿Quién? ¿Os referís a esa deleznable vecina vuestra?

– Sí, a esa Clitumna. Su sobrino murió en septiembre, tras una grave enfermedad. Parece que era joven y estaba sano. Los médicos hicieron cuanto estuvo en su mano, pero no pudieron evitar que muriese. Lo tengo grabado en la memoria.

– ¿Y por qué habríais de tenerlo grabado en la memoria? -replicó Mario, mirando de hito en hito a su suegro-. ¿Qué relación existe?

– Las cosas siempre suceden en trío -contestó César mordiéndose el labio-. La muerte del sobrino de Clitumna se ha producido muy cerca de vos y de mí. Tiene que haber más muertes.

– Pues si así ha de ser, se producirán en esa familia.

– No necesariamente. Tiene que haber tres muertes, relacionadas de alguna manera. Pero hasta que no se produzca la segunda, reto a cualquier adivino a que diga cuál es la relación.

– ¡Cayo Julio! ¡Cayo Julio! -exclamó Mario abriendo los brazos-. ¡Procurad ser optimista, os lo ruego! Nadie ha dicho aún que Julia esté en peligro de muerte; simplemente me advirtieron que el parto no va a ser fácil. Por eso mandé llamaros para que me ayudaseis a pasar este amargo trance y no para que me deprimierais y me hicierais verlo todo negro.

– En realidad -dijo César, avergonzado, haciendo un esfuerzo-, me alegro de que a Julia le haya llegado la hora del parto. Ultimamente no he querido molestarla, pero cuando haya dado a luz, espero que tenga ocasión de hablar con Julilla.

Mario opinaba que lo que le hacía falta a Julilla era una buena azotaina paterna, pero fingió interesarse por lo que decía su suegro; al fin y al cabo, él no había sido padre y ahora que estaba a punto de serlo (si todo iba bien), tenía que admitir que podía acabar siendo un tata complaciente como Cayo Julio César.

– ¿Qué sucede con Julilla? -inquirió.

– Que no quiere comer -respondió César con un suspiro-. Hace ya tiempo que no hay manera de hacerla comer, pero en los últimos cuatro meses la cosa ha empeorado. ¡No deja de perder libras! Empieza a sufrir desmayos y se cae como un saco al suelo. Pero los médicos no le encuentran nada.

¿Me volveré yo así de chocho?, se preguntaba Mario. Esa jovencita no tiene nada que no se cure con una buena dosis de indiferencia. Pero, como imaginó que había que hablar de ello, dio conversación al suegro.

– Y os gustaría que Julia averigüe lo que sucede, ¿no es eso?

– ¡Naturalmente!

– Seguramente estará enamorada de alguien poco recomendable -replicó Mario, acertando sin saberlo.

– ¡Tonterías! -respondió César, tajante.

– ¿Cómo podéis saberlo?

– Porque los médicos ya lo pensaron y yo hice mis averiguaciones -respondió César, a la defensiva.

– ¿A quién le preguntasteis? ¿A ella?

– ¡Claro que si!

– Habría sido más práctico preguntar a su criada.

– ¡Oh, vamos, Cayo Mario!

– ¿No estará embarazada?

– ¡Oh, vamos, Cayo Mario!

– Escuchad, suegro, es inútil que queráis considerarme poco menos que un insecto a estas alturas -dijo Mario sin consideraciones-. Formo parte de la familia y no soy un extraño. Si yo, con mi limitadísima experiencia en cuanto a jovencitas de dieciséis años, veo esa posibilidad, con mayor motivo deberíais verla vos. Llamad a la criada a vuestro despacho y dadle una buena tunda hasta que os diga la verdad. Seguro que es la confidente de Julilla y os lo confesará todo si la interrogáis como es debido y la amenazáis de muerte.

– ¡Eso no puedo hacerlo, Cayo Mario! -replicó César horrorizado ante tan draconianas medidas.

– Quizá baste con un buen varapalo -insistió Mario pacientemente-. Una buena azotaina y la simple mención de la tortura y os dirá todo lo que sepa.

– No puedo hacer eso -repitió César.

– Pues haced lo que gustéis -respondió Mario con un suspiro-. Pero no penséis que sabéis la verdad porque se lo hayáis preguntado a Julilla.

– En mi familia siempre nos hemos dicho la verdad -añadió César.

Mario, sin contestar, se limitó a adoptar una expresión de escepticismo.

Se oyó llamar a la puerta del despacho.

– ¡Adelante! -gritó Mario, alegrándose por la interrupción.

Era el médico griego bajito de Sicilia, Atenodoro.

– Dominus, vuestra esposa desea veros. Y creo que le haría bien si fuerais con ella.

A Mario le dio un vuelco el corazón, contuvo la respiración y se le congeló el gesto. César se había puesto en pie y miraba al fisico, condolido.

– ¿Está… está…? -balbucía abatido.

– ¡No, no! Perded cuidado, domíni, está bien -respondió el griego, tranquilizándolos.

Cayo Mario nunca había visto a una mujer de parto y se hallaba aterrorizado. Soportaba ver los muertos y mutilados en el campo de combate; eran compañeros de armas, independientemente del bando en que lucharan, y un hombre sabía que estaba en manos de la Fortuna en contarse o no entre ellos. En el caso de Julia, la víctima era un ser muy querido, una persona digna de ternura y protección a quien debía evitar todo posible dolor. Sin embargo, Julia era víctima de él como un enemigo cualquiera, y yacía entre dolores en el lecho por culpa de él. Inquietantes reflexiones para Cayo Mario.

No obstante, todo parecía ir bien cuando entró en la habitación de la parturienta. Julia estaba en la cama. La silla especial del parto en la que la sentarían cuando llegase la última fase del alumbramiento estaba discretamente tapada en un rincón, y él no la vio. Para su gran alivio, Julia no parecía agotada ni muy enferma, y nada más verle le sonrió radiante, estirando los brazos.

El le cogió las manos y se las besó.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó.

– ¡Claro que sí! Me dicen que será algo laborioso y que perderé algo de sangre -contestó ella, presa en aquel instante de un espasmo de dolor, agarrándole las manos con una fuerza desconocida para él, y aferrándose unos instantes hasta que se relajó de nuevo-. Quería verte -siguió diciendo, como si no hubiera habido interrupción alguna-. ¿Puedo verte de vez en cuando o te resultará demasiado angustioso?

– No, prefiero entrar a verte, amor mio -respondió él, inclinándose a besarla en la frente, sobre la que le caían unos sedosos rizos. Notó con los labios que estaban húmedos, como la piel. ¡Pobrecilla!

– No será nada, Cayo Mario -dijo ella, soltándole las manos-. Procura no preocuparte. Sé que todo saldrá bien. ¿Está tata contigo?

– Sí.

Al girar sobre sus talones para salir, se dio de bruces con la fiera mirada de Marcia, que estaba con otras tres matronas. ¡Por los dioses, allí había alguien que no le perdonaría fácilmente que le hubiera hecho aquello a su hija!

– Cayo Mario -oyó que le llamaba Julia, cuando ya estaba en la puerta.

Mario volvió la cabeza.

– ¿Está el astrólogo?

– Aún no, pero han ido a buscarle.

– ¡Ah, bien! -dijo ella, más tranquila.


El hijo de Mario nació veinticuatro horas más tarde en un mar de sangre y casi le costó la vida a la madre. Pero sus deseos de supervivencia eran muy fuertes, y una vez que los médicos la taponaron bien con torundas y elevaron sus caderas, la hemorragia disminuyó y cesó por fin.

– Será un hombre famoso, dominus, y su vida estará llena de grandes acontecimientos y aventuras -dijo el astrólogo, omitiendo sagazmente los aspectos adversos, que los padres de un recién nacido no gustan de oír.

– Entonces, ¿vivirá? -se apresuró a preguntar César.

– Claro que vivirá, dominus -respondió el astrólogo, tapando con un dedo mugriento una gran línea de oposición-. Ostentará el cargo más alto del país; lo dice esta carta y cualquiera puede verlo -añadió, señalando con otro de sus dedos mugrientos un trígono.

– Mi hijo será cónsul -dijo Mario rebosante de satisfacción.

– Sin duda -asintió el astrólogo-, pero el quintil señala que no será tan gran hombre como su padre -añadió.

Lo cual complació aún más a Mario.

César sirvió dos copas del mejor vino de Falerno, sin agua, y entregó una a su yerno, radiante de orgullo.

– ¡A la salud de vuestro hijo y mi nieto, Cayo Mario!


Así, cuando al final de marzo el cónsul Quinto Cecilio Metelo se embarcó para la provincia africana con Cayo Mario, Publio Ru tilio Rufo, Sexto Julio César, César hijo y cuatro prometedoras le giones, Cayo Mario navegaba con el feliz convencimiento de que su mujer estaba fuera de peligro y de que su hijo medraba. ¡Hasta su suegra se había dignado volver a hablarle!

– Habla con Julilla -dijo a su esposa antes de partir-. Tu padre está muy preocupado por ella.

Sintiéndose más fuerte y rebosante de alegría porque su hijo era un bebé grande y sano, Julia sólo lamentaba una cosa: no estar su ficientemente restablecida para ir a pasar unos días con Mario a Campania antes de que dejara Italia.

– Supongo que te refieres a esa tontería de no comer -dijo Julia, acurrucándose más cómoda entre los brazos de Mario.

– Sólo sé lo que tu padre me ha contado, pero creo que se trata de eso -respondió él-. Perdóname, pero es que no me interesan las jovencitas.

Su esposa, que era joven, sonrió para sus adentros, porque sabía que él nunca pensaba en ella como tal, sino como una persona de su misma edad, madura e inteligente.

– Hablaré con ella -dijo Julia, alzando la cabeza para besarle-. -¡Oh, Cayo Mario, qué lástima que no esté en condiciones de intentar darle al pequeño Mario un hermanito o una hermanita!


Pero antes de que Julia tuviese ocasión de hablar con su macilenta hermana, llegó la noticia de que los germanos venían sobre Roma y el pánico cundió en toda la ciudad. Desde los tiempos de la invasión de Italia por los galos, tres siglos antes, en que casi derrotaron al naciente estado romano, la península había vivido bajo la amenaza de las incursiones de los bárbaros; para defenderse de ellas, los pueblos itálicos habían unido su destino a Roma con alianzas, y para contenerlos, Roma y sus aliados mantenían perpetuas guerras limítrofes a lo largo de miles de kilómetros de la frontera macedónica entre el mar Adriático y el Helesponto tracio. Precisamente para reforzar tal sistema defensivo había abierto Cneo Domicio Ahenobarbo una ruta entre la Galia itálica y los Pirineos apenas diez años antes, sometiendo a las tribus asentadas en las riberas del Rhodanus con el propósito de debilitarlas adaptándolas a las costumbres de Roma y poniéndolas bajo su protección militar.

Hasta cinco años atrás, eran los bárbaros galos y celtas quienes mayor temor causaban a Roma, pero después llegaron los germanos, y en comparación con ellos, galos y celtas resultaban civilizados y tratables. Como todas las pesadillas, tales temores tenían su origen no en lo que se conocía, sino, precisamente, en lo que se desconocía. Los germanos habían surgido de la nada (durante el consulado de Marco Emilio Escauro), y, tras infligir una denigrante derrota al bien entrenado ejército romano (durante el consulado de Cneo Papirio Carbo), desaparecieron de nuevo como si no hubieran existido. Misterioso e inexplicable y totalmente ajeno a las pautas de comportamiento de los pueblos que habitaban las riberas del Mediterráneo. ¿Por qué los germanos habían vuelto grupas y desaparecido, cuando aquella denigrante derrota habría puesto a sus pies a toda Italia como una mujer indefensa en una ciudad saqueada? ¡Era absurdo!

Pero el caso es que habían dado la vuelta y habían desaparecido. Y conforme transcurrieron los años desde la horrible derrota de Carbo, los germanos se convirtieron en poco menos que un coco para asustar a los niños. Aquel antiquísimo temor de una invasión de bárbaros volvió a recuperar su entidad normal y a ser una mezcla de estremecedora aprehensión y risueña incredulidad.

Y ahora, otra vez de la nada, volvían los germanos con sus hordas de cientos de miles diseminándose por la Galia y cruzando los Alpes por el punto en que el Rhodanus desembocaba en el lago Leman; y las tierras y tribus galas que pagaban tributo a Roma -los pueblos eduo y ambarre- se veían inundadas de germanos de tres metros de alto, de tez pálida, gigantes de leyenda, fantasmas salidos de un inframundo bárbaro nórdico. En el valle cálido y fértil del Rhodanus, los germanos se entregaban al pillaje, arrasándolo todo a su paso, hombres y ratones, bosques y cercados, tan indiferentes a las cosechas como a los pájaros del cielo.

La noticia llegó a Roma dos días demasiado tarde para haber hecho regresar al cónsul Quinto Cecilio Metelo, que ya había desembarcado con su ejército en la provincia de Africa. Por eso, el cónsul Marco Junio Silano, que por su ineptitud había sido relegado al gobierno de Roma, donde menos daño causaría, era la mejor figura que podía presentar el Senado, sometido al doble peso de la costumbre y la ley. Porque a un cónsul en funciones no se le podía pasar por alto en favor de otro comandante, si manifestába estar dispuesto a emprender la guerra. Y Silano manifestó complacido que quería emprender la guerra contra los germanos. Al igual que Cneo Papirio Carbo cinco años antes que él, Silano imaginó carros germanos llenos de oro y codició ese oro.

Después de que Carbo provocara a los germanos para que le atacasen, sufriendo una aplastante derrota, éstos no recogieron las armas y corazas que los vencidos dejaron sobre sus muertos en la huida, o que abandonaron para acelerarla, y la astuta Roma envió equipos para recuperar todo el armamento y equipo posible; tesoro militar que aún se conservaba en distintos almacenes de la ciudad, listo para su uso. Los limitados recursos de manufactura de armas y equipo al inicio de la campaña habían sido agotados por Metelo para su expedición africana, por lo que fue una suerte que las legiones que a toda prisa movilizó Silano pudieran ser equipadas con aquella reserva. Aunque, desde luego, los reclutas sin armas ni coraza; tuvieron que comprarlas al Estado, lo que significaba que éste obtenía un pequeño beneficio de las legiones de Silano.

Más difícil fue encontrar tropas para Silano. Los reclutadores trabajaron con tesón y con la prisa agobiante que imponían las circunstancias; muchas veces se hacía manga ancha respecto a los requerimientos estipulados, y hombres ansiosos por prestar servicio y que no reunían los requisitos fueron alistados apresuradamente, supliendo su falta de armamento con la reserva de Carbo, deduciendo su coste de su paga de compensación por ausentes. A los veteranos en retiro se les persuadió mañosamente para que abandonaran su bucólica vida, a la mayoría sin gran esfuerzo, ya que la vida bucólica no probaba a aquellos hombres que por haber sup erado la edad del servicio no podían ser incluidos en las levas.

Y, por fin, todo estuvo listo. Marco Junio Silano partió para la Galia Transalpina al mando de un magnífico ejército compuesto por siete legiones y con un numeroso cuerpo de caballería formado por tracios con galos de las regiones más pacificadas de la provincia romana de la Galia. Era fines de mayo, ocho semanas después de que llegase a Roma la noticia de la invasión germánica. En esos dos meses, Roma había reclutado, armado y entrenado someramente un ejército de 50.000 hombres, incluidos caballería y no combatientes. Sólo una pesadilla tan horrenda como los germanos podía haber provocado un esfuerzo tan heroico.

– De todos modos, eso demuestra lo que los romanos somos capaces de hacer cuando nos vemos obligados a ello -dijo Cayo Julio César a su esposa Marcia, mientras regresaban a casa de ver partir a las legiones por la Via Flaminia hacia la Galia itálica; espectáculo deslumbrante y enardecedor.

– Sí, con tal de que Silano esté a la altura de las circunstancias -respondió Marcia que, como buena esposa de senador, se interesaba por la política.

– Opinas que es un inepto -dijo César.

– Y tú también, lo que pasa es que no lo dices. De todos modos, al ver tantos soldados desfilando por el puente Mulviano me alegré mucho de que tengamos a Marco Emilio Escauro y a Marco Livio Druso de censores -dijo Marcia con un suspiro de satisfacción-. Marco Escauro tiene razón: el puente Mulviano está que se cae y no aguantará otra riada. ¿Qué haríamos, entonces, en caso de que nuestras tropas estuvieran al sur del Tíber y tuvieran que marchar precipitadamente hacia el Norte? Por eso me alegra que le hayan elegido; porque prometió reconstruir ese puente. ¡Es un hombre estupendo!

César sonrió con cierta amargura, pero trató de ser justo y dijo:

– ¡Escauro se está convirtiendo en una institución, maldita sea! Es un actor, un embaucador y tres cuartos de impostor. No obstante, el cuarto que no es impostor vale tanto como cualquier otro hombre completo, y supongo que por eso le perdono. Además, tiene razón, necesitamos un nuevo plan de obras públicas, y no sólo por mantener los niveles de empleo. Todos esos tacaños minuciosos con rollo senatorial que hemos sufrido como censores estos últimos años apenas valen el precio del papel que gastan para el censo. Justo es decir que Escauro va a emprender algunas de las cosas que habían debido iniciarse hace ya años. Aunque yo no apruebo la desecación de los pantanos de Rávena ni su proyecto de canales y esclusas entre Parma y Mutina.

– ¡Oh, vamos, Cayo Julio, sé generoso! -replicó Marcia, en tono algo hiriente-. Es fantástico que refrene el Po. ¡Si los germanos invaden la Galia Transalpina, no nos interesa que nuestros ejércitos queden aislados de los pasos alpinos si el Po se desborda!

– Ya te he dicho que admito que es una buena cosa -dijo César-, pero me parece curioso que, en general, haya mantenido su programa de obras públicas en las regiones en que tiene clientes a porrillo y cuenta con posibilidades de sextuplicarlos cuando estén terminadas -añadió con tesonera desaprobación-. La Via Emilia va desde Arimino, en el Adriático, hasta Taurasia, en las estribaciones de los Alpes occidentales… ¡Trescientas millas de clientes tan unidos como los adoquines de la Via!

– Pues bien, que tenga suerte -replicó Marcia, tan tozuda como él-. ¡Supongo que también encontrarás algo para criticar el que haya reparado y pavimentado la ruta de la costa occidental!

– Olvidas el ramal de Dertona que une la ruta de la costa a la Via Emilia -añadió César en son de mofa-. ¡Y pondrá su nombre a todo el conjunto! ¡Via Emilia Escaura! ¡Puf!

– ¡Qué desabrido eres! -espetó Marcia.

– Y tú fanática -replicó César.

– Desde luego, hay veces en que desearía que no me gustases tanto -añadió ella.

– Hay ocasiones en que podría decir lo mismo -replicó César.

Y en aquel momento llegó Julilla. Estaba delgadísima, y llevaba así ya dos meses. Pues había descubierto un equilibrio por el que mostraba un aspecto deplorable sin llegar a poner en peligro su vida por enfermedad, cuando no por emaciación. La muerte no formaba parte del plan de la jovencita y no se sentía decaída.

Tenía dos objetivos: uno, obligar a Lucio Cornelio Sila a admitir que la amaba, y el otro, ablandar a sus padres para que cedieran, porque sólo dada esa circunstancia existía la posibilidad de que su padre consintiera en que se casase con Sila. Por muy joven y mimada que fuese, no cometió el error de sobreestimar su poder frente al de su padre. Sí que la quería hasta el límite de la tolerancia y le consentía todo cuanto sus recursos le permitían, pero en lo tocante al matrimonio, él cumpliría sus deseos y no los de ella. Ah, y si ella se avenía a aceptar el matrimonio con el hombre que él dispusiera, como había hecho Julia, se mostraría complacido y encantado, y, desde luego, no ignoraba ella que su padre buscaría a alguien que la cuidase, la amase y la tratase siempre bien y con respeto. ¿Pero Lucio Cornelio Sila por esposo? Jamás consentiría su padre en semejante matrimonio; y ni ella ni Sila podrían alegar motivo alguno que le hiciera cambiar de parecer. Podía llorar, suplicar, manifestar un ferviente amor, confesar todo lo que sentía; pero su padre se negaría a dar su consentimiento. Y menos ahora que tenía en el banco una dote de unos cuarenta talentos, un millón de sestercios, que hacían de ella un buen partido y obstaculizaban las posibilidades de que Sila lograra convencer a su padre de que únicamente quería casarse por amor. Eso si admitía que quería casarse con ella.

De niña, Julilla nunca había mostrado poseer tan enorme paciencia, pero ahora que la necesitaba, sabía emplearla. Paciente como un pájaro que empolla un huevo huero, Julilla se entregó a su proyecto convencida de que si conseguía lo que pretendía -casarse con Sila- tenía que desesperar y superar a todos los que conocía, desde su víctima Sila hasta su guardián Cayo Julio César. Era incluso consciente de algunos de los peligros que jalonaban el camino del éxito: Sila, por ejemplo, podía casarse con otra, marcharse de Roma o enfermar y morirse. Pero hizo cuanto pudo para evitar esas posibilidades, valiéndose principalmente de su fingida enfermedad como arma dirigida al corazón de un hombre del que sabía perfectamente que no aceptaría verla. cCómo lo sabía? Porque ya había intentado muchas veces verle durante los primeros meses de su regreso a Roma y había cosechado fracaso tras fracaso, culminando en el día en que le había dicho -ocultos tras una columna del Porticus Margaritaria- que si no le dejaba en paz, se iría de Roma para no volver.

El plan se había desarrollado despacio, a partir del germen primigenio del primer encuentro, en que él se había mofado de ella motejándola de cachorrilla gordita y obligándola a marcharse. Había dejado de comer dulces y había perdido algo de peso, pero sin hacer ningún progreso. Sila, después de su regreso a Roma, se había mostrado más grosero aún, y ella había adoptado una postura más radical, dejando de comer. Al principio le había sido muy difícil, pero luego descubrió que cuando mantenía suficiente tiempo aquel estado de semiprivación sin sucumbir a la tentación de atiborrarse, disminuían sus deseos de alimentarse y el estómago dejaba de aguijonearla.

Así, cuando Lucio Gavio Stichus había muerto ocho meses atrás, el plan de Julilla iba alcanzando su objetivo; sólo quedaban algunos irritantes inconvenientes por vencer: hallar el medio para que Sila siguiera pensando en ella y encontrar la manera de mantener un equilibrio orgánico que impidiera un trágico fin.

Lo de Sila lo solventaba con cartas.


Os amo y nunca me cansaré de decíroslo. Si las cartas son el único medio de que me escuchéis, os lo diré por medio de cartas. Docenas, cientos, miles, al paso de los años. Os sofocaré con cartas, os ahogaré con cartas, os aplastaré con cartas. ¿Hay algo más romano que el género epistolar? Nos alimentamos de cartas, del mismo modo que yo lo hago escribiéndoos. ¿Qué es la comida si me negáis el alimento que ansían mi corazón y mi alma? Mi desalmado, implacable y cruel amado, ¿cómo Podéis estar tan lejos de mí? Echad abajo el muro que separa las dos casas, penetrad en mi cuarto y ¡besadme, besadme, besadme! Pero no lo haréis. Parece que os lo oigo decir, mientras yo permanezco en este lecho odiado, impedida para levantarme. ¿Qué he hecho para merecer vuestra indiferencia y frialdad? Estoy segura de que bajo vuestra piel blanquísima anida una mujercita, mi esencia confiada a vuestra vigilancia, de tal modo que la Julilla que vive en la casa de al lado en su horrendo y odiado lecho no es más que una réplica vacía que cada vez se debilita más. Un día desapareceré y no quedará de mi más que esa mujercita bajo vuestra blanca piel. ¡Venid a verme y ved lo que habéis hecho! Besadme, besadme, besadme. Os amo.


El equilibrio alimentario había resultado más difícil. Decidida a no engordar, no dejaba de perder peso por mucho que se esforzase en permanecer en un punto estacionario. Y luego, un día, el equipo de fisicos que durante meses habían invadido su casa intentando inútilmente curarla, instaron a Cayo Julio César a que la obligara a comer a la fuerza. Como médicos, habían delegado en sus pobres padres aquel odioso cometido. Y, así, todos los de la casa se habían armado de valor preparándose para aquello; desde el último esclavo hasta sus hermanos Cayo y Sexto y sus propios padres Marcia y César. Había sido un martirio que ninguno quería recordar después. La pobre Julilla chillando como si la estuvieran matando y debatiéndose sin fuerzas, vomitando cada bocado, escupiendo y atragantándose. Cuando, finalmente, César ordenó poner fin a aquel horror, la familia se reunió y convino por unanimidad en que, pasara lo que pasara, no podían seguir alimentándola a la fuerza.

Pero el escándalo que había organizado Julilla durante aquellos intentos de obligarla a comer sirvió para dar la alerta y todo el vecindario se enteró del problema que había en casa de César. Y no es que los padres hubiesen ocultado aquello por vergüenza, sino que Cayo Julio César detestaba el chismorreo y procuraba no dar pábulo a ningún comentario.

En ayuda de los padres de Julilla acudió nada menos que la vecina Clitumna, provista de un alimento que aseguró no rechazaría Julilla y que no vomitaría una vez ingerido. César y Marcia la acogieron como agua de mayo y escucharon absortos lo que les dijo.

– Conseguid leche de vaca -dijo Clitumna dándose aires, encantada de ser el centro de atención en casa de César-. Ya sé que no es fácil, pero creo que hay un par de aldeanos en el valle Camenarum que tienen vacas lecheras. Luego, por cada copa de leche echáis un huevo de gallina y tres cucharadas de miel. Se bate bien hasta que se forme espuma arriba y se le añade una copa de vino fuerte para terminar. No pongáis el vino antes de batirlo porque no se formaría la bonita espuma. Si tenéis un vaso de vidrio, servídselo en él, porque tiene un precioso aspecto rosado con la capa amarilla de espuma. Si no lo devuelve, eso la mantendrá viva y bastante saludable -añadió Clitumna, que recordaba perfectamente la época de huelga de hambre de su hermana cuando le prohibieron casarse con un individuo nada recomendable de Alba Fucentia, ¡nada menos que un encantador de serpientes!

– Probaremos -dijo Marcia con los ojos llorosos.

– Con mi hermana dio resultado -añadió Clitumna suspirando-. Cuando se le pasó lo del encantador de serpientes, contrajo matrimonio con el padre de mi pobre Stichus.

– Enviaré a alguien a Camenarum inmediatamente -dijo César poniéndose en pie y saliendo del cuarto-. ¿Y los huevos de gallina? -inquirió, volviendo la cabeza desde la puerta-. ¿Ha de ser un huevo décimo o uno corriente? -inquirió.

– Oh, los corrientes sirven -respondió Clitumna muy segura, arrellanándose en el asiento-. Los de gran tamaño desequilibran la mezcla.

– ¿Y la miel? -insistió César-. ¿Miel latina corriente o intentamos conseguir miel de Himeto, o, cuando menos, sin contacto con humo?

– Sirve perfectamente la latina corriente -aseveró Clitumna-. ¿Quién sabe? A lo mejor es el humo de la miel corriente lo que influye… Atengámonos a la receta original, Cayo Julio.

– Muy bien -respondió César, desapareciendo de nuevo.

– ¡Oh, ojalá lo tolere! -exclamó Marcia con voz temblorosa-. Vecina, ¡nos está volviendo locos!

– Me lo imagino, pero no lo demostréis tanto; al menos en presencia de Julilla -dijo Clitumna, que era capaz de ser razonable siempre que no le afectara a ella, y que de buena gana habría dejado morir a la jovencita si hubiese tenido conocimiento de aquellas cartas que se acumulaban en la habitación de Sila-. No queremos ningún muerto más en nuestras casas -añadió con gesto gazmoño y voz compungida.

– ¡Naturalmente que no! -exclamó Marcia-. Clitumna, espero que se haya paliado algo vuestro pesar por la pérdida de vuestro sobrino, aunque ya sé que es difícil -añadió muy considerada, movida por su sentido de la conveniencia social.

– Oh, ya me esfuerzo -respondió Clitumna, quien sufría por Stichus en muchos aspectos, pero que en un aspecto fundamental había visto su vida más que simplificada al cesar los enfrentamientos entre el difunto y su queridísimo Sila. Y añadió un profundo suspiro, muy parecido a los de Julilla, aunque ella eso lo ignoraba.

Aquella visita fue la primera de una serie, ya que al dar buen resultado el brebaje, el matrimonio se vio profundamente obligado con su vulgar vecina.

– La gratitud puede resultar un lamentable inconveniente -comentaba Cayo César, que procuraba esconderse en su despacho en cuanto oía sonar en el atrium la voz chillona de Clitumna.

– ¡Oh, Cayo Julio, no seas tan cascarrabias! -replicaba Marcia-. Clitumna es muy amable y corremos el peligro de herir su sensibilidad con esa manía que tienes de eludirla constantemente.

– ¡Ya sé que es muy amable! -exclamaba el dueño de la casa, irritado-. ¡De eso es de lo que me quejo!


El plan estratégico de Julilla había complicado a tal extremo la vida de Sila que, de haberlo sabido, la muchacha se habría sentido muy satisfecha. Pero no sabía nada, porque él ocultaba a todos aquel tormento y fingía una indiferencia a su triste estado que desconcertaba a Clitumna, siempre al cabo de la calle sobre lo que sucedía pared por medio desde que había ejercido de salvadora.

– Me gustaría que pasaras a saludar a la pobre chica -dijo impaciente Clitumna aproximadamente en el momento en que Marco Junio Silano partía con sus magníficas siete legiones por la Via Flaminia en dirección norte-. Pregunta por ti a menudo, Lucio Cornelio.

– Tengo cosas más importantes que hacer que ir a visitar a una mujer de la casa de César -replicó Sila ásperamente.

– ¡Qué tontería más gorda! -replicó Nicopolis tajante-. No hay hombre que tenga menos que hacer que tú.

– ¿Y es culpa mía? -replicó él, volviéndose súbitamente hácia su querida con tal gesto de ira que ella retrocedió asustada-. ¡Podía estar ocupado y marchar con el ejército de Silano a luchar contra los germanos!

– ¿Y por qué no has ido? -replicó Nicopolis-. Han reducido tanto los requisitos de alistamiento, que estoy segura de que con tu apellido podrías haberlo hecho.

Sila retrajo el labio superior, enseñando aquellos grandes y afilados caninos que conferían a su sonrisa aquel desagradable aire feroz.

– Yo, un Cornelio patricio, marchar como un soldado raso en una legión? -replicó-. ¡Antes prefiero que me vendan de esclavo los germanos!

– Puede que te veas satisfecho si no detienen a esos bárbaros. De verdad, Lucio Cornelio, hay veces en que demuestras a la perfección que eres tu peor enemigo. Figúrate, lo único que Clitumna te pide es el pequeño favor de que pases a ver a una muchacha moribunda y tú te pones a gimotear que te trae sin cuidado y que no tienes tiempo… ¡eres exasperante! -dijo ella con un destello guasón en la mirada-. Al fin y al cabo, Lucio Cornelio, has de admitir que tu vida aquí es muchísimo más cómoda desde que Lucio Gavio expiró tan oportunamente.

Y comenzó a tararear la melodía de una cancioncilla popular que hablaba de uno que había despachado a su rival en amores, saliendo impune.

– Ex…piró o…portu…namente -repitió con voz atiplada.

El rostro de Sila quedó paralizado pero curiosamente inexpresivo.

– Mi querida Nicopolis, ¿por qué no te llegas paseando hasta el Tíber y me haces el enorme favor de lanzarte a él?

El tema de Julilla fue prudentemente obviado, pero era algo que parecía surgir constantemente, y, en su interior, Sila se debatía, sabiéndose vulnerable al no mostrar ningún interés. Cualquier día sorprenderían a aquella estúpida criada con una de las cartas o a la propia Julilla escribiendo una, y ¿qué sucedería entonces? ¿Quién iba a creerse que él, con su fama, no tenía nada que ver en aquella intriga? Una cosa era tener un pasado turbulento, pero si los censores le consideraban culpable de corromper la moral de la hija de un senador patricio, jamás podría ser candidato al Senado. Y él estaba decidido a llegar al Senado.

Lo que anhelaba de verdad era marcharse de Roma, pero no se atrevía por lo que pudiera hacer la muchacha en su ausencia. Y, por mucho que detestara confesarlo, no se decidía a abandonarla mientras estuviera tan enferma. Por más que se la hubiese infligido ella misma, no dejaba de ser una grave enfermedad. No hacía más que darle vueltas en la cabeza a aquello, como un animal desorientado, incapaz de pararse y de elegir un sendero lógico. Sacaba la corona de hierba del escondrijo en uno de los relicarios ancestrales y se sentaba con ella en las manos, casi llorando de angustia. Porque sabía a dónde iba y lo que pensaba hacer, y aquella maldita muchacha era una tremenda complicación, aunque fuese precisamente el origen de todo por aquello de la corona de hierba. ¿Qué haría? ¡Qué haría! No poco le había costado hallar el camino en el laberinto de sus intenciones para tener que enfrentarse además a aquella complicación de Julilla.

Hasta pensó en el suicidio; él, que era el menos predispuesto de los mortales a caer en aquella fantasía, dulce modo de dejarlo todo, sueño del que no se despierta. Pero luego volvía a pensar en Julilla. Siempre acababa pensando en Julilla. ¿Por qué? No la amaba; él era incapaz de amar. Sin embargo, había veces en que la deseaba con apetito, anhelaba morderla, besarla y poseerla hasta que gritase extasiada de placer. Y había otras ocasiones, sobre todo cuando estaba tumbado sin dormir entre su querida y su madrastra, en que la odiaba profundamente y deseaba tener su garganta entre las manos y ver cómo se congestionaba su rostro y los ojos se le salían de las órbitas en el último espasmo de vida. Pero luego le llegaba otra carta. ¿Por qué no las tiraba o iba con ellas a su padre con gesto fiero, exigiendo que cesase aquel acoso? No lo hacía. Leía aquellas súplicas apasionadas y desesperadas que la criada le introducía en el seno de la toga en sitios muy concurridos para no llamar la atención, y él se leía la misiva doce veces y la guardaba con las demás en el relicario de sus antepasados.

Pero no cedió en su resolución de no verla.


La primavera dio paso al verano y después de éste llegaron los días caniculares de agosto, en que Sirio, la estrella mayor del Can, brilló con resentimiento sobre una Roma paralizada por el calor. Luego, cuando Silano avanzaba confiadamente Rhodanus arriba contra las hormigueantes masas de germanos, en Italia central comenzó a llover. Y no dejaba de llover. Lo que para los habitantes de la soleada Roma era peor que la canícula; algo deprimente, insoportable, preocupante por si se producían inundaciones y molesto en todos los aspectos. Los mercados no podían abrir, la vida política era imposible, hubo que aplazar los juicios y aumentó el índice de criminalidad. Los hombres descubrían a sus esposas in flagrante &hdo y las asesinaban, el agua entraba en los silos y humedecía el grano, el Tíber creció hasta anegar las letrinas públicas, haciendo que los excrementos salieran flotando, hubo carestía de verduras al inundarse varios centímetros el Campo de Marte y el Campus Vaticanus, y las casas de mala calidad de las ínsulae comenzaron a derrumbarse o agrietarse peligrosamente sus muros y cimientos. Todo el mundo estaba resfriado; los viejos y los enfermos morían de pulmonía; los jóvenes, de garrotillo y anginas, y, sin distinción de edad, de una misteriosa enfermedad que paralizaba totalmente, y si el enfermo sobrevivía, le quedaba un brazo o una pierna marchito, inútil.

Clitumna y Nicopolis comenzaron a pelearse a diario, y todos los días Nicopolis musitaba a Sila lo bien que le había venido que Stichus muriera.

Luego, tras dos semanas de lluvia pertinaz, las nubes deshicieron sus últimos jirones hacia el este y lució el sol. Roma era un puro vaho. Zarcillos de vapor se extendían por adoquines y tejados, enrareciendo el aire. Todos los balcones, galerías, porches de jardines y ventanas de la ciudad estaban llenos de ropa enmohecida, contribuyendo a enrarecerlo más. Las casas en que había niños pequeños -como la del banquero comercial Tito Pomponio- vieron de pronto sus jardines peristilo llenos de pañales tendidos. Hubo que limpiar el verdín de los zapatos, desenrollar los libros de las bibliotecas y examinarlos detenidamente para eliminar los hongos y airear arcones y armarios.

Pero aquella fétida humedad tenía su compensación: la temporada de setas fue fenomenal. Avidos como eran de los sabrosos hongos en forma de sombrilla, después de un verano normalmente seco, todos los romanos, ricos y pobres, se dedicaron a engullir setas.

Y Sila se vio de nuevo acosado por las cartas de Julilla, después de aquellas dos maravillosas semanas que habían impedido que la criadita se le cruzase y se las introdujera en la toga. Su obsesión por irse de Roma aumentó al extremo de que comprendió que si no se sacudía aquel miasma pegajoso, aunque sólo fuese por un día, se volvería loco sin remisión. Metrobio y su protector Scilax estaban de vacaciones en Cumas, y como a Sila no le apetecía pasar a solas aquel día de asueto, se llevó a Clitumna y a Nicopolis de excursión a su lugar preferido.

– Vamos, muchachas -les dijo al tercer día de buen tiempo-, poneos algo alegre que os llevo al campo.

Las "muchachas", que no se sentían nada juveniles, le miraron con la ácida irrisión de quienes no están de humor para que turben su tranquilidad y se negaron a salir del lecho comunitario, pese a que la calurosa noche lo había dejado bañado en sudor.

– Necesitáis aire fresco -insistió él.

– Vivimos en el Palatino precisamente porque el aire aquí está muy bien -replicó Clitumna, dándole la espalda.

– En este momento el aire del Palatino no es mejor que el de cualquier otra parte de Roma, está cargado del hedor a alcantarilla y a agua sucia -dijo él-. ¡Vamos, animaos! He alquilado un carruaje; iremos a Tibur, comemos en el bosque, probamos a pescar, o compramos unos peces y un buen conejo recién cazado, y volvemos antes de que anochezca mucho más felices.

– No -respondió Clitumna con voz quejumbrosa.

– Pero… -comenzó a decir Nicopolis, indecisa.

– Arréglate -la interrumpió rápidamente Sila-. Vuelvo de aquí a un momento -añadió, estirándose con fruición-. ¡Ah, qué harto estoy de estar encerrado en esta casa!

– Yo también -dijo Nicopolis, saltando de la cama.

Clitumna siguió tumbada de cara a la pared, mientras Sila iba a la cocina a encargar una cesta de provisiones.

– Vente -dijo Sila a Clitumna, mientras se embutía una túnica limpia y se ataba las sandalias.

Ella no contestó.

– Como quieras -añadió, dirigiéndose a la puerta-. Hasta la noche.

Clitumna siguió callada.

Por consiguiente, sólo fueron de campo Nicopolis y Sila, acompañados de un gran cesto de sabrosa comida que les había preparado el cocinero apresuradamente, con envidia de no ir él también. Al pie de la escalinata de Caco los esperaba una calesa de dos ruedas; Sila ayudó a Nicopolis a montar y él tomó las riendas.

– Allá vamos -exclamó alegremente, azuzando a las mulas y sintiendo una dicha extraordinaria y una extraña sensación de libertad. Para sus adentros, se dijo que se alegraba de que Clitumna no fuese con ellos. Ya estaba bien con Nicopolis-. ¡Arre, arre! -gritó.

Las mulas arreaban bien y la calesa avanzaba alegremente por el valle de Murcia, en el que se alzaba el Circo Máximo, hasta alcanzar la puerta Capena por la que salió de la ciudad. Al principio el paisaje no era interesante ni alegre, pues la carretera de circunvalación que tomó Sila para dirigirse hacia el este atravesaba los grandes cementerios de Roma. Todo eran tumbas y más tumbas, salvo los imponentes mausoleos y sepulcros de los ricos y nobles, que flanqueaban las arterias que salían de la ciudad, y las simples lápidas de los humildes. Todos los romanos y griegos, incluidos los más pobres y los esclavos, soñaban con poder pagarse un monumento que atestiguara su existencia después de muertos. Por eso, pobres y esclavos formaban parte de asociaciones funerarias y aportaban lo poco que podían a aquellas fratrías, que administraban e invertían cuidadosamente los ingresos; las malversaciones abundaban en Roma, como en cualquier otra parte, pero las asociaciones funerarias estaban tan celosamente controladas por los afiliados, que a los administradores no les quedaba más remedio que ser honrados. Un buen funeral y una bonita tumba eran cosas importantes.

Un cruce de carreteras constituía el punto central de la enorme necrópolis situada en el Campus Esquilinus, y en el mismo cruce, entre unos frondosos árboles sagrados, se alzaba el imponente templo de Venus Libitina; dentro del podio se guardaban los libros de registro con los nombres de los ciudadanos romanos difuntos, acompañados de arcas y más arcas con el dinero pagado durante siglos por la inscripción. Por eso el templo poseía una gran riqueza, y aunque los fondos eran del Estado, no se tocaban. Se trataba de la Venus que regía a los muertos, no a los vivos, la Venus protectora de la extinción de la fuerza procreadora. Y su templo era la sede central del gremio de las empresas funerarias de Roma. Delante del templo había una explanada en la que se levantaban las piras, y detrás de ella estaba el cementerio de los pobres, una extensión siempre cambiante de fosas llenas de cadáveres, cal y tierra. Eran pocos los que, ciudadanos o no ciudadanos, elegían ser inhumados, aparte de los judíos, que recibían enterramiento en una zona especial, y los aristócratas de la familia noble de los Cornelios, a quienes se daba sepultura en la Via Apia. Por eso la mayoría de los sepulcros que convertían el Campus Esquilinus en una densa ciudad de piedra, guardaban urnas con cenizas en lugar de cuerpos en descomposición. Dentro del recinto sagrado de Roma no se enterraba a nadie, ni siquiera a los grandes.

Pero, una vez que la calesa pasó bajo los arcos de los dos acueductos que abastecían a las populosas colinas nordeste de la ciudad, el panorama cambiaba. Por todas partes se veían campos de labrantío y viveros y, luego, pastos y campos de trigo.

A pesar de los desperfectos causados por las lluvias en la Via Tiburtina, que mostraba erosionada la gruesa capa de grava y polvo de toba que recubría las losas, los pasajeros de la calesa iban muy contentos. El sol calentaba atemperado por la brisa, la sombrilla de Nicopolis era lo suficientemente amplia para dar sombra a los dos y las mulas se portaban bien. Sila sabía de sobra que no convenía forzar la marcha y dejó a los animales que trotaran tranquilos a su paso.

No se podía cubrir en un día el viaje de ida y vuelta a Tibur, pero el paraje preferido de Sila estaba apenas comenzar la subida a Tibur, a cierta distancia de Roma, en un bosque que se extendía hasta las estribaciones cada vez más elevadas de la Gran Roca, la montaña más alta de Italia. La carretera cruzaba el bosque en diagonal, cosa de una milla, antes de adentrarse por campo abierto y seguir hacia el valle del Anio, una región sumamente fértil y agrícola.

Pero aquel tramo de bosque de una milla era camino más difícil, y Sila salió de la carretera y condujo a las mulas por una senda de carros que discurría entre los árboles y luego moría.

– Ya hemos llegado -dijo, saltando del pescante y acercándose a Nicopolis para ayudarla a apearse-. Ya sé que el lugar no parece muy bonito, pero si andamos un poco te enseñaré un paraje que compensa el viaje.

Primero quitó el arnés a las mulas y las trabó; luego puso la calesa a la sombra, cogió el cesto y se lo colgó al hombro.

– ¿Cómo es que manejas tan bien las mulas y los arneses? -inquirió Nicopolis, siguiendo cuidadosamente los pasos de Sila entre los árboles.

– Eso lo sabe hacer cualquiera que haya trabajado en el puerto de Roma -contestó él por encima del hombro libre-. Ve despacio, que no falta mucho y no tenemos prisa.

Realmente era temprano. Como estaban a primeros de septiembre, las doce horas de luz diurna eran todavía largas de sesenta y cinco minutos, y aún faltaban dos horas para el mediodía.

– Es un bosque virgen -dijo Sila- y seguramente por eso nadie hace leña. Antiguamente en estas tierras se cultivaba trigo, pero cuando el grano comenzó a traerse de Sicilia, Cerdeña y la provincia africana, los agricultores marcharon a Roma y el bosque recuperó el terreno.

– Eres sorprendente, Lucio Cornelio -dijo ella-. ¿Cómo sabes tantas cosas del mundo?

– Es un don que tengo. Lo que oigo o leo se me queda.

Llegaron a un hermoso claro lleno de hierba y flores otoñales; margaritas, grandes macizos de rosales trepadores rosa y blancos y lupinas rosas y blancas de largo tallo. Cruzaba el claro un riachuelo muy crecido por las lluvias, con el lecho lleno de piedras desiguales, formando pozas y espumosas cascadas. El sol hacía brillar sus aguas, surcadas por libélulas y pajarillos.

– ¡Es precioso! -exclamó Nicopolis.

– Lo descubrí el año pasado, cuando estuve fuera unos meses -dijo él, dejando la cesta a la sombra-. Se me rompió una rueda de la calesa en el lindero del bosque, donde empieza la senda, y tuve que enviar a Metrobio montado en una mula a Tibur a que buscase ayuda. Y mientras esperaba estuve explorando los alrededores.

No le hizo gracia a Nicopolis que el odiado y temido Metrobio hubiese tenido el privilegio de haber visto primero aquel paraje, pero no dijo nada y se limitó a sentarse en la hierba, rendida, viendo cómo Sila sacaba de la cesta una gran bota de vino, que metió en un pequeño remanso del arroyo y sujetó con unas piedras. A continuación se quitó la túnica, las sandalias y todo lo que llevaba.

Aún era profunda la alegría que sentía Sila y tan cálida como el sol que acariciaba su piel; se desperezó sonriente y dirigió una mirada al claro con un afecto que nada tenía que ver con Metrobio ni con Nicopolis. Su placer se originaba simplemente en el hecho de verse libre de los agobios y frustraciones que jalonaban su vida cotidiana, soñando con algún lugar en el que el tiempo no corriera, la política no existiera, a los hombres no los dividieran clases y el dinero fuese algo por inventar. Sus ratos de felicidad eran tan escasos y espaciados a lo largo de aquella ruta de su vida, que los recordaba con nítida claridad: el día en que un revoltijo de líneas en un papel se transformó de pronto en ideas comprensibles; el momento en que un hombre en extremo amable y considerado le enseñó lo perfecto que podía ser el acto del amor; la estupenda emancipación al morir su padre, y el descubrimiento de que aquel claro del bosque era el único trozo de tierra que podía considerar suyo porque no era de nadie que se preocupase de ir allí aparte de él. Y eso era todo. El inventario. Ninguno de aquellos momentos se basaba en la apreciación de la belleza ni en el proceso vital, sino que representaban la liberación del analfabetismo, el placer erótico, la libertad respecto a la autoridad y el sentido de propiedad. Y aquéllas eran las cosas que Sila apreciaba; las cosas que Sila quería.

Nicopolis le miraba fascinada, sin imaginarse ni por asomo el origen de aquella dicha, maravillada de la impresionante blancura de aquel cuerpo al sol -algo que nunca había visto- y aquel dorado fuego de cabeza, pecho e ingle. No pudo resistirlo y se despojó de su ligero vestido y de la camisa que llevaba debajo, con un largo faldón que le pasaba entre las piernas y se abrochaba por delante, hasta quedarse también desnuda, gozando de la caricia del sol.

Se metieron en una de las pozas, conteniendo la respiración por la impresión al sumergirse en el agua fría y allí estuvieron hasta calentarse con el sol, mientras Sila jugueteaba con los erectos pezones de Nicopolis y sus hermosos senos; luego se tumbaron en la espesa y blanda hierba e hicieron el amor mientras se secaban. Después comieron pan, queso, huevos duros y alas de pollo, regado todo con el vino fresco. Ella hizo una corona de flores para Sila y otra para ella y se revolcó ahíta de felicidad.

– ¡Esto es una maravilla! -exclamó-. ¡No sabe Clitumna lo que se ha perdido!

– Clitumna nunca sabe lo que se pierde -dijo Sila.

– No te creas -replicó ella, distraída-. La pérdida del pegajoso sí la nota.

Y comenzó a tararear la cancioncilla del crimen hasta que advirtió el brillo en la mirada de Sila, señal de que estaba enfadándose. No es que realmente creyera que Sila había provocado la muerte de Stichus, pero la primera vez que lo había insinuado, había notado cierta inquietud en él y seguía pensando en ello por simple curiosidad.

Bueno, era mejor dejarlo. Se puso en pie de un salto y estiró los brazos hacia Sila, que seguía tumbado.

– Vamos, perezoso, que quiero dar un paseo por el bosque fresquito.

Él se levantó obediente, la cogió de la mano y se internaron en la espesura, andando sobre la capa de hojas muertas que conservaba la tibieza de aquel día soleado. Era una delicia ir descalzo.

¡Allí estaban! Un ejército en miniatura de las setas más exquisitas que Nicopolis había visto en su vida. Todas ellas impolutas y sin la menor marca de picadura de insecto ni mordedura de animal alguno; blanquísimas, gordas, carnosas y de esbelto tallo; oliendo a tierra fresca.

– ¡Oh, qué bien! -exclamó, arrodillándose ante ellas.

– Vamos -dijo Sila con una mueca.

– No, ¡no seas malo porque a tí no te gusten las setas! ¡Por favor, Lucio Cornelio, por favor! Ve a donde está la cesta y tráeme un trapo; voy a coger unas cuantas para la cena -dijo Nicopolis, decidida.

– A lo mejor son venenosas -replicó él sin moverse.

– ¡Tonterías; qué van a ser venenosas! ¡Mira! No tienen ningún velillo en las branquias, ni lunares, y no son rojas. Hacen un olor estupendo. Además, esto no es un roble, ¿verdad? -dijo levantando la vista hacia el árbol al pie del cual crecían las setas.

– No, no es un roble -contestó Sila, mirando las hojas lobuladas y experimentando la visión de la inevitabilidad del destino, la mano de su diosa protectora.

– ¡Pues, anda, sé bueno! -dijo ella, mimosa.

– Bueno, como quieras -respondió él con un suspiro.

Toda una colonia de setas pereció a manos de Nicopolis, que las envolvió en la servilleta que Sila había traído y las guardó cuidadosamente en la cesta para preservarlas del calor.

– No sé por qué a ti y a Clitumna no os gustan las setas -dijo ya en la calesa, con las mulas trotando decididas camino del establo.

– Nunca me han gustado -dijo Sila, distraído.

– Pues me las comeré yo todas -replicó Nicopolis con una risita.

– De todos modos, ¿a qué viene tanto interés en cogerlas, si se pueden comprar por toneladas en el mercado, y baratísimas? -inquirió Sila.

– Estas son mías -respondió ella-. Las he encontrado yo misma, me di cuenta de lo perfectas que eran, y las he cogido con mis propias manos. Las que venden en el mercado son viejas y están llenas de gusanos, agujeros, arañas y los dioses saben qué. Seguro que las mías son más ricas.

Eran más ricas. Cuando Nicopolis las llevó a la cocina, el cocinero las tocó con reparos, pero tuvo que admitir que tenían buen aspecto y no olían mal.

– Fríelas ligeramente en aceite -dijo Nicopolis.

Daba la casualidad de que el esclavo encargado de las verduras había traído aquella misma mañana un cesto de setas del mercado; resultaron tan baratas que toda la servidumbre se había pasado el día comiéndolas. Por ello a nadie le tentaron las recién llegadas, y el cocinero las aderezó tal como Nicopolis le había indicado, con un poco de pimienta y zumo de cebolla. Ella las devoró, azuzado su apetito por la jornada campestre y por la exagerada mohína de Clitumna. Porque, claro, cuando ya era demasiado tarde para enviar un criado a decirles que esperasen, Clitumna se había arrepentido de no ir de campo; y sometida al sufrimiento de escuchar los panegíricos de la excursión durante toda la cena, reaccionó de mala manera y afirmó que pensaba dormir sola.

Dieciocho horas más tarde, Nicopolis sintió los primeros dolores intestinales. Sufrió náuseas y se encontró mal, pero no tenía diarrea y dijo que el dolor era soportable. ¡Cuán equivocada estaba! Luego vio que su orina era rojiza y le entró el pánico.

Llamaron inmediatamente a los médicos y todos anduvieron de cabeza. Clitumna envió criados a buscar a Sila, que había salido a primera hora sin decir a dónde iba.

Cuando las pulsaciones de Nicopolis aumentaron y su presión sanguínea descendió, los médicos se miraron muy serios. Le sobrevino una convulsión, su respiración se hizo trabajosa y lenta y el corazón comenzó a experimentar contracciones que desembocaron en un coma inexorable. Parece ser que a nadie se le ocurrió pensar en las setas.

– Fallo renal -dijo Atenodoro de Sicilia, el físico más famoso del Palatino.

Los demás corroboraron el diagnóstico.

Cuando Sila entró apresuradamente en la casa, Nicopolis moría de hemorragia masiva interna, víctima, dijeron los médicos, de un colapso sistémico.

– Habría que practicar la autopsia -dijo Atenodoro.

– Estoy de acuerdo -comentó Sila, sin decir nada de las setas.

– ¿Es contagioso? -inquirió Clitumna con voz lastimera, más vieja y desesperada que nunca.

Todos dijeron que no.


La autopsia confirmó la diagnosis de fallo renal y hepático; los riñones y el hígado estaban hinchados, congestionados y afectados por la hemorragia, que también había interesado el corazón, el estómago, el intestino delgado y el colon. La seta de aspecto inocente llamada "destructora" había hecho bien su efecto.

Sila organizó el funeral (Clitumna estaba muy deprimida) y encabezó el nutrido cortejo mortuorio de actores de comedia y mimos, que sin duda habría complacido a Nicopolis.

Cuando, posteriormente, Sila volvió a casa de Clitumna, halló a Julio César esperándole. Sila se despojó de la toga negra de luto y se unió a Clitumna y al visitante en la sala de estar. Había visto en contadas ocasiones al senador Cayo Julio César y nunca había hablado con él. Que hiciera una visita a Clitumna con motivo de la inoportuna muerte de una ramera griega, le parecía muy extraño a Sila, y por ello se puso inmediatamente en guardia, mostrándose puntillosamente correcto una vez hechas las presentaciones.

– Cayo Julio -dijo con una reverencia.

– Lucio Cornelio -respondió César, haciendo lo propio.

No Se estrecharon la mano; al sentarse Sila, César volvió a ocupar su asiento con aparente tranquilidad y se volvió hacia Clitumna, reanudando una apacible conversación.

– ¿Por qué insistís en quedaros, querida? Marcia os está esperando. Que os acompañe el mayordomo. En estas tristes circunstancias, una mujer necesita la compañía de otra.

Sin decir una palabra, Clitumna se levantó y se dirigió a la puerta, mientras el visitante metía la mano en su toga negra y extraía un pequeño rollo de papel que dejó sobre la mesa.

– Lucio Cornelio, hace mucho tiempo que vuestra amiga Nicopolis me encargó redactar su testamento y depositarlo en las Vestales. La señora Clitumna lo conoce y por ello no hay necesidad de que asista a su lectura.

– ¿Y…? -inquirió Sila, perplejo, sin saber qué decir y mirando a César sin comprender.

– Lucio Cornelio, la señora Nicopolis os ha nombrado único heredero -dijo César sin preámbulos.

– ¿Es cierto? -replicó Sila, atónito.

– Así es.

– Bueno, supongo que si lo hubiera pensado, habría podido imaginarme que estaba dispuesta a hacerlo -dijo Sila, recuperándose de su sorpresa-. Aunque me da igual, pues todo lo que tenía lo había gastado.

– No es así, ¿sabéis? -replicó César, mirándole fijamente-. La señora Nicopolis era bastante rica.

– ¡Bah! -exclamó Sila.

– Cierto, Lucio Cornelio, era bastante rica. No tenía propiedades, pero era viuda de un tribuno militar que obtuvo buenos botines. Todo lo que ella heredó lo invirtió, y, según los datos verificados esta mañana, su fortuna supera los doscientos mil denarios -dijo César.

No había duda de que Sila estaba francamente sorprendido. Al margen de lo que César hubiese pensado de él hasta aquel momento, era evidente que el hombre no tenía la menor idea de aquel testamento, pues permanecía estupefacto.

Luego se arrellanó en el asiento, se llevó las temblorosas manos a la cara y, estremecido, musitó:

– ¿Tanto? ¿Nicopolis?

– Efectivamente. Doscientos mil denarios; ochocientos mil sestercios, si lo preferís. Una suma digna de un caballero.

– ¡Oh, Nicopolis! -exclamó Sila, bajando las manos.

César se puso en pie y alargó la mano, que Sila estrechó, anonadado.

– No, Lucio Cornelio, no os levantéis -dijo César, muy amable-. Querido amigo, no tengo palabras para deciros cuánto me alegro por vos. Sé que es difícil paliar vuestro dolor en estos momentos, pero quiero que sepáis que muchas veces he deseado con todo mi corazón que algún día os sonriera la fortuna. Mañana iniciaré los trámites de verificación del testamento. No faltéis al Foro en la segunda hora. Nos veremos junto al altar de Vesta. Ahora, os deseo un buen día.

Una vez que César se hubo marchado, Sila se quedó un buen rato sentado sin moverse. La casa estaba tan silenciosa como la tumba de Nicopolis; Clitumna debía de estar en casa de Marcia y la servidumbre andaba de puntillas.

Debieron de transcurrir unas seis horas hasta que, por fin, se levantó, entumecido y cansado, y se desperezó. La sangre comenzó a circularle y a llenar de fuego su corazón.

– ¡Lucio Cornelio, por fin te hallas en camino! -dijo, echándose a reír.

Aunque había comenzado discretamente, su risa fue en aumento hasta convertirse en una escandalosa carcajada, que los criados escucharon aterrados sin decidirse a entrar en la sala. Pero antes de que se hubiesen armado de valor para hacerlo, Sila dejó de reír.


Clitumna envejeció casi de la noche a la mañana. Aunque sólo alcanzaba los cincuenta años, la muerte de su sobrino había acelerado notablemente el proceso de senectud, y la muerte de su querida amiga y amante culminaba aquella decadencia. Ni el propio Sila era capaz de mitigar su depresión; ni el mimo y la farsa la animaban a que saliera de casa, ni sus habituales visitantes, Scilax y Mirsias, lograban hacerla sonreír. Lo que más la abrumaba era cómo se reducía su círculo de íntimos y se acentuaba la realidad de su vejez. Si Sila la abandonaba, dado que la herencia de Nicopolis le liberaba de su dependencia económica, se quedaría totalmente sola. Una perspectiva que la horrorizaba.

Poco después de morir Nicopolis, mandó llamar a Cayo Julio César.

– No se puede dejar nada a los muertos -le dijo-, así que voy a cambiar otra vez el testamento.

El testamento fue modificado y volvió a quedar depositado en su casillero de las vestales.

Pero la depresión no cedía y Clitumna no hacía más que llorar, con aquellas manos, otrora tan nerviosas, cruzadas en el regazo cual dos trozos de pasta que aguardan que el cocinero las rellene. Todos estaban preocupados y todos comprendían que no había nada que hacer salvo esperar a que pasara el tiempo, que todo lo cura. Si es que llegaba el momento.

Para Sila había llegado.

La última misiva de Julilla decía así:


Os amo, pese a que los meses y los años me han demostrado el poco amor con que me correspondéis y lo poco que os importa mi suerte. En junio cumplí dieciocho años, y ya debería estar casada, pero he logrado aplazar esa horrible necesidad poniéndome enferma. Quiero casarme con vos, sólo con vos, mi muy querido, mi queridísimo Lucio Cornelio. Mi padre no sabe qué hacer; no se atreve a presentarme un novio adecuado, y yo pienso seguir así hasta que vengáis y me digáis que vais a casaros conmigo. En cierta ocasión dijisteis que era una niña y que al crecer desaparecería mi amor por vos, pero a pesar del tiempo transcurrido -casi dos años- se ha demostrado lo que mi amor vale, se ha demostrado que mi amor por vos es tan inexorable como el regreso del sol desde el sur todas las primaveras. Ya no está esa delgada dama griega a quien tanto odiaba, maldecía y a quien mil veces deseé la muerte. ¿Veis los poderes que tengo, Lucio Cornelio? ¿Por qué no os dais cuenta de que no podéis escapar de mí? No hay corazón tan lleno de amor como el mío que no pueda recibir la recíproca. Me amáis, sé que me amáis. Ceded, Lucio Cornelio, ceded. Venid a verme, arrodillaos junto a mi lecho del dolor, apoyad vuestra cabeza en mi pecho y dadme un beso. ¡No me condenéis a la muerte! Haced que viva. Casaos conmigo.


Sí, a Sila le había llegado el momento. El momento de poner fin a muchas cosas. El momento de desprenderse de Clitumna, de Julilla y de todos esos otros horribles compromisos humanos que ataban su espíritu y arrojaban sombras tan fantasmagóricas en su mente. Incluso de Metrobio debía prescindir.

Así, a mediados de octubre, Sila fue a llamar a la puerta de Cayo Julio César a una hora en que podía esperar con toda confianza que estuviera en casa. Y confiar también en que las mujeres estuviesen retiradas en sus apartamentos, pues Cayo Julio César no era la clase de marido y padre que permitiese que las mujeres de la casa tratasen con los clientes y varones amigos. Pues, aunque parte del motivo de llamar a la puerta de César era deshacerse de Julilla, no tenía ganas de verla, y todo su ser, toda su capacidad reflexiva, toda su energía debía centrarse en Cayo Julio César y en lo que pensaba decirle. Lo que tenía que decirle debía hacerse sin suscitar sospechas ni desconfianza.

Ya había acudido con César a efectuar los requisitos de la verificación del testamento y le habían entregado la herencia tan fácilmente y sin reproche, que estaba doblemente receloso. Incluso al comparecer ante los censores, Escauro y Druso, todo había ido como la seda, pues César se había empeñado en acompañarle y en prestarse como garante de la autenticidad de los documentos que debía presentar al escrutinio censorial. Al final, los propios Marco Livio Druso y Marco Aurelio Escauro se habían puesto en pie, estrechando su mano para darle su sincera enhorabuena. Era como un sueño. Pero ¿acaso no se vería obligado a despertarse?

Porque lo cierto es que, sin la menor necesidad de forzarlo, había conocido a Cayo Julio César y el contacto había madurado en una especie de distante tolerancia amistosa. El nunca iba a casa de César; se limitaba a fomentar su trato en el Foro. Los dos hijos de César estaban en Africa con su cuñado Cayo Mario, pero Sila había llegado a conocer un poco a Marcia en las semanas posteriores a la muerte de Nicopolis, cuando ella había estado visitando asiduamente a Clitumna, y había comprendido claramente que la esposa de César le miraba con recelo porque Clitumna, sospechaba él, no había sido tan discreta como hubiera debido a propósito de la extraña relación del trío formado por ella misma, Sila y Nicopolis. No obstante, sabía perfectamente que Marcia le encontraba muy atractivo, aunque sus modales le dieran a entender que la dama catalogaba ese atractivo a medio camino entre la belleza del escorpión y la de la serpiente.

De ahí la angustia de Sila cuando llamó a la puerta de Cayo Julio César a mediados de octubre, consciente de que ya no podía aplazar más la segunda fase de su plan. Tenía que actuar antes de que Clitumna comenzara a rehacerse. Y eso significaba que tenía que asegurarse el concurso de César.

El criado le abrió inmediatamente y no dudó en dejarle pasar, lo que significaba que figuraba en la lista de los que César estaba dispuesto a recibir a cualquier hora en que se encontrara en casa.

– ¿Recibe Cayo Julio? -inquirió.

– Sí, Lucio Cornelio. Aguardad, por favor -respondió el portero, dirigiéndose inmediatamente al despacho de su amo.

Preparado a esperar un buen rato, Sila comenzó a pasearse por el modesto atrium, advirtiendo que, comparado con aquella pieza tan simple y carente de adornos, el atrium de Clitumna era como la antecámara del harén de un sátrapa oriental. Y mientras pensaba en esas cosas, Julilla entró en el vestíbulo.

¿Cuánto tiempo haría que habría convencido a todos los criados que estaban en la puerta de que la avisasen inmediatamente si entraba Lucio Cornelio? ¿Y cuánto tiempo habría tardado el portero en avisar a César de su visita?

Esas dos preguntas cruzaron por el cerebro de Sila en un abrir y cerrar de ojos y con mayor rapidez que la reacción de su cuerpo al ver a la muchacha.

Se le doblaron las rodillas y tuvo que agarrarse a lo primero que encontró a mano, que resultó ser un aguamanil plateado que había en una mesita, y que, como no estaba sujeto a ella, cedió al apoyarse Sila en él y cayó al suelo con tal estruendo que Julilla, tapándose la cara con las manos, salió corriendo del recibidor.

El eco propagó el ruido cual si se tratase de la caverna de la Sibila de Cumas y todos acudieron corriendo. Consciente de que debía estar completamente demudado y de que le bañaba un sudor frío de espanto, Sila dejó que sus piernas cediesen y se derrumbó bajo la toga hasta el suelo, donde quedó sentado con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados, tratando de borrar la imagen de aquel esqueleto recubierto de piel dorada que era Julilla.

Cuando César y Marcia le ayudaron a levantarse y a caminar hasta el despacho, no pudo menos que dar las gracias interiormente por su tez grisácea y el color cárdeno de los labios, que le conferían el aspecto de un auténtico enfermo.

Un trago de vino puro le devolvió en parte su aspecto normal y pudo sentarse en el sofá, donde, con un suspiro, se pasó la mano por la frente. ¿Lo habrían visto los padres? ¿Se habría escondido Julilla? ¿Qué diría? ¿Qué hacer?

César y Marcia mostraban semblante adusto.

– Lo siento, Cayo Julio -dijo Sila, dando otro sorbo de vino-. Ha sido un desmayo… No sé qué me ha pasado.

– Tranquilizaos, Lucio Cornelio -dijo César-. Yo sé lo que os ha pasado. Habéis visto un fantasma.

A aquel hombre no se le podía engañar, al menos no descaradamente. Era demasiado inteligente y se daba cuenta de todo.

– ¿Era la pequeña? -inquirió.

– Sí -respondió César, haciendo un ademán a su esposa para que saliera, cosa que ella hizo en seguida sin rechistar.

– Hace años solía verla en el Porticus Margaritaria con sus amigas -dijo Sila-, y pensaba que era el prototipo de la muchacha romana: siempre risueña, nada vulgar… Luego, una vez que yo estaba en el Palatino dolorido, quiero decir dolorido de espíritu, ¿me entendéis?

– Sí, creo que sí -dijo César.

– Ella pensó que estaba enfermo y me dijo si necesitaba algo. Yo no estuve muy amable con ella, pensé que a vos no os gustaría que anduviera en compañía de personas como yo. Pero ella no quiso marcharse y yo no quise ser excesivamente grosero. ¿Sabéis lo que hizo? -añadió Sila con una mirada más extraña de lo habitual, con las pupilas enormemente dilatadas y circundadas por dos anillos color gris claro y otros dos exteriores gris oscuro, clavadas en César como las de un ciego, con expresión inhumana.

– ¿Qué hizo? -inquirió César con voz queda.

– ¡Me trenzó una corona de hierba! Hizo una corona de hierba y me la puso en la cabeza. ¡A mí! ¡Y yo… yo vi algo!

Se hizo un silencio que ninguno de los dos se atrevió a romper durante un buen rato; ambos recapacitaron y pensaron, recíprocamente, si estaban ante un aliado o un adversario.

– Bien -dijo finalmente César-, ¿para qué habéis venido a verme, Lucio Cornelio?

Era el modo de manifestar que aceptaba la inocencia de Sila, independientemente de la interpretación que diera a la conducta de su hija. Y era también el modo de decir que no quería oír hablar más de aquel asunto de su hija; y Sila, que había pensado en sacar a colación lo de las cartas de Julilla, se abstuvo.

El primitivo propósito de ir a casa de César ya le aparecía lejano y fuera de lugar, pero respiró hondo, se levantó del sofá, tomó asiento en una silla más correcta frente al escritorio de César y adoptó la actitud de un cliente.

– Quería hablaros de Clitumna -dijo-. O quizá fuera mejor que hablase de ella a vuestra ésposa. Pero, indudablemente, al primero que debo decírselo es a vos. Clitumna está fuera de sí y vos lo sabéis bien. Se halla deprimida, no para de llorar y no sale de su apatía. A mí no me parece un comportamiento normal, ni siquiera dentro de la pena que debe afectarla. La cuestión es que no sé qué hacer por ella -prosiguió, respirando hondo-. Le debo un gran favor, Cayo Julio. Sí, es una pobre mujer, vulgar, y no precisamente una perla para la vecindad, pero yo tengo una obligación con ella. Fue muy buena con mi padre y ha sido buena conmigo. Quisiera corresponder lo mejor posible, pero no sé cómo.

César se arrellanó en su asiento, percibiendo que había algo raro en aquella solicitud. No es que dudase de lo que decía Sila, pues él mismo había visto a Clitumna e incluso Marcia le había hablado bastante de su estado. No, lo que le chocaba era que Sila viniese a pedirle consejo, porque no era propio de su carácter, pensó César, que dudaba mucho de que Sila no supiera qué hacer en relación a su madrastra, la cual, según los rumores, era también su querida. A ese respecto, César no podía aventurar suposiciones, porque, dado que había osado acudir en busca de ayuda, seguramente sería una mentira, típico chismorreo del Palatino. Igual que el rumor de que la madrastra de Sila tenía relaciones sexuales con la difunta Nicopolis y el de que Sila mantenía relaciones sexuales con ambas ¡y al mismo tiempo! Marcia había comentado que a ella le parecía una situación algo sospechosa, pero en realidad no había podido dar prueba alguna de aquellos chismorreos. La aversión de César a dar crédito a tales chismes no era simple ingenuidad, sino más bien un disgusto personal no sólo dictado por su propio comportamiento, sino igualmente reflejado en su criterio sobre el comportamiento de los demás. Una cosa era contar con pruebas de algo y otra muy distinta las habladurías. Pese a lo cual, había algo extraño en la visita de Sila.

Reflexionando sobre este particular, César llegó a una conclusión. Ni por un instante pensó en que hubiese algo entre Sila y su hija menor, pero sí era increíble que un hombre como aquél se desmayase al ver a una muchacha esquelética. Luego estaba aquella historia de la corona de hierba que había trenzado Julilla, cuyo significado, naturalmente, él conocía perfectamente. Quizá se hubieran viSto pocas veces y más que nada de pasada, pero no cabía duda de que algo había entre ellos. Y si sentían una cierta afinidad mutua, no le gustaba nada. Julilla debía ser para un hombre capaz de hacerla destacar en los círculos sociales a los que pertenecían los César.

Mientras César se arrellanaba en su asiento, haciéndose estas reflexiones, Sila, repantigado en el suyo, se preguntaba qué estaría pensando su anfitrión. Por culpa de Julilla, la entrevista no había salido ni mucho menos conforme él esperaba. ¿Cómo no habría sabido dominarse? ¡Desmayarse él, Lucio Cornelio Sila! Aquello le había delatado de tal modo, que ahora pocas posibilidades tenía de explicarse ante el celoso padre, y, además, se había visto obligado a contar parte de la verdad. De no haber sido por Julilla, habría dicho toda la verdad, pero no creía que a César le complaciera echar un vistazo a aquellas cartas. Ahora resultaba sospechoso ante César, y eso no le gustaba nada.

– ¿Y habéis pensado hacer algo respecto a Clitumna? -inquirió César.

– Pues sí -respondió Sila con el entrecejo fruncido-. Tiene una villa en Circei, y he pensado que quizá sería una buena idea convencerla para que se fuese allí una temporada.

– ¿Y por qué me lo consultáis a mí?

Aún más inquieto, Sila se percató de la sima que se abría a sus pies y se dispuso a salvarla.

– Tenéis razón, Cayo Julio. ¿Por qué os lo consulto? La verdad es que me encuentro entre Escila y Caribdis, y he pensado que tal vez pudierais ser mi tabla de salvación.

– ¿Y en qué sentido podría yo salvaros? ¿A qué os referís?

– Creo que Clitumna piensa suicidarse -dijo Sila.

– ¡Ah!

– Se trata de cómo podría yo impedirlo. Yo soy un hombre, y al desaparecer Nicopolis no existe ninguna mujer de la familia de Clitumna, ni entre sus criadas, capaz de procurarle suficiente confianza y afecto para ayudarla a salir del paso -dijo Sila inclinándose hacia adelante y enardeciéndose-. ¡Ella no puede seguir en Roma, Cayo Julio! Pero ¿cómo voy a mandarla a Circei sin que la acompañe una mujer de confianza? No creo que yo sea la persona con la que desee estar en las actuales circunstancias, y además tengo que hacer en Roma en este momento. Lo que había pensado es si vuestra esposa estaría dispuesta a acompañarla en Circei unas semanas… Esta depresión suicida no puede durarle, estoy seguro; pero en este momento me preocupa mucho. La villa es muy cómoda, y aunque ya empieza a hacer frío, el lugar es muy sano en cualquier época del año. A vuestra esposa le vendría bien un poco de aire del mar.

A César, visiblemente relajado, parecía que le hubiesen quitado un gran peso de encima.

– Comprendo, Lucio Cornelio, comprendo. Y más de lo que podáis pensar. Efectivamente, mi esposa se ha convertido en la persona de quien más depende Clitumna, pero, lamentablemente, yo no puedo prescindir de ella. Ya habéis visto cómo está Julilla y no necesitáis que os diga la desesperada situación en que nos vemos. Y ella, por mucho que aprecie a Clituruna, tampoco consentiría en marchar.

– ¿Y por qué no enviar también a Julilla con ellas? -dijo Sila muy decidido-. ¡El cambio de aires podría sentarle estupendamente!

– No, Lucio Cornelio -replicó César, moviendo la cabeza-. Me temo que no sea posible. Yo también tengo que hacer en Roma hasta la primavera. No sabría qué hacer sin mi esposa y mi hija en Roma, y no es porque sea egoísta y no quiera darles ese gusto, sino porque estaría constantemente preocupado por ellas. Si Julilla se encontrara bien, sería distinto. Pero en las actuales circunstancias, no.

– Lo comprendo, Cayo Julio, y lo siento dijo Sila, poniéndose en pie.

– Enviad a Clitumna a Circei, Lucio Cornelio. Le vendrá bien añadió César acompañando a su visita hasta la puerta de la casa y abriéndosela él mismo.

– Gracias por aguantar mi necedad -dijo Sila.

– No tiene importancia. En realidad me alegra mucho que hayáis venido, pues creo que ahora podré resolver mejor lo de mi hija. Confieso que lo sucedido me ha hecho apreciaros más, Lucio Cornelio. Tenedme al corriente de cómo está Clitumna añadió César, sonriente, dándole la mano.

Nada más cerrar la puerta, César fue en busca de Julilla. Estaba en la sala de estar de Marcia, llorando desconsoladamente, apoyada en la mesa con la cara hundida entre los brazos. Llevándose un dedo a los labios, la madre se puso en pie al ver entrar a César y juntos salieron sigilosamente, dejándola llorando.

– Es horrible, Cayo Julio dijo muy seria Marcia.

– ¿Se han estado viendo?

Marcia se ruborizó un poco y meneó tan enérgicamente la cabeza que se le soltaron las horquillas que sujetaban el moño, y el cabello cayó medio suelto sobre la nuca.

– ¡No, no se han estado viendo! -dijo retorciéndose las manos-. ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación!

César cogió aquellas manos convulsas y las sujetó con firmeza.

– ¡Cálmate, esposa, cálmate! Sólo faltaría que tú también enfermases. Cuéntamelo.

– ¡Qué engaño! ¡Qué indecoro!

Cálmate. Empieza por el principio.

– ¡El no tiene que ver nada; es todo cosa de ella! Nuestra hija, Cayo Julio, se ha pasado estos dos últimos años deshonrándose, deshonrando a su familia, entregándose mentalmente a un hombre que no sólo es indigno de limpiar el barro de su zapato, sino que ni siquiera la quiere. ¡Y hay más aún, Cayo Julio, hay más! ¡Ha querido llamar su atención dejando de comer para imputarle algo de lo que no es responsable! ¡Hay cartas, Cayo Julio! ¡Cientos de cartas que le ha hecho llegar por medio de su doncella, acusándole de indiferencia y despego, echándole la culpa de su enfermedad, rogándole que la amase, como una perra rastrera!

Marcia derramaba lágrimas de decepción y de cólera.

– Cálmate -repitió César-. Vamos, Marcia, ya llorarás más tarde. Tengo que hablar con Julilla y tú tienes que estar presente.

Marcia se calmó, se enjugó los ojos y juntos volvieron a la sala de estar.

Julilla seguía sentada, llorando, y no advirtió la presencia de sus padres. Con un suspiro, César tomó asiento en su silla preferida, metiendo la mano en la toga y sacando un pañuelo.

– Toma, Julilla, suénate y deja de llorar; sé buena chica -dijo, metiéndole el pañuelo bajo el brazo-. Ya está bien de lloros. Vamos a hablar.

El llanto de la muchacha respondía principalmente al terror de haber sido descubierta, por lo que la voz tranquila, firme e imparcial de su padre la animó a seguir su consejo. Dejó de llorar y se sentó con la cabeza gacha, sacudida por convulsivos hipidos.

– Has dejado de comer por Lucio Cornelio, ¿verdad? -inquirió César.

La muchacha no contestó.

– Julilla, tienes que responder; no vas a conseguir nada callándote. ¿Es Lucio Cornelio la causa de esto?

– Sí -musitó ella.

La voz de César siguió en aquel tono firme e imparcial, pero lo que decía causaba aún mayor impresión en Julilla por su tono uniforme; nunca había hablado con su hija de aquel modo, parecido al que empleaba cuando reprendía a un esclavo por haber hecho alguna falta imperdonable.

– ¿Aciertas a entender el dolor, la preocupación, el sufrimiento que has causado a tu familia estos dos últimos años? Desde que comenzaste a dejar de comer has sido el eje sobre el que hemos estado girando todos. No sólo tu madre y yo, sino tus hermanos y tu hermana, nuestros leales y admirables sirvientes, nuestros amigos, nuestros vecinos. Nos has puesto al borde de la demencia. ¿Y por qué? cPuedes decirme por qué?

– No -musitó ella.

– ¡Tonterías! ¡Claro que puedes! Has estado jugando con nosotros, Julilla. Un juego cruel y egoísta, realizado con una paciencia y una maestría dignas de mejor propósito. Te enamoras ¡a los dieciséis años! de un individuo que sabes que es inadecuado, a quien nunca daría mi consentimiento. Una persona que comprende su falta de condición y que no corresponde para nada a tus sentimientos. Y entonces tú optas por el engaño, por la astucia con propósitos maniobreros e indignos. No encuentro palabras, Julilla.

Tanto la hija como la madre escuchaban temblorosas.

– Creo que debo refrescar tu memoria, hija. ¿Sabes quién soy?

Julilla, con la cabeza gacha, no contestaba.

– ¡ Mírame!

La muchacha alzó la vista y fijó aterrorizada sus enrojecidos ojos en César.

– No, ya veo que no sabes quién soy -dijo él sin levantar el tono-. Por consiguiente, hija mía, tengo el deber de decírtelo. Soy el paterfamilias, el responsable de este hogar. Mi palabra es ley; no se me puede reprochar nada de lo que hago; puedo hacer y decir lo que quiera dentro de esta casa. No hay ley del Senado y del pueblo de Roma que merme mi absoluta autoridad sobre mi hogar y mi familia, pues Roma ha estructurado sus leyes para garantizar que la familia romana esté por encima de cualquier ley salvo la del paterfamilias. Si mi esposa comete adulterio, Julilla, puedo matarla o hacer que la maten. Si mi hijo es convicto de torpeza moral o de cobardía, o de alguna clase de indecencia social, puedo matarlo o hacer que lo maten. Si alguien de mi hogar, esposa, hijos e hijas, madre o criados, transgrede los límites de lo que considero conducta decente, puedo matarlo o hacer que lo maten. ¿Comprendes, Julilla?

– Sí -contestó la muchacha, que no había apartado la vista de su padre.

– Me duele tanto como me avergüenza tener que decirte que has transgredido los límites de lo que considero una conducta decente, hija mía. Has hecho caer el oprobio sobre tu familia y los sirvientes de esta casa, pero antes que nada sobre el paterfamilias. Le has convertido en un pelele, un juguete. ¿Y por qué? Por puro placer, por simple satisfacción, por el más abominable de los propósitos: tu sola persona.

– ¡Pero es que le amo, tata! -protestó ella.

– ¿Amarle? -vociferó César, indignado-. ¿Qué sabes tú de ese sentimiento sin par, Julilla? ¿Cómo puedes mancillar la palabra "amor" comparándola a cualquier rastrera imitación que hayas sentido? ¿Es amor arruinar la vida de tu amado? ¿Es amor forzar a tu amado a un compromiso que no desea y que él no ha pedido? ¿Es eso amor, Julilla?

– Pues no… -balbució ella-, pero yo creía que lo era -añadió acto seguido.

Sus padres intercambiaron por encima de ella una mirada que reflejaba su amargo dolor y que denotaba que comprendían, desilusionados, las limitaciones de su hija.

– Créeme, Julilla, eso que te ha hecho comportarte tan injusta y deshonrosamente no es amor -dijo César, poniéndose en pie-. No habrá más leche de vaca, huevos ni miel. Comerás lo que comamos los demás, o no comerás nada. No es asunto baladí para mí. Como padre y paterfamilias, desde que naciste te he tratado con honor, con respeto, con consideración, con tolerancia. Y tú no me has correspondido como es debido. No te repudio, ni voy a matarte o hacer que te maten, pero a partir de ahora lo que hagas recaerá sobre tu cabeza. Me has herido, a mi y a los míos, Julilla; y, lo que es quizá aún más imperdonable, has herido a un hombre que no te debe nada, porque ni te conoce ni es pariente tuyo. Más adelante, cuando tu aspecto no sea tan lamentable, haré que te excuses ante Lucio Cornelio Sila. No te pediré que te excuses con nosotros, pues has perdido nuestro amor y respeto y eso invalida toda excusa.

Tras lo cual abandonó la estancia.

Julilla frunció el entrecejo e instintivamente se volvió hacia su madre, tratando de refugiarse en sus brazos, pero Marcia retrocedió como si la muchacha llevase un vestido envenenado.

– ¡Qué vergüenza! -balbució indignada-. ¡Y todo por un hombre indigno de besar el suelo que pisa César!

– ¡Oh, madre!

– ¡No hay madre que valga! ¿No querías ser mayor, Julilla, ser una mujer para casarte? Pues apecha con lo que has organizado.

Y Marcia salió también del cuarto.


Cayo Julio César escribía así días más tarde a su yerno Cayo Mario:


Bien, la lamentable historia va disipándose. Me gustaría poder deciros que Julilla ha aprendido la lección, pero mucho lo dudo. Con los años, Cayo Mario, sabréis también lo que son los tormentos y dilemas de la paternidad y ojalá pudiera ofreceros el paliativo de deciros que aprenderéis por mis errores. Pero no es así. Pues, del mismo modo que es distinto cada niño que nace en este mundo y hay que tratarlo de forma distinta, también los padres son distintos. ¿En qué nos equivocamos con Julilla? Sinceramente, no lo sé. Ni siquiera sé si nos equivocamos. Quizá sea una falta innata, intrínseca. Estoy amargamente dolido, del mismo modo que lo está la pobre Marcia, como se evidencia por su subsiguiente rechazo de cuantos intentos de afecto y arrepentimiento muestra Júlilla. La niña sufre profundamente, pero me he preguntado si debemos mostrarnos distantes de momento y creo que sí. Nunca le faltó nuestro cariño pero nunca tuvimos ocasión de someterla a disciplina y creo que para que escarmiente debe sufrir.

La justicia me obligó a visitar a nuestro vecino Lucio Cornelio Sila y presentarle una excusa colectiva, que es lo único que podemos hacer hasta que Julilla mejore de aspecto y pueda pedirle perdón en persona. Aunque se negaba a ello, insistí para que nos entregase las cartas de Julilla, y por una vez me valió mi condición de paterfamilias. Luego hice que Julilla las quemase no sin antes obligarla a que nos leyese a Marcia y a mí las necedades que había escrito. ¡Qué tremendo resulta tener que ser tan severo con alguien de la misma sangre de uno! Pero mucho me temo que sólo con un escarmiento de esta índole podamos llegar al corazón egoísta de Julilla.

Bien, basta de Julilla. Cosas mucho más importantes están sucediendo. Quizá sea yo el primero que envía las noticias a la provincia de Africa, pues me he prometido que ésta salga mañana mismo en un barco rápido que zarpe de Puteoli. Marco Junio Silano ha sufrido una desastrosa derrota frente a los germanos. Han perecido treinta mil hombres y el resto se hallan tan desmoralizados, y sin un mando firme, que se han desbandado en todas direcciones. Parece que a Silano no le importe, o quizá sea más exacto decir que valora más su propia vida que seguir al frente de sus tropas, pues fue él mismo quien trajo la noticia a Roma, pero con una versión tan edulcorada, que evitó una manifestación pública de indignación, y cuando se supo la verdad, el desastre ya había perdido capacidad de impresionar a la gente. Naturalmente, lo que intenta es eludir la acusación de traición, y creo que lo conseguirá. Si la comisión de Mamilio tuviera poderes para juzgarle, se le podría declarar culpable, pero un juicio en la Asamblea de las centurias, con sus reglamentos y procedimientos tan anticuados y tantos jurados… La opinión que predomina es que no vale la pena iniciar el proceso.

Bien, es como si os oyera preguntar: ¿Qué hay de los germanos? ¿Invaden en tropel las costas mediterráneas? ¿Huyen presa del pánico los habitantes de Massilia? No. ¿Querréis creer que después de aniquilar al ejército de Silano no tardaron en volver grupas y dirigirse al Norte? ¿Cómo se puede combatir con un enemigo tan enigmático e imprevisible? Creedme, Cayo Mario, temblamos todos. Porque volverán; más tarde o más temprano, pero parece que volverán. Y no disponemos de mejores comandantes para hacerles frente, sólo hombres como Marco Junio Silano. Como ya es habitual, las legiones de los aliados itálicos fueron las que llevaron la peor parte, aunque también han perecido muchos soldados romanos. El Senado tiene que atender una avalancha de quejas de los marsos y los samnitas y de un sinnúmero de pueblos itálicos.

Concluiré con algo más frívolo. En este momento sostenemos una hilarante pugna con nuestro estimado censor Marco Emilio Escauro. El otro censor, Marco Livio Druso, murió repentinamente hace tres semanas, lo cual puso abrupto fin al lustrum de los censores y Escauro tendrá que abandonar el cargo. ¡Pero se niega! Y ahí está lo gracioso. Nada más concluir el funeral de Druso, se reunió el Senado e instó a Escauro a declinar sus tareas censoriales para cerrar oficialmente el lustrum con la ceremonia habitual. Pero Escauro se negó, diciendo que había sido elegido censor, que tenía en curso los contratos del programa de obras públicas y que no podía dejarlo todo en tal Coyuntura.

– ¡Marco Emilio, Marco Emilio, eso no te compete a ti! -le dijo Metelo Dalmático, pontífice maximo-. La ley estipula que cuando muere el censor durante el desempeño de su cargo, el lustrum ha acabado y su colega censor debe dimitir inmediatamente.

– No me importa lo que diga la ley -replicó Escauro-. No puedo dimitir inmediatamente y no voy a dimitir inmediatamente.

Le ruegan y le imploran, le gritan y le razonan en vano. Escauro está decidido a crear un precedente pisoteando la tradición y seguir siendo censor. Vuelven a rogarle y a suplicarle, a gritarle y a razonarle, hasta que él pierde la paciencia y estalló:

– ¡Me meo en todos vosotros! -les gritó, y siguió con sus contratos y proyectos.

Así que el pontífice máximo Dalmático convocó otra reunión del Senado y le obligó a dictar un consultum formal conminando a Escauro a la dimisión inmediata. Acudió una comisión al Campo de Marte y allí dio con Escauro, sentado en el podio del templo de Júpiter Stator, edificio que había elegido como despacho por hallarse junto al Porticus Metelli, en donde tienen su sede casi todos los contratistas de obras.

Bien, como sabéis, yo no soy partidario de Escauro. Es tan astuto como Ulises y tan mentiroso como Paris, pero me habría gustado que le hubierais visto apabullarlos. No sé cómo un personaje tan feo, bajito y delgaducho como Escauro ha sido capaz de eso. ¡Si ni si quiera le queda un pelo en la cabeza! Marcia dice que es por sus hermosos ojos verdes, su voz, aún más hermosa, y su sentido del humor. Bien, lo del sentido del humor lo admito, pero los encantos de su aparato visual y bucal se me escapan. Marcia alega que soy un hombre típico, aunque no sé qué quiere decir con esto; mi experiencia me dice que las mujeres siempre acaban escudándose en comentarios así cuando se ven acorraladas por la lógica. Pero debe también haber alguna extraña lógica a tal éxito. ¿Quién sabe?, a lo mejor Marcia tiene razón.

Pues allí estaba aquel farsante, en medio de la magnificencia del mejor templo de mármol de Roma y de las espléndidas estatuas ecuestres de los generales de Alejandro Magno, que Metelo Macedónico trajo como pillaje de la antigua capital macedónica de Pela. Allí estaba él dominando el conjunto. ¿Cómo es posible que un enano romano calvo haga sombra a los magníficos caballos de tamaño natural de Lisipo? Os juro que siempre que veo a los generales de Alejandro de esas estatuas espero que bajen del pedestal y echen a correr en esos corceles tan distintos como lo era Tolomeo de Parménides.

Me dejo llevar por la digresión. Volvamos a lo que decía. Cuando Escauro vio a la comisión, hizo que se apartara aquella masa de contratistas y permaneció sentado como un palo en su silla curul, con la toga perfectamente plisada y un pie adelantado en la postura clásica.

– ¿Y bien? -dijo, dirigiéndose al pontífice máximo Dalmático, que había sido designado portavoz.

– Marco Emilio, el Senado ha dictado oficialmente un consultum ordenando la inmediata dimisión de vuestra censoría -dijo éste, anonadado.

– No lo haré -contestó Escauro.

– ¡Debéis hacerlo! -protestó Dalmático.

– ¡No debo hacer nada! -replicó Escauro, volviéndoles el hombro y atendiendo de nuevo a los contratistas-. ¿Dónde estábamos antes de que se me interrumpiera tan groseramente?

– ¡Por favor, Marco Emilio! -insistió Dalmático.

– ¡Me meo en todos vosotros! ¡Me meo, me meo, me meo! -fue la única respuesta a sus pontificales requerimientos.

Una vez que el Senado hizo cuanto podia, el asunto pasó a la Asamblea del pueblo, con lo que revertía a la plebe algo que no se debía a su iniciativa, dado que quien elige a los censores es la Asamblea de las centurias. Así, la Asamblea de la plebe no celebró reunión alguna para tratar de la actitud de Escauro, sino que remitió el asunto al Colegio de Tribunos como última encomienda de su año en el cargo, instándole a que cesaran del cargo como fuese a Marco Emilio Escauro.

Así pues, ayer, noveno día de diciembre, los tribunos de la plebe se dirigieron al templo de Júpiter Stator encabezados por Cayo Mamilio Limetano.

– Me envía el pueblo de Roma, Marco Emilio, para cesaros en vuestro cargo de censor -dijo Mamilio.

– Cayo Mamilio, como no he sido elegido por el pueblo, el pueblo no puede cesarme -replicó Escauro con su brillante cráneo reluciendo al sol como una manzana invernal.

– No obstante, Marco Emilio, el pueblo es soberano y el pueblo dice que cedáis -insistió Mamilio.

– ¡No voy a ceder! -le contestó Escauro.

– En ese caso, Marco Emilio, estoy autorizado por el pueblo para arrestaros y encarcelaros hasta que dimitáis oficialmente -le replicó Mamilio.

– ¡Ponedme la mano encima, Cayo Mamilio, y chillaréis con la voz de soprano que teníais de jovencito! -le dijo Escauro.

Ante lo cual, Mamilio se volvió hacia la multitud que, como es natural, se había apiñado para ver el espectáculo, y gritó:

– ¡Pueblo de Roma, os pongo por testigo de que doy mi veto a toda actividad censorial de Marco Emilio Escauro!

Y ahí acabó la cosa, por supuesto. Escauro enrolló sus contratos, entregó las cosas a sus escribas, su esclavo plegó la silla de marfil y él dirigió varias reverencias ante los aplausos de la multitud, a quien no hay nada que más le encante que un enfrentamiento entre magistrados, y además adora profundamente a Escauro por tener esa clase de coraje que todo romano admira en sus magistrados. Luego descendió la escalinata del templo, propinó de pasada una palmadita al caballo de Perdica, dio el brazo a Mamilio y salió de escena con los laureles.


César dio un suspiro, se reclinó en la silla y decidió hacer unos comentarios a las noticias que Mario -ni mucho menos tan prolífico en la escritura como su suegro- le había enviado desde la provincia africana, en donde, por lo visto, Metelo habia empantanado la guerra contra Yugurta como consecuencia de un mediocre mando militar. O al menos ésa era la versión de Mario, pese a que no coincidía con los informes que Metelo remitía al Senado.


Pronto sabréis, si es que no os ha llegado la noticia, que el Senado ha prorrogado el mando de Quinto Cecilio en la provincia africana y al frente de la guerra contra Yugurta. Estoy seguro de que no os sorprenderá lo más mínimo. Y espero que, una vez sorteado ese gran obstáculo, Quinto Cecilio incrementará la actividad bélica, ya que una vez que el Senado prorroga el mando de un gobernador, éste puede estar seguro de que lo conservará hasta que él mismo considere concluso el peligro de su provincia. Es una artera táctica para no hacer nada hasta que vence el año del consulado y se concede el imperium proconsular.

Aunque, ciertamente, coincido con lo que decís de que vuestro general se ha mostrado enormemente tardo en no iniciar la campaña hasta casi finales de verano, teniendo en cuenta que llegó a principios de primavera. Sus despachos decían que el ejército necesitaba un buen entrenamiento y el Senado los dio por buenos. Y es cierto; no acabo de entender porqué os encomendó el mando de la caballería, siendo vos de infanteria; del mismo modo que me parece que malgasta la valía de Publio Rutilio utilizándolo de praefectus fabrum, cuando estaría mejor en el campo de batalla que yendo de un lado para otro ocupándose de las columnas de abastecimiento y de la artillería. Pero es prerrogativa del general emplear a sus hombres como desee, desde los legados mayores hasta los soldados auxiliares.

Roma recibió encantada la noticia de la toma de Vaga, aunque veo que en vuestra carta decís que la ciudad se rindió. Ah, os ruego me perdonéis por salir en defensa de Quinto Cecilio. No sé por qué os indigna tanto que haya nombrado a su amigo Turpilio comandante de la guarnición de Vaga. ¿Qué importancia tiene?

Me ha causado mucha más impresión vuestra versión de la batalla del río Mutul que el informe del despacho de Quinto Cecilio, lo que algo os consolará por mi escepticismo y os servirá de testimonio de que sigo estando de vuestro lado. Estoy convencido de que tenéis razón en decirle a Quinto Cecilio que el mejor método para ganar la guerra contra Numidia es capturar a Yugurta, pues, igual que vos, yo le considero el crisol de la resistencia.

Acabaré con otra noticia del Foro. Debido a la derrota del ejército de Silano en la Galia Transalpina, el Senado ha anulado una de las últimas leyes de Cayo Graco, la que limitaba el número de veces que uno puede alistarse. Ahora ya no se requiere tener diecisiete años, estar diez años en filas para quedar exento de levas, ni haber hecho seis campañas para estar totalmente exento. Signo de los tiempos. Tanto Roma como Italia se van quedando sin tropas para las legiones.

Cuidaos y escribid tan pronto como mis leves intentos como valedor de Quinto Cecilio se hayan disipado y os permitan pensar en mi con afecto. Sigo siendo vuestro suegro y sigo apreciándoos mucho.


Y con ésas, Cayo Julio César se dijo que era una carta llena de noticias, buenos consejos y consuelo, que merecía la pena enviarse. Cayo Mario la recibiría antes de que acabase el año.


Al final era casi mediados de diciembre cuando Sila acompañó a Clitumna a Circei, muy solícito y amable. Aunque había temido que sus planes fracasaran porque el tiempo hubiera mejorado el ánimo de Clitumna, el extraordinario cambio de suerte siguió favoreciéndole, pues Clitumna continuó muy deprimida, como Marcia debidamente comentó a César.

Comparada con las villas de la costa de Campania, la de Clitumna no era excesivamente grande, pero si más que la casa del Palatino. A los romanos de buena posición les gustaba pasar las vacaciones en casas de campo muy amplias y con terreno. La de Clitumna estaba situada en un promontorio volcánico con playa privada y se hallaba a cierta distancia de Circei, sin vecinos en las proximidades. Uno de los muchos especuladores de viviendas, que solía ir a la costa de Campania, la había construido en invierno tres años atrás, y Clitumna decidió adquirirla al enterarse de que el constructor era un genio de la fontanería y había instalado un baño de aspersión además de la bañera tradicional.

Así, lo primero que hizo Clitumna nada más llegar fue darse una ducha, tras lo cual cenó y después ella y Sila se fueron a dormir en habitaciones separadas. Sila sólo estuvo en Circei dos días, dedicando todo su tiempo a Clitumna, que seguía desanimada, aunque no quería dejarle marchar.

– Tengo una sorpresa para ti -dijo él mientras caminaban por el terreno de la villa la mañana del día que regresaba a Roma.

Ni con esas palabras motivó reacción por parte de ella.

– ¿Cuál? -inquirió, finalmente, Clitumna.

– Recibirás la sorpresa la primera noche de luna llena- contestó él, misterioso.

– ¿De noche? dijo ella, sin el menor interés.

– ¡De noche y con luna llena! Es decir, con tal que sea una noche clara y puedas ver la luna llena.

Estaban ante la alta fachada delantera de la villa, que, como casi todas, estaba construida en una ladera y tenía un porche alto para sentarse a contemplar el paisaje. Detrás de ella estaba el jardín peristilo, y detrás de éste, la auténtica villa con la mayoría de las habitaciones. Los establos se hallaban en la planta baja de la parte delantera, con vivienda para los mozos de cuadra y sobre todo ello, el porche.

Ante la villa de Clitumna, el terreno descendía entre césped y matas de rosales rastreros hasta el borde del acantilado, y a ambos lados había árboles que preservarían la intimidad en caso de que construyesen otra casa en el terreno contiguo.

Sila señaló un pinarcillo con cipreses que había a la izquierda.

– Es un secreto, Clitumna -dijo, con voz "gruñona", como ella decía, siempre señal de una prolongada y deliciosa fornicación.

HQué es un secreto? -inquirió ella, comenzando a reaccionar.

– Si te lo digo, deja de serlo -musitó él, mordisqueándole la oreja.

Ella se retorció un poquito y se animó.

– ¿Ese secreto es lo mismo que la sorpresa de la noche de luna?

– Sí, pero no debes decirle nada a nadie; incluso lo de que te he prometido una sorpresa. ¿Lo juras?

– Lo juro -dijo ella.

– Lo único que tienes que hacer es salir sigilosamente de la casa a la tercera hora de oscuridad, dentro de ocho días a contar desde anoche, y venir aquí completamente sola y te escondes en ese pinar -dijo Sila, acariciándole el costado.

– ¡Ooooh! ¿Es una buena sorpresa? -inquirió ella con voz chillona.

– Será la mayor sorpresa de tu vida -contestó Sila-. Y no es una promesa vana, querida. Aunque pongo dos condiciones.

– ¿Cuáles? -dijo ella, arrugando la nariz como una jovenzuela y poniendo cara de tonta.

– Primero, que no tiene que enterarse nadie, ni siquiera Biti. Si se lo cuentas a alguien, se estropea la sorpresa y yo me enfadaré mucho, mucho. Y a ti no te gusta que me enfade mucho, ¿verdad, Clitumna?

– No, Lucio Cornelio -contestó ella temblando.

– Pues guarda el secreto. La recompensa será fantástica, una experiencia totalmente nueva para ti -musitó él-. En realidad, silogras parecer muy abatida hasta que recibas la sorpresa, será aún mejor. Te lo prometo.

– Seré buena, Lucio Cornelio -dijo ella con fervor.

Sila notaba que su imaginación trabajaba y sabía que Clitumna ya había imaginado que la sorpresa iba a ser una compañía nueva y deleitosa, femenina, atractiva, sexualmente complaciente, compatible y muy charlatana para animar el largo día antes de la dulce noche. Pero ella conocía a Sila de sobra para saber que debía atenerse a sus condiciones, o era capaz de quedarse él solo para siempre con la persona que fuese, e incluso instalarla en un apartamento sólo para ella, ahora que disponía del dinero de Nicopolis. Además, nadie podía burlarse de Sila cuando hablaba en serio, razón por la cual los criados de Clitumna contenían la lengua sobre lo que había habido entre su ama, Nicopolis y Sila, y si alguna vez comentaban algo, lo hacían con tal temor que sus palabras perdían gran parte del impacto.

– Hay otra condición -dijo él.

– ¿Cuál, querido Lucio? -dijo ella arrimándose a él con coquetería.

– Si no hace una buena noche, no puede haber sorpresa. Así que hay que amoldarse al tiempo que haga. Si la primera noche llueve, espera a la segunda.

– Entiendo, Lucio Cornelio.


Sila marchó a Roma en una calesa alquilada, dejando a Clitumna guardando fielmente el secreto y fingiendo obedientemente una aguda depresión. Hasta Biti, que había dormido con su ama, pensó que se hallaba desesperada.

Nada más llegar a Roma, y a la casa de Clitumna en el Palatino, Sila llamó al mayordomo, que se había quedado en la ciudad, dado que la villa de Circei disponía para su cuidado de otro mayordomo, que le robaba descaradamente cuando ella no estaba, lo mismo que hacía en iguales circunstancias el de la casa del Palatino.

– ¿Cuántos criados ha dejado aquí la señora, Iamus? -preguntó Sila, sentado tras el escritorio del despacho; era evidente que había confeccionado una lista, que tenía en la mano.

– Yo, dos mancebos, dos doncellas, un muchacho para ir al mercado y el pinche, Lucio Cornelio -respondió el mayordomo.

– Pues tendrás que contratar a más gente, Iamus, porque dentro de cuatro días voy a dar una fiesta.

Sila entregó la lista al perplejo mayordomo, que no sabía si protestar, ya que Clitumna no le había hablado de ninguna fiesta durante su ausencia, ni le apetecía la idea de que hubiera líos cuando llegasen las facturas. Pero Sila calmó sus inquietudes.

– La fiesta es mía y la pago yo. Y daré una buena recompensa con dos condiciones: una, que me ayudes totalmente a organizarla, y la otra, que no le digas nada a la señora Clitumna cuando vuelva a casa, sea cuando sea. ¿Está claro?

– Totalmente, Lucio Cornelio -contestó el mayordomo, con una gran reverencia; la generosidad era un tema que cualquier esclavo que hubiese alcanzado la categoría de mayordomo entendía casi tan bien como el modo de manipular las cuentas caseras.

Y Sila se dispuso a alquilar bailarines, músicos, volatineros, magos, payasos… pues iba a ser una fiesta sonada en todo el Palatino. Su última visita fue a la casa del actor de comedias Scilax.

– Quiero contratar a Metrobio -dijo irrumpiendo en el cuarto que Scilax había convertido en sala de estar en vez de en un despacho. Era la casa de un sibarita, perfumada con incienso y canela, atiborrada de tapicerías, divanes y almohadones rellenos con las lanas más selectas.

Scilax se incorporó indignado, justo en el momento en que Sila se repantigaba voluptuosamente en un mullido diván.

– ¡Sinceramente, Scilax, eres más blandengue que un flan y más decadente que un potentado sirio! -comentó Sila-. ¿Por qué no te compras unos cuantos almohadones de crin de caballo? ¡En estos divanes tiene uno la impresión de caer en brazos de una puta gigantesca! ¡Uf!

– Me meo en tus gustos -balbució Scilax.

– Con tal de que me cedas a Metrobio, puedes mearte en lo que quieras.

– ¿Y por qué iba a hacerlo, so salvaje? -replicó Scilax pasándose las manos por el pelo minuciosamente peinado y teñido de rubio, parpadeando con sus largas pestañas oscurecidas con stibium y poniendo los ojos en blanco.

– Porque el muchacho no es tuyo en cuerpo y alma -respondió Sila, probando con el pie otro almohadón a ver si era más duro.

– ¡Claro que es mío en cuerpo y alma! ¡Y no ha vuelto a ser el mismo desde que me lo robaste y te lo llevaste por Italia, Lucio Cornelio! ¡No sé lo que le has hecho, pero desde luego me lo has estropeado!

– Le he hecho un hombre, ¿no es cierto? -dijo Sila sonriendo-. Ya no le gustan tus porquerías, ¿eh? ¡Puaf! ¡Metrobio! -gritó con fuerte voz.

El muchacho acudió corriendo y se lanzó sobre Sila, cubriéndole de besos.

Abrumado por la acogida, Sila dirigió un guiño a Scilax.

– Ríndete, Scilax, a tu puto le gusto más yo -dijo, y para demostrarlo, alzó la faldilla del muchacho para que se viera la erección.

Scilax rompió a llorar y su cara Se llenó de churretones de stibium.

– Vamos, Metrobio -dijo Sila, poniéndose dificultosamente en pie. En la puerta se volvió para lanzar un papel doblado al lloriqueante Scilax-. Hay una fiesta en casa de Clitumna dentro de cuatro días. Va a ser la mejor fiesta que hayas visto; así que déjate de tristezas y ven. Si quieres puedes recuperar a Metrobio.


Invitó a todo el mundo, incluso a Hércules Atlas, que se anunciaba como el hombre más fuerte del mundo recorriendo Italia de un extremo a otro por fiestas, ferias y festivales. Era un individuo que siempre se hacía ver por la calle con una piel de león apolillada y un enorme garrote y que era una especie de institución en el mundo de la farándula; pero raras veces se le invitaba a fiestas para que exhibiera sus proezas de forzudo, porque cuando el vino circulaba por su garganta como el agua por el Aqua Marcia, Hércules Atlas se volvía muy agresivo y se enfadaba.

– Estás loco invitando a ese toro -comentó Metrobio, jugueteando con los rizos de Sila, inclinado sobre su hombro para ver la nueva lista. El verdadero cambio experimentado por Metrobio durante su viaje con Sila era que había aprendido a leer y escribir. Scilax le había aleccionado en todas sus artes, desde el oficio de actor hasta la sodomía, pero no le había procurado la emancipación de las letras.

– Hércules Atlas es amigo mío -contestó Sila, besando los dedos del muchacho uno por uno con mucho mayor deleite con que se lo hacía a Clitumna.

– ¡Pero se vuelve loco cuando bebe! -replicó Metrobio-. Te destrozará la casa, y a buen seguro a dos o tres invitados. ¡Contrátale para que actúe, pero no le invites!

– No puedo hacer eso -dijo Sila, despreocupado, alargando la mano por encima del hombro para sentar al muchacho en su regazo. Metrobio le echó los brazos al cuello y alzó la cabeza, al tiempo que Sila le besaba los párpados suavemente y con gran ternura.

– Lucio Cornelio, ¿por qué no te quedas conmigo? -inquirió el muchacho, arrellanándose gozosamente en los brazos de Sila.

Los besos cesaron y Sila frunció el entrecejo.

– Estás mucho mejor con Scilax -replicó con sequedad.

– ¡Qué va, de verdad que no! -protestó Metrobio, arrobado y abriendo sus grandes ojos-. ¡A milos regalos, las clases y el dinero no me importan, Lucio Cornelio! ¡Prefiero estar contigo aunque seamos pobres!

– Tentadora oferta, y la aceptaría sin pensarlo si me propusiera seguir siendo pobre -replicó Sila, abrazando al muchacho amorosamente-. Pero no voy a seguir siendo pobre. Ahora tengo el dinero de Nicopolis y estoy muy ocupado especulando con él. Algún día tendré lo bastante para poder aspirar al Senado.

– ¡Al Senado! -exclamó Metrobio incorporándose y dándose la vuelta para mirar a Sila de frente-. ¡No puedes, Lucio Cornelio, tus antepasados eran esclavos como los míos!

– No, no eran esclavos -replicó Sila, devolviéndole la mirada-. Soy un Cornelio patricio y tengo derecho al Senado.

– ¡No lo creo!

– Pues es la verdad -replicó Sila, lacónico-. Por eso no puedo aceptar tu ofrecimiento, por tentador que sea. Cuando sea candidato al Senado, tendré que convertirme en modelo de decoro y se acabaron los actores, los mimos y los chicos guapos dijo, dándole una palmada en la espalda y apretándole-. Ahora, pon atención a esa lista y deja de menearte, que no me dejas concentrar. Hércules Atlas viene de invitado y para actuar; y no se hable más.

De hecho, Hércules Atlas fue de los primeros huéspedes en llegar. El rumor de la juerga que se preparaba había corrido por la calle y los vecinos se habían resignado a aguantar una noche de berridos, gritos, fuerte música y golpes de lo más heterogéneo. Como de costumbre, era una fiesta de disfraces. Sila encarnaba a la ausente Clitumna y se había puesto chales con flecos, sortijas y una peluca de alheña con rizos en forma de salchicha, y constantemente realizaba imitaciones de sus risitas disimuladas y contenidas y de sus gritos y carcajadas. Como los invitados la conocían bien, su actuación fue muy celebrada.

Metrobio apareció de nuevo con alas, pero en esta ocasión haciendo de Icaro en vez de Cupido, con unas plumas muy hábilmente derretidas por los bordes de modo que parecieran a medio desprender. Scilax se presentó de Minerva, encarnando a una diosa hierática y hombruna con aspecto de vieja ramera excesivamente maquillada. Cuando vio cómo Metrobio se pegaba a Sila, se dedicó a emborracharse y en seguida se olvidó del escudo, la rueca, la lechuza disecada y la lanza y, finalmente, los dejó en un rincón y se puso a llorar hasta quedarse dormido.

Por ello, Scilax no fue testigo de las inacabables actuaciones, y de la intervención de los cantantes, que comenzaban con melodías inmortales y sorprendentes arpegios y concluían con lerdas cancioncillas como ésta:

A la cerda de mi hermana

sorprendieron con el molinero

dándole a la molienda

en el molino.

"Ya basta -dijo padre-,

te han dejado molida

más vale que te cases

o te mondo el trasero."

Canciones mucho más conocidas de los invitados, quienes coreaban la letra.

Hubo bailarines que se quedaron en cueros con exquisito arte, mostrando pubis perfectamente depilados; y un hombre con perros amaestrados que bailaban casi igual de bien y con gestos aún más lúbricos; y hubo un número de animalismo, que hizo una muchacha de Antioquía con un asno, que fue entusiásticamente acogido por la concurrencia, cuyos componentes masculinos quedaron demasiado impresionados por los atributos del burro para cortejar posteriormente a la muchacha.

Hércules Atlas fue el último en actuar, justo antes de que la fiesta se escindiese en el grupo de los demasiado ebrios para prestar interés a nada sexual y los suficientemente bebidos para sólo interesarse en eso. Los invitados se agruparon en la columnata del jardín peristilo, en medio del cual se había situado Hércules Atlas sobre un resistente estrado. Tras unos ejercicios de calentamiento, doblando barras de hierro y rompiendo unos troncos de un papirotazo, el forzudo se dedicó a coger racimos de media docena de mujeres, que lanzaban estridentes gritos, colocándoselas sobre los hombros, la cabeza y en los brazos. Luego levantó un par de yunques y comenzó a rugir estentóreamente, más feroz que un león del circo. En realidad lo estaba pasando muy bien, pues el vino discurría por su garganta como el agua por el acueducto de Aqua Marcia y sus tragaderas eran tan fenomenales como su fuerza. El problema fue que cuantos más yunques cogía, más inquietas se ponían las mujeres, hasta que sus gritos de placer se convirtieron en gritos de terror.

Sila salió al jardín y dio una discreta palmadita a Hércules Atlas en la rodilla.

– Eh, muchacho, deja a las chicas -le dijo en tono de lo más amistoso-, las estás lastimando con los hierros.

Hércules Atlas soltó a las mujeres inmediatamente, pero, enojadísimo, cogió a Sila.

– ¡A mí no me dices cómo tengo que actuar! -vociferó, haciéndole girar vertiginosamente como si fuese la varita mágica del sacerdote de Isis y provocando el desprendimiento de peluca, chal y faldas.

Hubo invitados presa del pánico y otros que optaron por intervenir, saliendo al jardín a rogar al demente forzudo que soltara a Sila. Pero Hércules Atlas dio satisfacción a todos, poniéndose a Sila bajo el brazo como si fuese una canasta y abandonando la fiesta. No hubo manera de impedírselo: se abrió camino entre los cuerpos que se le echaban encima como si fuese una nube de mosquitos, al portero le propinó un golpe en la cara con el que le envió al centro del recibidor y, luego, desapareció calle abajo sin soltar al desesperado Sila.

Al llegar a la escalinata de las Vestales se detuvo.

– ¿Lo he hecho bien, Lucio Cornelio? ¿Lo he hecho bien? -inquirió, dejándole en el suelo con mucho cuidado.

– Lo has hecho perfecto -dijo Sila, tambaleándose-. Vamos, te acompaño a tu casa.

– No hace falta -respondió Hércules Atlas, ajustándose la piel de león y comenzando a descender la escalinata-. Está a un paso de aquí, Lucio Cornelio, y la luna es casi llena.

– Sí, si, te acompaño -insistió Sila dándole alcance.

– Como quieras -dijo el forzudo, encogiéndose de hombros.

– Es que es mejor que te pague en casa que no en medio del Foro -explicó Sila.

– ¡Ah, sí! -respondió Hércules Atlas, dándose una palmada en su musculosa frente-. No me acordaba de que no me habías pagado. Vamos.

El hercúleo tenía una vivienda de cuatro habitaciones en el tercer piso de una ínsula en el Clivus Orbius, en los aledaños del Subura, aunque en un vecindario mucho mejor. Nada más entrar, Sila advirtió que los esclavos, aprovechando la ocasión, se habían tomado la noche libre pensando que cuando su amo volviese no estaría en condiciones de hacer el recuento. No parecía que hubiera ninguna mujer, pero Sila echó un vistazo.

– ¿No está tu esposa? -inquirió.

– ¡Detesto a las mujeres! -espetó Hércules Atlas.

En la mesa a la que se sentaron había un jarro de vino y algunos vasos. Mientras el forzudo servía dos copas de vino, Sila sacó una gruesa bolsa que llevaba oculta en una faja de lino en la cintura, desató el cordel que la cerraba, sacó un papelillo, que escamoteó en su mano, y volcó la bolsa, de la que brotó un chorro de monedas de plata con tanta rapidez, que tres o cuatro rodaron hasta el suelo con un tintineo.

– ¡Eh! -exclamó Hércules Atlas, poniéndose a gatas para recogerlas.

Mientras el forzudo se entretenía en el suelo recogiendo las monedas, Sila abrió despreocupadamente el papelillo y echó el polvillo blanco que guardaba en la copa que tenía más lejos de él y, a falta de otro adminículo, revolvió con el dedo el vino hasta que Hércules Atlas se incorporó y volvió a sentarse.

– Salud -dijo Sila, cogiendo la copa más próxima y chocándola con la del forzudo en amistoso gesto.

– Salud y gracias por la estupenda velada -contestó Hércules Atlas, alzando la cabeza y la copa y vaciándosela en la garganta sin respirar. Tras lo cual, volvió a llenarla y se regó el gaznate del mismo modo.

Sila se levantó, arrimó su copa al forzudo, recogió la otra y se la guardó en la túnica.

– Será un recuerdo -dijo-. Buenas noches -añadió, y cruzó la puerta sin hacer ruido.

Todos dormían en la ínsula y el pasadizo enlosado alrededor del patio central, cubierto con rejillas para impedir que se arrojase basura, estaba desierto. A toda prisa, y sin hacer el menor ruido, Sila descendió los tres pisos y salió a la estrecha calle sin que nadie le viera. En la primera alcantarilla arrojó la copa que se había guardado, esperó a oir el chapoteo que hizo al caer y, a continuación, tiró también el papelillo. Hizo un alto en la fuente de Yuturna, junto a la escalinata de las Vestales, metió los brazos en el agua hasta los codos y se lavó detenidamente. ¡Ya estaba! Tenía que hacer desaparecer el menor rastro de polvillo que hubiera podido pegársele a la piel mientras manipulaba el papelillo y revolvía el vino que Hércules Atlas con tanta fruición se había bebido.

Pero no volvió a la fiesta; dio un gran rodeo al Palatino y tomó por la Via Nova hacia la puerta Capena. Ya fuera de la ciudad, entró en uno de los establos de alquiler de la zona. En pocas casas de Roma había mulas o caballos, pues resultaba más barato alquilarlos.

El establo en que había entrado era de los más reputados, pero negligente en cuanto a la seguridad y el único mozo de servicio estaba dormido en un montón de paja. Sila le procuró un sueño más profundo con un golpe en la nuca y luego recorrió tranquilamente la cuadra hasta dar con una mula que le pareció lo bastante fuerte y dócil. Como nunca había ensillado una caballería, le costó algo hacerlo, pero había oído contar que los animales contienen la respiración mientras les pasan la cincha, y aguardó a que las costillas de la muía recuperasen su posición normal para montar en la silla y golpearle los flancos con los talones.

Aunque no era un buen jinete, no le daban miedo los caballos ni las mulas, y confiaba en su suerte para aquella cabalgata. Las cuatro astas de la silla bastaban para sostenerse bastante bien a horcajadas sobre el lomo del animal, con tal de que no tuviese tendencia a encabritarse, y, a ese respecto, las mulas eran más dóciles que los caballos. La única brida que había conseguido embocar al animal era un bridón sencillo, pero la mula parecía morderlo tranquilamente y tomó despreocupadamente por la Via Apia iluminada por la luna, confiando en su habilidad para recorrer un buen trozo de camino antes de que amaneciera. Sería media noche.

El viaje resultó agotador dada su poca costumbre de montar; seguir al paso la litera de Clitumna era una cosa muy distinta a aquel cabalgar apresurado. Al cabo de unas millas no podía aguantar el dolor de las piernas colgando, ya no sabía cómo poner las nalgas para mantenerse erecto en la silla y los testículos acusaban todas las sacudidas. Sin embargo, la mula caminaba bien y mucho antes de que amaneciera estaba en Tripontium.

Allí salió de la Via Apia y tomó a campo traviesa hacia la costa, pues había unos caminos que bordeaban los pantanos Pontinos y era un itinerario mucho más corto y mucho más discreto que seguir por la Via Apia hasta Terracina, para luego volver en dirección norte hasta Circei. Se detuvo en una arboleda al cabo de unas diez millas; allí el terreno parecía seco y duro y no se notaban mosquitos; ató la mula con un largo ronzal que había robado, colocó la silla bajo un pino y se echó a dormir plácidamente.

Diez horas después, ya en pleno día, tras beber él y la mula en un arroyo, reanudó la marcha. Oculto a las miradas de los curiosos por una capa con capucha que había cogido en las cuadras, siguió al trote, con mucha mayor prestancia, a pesar del fuerte dolor en la columna vertebral y el escozor de trasero y testículos. No había comido nada, pero no tenía hambre; la mula había pastado buena hierba y caminaba contenta y feliz. Al anochecer llegó al promontorio en el que estaba situada la villa de Clitumna y desmontó con auténtico alivio. Volvió a quitar la brida y la silla y trabó de nuevo la mula para que pastase, pero él no se echó a descansar.

Había tenido suerte. La noche era ideal; tranquila y estrellada, y sin ninguna nube que enturbiase el cielo azul oscuro. Cuando comenzó la segunda hora nocturna, la luna llena asomó por las colinas del este y fue bañando el paisaje con su extraño fulgor. Era una luz que daba potencia a la vista pero que a la vez era invisible.

En su interior crecía la sensación de su propia impunidad, desplazando al cansancio y al dolor y acelerando el fluir de su sangre fría, centrando su intelecto, curiosamente apaciguado en una fase de brutal deleite. Era felix, tenía suerte. Todo iba bien y continuaría bien. Y eso significaba que podía abrírse camino en un aura de bienestar; podía pasarlo bien. Cuando se le había presentado la oportunidad de deshacerse de Nicopolis, tan de repente, tan inesperadamente, no había tenido tiempo de recrearse, sino de adoptar una decisión súbita y dejar que transcurriesen las horas. En sus investigaciones durante aquellas vacaciones con Metrobio había descubierto la "destructora", pero había sido la propia Nicopolis quien la había designado para su fallecimiento; él era un simple catalizador. Era la suerte la que le había llevado allá; la suerte de él. Pero aquella noche era el cerebro quien le había conducido hasta Circei y la suerte le ampararía hasta el final. En cuanto al miedo, ¿de qué iba a tenerlo?

Allí estaba Clitumna, esperando a la sombra de los pinos; no impaciente todavía, pero dispuesta a impacientarse si tardaba la sorpresa. Sin embargo, Sila no se anunció inmediatamente; primero exploró toda la zona para asegurarse de que había venido sola. Sí, estaba sola. Incluso en los establos y cuartos de debajo del porche no había nadie.

Conforme se le acercó fue haciendo ruido para que se percatara de su llegada y no asustarla. Por eso, cuando le vio surgir de la oscuridad, ya estaba preparada y le abrió los brazos.

– ¡Ah, eres tú! -musitó, echándosele al cuello con una risita-. ¡Mi sorpresa! ¿Y mi sorpresa?

– Primero un beso -dijo él, con una sonrisa en la que, por primera vez, sus dientes destacaron más blancos que su tez, tan extráña era la luna y mágico el hechizo que le infundía.

Deseosa de él, Clitumna le ofreció con ansia sus labios. Y así estaba, pegada a su boca y de puntillas, cuando él le rompió el pescuezo. Fue muy fácil. Crac. Probablemente ella ni se dio cuenta, pues él no vio el menor asomo de sospecha en sus ojos cuando empujó su cabeza hacia atrás con una mano, mientras le mantenía la espalda recta con la otra. Un gesto tan rápido como un golpe. Fácil. Crac. Un sonido brusco y definido que se propagó. Cuando la soltó, esperando que se desplomara, ella se irguió aún más de puntillas y comenzó a bailar con los brazos en jarras y balanceando obscenamente la cabeza con sacudidas, brincos y estirones que culminaron en una vorágine hecha un ovillo hasta que se desmoronó en un horrible y desgarbado enredo de codos y rodillas. En ese momento le llegó el olor cálido y acre de orina y, después, el hedor más fuerte de excrementos.

No gritó ni dio un salto para apartarse. Disfrutó inmensamente de la escena y mientras ella bailaba para él, la estuvo mirando fascinado, hasta que, al caer, la atisbó asqueado.

– Bien, Clitumna -masculló-, no has muerto como una señora.

Tuvo que levantarla, pese a que eso implicaba mancharse, mojarse, pringarse. No debía quedar ninguna señal en la tierna hierba bañada por la luna, ningún indicio de que se hubiera arrastrado un cadáver, que era el motivo principal por el que había dispuesto que fuese una noche agradable. La levantó, con excrementos y todo, y la llevó en brazos hasta el cercano borde del acantilado, sujetando bien las vestiduras para que no cayeran las heces, pues no quería dejar una estela en la hierba.

Ya estaba en el sitio previsto, al que había llegado sin vacilación por haberlo marcado con una piedra blanca días antes, la primera vez que había paseado por allí con ella. Sentía los músculos doloridos, al borde del espasmo. En un artístico picado de vestiduras, la perdió para siempre, cayendo a plomo sobre las rocas, cual fantasmagórico pájaro. Y allí quedó desparramada, como una mota informe que el mar no haría desaparecer de no ser por una galerna inusitada. Porque era vital que la encontrasen. El no quería que la herencia fuese a parar al limbo.

Al amanecer ya tenía a la mula junto a un arroyo, pero antes de acercarla a beber, fue él quien se metió en el agua sin quitarse la túnica de mujer y limpió los restos de su madrastra Clitumna. Después faltaba otra cosa por hacer, y la hizo nada más salir del agua. Llevaba al cinto un agudo puñal en una funda; con la punta, unos dos centímetros más abajo del pelo, se hizo en la frente un corte que empezó a sangrar inmediatamente como sucede con las heridas en la cabeza; pero no quedó ahí la cosa. Tenía que presentar un aspecto deplorable: puso el dedo anular y corazón a ambos lados del corte y tiró hasta que la carne se abrió, agrandando considerablemente la herida. La hemorragia aumentó y la sangre se esparció por la tela asquerosa y mojada del disfraz de la fiesta en horrendos y llamativos churretones. ¡Así! ¡Estupendo! Del bolsillo del cinturón sacó una compresa de lino y se la aplicó a la herida de la frente, atándosela fuerte con una cinta. Le había chorreado la sangre en el ojo izquierdo; enceguecido, se la limpió con la mano y fue a por la mula.

Cabalgó toda la noche, azuzando implacablemente al animal cuando desfallecía, porque lo había cansado mucho; pero la mula sabía que iba camino del establo y como tenía tendones más fuertes que un caballo, seguía avanzando. Le gustaba Sila; ése era el secreto de su buen comportamiento. El animal agradecía aquel simple bridón, más silencioso y cómodo que los bocados a que estaba acostumbrada, y trotaba, medio galopaba, andaba al paso y volvía a acelerar en cuanto podía, dejando un rastro de sudor sobre el camino. Porque la mula nada sabía de la mujer desmadejada, con el cuello roto, antes de la espantosa caída sobre las rocas al pie de su gran villa blanca. Ella se dejaba cabalgar por Sila tal como era y lo encontraba muy amable.


A una milla del establo, Sila descabalgó y desensilló la mula, tirando el arnés entre unas matas, y luego le dio una palmada en la grupa para ahuyentarla en dirección a las cuadras, convencido de que hallaría el camino. Pero cuando ya se dirigía hacia la puerta Capena vio que el animal le seguía y tuvo que tirarle piedras para alejarlo; la mula se fue sacudiendo su pobre rabo.

Oculto bajo la capa con capucha, Sila entró en Roma cuando el cielo comenzaba a ponerse color perla por el este. En nueve horas de setenta y cuatro minutos había cubierto cabalgando la distancia entre Circei y Roma, lo cual era notable proeza para una mula cansada y un jinete que había aprendido a montar en aquel viaje.

La escalinata de Caco unía el Circo Máximo con el Germalus del Palatino y estaba rodeada por los terrenos más sagrados, poseedores del espíritu de la primitiva ciudad fundada por Rómulo y en cuyos aledaños se encontraba la covacha en la que la loba había amamantado a los gemelos Rómulo y Remo. A Sila le pareció un lugar adecuado para abandonar su vestimenta y metió capa y venda en un árbol hueco, detrás del monumento al Genius Loci. La herida comenzó a sangrarle de nuevo, pero con menos fuerza. Por eso, los madrugadores de la calle de Clitumna se quedaron sorprendidos al verle acercarse tambaleándose, vestido con una túnica de mujer ensangrentada, sucia y destrozada.

En casa de Clitumna, los criados seguían en pie, pues no se habían acostado desde la estampida de Hércules Atlas unas treinta y dos horas antes. En cuanto el criado le franqueó la puerta y le vio en aquel estado, todos los demás acudieron en su ayuda, saliendo de todas partes; le metieron en cama, le bañaron y le esponjaron, llamaron al mismísimo Atenodoro de Sicilia para que le examinara la herida y hasta el vecino Cayo Julio César acudió a ver qué había sucedido, pues todo el Palatino le había andado buscando.

– Decidme lo que podáis -dijo César, sentándose a la cabecera de la cama.

El aspecto de Sila era muy convincente: tenía los labios azulados y con mueca de dolor, su piel blanca estaba más pálida que nunca y sus ojos, vidriados de agotamiento, estaban enrojecidos y congestionados.

– Ha sido una tontería -dijo, arrastrando las palabras-. No debí intentar oponerme a Hércules Atlas; pero soy fuerte y sé defenderme, y no pensé que pudiera conmigo, creí que era pura exhibición. Pero estaba borracho perdido y me sacó en volandas sin que yo pudiera impedírselo. No recuerdo dónde, me dejó en el suelo y yo quise huir, pero debió golpearme; no lo recuerdo. En resumen: me desperté en una calleja del Subura, en donde debo haber estado tirado todo un día, pero ya sabéis cómo es ese barrio. Nadie me prestó la menor ayuda; en cuanto he podido moverme, he venido para casa. Eso es todo, Cayo Julio.

– Sois hombre de suerte -dijo César con los labios prietos-, porque si Hércules Atlas os hubiese llevado a su casa, habríais compartido su suerte.

– ¿Su suerte?

– Ayer vino a verme vuestro mayordomo, dado que no volvíais, y me preguntó qué debía hacer. Cuando me explicó la historia, me fui con unos gladiadores a sueldo a la vivienda del forzudo y lo encontramos todo destrozado. No se sabe por qué Hércules Atlas había dejado la casa hecha un verdadero desaguisado, con todos los muebles hechos astillas, las paredes agujereadas a puñetazos, aterrorizando de tal manera a los vecinos de la ínsula, que ninguno se había atrevido a acercarse. Lo encontramos tendido, muerto, en medio de la sala de estar. Mi opinión es que debió rompérsele un vaso cerebral y se volvió loco en su agonía. O bien que alguien le envenenó -añadió César con una mueca de disgusto-. Moribundo organizó aquel cataclismo; supongo que los criados debieron de encontrarle ya cadáver, pero se habían marchado cuando yo llegué, y, como no hallamos dinero ni nada de valor, supongo que se lo llevaron todo. ¿Le disteis algo por su actuación? Porque en el piso no había nada.

Sila cerró los ojos sin necesidad de fingir cansancio.

– Le pagué por anticipado, Cayo Julio, así que no sé si tendría allí el dinero.

– Bien, yo he hecho todo lo que he podido -dijo César levantándose y mirando muy serio, aunque inútilmente, al yacente, que seguía con los ojos cerrados-. Os compadezco profundamente, Lucio Cornelio -añadió-, pero vuestra conducta no puede continuar. Mi hija casi perece de hambre por una inmadura vinculación emotiva con vos, de la cual aún no se ha curado, lo que significa que sois un vecino notablemente molesto. Si bien tengo que admitir que nada habéis hecho por vuestra parte para fomentar en ella tal sentimiento y, a la vez, debo confesar que ella os ha causado no menos perjuicio. Todo lo cual me induce a aconsejaros que cambiéis de residencia. He enviado un mensajero a vuestra madrastra en Circei para informarla de lo acontecido durante su ausencia y al mismo tiempo hacerle saber que su presencia en esta vecindad hace tiempo que ha dejado de ser deseable y es mejor que busque casa en el Carinae o el Caelia. Somos una vecindad tranquila y me dolería tener que presentar quejas y una denuncia al pretor urbano para preservar nuestra tranquilidad y nuestro bienestar físico. Pero, bien que me pese, Lucio Cornelio, estoy dispuesto a presentarla. Igual que sucede con el resto de los vecinos; estoy harto.

Sila no se movió ni abrió los ojos; mientras César seguía en pie, pensando hasta qué punto su reconvención había hecho efecto, sintió que le zumbaban los oídos. Dio media vuelta y se marchó.

Pero fue Sila quien primero recibió carta de Circei, no Cayo Julio César. Al día siguiente llegó un mensajero con una misiva del mayordomo de Clitumna, diciendo que habían encontrado el cadáver del ama al pie del acantilado que bordeaba la finca. Se había roto la crisma en la caída, pero no había circunstancias sospechosas. Como era bien sabido, añadía el mayordomo, la señora Clitumna se hallaba últimamente muy deprimida.

Sila sacó las piernas de la cama y se levantó.

– Preparadme un baño y la toga -dijo.

La pequeña herida de la frente iba curando rápidamente, aunque los labios aún estaban negros y tumefactos. Pero, aparte de eso, nada había en su aspecto que recordase el estado del día anterior.

– Ve a buscar a Cayo Julio César -dijo al mayordomo Iamus, una vez vestido.

Sila sabía perfectamente que todo su futuro giraba en torno a aquella entrevista. Gracias a los dioses que Scilax se había llevado a casa a Metrobio desde la fiesta, a pesar de las protestas del muchacho, que quería saber qué le había sucedido a su querido Sila. Esa circunstancia y la pronta llegada de César al escenario del crimen constituían los únicos fallos de su plan. ¡Qué suerte! ¡No cabía duda que tenía un ascendente de suerte! La presencia de Metrobio en casa de Clitumna cuando el preocupado Iamus llamó a César habría hecho la santísima irremediablemente a Sila. No, César nunca le habría condenado por un rumor, pero de haber visto al muchacho con sus propios ojos, la situación habría cambiado radicalmente. Y Metrobio no se habría arredrado. Estoy pisando un terreno peligroso y debo parar, se dijo Sila para sus adentros. Pensó en Stichus, en Nicopolis, en Clitumna, y sonrió. Si, ahora ya podía parar.

Recibió a César con absoluto aspecto de patricio romano, vestido de blanco inmaculado, con la franja estrecha de caballero adornando el hombro derecho de su túnica, y el cabello de su magnífica cabeza peinado de una forma atractiva pero muy varonil.

– Os ruego que me disculpéis por haceros venir de nuevo, Cayo Julio -dijo, entregándole un rollo de papel-. Acabo de recibir esto de Circei y pensé que deberíais verlo sin tardanza.

Impasible, César leyó despacio la carta, moviendo en silencio los labios. Sila sabía que estaba reflexionando a propósito del escrito, palabra por palabra. Cuando concluyó la lectura, dejó la carta.

– Es la tercera muerte -dijo en tono casi de alegría-. Vuestra casa ha quedado lamentablemente diezmada, Lucio Cornelio. Aceptad mi pésame.

– Imaginé que habríais redactado el testamento de Clitumna -añadió Sila, muy tieso-, si no, os aseguro que no os habría molestado.

– Sí, he redactado por orden suya varios testamentos; el último poco después de la muerte de Nicopolis -respondió sin que se alterara aquella mirada franca de sus ojos azules en el hermoso rostro; todo en él era cuidadosamente legalista e imparcial-. Lucio Cornelio, os agradecería que me dijeseis qué sentíais exactamente por vuestra madrastra.

Ahí estaba: el paso más delicado. Tenía que darlo con la seguridad y agilidad de un gato sobre un borde lleno de cortantes cristales a una altura de doce pisos.

– Recuerdo que en cierto momento os di mi opinión, Cayo Julio -respondió-, pero me complace tener ocasión de hablar más ampliamente sobre ella. Era una mujer muy estúpida y vulgar, pero da la casualidad de que yo la apreciaba. Mi padre -añadió con una mueca- era un borracho incurable, y los recuerdos de mi vida con él, y también durante varios años con mi hermana, hasta que se casó para liberarse, son una pesadilla. No éramos gente bien venida a menos, Cayo Julio, no llevábamos una vida que recordase para nada a nuestros origenes, sino que éramos tan pobres que no teníamos ni un esclavo. De no haber sido por la caridad de un maestro de la vía pública, yo, un patricio de la gens Cornelius, ni siquiera habría aprendido a leer y escribir. No he hecho servicio militar elemental en el Campo de Marte, ni aprendido a montar a caballo, ni he sido alumno de ningún abogado de los tribunales. No sé nada de la milicia, de retórica ni de la vida pública. Eso es lo que mi padre hizo de mi. Por eso yo apreciaba a Clitumna. Ella, al casarse con él, nos llevó a vivir en su casa; quién sabe si de haber seguido viviendo con mi padre en el Subura no me habría vuelto loco un día y habría acabado matándole, ofendiendo irremediablemente a los dioses. Pero, hasta el día de su muerte, fue ella quien llevó la peor parte y yo me libré de sus furores. Sí, yo la apreciaba.

– También ella os apreciaba, Lucio Cornelio -dijo César-. Su testamento es simple y claro: os deja todo lo que tenía.

¡Despacio, despacio! ¡Ni mucha alegría ni mucho pesar! Se hallaba ante un hombre muy inteligente y con mucha experiencia en el ser humano.

– ¿Me ha dejado lo suficiente para aspirar al Senado? -inquirió, mirando de hito en hito a César.

– Más que suficiente.

– No… puedo creerlo -replicó Sila, flaqueando a ojos vistas-. ¿Estáis seguro? Sé que era dueña de esta casa y de la villa en Circei, pero no creía que tuviera mucho más.

– Pues os equivocáis; era una mujer muy rica, que tenía inversiones, acciones e intereses en toda clase de empresas, así como en doce barcos mercantes. Os recomiendo que invirtáis el capital de los barcos y las acciones en propiedades. Tendréis que tener vuestros asuntos en perfecto orden para satisfacer a los censores.

– ¡Es un sueño! -exclamó Sila.

– No me extraña que lo veáis así, Lucio Cornelio. Pero tranquilizaos porque es una realidad -añadió César pausadamente, sin que le extrañase la reacción de Sila ni viese ninguna pena fingida, que su sentido común le dictaba que una persona como Lucio Cornelio Sila jamás habría sentido por Clitumna, por muy cariñosa que hubiera sido con su padre.

– Podría haber vivido aún muchos años -dijo Sila, como pensando en voz alta-. Realmente la fortuna me sonríe, Cayo Julio. Nunca pensé que podría decir eso. La echaré de menos, pero espero que en años venideros se comente que la mejor contribución que pudo hacer a la vida pública fue morirse, porque aspiro a hacer algo por mi clase y por el Senado.

¿Estaba bien dicho? ¿Se entendía la implicación que encerraba?

– Estoy de acuerdo, Lucio Cornelio, en que a ella le haría feliz saber que usáis fructiferamente su legado -replicó César, expresando la idea de Sila con mayor corrección-. Y espero que no celebréis más fiestas desaforadas, ni sigáis con esas equívocas compañías…

– Cuando un hombre puede abrazar la vida que por su cuna le corresponde, no necesita alegres fiestas ni amistades dudosas -respondió Sila con un suspiro-. Eso era el modo de pasar el rato. Me atrevería a decir que no se os oculta, pero esa vida que he llevado durante treinta años me colgaba del cuello como una piedra de molino.

– Naturalmente que lo comprendo -comentó César.

– ¡Pero ahora no hay censores! -exclamó Sila, aterrado por la perspectiva-. ¿Qué puedo hacer?

– Bueno, aunque no es necesario elegir a otros hasta que hayan transcurrido cuatro años, una de las condiciones de Marco Escauro para dimitir voluntariamente ha sido precisamente que se elijan censores el próximo abril. Hasta ese momento tendréis que esperar -dijo César con soltura.

Sila se ciñó la toga y lanzó un profundo suspiro.

– Cayo Julio, tengo otra cosa que pediros -dijo.

Los azules ojos de César adoptaron una expresión que Sila fue incapaz de descifrar; era como si se esperara lo que iba a decirle. ¿Cómo era posible, si se le acababa de ocurrir la idea? Una brillante idea, la más afortunada. Pues, si César aceptaba, su candidatura al cargo de censor tendría mucho mayor peso que el dinero y mayor trascendencia que sus alegaciones de linaje, empañadas como estaban por la vida que había llevado.

– ¿De qué se trata, Lucio Cornelio? -inquirió César.

– De que me consideréis como esposo de vuestra hija Julilla.

– ¿A pesar de lo que os ha ofendido?

– Yo… la amo -respondió Sila, creyéndose sus propias palabras.

– Por ahora, Julilla no está ni mucho menos en condiciones de considerar el matrimonio -replicó César-, pero tomo nota de vuestra petición, Lucio Cornelio -añadió sonriendo-. Quizá, habida cuenta de tantos inconvenientes, estéis hechos el uno para el otro.

– Ella me ofreció una corona de hierba -añadió Sila-. Y, ¿sabéis, Cayo Julio, que a partir de entonces mi suerte ha cambiado?

– Os creo -dijo César, poniéndose en pie, dispuesto a marcharse-. No obstante, de momento no comentaremos a nadie vuestras intenciones de casaros con Julilla. Y, sobre todo, os encarezco a que no os acerquéis a ella, pese a vuestros sentimientos, pues aún sigue esforzándose por salir de esa situación y no quiero que se le brinde la solución fácil.

Sila acompañó a César hasta la puerta y le tendió la mano, sonriendo con los labios cerrados, pues nadie mejor que su propio dueño para saber el efecto que causaban aquellos caninos excesivamente largos y afilados, y no era cuestión de dedicar a Cayo Julio César una de aquellas espeluznantes sonrisas. No, a César había que mimarle y cortejarle. Sin saber la propuesta que el propio César había hecho a Cayo Mario respecto a una de sus hijas, Sila llegaba a idéntica conclusión. ¿Qué mejor método para hacerse valer ante los censores que tener por esposa a Julilla, sobre todo teniéndola tan a mano y habiendo estado a punto de morir por él?

– ¡Iamus! -gritó nada más cerrar la puerta.

– Decid, Lucio Cornelio.

– No te preocupes por la cena. Que toda la casa guarde luto por la señora Clitumna y ocúpate de que vuelvan los criados de Circei. Salgo inmediatamente para encargarme del entierro.

Y me llevaré a Metrobio, pensó mientras hacía apresuradamente el equipaje. Adiós a toda mi vida anterior, adiós a todo, adiós a Clitumna. No echaré de menos nada, salvo a Metrobio. A él sí lo echaré de menos; y mucho.

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